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¿Esclavas del figurín?: Moda, educación y emancipación en la obra de Concepción Arenal, Rosario de Acuña y Carmen de Burgos

Ana María Díaz Marcos



«La emancipación de la Eva moderna dignifica á los dos sexos. La abdicación de la mujer antigua convirtióla en sierva.

¡Triste misión la de la compañera de nuestros antepasados, cuyo único ideal era la maternidad física! La mujer moderna, sacerdotisa de las ideas redentoras, apóstol de la regeneración, tiene una maternidad moral, ilimitada é infinita».


(Concepción Jimeno de Flaquer, La mujer intelectual [1901])                






La escena V de la comedia de Lope de Vega La dama boba (1613) sin duda fue escrita para provocar la hilaridad del público del XVII ante la incapacidad de Finea para aprender el alfabeto, mientras que su hermana Nise aparece burlonamente representada como el estereotipo de la marisabidilla. Lope utiliza el asunto de la educación femenina en esta obra como recurso cómico y el tema pierde peso muy pronto en favor del argumento principal, de corte amoroso: el intento de las dos hermanas de agradar al galán y casarse. La súbita discreción que muestra Finea al final de la obra se explica con la tesis de que el amor funciona como principio educador hasta en la más pertinaz de las rudezas. A finales de ese mismo siglo empieza a cambiar la percepción del tema de la educación femenina y François de Salignac de la Mothe-Fénelon en su tratado De l'education des filles (1687) manifiesta su pesar por el hecho de que no haya cosa más abandonada que la educación de las hijas (1), dedicando numerosas páginas a reflexionar y dar consejos sobre cómo debe ser la educación de la mujer, anticipándose así al debate dieciochesco que propicia la presencia del tema en los ensayos de autores europeos como Jean-Jacques Rousseau1, Choderlos de Laclos2, Josefa Amar y Borbón3 o Mary Wollstonecraft4. La discusión va a volverse especialmente acalorada en el siglo XIX cuando se entrelaza con la cuestión de la emancipación5, el sufragismo y la entrada masiva de la mujer en el mercado laboral.

Si, como se ha visto en el capítulo anterior, a partir del siglo XIX la moda se considera un avatar específicamente femenino, resulta de especial interés analizar las ideas que circulan sobre ella al hilo de las discusiones en torno a la emancipación femenina. Este capítulo pretende ofrecer un panorama general de los textos clásicos que tratan el tema de la educación de la mujer y de su emancipación para contextualizar el análisis de las visiones y percepción de la moda presentes en la obra de escritoras como Rosario Acuña, Concepción Arenal y Carmen de Burgos. Estas autoras escriben en la frontera entre los siglos XIX y XX -período que es, por excelencia, de cambios sociales, políticos y en el pensamiento- tomando partido de una u otra forma en la causa en torno a la emancipación de la mujer y la lucha por sus derechos, siendo uno de ellos el derecho a la educación. Las ideas de Arenal y Acuña permiten entender la visión de la moda que se está gestando a finales del XIX -coincidiendo con las primeras aproximaciones teóricas al tema6- y que da paso a la idea contemporánea de que ya no existe una moda sino una multiplicidad de modas (Burgos, Arte de ser mujer 57) o estilos diferentes entre los que escoger una opción individual, frente a la noción de la «Moda» como soberana absoluta que venía predominando desde el siglo XVIII.




La educación de la mujer: Discursos de domesticidad y emancipación

Pocos autores se han expresado con tanta claridad y perspicacia como Choderlos de Laclos en su ensayo de 1783 sobre la educación de la mujer, donde apunta la imposibilidad de mejorar la educación femenina porque ésta es inexistente y ni siquiera merece el nombre de educación y porque ese sexo es esclavo en todas las sociedades (129-131). Dado que ya Fénelon en 1687 había convenido que era preciso y conveniente educar a la mujer, el debate se centró en cómo debía ser esa educación y qué disciplinas tenían que enseñarse7. A este respecto tanto Fénelon como Josefa Amar y Borbón coinciden en que la mujer debe aprender a leer y escribir, aritmética y latín para que puedan entender los libros sagrados y lenguas vivas como el francés; Amar y Borbón añade a esto el interés que puede tener la historia y la geografía y Fénelon algunas nociones de jurisprudencia (177) pero ni Amar ni Fénelon pierden de vista cuáles son en todo caso los empleos y destinos de la mujer en ese momento:

«Están encargadas de la crianza de sus Hijos hasta cierta edad, de la de las Hijas hasta que llegan á tomar estado, de la conducta de sus domésticos, de sus costumbres, de su servidumbre, del arreglo del gasto de la casa, de los medios para disponer las cosas con economía y sin miseria, y muchas veces de hacer los arriendos de sus tierras y de percibir las rentas».


(Fénelon 158)                


En este sentido, es preciso recalcar que una de las razones más repetida por distintos autores a la hora de destacar la necesidad de educar a la mujer tiene que ver con la función que ésta desempeña en la familia. Josefa Amar y Borbón, por ejemplo, subraya de forma tajante que las funciones de la mujer por excelencia son las domésticas pero añade que esa función no debe ser obstáculo para que se la eduque:

«Sentado el principio de que la base de la educación femenina es la labor de manos, la economía y el gobierno doméstico [...] no se opone á ella que las mugeres cultiven su entendimiento [...] por lo que puede contribuir para el mejor desempeño de sus obligaciones en el cuidado de la casa y la crianza de los hijos. La instrucción es conveniente á todos; y no deben eximirse de esta regla las mugeres, por la conveniencia que puede traerles para alternar sus ocupaciones, y hacer mas grato el retiro».


(167)                


Ese papel de la mujer como «gobernadora» de la casa se menciona una y otra vez en numerosas obras del siglo XVIII y XIX que hacen referencia a la necesidad de educar a la mujer dado que ella deberá hacer lo mismo con sus hijos. Concepción Arenal apunta una distinción interesante entre la idea de «instruir» y la de «educar», exponiendo la necesidad de una educación que no se oriente exclusivamente a la inteligencia sino a «hacer del sujeto una persona con cualidades esenciales generales» (Educación 61). En general, los textos que tratan el tema de la educación de la mujer se refieren siempre a esa segunda acepción más amplia, no se trata sólo de adquirir conocimientos sino de ser capaz de transmitir a los hijos unos valores e ideales, lo que se relaciona con el concepto de «maternidad moral» subrayado por Jimeno de Flaquer en la cita que abre este capítulo. En ese contexto, la educación de la mujer se considera absolutamente necesaria para el bien de la familia y de la nación, pues ambas están íntimamente relacionadas, siendo la primera pilar y sostén de la segunda, como pone de manifiesto Aimé-Martín: «Todos convienen en la realidad del poder (de las mujeres), pero algunos dicen que no lo ejerce sino en la familia, como si el total de la familia no constituyera la nación» (31). En estas coordenadas el papel de la mujer como administradora y sostén del hogar era clave dentro de cualquier proyecto nacional8 y, por eso, la educación de la mujer como guardiana de la familia resultaba fundamental para la nación al completo, entendida como el conjunto de las familias; esto explica la urgencia con que autores como Francisco Nacente aluden a la necesidad de dar a la mujer una educación sólida «en nombre de la familia, en nombre de la salvación de la familia, en nombre de la maternidad, del matrimonio, del gobierno doméstico» (58). De la misma forma, Louis Aimé-Martín en su obra Educación de las madres de familia (1870) considera inválida la excusa de que la mujer no precisa educación por estar ajena a la esfera pública, apuntando que las mujeres no gobiernan ni van a la guerra, pero gobiernan a los que mandan y a los que combaten (40).

Estos comentarios ejemplifican la fisura existente en el mismo discurso de la domesticidad femenina, tan en boga en el XIX, que sacraliza el hogar y asigna a la mujer la esfera privada, apartándola de cualquier otra ambición -como pudiera ser la de adquirir conocimientos- pues tal discurso albergaba en sí la paradójica inadecuación de la mujer para ejercer plenamente sus funciones de maternidad moral. Por su influencia sobre los hombres en su papel de esposa, compañera y educadora de los hijos, a la mujer le han sido asignados un espacio y papel específicos como agente de reforma moral y social dentro de la familia en particular y de la nación al completo; ella es la encargada de nutrir pero también de educar, aconsejar y formar a sus hijos, actividades para las que no cuenta con la formación adecuada9, y, por consiguiente, mientras se la mantenga estrictamente en la esfera doméstica y se pongan cortapisas a su instrucción se la está incapacitando para ser una buena madre. Precisamente ese papel de madre y guía moral es el que se le asigna dentro de la familia nacional, ya que «los hombres hacen las leyes, y las mujeres las costumbres» (Segovia 12) por lo que las segundas no podrán desempeñar correctamente su labor si no reciben la educación precisa:

«¿Ser esposa y madre es únicamente aderezar una comida, mandar criados, velar por el bienestar general y por la salud de todos, que digo, es solamente amar, rezar y consolar? No, es todo esto, pero es más todavía: es guiar y criar, y por consiguiente saber. Sin saber no hay madre completamente madre, ni hay esposa verdaderamente esposa».


(Nacente 59, el énfasis mío)                


Esta paradoja explicaría el carácter radicalmente conservador de muchos textos que abogan por la educación de la mujer con un objetivo perfectamente opuesto a cualquier idea de emancipación. Un ejemplo de ello aparece, por ejemplo, en el planteamiento de Pilar Sinués en El ángel del hogar (1874)10: «Cuando hablo de la educación intelectual, no pretendo aconsejar siquiera que ésta sea profunda y científica [...] Yo os aconsejo, madres de familia, que enseñeis a vuestras hijas únicamente a sentir. La mujer que siente, es buena hija, buena esposa y buena madre» (82). A la luz de planteamientos como el precedente es preciso recalcar que la preocupación por la insuficiente educación femenina surge originalmente no tanto por el descontento con esa escasa formación sino porque tal desventaja puede incapacitar a las mujeres para educar convenientemente a sus hijos. Rousseau, por ejemplo, describe la educación femenina ideal con un enunciado rotundo: «Deben aprender muchas cosas, pero sólo las que les conviene saber» (544) mientras que autores como Fénelon, Amar y Borbón, Nacente, Rubio y Ors anteponen a cualquier objetivo didáctico la preparación necesaria para desempeñar las labores propias de su sexo de forma que la educación doméstica precede a cualquier interés por el aspecto intelectual:

«Lo primero que exijo de vosotras es que os adiestreis en todo lo que tiene relación con el arreglo interior de una casa, con el buen órden que debe reinar en las familias, círculo privilegiado dentro del cual debéis principalmente brillar. A este fin debeis aplicaros con asiduidad al estudio de los deberes religiosos y de la moral, á las labores propias de vuestro sexo, las cuales al propio tiempo que sirven de distracción son una fuente de economías, y á todas las ocupaciones domésticas, desde las mas humildes, que lejos de envilecer honran á la que se dedica á ellas».


