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La buena gloria


- I -

Más de un lector, al pasar la vista por este cuadro, ha de pensar que es una invención mía, o que, cuando menos, está sacado de las viejas crónicas de la primitiva Santander. Conste que semejantes dudas ni me ofenden ni me extrañan.

Yo, que estoy viendo a estos marineros, embutidos materialmente en el laberinto de los modernos adelantos, sin reparar siquiera en ellos; descansar estoicamente sobre el remo en sus lanchas, sin dirigir una mirada de curiosidad a la rugiente locomotora que, al llegar al muelle, a veinte varas de ellos, agita el agua sobre que se columpian; rodear una legua, por el Alta, para ir al otro extremo de la población, por no atravesar ésta por sus modernas y animadas calles: yo que sé, en una palabra, hasta qué punto conservan las aficiones y las costumbres de sus abuelos, a pesar de haber invadido sus barrios la moderna sociedad con su nuevo carácter, me he resistido a creer en uso entre ellos, en la actualidad, escenas como las que voy a referir; y sólo después de haberlas palpado, como quien dice, he podido atreverme a asegurar, como aseguro, que no es la Buena Gloria una costumbre perdida ya entre los recuerdos de la antiquísima colonia de pescadores, favorecida... y asustada, en una ocasión, con la presencia del rey Don Pedro I de Castilla.

El siguiente histórico ejemplar es recentísimo.

Acababan de celebrarse en la iglesia de San Francisco las honras fúnebres por el alma de un pobre hombre que perteneció al Cabildo de mareantes de Abajo. El cortejo, en el mismo orden en que había acompañado al cadáver a la iglesia, y de la iglesia al cementerio, volvió a la casa mortuoria; delante los hombres, e inmediatamente después, las mujeres, y todos en traje de día de fiesta. El de los primeros, compuesto de pantalón, chaleco y chaqueta de paño azul muy oscuro, corbata de seda negra, anudada sobre el pecho y medio oculta bajo el ancho cuello abierto de una camisa de lienzo sin planchar, y boina también de paño azul oscuro, con larga borla de cordoncillo de seda negra. El de las mujeres, de saya de percalina azul sobre el refajo de bayeta encarnada, jubón de paño oscuro, mantilla de franela negra con anchos ribetes de panilla, media azul y zapatos de paño negro.

La reciente viuda, con una mala saya de percal, desgarrada y sucia, en mangas de camisa, desgreñada y descalza, esperaba a la fúnebre comitiva, acurrucada en un rincón de la destartalada habitación en que había muerto su marido: sala, alcoba, pasadizo y comedor al mismo tiempo; pues aquella pieza y otra reducidísima y oscura que servía de cocina constituían toda la casa. Alrededor de esta mujer había, sentados en el suelo, dos chicos y una muchachuela, tan sucios y tan mal ataviados como ella, de quien eran dignos vástagos.

El cortejo fue penetrando acompasadamente en la sala. Los hombres formaron una línea contigua a las paredes, y las mujeres otra, algunos pasos más al centro. La viuda ocultó la cara entre las manos y lanzó un par de gemidos; su prole, sin cambiar de postura, miraba impasible la escena.

Como no había sillas en la casa, excusado es decir que el duelo permaneció de pie.

Una de las mujeres de él, la más autorizada por su vecindad y conexiones con aquella familia, se adelantó un paso a las demás personas de la comitiva.

-Por el eterno descanso del defunto, Padre nuestro -dijo con voz áspera y fuerte, aunque afectando emoción y compostura.

A lo cual contestó la viuda con un tercer gemido, y el lúgubre cortejo con un que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, etc., etc.

Enseguida, la mujer se quitó la mantilla, la tendió en el suelo, se retiró un paso, y con la misma voz con que acababa de pedir una oración para el finado:

-Para los dolientes, a cuatro cuartos -dijo, mirando a todos.

-Eso es poco -contestó un hombre.

-Somos muchos -añadió otro.

-A rial -volvió a decir la mujer.

-Curriente -replicó el coro.

Y la que le dirigía levantó por el costado derecho su sayal azul, metió la mano en una anchísima faltriquera que apareció encima del refajo encarnado, sacó cuatro piezas de a dos cuartos y las arrojó sobre la mantilla. En la misma operación la siguieron otras compañeras y algunos hombres; y en muy pocos instantes quedó la mantilla medio cubierta por las monedas de cobre.

-¡Alto! -gritó la mujer-; no lo metamos a barullo: dir echándolo poco a poco, que aquí hay anguno que va a quedar bien con el dinero de los demás.

-Mientes -exclamaron algunas voces.

-Yo digo más verdá que todos vusotros juntos, y como sé lo que pasó en el intierro de la mujer del tío Miterio...

-Lo que allí pasó me lo sé yo mu retebién, y lo callo porque no te salgan los colores a la cara.

-¿Quién es esa deslenguadona que me quiere provocar?

-¡A ver si vos calláis, condenás, o dirvos a reñir allá juera!... ¡Cuidiao que tien que ver! Dir echando los que falten, y cierre el pico la rigunión.

Esta reprimenda, de un viejo pescador, puso en orden a las mujeres, que se disponían ya a hacer de las suyas.

-A rial para los dolientes -volvió a exclamar la voz de la presidenta, con la mayor tranquilidad.

Algunas piezas de a dos cuartos cayeron sobre la mantilla.

-A rial para los dolientes -añadió aún la mujer.

Pero esta petición no produjo ya resultado alguno.

-¿Cuántos somos? -preguntó entonces aquélla.

Oyéronse en la sala fuertes murmullos por algunos instantes, y un marinero contestó después muy recio:

-Quince hombres y veinte mujeres.

-Enestonces, debe haber en la mantilla... veinte y diez, treinta, y cinco, treinta y cinco... Treinta y cinco riales... menos treinta y cinco chavos.

-Cabales...

La mujer contó los cuatros sobre la mantilla, redújolos a montones de a treinta y cuatro cada uno, y levantándose enseguida, dijo en alta voz, con cierto retintín:

-Aquí no hay más que veintiocho riales.

-Yo he echao... -Y yo... -Y yo... Y yo... -fueron diciendo todas las personas de los dos corrillos.

-Es claro: ahora toos han echao...¡Como yo no sé lo que sucede en estas ocasiones!... ¡Y luego le dirán a una que falta a la verdá!...

-Vamos, mujer, no te consumas, que ya sabemos lo que es contar dinero: a la más lista se le pega de los deos.

-Estos diez te voy a pegar en esa recancaneada jeta, ¡lambistona, embrolladora!...

-A mí me pegarás tú de la lengua.

-¡Malos peces vos coman, arrastrás! ¿No veis a esa pobre mujer que vos ascucha? -gruñó el viejo pescador, interponiéndose entre las dos mujeres y señalando a la viuda.

-¡Ayyy! -suspiró ésta al oírlo, limpiándose los ojos con las greñas.

-¿Falta dinero? Pus hacervos la cuenta de que se lo tragó la tierra, y en paz... Vengan esos cuartos -añadió el viejo en tono brusco.

La mujer que los había contado recogió la mantilla y la desocupó en la gorra del pescador, murmurando hacia la que riñó con ella:

-Da gracias a la pena de esta infeliz, que si no...

-¿Qué se trae? -preguntó el pescador a la reunión.

-Queso... -Vino... -Aguardiente... Pan...

-¿A quién hago caso yo? Todos piden a un tiempo... Que alcen el deo los que quieran vino... Uno, dos, tres..., seis, nueve... Nueve hombres y tres mujeres... Ahora que le alcen los que quieran aguardiente... ¡Ea!, no hay más que hablar: seis hombres y toas las mujeres, menos tres, dicen que no quieren vino... ¡Me alegro, me alegro, y que me alegro, ea!... Conque dempués de gastar dos pesetas en queso y en un guardia civil, lo más pa musolina. Vengo en un credo.

El viejo salió de la sala, como si su comisión le hubiera quitado de encima la mitad del peso de sus años; y la presidenta del duelo, después de ponerse la mantilla y de dar a su fisonomía el aire de compunción de que la había despojado durante la última escena, cuadróse en medio de la reunión, fijó la vista en el suelo y dijo en tono plañidero:

-Una Salve a la Santísima Virgen del Mar.

El coro la rezó por lo bajo.

-Por todos los fallecidos del cabildo, Padre nuestro.

Esta oración se rezó como la anterior.

-Para que Dios nuestro Señor tome en su misericordia los santos ufragios que se acaban de hacer por el alma del defunto, que en paz descanse, un Credo.

Y la reunión le rezó con el mayor recogimiento.

-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo -dijo, santiguándose, la mujer.

-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo -contestó, con la misma ceremonia, su auditorio.




- II -

-Amén -añadió el pescador de marras, presentándose en la sala con una gran jarra de aguardiente y un vaso en una mano, un plato lleno de queso en la otra, y un guardia civil... o pan de seis libras debajo del brazo.

La consabida mujer le salió al encuentro, después de haber tendido otra vez en el suelo su mantilla, y aceptó con cierta solemnidad la jarra y el vaso que el marinero le ofreció; enseguida colocó éste el pan y el queso sobre la mantilla, y sacó del bolsillo una navaja; calló de repente la concurrencia, lanzó el quinto gemido la mujer del glorificado, relamiéronse con fruición sus tres hijos, y la que tenía la jarra llenó con admirable pulso, hasta los bordes, el primer vaso de aguardiente.

-Para la dolienta -dijo, levantándole en alto.

-Que gloria se le güelva -contestó la reunión.

Sexto gemido de la viuda.

-¡Yo no puedo beber, que no puedo, que tengo un ñudo en el pasapán! ¡Ay, mariduco mío de mi alma!

-Vaya, mujer, que ya no tien remedio; y el perder tú la salú no le ha de resucitar a él. Toma un trago, que tendrás el estómago aterecío...

-No ha entrao en él un bocao desde antayer, créemelo, por mi salvación. ¡Ayyy!

-Pues ahora comerás; y por de pronto, échate eso al cuerpo a la buena gloria del defunto.

-¡Ay!, por eso no más lo hago; bien lo sabe Dios.

Y llevándose el vaso a los labios, le agotó sin resollar.

-¡Ay, compañero de mis entrañas! -exclamó enseguida, limpiándose la boca con la manga de la camisa.

El pescador se acercó a ella entonces, y la dio una gran rebanada de pan con un pedazo de queso encima.

Cada uno de los tres huérfanos recibió otra ración igual de pan y queso y medio vaso de aguardiente, previo el indispensable brindis «a la güena gloria del defunto».

Y obsequiada ya de este modo la familia, el vaso, el pan y el queso comenzaron a circular por la reunión entre murmullos muy expresivos, oyéndose de vez en cuando aquí y allá, bien por la chillona voz de una mujer, bien por la ronca de un hombre, la frase consabida: «a la buena gloria del defunto».

La jarra volvió a presentarse otra vez delante de la viuda. Bebió ésta, bebieron sus hijos, y como al llegar a la mitad del corro faltase líquido, la escanciadora se retiró al centro de la sala, y exclamó en el tonillo de rigor:

-A rial pa los dolientes.

-¡Para un rayo que te parta! -gritó la mujer que antes había reñido con ella. ¿Adónde se han dío dos azumbres de aguardiente que debía haber en la jarra?

-Pos al colaero tuyo y al de otras tan borrachonas como tú -replicó la interpelada, con desgarro.

-Oiga usté, desolladora, ¿va eso conmigo? -dijo una tercera mujer.

-Usté lo sabrá... Y, por último, la que se pica ajo ha comido.

-Es que si fuera conmigo...

-Si fuera contigo te lo aguantarías.

-¡O no!

-¡O sí, te digo!

-¡Que no, y rete que no!

-¡Que sí, rete que sí! Y si has pensao que porque está aquí el tu marido me he de morder yo la lengua y me he de amarrar las manos, te llevas chasco... Mira, pa él y pa ti.

Y la escanciadora del aguardiente, fingiendo una sonrisa de desprecio hasta alcanzarse las orejas con los extremos de su boca, escupió en medio del corro con la desenvoltura más provocativa. Pero su adversaria, no bien llegó la saliva al suelo, rugiendo como una pantera, saltó sobre la retadora, y asiéndola con todas sus fuerzas por el pelo, la hizo tocar el polvo con las narices; en seguida, de otro tirón la metió la cabeza entre sus piernas, oprimiéndosela a su gusto, y tendido el cuerpo, sobre las espaldas de su víctima, alargó la mano izquierda hasta cogerle las sayas por la altura de las pantorrillas; enarboló la diestra, trémula y amenazante..., y a no acudir la viuda a detenerla, hubiera castigado delante de la reunión a su enemiga, con la ofensa más terrible que se puede hacer a estas mujeres: con una azotina a telón corrido.

Detrás de la viuda acudieron algunos hombres, y a fuerza de sacudidas y porrazos, lograron separar a aquellas dos furias, que parecían haberse adherido entre sí.

-¡Dolervos de mis lágrimas! -gritaba la dolorida pescadora.

-¡Vaya usté mucho con Dios, zalamerona, cubijera! -la contestó, con un empellón, la vencedora.

-¡Yo cubijera!... ¡Yo! -aulló aquélla, transformándose repentinamente en una loba rabiosa.

-¡Tú, sí!... Y esa bribonaza que me habéis quitao de entre las manos te corría los cubijos cuando tu pobre marido supo lo que eras; ésta te traía el aguardiente y te vendía los cuatro trapos para comprarlo... ¡Y tú, tú matastes al infeliz a pesadumbres!

-¡Niégueme Dios su gloria si yo no abro en canal a esta bribona!... Dejámela, no vos atraveséis delante... ¡Dame esa cara, impostora!... ¡Sal a la luz.... que pueda yo echarte mano!

-Deja, que yo la alcanzaré -bramó a su lado la mujer que estuvo a pique de ser azotada, levantando en alto la jarra vacía del aguardiente.

-¡No tires!... -gritaron algunos hombres, corriendo a detenerla.

-¡Quiero matarla!

Y con toda la intención de hacerlo así, despidió la jarra, derecha a la cara de su antagonista. Pero el marido de ésta, que pugnaba rato hacía por contenerla, al ver el proyectil, bajó instintivamente su cabeza, y cubriendo con ella la de su costilla, recibió en medio del occipital la jarra, que se hizo pedazos, como si chocado hubiera contra un muro. Saltó, rugiendo de ira, pero ileso, el marinero; llegó hasta la agresora y, bañándola en sangre la cara con una sonora bofetada, la tendió en el suelo cuan larga era. Merced al desorden que este nuevo lance produjo en el duelo, la viuda logró alcanzar con las uñas el pelo de su adversaria, zarandeóla un rato a su gusto, gritaron entrambas con horribles imprecaciones, terciaron los hombres en el asunto, hubo diferencias entre ellos, sacudiéronse el polvo algunos, y en pocos instantes aquella mugrienta habitación se transformó en un campo de batalla, verdaderamente aterrador, batalla que hubiera costado mucha sangre, a no presentarse en la sala, muy a tiempo, el alcalde de mar.

Uno de los chicuelos de la casa, después de ver el giro que tomaba la cuestión, había salido corriendo a la calle en busca de aquella autoridad, con tan buena estrella, que la encontró al volver la esquina.

La presencia del alcalde sofocó, como por encanto, los furores del combate, y eso que el tal personaje era ni más ni menos que un marinero como los demás. Pero estaba facultado para llevar a todo matriculado ante el capitán del puerto, y este señor cumplía la Ordenanza al pie de la letra, y la letra de la Ordenanza era capaz de amansar a una ballena.

Por buena compostura, se desenlazó el drama, marchando cada personaje por su lado, después de pagar entre todos la jarra hecha pedazos.

La viuda, al quedarse sola con sus hijos y el alcalde, volvió a hacer pucheros y a llorar por el difunto.

-Mira, embusterona -le dijo aquél-: si no quieres que te cruce las costillas con la vara, te callas la boca. Vete con esas lágrimas a onde no te conozcan, que yo ya sé de qué pie cojeas. ¡Hipocritona, borracha!... ¡A ver si te levantas de ese rincón y barres la casa y das de comer a esos muchachos!

-¿Qué he darles, si no lo tengo?

-Bebe menos, y verás cómo lo encuentras.

Tras estas palabras y una mirada muy significativa, pero que nada tenía de dulce, salió de la sala el alcalde.

Entonces la contrariada mujer, mordiéndose los labios de coraje, fijó maquinalmente su airada vista en los tres hijos que estaban a su lado, y dio un sopapo a cada uno.

-¡Largo de aquí! -les dijo con furor-; y si queréis comer, dir a ganarlo.

Después, excitada por la pelea y aturdida con el aguardiente que había bebido, se tendió en el suelo, mordiendo el polvo y mesándose las greñas.




- III -

No hace mucho tiempo llegó a mis manos un manuscrito rancio y ahumado, en cuya portada leí, en muy buenos caracteres, el siguiente rótulo: Entremeses de la buena gloria.

Abríle con curiosidad, y vi que, en efecto, era un sainete, cuyo argumento se reducía a poner de relieve algunas escenas muy parecidas a las que acabo de referir, presenciadas por dos forasteros, asaz pulcros y timoratos, que de vez en cuando salen de entre bastidores, donde están ocultos, a lanzar al público una andanada de muy saludables, pero muy pedantescas observaciones, contra la profana costumbre de las Buenas Glorias.

No tanto para que se tenga una prueba más de la verosimilitud de mi cuadro, como para que se conozca el saber de la citada producción, cuyo autor tuvo el mal gusto o la abnegación de morirse sin descubrir su nombre9, voy a transcribir algunas de las escenas, contando con la indulgencia del benévolo lector:

« . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
MANUELA
¿Han venido todas ya?
LUCÍA
Cuéntalas, mojuer.
Veremos.
Una, dos, tres, cuatro, cinco...
MANUELA
Mojuer, Tomasa, ¿qué es esto?;
¿no hay más a esta Buena Gloria?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
TOMASA
Y ahora, ¿a cuánto escotaremos?
LUCÍA
A rial y medio.
MANUELA
Eh, golosa,
para espenzar no tenemos.
A dos ríales... ¿Qué lo quieres?;
¿que te lo lleven los nietos?
Vé con judas que te lleve
a ti y todo tu dinero.
¿No tienes quien te lo gane?;
si fuera yo, probe...
LUCÍA
Cierto.
que puedes quejarte; vaya,
a dos ríales escotemos.
 
(Tienden una mantilla en el suelo, y allí cada uno echa su pitanza.)

 
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
LUCÍA
Tomasa, vé por el vino.
¿Sabes tú dónde lo hay bueno?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
TOMASA
¿Bastará con cuatro azumbres,
a dos por cabeza?
MANUELA
¡Infierno!
Siempre has de ser estrujada;
no sabes cuidar tu cuerpo.
Y algunos niños si vienen
¿no han de probar algo de ello?
Que traigan veintidós justas:
en ocho más no paremos.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 
(Sigue el coro de los hombres.)

 
EMETERIO
Juan, a tres riales es poco.
Somos cuatro, y cuando menos,
beberemos doce azumbres.
ANTÓN
Simón, dice bien Miterio.
SIMÓN
¿Y no ha de haber también algo
para atizar el rodezno?
EMETERIO
¿Algo de compaño? Sí.
JUAN
Pus ¿qué traerá?
EMETERIO
Traiga queso.
ANTÓN
Mejores son cuatro arenques,
pues sin otro surtimiento
somos los cuatro abonaos
para soplar un pellejo.
JUAN
Pues bien, vengan los arenques.
EMETERIO
Démosles antes el dinero:
a peseta por escote.
ANTÓN
Pues bien, echadlo en el suelo,
que esto es una cirimonia
que nuestros tatarabuelos
nos dejaron prevenío
se observase con rispeto
en todas las Buenas Glorias.
 
(Tienden una capa y echan los escotes.)

 
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
MANUELA
Vamos, echa acá el botijo
¡Jesús!, éste no está lleno.
TOMASA
Algo se baltucaría.
Como vine tan corriendo...
MANUELA
Mejor te lo habrás echao
en el camino al coleto.
TOMASA
Mira la gran desollada:
no viene mi casta de eso...
Borrachona serás tú.
ANTÓN
No riñáis ni alborotemos...;
tened lástima a la viuda
que ha enterrado su consuelo.
VIUDA
¡Ay!
LUCÍA
Encomendarle a Dios.
TOMASA
Sí, hijas, vaya.
MANUELA
Arrecemos
por los que han muerto en la calle.

 (Murmullan entre sí en tono de rezar.) 

Y por todos los que han muerto
en el servicio del Rey.
Pater noster. Arrecemos
por el que se hace el ufragio,
para que Dios le haiga hecho
buena partida a su alma.
VIUDA
¡Ay!, probe, que sin consuelo
he quedado sola y triste,
sin mi amado compañero.

 (Aráñase.) 

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
TOMASA
Dale a la viuda primero:
trae acá si no. Toma, hija,
come ahora.
VIUDA
¡Ay!, que no puedo
atravesar un bocao.
¡Ay, Santos Mártiles viejos,
qué desamparada y sola
me habéis dejado! ¡Oh, qué negro
fue este día para mí!
¡Ay, desdichada!
MANUELA
Ya de eso
no te tienes que alcordar:
mañana iremos lo mesmo.
Toma de beber, que no has
metido nada en el cuerpo.
VIUDA
Que no lo puedo pasar.
¡Ay, mi Juan, mi compañero,
cómo podré yo olvidarte!

 (Bebe.) 

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
MANUELA
Mojuer, echa de beber.
TOMASA
No hay más.
MANUELA
¿Cómo ha sido esto?
Mojuer, ¿ónde ha ido ese vino?
TOMASA
¿Había de ser eterno?
LUCÍA

 (Aparte.) 

Oyes, debajo la saya
he visto estar escondiendo,
una jarra la Tomasa.
MANUELA
Hola, Tomasa, ¿qué es eso?
¿Onde echaste la otra jarra?
TOMASA
¿Pues acaso yo la tengo
ni la he visto, deslenguada?
MANUELA
Sí; tú la tienes ahí dentro.
TOMASA
Andad, pícaras, borrachas.
MANUELA
La borracha tú y tu abuelo,
lo seréis, y se ha de ver
quién la ha hurtado.
 
(Agárranse las dos el pelo.)

 
TOMASA
¡Suelta el pelo!
MANUELA
No te ha de valer, bribona,
más que bribona; el gargüero
te he de arrancar; dalo aquí.
Mirad si tiene algo dentro
de la saya.
 
(Levántanse y la registran.)

 
LUCÍA
Sí, aquí está.
MANUELA
Te aseguro y te prometo,
pellejona, sinvergüenza
LUCÍA
Dejadla, vaya.
MANUELA
La tengo
de beber la sangre aquí.
SIMÓN
Hombre, que se matan creo
las mujeres.
EMETERIO
No, maldita,
no tengas por eso miedo:
se darán cuatro cachetes
y se arañarán el pelo,
pero nada más
TOMASA
¡Vecinos,
que me ajuegan, venid presto,
estas pícaras borrachas!
JUAN
¿Qué tenéis?; ¿por qué es aquesto?
 
(Continúan riñendo.)

 
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Se representó este sainete en Santander, según una nota que contiene, el año de 1783, en el día de los santos mártires Emeterio y Celedonio, es decir, el 30 de agosto.

Compárense las escenas que quedan extractadas de él con las que yo he referido por mi cuenta, y véase cuán íntegro se conserva en la actualidad el ritual de la Buena Gloria, si es que no aparece el vigente aumentado y corregido.

De un larguísimo y soporífero prólogo que antecede al entremés, resulta que el Ilmo. Sr. don Francisco Javier de Arriaza, primer Obispo de esta diócesis, empleó todos los esfuerzos de que eran capaces su autoridad y su fervor, contra tan profana ceremonia; que su sucesor hizo lo mismo, y que en el púlpito los oradores más afamados trabajaron con incansable celo en la propia obra; pero que todo fue en vano.

La Buena Gloria, cuyo origen se ignora, pero que es antiquísimo según el autor del sainete, y mucho más según uno de sus personajes, que dice, al echar el dinero sobre la capa,

Esta es una cirimonia
que nuestros tatarabuelos
nos dejaron prevenío
se observara con rispeto;


la Buena Gloria, repito, continuó después en toda su escandalosa solemnidad, a despecho de sermones, de anatemas y del entremés citado; atravesó impávida épocas de tirantez e intolerancia, y sin que nada haya podido contra ella, logró aclimatarse en la moderna atmósfera de fósforo y vapor, y aquí existen todavía en uso sus inconcebibles prácticas10.







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El jándalo



I

    Después que lanza el invierno
el penúltimo suspiro,
y cuando montes y peñas
de este rincón bendecido
sobre campo de esmeralda
pardos levantan los picos,
y más clara el agua corre,
y en sus cauces van los ríos,
llega el espléndido mayo
sobre las auras mecido,
despejando el horizonte
y aliviando reumatismos;
tras de mayo viene junio,
como siempre ha sucedido,
y San Juan, según el orden
que va siguiendo hace siglos,
antes que junio se acabe
da al pueblo un día magnífico.
Todo lo cual significa,
para evitar laberintos,
que en San Juan vienen los jándalos
y que entonces vino el mío.
    Ya tocaba en el ocaso
del sol el fúlgido disco,
y sobre el campo cayendo
leves gotas de rocío,
daban vida a los maizales
y al retoño ya marchito,
cuando en la loma de un cerro
a cierto lugar vecino,
cuyo nombre no hace al caso,
y por eso no le cito,
un jinete apareció11
sobre indefinible bicho,
pues desde el lomo a los pechos
y desde el rabo al hocico,
llevaba más alamares
que sustos pasa un marido.
    Todo un curro era el jinete,
a juzgar por su trapío:
faja negra, calañés
y sobre la faja un cinto
con municiones de caza,
pantalón ajustadísimo,
marsellés con más colores
que la túnica de un chino,
y una escopeta, al arzón
unida por verde cinto.
    Al ver entre matorrales
destacarse y entre espinos
el escueto campanario,
de su hogar místico abrigo,
detuvo la lenta marcha
del engalanado bicho,
descubrióse la cabeza,
exhaló tierno suspiro,
meditó algunos instantes...
Y continuó su camino.
    A un cuarto de hora del pueblo
detuvo otra vez el ímpetu
de su jaco, se apeó
y llamó en un ventorrillo:
-¡Ah de casa... ¡montañés!
-¡Allá va!-¡Po janda, endino!
-Buenas tardes. -Que mu güenas...
Pero, calle... ¡tío Perico!
-¡La Virgen me favorezca!
¡si es Celipuco el de Chisco!
-El mismo que viste y calza.
-Seas mil veces bien venido.
¿Y cómo va de salud?
-Mejor que quiero... ¡pues digo!
salú... pesetas... viniendo,
camará, del paraíso,
como yo vengo... a patás
topamos allí toiticos
esos probes menesteres...
Conque toque usté esos cinco...
y destranque la canilla,
que yo pago ¡de lo fino!...
Vaya un vaso.-A tu salud.
-A la de usté, tío Perico.
Y mi padre ¿cómo está?
-Los años... -¡Ya!... ¡probesiyo!
¡Si esa borona maldita
es el manjar más endino
ca nacío de la tierra!...
pero ende hoy, tío Perico,
ha de tragar buen pan blanco,
buenas hebras y buen vino;
que si el probe no lo tiene,
para él lo ganó su hijo.
-Bien harás, que es muy honrado
y anciano. -¡Cuando yo digo
que ha de gastar pitrifoques
y calesín!... -No es preciso,
para que honres a tu padre,
tanto lustre; que ha vivido
entre terrones, y tiene
sobrado, junto a sus hijos,
para ser feliz de veras,
con pan, descanso y cariño.
-Pos cariño y pan tendrá,
y descanso... Ya estoy frito
por verle y darle un abrazo...
Ahí tiene usté por el vino,
que va cerrando la noche
y es oscura... No lo digo,
es la verdá, por el miedo,
porque me espante el peligro,
que allá, bien lo sabe Dios,
más negras las he corrío;
sino que... ¡firmes, Lucero!
¿Pero no ve usté qué bicho?
Es una fiera ¡cabales!
cuanto más anda, más bríos.
Misté el jierro en esta nalga:
es cartujano legítimo...
Y oigasté, por lo que sea:
dejo atrás, en el camino,
una recua de jumentos
cargaos con mis equipos.
Cuando lleguen, que refresquen
los mozos con un traguillo
y encamine usté la recua a mi casa...
Me repito.
    Clavóle los acicates
en los ijares al bicho,
arreglóse el calañés,
escupió por el colmillo,
y, entonando una rondeña,
partió a galope tendido.
-«Mucha bulla, pocas nueces;
mucha paja, poco trigo.»
-murmuró desde la puerta
del ventorro el tío Perico.
Aunque si lo de la recua
no falla... El mancebo es listo...
¿Quién sabe?... Cierro y aguardo.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Pero la recua no vino.


II

    Echando al aire cohetes
y descerrajando tiros,
y entonando macarenas
coplas, a pelado grito,
entró el jándalo en su pueblo
entre perros y chiquillos,
que de una en otra barriada,
con voces y con ladridos,
publicaron la venida
de aquel hombre «tan riquísimo,»
en un instante, saliendo
a la calle los vecinos
a verle pasar; que el pueblo,
como es notorio, ab initio
es novelero y curioso
aquí y en Francia... y en Pinto.
-Buen verano, caballeros...
¡Adiós, mi alma!... -Bien venido.
-Compadre, jasta la vista...
-Dios te guarde.-Agur, vecino
-¡Bien llegado!-Agraesiendo,
camará... siempre su amigo;
pero me aguarda mi padre...
Hacerse a un laíto, niños!
    Y revolviendo su potro,
como pudo, a cada grito,
y la mano dando al uno
y al otro las gracias fino,
y a las mozas requebrando
y atropellando chiquillos,
atravesó la barriada
y llegó al hogar carísimo,
donde hubo besos y abrazos
y todo lo consabido.
    Después se sacudió el polvo
con su pañuelo finísimo,
guardó el caballo entre mantas,
(«porque era una fiera el bicho,
y, tragándose el espacio
al andar, sudaba el quilo,»)
anunció, como de paso,
para muy luego el arribo
de la consabida recua;
y entre familia y amigos
que a saludarle acudieron,
circuló el jarro de vino,
se cenó de lo mejor,
y hasta que ya era por filo
pasada la media noche,
en loor al recién venido
duró la marimorena
que, aunque inútil es decirlo,
costó al jándalo los cuartos
y a más de tres... el sentido.
    Amaneció el nuevo día,
y ya su ánimo tranquilo,
abrió el jaque la maleta
para mudarse el vestido;
llamó ufano a la familia,
y ofreció a cada individuo
un regalo: un calañés
a su padre; a un hermanito,
una camisa de holanda
(y era de algodón mezquino),
y a su hermana un rico chal
de la India (según dijo,
pues era un retal menguado,
de vara de pico a pico).
Todo aquello, por supuesto,
eran obsequios levísimos,
pues las galas que traía
hasta para los amigos,
las conducía «la recua
que quedaba en el camino.»
    Pasó el día de San Juan
gastando largo y tendido
y luciendo, aunque el calor
hacía trinar los grillos,
capa de largos fiadores
sobre zamarra de rizos.
    Al siguiente, el pobre viejo
que iba a descansar tranquilo
con el amparo del jándalo,
de sus retoños seguido
volvió al campo, como siempre,
a doblar su cuerpo rígido
sobre los terrones, que
le daban sustento mísero.
    En tanto vagaba el jándalo,
sobre su andaluz bravío,
por callejas y senderos,
reconociendo los sitios
que poco antes frecuentara
con el dalle y el rastrillo...
Porque lo había olvidado
todo, todo... hasta el oficio,
y el lenguaje de su pueblo
y el nombre de sus vecinos.


III

    Entre fiestas pasó un mes,
descuidado peregrino,
corriendo de feria en feria
y embaucando a sus amigos
con cuentos de Andalucía
y primores que había visto.
    Pero ¡ay! al llegar agosto,
tentó con ansia el bolsillo
que ya protestaba lacio;
y, aunque con dolor vivísimo,
vendió su caballo enteco
(que nunca fue más lucido)
en diez duros, no cabales,
al primero que le quiso,
para reparar algunos
siniestros apremiantísimos;
pues no llegando «la recua
que quedaba en el camino,»
su traje se clareaba
a puro darle cepillo,
y sus botas se torcían
y no bastaba el tocino
para remediar las grietas
ni para prestarles brillo.
Trocó el presuntuoso puro
de a cuarto por el mezquino
pitillo; dejó el pan blanco
y el riojano negro líquido,
como regalo superfluo,
sólo para los domingos;
y aunque chancero y zumbón
y fingiéndose aburrido,
iba al campo algunas veces
«a enredar con el rastrillo.»
Mas era que el pobre viejo,
formalizado, le dijo
un día: -«Si todas tus rentas
son las que a casa has traído,
o trabajas o no comes,
que yo del trabajo vivo.»
    Tras esto llegó setiembre,
y el buen jándalo, afligido,
gastó la última peseta
que tenía en el bolsillo;
y no asomando «la recua
que quedaba en el camino,»
remendó los pantalones,
comió berzas y respingos,
emprendió con la tortuca
con mucha pujanza y brío,
dio en levantarse a la aurora;
y trabajando solícito,
se dormía por la noche
cansado, si no tranquilo.
    Ya no habló más en caló
en medio de sus vecinos,
porque se burlaban todos
sin piedad de aquello mismo
que, oyéndolo de su boca,
aplaudían cuando vino.
    Eran todos sus debates
sobre carros y novillos
volvió a pensar en la herba
y a echar cambas... y cuartillos;
llamó a la alubia barbanzo,
dijo por vuelto, golvío;
por lo ignorado, el aquel;
en vez de boca, bocico;
por agujero, juriaco,
y en lugar de trajo, trijo.
Dejó, en fin, su mixta jerga
de andaluz muy corrompido,
y volvió a adoptar de plano
su propio lenguaje antiguo:
rézpede, ojeuto, chumpar
rejonfuño, sostuvido,
escorduña, megodía,
sastifecho, tresponío...
lo más selecto y más clásico,
lo más puro y más legítimo
del diccionario especial
de tamaños barbarismos
    Entonces ya confesó,
sin ambajes ni remilgos,
que estuvo en Puerto Real
tres años vendiendo vino
y llevando garrotazos
de padre y muy señor mío;
que sacó seiscientos reales
por todo producto líquido,
después de comprar el jaco,
ropa, escopeta y avíos,
y que entró con una onza
en su casa, el pobrecillo,
y la gastó en francachelas
por echársela de rico...
    Y dos otoños, en fin,
después de lo referido,
con unos calzones pardos,
un chaquetón de lo mismo,
una camisa de estopa
y zapatos con clavillos,
salió otra vez de su pueblo
montado sobre un borrico,
para volver a la tierra
de la viña y del olivo,
a ganar otros seiscientos
con los azares sabidos.




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Arroz y gallo muerto


- I -

Aún no se habrían extinguido las últimas chispas de la hoguera, y apenas asomaban los primeros rayos del sol sobre la cúspide de las montañas vecinas, cuando las campanas del lugar comenzaron a tocar al alba. Sin duda el sacristán había pasado la noche con sus convecinos bailando al fulgor de la hoguera; pues de otro modo, según pública fama, no hubiera sido capaz de tomar la delantera al sol para abandonar el lecho.

Comenzaba yo, entre sueños, a reparar en la tan, para mí, inusitada música, y tal vez hubiera conseguido no salir con ella del plácido letargo que me dominaba, cuando la tos, las pisadas y los gritos de mi tío que entraba en la alcoba con el objeto de despertarme, ahuyentaron completamente el sueño que, por ser el de la aurora, es el que más me gusta.

-Arriba, perezoso, que ya es hora! -oí gritar entre garrotazos sacudidos sobre los muebles, y taconazos y patadas en el suelo.

-¡Pero, señor, si está amaneciendo! -contesté balbuciente y restregándome los ojos.

-Eso es: será mejor levantarse al medio día como hacéis en la ciudad... ¡Fuera pereza! -añadió con una risotada, tirando de un manotazo la ropa que me cubría, a los pies de la cama-. Alza esos huesos y disponte a celebrar a San Juan como es debido.

Estas últimas palabras me hicieron recordar que era el día de mi tío, y que por ello había llegado yo la víspera a su casa. Felicitéle cordialmente, y no pude menos de admirar aquella humanidad robusta y, a pesar de los sesenta años que contaba de fecha, fresca y rebosando en vida.

Estaba ya afeitado y vestido con la ropa de los domingos, traje que sin ser de rigorosa elegancia, ni mucho menos, tampoco bajaba hasta el vulgar de los campesinos: ancho, fino y cómodo, como pertenecía a un señor bien acomodado de aldea; categoría en que figura mi tío con tanto derecho como el mejor caballero de la provincia.

Cuando me hube vestido, me cogió por un brazo y se empeñó en que le acompañara a dar una vuelta por el barrio, mientras era hora de almorzar. Dispúseme a complacerle, y salimos del cuarto. La gran sala que atravesamos tenía abiertas de par en par las tres puertas de su inmenso balcón; el sol entraba ya por ella, iluminando todo el larguísimo y espacioso carrejo que terminaba en la escalera; se oía el cuchareteo y hervor de la cocina que empezaba a animarse por la solemnidad del día, y se respiraba en toda la casa un ambiente especial, una atmósfera pura y embalsamada, que sólo se respira en el campo de la Montaña en las madrugadas de verano, al secar el sol el fresco rocío sobre las flores de las praderas.

Al llegar a la puerta de la escalera encontramos a mi tía, digna compañera de su marido, como él robusta y fresca, descubiertos sus blancos y rollizos brazos hasta cerca de los codos, y llevando un gran jarro de leche, espumosa y tibia aún, en cada mano. Sonrióse gozosa y expansiva con nosotros, saludóme cariñosa, y, velis nolis, me hizo probar la leche que ella misma acababa de ordeñar.

Al bajar la escalera espantamos con nuestra presencia el averío que en el ancho portal se desayunaba con el maíz que para eso había desparramado mi tía sobre las losas.

En el corral saltaban los terneros alrededor de sus madres, saliendo al campo a solazarse algunas horas bajo la vigilancia de un guardián; el mastín gruñía atado aún a la cadena, pero alegre y bullicioso al vernos... todo, en una palabra, cuanto nos rodeaba, parecía disfrutar de la belleza del día que empezaba, y de la inefable satisfacción que experimentaba aquella familia modesta en el sexagésimo aniversario de mi tío, festividad doblemente solemne, por cuanto San Juan era, a la vez que de mi tío, el patrono del lugar.

Siguiéndole yo siempre, salimos por la ancha portalada característica de todas las casas solariegas de la Montaña; entramos en una verde y entoldada calleja, y al llegar a la Iglesia que estaba cerca, nos sentamos en un rústico banco detrás de ella y bajo una viejísima y copuda cajiga.

A pocos pasos, enfrente de nosotros, estaba la taberna; y en su portal, dos reses desolladas, colgadas de una gruesa viga, eran el centro alrededor del cual giraba entonces el pueblo entero, en busca de un pedazo de carne, sabroso regalo con que se celebraba entre aquella gente la fiesta del patrono.

Mi tío se entretenía en contarme la vida y milagros de cada aldeano que pasaba por delante de nosotros, saludándonos humildísimamente, provisto ya de su miserable tajada, objeto de sus ahorros de un mes.

-¿Ves ese -me decía-, que se tambalea sobre las piernas y lleva la cara metida hasta las narices en un sombrero viejo, mal calzado y peor vestido? Pues es un hombre muy honrado; tiene siete hijos, y el mayor, con quien gastó la mitad de su pobreza para librarle de la cárcel en que te metieron por haber dado una paliza a su vecino, después de casado le puso pleito y le embargó la pobre choza que le quedaba, porque no le devolvió una corta suma el mismo día en que venció el plazo del préstamo... Hoy se habría muerto de hambre y de pena si yo no le hubiera dado el dinero para salir de su apuro.-Ese otro jaquetón, tan planchado y que parece un señor, es un trapisondista capaz de pegársela al lucero del alba.-Repara bien en esa mujer que nos ha saludado con voz melosa y sin levantar los ojos del suelo; pues es una bribonaza, chismosa, enredadora y capaz de beberse a toda su casta: apostaría una oreja a que lleva la botella del aguardiente debajo del delantal.-¡Éste sí que es todo un hombre de bien y hacendoso! Sin tener un carro de tierra suyo, se arregla tan bien con la que lleva a renta, que nunca le falta media onza de repuesto al pico del arca: es el mejor de mis colonos. -Algo más que este otro perdido: tres años hace que no me paga un cuarto. Murmúrase si lo gasta con una vecina... porque también por acá hay sus gatuperios como en la ciudad... ¡Mira! la muy pingona ya se va detrás de él. -Este es el señor alcalde, labrador acomodado; pero no me puede ver, aunque me saluda muy fino. ¡Como no le dejo pasar ciertas cosas en el ayuntamiento!... Siete pleitos he tenido con él, y le he ganado cinco.-Observa a ese que se arrima a la pared para no caerse; va hecho un cuero de vino: es vecino mío y le da siempre en la borrachera por pegar fuego a mi casa. Cuatro veces le he cogido con el tizón en la mano; en una de ellas estaba ya ardiendo la leñera. No le he echado a presidio, porque me da lástima de su pobre familia.-Ahí tienes dos novios convidándose a castañas... Buena pareja ¿eh?: hoy va la tercera amonestación a misa mayor, y mañana se casan... -Mira el mastín de la cabaña; ¡gran perro!: media nalga arrancó a un muchacho que le quiso montar el otro día. Ahora va a la carnicería a ver si pesca algo que valga la pena; ¡como hay dos reses hoy!... Todos los domingos del año se mata una sola, pero en días señalados se consumen dos... Si fuera aguardiente... ¡Eso sí que tiene consumo en el lugar!...

De esta manera siguió el buen señor hablándome largo rato de todo cuanto veía y recordaba, sin tregua entre uno y otro asunto, y sin dar tiempo a que le replicara yo una sola palabra.

Hago, pues, omisión de todas sus observaciones, en la inteligencia de que el lector no encontrará tanto interés en ellas como mi tío, para quien, como buen aldeano, eran la salsa favorita.

Aproximándose la hora del desayuno, dispusímonos a volver a casa; mas antes quiso mi tío darse una vuelta por la Iglesia, por si sus hijas habían vestido ya al santo.

Conviene advertir que mi tío era mayordomo de San Juan, honra que venía, ab initio, vinculada en la familia; y corría de su cuenta alumbrarle todo el año, y vestirle, y adornarle en su festividad, y buscar y pagar predicador para este día.

Mas todo esto se hacía con su cuenta y razón; no se crea que a este santo se le servía gratis et amore, sólo por su bienaventuranza. San Juan era uno de los propietarios del lugar, registrado en los libros del ayuntamiento como otro vecino cualquiera. Tenía dos prados de regadío, bastante buenos, que arrendados a un colono producían una renta anual de doscientos reales, renta que cobraba su mayordomo, llevando en un libro especial una cuenta corriente con el santo.

Pero en obsequio al administrador, debe quedar consignado: 1.º, que los dos prados del beatífico propietario, eran de una manda hecha por la piedad de un abuelo de mi tío; y 2.º, que éste, en honor del santo, gastaba todos los años, sobre los doscientos reales que producían las fincas, otros cuatrocientos de su bolsillo, en lo cual se creía, y con razón, muy honrado. Y se comprende muy bien. San Juan no era para la casa de este buen señor solamente su patrono y el del lugar, ni uno de tantos bienaventurados cuya imagen se veneraba en la Iglesia parroquial del pueblo: era, además, un protector especial, un huésped constante de mis parientes.

Los paños, los candeleros, las velas del altar del santo, se encontraban en aquella casa como la ropa y el calzado de la familia, y hasta en las listas de la colada se leía siempre, junto al renglón, por ejemplo, de los calzoncillos de mi tío, otro de los paños de San Juan. Cuidábase su imagen, quitábasele a menudo el polvo, se restauraba la pintura donde quiera que se descascaraba un poco; pintábanse cada dos años y se doraban las andas en que se le sacaba en procesión, y se esmeraban mis primas en renovarle los ramilletes de flores que le rodeaban en la urna, con la frecuencia necesaria, y en engalanarle para las grandes solemnidades; era el santo, en fin, como de la casa, valiéndome de una frase de mi tía.

Y hechas estas advertencias, volvamos al asunto principal.

Entramos en la iglesia. En el centro de ella, y colocado ya en las pintorescas andas, sobre una mesa, estaba San Juan con el corderito a los pies, y en la diestra la cruz con el Agnus Dei qui tollis pecata mundi, escrito sobre la flámula ceñida a ella. Sin estos atributos, confieso que me hubiera sido imposible conocer lo que aquel aparato representaba. Tales primores habían hecho mis primas con la imagen.

Hallábase ésta bajo dos arcos cruzados, en el sentido de las diagonales de las andas, revestidos de pañuelos de seda de sobresalientes colores, y caían sobre la cabeza del Bautista multitud de relicarios, campanillas, acericos y escapularios; y no pareciéndoles, sin duda, bastante a mis primas la piel con que el escultor cubrió la desnudez de la imagen, habíanle colgado sobre los hombros un rico chal de Manila, que le llegaba hasta los pies, y colocado en la mano con que señalaba el corderito, un pompón encarnado y verde, procedente de un chacó de realistas, cuerpo a que, en sus mocedades, había tenido mi tío la honra de pertenecer.

Mirábame éste y miraba al santo, y tornaba a mirarme después con cierta expresión de complacencia, mientras yo contenía a duras penas la risa que me excitaba el fatalísimo gusto de mis primas, que habían hecho, con fervorosa y cándida intención, un ídolo chino de una de las imágenes más poéticas y sencillas de nuestro culto.

Felicité, no obstante, a mi tío por su celo y esplendidez, y después de dar él algunas órdenes al sacristán relativas a la procesión, salimos de la Iglesia y nos volvimos a casa.




- II -

Esperábamos ya alrededor de la mesa mi tía, mis dos primitas, que, en el vigor de la robustez y de la juventud, hubieran podido marear a un estoico con algo menos de rubor y con un poco más de coquetería, y el predicador que debía hacer el panegírico del santo aquel día. Era un franciscano exclaustrado, párroco de uno de los pueblos inmediatos, y orador de tanta fama en la comarca como pulmones.