(Rubio y Ors 73)                


A lo largo del siglo XIX numerosos escritores -y especialmente las autoras partidarias de la emancipación- protestan contra esa vinculación exclusiva de la mujer con lo doméstico que le impide el acceso al estudio. Así John Burton en sus Lectures on female education and manners (1793) apunta que las mujeres son diferentes a los hombres y requieren un modo de educación distinto que tiene que ver con su destino en la vida, pero al mismo tiempo considera que es una injuria para el sexo femenino insistir en que sus conocimientos no deben ir más allá de los asuntos de la casa (109). Existe, además, un discurso que, desde finales del siglo XVIII y hasta entrado el siglo XX, denuncia de manera consistente la educación superficial que recibe la mujer. Así se expresa, por ejemplo, Mary Wollstonecraft en 1787: «[...] las niñas aprenden algo de música, dibujo y geografía, pero no lo suficiente para capturar su atención y convertirlo en ejercicio de la mente» (Thoughts 25-26). En España escritoras como Concepción Arenal también se hacen eco de esa insuficiencia educativa y del poco rigor en la instrucción de la mujer a quien se le enseñan habilidades y no verdaderos conocimientos: «Aprender a leer, escribir y contar mal o bien, y lo que se llaman las labores propias del sexo: costura, bordado [...]. Si la educación es esmerada, se agrega un poco de geografía, historia y música; en algunos casos, dibujo y francés: entonces ya son jóvenes instruidas» (132). También Emilia Pardo Bazán, a sólo una década del siglo XX, criticaba abiertamente la educación de cascarilla, que recibía la mujer a quien se mantenía en una perpetua infancia y cuyo caudal de conocimientos se limitaba a una formación superficial, una apariencia que la hiciera presentable (Mujer española 102).

Estas denuncias reiteradas de una educación que funciona como «barniz», pero impide que las mujeres se eduquen a fondo, sugiere que existe una instrucción limitada porque se considera que el acceso de la mujer al conocimiento debe estar controlado11. Conviene apuntar aquí la intención normalizadora de muchas de las instituciones del XIX destacada por Foucault en su descripción de la sociedad decimonónica como eminentemente vigilante (Vigilar 182). Esta idea explicaría la proliferación de discursos que buscan el control del cuerpo como son los de la higiene, la asepsia, la salud pública o los manuales de etiqueta analizados en el capítulo anterior y, en especial, la obsesión por docilitar el cuerpo de la mujer ya que se le supone una relación más estrecha con su cuerpo y funciones naturales12, dado que la reputación y descendencia masculina dependen necesariamente de ese cuerpo. Lo que resulta relevante aquí es que, además del cuerpo, el espíritu de la mujer también se consideraba fácilmente moldeable: «El alma de una joven se ha comparado con propiedad a una hoja de papel blanco, dispuesta a recibir todo lo que se quiera escribir en él» (Mora 106) y, por esa razón se la igualaba a los niños, considerándola menor de edad, siempre bajo la tutela del padre o el esposo, acostumbrada al sometimiento desde la infancia, tal y como subrayan, entre otros, Concepción Arenal: «Las mujeres [...] se habitúan desde niñas a todo género de limitaciones y de vetos [...]. Como hay dolencias propias del sexo, hay también fastidios propios de él, que se padecen sin protesta» (Mujer de su casa 256). En semejantes coordenadas no resulta aventurado deducir que sí los libros de etiqueta funcionan como mecanismos disciplinarios que actúan sobre el cuerpo, los tratados sobre la educación de la mujer frecuentemente dejan traslucir el deseo de someter su espíritu, lo que explica el ideario represivo presente en muchas de las obras dedicadas a este asunto. Fénelon y Rousseau, por ejemplo, adoptan con frecuencia un tono disciplinario que busca el control de la mujer al tiempo que abogan por una educación que la prepare para sus funciones «naturales» (la maternidad y crianza de los hijos) y para asumir mejor su papel doméstico, inspirándole ideales de sacrificio, resignación y abnegación. Fénelon se expresaba en términos de estrecha vigilancia del discurso, los sentimientos e inclinaciones:

«Es pues necesario reprimir en las Hijas las amistades muy tiernas, las embidias, los cumplimientos excesivos, las lisonjas é inclinaciones ardientes: todo esto las corrompe [...]. También se debe procurar que ellas pongan cuidado en hablar de un modo corto y preciso [...]. No se le permita jamas ninguna accion, palabra, traje, ni adorno que exceda de su calidad y clase: Reprimansele todas sus fantasias e ideas desarregladas [...]. Las Hijas no deben hablar, sino quando hay necesidad» [sic].


(137-155)                


Rousseau, por su parte, inventa a una compañera para su Emilio a la que pone el nombre de Sofía13 y articula en esta obra todo un discurso de sujeción de esa mujer, cuya sensualidad es una tentación constante para el hombre y, por ello, precisa ser sometida, cuidando especialmente su reputación y siendo necesario que las jóvenes estén sujetas desde una edad temprana (552). Puede afirmarse, por tanto, que si los tratados de etiqueta se encargaban de domar el cuerpo y su lenguaje gestual, los tratados educativos trataban de orientar la educación femenina hacia una formación inocua que no amenazase el espacio asignado históricamente a la mujer. Al hilo de esta cuestión Rosario Acuña sugiere de alguna forma la existencia de un proceso de «doma» de la mujer y subraya la relación estrecha entre el control del cuerpo femenino mediante las ideas de decoro y el control de su mente a través de discursos de raíz educativa:

«Todo lo que se la impone es inmovilidad de cuerpo y alma [...]. La impasibilidad de la estatua comienza á extenderse primero sobre las exterioridades, más tarde llegará al cerebro [...]. Sabe andar sin mover más que los pies, y esto por ser indispensable; sabe hablar sin que su rostro exprese ninguna movilidad de afectos. Como mueve los pies mueve los labios, y así como la voz hay que emitirla a compás, sin darla el menor relieve, el concepto, el fondo de la frase, es menester que sea de una simplicidad anodina y dulzona, que no se extralimite más allá de las expresiones inocentes».


(«Consecuencias» 3)                


Esto explica por qué muchas obras que tratan el tema de la educación femenina utilizan un lenguaje similar a la retórica de moderación y control (especialmente autocontrol) presente en los libros de etiqueta14 como ilustran, por ejemplo, las Cartas sobre la educación del bello sexo: «[...] el orden social no es mas que una serie de sacrificios, y de condescendencias. La joven que no sabe dominarse será el azote de los que la obedezcan, y la víctima de sus superiores [...]. No hay criatura mas infeliz en la tierra que la que no sabe someterse» (Mora 23-24). Incluso la primera obra publicada por Mary Wollstonecraft -mucho menos radical que el pensamiento desarrollado posteriormente en su célebre Vindicación- subraya la necesidad de dominar las pasiones y el temperamento, y apunta que la gentileza, mansedumbre y humildad son virtudes femeninas por excelencia (Thoughts 62-63). Muchos de los tratados que hablan de la educación femenina dejan traslucir un deseo de regular y someter, por esa razón se considera perniciosa la lectura de novelas que incita a la sensualidad o enseña malos ejemplos15 o la vida ociosa16, a la que se propone siempre el remedio de actividades como el bordado y la costura17. Estos textos articulan también un discurso de la laboriosidad que pretende mantener a la mujer ocupada en labores tediosas que le impidan pensar en otra cosa, de forma que su actividad se vuelve enajenante:

«Un hombre puede justificar algunas horas de inaccion, despues de un trabajo improbo, o de una de aquellas grandes pesadumbres y desengaños, que suelen ocurrir en el desempeño de los deberes publicos; mas una muger no tiene nunca razon para estar parada [...]. Si no trabajas, no tienes derecho al descanso, y debes avergonzarte al disfrutarlo» [sic].


(Mora 152-154)                


Frente a este ideario de vigilancia y control presente en muchos de los ensayos que hacen referencia al tema de la educación de la mujer, obras como la de John Stuart Mill La sujeción de las mujeres (1869) ilustran perfectamente el cambio que se opera en el pensamiento emancipador decimonónico18, que reclama derechos civiles y políticos para la mujer al tiempo que pone de manifiesto las fisuras de esa supuesta distinción «natural» que existe entre los dos sexos, denunciando los discursos que, para someterla, adoptan la estrategia de apelar a su naturaleza, vocación de sacrificio, renuncia a sí misma y entrega a los otros:

«Desde sus primeros años, se educa a toda mujer en la creencia de que el ideal de su carácter es el opuesto al del hombre: nada de determinación y de dominio de sí misma, sino sumisión y cesión al dominio de los otros. Todas las enseñanzas morales le dicen que éste es el deber de las mujeres y todos los sentimentalismos, que ésta es su naturaleza: vivir para los otros; renunciar completamente a sí misma y no tener más vida que sus afectos. Y por sus afectos se entienden sólo los que se le permite tener, los dedicados al hombre con el que está unida o a los hijos que constituyen el lazo adicional e irrevocable entre ella y un hombre».


(164)                


Harriet Taylor Mill19, por su parte, denuncia el arrinconamiento histórico de la mujer, el discurso de la domesticidad como texto construido y el de las esferas separadas como una invención para excluir a las mujeres de la vida activa. Para esta autora el objetivo de la educación femenina no consiste en hacer mejores madres, sino en perfeccionar el espíritu de la mujer, educándola para sí misma en vez de para el otro sexo, liberándola de su sujeción y emancipándola a través de la educación, el acceso a las profesiones, el voto y los derechos civiles (138-146). En el pensamiento de los Mill el proyecto emancipador y el educativo se dan la mano y probablemente su obra sea una de las pocas excepciones donde la narrativa de la domesticidad y la de la emancipación no se entretejen y confunden. En la mayoría de los textos decimonónicos que tratan el tema de la educación femenina es casi imposible separar ambos discursos: Arenal pide derechos civiles pero no el derecho al voto, al tiempo que considera que la autoridad no le sienta bien porque «la mujer, que domina por la persuasión, la dulzura y el cariño, no ha nacido para mandar por medio de la fuerza» (Mujer del porvenir 163); Josefa Massanés aboga por la emancipación puramente intelectual porque es inútil «disputar unas prerrogativas que jamás alcanzaremos, porque se opone a ello la naturaleza» (73) y Francisco Nacente opina que es el hombre quien debe emancipar a la mujer porque «no son ellas, seres débiles y apasionados, las que han de corregir tales errores» (69).