Mi tío se honraba todos los años dándole de comer y de almorzar el día de San Juan, y sus hijas le planchaban y rizaban la sobrepelliz que se vestía para predicar.

Pusiéronse encendidas como dos pimientos mis primitas al tener que contestar a mi saludo, tendióme una gruesa, morena y áspera mano el exclaustrado, abrazando en seguida a mi tío; y todos, en grata compañía, nos sentamos a la mesa.

Sirviéronnos, primeramente, chocolate al exclaustrado y a mí, pues la familia se despachó a su gusto con sendas cazuelas de sopas de leche. Y dije «primeramente», porque el reverendo, después que con el último sorbo estrepitoso, infinito, sublime, tirado al pocillo, apuró

«cuanto en el hondo canjilón había»,

acometió a las sopas de leche, haciendo en ellas él sólo tanto estrago como toda la familia junta. Después de la leche nos sirvieron vino blanco con bizcochos, prototipo en las aldeas de digestivos y confortantes, y cuyas virtudes se tienen en tanto, que lo mismo se administra este agasajo a un moribundo que en una boda. Por ello tuve, a mi pesar, que echarme al cuerpo mi ración correspondiente; pues desairarla era, a lo que vi, la mayor ofensa que podía hacerse a la rumbosa prodigalidad de mis tíos.

Concluido el almuerzo, llegó la hora de ir a misa; y al acercarnos a la Iglesia, fuimos acometidos por una comparsa de danzantes, bajo cuyos arcos tuvimos que pasar más de dos veces; honor tributado exclusivamente a las notabilidades del pueblo, o mejor dicho, a todas las personas que podían dar algunas monedas de gratificación, en cambio de tan señalado festejo.

Antes de la misa se llevó en solemne procesión al santo alrededor de la Iglesia, teniendo mi tío el honor, en compañía del alcalde y dos regidores, de cargar con las andas. Dos mocetones, armados de escopetas, abrían la marcha haciendo fuego, y un ciego gaitero acompañaba con su ronco instrumento al señor cura en sus cánticos, a los que contestaba todo el pueblo, de vez en cuando, con un fervoroso «ora pro nobis.»

Empezada la misa, no cesaron los tiros en el portal de la Iglesia, y la gaita siguió tocando en el coro, acompañando a los cantores entre los cuales estaba mi tío que era una especialidad para echar la epístola. Tocó su turno al predicador, cuyo sermón era el gran acontecimiento del día. No diré que con muy brillantes formas, pero con un pulmón admirable, con palabras sencillas y con una doctrina pura y llena de paz y de consuelo, infundió tal entusiasmo en su auditorio, que, convertido cada oyente en un héroe, hubiera seguido al franciscano... hasta la hoguera, jurando a Jesucristo y a San Juan. Líbreme Dios de no admirar tanto fervor. ¡Ojalá tuviera cada aldea y en cada semana, por lo menos, un orador de aquel género, que conservara viva y consoladora en el pecho de los pobres aldeanos la fe de sus mayores! Con ella únicamente son posibles la paz y la ventura entre tantas privaciones y miserias. Los derechos políticos, la civilización autonómica, nunca producirán entre ellos más que envidias y escisiones, hambre y desperación. Ser pobre y honrado es la mayor de las virtudes; y el pueblo, para ser virtuoso, necesita, antes que derechos y títulos pomposos que le ensoberbezcan, pan que le alimente y fe que le resigne al trabajo.

La misa fue, pues, de lo más solemne que era posible en semejantes circunstancias; tan solemne, que duró dos horas. Mi cabeza, mi cuerpo entero, lo recordará toda la vida.

Al llegar a casa, y después de felicitar sinceramente al exclaustrado por su discurso, lo cual no dejó de envanecerle un poquillo por la razón de gastar yo bigote y perilla y ser de la ciudad, nos sentamos alrededor de la mesa que ya estaba preparada, y empezó la comida, previo benedicite del franciscano.

Nada de notable había en ella, lector, en cuanto a la calidad, que merezca participársete; pero preciso es que sepas que en cuanto a la cantidad... ¡aquello tenía que ver! La sopera, llena hasta los bordes, era poco menor que un barreño; las fuentes del potaje podían servir de barcas en caudaloso río; el primer principio se componía de más de media arroba de carne guisada; y cuando llegó el gallo en pepitoria, héroe del banquete, acompañábanle, para hacerle honor, cuatro capones. De ellos se nos sirvieron a los tres hombres a capón por barba, y se repartió el cuarto entre las tres mujeres. Y lo de menos hubiera sido para mí semejante alarde de prodigalidad, y hasta el acostumbrarme a ver sin admiración cómo mi tío y el predicador engullían cuanto les ponían por delante; pero lo terrible fue que me obligó a hacer lo mismo que ellos la implacable oficiosidad de mi cara tía. Cedí con la sopa a los reiteradísimos «ponte más, no lo desaires» con que me acosaba la buena señora; y al tratar resueltamente de negarme a repetir de los potajes, tal fue la insistencia de la familia entera, y tanto me solfearon que despreciaba su pobreza, que por no sufrir tan inclemente machaqueo me resolví, con la resignación de un mártir, a jugar la salud en aquel lance; pero me fue imposible transigir con el capón: materialmente estaba ya lleno, rebosando mi estómago. Para colmo de mi angustia, llegó el arroz con leche, plantándoseme delante un plato sopero encogollado «para mí solo.»-«Y en acabándole, aquí tienes más» -añadió mi tía con una sonrisa muy cariñosa, pero que me hizo temblar, horrorizado, al ver la enorme fuente que señalaba con el dedo, colocada en el centro de la mesa.-Afortunadamente, con la idea, nada más, de echarme al coleto tanto engrudo, entráronme unos sudores, fríos como los de la muerte, levantéme tambaleándome, llegué al corral... Y despojado el estómago del peso que le oprimía, volví a la mesa, pero sin el consuelo de hacer comprender a aquella buena gente la impertinencia de sus mal entendidos obsequios. Mi tía, especialmente, achacaba el suceso, en tono de resentimiento, a que no me gustaban los guisos que ella misma había hecho. Luego vi que era imposible persuadir a aquellas benditas almas de que puede un hombre hartarse una vez de sopa de fideos, de gallo en pepitoria y de arroz con leche.

Concluyó por fin el banquete con vino blanco y bizcochos, y mientras el fraile y mis tíos se fueron a dormir la siesta y mis primas a vestirse para ir a vísperas, yo me largué al campo a tomar el aire, que buena falta me hacía.

Dos horas después volvimos a la iglesia; sacaron otra vez al santo en procesión, rezóse el rosario y nos fuimos a la romería, que se desparramaba en una pradera inmediata a la iglesia. Hiciéronme ver uno por uno todos los bailes; éste porque era de guitarra, el otro porque era de pandereta, y por ser de gaita el de más allá. Compramos avellanas, peras, cerezas y rosquillas en todos los puestos de la romería; convidámonos recíprocamente la familia, el exclaustrado y yo; vi un desafío a los bolos entre mozos del lugar y otros tantos forasteros; oí los «¡vivas!» que nos echaron dos danzantes, encaramándose unos sobre otros hasta formar lo que ellos llaman castillo, y los que también hubo para las demás personas que les habían dado dinero; y volvimos a casa al anochecer, despidiendo al predicador después de haber tomado chocolate y agua de limón todos juntos, como si no hubiéramos comido al medio día.

Una hora más tarde me llamaron a cenar. ¡Otra vez capón, otra vez pepitoria y otra vez arroz con leche! Aquel cuadro me espantó. Fingíme muy malo, y creo que lo estaba, dado que de susto también se enferme un hombre, y me largué a la cama, donde tampoco fui feliz, porque, apenas me hube dormido, comencé a soñar que comía capón, pepitoria y arroz con leche. Desperté, volví a dormir, y torné a despertar y a dormir otra vez y otras ciento, y siempre veía el repleto cucharón de mi tía persiguiéndome y llenando los claros que yo iba haciendo en los platos que me servían sin cesar. En esta lucha cruel me cogió el alba. Salté de la cama, vestíme; y, desayunándome de prisa, corrí a despedirme de la familia que había madrugado más que yo. Agradecí a mis buenos parientes, con toda mi alma, la sinceridad con que me brindaban su casa y su cariñosa asistencia por algunos días más; sentí de veras que perentorias ocupaciones me impidieran complacerlos, pues cariño hacia ellos me sobraba; disculpéme lo mejor que supe, monté a caballo; y llenos los bolsillos, la maleta y las pistoleras de fruta y de rosquillas que me hicieron tomar a última hora, partí hacia la ciudad, prometiéndome a mí mismo solemnemente, y lo he cumplido, que si alguna vez volviera al campo había de ser en días hábiles y normales, y en manera alguna en los que, como el de San Juan citado, se llaman, con sobrada razón, en mi tierra, de arroz y gallo muerto.






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El día 4 de octubre12


- I -

Desde luego advierto al lector que esta fecha no viene aquí con la pretensión de figurar entre las muy justamente célebres que guardan los fastos españoles, ni pertenece siquiera al catálogo de esas otras de flamante cuño que, no mereciendo, por ningún estilo, que la imparcial severa Historia las registre en sus páginas, andan indocumentadas pidiendo hospitalidad de puerta en puerta y rebotando de periódico en periódico, a manera de proyectil elástico. Hablo de los diez de abril, tres de octubre, siete de julio, veintinueve de setiembre, y otras ejusdem farinae, no menos zarandeadas, en estos tiempos que corremos, por los campeones de la política militante, ya como glorias, ya como afrentas. Tampoco se halla impresa en ninguna parte con sangre de libres ni de esclavos, ni recuerda patíbulos, ni asonadas, ni siquiera un mal cintarazo. Por tanto, no aspira a que el país la recuerde sólo con que yo se la cite. Más humilde en su origen y en sus aspiraciones, se cree muy honrada con que unos cuantos pueblos de la Montaña y yo la evoquemos con inocente complacencia: ellos, por lo que afecta a sus caros intereses; yo, por el que me tomo siempre en cuanto sirve de satisfacción a los demás.

Es, pues, el caso que los labradores ganaderos de la parte central de la provincia, cuando llega el mes de mayo, no solamente no tienen en el pajar un pelo de yerba de la recogida en el agosto anterior, sino que sus ganados han destrozado ya las mieses durante los meses de derrotas, y han recorrido las sierras bajas, y han comido escajo, picado a fuerza de ímprobos sudores, y han ido entresacando los herbalachos que crecen entre zarzas y matorrales, y hasta han roído el césped de las lindes de los camberones. ¡Calcúlese cómo viviría el ganado hasta el mes de agosto, época de la recolección y acopio de yerba para el invierno, si no tuviera más recursos que los ordinarios de casa, digámoslo así!

Por fortuna de los pobres animales, hay en esta provincia, sobre su parte más elevada, entre Campóo, Cabuérniga y Polaciones, unos pastos en los puertos de Lodar, Peñalabra, Palombera, Brañamayor y otros, que están diciendo «pacedme;» y a pacerlos van, desde junio a octubre, los ganados, o cabañas, de varios pueblos de la indicada región, que están en pleno goce de ese privilegio.

De qué procede éste, y por qué le tienen unos pueblos y otros no, lo ignoro absolutamente. De cuándo data, tampoco es fácil decirlo. No sé más sino que, en cierta ocasión, el Concejo de Vioño, uno de los privilegiados, tuvo necesidad de reivindicar su derecho, y siguió un pleito con los Concejos altos que se le negaban, ante la Real Chancillería de Valladolid, la cual le sentenció en el año de 1630. Yo he visto esos autos, y, según ellos, alegaban los de Vioño «estar en quieta, pacífica posesión de lo hacer e gozar libremente con los dichos sus ganados a ciencia y paciencia de las partes contrarias, de uno, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta... ciento y más años; y de tantos, que en memoria de hombre no era en contrario.» ¡Figúrense ustedes si será antigua la costumbre.

La Real Chancillería mantuvo al Concejo querellante en su derecho «de llevar su cabaña con palos, pastores, perros y cencerros, a pacer las yerbas y beber las aguas, seleando y majadeando, a los sitios de Bus Cabrero, Bustamezán, Cueto de Espinas, etc., etc...»

Idéntico y tan antiguo privilegio es el que disfrutan los demás Concejos sobre estos y otros puertos. Puedo ofrecer al lector la lista de todos los privilegiados. Se la debo a un anciano de uno de ellos, hombre que sabe de memoria las ordenanzas ¿el caso (pues no las conserva escritas aquel archivo municipal) y es quien resuelve las dudas y conoce prácticamente hasta los linderos de los puertos. Allá va, pues, la lista, aunque no me la agradezca nadie: Barcenaciones, Bustablado, Cerrazo, Cohicillos, Cóo, Helguera, La Busta, La Montaña, Los Corrales, Llano, Mercadal, Novales, Oreña, Polanco, Quijas, Reocín, Rudagüera, Ruiloba, San Mateo, Somahoz, Tanos, Tarriba, Toporias, Treceño, Udías, Valle, Valle de Cabezón, Viérnoles, Vioño y Zurita.

En cambio del disfrute de los puertos altos por las cabañas de estos Concejos, durante determinados meses del verano, pesa sobre ellos un casi imaginario y levísimo gravamen. De uno de los Concejos me consta que sólo está obligado, en el caso en que las nieves fuesen tan copiosas y duraderas en los altos que, consumida la ceba13 de los invernales14, tuvieran aquellas cabañas que emigrar a los bajos (caso que aún está por ver) a dar dos haces de puntas secas de maíz por cada res, y a sacar su carro cada vecino, durante la noche, al corral, a fin, sin duda, de que el ganado inmigrante pueda guarecerse en los soportales, o en los cobertizos desalojados.

En el mismo caso de emigración forzosa, las cabañas de Campóo y Polaciones tienen a su disposición, durante la primavera, seles en los montes comunes de abajo, mientras dure la nieve arriba; pero a condición de que no han de pasar las cabañas de los términos más próximos a la nieve.

En previsión, sin duda, de tal necesidad, los vecinos del Concejo de Udías no pueden cortar en sus heredades (no deben, a lo menos) los tallos secos del maíz hasta marzo.

Como algunas cabañas no tienen pasto bastante en los puertos que disfrutan por derecho propio, los Concejos a que aquéllas pertenecen toman en arriendo otros por un tiempo determinado, pero con formalidades y garantías harto modernas y prosaicas, y a pagar en moneda sonante.

Estos pagos se hacen recaudando el Concejo a razón de un tanto por cada res que disfruta del puerto; y para entender en estos asuntos hay en cada pueblo un concejal que se llama alcalde de cabaña, a cuyo cargo está, por ende, cuanto se refiere a los pastores, al toro y a los perros. Bueno es advertir también que las soldadas de los primeros se pagan, como los puertos, por los dueños del ganado que los disfruta.

Ocho o diez días antes del de San Antonio, es decir, del 13 de junio, van los pastores de casa en casa con dos marcos de hierro, en uno de los cuales está el nombre completo del pueblo en letras pequeñas, y en el otro la inicial del mismo, de gran tamaño, tomando nota de las cabezas de ganado que han de ir al puerto, y de las que de éstas se hallen sin marcar. Si las que están en este caso tienen astas, se aplica a una de ellas el primer marco enrojecido al fuego; si no las tienen todavía, se las tumba en el suelo, y con el marco segundo, chisporroteando, aplicado a la nalga derecha, se les hace dar cada berrido de dolor, y se levanta un tufillo de carne asada, que no hay más que pedir.-De paso averiguan los pastores cuál es la vaca más fuerte y más garbosa para ponerle al pescuezo el campano del lugar, o sea el cencerro más grande de los diez o doce que tiene el Concejo para que la cabaña se luzca con ellos por esas brañas de Dios. Obtener para su vaca el campano del lugar es el más alto honor que en casos tales puede alcanzar el dueño de ella, razón por la que hay cada intriga que canta el credo al llegar el momento de elegir un cuello para el sonoro colgajo.

Al amanecer del día de San Antonio se colocan los pastores con el toro y los perros en un punto convenido, acude a él cada vecino con el ganado que quiere enviar al puerto; y formada de este modo la cabaña, hala que te vas, comienza a marchar en busca de Peñalabra o Palombera, los cuales puertos no encuentra sino después de haber estado por espacio de tres días anda que te anda y sube que te sube, al son de los cencerros y al de los elocuentísimos jujeos y silbidos de los pastores.

Y aquí la dejamos, por no necesitaría para nuestro objeto, hasta el día 4 de octubre siguiente, día en el cual llega infaliblemente al punto en que se formó15; con el cual dato queda suficientemente aclarada la significación del título que precede a estos párrafos, y dicho que estamos, aunque tarde, de patitas en el asunto.




- II -

-¡Dolón, dolán, dolén, dolán, dolón!..., que ya se oyen los cencerros de la cabaña y hasta se ve el polvo que levanta. Ha llegado el día anhelado, y el pueblo sale a recibirla hasta la portilla de la llosa, o de la pradera en que, por de pronto, ha de entrar para que se cumplan las formalidades que van ustedes a conocer.

La gente viste de media gala, y se halla poseída de la más viva satisfacción. La corporación municipal se guardará muy bien de faltar a la solemnidad.

-Dolón, dolén, dolán, dolón, fiu, fiuuiií!... que los cencerros se oyen más cerca y se perciben con toda claridad los silbidos de los pastores, y hasta se distinguen el color y la armadura de las primeras vacas.

Los espectadores suspenden hasta el aliento y clavan en ellas la vista con una fijeza magnética. En seguida les entra la reacción y corren y se atropellan, hasta que concluyen por formar enfrente de la portilla, en dos hileras, entre las cuales pasa el ganado, que, no por haber pacido durante cuatro meses la yerba de la libertad salvaje, ha perdido su natural mansedumbre.

-¡Tío Roque! -grita un mozuelo con el pelo muy atusado-, ¡la mi Gallarda trae el campano del lugar... y aquí viene la primera de toas... ¡y cómo le menea! ¡Anda, pa que uno se fíe de lo que no ve!... ¡Y corrían voces de que en el puerto se le habían puesto a la Corva de tío Perico Mijotes!... ¡Cristo, qué hermosísima está!

-Mia tú, fantasioso -replica Mijotes, que no andaba muy distante del jaque-, si se dijo que la mi Corva le traía, por algo se dijo. Siempre se le habrán cambiao en el camino pa que no te se parta a ti el corazón de envidia al ver a la tu Gallarda con el campano que han puesto a la otra probe... ¡Viva la josticia! ¡a la novilla de la mi vecina, que no puede con el rabo, le han puesto el segundo campano!

-¡Callarvos, lenguatones! -interrumpe un viejo que, de puro viejo, no puede ya con las bragas-; ¿que más nos da? Venga el ganao y venga ello gordo, que lo demás importa dos bisanes.

-No, pus lo que es gordo, por decir gordo, ya viene gordo, -añade otro convecino que no tiene la mayor facilidad para expresar lo poquísimo que se le alcanza.

-No digo yo otro tanto -le replica un espectador de enfrente-; ahí va la mi Leona, que paez que la han chupao las brujas. Toma, ¡pus si viene geda! ¡y qué bello que trae más hermosísimo!... ¡me valga el Señor; es la mesma estampa de su madre!... ¡Bien te han ordeñao, morena! ¡Permita Dios, condenaos de pastores, que se vos güelvan lobos en el cuerpo los zurrones de hacer manteca!

-¡Ay, madre! -exclama una muchachuela con los ojos arrasados de lágrimas, dirigiéndose a una pobre anciana que está a su lado-, no veo a la nuestra vaca: ¡debe ser verdá aquello que se corrió!

-Sí, hija mía -responde la madre-, las malas noticias siempre salen verdaderas, y la soga nunca rompe por lo más gordo, ni el día amanece alegre para todo el mundo... ¡cómo ha de ser!

Y mientras se hacen éstos o parecidos comentarios entre la gente, va pasando la cabaña y entrando en el gran cercado, hasta que llegan, cerrando la marcha, el toro, los terneritos, los perros y los pastores; el toro con sus ojeras blancas sobre una cara negra y lustrosa como el terciopelo, ondeando con cierta vanidad la piel, que casi le arrastra, de su robusto cuello; los becerritos con su pelo rizoso y bermejo y su carita expresiva, pisando con miedo, y rendidos de cansancio; los perros con su piel blanca con manchas negras, andando al pie de los terneros y mirando a todas partes con un gestecillo que parece decir: «al que los toque en el pelo, nos le merendamos;» por último, los pastores con abarcas de tarugos, garrote nudoso, y al hombro, además del morral y la chaqueta, un ternero recién nacido, que nunca suele faltar.

Cuando esta retaguardia llega a la portilla, se precipita la gente detrás de ella, desparramándose luego por el prado entre la cabaña, buscando cada uno las reses que le pertenecen para examinarlas a su placer.

Una hora más tarde, y sobre el mismo terreno y al aire libre y de pie, el ayuntamiento se constituye en sesión, rodeado de todo el pueblo, que toma parte en ella.

Lo que entonces sucede, van ustedes a saberlo en el capítulo siguiente, escrito en presencia de los apuntes fidelísimos que yo tomé en uno de esos Concejos a que asistí como curioso.




- III -

Uno de los pastores, jefe a la vez de los demás, penetró en el ancho círculo que formaban los asistentes; paróse enfrente del alcalde; arrojó al suelo un saco casi vacío que llevaba al hombro; descubrióse; cargó el cuerpo sobre el garrote; balanceándose un poco en esta postura; esparrancóse; escupió tres veces; pasó una manga de su camisa por debajo de las narices, y después de obtener el permiso del alcalde, habló de esta manera:

-Pos... salto y digo: ahí está la cabaña, como se habrá visto. En la cabaña hay de too, como en la viña del Señor; porque musotros, a la res que es de mal pacer y de peor engordar, no podemos mejorarla, a no hincharla con una paja. Esto es claro como el sol del megodía. Pos digo yo ahora: hay que tener en cuenta que el verano ha sío fatal; hoy que la ventisca, mañana que el aguacero, el pasto se ha reblandecío, y pue ecirse que el ganao no se ha visto limpio de despeño. De salú, bastante bien: sólo han fenecío una vaca de tío Pedro Meñique y una novilla de la viuda del Cevil. La una murió de un empanderao, y la otra de un mal, a manera de perlesía. Dióseles lo que manda el aquel, vamos al decir, del hombre que lo entiende, pero no les acanzó.

El pastor, al decir esto, metió en el saco la mano y sacó de él dos cuernos de diferente forma y tamaño.

-Aquí están las gamas -dijo, levantando en alto los dos retorcidos apéndices.

El alcalde llamó a los dueños de las reses muertas, para que se presentasen a reconocer los restos que el pastor exponía a la consideración del concejo, para cumplir con un requisito exigido por éste.

Pedro Meñique y la viuda del Cevil reconocieron, contristados, las astas de las reses que respectivamente les habían pertenecido, y de cuya muerte ya tenían noticias, aunque vagas, antes de la llegada de la cabaña.

En seguida preguntó el alcalde si había algún vecino que tuviera que hacer daque cargo a los pastores.

-¡Pido la palabra! -dijo, saliendo a primera fila un hombre muy entrado en años, cano de greña, enjuto y ahumado de carnes y ronquillo de voz.

-Hable Garabiel Pernías, -díjole el alcalde.

-He pedío la palabra al auto de que he visto que la vaca mía que fue bien trisná al puerto, vuelve en los puros huesos y con un ojal en salva sea la parte, que mete miedo; y como el hombre no gana su probeza tumbao panza arriba, y yo sudo los güétagos pa ver de conservar la que tengo, quiero que se me sastifaga, como es justo, al respetive de la vaca.

-Tocante a la vaca, -replicó el pastor-, tocante a la vaca, tío Garabiel, usté sabe mejor que yo que la vaca es una cabra condená que no se pue hacer vida de ella. Los cinco sentíos del alma le pone uno encima, y con too y con eso no se la pue meter por vereda. Si usté la chifla pa golvela, malo; si usté la vocea, pior; si se la apedrea ¡me valga el Señor! no la alcanza un galgo... Pus évate que voy, amigo de Dios: hace ocho días, trepa la condená por un pedregal arriba a pacer unos matorrales que estaban entre un cajigaluco; salgo detrás de ella, hace la feguración de echarse cancia el desfilacro que estaba por la banda de atrás, atájola yo corriendo, asústase más la endina, échase de prisa por onde había subido, rueda como una pelota, y rásgase el pellejo contra la punta del peñasco. ¡Esta es, tío Garabiel, la pura verdá, y si otra me queda en el cuerpo, que con ella reviente!

-¡Sastifecho! -dijo con solemnidad Garabiel Pernías, retirándose a la segunda fila.

Otro de los que formaban en ella salió en seguida a la primera, y endilgó al pastor estos cargos:

-Yo mandé al puerto una vaca geda de siete meses, y pa el afeuto de destetarla, dejé la cría en casa. La vaca iba gorda, la vaca es lechera ¡horror de lechera! la vaca viene hecha un telar, y la vaca no está seca, porque a la vaca acabo yo de ordeñarla en el prao. Yo soy claro como el agua, y no tengo algún aquel en decir que aquí se han corrío voces de que en Mercadal se ha vendío este verano mucha manteca de la cabaña nuestra. Diga el pastor, si a mano viene, de ónde ha salío esa manteca, y por qué no viene seca la mi vaca.

El pastor se rascó la cabeza, escupió por entre los incisivos, y después de pasear su vista por los circunstantes, replicó en estos términos:

-Ya sé yo que más de cuatro, que pue que no estén muy lejos de aquí, por el aquel de hacer mal y porque hay lenguas que atarazás entre dos cantos debieran estar, han corrío por el pueblo lo de la manteca; pero ¡permita Dios que me trague la tierra aquí mesmo de repente si en el puerto se ha hecho medio cuarterón de manteca, ni se ha bajao a Mercadal más que por el efeuto de comprar dos libras de bacalao y siete maquileros de harina! Pos évate que voy a lo de que la vaca no está seca. Yo puedo hacer güeno con toa la cabaña si quiere hablar, que el bello de la vaca del señor alcalde mamaba toas las noches a la vaca de usté, y que de esto no tuvimos más auto que de la hora de la muerte, que en santa gloria nos coja, hasta la semana pasá. Yo, bien lo sabe Dios, me comí la feura al conocerlo; pero el hombre, es la verdá, no acanza los imposibles... y si ha hubío falta, perdonar, que lo que es la voluntá no ha podío ser mejor; y cinco años que llevo en la cabaña cantan bien claro si sé cumplir con mi deber.

-Sastifecho, -contestó el interpelante con la misma formalidad que Garabiel Pernías.

-Señor alcalde. -gritó una mujer amortajada entre una saya de estameña negra que le cubría el busto, y otra de bayeta amarilla ceñida a la cintura-, yo quisiera que...

-Usté se calla la boca mientras que yo no la pregunte, porque aquí no tienen voz las mujeres.

-Es que, canijo, yo tamién soy hija de Dios; y si se me murió el marido no fue por culpa mía.

-¿Y qué se le ofrece a usté?

-Pus se me ofrece que cuando fue al puerto la mi novilla se me feura que tenía el pelo colorao, y ahora le trae que tira algo a burreño... tamién era más juerte de voz...

-Vaya usté mucho con Dios, ¡trapacera! -la interrumpió el alcalde, echando chispas por los ojos.-¿Le paece a usté la sinfonía con que se nos viene?... ¡Taday, simplona!

-Yo pregunto lo que es de mi aquel, ¡ea!

-¡Taday, chapucera!

-¡Juera con ella, que se vaiga a cuidar la puchera! -añadieron por todas partes voces que nada tenían de suaves para la pobre mujer, que en vano gritaba para que se reconociese su supuesto derecho de hablar en aquel concejo.

Salióse, al cabo, del círculo, llorando de coraje, y continuóse todavía un buen rato interpelando al pastor y exponiéndole quejas, muchas de ellas tan impertinentes como las de la desairada mujer; pero como estaban en su derecho los señores hombres al exponerlas, se atendían y ventilaban con el más acalorado empeño.

Agotado el capítulo de cargos, el alcalde preguntó al pastor si no tenía algo que manifestar al concejo respecto al puerto, a la cabaña, a los demás pastores, etc.

-Aticuenta que na -respondió el interpelado.-Los pastos han sío güenos por la mayor parte: no muy alta la herba, pero finuca y nutría. Dos veces se presentó el lobo a la vera de la cabaña; pero los perros, que saben su obligación, no le dejaron ganas de ripitir: al segundo viaje le atenazaron el rabo, y por un tris no se queda Navarro con él entre los dientes. El toro se escapó una tarde del Sel, porque le provocó el de la cabaña de Vioño; trabáronse de palabras, y el nuestro le arrimó una jaretá de media vara en el cuadril esquierdo, y le hizo golverse en un periquete a la su cabaña. Un pastor de Cóo nos apandó una cría de dos meses, la de la Cordera de tío Celipe Cuartajo: vímosle, juímonos encima, negó, arriméle un garrotazo, cayó a tierra pidiendo miselicordia, y soltó el jato. No ha habío multa denguna ni por el aquel de dir ni por el aquel de venir, porque no se ha saltao una mala cerradura, ni tan siquiera se ha movío una res de la cabaña en todo el camino. La vaca de tío Miguel Cerojo tuvo un lubieso en salva sea la parte, pero curó bien; y en la cabaña de Viérnoles, que estaba a la vera de la nuestra, hubo solengua y fenecieron siete cabezas. Nel, mi compañero, pensó que se le había pegao el mal; pero too ello resultó ser una atracá de arenques con leche; rompió a las tres horas, y no tuvo otro aquel. Y con too y con esto no digo más, y acá estamos toos, gracias a Dios, güenos y gordos; perdonar las faltas, porque pecaores semos, y en la gloria nos veamos.

-Amén, -contestó el concejo.

Acto continuo se procedió al remate del toro y de los perros; es decir, al de su manutención hasta el día de San Antonio del año siguiente. Adjudicáronse los animalitos a los vecinos que ofrecieron mantenerlos por menos dinero, y se disolvió la asamblea.

Una hora después cada vecino recogía en el prado las reses de su pertenencia, y se encaminaba con ellas a su casa, contemplándolas de paso con tanto deleite como (acépteseme la comparación que voy a hacer, en gracia de que es la pura verdad), como el que puede sentir un padre delante del hijo predilecto que vuelve de la Universidad a pasar con él las vacaciones.






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«Un marino»

Marino, como ustedes saben muy bien, significa, genéricamente, hombre que se dedica a la navegación, que profesa la náutica, empleado en la marina, etc., etc.

Pero «un marino» en Santander, hasta hace muy pocos años, hasta que llegó a la clásica tierra de los garbanzos ese airecillo que aclimató la crinolina en Bezana y la cerveza en San Román, significaba otra cosa más concreta y determinada. «Un marino» significaba, precisamente, un joven de veinte a treinta años, con patillas a la catalana, tostado de rostro, cargado de espaldas, de andar tardo y oscilante, como buque entre dos mares, con chaquetón pardo abotonado, gorra azul con galón de oro y botón de ancla, corbata de seda negra al desgaire, botas de agua, mucha greña, y cada puño como una mandarria.

«Un marino» no era capitán, ni contramaestre, ni simplemente marinero; era, por precisión, tercero, o examinado de segundo, o, a lo sumo, piloto en efectividad.

Cuando estudiaba en el Instituto, no se había embarcado jamás, y, sin embargo, ya era tostado de color y cargado de hombros, y se balanceaba al andar... en fin, ya olía a brea y alquitrán. Cualquiera diría que, como destinado a la mar, estaba construido de macho de trinquete o de piezas de cuaderna, y no de carne y hueso como nosotros.

Entonces se llamaba náutico, y largaba cada piña que derrengaba.

La clase de filosofía que contaba con un par de estos alumnos que sacase la cara por ella, ya se creía capaz de hacer frente a la pandilla de Cuco, el del muelle de las Naos, o al rebaño de mozos más aguerridos de Monte.

Correrla, entre nosotros, equivalía a pasar las horas de la cátedra jugando a paso en el Prado de Viñas, o pescando luciatos en el Paredón, o acometiendo alguna empresa inocente en el Alta.

Correrla en compañía de un par de náuticos, era provocar a todo bicho viviente, hundir a cales cuanto sombrero alto se viese sobre cabeza de aldeano, llegar a regiones inexploradas, tocar todo lo prohibido, buscar por entradas difíciles salidas imposibles, volver, en fin, a casa desgarrados y sucios, muertos de fatiga, cubiertos de cardenales y sangrando por las narices.

Pero por más que entre los filósofos y los náuticos hubiese algunas individualidades unidas por vínculo amistoso, colectivamente las clases eran incompatibles; se repelían entre sí, se separaban como el agua y el aceite. Por supuesto, que allí el aceite eran los náuticos; es decir, los que siempre quedaban encima.

Por ellos no había conserje, cargos ni títulos dignos de su consideración, y pasaban por en medio del mismísimo claustro de profesores, sin ocurrírseles llevar la mano a la visera por vía de saludo. Sólo temían y respetaban, y hasta querían, a su propio catedrático, el que ya no existe, don Fernando Montalvo.

Este inflexible, recto e ilustradísimo profesor, parecía nacido para domar aquella raza especial de estudiantes. Su vastísima instrucción, su carácter un tanto excéntrico, su proverbial voluntad de hierro, su continente severo e impasible, le investían en cátedra de cierta majestad sui géneris contra la que rara vez osaba rebelarse el alumno más díscolo. Sobre su mesa y bajo su mano, el reglamento disciplinario del Instituto adquiría todo el color de las terribles Ordenanzas de mar. ¡Ay del que infringiera sus bases! Así se hacía respetar. Su mayor deleite era enseñar lo mucho que él sabía, estudiar para saber más, y dar un estrecho abrazo, a vuelta de viaje, a un discípulo suyo. Así se hacía querer.

Con este método, su pequeña república era una balsa de aceite; mas cuando, por una rara casualidad, dejaba de serlo, yo no sé a qué comparar el aspecto que tomaba la cátedra, sino al de una jaula de leones en el momento en que el terrible y severo domador esgrime entre ellos el sangriento látigo, y los humilla y arrincona amontonados y gruñendo. Temblaban los cristales, rompíanse los bancos, y el suelo se conmovía. No era de envidiar la situación del bedel a quien se encomendaba el peligroso encargo de encerrar en el número once a los condenados a este castigo después de la refriega. Por eso, toda atención con ellos le parecía poca antes de dar vuelta a la llave que los aseguraba.

En cambio, se la echaba de autoridad inexorable con nosotros, que marchábamos al calabozo como borregos al corral. ¡Así son las cosas de este pícaro mundo!

Concluidos sus estudios preparatorios en el Instituto, y después de hacer su primer viaje en calidad de agregado, era cuando dejaba el náutico este nombre y tomaba el de marino, con todos los honores inherentes a la categoría.

A su retorno era la envidia de los humanistas, no por lo que había navegado, ni por lo que había visto, ni por lo que le habían engordado los puños y crecido las barbas, ni por el ruido sordo que al andar producía con las botas de agua, sino porque traía la picadura de la Habana a granel en los bolsillos del chaquetón, y para hacer un cigarro derramaba en el suelo tabaco para otros dos.

Recordarle en tales momentos antiguos títulos de amistad, era todo nuestro afán, y hallar su memoria accesible a los evocados recuerdos, el mejor negocio para nosotros, condenados a fumar anís a pasto, y, lo que aún era peor, los pitillos de cinco al cuarto que vendía Godos en la subida de los Remedios; pitillos que trascendían a demonios desde media legua, y lo mismo tumbaban chicos que canas un vendaval recio.

Tras el puñado de tabaco y la caricia subsiguiente, que era un coquetazo que nos hacía ver las estrellas, venía la convidada en el café de La Marina, que ya no existe, ni tampoco la casa en que se hallaba en la calle del Arcillero.

El marino se atizaba, de dos sorbos, una copa de ron o de ginebra; nosotros libábamos otra de licor de rosa, mojando en ella, con mucho pulso, un canutillo de a dos cuartos.

Durante los tragos, los mordiscos al pastel y las chupadas a los cigarros, el convidante narraba sus primera borrascas en la mar y sus aventuras en los puertos.

Por de contado que la noche antes del día en que se hizo a la vela para Santander, armó con otros camaradas de profesión la gran culebra, en la cual hubo todo aquello de echar los muebles a la calle, entrar la policía, apagar la luz, saltar por la ventana, cerrar la puerta por fuera, tirar la llave a la alcantarilla, etc., etc.

Y debía ser verdad, porque las que armaba aquí se le parecían mucho.

Si al salir de casa encontraba usted un sereno con un ojo borrado, los cristales de un café hechos trizas, las puertas de una taberna fuera de quicio, cambiados los letreros de las tiendas de una calle, de modo que sobre una botica se leyese, por ejemplo: Quincalla y clavazón, y sobre una ferretería Almacén de comestibles; si con algo de esto, o con todo ello junto, o con mucho más, se encontraba usted, repito, al salir de su casa, y preguntaba por los autores de las fechorías.

-«Los marinos,» -le respondían al punto.

Quiénes, de los conocidos en el pueblo, no había para qué inquerir. ¿Qué más daba? Todos eran lo mismo...

Por aquel entonces se habló mucho en Santander de la Berrona, que salía todas las noches, a las altas horas, no se sabía de dónde, y recorría varias calles determinadas. La Berrona era un animal, un fantasma o un demonio muy grande, con dos ojos como dos hogueras, muchos pies y dos cuernos muy largos y muy derechos. Al andar hacía un ruido como de cadenas y cacerolas de latón que chocasen entre sí, y lanzaba berridos tremebundos, muy roncos y muy lentos, como las notas del piporro en las procesiones de la catedral.

Las comadres, al sentirla de lejos, trancaban las puertas; los chicos soñaban con ella, y los mismos serenos, que han sido aquí siempre hombres muy templados, al atisbarla en lontananza, hacían como que no habían visto nada y se iban por otra calle opuesta.

Pues señor, la cosa llegó a excitar vivamente la atención de la autoridad, y el miedo del barrio rayó en espanto; la Berrona seguía, sin embargo, haciendo todas las noches su horripilante procesión.-Que la van a coger, que ya se sabe de dónde sale, que es de carne, que es un espíritu, que muerde, que cocea, que busca chiquillos para sacarles el sebo, que los serenos, que la policía, que cazarla a tiros... y nadie se atrevía a pedirle el pasaporte.

Al cabo, la delación de un pinche de billar hizo luz en el horrible caos, y el misterio se aclaró. ¿Saben ustedes lo que era la Berrona? Una docena de marinos que salían de un café muy popular en Santander, por lo antiguo y por lo especial de su parroquia (el cual café no nombro porque aún se conserva tan boyante como entonces, aunque más tabernizado); una docena de marinos agrupados de cierta manera y tapados hasta la rodilla con el paño de cubrir la mesa de billar del susodicho café. Los ojos del fantasma eran dos linternas, los cuernos dos tacos, y la causa del ruido metálico, una batería completa de cocina, bien manejada debajo del paño. En cuanto a los berridos, un amigo mío, que por cierto no era marino, aunque formaba con ellos muchas veces, sabía darlos como el mejor piporro; los marinos de la Berrona no hacían más que acompañarle en el tono que podían.

Aunque el marino era con frecuencia perteneciente a las principales familias de la población, no había que buscarle en la Alameda, ni en el salón del Suizo, ni en los bailes de formalidad. Semejantes atmósferas le asfixiaban. Sus terrenos preferidos eran los cafés de segundo orden y todas las calles de la población, siendo de noche. Como extraordinarios, las romerías cercanas y los jaleos de las sociedades Sin nombre, Unión soltera y otras ejusdem farinae.

En los cafés jugaba al billar o al dominó, aunque prefería el papel de espectador, con el santo fin de divertirse a costa de algún jugador distraído o atrabiliario.

En las calles, ya conocemos el género de las diversiones a que se dedicaba.

En las romerías, indispensablemente había de pegarse de cachetes con los zapateros.-«Los zapateros» eran entonces otro gremio especialísimo que no comprendía, según la acepción popular del título, a todos cuantos machacaban suela y tiraban del cabo, así en un portal como detrás de un vidriera. El tipo del individuo de ese gremio era un joven de pelos y bigotes erizados, pálido de cutis, hundido de vientre, con las manos muy sucias, chaquetilla a media espalda, pantalón de campana, gorrita en la cabeza, sin chaleco y con la camisa muy sacada sobre la cintura. Los zapateros frecuentaban todos o la mayor parte de los sitios de recreo de los marinos, por lo mismo que éstos, donde quiera que los hallaban, los abrasaban a epigramas y los acribillaban a burlas de todos géneros. De aquí la tirria que se profesaban y los bofetones que se sacudían.

En las sociedades a las que, corno se ha dicho, concurría alguna vez el marino, no bailaba ni enamoraba. Lo mismo que en los demás teatros en que le hemos visto, en aquellas su único afán era armarla... mejor cuanto más gorda. Si por epílogo había bofetadas, retemejor. Precisamente el esgrimir los puños era, como se habrá observado, su gran delicia.

De ordinario usaba un lenguaje especialísimo, un caló, digámoslo así, que en nada se parecía al de los demás marinos de la tierra, entre quienes es cosa corriente aplicar a todo el tecnicismo náutico. No llamaba a nadie ni a nada por su nombre verdadero, y los que usaba en sustitución, tomados del lenguaje popular de Santander, eran en alto grado expresivos y adecuados.

-Vengo de casa del señor de Viruta, -decía, por ejemplo, muy serio.

Y usted, que no conocía a semejante persona, se devanaba los sesos inútilmente por averiguar quién era, hasta que el otro, extrañándose de tanta torpeza, le decía que el señor de Viruta era Fulano de Tal. Y entonces tenía usted que soltar la carcajada, porque Fulano de Tal era un carpintero, largo, seco y doblado, casi enroscado, como las cintas de madera o virutas que sacaba con su garlopa.

Refiriendo una rumantela, y ponderando una bofetada que en ella había dado, decía, verbigracia.

-Vamos, que le casqué la sopera.

Lo cual significaba que había abierto la cabeza a su contrario.

-Saca esa cerraja, -decía, aludiendo al reló que uno llevaba en el bolsillo, para que se mirase en él la hora.

Si se quejaba de la caldera, debía entenderse que le dolía el estómago.

Para los vocablos finos era aún más original. Los usaba de los más exquisitos, a juzgar por la eufonía, tanto, que para convencerse de que muchos de ellos eran rematados desatinos, había que analizarlos muy al pormenor. No tenía acopio hecho de estos términos; pero sí una facilidad asombrosa, una especie de máquina para producirlos cuando los necesitaba. Ejemplo al canto.

Salía yo una noche del teatro; y, como rapaz que a la sazón era, caminaba más que de prisa, casi asustado de verme fuera de mi casa a horas tan avanzadas; como que quizás era aquella la vez primera que yo las oía sonar hallándome al raso. Pisaba yo recio y menudito saboreando in mente los episodios de la comedia que acababa de ver, cuando al entrar en la calle de la Blanca sacáronme de mis meditaciones fuertes y descompasados gritos que daban dos hombres riñendo en uno de los extremos de la calle. Paréme a escuchar, no sé si por miedo o por prudencia, y al punto conocí la voz de uno de ellos, marino de profesión, aún no piloto, y que más de dos veces me había honrado en el Instituto con sus testimonios de cariño a su manera. Llegaba la refriega a su desenlace, cuando de ella me enteré yo. Y dijo la voz que me era desconocida, a vueltas de algunas interpelaciones cáusticas y violentas de ambas partes:

-¡A mi no me venga usted con cacofonías!

Y respondió en el acto la voz que yo conocía, en un tono que tanto picaba en burlón como en iracundo:

-¡Ni usted a mí con términos fisimánicos!

En seguida se oyó, retumbando en la calle solitaria, el ruido de una sublime bofetada, y el de un hombre que cae al suelo, rompiendo, al pasar, con la cabeza, el tablero de una tienda, o cosa así.

Conociendo, como yo conocía al uno, no era muy aventurado creer que el derribado por la bofetada tenía que ser el otro, por recio que fuese. Sin embargo, para cerciorarme del todo, a pesar del miedo que tenía, acerquéme al lugar de la catástrofe, y encontré el cuadro como yo me lo imaginaba; sólo que entonces conocí también al caído, gran pedante y muy trapisondista.

Ahora bien; ni ustedes, ni yo, ni el que lo dijo, sabemos lo que significa la palabra fisimánicos. Pero a él le habían amenazado con cacofonías, y necesitaba responder con algo que sonase aún mejor, y largó fisimánicos, y por si aún era poco, la bofetada que, como él decía, nunca estaba de más.

Con narrar ya algunos capítulos de la vida y milagros de este marino, que mucho ha es capitán y buen amigo mío, saldría muy a mi placer de la tarea en que estoy empeñado, puesto que él ha sido el modelo más perfecto de la figura que voy garrapateando; pero me temo que no había de agradarle la exhibición de esos detalles de su legítima pertenencia. Harto satisfecho me juzgaré si me perdona la frescura con que he sacado a relucir, de golpe y porrazo, el que él sacudió en la calle de la Blanca sobre su cacofónico adversario, que ya no existe, razón por la cual no solicito también su indulgencia.

Era cosa de caérsele a uno la baba el oír a dos marinos hablar entre sí en el caló, cuyas muestras he presentado; y si la conversación versaba sobre costumbres de lejanos países, como la costa de África, adonde iban algunos, o Sierra-Leona, adonde los llevaban los cruceros ingleses, había para desternillarse de risa.

Diera yo aquí de buena gana un modelo de esos diálogos o de esas relaciones; pero me abstengo de hacerlo, porque no puedo copiar junto a las palabras los ademanes, las inflexiones de la voz, la expresión de los ojos... y la de las manos; sí, señor, la de aquellas manos robustas, velludas, entreabiertas siempre y accionando de un modo tan pintoresco como elocuente. Tampoco me sería lícito, ni conveniente, la reproducción de ciertas interjecciones indispensables para el colorido, ni podrían pasar muchas comparaciones, llenas, por otra parte, de gracia y de verdad.-Suplan, pues, esta omisión con su propia memoria aquellos de mis lectores que conocieron el tipo, y los que no, perdónenmela en gracia del motivo que me obliga a incurrir en ella.