La reflexión sobre la educación de las mujeres dura más de dos siglos y conjuga ideas de instrucción, domesticidad y sacrificio que se imbrican y entretejen con las de emancipación o sufragismo. Este titubeo se explica en función de la época de transición y cambio en la que se están planteando estas cuestiones. Nadie mejor que Aimé-Martin supo intuir esta negociación entre tradición y modernidad, el deseo de progreso y el de mantener las cosas como estaban, tal es la dialéctica que se establece en este momento en la oscilación entre la noción de madre universal o mujer de sociedad, ignorante o ligeramente instruida, ángel del hogar o trabajadora:

«Le ponderamos la suerte de las vírgenes, y le mandamos que tome esposo. Siempre un paso adelante y otro atrás, una tentación incitada y un discurso moral, una preparación para pecar y un escrúpulo de conciencia: mezcla miserable del siglo décimoquinto y del siglo décimonono que tiende á hacer de la misma persona una penitente y una coqueta, las delicias de una reunión y el ángel de un convento!» [sic].


(49)                


Esta dialéctica de ten con ten -tan similar a las reglas de etiqueta contenidas en los manuales que se examinaron en el capítulo anterior- explica en parte las paradojas del discurso educativo que conjuga ideales tan opuestos como la domesticidad y la emancipación, el sacrificio y el disfrute de los derechos. Los textos decimonónicos sobre la educación de la mujer constituyen también un perfecto exponente de los conflictos y la complejidad de esa modernidad recién estrenada.




Moda, educación y emancipación

El arraigo del discurso de la abnegación y el sacrificio del ángel del hogar tal vez pueda explicar, al menos parcialmente, el rechazo histórico de la moda y el lujo femenino: tales aficiones atentan contra el ideal de ser dedicado a los demás, sin ápice de egoísmo, capaz de renunciar a su identidad en favor de completar una semblanza familiar perfecta. La crítica reiterada de la moda y el lujo presente en los tratados sobre la educación sin duda tiene que ver con el hecho de que ambos se asocian con la vanidad, el deseo de destacar y dejarse ver; la moda apela al cuerpo y los sentidos, se liga a la autocomplacencia y lo individual y por eso la afición a los trapos no armoniza con las tareas del ángel del hogar, ni de la mujer de bien, como subraya Félix Bilbao en un discurso de 1918 en el que la moda y el lujo son concebidos como auténticas plagas sociales: «La moda y el lujo tienen algo de idolatría, pues convierten en ídolo el cuerpo, sacrificándolo todo a su adorno y compostura; tienen, por tanto, carácter de irreligión. Son instrumento y medio de corrupción de costumbres; tienen, pues, carácter de inmoralidad» (4, el énfasis mío). Pero, además, la excesiva atención al vestido tampoco se veía como algo positivo en una mujer que pretendiera instruirse pues se relacionaba con el cuerpo, la frivolidad y la pérdida de un tiempo precioso que, en vez de a la toilette, debiera dedicarse al estudio. El hecho de que el excesivo interés por la moda se considere impropiado tanto para la mujer de su casa como para la mujer que aspira a instruirse, explica el continuo rechazo de la moda y el lujo en los ensayos que aluden al tema de la educación, como ejemplifica a la perfección la obra de Concepción Arenal y Rosario de Acuña.


De Amar y Borbón a Concepción Arenal: La dignidad de las cosas pequeñas

El Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790) de Josefa Amar y Borbón (1749-1833)20 reitera muchos de los planteamientos típicos del siglo ilustrado en lo que respecta a la asociación de la mujer con el gasto, la crítica del lujo excesivo y la alabanza de la moderación en el vestir. Este tratado resulta especialmente significativo porque presenta una serie de ideas aparentemente contradictorias que reflejan el momento de transición en que se gesta la obra: en el trayecto hacia la modernidad, tras la revolución francesa. A medio camino entre el rechazo del lujo y la naciente afición al consumo, la obra de Borbón representa a la perfección el reconocimiento súbito de que algunas cuestiones que se han estado explicando históricamente conforme a las reglas de la «naturaleza» no son más que discursos pertenecientes al ámbito de la cultura. Lo más interesante del planteamiento de Amar y Borbón es que, en sus referencias a la moda, empieza haciéndose eco de las ideas de Fénelon y Rousseau21 sobre el gusto innato de las niñas por los adornos para, en unas pocas páginas, darle la vuelta al argumento y destruir esa identificación de lo femenino con la propensión al adorno, matizando que si las niñas parecen «naturalmente» más dóciles que los niños es probablemente a consecuencia de la educación y las primeras ideas que se les inculcan (220). Tras este titubeo entre lo que es innato y lo que se adquiere con la socialización, la reflexión de Amar y Borbón da un giro radical y la atención a la moda pasa a relacionarse con la educación que recibe la mujer, con el hecho de que desde niña se le enseña a agradar a los demás y con una existencia reducida a lo doméstico y cotidiano que la obliga a llenar su vida con aquello que los demás ven como frivolidades y pequeñeces pero que para ella constituyen el único campo en el que le es lícito expresarse y opinar:

«Los hombres se burlan de las juntas y concurrencias de las Señoras, porque casi todas hablan á un tiempo, tratan de mil pequeñeces, reproducen los mismos puntos que ya se han tocado, y con la pintura de un abanico ó el adorno de un peynado tienen materia para hablar muchas horas; pero si reflexionaran que este vicio depende mas de la educacion que se da comunmente á las mugeres, no inferirian de él la falta de talento. Si no se les enseña a otra cosa que á componerse y pasar el dia en visitas ó diversiones, precisamente han de hablar de modas y de aquellas cosas que ocurren diariamente en las familias... el entendimiento se hace fútil quando se emplea en monadas y en frioleras; pero es sublime quando aprende á meditar» [sic].


(229-230)                


Esta revisión de la «frivolidad natural de la mujer» como consecuencia directa de la educación que recibe (orientada a agradar a los demás, vacía de sustancia, cuidadosa siempre de que no sepa demasiado y se la tilde con el conocido dicterio de literata o bachillera) nos coloca en el punto de partida del pensamiento crítico emancipador que se difunde a lo largo del siglo XIX. En España una de las figuras más representativas de este movimiento es Concepción Arenal (1820-1893)22, cuya obra más conocida, La mujer del porvenir, fue escrita en 1861 pero publicada ocho años más tarde, seguida luego de trabajos de ideología más radical como La mujer de su casa (1881) o La educación de la mujer (1892). La mujer del porvenir contiene el embrión del pensamiento crítico de Arenal pero algunas de sus mejores ideas aparecen sólo esbozadas y se matizan o revisan en obras posteriores como La mujer de su casa. Arenal inicia su primera obra con un lugar común: argumentando que la mujer no sólo no es intelectualmente inferior al hombre sino que además es moralmente superior a él. La tesis fundamental de Arenal es que el hombre y la mujer tienen idénticas facultades y que la diferencia intelectual obedece únicamente a su distinta educación ya que las desigualdades no se aprecian cuando los dos sexos están sin educar. Para Arenal la única distinción reside en la educación escasa, frívola o nula que recibe la mujer y esa relegación histórica de su sexo conlleva la inexistencia de una vida intelectual femenina propiamente dicha: «[...] lo que se llama historia en la vida intelectual de la mujer es una patraña, porque no se puede hacer la historia de lo que no existe» (Mujer del porvenir 117). Arenal es perfectamente consciente de las ideas negativas que existen en el ambiente con respecto a la emancipación femenina, la educación de la mujer o el acceso de ésta al mundo laboral y la repercusión que pueden tener en el papel tradicional de madre y esposa:

«Los que se oponen a que la mujer influya en la sociedad como puede y debe, se apoyan en varios motivos, a los que dan el nombre de razones, y que pueden reducirse a tres:

  1. A la mujer que se ocupa en las cosas de afuera, le faltará tiempo para las de casa.
  2. La mujer que se ocupa en las cosas grandes, pierde el gusto y la aptitud para las pequeñas, que constituyen los quehaceres domésticos y el cuidado y el orden de la familia.
  3. Las virtudes sociales de la mujer, si no son incompatibles, perjudicarán, cuando menos, a las domésticas».

(Mujer de su casa 230)                


Por esta razón, la autora intenta dulcificar de alguna manera la píldora de su argumentación, presentando numerosos comentarios que parecen destinados a suavizar el contenido crítico y tranquilizar las conciencias, asegurando que la continuación de la mujer en sus funciones está asegurada: «[...] si tuviéramos la más leve duda de que la mujer, al cultivar su inteligencia, disminuía en lo más mínimo su cariño maternal, arrojaríamos estas páginas al fuego» (Mujer del porvenir 179) y afirmando que se mantendrán el status quo y las jerarquías: «[...] el hombre es físicamente más fuerte que la mujer; es menos impresionable, menos sensible, menos sufrido, lo cual le hace más firme, más egoísta, y le da una superioridad jerárquica natural, y por consiguiente, eterna, en el hogar doméstico» (Mujer del porvenir 168, el énfasis mío). Esta negociación de Arenal -quien intenta conjugar sus peticiones de cambio con la aseveración de que, en realidad, el sistema tradicional y el reparto de las esferas seguirán siendo los mismos- debe interpretarse a la luz del momento de transición en que escribe, consciente de que no es posible todavía una ruptura radical con el pasado. Ahora bien, a pesar de esa tendencia a quitar peso a ciertos planteamientos, asegurando la continuidad del sistema, La mujer del porvenir contiene el germen de ideas que, rodeadas de una capa de retórica que asegura su inocuidad, revisan de manera tajante creencias tan arraigadas como, por ejemplo, la de la vanidad femenina. Arenal habla en las primeras páginas del femenino deseo de agradar que, favorecido por una educación equivocada, la aboca a la frivolidad en el comportamiento pero, posteriormente, apunta que es la sociedad la que define la manera de actuar de los sexos ya que la naturaleza parte de la armonía entre ambos sexos pero la sociedad los desfigura luego, convirtiéndolos en opuestos (150). La ensayista llega a afirmar que la innata coquetería femenina es, en realidad, resultado del tipo de vida y expectativas que se le han asignado, es decir, no es natural sino social y culturalmente inducida. Esta idea se perfila de forma definitiva en «La educación de la mujer», obra que, publicada veinte años más tarde, presenta ideas más radicales y un tono más vehemente. En este breve ensayo, Arenal expone que la frivolidad no es exclusiva de la mujer sino que procede de una vanidad que es común a ambos sexos y si las mujeres parecen más propensas a ella es porque ése es el modelo que se le ha propuesto como deseable y porque no se la ha dejado acceder a otros espacios ni emplearse en otras cosas:

«Su frivolidad es natural, dicen, pero la afirmación parece más fácil que la prueba [...] el natural de la mujer ha venido a ser un laberinto, cuyo hilo no tenemos. Lo que se ha dicho de la vanidad, que se coloca donde puede, es aplicable a otros defectos: la actividad de la mujer, imposibilitada de emplearse en cosas grandes, se emplea en las pequeñas, sin que tal vez éstas tengan para ella un atractivo especial; juzgando por el resultado, se hace subjetivo lo que es objetivo, y no se ve que lo pueril no está exclusivamente en la cosa que halaga la vanidad, sino en la vanidad misma, que puede ser tan frívola buscando aplausos para un discurso en el Parlamento, como para un rico traje de última moda. No hemos asistido (ya se comprende) a ninguna recepción de Palacio; pero hemos visto a veces en la calle a los que a ellas iban, y desde el punto de vista de la frivolidad, no nos parecía que hubiese diferencia esencial entre las bandas, las cruces y los bordados de los hombres, y los encajes, las cintas y las flores de las mujeres».


(64-65, el énfasis mío)                


Por consiguiente, Arenal está negando esa vanidad y frivolidad que se han considerado históricamente características de la mujer y descartando, además, que se pueda conocer el carácter natural de un sexo dado que la «naturaleza», deformada por las instituciones y la sociedad, se ha convertido en un laberinto. En realidad, lo que Arenal está poniendo en tela de juicio es la asignación a la mujer de un carácter, esfera y papeles según principios y leyes que se consideran naturales, obviando el hecho de que, en tanto que ser social, la dimensión y eje que corresponde al ser humano es el de la cultura. En este debate en torno a la cuestión femenina, Arenal descarta el argumento de la naturaleza y subvierte la histórica acusación de frivolidad de la mujer para denunciar la relegación histórica de su sexo al silencio y la ignorancia. Resulta especialmente relevante la explicación que ofrece Arenal del interés de la mujer por las cosas pequeñas y por lo que se consideran puerilidades, como resultado de una educación que reprime y mutila su espacio y capacidades:

«El marido se queja de que su mujer está llena de caprichos; de que no piensa más que en trapos y joyas; de que por la cosa más fútil se disgusta y se irrita; de que insiste con porfiado empeño en lo que carece de importancia o de razón; de que con sus puerilidades vehementes forma como una red, que la envuelve y produce malestar, disgustos, en ocasiones conflictos y ruina. Pero ¿cómo no reflexiona que no pudiendo ocuparse en cosas grandes, ha de dar importancia a las pequeñas, y que reducida a un estrecho círculo, ha de multiplicar en él sus movimientos, como el pájaro en la jaula, y unir, a lo pueril o absurdo del objeto deseado, la vehemencia del deseo? El espíritu del hombre se ejercita en cosas más grandes y en mayor número; el de la mujer, que no es menos activo, tiene que limitarse a las de menor importancia, siendo cosa muy natural que forme porfiado empeño en conseguir las más insignificantes».


(Mujer de su casa 253)                


De forma similar se expresaba Louis Aimé-Martín cuando apuntaba que la devoción de la mujer por las cosas insignificantes procedía de una educación errónea que convertía a la mujer en una «víctima adornada» (58) a la que se educa por y para la vanidad, reducida a su belleza fugitiva. Las ideas de Arenal coinciden en buena medida con las de Aimé-Martín en el sentido de que ambos consideran que la vanidad es resultado directo del ideal que se propone a la mujer y la educación que se le otorga. Al impedírsele a la mujer que salga de casa, adquiera una cultura o tenga acceso a las profesiones, no se le deja otra esfera donde moverse que la de lo cotidiano y doméstico23 y, en última instancia, la de lo físico, es decir, se la identifica a priori con el hogar (subrayando su papel como madre y esposa), con su cuerpo (enfatizando su función reproductora) y con la moda (destacando su vanidad congénita) y ese discurso termina por encadenarla a ellos completamente:

«Otro inconveniente de no levantar el espíritu de la mujer a las cosas grandes es hacerla esclava de las pequeñas. Las minuciosidades inútiles y enojosas, los caprichos, la idolatría por la moda, la vanidad pueril, todo esto viene de que su actividad, su amor propio, tiene que colocarse donde puede, y hallando cerrados los caminos que conducen a altos fines, desciende por senderos tortuosos a perderse en un intrincado laberinto [...]. La mujer se hace esclava del figurín y de la modista, cifrando su bienestar en la elegancia y la riqueza de su traje, y en que la casa esté lujosamente amueblada».


(Mujer del porvenir 136)                


Esa identificación del ámbito femenino con el hogar y con el cuerpo ha sido subrayada por Amanda Vickery en su estudio del valor asignado a los objetos culturales según la categoría de género. Al examinar la peculiar relación de las mujeres con sus bienes Vickery apunta que los inventarios o testamentos femeninos revelan una mayor inversión emocional con respecto a los bienes y pertenencias -en su mayor parte ropa, accesorios, joyas o muebles- que tiene que ver con su función como vehículos de expresión y transmisores de su historia (294). En otras palabras: dado que la mujer ha tenido impedido u obstaculizado el acceso a las profesiones, los oficios públicos y a cualquier espacio que no fuera el doméstico, se ha visto forzada a encontrar un cauce de expresión a través de su entorno y de su propio cuerpo, elementos con los que históricamente se la ha asimilado, tal y como deja entrever Simmel al subrayar que el hogar ha sido «la gran hazaña cultural de la mujer» («Cultura» 41).

Para Arenal el hogar y la moda constituyen el ámbito de la actividad femenina24, y, dado que siempre se tiende a dar importancia a lo que se hace, surge así la esclavitud de las cosas pequeñas (Mujer del porvenir 136). En este sentido, resulta de especial interés examinar la evolución en el pensamiento de Arenal con respecto a esas pequeñeces que constituyen la vida de la mujer y que se han contemplado históricamente con miopía y condescendencia, como dejaba entrever Fénelon: «[...] las cosas pequeñas se deben tratar como pequeñas, y de ningún modo con el cuidado de las grandes [...]. ¡Que vergüenza no causa el ver á una muger irritada por un guisado mal sazonado, por una cortina mal doblada, ó por una silla colocada un poco más alta ó mas baja!» (166-168). En La mujer del porvenir la propia Arenal todavía le asignaba poco valor a la esfera cotidiana, relacionándola con la incapacidad de la mujer para hacer cosas más grandes y considerando que esa enajenación la encadenaba al «yugo de las cosas pequeñas» (136). En cambio, en La mujer de su casa da un giro a esa idea, ofreciendo una revisión crítica de la distinción entre «cosas grandes» y «cosas pequeñas» o, lo que es lo mismo, de la separación entre alta y baja cultura: «Hay, pues, que suprimir en gran parte la distinción de cosas grandes, en que se ocupan los hombres, y pequeñas, reservadas a las mujeres, porque una cosa es el provecho que se saca de la obra, y otra magnitud en el sentido del mérito y de la necesidad, para realizarla, de ejercitar facultades superiores» (238-239). Arenal, reclama en esta obra la dignidad de la esfera de lo femenino, considerando que no hay antagonismo entre los trabajos del espíritu y los materiales, entre los hechos cotidianos y los «grandes» hechos, reivindicando actividades como la cocina, la costura y las tareas del hogar:

«[...] los motivos no son razones, y ¿cuál habrá para que sea honorífico cazar un venado y degradante prepararle de modo que pueda comerse [...]. ¿Es más espiritual comer y beber que prepararse la comida? ¿Comprar una corbata que una perdiz? ¿Lavarse las manos que coser un guante? ¿Afeitarse que barrer y limpiar el polvo? [...] los que afirman como un axioma la incompatibilidad entre coser calcetines y meditar sobre asuntos graves, se equivocan».


(ibid. 239-243)                


Esta afirmación se adelanta en cien años a la perspectiva adoptada por los estudios culturales y su revalorización de los objetos y el ámbito cotidiano. Tan avanzado enfoque tiene, no obstante, sus límites en el hecho de que Arenal no alude en ningún momento al aspecto creativo o artístico implícito en esas representaciones que utilizan como soporte la casa o el cuerpo. A pesar de esa elevada consideración de la esfera de las actividades consideradas tradicionalmente como «femeninas», la autora de La mujer del porvenir identifica el adorno doméstico y personal con el recargamiento y el mal gusto y subraya que es preciso simplificar la vida de la mujer, elevándola y extendiéndola para que no pierda el tiempo en tareas que producen un resultado que atenta contra la higiene y la estética (ibid. 234). Aunque Arenal legitima las «pequeñas cosas» de la mujer, otorgándoles la misma importancia que las que desarrollan los hombres e intuitivamente reivindica lo que se ha dado en llamar cultura femenina, en ninguno de sus ensayos llega a dar el paso siguiente, que hubiera sido valorar la moda y el adorno como representaciones de esa cultura. Probablemente no era ese el momento para una reivindicación que sí está presente -como se verá- en la obra de Carmen de Burgos unas décadas más tarde.

Arenal -igual que Acuña- percibe la moda de forma genuinamente negativa, asociada a la incomodidad, la esclavitud de la imagen y el seguimiento pasivo y servil de los figurines. No obstante, su reivindicación de las tareas menores y de la esfera cotidiana constituyen un primer paso significativo para que esa «mezquina esfera de la moda» (Mora 64) se convierta en objeto de estudio teórico en varios ensayos finiseculares, al tiempo que se prepara el camino para la visión que ofrecerá Burgos de la moda y las «cosas pequeñas» como campo de expresión artística de la mujer.




Los resabios del pensamiento ilustrado: La diatriba contra la moda y el lujo de Rosario de Acuña

Rosario de Acuña (1851-1923) fue librepensadora, masona, dramaturga, poeta y articulista25 y despertó a lo largo de su vida todo tipo de controversias. En 1911 se vio obligada a huir a Portugal, por temor a ser condenada a prisión, dada la polémica despertada por su artículo «La jarea de la universidad» en el que expresaba su indignación y repulsa por un suceso relacionado precisamente con el acceso de la mujer a la educación superior: la agresión sufrida por unas estudiantes universitarias americanas por parte de alumnos españoles frente a la Universidad de Barcelona. La obra de Acuña pone el énfasis constantemente en la educación de los dos sexos como base para una regeneración de la sociedad a través de la familia. Su ensayo La casa de muñecas (1888) propone un ideal de coeducación que no tuerza las inclinaciones naturales según patrones de género preestablecidos y erróneos y destaca, a su vez, el papel de la mujer como compañera igual del hombre en la sociedad venidera, con palabras que recuerdan la primera obra de Arenal: «[...] la mujer del porvenir; radiosa mitad humana que entrará en los mundos de la ciencia y del arte» (55). En el ensayo titulado «Algo sobre la mujer» Acuña rechaza tajantemente la supuesta inferioridad de ésta y, con un razonamiento similar al de Arenal, subraya la igualdad entre los sexos explicando todas las diferencias intelectuales por la insuficiencia educativa26. En este mismo ensayo Acuña advierte de los peligros de una emancipación que le parece tan ridícula como innecesaria ya que la mujer tiene, sino de derecho, el poder de hecho (o, como se dice popularmente, bajo mano), y sugiere la posibilidad de que esta emancipación podría disminuir el «poder incondicional» (9) de las mujeres. No obstante, la autora insiste en que se debe aprovechar un elemento muy positivo que forma parte del discurso pro emancipación: el derecho a la instrucción más amplia. Leyendo entre líneas, lo que evidencia este ensayo de Acuña es una preocupación por el hecho de que la mujer en ese momento no está aún preparada ni educada para asumir su emancipación, a la vez que existe una rotunda negativa a declararse esclava susceptible de ser emancipada por los otros. Estos aspectos quedan aclarados a la luz del discurso de Acuña en 1888, de tono más radical, donde se apunta que la emancipación sólo puede venir de las mismas mujeres: «[...] todo engrandecimiento que le llegue á la mujer en el orden social por determinación del hombre, solo servirá para especificar más claramente su inferioridad [...]. Nosotras no debemos esperar nada sino de nosotras mismas, no por terquedad de rebeldía orgullosa, sino por convencimiento» («Consecuencias» 3), palabras que responderían a planteamientos como el de Francisco Nacente, quien recalcaba que la tarea de emancipar a la mujer correspondía, en realidad, a los hombres.

Un aspecto que se reitera constantemente en los ensayos de Acuña es la crítica a la vida urbana y la modernidad que contrasta con la alabanza de la naturaleza y la vida en el campo. Para esta librepensadora la era moderna ha significado la degeneración y corrupción de la sociedad, lo que la lleva a proponer un ideal utópico, rural e idílico, que pueda regenerar ese organismo enfermo de modernidad. Ese ideal aparece reflejado en ensayos como La casa de muñecas o «Influencia de la vida del campo en la familia», que contienen una propuesta de regeneración a través de la vida agrícola, el alejamiento del mundo urbano, el aislamiento de la sociedad, el contacto con la naturaleza, la educación y la higiene: «Nada de pueblos, nada de aldea; la casa de campo sola, aislada; en torno de las tierras de laboreo, los olivares y las viñas; en el interior el huerto, los corrales, el tinado; mucha luz, mucho sol por todas partes» («Influencia» 114). Para Acuña, la semilla de la regeneración está en la vida agrícola sencilla y apartada de vecinos y en una existencia frugal e higiénica que renueve el cuerpo social. El rechazo de la modernidad presente en sus obras se articula a través de una crítica de los símbolos de esa modernidad analizados en el capítulo anterior: la ciudad y su nuevo ritmo, el reloj, la sociedad de consumo, el dandismo y los cosméticos y especialmente el lujo y la moda. Esta autora percibe las ciudades como «grandes centros donde se amontonan las pasiones bastardas, las ambiciones mezquinas, los pensamientos innobles» (ibid. 100) que son la encarnación del vicio, la inmoralidad y la insalubridad porque envenenan el cuerpo y el espíritu; mientras que la vida social es un «infierno de rencores, chismes y puerilidades» (ibid.), razón por la cual ese ideal campestre debe vivirse en el aislamiento y en contacto directo con la naturaleza y no en pueblos o aldeas que reproducen los vicios de las ciudades. La ciudad y la modernidad se identifican con las aglomeraciones y la pérdida de la noción del tiempo, idea que subvierte la impresión de nueva velocidad y ritmo apuntada por Simmel y Baudelaire que ha sido analizada en el capítulo anterior. Simmel considera que la nueva existencia está encarnada en el objeto de moda del momento, los relojes de bolsillo, que para Acuña, en cambio, representan la enajenación absoluta, pues muestran que se ha perdido toda relación natural con el devenir temporal. Mientras que Baudelaire se sentía fascinado por el vértigo efímero y fugitivo de la vida urbana y Simmel apuntaba la intensificación de la conciencia en ese entorno -frente a la predictibilidad del mundo rural- Acuña percibe la modernidad como empobrecedora y alienante, un ámbito en el que el corazón del hombre se apaga envolviéndose en la indiferencia y el escepticismo («Influencia» 103). A diferencia también de Baudelaire, quien consideraba al dandi como artista y aristócrata espiritual y a la mujer maquillada como paradigma de la belleza en la modernidad, Acuña lo dibuja como ser básicamente frívolo que «pasa el dia ensayando comedias para echarlas en el teatro casero, ó comentando los trajes y costumbres de los vecinos» [sic] (ibid. 101), mientras que la coqueta le parece un ente casi irracional, más cercano a lo animal que a lo humano («Intermediarios» 47). Esta crítica de la modernidad, junto con la obsesión regeneracionista, coloca a Acuña en una posición singular de eslabón entre el siglo ilustrado y el siglo XX. En muchos aspectos su obra refleja los resabios del pensamiento ilustrado como, por ejemplo, su preocupación por el progreso que contrasta con una concepción de lo moderno» percibido como amenaza y sus críticas a la ciudad son muy similares a las que aparecen en el Discurso CXXI de El Censor, con una diferencia: si los editores del periódico consideran la provincia como cantera de valores tradicionales y baluarte de lo castizo frente a la degeneración extranjerizante, Acuña ve las aldeas y pueblos como reproducción de las mismas mezquindades y miserias de las ciudades. Pero, al mismo tiempo, esa preocupación de la escritora por la degeneración de los pueblos, la crisis de la agricultura, la situación del campo y, en definitiva, el «problema» de España, la unen también al ideario regeneracionista del noventa y ocho27. En estas coordenadas de desprestigio y crisis de la modernidad no resulta sorprendente que Acuña arremeta contra la moda, siendo ésta el emblema por excelencia de la modernidad. La guerra declarada de Acuña en sus ensayos al lujo y a la moda -conceptos que superpone constantemente- adopta un tono muy similar al de la diatriba ilustrada contra el lujo superfluo e inútil. Si Cadalso distinguía entre un lujo positivo y útil a la nación y un lujo negativo, orientado fundamentalmente a la compra de artículos de importación que arruinaban las arcas del estado, Acuña se hace eco de una distinción entre el lujo existente en las ciudades y el que existe en los pueblos siendo el primero un mal menor, en tanto que genera necesidades y empleo:

«[...] los centros populosos [...] promovedores que son de infinitas necesidades, dan trabajo y alimento á miles de trabajadores, que gracias á los vicios de los de más arriba, tienen pan para sus hijos y abrigo para sus ancianos [...] estos vicios de los grandes centros de población son el necesario regulador de las fuerzas sociales, puesto que arrancan el óbolo de las manos del que acaso no lo daria si no fuese por satisfacer una pasion, para entregárselo al que tal vez no lo recogeria si no fuera al precio de su trabajo» [sic].


(«Lujo» 144)                


Tanto Acuña como Pilar Sinués28 y Arenal se hacen eco de una visión nostálgica de un pasado más frugal en el que el derroche sólo era asequible a los más pudientes; también coinciden Arenal y Acuña en su preocupación por el hecho de que el amor al lujo se ha extendido a todo el cuerpo social, o, lo que es lo mismo, que nos encontramos ya dentro de la moderna sociedad de consumo. Acuña reitera una y otra vez lo negativo y corruptor del lujo y especialmente su perniciosa influencia en el medio rural, donde ni siquiera genera empleo, a diferencia de lo que sucede en las ciudades:

«Esta carcoma, este mal invasor, repugnante siempre en los grandes centros de las naciones y mucho más en los hogares del agricultor [...] el lujo ruin, estrecho, lleno de privaciones y congojas, sacrificador de rentas y de capitales [...]. Celestino de las doncellas, cómplice de los adulterios, violador de los derechos paternales, langosta terrible de nuestros campos [...] lujo estéril de las sociedades rurales [...] enfermedad moral que aqueja á nuestros pueblos».


(ibid. 141-142)                


Esta crítica al consumo en alza tiene que ver con una transformación radical que se está produciendo a finales del siglo XIX y que se define con la expresión zolesca «democratización del lujo» que alude al cambio de un modo de consumo elitista al consumo de masas, entendido este último como la llegada de mercancías similares a todas las regiones geográficas y a todas las clases sociales, tal como subraya Williams que sucedió en Francia a finales del XIX (11) y como Acuña deja entrever que estaba sucediendo también en España. Acuña liga el descuido de la agricultura y el abandono de los campos a la generalización o anhelo del lujo en todos los ámbitos de la vida y deplora especialmente el hecho de que en los hogares campesinos reine con frecuencia el mal gusto que imita toscamente la decoración de las ciudades. En «El lujo en los pueblos rurales» se pone también de manifiesto la desolación de la autora ante el hecho de que en las casas de los jornaleros falte con frecuencia lo más imprescindible porque se privan de ello para poder satisfacer el hambre de lujo y la vanidad y poseer, en cambio, «el imprescindible gabán de merino con su fleco alrededor [...] las sayitas con volantes de sus hijos, la americana con solapa de terciopelo del jornalero» («Lujo» 157). Acuña no repara aquí en el valor añadido que puedan tener tales prendas para estas personas con jornadas de trabajo interminables e imposibilitadas para mantener su ropa limpia durante esas tareas, ni en el sentido ritual asignado a esos objetos tanto por la clase trabajadora como por la campesina que, históricamente, han marcado el domingo o día de descanso (momento en el que no se la identifica exclusivamente con la producción y el trabajo) con elementos como el baño semanal, la compra del periódico y la utilización de prendas más o menos elegantes reservadas exclusivamente para ese día. A este respecto resulta interesante apuntar la revisión reciente de esta idea moralista del consumo por parte de autores como Barón Douglas y Mary Isherwood que subrayan la capacidad de éste como creador de sentido e identidad, considerando que es un proceso activo en el cual todas las categorías sociales son continuamente redefinidas (45). En definitiva, la valoración de los objetos es siempre subjetiva y por eso consideramos valiosas las cosas que se resisten a nuestro deseo de poseerlas. Ese valor basado en el deseo explicaría el encanto que las prendas de moda o los vestidos elegantes tenían en ese momento para las clases trabajadoras o para los campesinos. Acuña ignora o descarta la carga simbólica presente en tales artículos y critica el hecho de que los campesinos «busquen tan sólo en el jornal ó salario el medio seguro para arrancar algún pingajo más a las deidades de la moda» (ibid. 157).