Deteniéndose un momento a considerar los gustos y las inclinaciones de un marino en los ejemplos que dejo citados y en otros del mismo género, que no consigno por muchas razones a cual más atendible, hay que convenir en que había en su carácter mucho de pueril; era ni más ni menos que un muchacho con barbas y mucha fuerza; inquieto, enredador, caprichoso, alegre, indiferente a todos los sucesos del mundo, y apegado con invencible pasión a las calles, a los tipos, a las costumbres de su pueblo natal. Por él suspiraba en Londres, y en Nueva-York, y en los puertos más concurridos y llenos de maravillas. En el mismo Covent-Garden recordaba con envidia los tinglados de volatines del Juego de la pelota, y daba todos los primores artísticos o industriales que se le pusieran delante, por el sublime placer de pegar una soba a Capa-rota, o un par de escobazos en la cara al pinche de la taberna del Tío Pío cuando la sacase por el ventanillo, a las altas horas de la noche, para responder a la voz traidora que desde la calle le había pedido medio de anisete. Le llamaban más la atención las barracas hediondas del muelle Anaos que los grandes docks del Támesis; y acordándose de la romería del Carmen, era capaz de echarse a llorar en medio de Hyde-Park, si en él se encontraba el domingo siguiente al día 15 de julio.

Figúrense ustedes lo que sería este hombre cuando hallaba en extranjis, como él decía, un paisano suyo. Para correrla con él, le parecía poco el mundo entonces, y aún se creía capaz de arremeter con éxito a una escuadra de polizontes.

Por eso prefería los viajes a la Habana. Allí tenía un amigo de la infancia en cada esquina, y mientras estaba con ellos gozaba a sus anchas, porque podía comer, hablar y armarlas al estilo de Santander.

Así se conservaba este tipo, íntegro en todos sus detalles, hasta que ascendía a capitán. Entonces, empezando por largar el chaquetón y por vestirse la levita de paño fino, y por echarse el gran reló y la no pequeña cadena de oro, y hasta el odiado sombrero de copa, como hombre a quien se encomendaban intereses cuantiosos con absoluta confianza, revestíase de formalidad y desaparecía casi por completo de la escena en que le hemos estudiado.

Decir al lector que hombres de semejante temple eran en la mar modelos de arrojo y valor, lo creo excusado. Quizá sepa también por la fama, y si no lo sabrá ahora, que esta cualidad no era la única prenda que los adornaba como marinos; realzábanlos más y más su rara inteligencia en la profesión azarosa, y un corazón generoso que siempre los tenía dispuestos a sacrificar su vida por la del último grumete de a bordo.

Hacia el año 50, época en que empezaron a transformarse radicalmente las costumbres populares de Santander, fue cuando el marino acabó de perder sus detalles típicos.

Desde entonces acá, a los que le han ido sucediendo en las diversas jerarquías de la carrera, confundidos en el porte y la conducta con las demás clases sociales de levita y sombrero de copa, apenas se les distingue en el paseo o en los salones por lo atezado del rostro o la pesadez de las manos.

Y la súbita metamorfosis ha sido tan profunda, que llega hoy hasta las mismas raíces de la clase.

Más de dos veces he ido al Instituto, en estos últimos años, con el solo intento de contemplar el tipo del antiguo náutico: no he podido hallarle. Los alumnos de esta escuela, ni en figura, ni en porte, ni en costumbres, se distinguen ya de los rapazuelos humanistas con quienes se asocian tan íntimamente como dos gotas de agua.

Como no es de mi incumbencia averiguar el porqué de las personas y de las cosas que expongo en mi pobre galería, dejo al filósofo lector la tarea de explicar ese fenómeno de transformación, que consigno como un hecho notorio.

Sin embargo de lo dicho sobre semejante cambio, los marinos actuales que proceden de la partida de la Berrona y de otras sus coetáneas, aún conservan, para un ojo práctico, ciertos resabios de aquella época; examinándolos con cuidado, aún se ve asomar bajo sus hábitos nuevos la hilaza del antiguo chaquetón de paño pardo; aún hablan como entonces si se les sabe tirar de la lengua, y es cosa probada que toman de mejor gana una cazuela de sardinas en la taberna de Regatillo, que un biftec en el restaurant del Occidente. Seguro estoy de que no me desmentirá el aserto mi amigo, el de la consabida nocturna bofetada fisarmánica. ¡Cuántos ratos deliciosos suele éste proporcionarme, sin percatarse de ello, con sus narraciones de pura casta! ¡Con qué fruición, pueril quizá, pero disculpable, me digo después de oírle: «-¡Aún queda un marino!...» ¡Y qué tentaciones me acometen otra vez de publicar aquí algunas de esas narraciones!

Para no incurrir en semejante pecado, cierro el registro con un punto final... mas no sin dejar consignada antes, y como un acto de justicia, la siguiente declaración:

Los marinos de Santander, al vestirse la levita de hoy, no se han dejado la abnegación, la pericia, ni el heroísmo, en el burdo chaquetón de ayer.




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Los bailes campestres

En una ocasión, hallándose en la romería de San Juan, o en la de San Pedro, o en la de San Roque, o en la de Santiago, o en la de los Mártires, pues la crónica no lo fija bien; hallándose, digo, en una de estas romerías más de nueve petimetres santanderinos, y no menos de diez damiselas de copete, y hallándose más que regularmente aburridos, lo cual es de necesidad en una romería mientras en ella no se hace otra cosa que ver, oír y brujulear, resolvieron los primeros proponer a las segundas, con las respetuosas salvedades de costumbre, un honesto entretenimiento que, ajustándose en lo posible al carácter del sitio y de la ocasión, fuese digno de las distinguidas personas que se aburrían. Las pudibundas jóvenes aceptaron la propuesta en cuanto al fin. Por lo que hace al modo, los atentísimos galanes, después de discurrir breves instantes, no hallaron, así por razón de honestidad como por razón de sitio, causa, etc., nada más a propósito que un baile improvisado. Las mujeres de entonces, como las de ahora, juzgaban de buena fe que no era un abuso de lenguaje, o, cuando menos, un error de observación, la honestidad del baile; y no dudaron un instante en aceptar el propuesto, con tal que fuese por lo fino, y no al grosero estilo de los populares, como los que tenían delante y formaban el principal objeto de la romería; exigencia que manifiesta bien claro, que también, en el concepto de aquellas escrupulosas beldades, las cabriolas y escarceos, según que se ejecuten de abajo arriba (more plebeyo) o de acá para allá y en derredor (more aristrocrático) son pecaminosos y groseros, o edificantes y solemnes... Digo, pues, que se aceptó la proposición del baile con la restricción consabida, y añado que los proponentes se adhirieron a ella con tanta mayor decisión, cuanto que, a fuer de señores, nunca entró en sus ánimos bailar de otra manera. Acto continuo se procedió a la ejecución del pensamiento. Para teatro de la fiesta se eligió una pradera separada de la romería por un regato, o por un seto trasparente, pues sobre este punto tampoco están las crónicas muy de acuerdo, y para orquesta se ajustaron, por horas, un violinista y un gaitero trashumantes, de los muchos que había en la romería y acaso los únicos que a la sazón se hallaban desocupados. No estaban los sedicientes músicos muy diestros en materia de aires señoriles, pero eran muy amables y pacientes los obsequiosos petimetres; y a fuerza de piafes y silbidos, lograron enseñar al violinista el wals de las patatas. No así al gaitero, que era de suyo más torpe; pero en cambio, sabía tocar el «Ay, ay, ay, mutillac,» el cual aire se aceptó para rigodón, baile que ni de oídas conocía el violinista. Adquiridos tan indispensables elementos, diose principio, a las seis de la tarde, a la distinguida diversión, con no poca sorpresa y hasta admiración de la gente menuda, que invadió bien pronto la pradera, formando ancho y respetuoso círculo alrededor de los danzantes. Por aquel entonces aún no se conocía en España la polka, y el baile de los señores no solamente no se había aclimatado entre la gente del pueblo, sino que aun entre los señores mismos eran limitadísimos los aptos para un lance improvisado como el que se refiere. Y por cierto que debía de haber algo de ignominia en ser de los ineptos, porque es cosa averiguada que, antes de confesarse tal uno de ellos, coram pópulo, deslizábase rápido, y primero se dejaba descuartizar que presentarse a media legua del baile.

El de que voy hablando concluyó al anochecer; y como fue tan grato a los que en él tomaron parte, hablaron éstos del asunto en la ciudad, cundió su fama en paseos y salones, y, por si iban mal dadas, aprendieron a bailar los jóvenes que aún no sabían, y los que sabían mal, se perfeccionaron. Los que pasaban por núcleo de la elegancia y daban el tono en el pueblo, tomaron el lance todavía más por lo serio, y convencidos de que con el aspecto que la cosa presentaba se hacía indispensable su concurrencia en bien de la culta sociedad, que oficialmente parecía aceptar la innovación, no dudaron en hacer un sacrificio, comprometiendo, desde luego, hasta cuatro músicos de profesión para la próxima romería.

A la cual concurrió el señorío en doble número que a las anteriores, llevado de la tentación de la orquesta, con cuya salsa, y la buena disposición en que se hallaban los ánimos, se hizo una pepitoria de bailoteo que tuvo que ver.

Tanto, que en la siguiente romería hubo hasta seis músicos y venticinco parejas de primera fuerza.

Y así, creciendo siempre la fama y el éxito de los bailes campestres, llegaron a hacerse de primera necesidad en todas las romerías próximas a la ciudad, y a tal altura permanecieron durante algunos años.

Al cabo de ellos, notóse que la afluencia de curiosos era sobradamente numerosa; se temió, no sin fundamento, un atropello feroz en el caso probable de una paliza popular; viose, con justificable desagrado, que el gremio de modistas y de costureras, aprovechándose de los perdidos ecos de la orquesta, bailaba también a su compás en un prado inmediato; y por último, se observó con indignación que más de una pareja de aquel campo, intrusándose a la descuidada en el vecino, danzaban en él después con una familiaridad que rayaba en provocación.

A todo esto, la polka había atravesado ya la frontera, y se establecía entre nosotros, no como un huésped, sino como un conquistador. Recordarán ustedes que había sombreros a la polka, y pantalones a la polka, enaguas a la polka y hasta natillas a la polka. Los chicos la tarareaban en la calle, y las fregonas la piafaban en la fuente; vinieron maestros de allende el Pirineo que la enseñaban en veinte lecciones, y las tomaban con avidez las jóvenes distinguidas y los hombres elegantes. Con aquella conquista famosa los salones de baile sufrieron una trasformación radical; porque la polka no era un baile, sino todo un sistema, toda una época. No se olvide que en la polka primitiva había su poco de dislocación, mucho contoneo, y que hasta se exigían, para bailarla en regia, tacones de metal en las botas. De modo que bailar la polka era dar un espectáculo, punto más curioso que el que dar pudieran la Güy Stephan o la Petra Cámara. Pero este espectáculo, si bien en los salones de la ciudad era de buen tono ante una escogida y culta concurrencia, delante de un populacho grosero y sobre la yerba de un prado de Cueto o de Miranda, se prestaba a mil inconvenientes, el menor de los cuales era el ridículo.

Por eso, y por las observaciones y peligros que más atrás apunté, los señores bailarines de las romerías determinaron amparar su diversión favorita con un muro sólido y elevado, contra la curiosidad irreverente de la muchedumbre.

Y hete aquí que junto al campo de la romería se alquiló una huerta de altas tapias, y se sorrapeó una parte de ella, y se puso a la puerta un hombre con orden terminante de no dejar entrar a nadie que no fuese presentado o acompañado por alguno de los señores que mandaban allí.

Con esta garantía de seguridad y de independencia, los bailes campestres adquirieron nuevo vigor, y los autores de tan saludable pensamiento merecieron bien de la culta sociedad santanderina.

Pasaron así algunos años, y los elegantes directores de la ya popular diversión veraniega, cediendo a los rigores del tiempo, que en su marcha inalterable todo lo agosta, lo arruga y lo encanece, tuvieron que abandonar como actores aquel teatro, y limitarse al papel más cómodo, aunque menos deleitoso, de espectadores.

La generación que se presentó a sucederlos en el cargo que dejaban, considerando, a la primera ojeada, que celebrándose algunas romerías a mucha distancia de la población, era preciso, para volver con el crepúsculo a casa, suspender el baile apenas empezado, o empezarle con los garbanzos aún entre los dientes; considerando además que para las señoras, rendidas de brincar, era demasiado largo y penoso, y hasta peligroso, el camino por las callejas de San Juan y San Pedro, y considerando otras varias circunstancias no menos graves, y por último, que la gente del buen tono nada tenía que ver con las rosquillas, cazuelas de guisado, perés y otros groseros excesos de las romerías.

Decretó que en adelante los bailes campestres, respetando, enhorabuena, como motivo de ellos, las romerías, tendrían lugar, por las de San Juan, San Pedro y San Roque, en las huertas de la Atalaya, y por las de Santiago y los Mártires, en las de Miranda. Y así se hizo con gran éxito y por largo tiempo.

Este período de los bailes campestres, que pudiera llamarse su edad media, bien merece una especial mención. Entonces entré yo en escena; quiero decir que empecé a bailar en ellos. Y lo advierto, no tanto por motivar la historia que, a fuer de agradecido, voy a hacer, cuanto porque tengan más fuerza de verdad los detalles que apunte.

Y sucedía entonces que una comisión, nombrada por elección de la que cesaba, formaba una lista con los nombres de las personas que juzgaba dignas de tan señalada honra. Esta lista se presentaba a cada uno de los inscritos en ella, quien ponía al margen de su nombre su conformidad, a no tener luto reciente, o estar enfermo de gravedad. La primera vez que se me buscó a mí con tal objeto, creí desmayarme de emoción; y con mano trémula escribí en el correspondiente lugar del catálogo un SÍ tan gordo como dos ciruelas. Y no extrañe nadie el suceso. Tenía diez y nueve años, precisamente la edad, entonces, en que sentándole a uno mal los juegos y entretenimientos de los muchachos, no podía, sin embargo, entrar en la esfera de acción de los hombres; y así, sin saber a qué zona arrimarse, porque en ambas estorbaba, le aquejaba cada pesadumbre que le partía. Además, en las listas de socios para los bailes de campo no figuraba sino lo escogido de la juventud del pueblo, según el criterio de la comisión; de manera, que verse llamado por ella en lances semejantes, era la declaración solemne y oficial, no solamente de que salía uno de la categoría de chiquillo y entraba en la de mozo, sino en la de mozo distinguido, activo y útil. No era uno masa, no era vulgo. Con tan honrosa credencial, estaba yo autorizado para saludar en el paseo a las señoritas más encopetadas, para tomar sorbete en el salón principal del Suizo, para codearme con los hombres elegantes, y, sobre todo, para entrar sin obstáculo en los círculos cuyas puertas se cerraban, por razón de lustre, a la inmensa mayoría de mis conciudadanos. ¿Era esto costal de paja? Queda, pues, bien justificada mi emoción al poner el primer donde le puse.

El mismo corredor de las lista; nos entregaba la víspera del baile una credencial de socio y tres billetes de convite, impresos en cartulina, con letras de oro, y rubricados por la comisión. Distribuidos éstos con las más exquisitas precauciones, a fin de que los objetos de nuestras atenciones no fuesen indignos de la dignidad de la fiesta, llegábase uno con la credencial a la huerta de Aspeazu, o a la de mi amigo Mazarrasa; y allí estaba lo bueno, es decir, un gran cuadro de terreno al aire libre, cuidadosamente sorrapeado y regado; dos docenas de farolillos de vidrio y hoja de lata, fijos sobre otros tantos mangos de cabretón, que le circuían; ocho o diez músicos agrupados en un ángulo, y el mismísimo repartidor, que guardaba la puerta y recibía los billetes. Nada digo de la concurrencia, porque ya se sabe que era lo más selecto de la población. Pues bien, todo ello junto no nos costaba al día siguiente más de tres pesetas a cada socio.¡Con tan liviano presupuesto se procuraba a la florida juventud santanderina el más apetitoso deleite de cuantos ofrecérsele podían!

Saboreándole como un niño un caramelo, con temor de que se acabase, consumía cada baile de los cuatro o cinco que se le daban en todo el verano; de modo que era una pena que desgarraba el alma ver en tales ocasiones aproximarse la noche. Si ésta se presentaba serena y despejada, menos mal, porque se encendían los farolillos y continuaba la danza otra hora más; pero si Cabarga se encapotaba y era la brisa húmeda, síntomas infalibles de lluvia inmediata, daba la comisión las órdenes oportunas a los músicos, después de tomar las de las señoras; y allí nos tenían ustedes bajando a Santander, al compás de un paso doble, cada uno con su cada una, ofreciéndoles aquí la mano para saltar una zanja, y allá el pañuelo para sacudir el polvo... ¡Y era de ver, si llovía, cómo las delicadas sílfides, sacando fuerzas de flaqueza, arremetían con el lodo, cubriéndose el busto con la falda del vestido! ¡Y era hasta de admirar aquella procesión de blancas enaguas, iluminadas apenas por la mortecina luz de los veinticuatro faroles que enarbolaban los más obsequiosos acompañantes, a guisa de maceros o reyes de armas, en sus diestras!

«¡Aquí de don Quijote!» pensaba yo una noche que tal sucedía. «¿Qué hiciera con nosotros el valeroso manchego, si en esta guisa nos hallara? ¿No arremetería furioso contra esta muchedumbre, tomándola por escuadrón de fantasmas, o por sarta de disciplinantes? ¿Creería, si se lo jurasen, que erais, entre tanto barro y azotadas, como vais, por la cellisca, las más mimadas flores del hermoso jardín de la Montaña!»

Si al llegar a la población no había llovido ni cabía temor de que lloviera ya, hacía alto la comitiva en la Alameda chica, o en el Muelle, frente al Suizo; y en cualquiera de estos dos sitios continuaba la danza hasta las once... Y cuidado con reírse, jóvenes pizpiretas de hoy, que empezáis a bailar a la hora en que, rendidos, lo dejábamos nosotros; que aún no soy viejo, y sin embargo, bailé en dos ocasiones y en distintos años (¡Dios me lo perdone!) delante de la Capitanía del Puerto; lo cual quiere decir que, si no vosotras, algunas de vuestras hermanas me sirvieron allí de pareja; allí, sobre las mismas losas en que se arrastran las narrias y se celebran los cabildos de los mareantes de Abajo, y se bergan las barricas de aceite!

Pero estos inconvenientes, a pesar de justificarlos la costumbre, no podían menos de obrar de una manera desagradable en el ánimo de los hombres llamados a fomentarla y a perfeccionarla en lo posible. Así fue que un día, dándose a pensar muy seriamente sobre el asunto, concluyeron con este fundadísimo razonamiento: «Toda vez que no formamos ya parte de las masas, y somos independientes, y nada tenemos que ver con las fiestas de la muchedumbre, ¿por qué hemos de dar nuestros bailes precisamente en días de romería? Y si, prescindiendo, como debemos prescindir, de esta causa, elegimos los que más nos acomoden del verano para bailar, ¿por qué no hemos de hacerlo a la puerta de casa y con toda tranquilidad?»-Y aquellos infatigables reformadores columbraron al punto, en el barrio de Santa Lucía, la huerta de Noriega; en la cual huerta había un juego de bolos, y el cual juego de bolos estaba rodeado de un cobertizo de tablas, a modo de pesebrera; y exclamaron: -Voi-ci notr'affaire; es decir, aquí está lo que necesitamos: amparo contra el relente y la lluvia, proximidad al hogar de cada uno, e independencia absoluta. Para corresponder a este esfuerzo, los demás socios se comprometieron a serio, por lo menos, de cuatro bailes en cada temporada, lográndose de este modo que en la primera se diesen seis, de los cuales el menos favorecido se acabó a las once, porque había empezado a las ocho, por aquello de que estaba a la puerta de casa. Cubrióse, para alguno de ellos, el salón-bolera con un pabellón o bóveda de rústicas guirnaldas; y con esta mejora y otras análogas, pasó la cuota individual por encima de cinco pesetas.

Al siguiente año se alumbró la huerta con gas; y como a sus fulgores se veía muy claro, presentáronse las damas, muy compuestas, a las nueve; no empezaron a bailar hasta las diez; las más rendidas lo dejaron a las doce... y subió la cuota a treinta reales.

Estos despilfarros puede decirse que señalan el comienzo de la era moderna de los bailes campestres de Santander.

Entre tanto, las costureras, que habían venido siguiéndolos desde los prados de San Juan hasta las huertas del Alta, y rindiéndoles culto a sus propias expensas, prescindieron también del motivo de las romerías para bailar, y también se bajaron a la población para bailar más tranquilas, y pujaron el alquiler de la mismísima huerta de Santa Lucía, y no hallaron sosiego hasta que lograron bailar en ella con el mismo gas y el propio decorado de las señoras, aunque en distintos días.

Este y otros disgustos análogos pusieron a los provocados en la necesidad de hacer un esfuerzo heroico... y le hicieron, a fe mía.

Media docena de esos hombres de buen gusto, que a todo van a un baile más que a bailar, se hicieron las siguientes reflexiones: «Que la pasión de la danza tiene hondas raíces en la buena sociedad de este pueblo, es innegable: nosotros la hemos visto bailar sobre el húmedo retoño de las praderas, entre las coles y cebollinos de las huertas, sobre los guijarros de la Alameda y sobre los adoquines del Muelle; derretirse los sesos bajo un sol africano a las cuatro de la tarde, por llegar a las cinco a la romería y bailar en ella hasta las siete; volver después, al crepúsculo, medio a tientas, por callejas y senderos, y aliquando meterse en barro hasta las corvas... y siempre impávidas, y siempre pidiendo ¡más! Esta devoción raya en fanatismo, y está exigiendo a gritos un templo que vamos a proporcionarle nosotros, sin miedo de que nos falte nunca el concurso de los fieles para sostener el culto.»

Y alguno de aquellos hombres, con un desprendimiento digno de su carácter, anticipó una cantidad efectiva, en la cual los duros entraban por miles. Adquiriéronse terrenos y plantas y arbustos al efecto, y vinieron jardineros de extranjis, que cobran caro, eso sí, pero que bordan cuanto ejecutan en el arte; y allá van candelabros, y allá van surtidores, y canastillas, y glorietas, y toldos y diabluras. Arreglado el salón al gusto de los más flamantes modelos, redactóse una constitución fundamental; elevóse, según ella, a doce el número de bailes en cada verano, y el de los de compromiso para cada socio, y la cuota de éstos a dos duros por cada uno de aquéllos, y se prohibió la entrada en el salón, en noches de fiesta, a toda persona del pueblo que se hubiese negado a ser suscriptor. Imprimióse una lista con los nombres de más de doscientas personas barbadas que aceptaron las bases citadas, y otras que no necesito citar, y, por último, encomendóse la administración y casi dirección de todo este laberinto, a la Guantería, acto que, por sí solo, daba la vida, el calor y la perdurabilidad a aquel cuerpo tan bizarramente construido.

Como vivo y elocuente testimonio de la exactitud de mis ponderaciones, ahí está, entre las dos Alamedas, en frente del antiguo Reganche, y cada día más frondoso, más cultivado, más pulido, más bello, el famoso jardín, o salón de Bailes de Campo, delicia de los madrileños, y asombro de los castellanos de Amusco y Becerril, que nos visitan durante la estación de los baños de mar.