Unos pocos años después, Jane Addams29, en su obra Democracy and social ethics (1902) muestra una conciencia mayor del valor atribuido por la clase trabajadora a ciertos marcadores de posición que son los únicos a los que puede acceder, y esta autora critica la poca perspicacia de personas que, ocupadas en labores de filantropía o caridad, han sido educadas considerando vulgar prestar demasiada atención a las apariencias y a quienes les molesta el gasto excesivo de los pobres en ropa o el hecho de que no lleven prendas que reflejen inmediatamente su condición. Para Addams, las personas de buena familia pueden permitirse ser simples y austeras en su atuendo porque su status no se cuestiona, pero las mujeres trabajadoras, privadas de cualquier lujo, saben muy bien que el vestido se «lee» constantemente como indicio de posición social y que se las suele someter a escrutinio por su estilo y apariencia.

La obra de Acuña, en su proyecto regenerador, refleja una absoluta falta de comprensión ante la importancia asignada por las familias campesinas u obreras al hecho de poder vestir ciertas prendas más o menos de moda en ocasiones especiales, tal y como subrayan Wilson y Taylor: «[...] para los pobres las ropas nuevas ejercían un poderoso atractivo porque implicaba una posibilidad de escape de la penuria a la que la mayoría permanecían condenados toda su vida» (41). Este valor representativo y simbólico concedido a las prendas hacía que las prefirieran a ciertas comodidades que no eran visibles socialmente y carecían, por tanto, de su poder de seducción. A su vez, Acuña considera que el lujo provinciano es imitación de lo visto en la ciudad o capital, lo asocia con la vanidad y con el deseo de despertar la admiración y la envidia de los otros y piensa que favorece que esa clase ociosa crezca cada vez más y decaiga la agricultura porque todos quieren vivir con señorío («Lujo» 148-158). Estas explicaciones del consumo de los campesinos coinciden grosso modo con el ensayo de Veblen -sólo unos años posterior- y su análisis de la clase ociosa como aquella dedicada al consumo ostentoso y la consideración de que la raíz de la propiedad está en la emulación y el deseo de distinguirse de los otros.

Otra cuestión de interés en estos ensayos de Acuña tiene que ver con la marcación de la moda con rasgo de género, aspecto que la acerca a la óptica dieciochesca, pues la escritora no establece ninguna distinción entre la afición a la moda y la preocupación por la apariencia de hombres y mujeres, al igual que Eijoecente, Cadalso y los editores de El Censor arremetían contra petimetres y petimetras indistintamente. Si Arenal consideraba a las mujeres esclavas del figurín, Acuña -igual que hará Burgos- destaca que los dos sexos padecen esta enfermedad y satiriza por igual al labrador «adornado de los mil dijes con que la moda convierte al hombre en caricatura» («Lujo» 155) que a la campesina ensimismada en la preparación de sus vestidos de paseo y recepción. A la luz de esta indistinción genérica debe examinarse otro ensayo de Acuña titulado «Los intermediarios» que es fundamental para comprender su valoración negativa del lujo y la moda. Acuña expone aquí su teoría de que existen dentro del género humano seres -a los que bautiza con el nombre de intermediarios- que no han evolucionado completamente y tienen rasgos a medio camino entre el hombre y el animal. La descripción del intermediario que ofrece Acuña es heredera de las teorías fisionómicas e insiste en ver el vicio o la bondad escritos sobre el cuerpo, de ahí que la visión de esos intermediarios coincida perfectamente con la noción de «cuerpos perversos» que llevan inscrita en su piel la desviación del canon (Terry y Urla 4) y cuya descripción coincide casi exactamente con la de los petimetres amanerados, chillones e incontinentes que aparecían en tantos textos ilustrados. Estos «intermediarios» delatan a través de su físico y gestos el alejamiento de la figura del hombre racional y civilizado, igual que los petimetres se distinguían del hombre de bien. Acuña dibuja a los intermediarios como seres afectados, cuya risa parece «el grito de un pavo real» («Intermediarios» 41) al tiempo que la «intermediaria» es un ser todavía más afectado y «perfectísima imitadora de cuantos maniquís viste la moda» (ibid. 42). De esta forma los «intermediarios» serían figuras de desarrollo fracasado, coquetos y artificiosos, próximos a lo animal, que utilizan un lenguaje extranjerizante, y son aficionados a la moda y los cosméticos. En última instancia, Acuña clasifica a estas personas que siguen la moda como seres retrasados, que no han podido evolucionar lo suficiente.

En definitiva, la interpretación que Acuña y Arenal ofrecen de la moda y los ideales estéticos que se le imponen a la mujer es que son auténticos mecanismos de corrección y disciplina, incómodos y antihigiénicos. Acuña destaca el hecho de que la moda impone un canon imposible que parece complacerse en deformar el cuerpo, contenerlo y eliminar las curvas naturales, aludiendo a lo constrictivo de ciertas prendas que quitaban la libertad de movimiento, como podía ser el corsé: «[...] aquella hermosura suave y ondulada que lleva en sí algo de inmaterial [...] se hunde sumida en un caos de ángulos y recortes; y la mujer, figurín con cintura de avispa, seno de bacante, plantas de pájaro y rigideces de escultura, sustituye á la bella mitad del género humano, estrujándola en un tipo de hermosura risible» («Consecuencias» 3). Al hilo de esta descripción se hace manifiesto que Acuña considera la moda -y las diferentes siluetas que ésta impone- como un molde indeseable, que constriñe a la mujer y su crítica armoniza perfectamente con los movimientos en favor de la «Reforma del vestido» que se suceden durante la segunda mitad del siglo XIX y que pretenden una reforma de la moda desde el punto de vista higiénico y estético30. El ideal de Acuña es rotundamente higiénico pues critica el atuendo de moda por quitar libertad de movimientos al cuerpo y aboga con entusiasmo por la ropa blanca, sencilla, sin adornos que se convierten en nidos de suciedad y complican el lavado (Lecturas 71-73).

La visión de la moda que ofrece Acuña no tiene ni un solo rasgo positivo y se relaciona con lo antinatural y con lo irracional. Al mismo tiempo, esta clasificación de la moda como pueril enlaza con la identificación de la mujer con la vanidad y la visión de la moda como asunto vano. Como subraya Entwistle, la caracterización de la moda como trivial y frívola ha significado en realidad una condena histórica implícita de la mujer y su cultura (75), a esta visión va a responder la obra de Carmen de Burgos, El arte de ser mujer, unas décadas más tarde.




Carmen de Burgos: Ser una misma

Carmen de Burgos (1867-1932) firmó con el pseudónimo de Colombine sus numerosísimos artículos, relatos, ensayos, traducciones, libros de viajes y novelas31. Algunas de sus reivindicaciones más importantes incluían el voto femenino, la abolición de la pena de muerte, el derecho al divorcio (con tal vehemencia que sus detractores la apodaban «la divorciadora»), la supresión del artículo 438 del Código Civil (que permitía al marido asesinar a la esposa adúltera) y la igualdad de salarios para ambos sexos. En lo que respecta a la educación de la mujer Burgos considera también que la supuesta superioridad intelectual del hombre sólo obedece a la falta de cultura de las mujeres («Educación» 70), planteamiento que coincide completamente con el de Acuña y Arenal en lo que respecta a la supuesta inferioridad mental de la mujer. Burgos llegó incluso a traducir del alemán uno de estos tratados antifeministas, Inferioridad mental de la mujer (1906) de P. J. Moebius, con el propósito de desterrar tales asunciones. Otros aspectos del ideario de Burgos la separan radicalmente del pensamiento decimonónico, anticipándose en varias décadas a la teoría más reciente en dos aspectos clave: su defensa de la moda como recurso expresivo y como objeto de estudio serio y su valoración positiva del lujo y el consumo. Las ideas de esta autora son radicalmente opuestas a las de Acuña o Sinués pues, aunque Burgos relaciona el lujo estrechamente con la moda, lo descarga de cualquier juicio moral identificándolo con el progreso, la civilización y la democracia: «El lujo es condición indispensable del refinamiento de la moda. Ir contra él equivale casi a ir contra el progreso y la civilización [...]. Ni creo que el lujo de los ricos sea inmoral [...]. El lujo de las grandes damas, es bienhechor para las industrias que de él viven, y no puede ser motivo de censura; la democracia hace que soberana y burguesas ricas vistan con igual ostentación» (Arte de ser mujer 93-99).