Las fiestas que en él se celebran no afectan ya peculiar y exclusivamente a un grupo determinado de personas: son otros tantos acontecimientos que preocupan, agitan y remueven a las tres cuartas partes de la población: a la una, porque es la que baila allí; a la otra, porque va a ver bailar, o a pasearse por los jardines, o a cenar en el ambigú; y a la otra, porque... juzguen ustedes: la otra tiene que subdividirse en tres grupos; el destino del primero es situarse en la calle de Vargas, frente a la puerta del salón, donde se pasa dos horas, a pie firme, como un soldado ruso, escuchando la música y contemplando el alumbrado del local; el segundo se coloca en la Alameda chica para revistar escrupulosamente los trajes de las señoras que van a bailar; y el tercero, se encierra en casa para, en un caso de apuro, disculpar al día siguiente, con un supuesto dolor de cabeza, su ausencia del baile, que, en rigor, fue motivada por la falta de un vestido, o de un billete de invitación, o de ambas cosas.

Entre la gente que baila y brujulea, se halla la gran mayoría de los forasteros que a la sazón residen en la ciudad; con lo cual queda dicho que el salón campestre, en los quince años que cuenta de vida, hase visto hollado por los pies más insignes que en aristocracia, belleza, política, ciencias, artes, literatura, armas... y tauromaquia, ha producido y sostiene el suelo español. Y por si tanta honra pareciese escasa al lector, quiero que sepa que también regias plantas de dos dinastías se han deslizado sobre el polvo de aquel rústico pavimento. ¿A qué decir más en abono de sus timbres de nobleza?

De su crédito en la plaza, pregúntese a Romea, Teodora Lamadrid, Arjona, la Ristori y otras celebridades escénicas. Todas ellas, al buscar en el domingo, día clásico de huelga y despilfarro en los laboriosos pueblos de provincias; al buscar, repito, en el domingo el desquite de las flojedades de entrada de toda la semana, se han hallado con el baile campestre que les arrebataba, en masa, la concurrencia más cara, más abundante y más lujosa, es decir, el alma del negocio. Por eso, antes que con el público, estos artistas insignes dieron últimamente en la feliz ocurrencia de ponerse de acuerdo con la junta directiva del baile, que, en honor de la verdad, casi siempre ha accedido a respetar los días festivos, dejándolos para dar culto a Talía y Melpómene, visto que la saltarina Terpsícore no se ha de ver desairada aunque toque a función en noche de Difuntos.

Sobre este pueblo ha llovido en pocos años cuantas plagas son imaginables: crisis económicas que han reducido a polvo en una noche fortunas tradicionales; epidemias asoladoras que han diezmado las familias y cubierto de luto a la población. Todo en ella ha cambiado de aspecto a los rudos embates de la calamidad, todo... menos los bailes campestres, que entre las ruinas del comercio y la melancolía del luto, se les ha visto retoñar al verano siguiente más concurridos, más ruidosos y más animados que nunca. Sin embargo, el mismo público que gime y se lamenta durante el invierno, es el que baila en el verano. ¡Inescrutables misterios de la humanidad, que yo respeto y admiro!

Por eso los tales bailes son la única curiosidad que podemos ofrecer ya en Santander a los forasteros que nos visitan durante el estío; el único aliciente, el mejor cebo.

Y en verdad que es muy justificable el afán con que le tragan los unos, y la especie de orgullo con que se le brindan los otros. Nuestro salón campestre, en una noche de baile, es una cosa encantadora: aquel conjunto de bellezas, así humanas como rústicas y de artificio; aquel enjambre de mujeres hechiceras, arrastrando el lujo y la vaporosidad de sus trajes y prendidos entre el otro lujo exuberante de la vegetación, a media noche, a la luz misteriosa que producen los destellos del gas quebrándose en el verde follaje de los árboles; los ecos de la invisible orquesta, el ambiente, la... Vamos, que tiene aquello algo de fantástico que no se comprende bien a no contemplarlo.

Los famosos jardines parisienses de Mabille son mucho más espléndidos que los de la calle de Vargas; el lujo de las mujeres que en aquéllos bailan, quizá es más deslumbrante que el de las que asisten a éstos; pero ¡qué diferencia entre el efecto que en el ánimo produce la contemplación de uno y de otro cuadro! Lo primero que lamenta un hombre honrado en Mabille, al ver aquellas beldades, hez de la sociedad, verdaderos sepulcros blanqueados, entregarse a los más repugnantes alardes de impudor, entre las frenéticas dislocaciones del obsceno cancán, es que a tanto y tan asqueroso vicio se haya erigido un templo tan hermoso; y como consecuencia de tan oportuna lamentación, échase uno a considerar lo que aquello sería y el apacible deleite que ofreciera si, en lugar de las turbas de impúdicas artificiales bellezas que se subastan allí, haciendo, para lograrlos mejor, una repugnante gimnasia, lo poblaran mujeres honradas y de buena educación.

Pues bien, este deseo se cumple hoy en Santander por una rarísima excepción entre todos los pueblos de España. En algunos de ellos, y por motivos extraordinarios, se ha visto bailar en el campo a la gente del buen tono, una vez, dos, tres... las que ustedes quieran; pero repetirse estos bailes con tal éxito y de manera que la repetición haya llegado a crear una necesidad pública, una costumbre característica ya de toda una clase social, precisamente la más remilgada y escrupulosa, gloria es que, por extraño privilegio, corresponde a Santander.

-Y ¿por qué? -me han preguntado al notarlo más de un forastero.

-¿Por qué vuela el ave? ¿por qué corre el gamo? -les he respondido yo-; y ¿por qué se dan los dátiles en Berbería, y las naranjas en Murcia, y el arroz en Valencia? Pues por causas análogas, por razones idénticas se dan aquí los bailes campestres, como en ninguna otra parte; y en vano se afanarán ustedes por aclimatarlos en sus respectivos países, como fuera ocioso que nos empeñáramos nosotros en propagar en éste la palmera, el guayabo... o las academias. Los bailes campestres germinan y se desarrollan aquí espontáneamente, como la hiedra y los poleos, y viven y se reproducen, a pesar de todos los pesares, y son un artículo veraniego de primera necesidad, un rasgo peculiarísimo, que forma parte de nuestro carácter, un detalle de nuestro tipo, como, en concepto de los señores de Madril que nos conocen de oídas, las sardinas, las narrias, los cuévanos y las amas de leche.

Deben, pues, desechar su pesadumbre aquellos seres pusilánimes que temen que llegue un día en que el salón-jardín de la calle de Vargas cese en el destino que hoy tan gloriosamente cumple. En todo caso, si ese templo se destruyese, pues condición es de toda humana obra el ser efímera y perecedera, otro tan suntuoso se alzaría de contado para sustituirle: yo lo fío16. Sin teatro y sin escuelas podríamos vivir; ¡pero sin bailes campestres!... ¡Horror!




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El fin de una raza


- I -

Nos despedimos de él dieciséis años ha, y ya era viejo entonces. Iba Muelle arriba, descollando su gigantesca arboladura sobre un enjambre de pescadoras y granujas que le rodeaban. Gemían unas, suspiraban otras, y se secaban los ojos muy a menudo con la orilla del delantal, o con el dorso de la mano, mientras hormigueaban entre ellas los muchachos con el escozor de la curiosidad. Hablaba él con todos sin mirar a nadie, forjando los secos razonamientos a empellones, como si derribara las palabras de sus hombros y les diera el acento con los puños. Quien sólo le viera y no le escuchara, tomárale por fiero capataz de un rebaño de esclavos, y no por el paño de lágrimas de aquella turba de afligidos.

En tanto, cerca del promontorio de San Martín balanceábase un buque del Estado, arrojando de sus entrañas de hierro, entre sordos mugidos, espesa columna de humo que el fresco Nordeste impelía hacia la ciudad, como si fuera el adiós fervoroso con que se despedían de ella, y de cuanto en ella dejaban, quizá para siempre, agrupados junto a la borda, los valientes pescadores santanderinos, arrancados de sus hogares por la última leva.

Ya la describí entonces con sus menores detalles, y los nombres de sus héroes llegaron más allá de las fronteras de su tierra patria, no por virtud del artista que trazó el cuadro, sino por la importancia del sujeto de él. Pero de todos aquellos nombres, ninguno sonó tan recio como el de Tremontorio, el arisco y hercúleo marinero del Cabildo de Abajo, curtido por todos los climas y batido por todos los mares del mundo. Esta preeminencia, y alguna razón de arte, que se expondrá en sitio conveniente de este cuadro, me obligan a trazarle para que sepa el curioso lector qué fue de aquel castizo personaje desde que, en la apuntada solemne ocasión, se separó de él el último de los granujas que le habían rodeado, y sólo y triste y refunfuñando, comenzó a subir lentamente los carcomidos e inseguros peldaños de la escalera de su casa.

Al llegar al fementido buhardillón en que le conocimos, trancó la puerta por dentro, sentóse con dificultad sobre un casi invisible taburete de pino, cargó la pipa, encendióla, chupó; y cuando espesas nubes de humo le envolvían la cabeza, la dejó caer entre sus nervudas, angulosas y curtidas manos, después de afirmar los codos sobre las rodillas. Así permaneció largo rato, oyendo los alaridos que de vez en cuando lanzaba la mujer del Tuerto en el buhardillón contiguo. Luego notó que le llamaban, y gruñó al conocer la voz; pero, aunque de muy mala gana, alzóse del banquillo y salió al balcón, En el de la otra buhardilla le esperaba la mujer del Tuerto, con los párpados hechos ascuas, las greñas sobre los ojos, la cara embadurnada con la pringue de las manos disuelta en lágrimas, en mangas de camisa, desceñido el refajo y medio descubierto el enjuto seno.

Al ver a Tremontorio, comenzó a gemir y a echar por la boca preguntas y exclamaciones a torrentes, mientras revolvía el bardal de su cabellera con las puntas de los trémulos y crispados dedos de sus manos.

-¿Se fue el venturao de Dios?... ¡Muriático de mis entrañas!... ¿Lloraba, tío Miguel?... ¿Sa alcordó anguna vez de mí?... ¡Dígamelo, tío Tremontorio, que se me está partiendo el alma de pura congoja!... ¿Irá muy lejos?... ¿Volverá?... ¿Tardará mucho?... ¡Ay de mí, probe!... ¡Sola me dejó y sin arrimo!... ¡Hasta el de las inocentes criaturas me falta!... ¡Las que parí, tío Miguel; las que crié a mis pechos! ¡Me las han arrancao de casa!... ¡Bien sé yo quién!... ¡Bien sé yo por qué!... ¡Pero al otro mundo no ha de ir a pagarlo la muy sinvergüenza, cuentera y borrachona!...

Y en esto miraba al balcón de su suegra, echando todo el desaliñado busto fuera de la balaustrada. Tremontorio no hacía más que contemplarla por debajo de sus cejas grises, pero ¡qué celajes de su mirada! No la dulcificó el viejo marinero cuando la sardinera volvió a encararse con él; antes bien, cargó de nubes el ya tempestuoso cariz de su entrecejo, y por toda respuesta a tantas preguntas y declamaciones, largó a su vecina, a quemarropa, con la voz de un cañonazo, esta sola palabra:

-¡Bribona!

En seguida viró en redondo, con la calma y la solemnidad de un navío de tres puentes; se encerró en su guarida, tendióse sobre el jergón, y así le cogió la noche.

También había vuelto del Muelle el tío Bolina, y encerrado estaba en su casa con su mujer y sus nietezuelos, desnudos, sucios y medio atolondrados desde la despedida de su padre, el atribulado Tuerto.

Al ver la sardinera que por aquel día no había modo de reñir con nadie desde el balcón, encerróse también en su caverna; sacó de un escondrijo una botella de aguardiente, bebióse cerca de la mitad; y cuando los vapores de aquel veneno comenzaron a adormecerla, acercóse balbuciente y con paso mal seguro a la sucia y fementida cama, y en ella se desplomó, revolcándose allí como cerdo en su pocilga.




- II -

Cambié de observatorio, por razones que no le importan un rábano al lector, y durante tres años nada supe de estos personajes. Un día me llevaron mis recuerdos y mis inclinaciones a visitar la calle en que los había conocido. Busqué con afán la casa que habitaron; pero no di con ella. En su lugar se alzaba otra flamante con balcones de hierro y vidrieras con cortinillas. Ni rastros quedaban allí de la gente que yo iba buscando. Pregunté por ella a un antiguo convecino, y me dio estas noticias solas:

Al año de marcharse el Tuerto, que aún andaba en la Armada, murió de viejo su padre, el tío Bolina; y la viuda de éste, seis meses después, de soledad... y también de vieja. Entonces recogió la sardinera sus hijos, y desapareció con ellos de la casa y de la calle. Cuando va Tremontorio juzgaba excesiva la soledad de su buhardillón, pues la vecindad de Bolina era una necesidad para su alma, aunque él creía otra cosa, antojósele al propietario derribar la casa y construir otra capaz de más lucidos inquilinos; con lo cual, el célibe pescador trasladó sus penates a una bodega de la calle del Arrabal, donde vivía desde entonces, dedicando, como de costumbre, a hacer redes primorosas, todo el tiempo que le dejaba libre la lancha en que tenía una soldada.

Andando los meses, volví a verle en el Muelle, unas veces con el cesto de los aparejos al brazo y el sueste en la cabeza, de vuelta de la mar; y otras arrimado a las jambas de una puerta, silencioso y encorvado, como esas cariátides de la Arquitectura que sostienen bóvedas con las espaldas. Y no le vi más en mucho tiempo.

Ocurrió por entonces en España uno de esos acontecimientos que hacen raya en la historia de los pueblos; marejadas de fondo, como diría Tremontorio, cuyas ondas, bajo un cielo sereno, sin saberse en dónde nacen, son más impetuosas a medida que caminan; y llegan a la costa, y baten sus peñascos, y no hay entre ellos cueva, ni boquete, ni escondrijo donde la furia no meta su desgreñada cabeza con pavoroso estruendo, ni puerto tan seguro que no reciba sus espumas y sienta estremecerse el limpio cristal de sus aguas. Así se hizo sentir la fuerza de aquel acontecimiento excepcional, hasta en los hogares más apartados del calor de la política y de las pasiones de partido.

En otra parte he hablado yo del desdeñoso estoicismo de los mareantes de Santander enfrente de la maravillosa transformación que venía verificándose en esta ciudad, así en lo moral como en lo material. El empuje de este vértigo reformista derribaba sus apiñadas viviendas y secaba los fondeaderos tradicionales de sus lanchas, pues se echaban al hombro los pobres harapos de su ajuar, buscaban otro agujero en que meterse con ellos y un nuevo sitio en que fondear sus embarcaciones, sin volver la vista atrás, ni dárselas una higa por todo el ruido y aparato de la nueva civilización que los iba acorralando poco a poco. Para ellos no había en el mundo cosa seria y bien ordenada sino la mar, y la mar la había hecho Dios con el exclusivo objeto de que pescaran en ella los matriculados. Esta mar, es decir, cuanto de ella abarca la vista de un marinero desde la punta de Cabo Mayor; sus celajes, sus pescados, sus brisas y sus tormentas; las costeras del besugo, del bonito, de la sardina; los asuntos del Cabildo; el escaso valor del otro (jamás hubo avenencia entre el de Arriba y el de Abajo), y lo poco más que pudiera relacionarse con estos particulares, eran el mundo de estas honradas gentes. Todo lo restante no valía a sus ojos una sula. Fuera del gremio, no conocían a nadie en el pueblo; y de las diversas clases y categorías de éste, sólo citaban alguna que otra vez, pero como quien habla de cosas del otro mundo, a los comerciantes del Muelle. Así vivían apegados, desde tiempo inmemorial, a lo exclusivamente suyo; y en usos, traje, acento, y hasta lengua, fueron siempre en Santander lo que el peñasco en la mar: bello para el artista; un estorbo para los múltiples fines de las humanas ambiciones.

En tal estado de virginidad recibió esta gente las primeras noticias del acontecimiento de que íbamos hablando. No hay para qué decir que no hizo maldito el caso de él. Pero cuando, abiertas las válvulas a todos los pareceres y a todas las ideas, fue llegada la hora de echarse cada cual, a campo-travieso, en busca de terreno para alzar una cátedra en él, ¿qué doctor, por corto que fuera de alcances, no había de descubrir, a la primera mirada, el mejor de los terrenos para aquellos fines en la pura, tradicional, primitiva sencillez de la clase marinera? Así fue que, lloviendo sobre ella apóstoles de la flamante doctrina, comenzó a reblandecerse al son de tantos himnos y jaculatorias, y acabó por quedar encantada sin saber de qué, como el hombre de las selvas al oír las melodías de una flauta. Desde entonces se lanzó, con la pasión de los niños en libertad, a balbucir palabras, que no entendía, del nuevo vocabulario político; a las manifestaciones públicas; al club y a las urnas electorales, siendo muy de advertir que en este entusiasmo iban siempre delante las hembras, las cuales hubieran llegado a emular las glorias de las calceteras de Robespierre, si las circunstancias lo hubieran exigido. Jamás se ha visto una transformación más radical ni en menos tiempo.

Sin embargo, no hubo medio de meter el diente a Tremontorio. Estaba fondeado a dos anclas en su puerto natural, y no había fuerzas humanas que le sacaran de allí.

-¡A predicar al limbo, tiña, que está lleno de inocentes! -decía a los catequistas que se atrevían a hablarle... desde lejos-. ¡Pero a mí!... Yo ya sé que si quiero comer tengo que jalar del remo y jugarme la vida en la mar seis veces a la semana... ¡Allí sus quisiera yo ver, tiña!

Si se le replicaba que precisamente para mejorar las condiciones del oficio era para lo que se le quería atraer al partido, añadía hecho un veneno:

-Pamemas, tiña; que si tan bueno fuera lo que tenéis a la mano, no vos acordarais de ofrecérmelo a mí; sus lo guardarais para vusotros, retiña... ¡Si soy mule viejo!... ¡no vus canséis en calarme la sereña!

Y no mordía la ujana, el muy ladino.

En éstas y otras, presentósele un día el Tuerto con las manos en los bolsillos y la cara hecha un vinagre.

-¿De ónde vienes, tiña? -le preguntó el viejo mareante, abrazando con cariño, pero muy admirado, al aparecido.

-Del departamento -respondió el Tuerto.

-¡Del departamento! ¿Pues no mandaste carta de allá, hace ocho días, para mí a Patuca, que sabe leer y escrebir?

-Cierto.

-Pus ná me decías entonces de venir tan aína. ¿Cómo es eso, tiña?

-Porque al otro día de escribirle a usté se pronunció la gente de la freata.

-¡Tiña! ¿Y tú también?

-No, señor...; pero me vi revuelto en la tremolina, sin saber cómo.

-¿Y a cuántos prenunciaos colgaron de las gavias?

-A denguno.

-¡Retiña! ¿Cuándo se vio eso?... ¿Y serás capaz de venirte sin licencia?

-No, señor; traigo un pase.

-Pos ¿quién te le dio, cuando debieron haberte leído la sentencia de muerte?

-Un cabo de cañón y un terrestre de mucha soflama que mandaban allí.

-¿Y el señor comandante y los oficiales?

-Harto tuvieron que hacer con tomar puerto en la cámara, después de tumbar a media docena de pronunciaos.

-Pero, retiña, ¿cómo no te ahorcaron al saltar a tierra?

-Porque se tuvo por bueno el pase que me dieron a bordo, firmado por el terrestre.

-¿Y eres tú capaz de tomar cosa anguna de un terrestre que se mete a mandar en una freata de guerra?

-¡Pero si no había otro remedio, puño!; y además, yo era ya cumplido, y de un día o otro tenían que despacharme.

- ¡Con su cuenta y razón, tiña; no de ese modo!... ¡Un terrestre! ¡A la Ferrolana pudo haberse atracado él a repartir licencias cuando dábamos la vuelta al mundo! ¡Bien saben ellos ónde se meten!... ¡Harto será, tiña, que no te güelvan a llamar; porque la ley es ley, y el que la hace la paga, si no es hoy, mañana!

-Pues, puño, con golverme por onde vine... Así como así, pa ver lo que yo acabo de ver, morirse es mejor, cuanti más golver al servicio.

-¿Qué vistes, hombre?

-¡Lo último, puño; lo último que me quedaba por ver! Y créalo, tío Tremontorio: más me apesaumbra esto, que el venir con el pase del terrestre.

-Pero ¿qué vistes?

-¡Pásmese, hombre! Ahora mesmo, al pasar por el Muelle, he visto a la mi mujer vestida de comedianta, con un gorro a modo de pimiento, una casulla con estrellas, y un pendón lleno de letreros, y más de un centenar de babiecas detrás de ella echando vivas yo no sé a qué.

-Eso es de todos los días, hijo; y no te pasmara si hubieras visto lo que yo voy viendo. Pero no tiene ella la culpa, tiña; que si no la pagaran por eso, no lo hiciera.

- ¡Tarascona!..., la he de romper los pocos huesos que la dejé sanos... Pero ¿y los hijos, tío Tremontorio? ¿Qué será de ellos con esa madre? Quiero ir ahora mismo a su casa para recogerlos.

-¿A su casa, tiña? ¿Onde está ella? ¿Sabe naide si tiene casa la tu mujer?

-¿Pus ónde duerme, puño?

-Onde le coge la cafetera, hijo; con el ite que no la suelta dende que anda con esa arboladura por las calles.

-¿Y los hijos?

-Los hijos, sí no hay quien por caridá los recoja a las puertas del Muelle por la noche, allí se la pasan a la timperie... Bien sé yo, tiña, quién los quita el hambre y los da abrigo muchas veces; pero uno no puede estar en todas partes, ni ellos acuden a uno siempre que debieran... Porque, retiña, la verdá es que se han hecho ya a la bribia; y por el carís que traen, van a hacer buena a su madre.

El Tuerto no quiso oír más, y salió de la bodega de Tremontorio, echando llamas por los torcidos ojos y maldiciones por la boca.




- III -

Creía el valiente veterano de la Ferrolana que, aunque con trabajillos, lograría irse haciendo a los nuevos resabios del gremio, y vivir en paz, si no a gusto, los pocos años que le quedaban de vida; y por conseguido lo daba ya, cuando cayó sobre sus anchas espaldas el peso insoportable de un infortunio con que jamás había soñado. Este golpe de muerte fue la abolición de las matrículas y la supresión de los cabildos, decretadas por el Gobierno imperante.

Creyó volverse loco con la noticia, y tardó muchos días en tragarla por cierta. Cuando no pudo negarla, no le cabía en su casa, y se largaba a la ajena, o al Muelle, a desahogar la ira con el primer camarada que se hallaba a sus alcances.

-No hay otro remedio que tragarlo, tío Tremontorio -le decían otros pescadores un tanto desengañados, pues cuando pidieron, por extrañas sugestiones, la abolición de las matrículas con el fin de verse libres de las levas, nadie les dijo, ni ellos lo cavilaron, que al desprenderse de una carga tan pesada, perdían, en consecuencia, el monopolio del mar y del puerto, que era la recompensa de ella.

-¡Que no hay otro remedio! -exclamaba Tremontorio, haciendo crujir los puños-. ¡Eso lo veremos, tiña! ¿Quién lo ha mandao?

-El gubierno de arriba.

-¿Quiénes son esos gubiernos pa meterse en la hacienda de los mareantes? ¿Qué saben ellos de cosas de la mar?