En relación con el lujo y el consumo cabe destacar que Burgos caracteriza a la mujer moderna por su estilo y personalidad, pero también por los objetos que posee y que la ligan a las nuevas velocidades de la modernidad: el reloj, el automóvil y el teléfono. La mujer del siglo XX es, por tanto, una consumidora nata que ya no pretende ajustarse al canon de naturalidad prescrito obsesivamente en los libros de etiqueta, pues, como subraya Colombine, «ya no le basta sólo ser bella. Las sociedades modernas se han hecho más refinadas, y el hombre exige ahora no una belleza natural únicamente, sino la exquisitez de su compañera» (Arte de ser mujer 19). Burgos liga esta exquisitez a conceptos complejos que se relacionan con el chic y la distinción en tanto que «la elegancia ha matado a la belleza» (20). El retrato de la mujer propuesto por Burgos recuerda al dibujado por Baudelaire de la mujer adornada con cosméticos como epítome de la belleza moderna (65) pues Colombine nos presenta a una mujer emancipada, delgada, maquillada y depilada, que fuma y conduce un automóvil. Sin duda este retrato peca de elitista y no representa más que a una minoría muy selecta de mujeres, tal y como subrayan Wilson y Taylor: «[...] la emancipación social -la libertad de beber, fumar, incluso hacer el amor y salir sin carabina- [...] era, en todo caso, una opción sólo para esas pocas mujeres que ya eran social y económicamente independientes» (79). Con respecto a estas ideas de emancipación o feminismo, es preciso destacar que está presente en Burgos una estrecha identificación entre los progresos en el campo de los derechos de la mujer y los cambios que experimenta la moda, aspecto que tiene que ver con su noción de ésta como expresión del Zeitgeist o espíritu del momento:

«La moda, que los espíritus superficiales miran como cosa frívola, encierra un sentido profundo, que no han desdeñado tomar en cuenta sabios y psicólogos para completar los estudios sociológicos más serios [...]. Algo muy importante, muy recóndito, capaz de revelar por sí solo toda el alma de una época, todas las costumbres y todo el espíritu de un pueblo. En este caso está el arte de la indumentaria: la moda».


(Arte de ser mujer 27)                


En consecuencia, Burgos explica los cambios en la moda que viste esa mujer moderna de los años veinte (pelo corto, faldas por mitad de la pantorrilla, ausencia de corsé o faldones) como indicios directos de la nueva posición de la mujer en la sociedad, de los avances del feminismo32, de la influencia de los deportes y del ingreso absoluto en el espacio público, frente al sedentarismo característico del siglo anterior:

«[...] ¿podemos dudar que el zapato yanqui, el tacón militar, el sombrero semi-masculino y el traje sastre son productos del feminismo, de la necesidad de trabajar y de tomar parte activa de la vida moderna, que experimenta la mujer al salir de la dulce reclusión del hogar? Más aún. Los sports, reivindicación de nuestro siglo, crean modas nuevas, trajes á propósito para la necesidad que desarrollan».


(ibid. 30)                


Esta lectura de la moda como resultado o reflejo directo de cambios sociales, políticos o económicos ha sido revisada por la teoría reciente, que rechaza esa interpretación simplista de la moda como espejo fiel del momento. El ejemplo más perfecto de la imposibilidad de ver los cambios en la moda como resultado de cambios históricos sería la insistencia en identificar la supuesta «liberación» femenina sucesivamente con el abandono del corsé, el pelo corto de la garçonne de los años veinte, con la minifalda en los sesenta, con la quema de los sujetadores de los setenta o el «power dressing» de los ochenta. No cabe duda de que la vida más activa, las nuevas nociones de higiene y el gusto por deportes como el ciclismo33 requieren la desaparición de prendas constrictivas como el corsé o el miriñaque, tal y como subraya Colombine: «Los tirabuzones, la crinolina, el miriñaque, que aún no hace un siglo se usaban, no podría llevarlos la mujer que sube en un tranvía, un automóvil o un aeroplano» (Mujer moderna 251), pero esa mayor libertad de movimiento se ha logrado en otros momentos de formas diversas: con bombachos, pantalones o faldas largas y flotantes. Así, por ejemplo, Paquin diseñó los «vestidos momia» en 1939 que ceñían absolutamente un cuerpo que parecía vendado, pero utilizando un tejido de terciopelo elástico para que no impidieran caminar con libertad (Watson 35).

A este respecto, Steele ha subrayado la dinámica interna de la propia moda, apuntando que los sucesos históricos y los cambios en la actitud popular que éstos lleguen a generar, puede parecer que precipitan cambios dramáticos en la moda pero, en realidad, el estudio de tales alteraciones revela con frecuencia que las raíces del cambio preceden al evento, como ejemplifica el hecho de que la silueta y estilo modernos que se supone inaugura la Primera Guerra Mundial estaban ya de alguna manera definidos entre 1907 y 1913 (Fashion 6). A esto se podría añadir que la falda no sube a la altura de la rodilla más que por un breve espacio de tiempo entre 1926 y 1928, es decir, mucho después de terminada la guerra, y no tiene nada que ver con la incorporación de la mujer al trabajo entre 1914 o 1917 ya que, hacia 1930, las faldas habían vuelto a bajar de forma drástica, lo que -de seguir la teoría del cambio en la moda como resultado de acontecimientos históricos- nos llevaría a pensar que la «liberación» de la mujer ha dado marcha atrás. Otro ejemplo de la complejidad de las influencias que pueden generar cambios en la moda se relaciona con el abandono definitivo del corsé, que no tiene tanto que ver con la «gran guerra» y la incorporación de la mujer al mercado laboral, como con la moda del orientalismo inaugurada con la línea «Directorio» diseñada por Paul Poiret en 1909 coincidiendo con la llegada a Europa de los Ballets Rusos y que se caracterizaba por los talles altos, turbantes, tejidos más finos y estilo más fluido, es decir, que el cambio hacia líneas menos duras y ropa más suelta procede de la alta costura, o lo que es lo mismo, se genera dentro del propio sistema de la moda. En definitiva, ni el estilo de los años veinte ni la minifalda liberaron a la mujer, ni son, como apunta Burgos, expresiones del feminismo del momento, como tampoco es exacta la visión de la mujer encorsetada del XIX como esclava sumisa y masoquista (Roberts 557), pues, entre otras cosas, las prendas de moda nunca tienen un valor estable y fijo; y, en este sentido, las múltiples interpretaciones que se le han dado al tacón de aguja -accesorio que se vuelve a poner de moda de nuevo al menos una vez cada década- como ejemplo de sumisión femenina o de poder sexual de la mujer emancipada, destruyen tal pretensión de atribuir significados precisos a las prendas y siluetas de un período dado.

Queda, por último, analizar otro aspecto muy novedoso del pensamiento de Burgos relacionado con el lazo que establece entre la moda y el arte: su reivindicación de la moda como objeto de estudio, vehículo de expresión y forma artística. Esta defensa se anticipa en muchas décadas a la teoría que centra su atención en la moda, coincidiendo con el auge de los estudios culturales. Burgos revisa muchas de las ideas que circulan al respecto y que considera caducas, como, por ejemplo la catalogación de la moda como asunto frívolo, tema clave en su introducción a El arte de ser mujer, donde empieza ironizando sobre la frivolidad, para luego subvertir esa categoría:

«Este es un libro de estética atrevida, superflua, pueril, en el que me he decidido á abordar con toda audacia la difícil, complicada y tenue psicología de la moda [...]. Este es un libro que yo hubiera querido llevar á la mayor perfección y elevar todos los temas frívolos hasta un punto diáfano, ideal, de una exquisitez celeste [...]. Toda una vida merecería dedicarse al idilio puro con las bagatelas de la moda, que desdeñamos injustamente».


(9-10, el énfasis mío)                


Colombine empieza sugiriendo la puerilidad de la materia a tratar para luego destacar la importancia de esas «bagatelas», colocando el tema en posición de ser tratado desde una perspectiva intelectual, como pone de manifiesto el subtítulo escogido para la primera parte de esta obra: «Estética y psicología de la moda». El asunto es, por tanto, susceptible de análisis serio, y la autora ofrece en La mujer moderna y sus derechos una aproximación a la historia de la moda y un intento de explicación de sus motivaciones y en El arte de ser mujer una reflexión idéntica sobre la historia del lujo. Este interés de Burgos por la moda se refleja también en sus novelas, así, por ejemplo, en Quiero vivir mi vida, el doctor Alfredo -el personaje más positivo y simpático de la obra- eleva la moda a la categoría de ciencia y la iguala no con lo irracional y absurdo (como se insiste en hacer desde el siglo XVIII) sino con la misma lógica: «[...] la moda me parece una ciencia utilísima, que es una rama de la lógica; por eso las mujeres, que tienen una gran lógica, se preocupan tanto de ella» (88). El hecho de que esta declaración esté en boca del personaje más intelectual de la novela le quita todo matiz irónico: para Burgos la moda tiene la categoría de arte y de ciencia. Por esa misma razón, Colombine rechaza la identificación de las variaciones de la moda con la frivolidad, subrayando en cambio su naturaleza efímera causada por una poderosa relación con el presente: «La misma naturaleza de la moda [...] exige en ella una constante variación [...]. La mujer á la moda nos regala el presente, y como éste es tan efímero, ha de encarnarlo en algo efímero» (Arte de ser mujer 55). La perspectiva adoptada por Burgos en materia de moda es, por tanto, ontológica, subrayando su esencia inmutable y, al mismo tiempo, su dinamismo y variedad en el devenir, lo que genera la permutación constante de elementos (ibid. 60).

Tal vez uno de los aspectos más interesantes que aparecen en El arte de ser mujer sea precisamente esta reivindicación de la moda como arte en dos niveles sucesivos: a) la moda es expresión artística, equiparable a las otras artes; y, b) la moda es expresión del arte de la mujer que «muestra su pasión por la estética en la pasión por la moda» (75). Dentro de este primer nivel que relaciona la moda y las artes, Colombine expone varios aspectos que ejemplifican esa relación: la noción de Zeitgeist, el lenguaje poético que utiliza la moda, los lazos entre ésta y las otras artes y la valoración del modisto como artista.

Burgos iguala la moda con la arquitectura, la música o la literatura por su papel como espejo de la época: «Arte34 y ciencia, no podemos desdeñar la indumentaria, como no podemos desdeñar la arquitectura ó la música. Una forma de traje corresponde á un estado del espíritu de un pueblo lo mismo que su literatura o su estilo arquitectónico» (Arte de ser mujer 27-28). Colombine destaca también el lenguaje específico de la moda y alaba el lenguaje poético presente en las revistas de moda, lleno de riqueza y dinamismo, hasta el punto de llegar a superar a la expresión literaria:

«En las descripciones de la moda se dan flores de estilo de una rareza y de una belleza extraordinarias. Es lástima que mueran al nacer en el jardín pueril de las revistas de modas esos preciosos hallazgos, esos exquisitos entrecruzamientos [...]. Se renueva este estilo de la moda de una manera prodigiosa. Necesita dar siempre la novedad y esto requiere un estilo nuevo; no se estanca nunca, y bueno sería que muchos literatos se dieran una vuelta por las revistas de modas».