-El que manda, manda, tío Tremontorio.

-¡No en mi casa, tiña!

-Pues la ley es ley ahora y siempre.

-¡Por eso mesmo; a la ley me agarro, y viva la de nusotros!

-Pero una ley mata a otra, y la nueva es la que vale. -¡En lo terrestre, pase; pero no en lo de la mar!

-Pero, hombre, y dempués de bien desaminao, ¿qué vale too ello? Y aunque valiera, si nos quitan las levas...

-¡Las levas..., retiña! Siempre las tenéis delante de los ojos pa espantarvos el sueño... Dos me cogieron a mí, y vos digo que no me pesa ahora que salí de ellas... Más debiera espantarvos esto otro... Sí, señor, tiña; y ciegos sois si no lo habéis visto bien claro. Con esa orden de arriba se dice: «Abro la puerta a la mar...»; y allá voy yo, y allá vas tú.... y allá van ellos, ¡tiña! porque detrás de nusotros podrá ir, con la ley en la mano, el raquero del Puntal, el chalupero de las Presas y toos los tiñosos de la costa de la badía... Y esto no lo aguanto yo, retiña; que la mar se hizo pa los hombres que deben andar en ella y han andao siempre. ¿Ónde se ha visto que la gente del muergo sea quién pa dir conmigo a la pesca de altura?... Vos digo que no tendréis vergüenza si vos dejáis igualar por esa grumetería... ¡Pos dígote al respetive de lo de los cabildos! ¿Qué semos ya los mareantes sin ellos? ¿Aónde vas tú? ¿Aónde voy yo, que valgamos dos luciatos? Quiere decirse, tiña, que, de hoy palante, tanto da ser callealtero como de nusotros...; toos seremos unos... ¡Pa ellos estaba, retiña!

-Too eso está muy bueno; pero considere que está escrito en ley allá arriba, y que de na sirve lo que nusotros estipulemos acá abajo.

-Ya verás si sirve, tiña. Por de plonto, sepan esos gubiernos que Tremontorio no güelve más a la mar con esa ley.

Y no volvió el testarudo veterano. Las redes le dieron para casa y pan, y el canon de su lancha para compaño. Pero advirtió, andando el tiempo, que, a pesar de la nueva ley, la mar no había sido profanada por los anfibios de la costa de la bahía; y como además se aburría mucho estando siempre en tierra, y la mar le jalaba como cosa propia, resolvióse a estudiar el punto más a fondo, por si podían conciliarse su tesón y sus deseos. La nueva ley abolía, es cierto, la antigua matrícula; pero exigía, en cambio, una inscripción que daba a los inscritos privilegios parecidos a los que tuvieron los matriculados; y en cuanto a los cabildos, también quedaba algo, a modo de gremio, para sustituirlos.

No le llenó el ojo nada de esto a Tremontorio, pero, al cabo, era algo que ponía centinelas a la puerta de la mar; y como además le ponderaron mucho las ventajas sus compañeros de fatigas, y él tenía grandes deseos de conformarse, conformóse, aunque a regañadientes, y volvió a su lancha.

Para entonces, los diez años ocurridos desde que le conocimos en La leva, ya sesentón, habían hecho honda mella en su persona. Estaba más encorvado, más flaco, algo trémulo, y con la greña, las patillas y las cejas enteramente blancas, muy ásperas y muy largas. Pero su vestido, como su carácter, era el de siempre: el mismo gorro catalán, la misma camisa de bayeta verde sobre la de estopa interior, los mismos calzones pardos de ancha campana y amarrados a la cintura con una correa, y los mismos zapatos, sin tacones y sin lustre, sobre el pie desnudo.

Consigno este dato porque a la sazón no era ya este traje el característico del oficio. En los años pasados desde el consabido acontecimiento, la gente marinera había ido confundiéndose en todo en la terrestre, así en ideas como en hábitos y costumbres. Lo cual no dejaba de exasperar a Tremontorio, y dábale a menudo ocasión de fulminar sus embreados apóstrofes sobre los pinturines pescadores que caían por su banda.

En una de estas ocasiones le vi yo en el muelle. Estaba hecho una tempestad en medio de un grupo heterogéneo y abigarrado, aunque se componía exclusivamente de marineros. La verdad es que, siendo Tremontorio el único que se hallaba en carácter allí, y, como si dijéramos, en su propia casa, parecía el intruso y el pegadizo entre tantos degenerados.

-Ya se ve, tiña -decía cuando yo pasaba, y, por eso me detuve a escuchar-: dende que vais al voto y a esos pedriques con el señorío, pudiente, y andáis tan empavesaos, ¿qué vus ha de paicer este patache carbonero? Pus, tiña, de mi madera sois, con toa esa fantesía; y el más o el menos de trapo, no le hace al casco tener los fondos mejores... Ni barrunto que de ayer acá vos haya caído denguna herencia de repente pa echarvos tanta guinda... Onde se ve la gente es en el mar, ¡retiña!; ¡y que se diga muy recio sí en más de tres duros y medio17 que ya cuento, le he pedido a anguno remolque allí!

Replicóle uno que «el andar bien portao no quitaba fuerza ni valor a la presona».

- ¡Taday, niquetrefe! -díjole Tremontorio con el mayor desprecio- Si sois valientes entoavía y jaláis del remo como yo, es porque lo habéis mamao, y allá vos queda... Eso es del cabildo de abajo, sépastelo bien... ¡Retiña, qué gracia!... Pero que vos dé otro tanto la vida que traéis... ¡Surbia vos dará!

-Y lo que usté no guipa, porque ya está fuera de combate -respondiéronle en son de zumba.

-¡Pintura digo yo a eso! -replicó el veterano con mucho retintín-; aunque bien desaminao el ite de ese particular, ¿qué tenéis ya que recibir de naide? ¿Qué vus falta? Vusotros, el relós de plata; vusotros, la bota fina; vusotros, el camisolín de plegues; vusotros, la cachucha de rasolís... Pus ya, retiña, por poco más, echarvos el bastón y la casaca, y dirvos al Suizo, con los señores del muelle, a tomar chocolate con esponjao y leer los boletines de arriba... Las rentas no han de faltarvos pa sostener el señorío, porque ya tenéis una ración de hambre y otra de necesidá... ¡Retiña con la piojera de tres gavias!

Dijo, miró con ira a los zumbones que le rodeaban, y rompió el cerco, bamboleándose al andar, como buque de mucho porte que toma la barra seguro de llegar al puerto.




- IV -

Amaneció un día con el viento al Sur, casi en calma: el cielo sonrosado con algunas nubes aturbonadas; la bahía, como un espejo; la mar, como un lago, la temperatura, a placer; el campo, verde y fragante; las flores, meciéndose sobre los tallos; los árboles, entreabriendo sus hinchadas yemas y asomando por ellas las tiernas esmaltadas hojas, que se estremecían y se desplegaban al sentir por primera vez el calor de los rayos del sol vivificante; la sonora voz de las campanas de todos los templos, llenando de armonías el espacio, y el movimiento y la circulación, interrumpidos por la solemnidad de los días anteriores, restableciéndose bulliciosos en todas las arterias de la población.

-¡Hermoso día! -exclamaban las gentes de tierra, encaminándose a continuar los suspendidos negocios, o frotándose las manos a la puerta del almacén, o contemplando la naturaleza desde las entreabiertas vidrieras del gabinete. Y el fervoroso cristiano que volvía del templo, lleno su corazón de místicos regocijos; y el célibe egoísta que, empuñando el roten, se desperezaba a la puerta de su, casa, dispuesto a emprender el higiénico paseo extramuros; el labrador afanoso que arreaba la yunta y dirigía el arado para abrir el primer surco en su heredad; y el bracero menesteroso..., cada cual a su manera, saludaba con himnos del corazón aquel inolvidable Sábado de Gloria de 1878.

Así llegó el sol a la mitad de su carrera, el afán de los hombres al descanso del mediodía. Entonces se alzaron súbitamente remolinos de polvo en las calles de la ciudad; azotó la cara de los transeúntes una ráfaga de viento húmedo y frío; oyóse el chasquido de algunas vidrieras sacudidas contra la pared; cubrió los cerros del Oeste un velo achubascado; nublóse repentinamente el sol; tomó la bahía un color verdoso con fajas blanquecinas y rizadas, y comenzó a estrellarse contra las fachadas traseras de la población una lluvia gruesa y fría.

-Un galernazo -dijo la gente con mucho sosiego-. Después del Sur, era de esperar.

Y el que tenía qué, se puso a comer, y el que había comido ya, se tendió a dormir la siesta o a chupar el clásico cigarro delante de una taza de café.

Según la gente de tierra, no había ocurrido hasta entonces cosa que no fuera en Santander muy natural y corriente; y en verdad que no era para dejar pálido a nadie la rotura de algunos vidrios, unos cuantos paraguas vueltos del revés, tal cual sombrero arrancado de su correspondiente cabeza y alguna que otra falda encaramada más arriba de lo acostumbrado.

Y, sin embargo, uno de aquellos instantes, pasados casi inadvertidamente para la gente de la ciudad, había producido, a la vista de ella, como quien dice, el desastre más espantoso que registran los cántabros anales.

Noticias de él fueron los alaridos que comenzaron a oírse luego por las calles entre la gente marinera; madres clamando por sus hijos, esposas por sus maridos, hijos por sus padres, hermanas por sus hermanos. Aquello era una desolación, y sus clamores atravesaban el alma como un puñal. Corrían los desventurados pálidos los rostros y los ojos sin lágrimas, porque para los grandes dolores no existe el consuelo de ellas, buscando en los ojos de los demás una respuesta que nadie podía darles, y el contristado espectador se agregaba a ellos y los seguía como si el mismo infortunio los empujara. El rumbo de tan tristes cortejos era el muelle, donde había ya una muchedumbre con los ojos clavados en la boca del puerto. El temporal había cesado casi por completo en tierra, y de la mar sólo se veía una parte de su furia, estrellándose espumosa y rugiente sobre las tristes Quebrantas. Conocíase una parte del desastre: lo que de él habían presenciado los pescadores de tres lanchas, únicas que hasta aquella hora habían logrado volver al puerto. Citábanse nombres y se pintaban escenas de horror y de heroismo. Las lanchas habían llegado medio anegadas; sus tripulantes, con la palidez de la muerte en el semblante, mudos y consternados con las ropas ceñidas al cuerpo, empapadas en agua; muchos de ellos, con el hercúleo torso desnudo. No les aterraba solamente la idea del peligro en que se habían hallado, pues de otros no menores habían salido con sereno espíritu, sino el cuadro de muerte y desolación que habían contemplado sus ojos entre la furia de la galerna.

Hablábase mucho en los apretados corrillos; oíanse los lamentos de los que ya nada esperaban y de los que temían, y no faltaba quien, para desvanecer tristes presentimientos, hiciera risueños cálculos; pero siempre flotaba sobre el llanto y las conversaciones, como respuesta a una pregunta que no se cesaba de hacer, esta frase:

Todas están allá!

¡Todas! ¡Nunca esta palabra tuvo sonido tan triste y pavoroso! Todas; es decir, todas las lanchas de altura estaban en la mar, y sólo tres habían vuelto al puerto.

Corriendo aquellos minutos, que parecían siglos, viose otra, y luego la quinta, rebasando del promontorio de San Martín. Cada una de ellas fue saludada con un rumor que no puede pintarse con palabras ni con sonidos.

Cerca ya del anochecer, y después de dos horas de esperar en vano los que en el puerto lloraban, y cuando la vista más sutil no había podido distinguir desde los puntos más elevados de la costa ninguna lancha en el mar, y había tiempo sobrado para tener noticias de las que pudieran haberse refugiado en boquetes o ensenadas, faltaban siete.

Preguntóse por ellas a todos los puertos y fondeaderos del litoral; pero aquellas preguntas se cruzaban en el camino con otras análogas que los preguntados hacían a Santander, y sólo sirvieron para dar a conocer en su horrible extensión el desastre de aquel día memorable. Desde Fuenterrabía a Cabo Mayor, había hundido el azote de la galerna en los abismos del mar TRESCIENTOS OCHO hombres en brevísimos instantes. En este espantoso cúmulo de víctimas, tocábanle SESENTA al gremio santanderino. ¡Jamás la muerte acechó a los hombres con mayor astucia, ni los hirió con más implacable saña!

Aunque la caridad, virtud de los cielos, amparó entonces, como siempre, por igual a todos los desvalidos, cada corazón sintió lo que estaba más patente en su memoria, y la mía la ocupó toda Tremontorio.

Preguntando por él, supe que también había salido a la mar aquel día, y que era de los pocos que se habían salvado de la catástrofe casi milagrosamente; pero que, con lo terrible del trance, los golpes y la frialdad del agua, a sus muchos años, habíase puesto a punto de morir.

No me satisfice con estas noticias, y quise verle, y lo conseguí.

Le hallé tendido en un pobre lecho, pálido, cadavérico, pero muy tranquilo y en reposo. Cuidábale otro marinero, que a su lado estaba de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho. No me era extraño este personaje; y, en efecto, después de contemplarle unos instantes, conocí en él al Tuerto. Pero ¡qué viejo, qué encanecido, qué anguloso y encorvado le hallé!

Como mi presencia no podía chocar allí en aquellos días en que la caridad no cesaba de llamar a las puertas de los náufragos, logré que el viejo pescador me recibiera mucho mejor de lo que yo esperaba de su dureza habitual.

-Y ¿cómo se encuentra usted ahora? -llegué a preguntarle.

-Con el práctico a bordo18 desde ayer -me respondió con su voz de siempre, aunque más premiosa.

-Será por exceso de precaución -díjele, comprendiendo su náutica alegoría y deseando darle alientos.

-¡Qué precaución ni qué... tiña! -me replicó muy fosco-. Soy ya casco viejo, vengo desarbolao, el puerto es oscuro y la barra angosta...; ¿para cuándo es el práctico, si no es para ahora mesmo?

-Tiene usted razón -le dije, viéndole tan sereno-. En estos trances se prueba el temple del espíritu. Ya veo que el de usted no necesita remolque.

-No, gracias a Dios, que me da más de lo que merezco. Ochenta años; no haber hecho mal a naide en una vida tan larga; haber corrido tantos temporales, y venir a morir en mi cama, como buen cristiano y al lado de un amigo, ¿no fuera cubicia y desvergüenza pedir más, retiña?

Lo admirable de estas palabras está en que eran ingenuas, como todas las que salieron de la misma boca durante tantos años.

Seguimos hablando por el estilo, cuidando yo de encomendar la menor parte de la tarea al enfermo para no fatigarle, y conduje la conversación al extremo que deseaba.

Y preguntéle, después de encauzada a mi gusto:

-Pero ¿no hay algún síntoma, algún anuncio de esos temporales?

-¡Anuncio!... -exclamó Tremontorio mirándome, con una sonrisa más amarga que el agua de las olas-. ¡Anuncio, retiña!... ¡Pues si hubiera anuncio de eso!... Está usté en su lancha como la hoja en el árbol, ni quieto ni andando. la tierra a la vista, la mar como una taza de caldo; un si no es de turbonada al horizonte... ¡Retiña!, ná, porque así se puede estar un mes entero... Este carís no es pa que naide pique las amarras... Pues, de súpito, le da a usté en la cara un poco de brisa; oserva usté al Noroeste, y ve usté venir echando millas, a modo de una jumera, encima de una mancha parda que va cubriendo la mar, con un rute-rute, que no paece sino que el agua se despeña por las costas abajo. Al verlo y al oírlo, la sangre se cuaja en el cuerpo, y los pelos se ponen de punta; arma usté los remos, isa una miaja de trapo pa ver de correr por delante, y, ¡tiña!, antes que se dé la primer estropá, ya está aquello encima.

-¿A qué llama usted aquello?

-¿Aquello?... Aquello, señor, yo no sé qué sea, si no es la ira de Dios que pasa; aquello es la última; la de abrir la escotilla de las culpas y encomendarse a la Virgen Santísima; la de dejar la tierra para sinfinito y clamar por los suyos los que tienen en ellas las alas del corazón.

-Bien; pero ¿qué sucede allí en esos momentos terribles?

-Y ¿lo sabe anguno, por si acaso?... ¡Retiña!, faltan ojos y tiempo pa mirarlo... Está usté en un jirvor de espuma, que zarandea la lancha como si fuera cáscara de nuez; ese jirvor se levanta, se levanta.... y vuelve a bajar; y al bajar, cae sobre usté; y al caer, usté no sabe si caen peñas o qué cae, porque quebranta y ajoga al mesmo tiempo; y al abrir usté los ojos, ¡tiña!, ni hombre, ni lancha, ni remo, ni costa, ni cielo, ni ná. ¡Allí no hay más que estruendo y golpes, y espuma y desamparo!...; ¡ni voz para clamar a Dios, porque en aquella tremolina no se oye uno a sí mesmo! Un trastazo le echa a pique, y otro le saca a flote; la cabeza se atontece, y el que mejor sabe anadar, trata de olvidarlo para acabar cuanto antes.

-Pues a usted de algo le ha servido el saber nadar, puesto que logró salvarse donde tantos otros perecieron.

Miróme el hombre con torvo ceño, y díjome con profundísima convicción:

-¡Ni pizca, tiña!

-¿Cómo salió usted a tierra, si no?

-Porque Dios quiso, y ciego será quien no lo vea.

Metióme en mayor curiosidad esta respuesta, y rogué al valiente pescador que me contara el suceso. Resistióse a complacerme, con bruscas evasivas, y entonces tomó parte en la conversación el Tuerto, y me dijo:

-Verá usté lo que pasó, señor, porque juntos nos salvamos los dos. Llevónos la galerna, en un decir Jesús, a dos cables de San Pedro del Mar; y cuando contábamos que no pararíamos hasta embarrancar en la arena, un maretazo, como yo no he visto otro, nos puso la lancha quilla arriba. Al salir yo a flote, de todos mis catorce compañeros no quedaba más que éste, a unas seis brazas de mí. A los demás -añadió el Tuerto con voz trémula y muy conmovido- no he vuelto a verlos hasta la hora presente. Como la lancha había quedado entre dos aguas, tuve la suerte de agarrarme a ella; pero ese infeliz se vio sin otro amparo que sus remos naturales, y no era poco, porque, a saber anadar, no hay merluza que le meta mano. En esto, la mar nos fue atracando el uno al otro; y ya estábamos al habla, cuando la suerte le puso un remo delante. Agarróse a él y descansó una miaja. Pero notaba yo que no se valía más que de un brazo para agarrarse, y no sacaba el otro hacia el remo, ni le movía para ayudarse. -« ¡Anade y atráquese -le gritaba yo- hasta que llegue a darle una mano, que dispués ya podrá agarrarse a la lancha! -¡Qué más quisiera yo que poder anadar, retiña! -me respondió-. Pues ¿por qué no puede? -Porque me jalan muchos los calzones. Paece que tengo toda la mar metida en ellos; y a más a más, se me ha saltao el botón de la cintura. -¡Arríelos, puño! -¡Tiña, que no puedo! -¿Por qué? -Porque esta mañana se me rompió la cinta del escapulario y le guardé en la faltriquera. -¿Y qué? -Que si arrío los calzones, se va a pique con ellos la Virgen del Carmen19. -¿Y qué que se vaya, hombre, si no es más que la estampa de ella? -Pero está bendita, ¡retiña!; y si ella se va a fondo, ¿quién me sacara de aquí, animal?» Hay que tener en cuenta, señor, que la mar era un infierno, y tan pronto nos sorbía como nos soltaba. A cada palabra un maretazo nos tapaba el resuello o nos cubría con más de diez brazas; y al salir a flote, no hallaba uno quien le respondiera, o asomaba por onde menos era de esperar. Dios quiso que no nos separáramos cosa mayor en aquel tiempo, que fue mucho menos del que yo empleo en contarlo; porque la sola vista de otro ser humano le anima a uno a bregar en tales casos. ¡No sabe usté la agonía que se pasaba en el instante en que al salir a flote se veía uno solo! Volviendo al caso, digo que al hablar este compañero las últimas palabras que yo he repetido, vínose encima de mí, sin saber cómo, y agarróse a la lancha. Al mismo tiempo se alzó a barlovento una mar como no ha visto igual hombre nacido; pensé que aquel era el fin, no de nuestras vidas, sino del mundo entero; desplomósenos encima, y para mi cuenta, entonces, allí fenecimos, porque ni más vi, ni más oí, ni más sentido me quedó que una chispa de él para acabar una promesa que estaba haciendo a la Virgen del Mar (y cumplí al otro día, como era justo). Pero, a lo que paece, aquel desplome de agua nos echó a tierra con la rompiente, porque allí nos encontramos los dos al volver del atontamiento, cerca de unos baos de la lancha y con astillas de ella entre las manos. Vino gente, nos recogió, nos dio abrigo y aquí nos trajo: al señor, en el estado en que usté le ve, o poco menos; y a mí, como si nada hubiera pasado, que de algo vale el no ser viejo y haber sorbido mucha desgracia. Lo cierto es, señor, que si el estar los dos vivos no es un milagro de Dios, no he visto cosa que más se le asemeje.

-¿De modo que usted -dije al Tuerto con la intención de saber algo de su vida desde que volvió del servicio- ha dejado su casa por venir a cuidar a su amigo?

-Mi casa es ésta -respondió secamente el Tuerto.

-¿No tiene usted familia?

-Me queda un hijo, que anda navegando en un vapor; todo lo demás está ya en el otro mundo..., no contando al señor, que ha sido un padre para mis hijos y para mí.

Muy poco más duró nuestra conversación. Al despedirme, tendía la mano a aquellos heroicos y honrados marineros, y dije al moribundo Alcides del Cabildo de Abajo:

-Hasta la vista, amigo.

-Y ¿por qué no, tiña? -me respondió, dando a mis palabras mayor alcance del que yo les había dado-. Mareantes semos todos de la mar de acá, y en rumbo vamos del mesmo puerto. Si el diablo no nos le cierra, yo mañana y usté otro día, en él hemos de fondear.

-Quiéralo Dios así -repuse desde lo íntimo de mi corazón, pensando en las virtudes de aquel hombre admirable.




- V -

Dos días después, subía por la cuesta de la Ribera un carro fúnebre conduciendo un ataúd enorme, y seguido de numeroso cortejo. Pregunté, y supe que en aquel ataúd iba el cadáver de Tremontorio. ¡Dios sabe lo que pasó entonces por mi alma! El cortejo se componía casi exclusivamente de gente marinera, y preciso fue que me lo advirtiesen para que yo cayera en ello, pues, a juzgar por el vestido, lo mismo podían ser aquellos hombres jornaleros de taller, o caldistas al menudeo: tanto abundaba entre ellos el hongo fino, la americana, la gorrita de seda, el pantalón ceñido y hasta los botitos de charol. Ni huellas del traje clásico de los días de fiesta de los castizos mareantes: la ceñida chaqueta y los pantalones y la boina de paño azul oscuro, ésta con profusa borla de cordoncillo de seda negra; corbata, negra también y también de seda, anudada sobre el pecho y medio cubierta por el ancho cuello doblado de una camisa sin planchar; zapato casi bajo y media de color. El Tuerto, que iba materialmente embutido entre las dos ballestas traseras del carro, era el único que recordaba un poco lo que él mismo había sido antes. La raza indígena pura del mareante santanderino, tal cual existía aún, desde tiempo inmemorial, diez u once años ha, iba en aquel ataúd a enterrarse con Tremontorio, porque bien puede asegurarse que éste fue el último de los ejemplares castizos y pintorescos de ella.

Justo es, por tanto, que yo le registre en mi cartera antes de que se pierda en la memoria de los hombres.

Sobre los restantes del gremio ha pasado ya el prosaico rasero que nivela y confunde y amontona clases, lenguas y aspiraciones.

La filosofía lo aplaude y lo ensalza como una conquista, Hace bien, si tiene razón; pero yo lo deploro, porque el arte lo llora.






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El espíritu moderno


- I -

Hace doce años,20 hallándome de visita en casa de una señora respetable (adjetivo con que se expresaba entonces en Santander cuanto de finura, prosapia, posición social y talento cabía en una mujer), hablaba con ella de la vida del campo, en el cual acababa yo de pasar unos días.

-¿Es posible -me decía la culta dama-, que una persona de cierta educación se resigne a vivir en la soledad de una aldea?

-Sí, señora -le respondí yo-, y encontrando en ella goces tan grandes como los que proporciona la ciudad.

-No lo creo. Empiece usted por las malas condiciones de la habitación.

-Perdone usted, señora: la casa de una persona acomodada de aldea es más espaciosa, y hasta más cómoda, que la mejor de la ciudad.

-¿Qué está usted diciendo!... Las casas de aldea... ¡Jesús! unas teja-vanas miserables, oscuras, lóbregas... sin un mal balcón...

-Tres tiene la en que yo nací... y bien grandes, por cierto.

-¿Es posible!

-Y en el menor salón de aquella casa cabe muy holgadamente ésta en que ahora estamos.

-Usted se burla.

-No vendría muy al caso.

-Pues digo bien. ¿No estoy yo cansada de ver casas de aldea en Miranda, en Cueto, en San Juan?... Y eso que, según me han dicho, estas casas son palacios, comparadas con las de las aldeas del interior.

-Vuelvo a repetir a usted que la mía, si. no tan lujosa como ésta y otras semejantes, es bastante más cómoda que todas ellas, pudiendo también asegurar, pues las he visto, que hay casas de aldea en esta provincia que contienen cuanto puede apetecer la persona más escrupulosa y exigente.

-Yo no quiero ponerlo en duda; pero no extrañe usted que me cueste trabajo creerlo, porque ¡me han contado tales horrores de la aldea!...

-Ya se conoce que usted no ha vivido en el campo.

-¡Yo vivir en el campo! La idea solamente me hace temblar. -Pues crea usted, señora, que no hay motivos para ello.

-¡No diga usted que no, por Dios! Aun cuando las habitaciones sean palacios, aquella soledad, aquella gente tan ordinaria... el cencerro del ganado, aquellos callejones llenos de zarzas, de charcos y bichos venenosos... ¡qué desconsuelo!... Después, de noche, el bufar de las lechuzas, los ladrones... ¡horror! ¡Pasar yo una semana en la aldea!... ¡Ave María Purísima!... Mire usted, hasta el pasear por el Alta me pone de mal humor, porque se me figura que me va a faltar tiempo para bajar de día a la ciudad... Nosotros, los que hemos nacido en ella, desengáñese usted, no podemos acostumbrarnos a salir de nuestras calles empedraditas, de nuestros paseos, de nuestras reuniones... ¡Es todo tan ordinario en la aldea!

-Muchas gracias por la parte que me toca.

-¡Oh, no me haga usted la injuria de creer que he querido agraviarle!... No hay regla sin excepción... Pero compare usted la gente del campo con la de la ciudad.

-Efectivamente: si la blancura del cutis, el esmero en el corte del vestido y otras virtudes semejantes, son las que más realzan el mérito de una persona, confieso que las que, por gusto o por necesidad, viven en la aldea perpetuamente, están muy por debajo de las que habitamos en la ciudad21.

-No trataré yo de discutir ese punto; pero lo cierto es que por algo se dice de la aldea que empobrece, embrutece y envilece.

-Ya; pero como el autor de esa barbaridad, y usted perdone la franqueza, no se cansó en ponerla en tela de juicio...

-No le diré a usted que sea absolutamente cierto; pero algo tendrá el agua...

-Esta cuestión es de gustos, señora, y en vano nos cansaremos ventilándola. Ya sé que a ustedes, los indígenas de la ciudad, no hay que hablarlos de la aldea: ser aldeano es casi un crimen en Santander.

-No diré yo tanto; pero lo que sí aseguro es que no arrastrará usted a un santanderino legítimo a la aldea, ni por ocho días, aunque te prometa en ella la suprema felicidad.

-Me guardaré muy bien de proponérselo, porque me consta, sin género alguno de duda, que esa opinión es la de toda la buena sociedad de Santander, de la que es usted tan digno miembro.

-¿Me adula usted?

-No, señora, le hago justicia.

-Por supuesto que no me hará usted la ofensa de aplicarse nada de cuanto he dicho contra la aldea.

-Crea usted, por mi palabra, que me tiene ese punto sin cuidado, máxime cuando estoy convencido de que no ha de tardar usted mucho en variar de opinión.

-¿Respecto a la vida de aldea?... Le aseguro a usted que no.

-¡Bah!

-¿Y en qué confía usted para eso?

-En que hasta hoy está siendo Santander la primera aldea de la provincia, por sus costumbres, por sus pasiones y por un sin número de pequeñeces y de miserias...

-¿Está usted vengándose de mí?

-Líbreme Dios de semejante tentación.

-Es que no veo yo un motivo para que de repente se cambien nuestras costumbres, como usted lo asegura.

-¿No cree usted que solamente el ferrocarril ha de alterar notablemente la fisonomía local de Santander?

-Y a propósito, ¿qué hay de ese proyecto?

-Que ha llegado a ser casi una realidad, y que muy pronto se van a empezar las obras.

-¡Dios quiera que con ellas no se ponga en un conflicto a la población!

-No comprendo...

-Por de pronto, ya se nos ha llenado el pueblo de gente extraña... ¡ay, qué tipos!

-Señora, ingleses muy decentes, la mayor parte, y muy elegantes... En cuanto al resto de ellos, para trabajadores los encuentro bastante más aseados que los de acá.

-Sí, sí, lo que es apariencia... Pero vaya uno a fiarse en galgos de buena traza... Dígame usted a mí lo que son ingleses. ¡Cada vez que recuerdo la legión que vino a Santander cuando la guerra civil!... Desengáñese usted: los ingleses son hombres sin religión, y está dicho todo.

-Es verdad que no profesan la nuestra; pero tienen otra que para ellos es tan buena, y leyes, educación... y conciencia, como nosotros...

-¿Sería usted capaz de admitirlos en su casa?

-Lo que le aseguro a usted es que por el solo motivo de ser ingleses no los rechazaría.

-Pues no es esa la opinión general de Santander.

-Ya lo sé, y lo lamento,

Tal fue, en sustancia, mi conversación con la respetable señora que, desgraciadamente, no puede hoy reñirme por esta delación, doce años ha; es decir, cuando en Santander era de buen tono no haber pisado jamás el campo; cuando los que en él hemos nacido, teníamos que negar la procedencia en estos salones para no producir entre la gente «fina» cierta prevención, que, con frecuencia, rayaba en repugnancia; cuando hasta por las personas de más alta jerarquía se llamaba judío a todo extranjero que tuviera las patillas rubias, o la pinta sospechosa; cuando, en fin, entregado aún este pueblo a sus propios y naturales recursos, atravesaba el período más crítico de su amaneramiento.

Poco tiempo después se fueron estableciendo líneas de vapores entre este puerto y otros de Francia e Inglaterra; las obras del ferrocarril comenzaron a desenvolver en su derredor el ruidoso movimiento de la industria moderna; las máquinas, las razas, los idiomas extranjeros, invadiendo el terreno de los sacos de harina y de las clásicas carretas, lograron aclimatarse entre ellos; y ya comemos a la francesa, hablamos inglés, circulan por estas calles los géneros de comercio en pesados exóticos carretones; el labrador de Cueto o de Miranda arrea su ganado a la voz de «¡allez!», con preferencia al indígena «¡arre!» Los niños de pura raza inglesa, con los brazos descubiertos hasta el hombro, mal sujetas sus madejas de dorados rizos por el gracioso gorrito escocés, juegan en la Alameda segunda a las canicas con los granujillas de Becedo; y mientras éstos, para ventilar la legalidad de una jugada, detienen a los primeros con un «stop a little, please,» pronunciado con la precisión más británica, los nietecillos de John Bull, para que les sea permitido «quitar estorbos» se expresan con un «sin féndis,» o manifiestan su enojo con un «no jubo más» que envidiaría el callealtero de más pura raza. La moderna necesidad de los baños de mar, dejando despoblado a Madrid los veranos, llenó de madrileños nuestra capital; y su buen tono, convencido de que para vivir a la moda era preciso salir a bañarse, dio en irse a Ontaneda a reinojarse en sus nauseabundas aguas; pues no era cosa de largarse a otro puerto de mar cuando tenía uno de los mejores en su casa. El objeto era salir; la calidad de los baños importaba poco. Estas expediciones fueron aficionando a los santanderinos al veraneo; y este año dos familias, y el siguiente cuatro, y el siguiente ocho, y así sucesivamente, fuimos a parar a que los que pasaban julio y agosto en la ciudad, tenían vergüenza de confesarlo en setiembre a los que volvían tostados por el sol de nuestra campiña.

Para no cansarte, lector: hoy se cree rebajada en la opinión pública la familia acomodada de Santander que no tiene una casita de campo para pasar el verano en ella, o siquiera una huertecilla en las inmediaciones, que dé, por lo menos, espárragos y flores en la primavera, y fruta en agosto, para poder decir al vecino: -«¿Usted gusta?: son de mi huerta.» El desdichado que ni esto tenga, alquila su choza al primer labrador de la comarca, y en ella tiene que resignarse a pasar el verano, si quiere ser considerado durante el invierno como hombre de pro.

-¡Dichoso usted! -me han dicho algunos que pocos años hace me miraban con cierta lástima, porque no era santanderino legítimo-; ¡dichoso usted que puede pasarse la mitad del año en la aldea!

Para cuando se pongan en duda estas palabras, me reservo el recurso de citar pueblos enteros, como el Astillero de Guarnizo, compuesto de casas de campo, construidas, de cinco años a esta parte, para residencia de verano de familias de Santander.

Si la señora respetable a quien me he referido más atrás resucitara hoy, no creería el cambio que han sufrido las costumbres de los de su comunión social.

Pero vamos a cuentas. No estoy censurando esta nueva afición de mis paisanos, que ya raya en manía; consigno un hecho sencillamente.

Dos observaciones debo hacer, siempre con la mejor intención, para gobierno de mis lectores:

La distancia más larga desde el centro de Santander al campo, se anda, a pie, en diez minutos.

La localidad que abandonan en verano las familias que se van al campo, la aceptan como residencia campestre los que huyen de otras capitales a la nuestra.

Aunque de la unión de estas dos verdades resulta una consecuencia que no aceptarían de buena gana los neo-campestres montañeses, yo quiero prescindir de ella; pues vuelvo a repetir que estoy consignando hechos; y esto con el objeto de demostrar la gran revolución operada en las costumbres de la sociedad de Santander en muy poco tiempo. No se extrañe, pues, que me haya detenido a apuntar algunos detalles que, a primera vista, parecen ociosos.




- II -

In illo tempore, es decir, los mismos doce años ha, pasé yo una temporada en la lindísima villa de Comillas. Comillas, lector, en la costa, a seis leguas al Noroeste de Santander, tendida sobre el lento declive de un cerro, arrullada por un lado por el inquieto mar de Cantabria, y protegida por los demás por una suave cordillera de pintorescas colinas, era una población verdaderamente deliciosa, no por sus condiciones topográficas solamente, pues bajo este aspecto, hoy es mucho más bella que entonces, sino por las especialísimas que concurrían en el carácter de su pequeña sociedad.

Empecemos por decir que sin una sola vía de verdadera comunicación con el resto del mundo, y a cinco leguas de distancia de la carretera nacional, era punto menos que inaccesible al trato de la moderna civilización.

Este aislamiento perpetuo, tratándose de familias enlazadas entre sí, como aquéllas, por vínculos de parentesco o de una amistad íntima, había impreso en su vida el carácter de unidad y de sencillez, verdaderamente patriarcales, que seducía a los pocos forasteros que hasta allí llegaban. La clase acomodada, muy numerosa en proporción de la pequeñez de todo el vecindario, era lo suficiente ilustrada para hacer agradabilísimo su trato, sin el refinamiento que hoy distingue a la culta sociedad, con grave deterioro de los puros y santos afectos; y aunque los hijos de estas familias salían a las universidades y viajaban, llevando siempre consigo tan bello recuerdo de la madre patria, cuando a ella tornaban deponían de buen grado los resabios adquiridos en el mundo, y volvían a ser sencillos comillanos. De este modo, aquella sociedad era siempre apacible, cariñosa y hospitalaria.

Por mi parte, unido por estrechos lazos de parentesco a muchas de sus familias, creo tener en esta sola circunstancia motivo sobrado para evocar con satisfacción estos recuerdos. Para pagar con ellos las horas de verdadero placer que aquel pueblo me ha proporcionado, no serían bastante.

Una noche oí decir a una venerable mujer, que ya pasaba de los sesenta años, que su mayor satisfacción sería ver un coche.

Otra señora, tan anciana como ella, le respondió:

-Dios te libre de esas tentaciones. Yo quise una vez salir a ver un poco el mundo; y, con intención de no parar hasta Santander, llegué a Torrelavega. Era día de mercado, y estaba la villa ¡madre de Dios! que daba miedo. ¡Cuánta gente! ¡Qué ir y venir bestias, carros y diligencias! Te aseguro que aquello me espantó; díjeme: «esto no es para mí...» y volvíme a casa dando gracias a Dios por la paz que quiso concedernos en este bendito rincón.

Para dar una idea del color verdaderamente local de la población comillana, bastan estos dos ejemplos.

La clase del pueblo, compuesta casi en su totalidad de marineros y pescadoras, era morigerada y nobilísima en sus instintos. Para ella el mundo era Comillas y su mar; y el mejor placer, después de una misa solemne con «el órgano nuevo,» oír los relatos de algún licenciado de barco de Rey.

Los mayores títulos de gloria de los comillanos eran haber dado la villa tres Arzobispos22, muchos notabilísimos marinos y varios capitalistas riquísimos que, aunque residentes en Filipinas, Cádiz y otros países tan apartados, demostraban a cada paso, con limosnas y presentes de todos géneros, su amor al pueblo de su naturaleza; y sobre todo, haberse construido el magnífico templo que se levanta en la plaza, que, acaso, en su género, es el mejor de la provincia, a expensas de los mismos comillanos.

Un proverbio popularísimo entre ellos acabará de dar a conocer hasta qué punto vivían dentro de sí mismos y en sus elementos naturales, y lo lejos que estaban de pensar en que pudieran contagiarse algún día del carácter moderno. Este proverbio era el siguiente:


«Comillas será Comillas
por siempre jamás, amén.»



He dicho era, porque supongo que en la actualidad no se atreverá a repetirle, con fe a lo menos, ningún hijo de aquel pueblo. Veamos en qué me fundo para creerlo así.

Seis años hace volví a Comillas. Una cómoda y ancha carretera había sustituido a la escabrosa y angostísima senda antigua; y en lugar de cabalgar sobre el peludo y escueto jamelgo que antes conducía por ella al viajero, tomé un mullido asiento en una de las diligencias que se han establecido entre Torrelavega y la villa de los tres Arzobispos.

A medida que a ella me aproximaba, iba desconociendo más y más el terreno, hallándole descarnado en muchos sitios, revuelto en otros, poblado de trabajadores y cruzado por zanjas, trainwais y túneles a cada instante. Buscando con mis ojos la primera casa del pueblo, que antes se destacaba sola, como un centinela avanzado de él, tuve que detener la mirada bastante más atrás, en un edificio del moderno estilo industrial, que arrojaba a borbotones por una alta chimenea el humo espeso del carbón de piedra. Era uno de los hornos de calcinación del mineral de calamina que a la sazón se extraía (y sigue extrayéndose), de las entrañas de los cerros inmediatos.

Más adelante, caras barbudas con el sello francés más puro; otras medio ocultas bajo la boina vasca, y otras indígenas, pero todas veladas por el polvillo amarillento de la calamina, pasaban rápidas por delante de las ventanillas del coche, que al cabo penetró en la primera calle de la población. Aquí, como en la carretera, mil objetos llamaban mi atención por lo inesperados. En el portal en que en otros tiempos se sentaba a tejer sus redes un pescador, alisaba el mango de su azadón un fornido vizcaíno; en el balcón en que antes vi a la familia de un pobre labrador desgranar las panojas de la última cosecha, fumaba en larga pipa un belga, calzado con altas botas de cuero; y en lugar del cobertor tradicional y las madejas de estopa, colgaban de la soga de la solana las bridas de un caballo y ancho gabán impermeable; a la puerta de una taberna estropeaba el castellano el tabernero para convencer a un alemán «cerrado,» de que lo que le había vendido por gin no era, como parecía, rescoldo; en la plaza, donde paró el carruaje, circulaban entre la boina de los vascos y el gorro verde y colorado de los marineros de la población, la leve pamela de la Fuente Castellana, y entre la camiseta de bayeta verde y la blusa azul de los obreros, el brillante gabán de seda sobre el esbelto talle de las hijas del Manzanares y del Sena. Hablábase en un grupo el vascuence, en otro el francés, aquí el alemán y allá el inglés; y para colmo de mi sorpresa, el sombrío palacio de los Trasierra, sobre el punto más elevado de la población, y en otro tiempo cerrado y misterioso, como si dormitara entre los recuerdos de su época, había abierto anchas puertas a la moderna luz y engalanado sus fachadas; y no descansaba, como antes, sobre escombros y zarzales, sino sobre ameno y florido campo cultivado por diestro jardinero.

En los pocos días que pasé en Comillas busqué en vano lo que tan placentera me había hecho en otro tiempo mi residencia en la misma villa. Todo se hallaba transformado allí. El pequeño puerto, casi inaccesible antes a las anchas pescadoras, se había reformado, penetrando ya en él buques de muchas toneladas; y sobre el muelle en que únicamente se pesaba el pescado fresco en modesta romana, crujían las grúas y se revolvían con dificultad carros, básculas y trabajadores. Una cómoda carretera facilitaba la subida desde este punto a la población, y desmontes, murallas y demarcaciones, anunciaban nuevos proyectos de considerables reformas.

Lo mismo que el de la villa, el carácter de su sociedad era nuevo para mí. Touristas madrileños, hombres políticos y altas jerarquías militares, damas modeladas en el más genuino troquel del mundo moderno, invadían los salones en que ya se cantaban dúos y cavatinas, y se bailaban lanceros y cuadrillas, y se amaba y se coqueteaba según la flamante escuela.

El Comillas clásico no existía ya: lo que yo estaba viendo era un pueblo industrial como otro cualquiera, favorecido, durante el verano, por una escogida sociedad de forasteros que habían impuesto a la clase indígena acomodada sus costumbres, como la industria había reducido a sus exigencias los hábitos patriarcales de la masa popular.

Un francés encontró en una ocasión un pedrusco de calamina sobre aquellos terrenos; indagó con cuidado, dio con un filón poderoso, formóse una sociedad explotadora... y he aquí la causa de tan repentina como radical trasformación.

Y júzguese, en vista de lo que antecede, si podrá decirse hoy de buena fe, corno ayer se decía, por algún comillano del antiguo régimen, que por casualidad pareciese, desorientado entre el actual movimiento de su pueblo,


«Comillas será Comillas
por siempre jamás, amén.»






- III -

Con el hallazgo del filón de aquella comarca, excitóse en alto grado la ambición de los montañeses; y errando muchos de breña en breña y de monte en monte, cavando aquí y revolviendo allá, resultó que la provincia entera era un verdadero tesoro de calamina, y que lo único que se necesitaba para que todos fuésemos ricos, era dinero para explotarle. Por eso desde las montañas de Liébana hasta el valle de Reocín se denunciaron las entrañas de la madre tierra; y buscando todos en ellas riquezas a montones, perdieron muchos las que tenían, y ganaron pocos, entre litigios y peleas, bastante menos de lo que habían soñado.

Excusado es decir que los pueblos donde entró la piqueta del minero, han perdido, aunque no en tan alto grado como Comillas, su verdadero carácter local, y amoldádose a otras costumbres. Torrelavega, la primera y más linda villa de la provincia, aunque sobre la carretera nacional y conteniendo desde muchos años hace un comercio considerabilísimo, y por consiguiente, de población menos típica que otras de la Montaña, ha perdido también los pocos rasgos que la distinguían, cediendo a la influencia minera, y más aún a la del ferrocarril que penetra en su jurisdicción. Hoy es esta culta y bonita población una digna sucursal de Santander.

Por regla general, y para no molestar al lector, conste que allí donde el camino de hierro, o las industrias minera y fabril han penetrado, las costumbres clásicas montañesas no existen ya, o existen muy ajustadas al espíritu moderno. Pero estas localidades son rarísimas todavía en la provincia, por más que en toda ella corra ya cierto airecillo de ilustración... y ahí está mi humildísimo pueblo, a dos brincos de Santander, que no me dejará mentir; Polanco (que de algo le ha de servir en este caso tener el hijo alcalde, para darse tono); Polanco, digo, donde las mejores mozas se avergüenzan de vestir la plegada saya de paño rojo de ayer, y se ponen el desgarbado vestido de efímera indiana, sobre ¡pásmese el orbe! sobre barruntos de miriñaque.

Y con esto hemos llegado al verdadero asunto de estas últimas páginas.

Es muy posible que algún lector de mi libro, al distraer sus ocios por las bellas praderas de la Montaña, quiera buscar en ellas los modelos de las escenas campestres que yo he pintado. Si no quiere cansarse en vano, si realmente desea encontrarlos, tenga presente cuanto queda dicho en las anteriores líneas de este capítulo: huya de toda comarca en que haya un paso de nivel, un túnel, una fábrica de tejidos al vapor o un horno de calcinación. Por allí ha pasado el espíritu moderno y se ha llevado la paz y la poesía de los patriarcas.

Con esta precaución respondo de que encontrará muy pronto a tío Juan de la Llosa y compañeros de robla, al mayorazgo Seturas y convecinos, y a cuantos personajes de su estofa he tenido el honor de presentarle. Pero es preciso que no tarde mucho en emprender la expedición. Al paso que hoy caminamos, dentro de pocos años la industria habrá invadido completamente estos pacíficos solares, y entonces ya no habrá tipos. La civilización moderna tiende a este fin, sin duda alguna. Los pueblos ilustrados, ya no tienen costumbres propias. Los de la Montaña, cuando acaben de ilustrarse, no han de ser menos que ellos.

En ese día alcanzará algún éxito este libro. Vivos hoy los originales de los retratos que encierra, y desprovisto de galas y de primores que le hagan, por sí solo, aceptable a los ojos del público, como depósito fiel de las costumbres de un pueblo patriarcal y hospitalario, no carecerá de atractivo para la curiosidad de los nuevos explotadores del suelo virgen que me le ha dictado.







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