(ibid. 12)                


En lo que respecta a la relación de la moda con las bellas artes, Colombine subraya que la moda se inspira especialmente en la pintura, con la que mantiene relaciones y semejanzas, en tanto que un museo de pintura es siempre un museo de historia del traje (ibid. 39), aspecto que se aproxima a la visión de Anne Hollander del vestido como arte visual en estrecha relación con otras formas artísticas basadas en la imagen (sean éstas retratos, fotografías, figurines o ilustraciones) de forma que un vestido se parece más a una pintura que a cualquier objeto de la vida cotidiana. Burgos considera que existe también una influencia de la moda en la literatura y viceversa a través de la novela, advirtiendo a los novelistas que no deben descuidar el estudio del traje si quieren producir una obra verdaderamente artística, al tiempo que deplora las toilettes y descripciones en las novelas de autores como Anatole France o Pardo Bazán. Colombine sugiere la necesidad de estilizar y hacer genéricas las modas descritas en las novelas porque «el novelista necesita no copiar, sino estilizar la moda en sus creaciones» (ibid. 49) si quiere que su obra no se quede anticuada junto con el vestido creado para ella.

Colombine no se equivoca al subrayar esta estrecha relación entre la moda y las artes en un momento en que ambos mundos se influyen recíprocamente, y existe una relación intensa de trabajo y amistad entre artistas y diseñadores como Coco Chanel y Jean Cocteau o Elsa Schiaparelli y Salvador Dalí (Davis 186). Conviene destacar que hacia 1910 la ilustración de moda ha sufrido un cambio radical y estas imágenes, consideradas tradicionalmente una forma de arte menor (Steele, Paris 99), han empezado a convertirse en formas legítimas de arte35, atrayendo la atención de artistas como Paul Iribe, George Barbier, Erté, Picasso, Étienne Drian o Sonia Delaunay. Es preciso destacar aquí el poder aglutinador de revistas de Art Decó como la Gazette du bon ton36 (1913), que intentaban unir el trabajo de modistos y artistas siguiendo la línea inaugurada por el modisto Paul Poiret, primero en relacionar con éxito la moda y las artes al encargar a George Lepape y Paul Iribe ediciones limitadas de álbumes con sus diseños. Burgos subraya esta incorporación de algunos pintores al mundo de la moda, que eleva el figurín a forma artística: «Las grandes casas francesas, creadoras de la moda, piden modelos á los pintores y éstos se prestan á darnos nuestros figurines, creando un cuerpo de artistas pintores de la mujer, donde figuran nombres respetabilísimos de artistas verdaderos» (Arte de ser mujer 41).

Esta relación de la moda con el arte está presente también en la valoración de Burgos del modisto como artista, lo que se relaciona con el surgimiento de la alta costura de la mano de Worth a finales del siglo XIX: «El modisto no es ya sólo un artífice, es á la vez un artista que estudia é inventa sus modelos influidos por uno de esos tipos de mujer que viven en los museos o en las páginas de un libro» (ibid. 66). La elevación de las prendas de vestir a objetos artísticos procede precisamente de su carácter único, algo que nos devuelve a la disputa decimonónica entre el original y la copia, analizada en el capítulo anterior. Burgos articula una distinción muy similar a la establecida por Pardo Bazán en lo que respecta a la idea del original aristocrático frente a la copia burguesa y distingue el arte del modisto del de las costureras porque el modisto mira a la mujer como un ídolo, mientras que para la modista «su semejante es una muñeca» (ibid. 62), de forma que «el arte de la costura y de la modista están completamente separados» (ibid. 64); es decir, la alta costura es «Arte» mientras que la labor de las modistas es «artesanía» o, lo que es lo mismo, el modisto es artista y las costureras son copistas que imitan para un público que Colombine -igual que había hecho antes Bazán- califica como eminentemente burgués.

Una vez vista la clasificación de Burgos de la moda como arte, resulta de especial interés apuntar un segundo aspecto que tiene que ver con su visión de la moda como expresión artística de la mujer que la lleva. Se pasa aquí, por tanto, de un nivel «teórico» que equipara al modisto con el artista y a la moda con el arte, a un nivel «práctico» que se centra en la vivencia de la moda por la mujer que la viste. Es preciso, no obstante, contextualizar esta noción del arte desde la perspectiva de género, pues un aspecto novedoso en Burgos, frente a muchos de sus contemporáneos y a buena parte de la teoría posterior, consiste en negar precisamente la supuesta renuncia masculina a la moda, comentada ampliamente en el capítulo anterior: «Es un error el creer que la elegancia y el gusto por el lujo y por la suntuosidad que acompañan á las modas, es sólo condición propia de la mujer [...] la historia nos revela que los hombres han sido los primeros en darnos ejemplo de coquetería» (Arte de ser mujer 69). Colombine se adelanta a la teoría más reciente en esta crítica a la identificación de la moda con lo femenino y también en su concepción de ésta como recurso expresivo, pues para Burgos la relación de la mujer moderna con la moda se encarna en la figura de la artista y no en la de esclava: la moda deja de verse como una tirana. Por el contrario, la mujer tiene un sentimiento estético innato -en vez de una frivolidad natural- que se traduce en que «se apasione de lo que realza su belleza y demuestre su pasión por la estética en su pasión por la moda» (75) de forma que, como subraya Cecil Beaton, emprende la más difícil de todas las causas: hacer de sí misma una obra de arte (147). Así, Burgos explica la moda como expresión artística de la mujer, apuntando que, por estarle vedado el acceso a otras formas de creatividad, su recurso ha consistido en utilizar la moda (o la decoración del hogar) como vehículo de expresión, siendo su cuerpo el soporte artístico:

«Durante mucho tiempo no ha tenido la mujer más campo que la moda para emplear su fantasía, de aquí la pasión con que se ha entregado a crear y reproducir nuevas formas de trajes, peinados y accesorios. En la historia del traje está todo el arte de la mujer. Sus cuadros, sus esculturas, su literatura se tuvieron que condensar en sus creaciones de indumentaria».


(Mujer moderna 252)                


Esta limitación histórica del acceso de la mujer a las «Artes» y su confinamiento a las «artes menores» es muy interesante por la paradoja que se genera. A la mujer se le ha negado el acceso a la esfera artística, orientando su actividad hacia tareas relacionadas con el bordado, la costura y, en última instancia, la moda, el adorno o la decoración del hogar; pero al mismo tiempo esa afición a las labores manuales y la fascinación por la moda (único tema sobre el que puede opinar y único campo donde expresar su fantasía) ha sido criticada como pueril y frívola. Rousseau, por ejemplo, limitaba la aplicación de la mujer al dibujo a esos elementos que pudieran servirle para bordar, evitando las representaciones humanas (Emilio 551). Esta limitación a las artes consideradas «menores» fue denunciada abiertamente por Bazán al hilo de sus críticas a la educación de cascarilla que recibe la mujer: «Pintar platos, decorar tacitas, emborronar un efecto de luna, bueno; frecuentar los museos, estudiar la naturaleza, copiar del modelo vivo, malo, malo» (Mujer española 102). Probablemente la crítica más enconada al ideario de Rousseau está presente en las Cartas sobre la educación del bello sexo (1824), donde se plantea lo injusto de asignar a la mujer exclusivamente el terreno de la moda:

«En esta parte, sin embargo, no convengo con la severidad de uno de los más célebres escritores sobre la Educación, el cual opina que las mujeres no deben saber dibujar más que flores, frutos, arabescos, y los demás adornos que pueden contribuir a perfeccionar su gusto en vestir. Creo que esta opinión no es muy honorífica al sexo, pues le reduce el cultivo de las Artes a la mezquina esfera de la moda [...] mayor satisfacción resulta de trasladar al papel un punto de vista pintoresco, y variado, que de llevar una pañoleta bordada con primor».


(Mora 64, el énfasis mío)                


Este punto de vista, aunque acierta al poner de manifiesto el encasillamiento de la mujer en la esfera de las manualidades, sacralizada en el discurso educativo, persiste en caracterizar la moda como algo mezquino, como «pequeñeces y trivialidades» (ibid. 65), lo que contrasta con el valor asignado a ésta por Colombine, quien resalta la importancia de esas cosas pequeñas y considera que el ejercicio artístico femenino a través de la moda no está basado en una relación de tiranía o esclavitud sino que tiene que ver con la capacidad de la mujer para adaptar esa moda y tomar de ella lo que le conviene, creando así su propio estilo: «[...] una mujer de verdadero espíritu de artista se hace su figurín; su moda no tiene la duración efímera de la moda. En las cosas pequeñas, como en las grandes, hay que guardar la marca de un sello distintivo y natural» (Arte de ser mujer 118).

Esta revisión del papel expresivo de la moda en la vida de la mujer y de la actividad de seguir la moda no como meros copistas sino mediante la adaptación creativa, es muy avanzada y se anticipa a las ideas que encontramos en la crítica más reciente. Silvia Bovenschen, por ejemplo, en un artículo de 1976 que cuestiona la existencia de una estética femenina, apunta que las mujeres, excluidas de otras oportunidades, han usado sus cuerpos como vehículo de expresión de impulsos artísticos (129). Vickery, por su parte, ha puesto de manifiesto el prejuicio tradicional que asocia al hombre con el mundo espiritual y a la mujer con el material, al tiempo que degrada las actividades femeninas, lo que explicaría parcialmente la etiqueta de la moda como puerilidad: «[...] los historiadores han quitado importancia a la negociación de las mujeres con los objetos, asociándola con nociones de ocio; la cultura material doméstica se ha definido como ámbito de la vanidad y no de la habilidad femenina, igual que hacer las compras se considera una afición en vez de un trabajo no remunerado» («Women» 277). A este respecto, Mica Nava ha subrayado la identificación de las masas con nociones peyorativas de lo femenino, de forma que la cultura de masas toma esos atributos negativos asociados históricamente con la mujer, y se asocia a lo femenino, siendo acusada -como lo es la moda- de irracional o sentimental; de esta manera la moda se iguala con otros productos de la cultura popular infravalorados, sin reparar en la fantasía y el derecho a soñar expresados en un vestido nuevo. Frente a esta valoración negativa, Burgos ensalza el valor de las actividades relacionadas con la moda y su esfuerzo por lograr la transcendencia: «Para la toilette artística se necesita la fantasía, el buen gusto, la originalidad. Mujeres que sepan hacerse la figura y romper, con la inspiración del arte, los moldes de lo vulgar. Las grandes artistas, que pueden dar rienda suelta á sus caprichos, son las que llegan hasta lo genial» (Vademécum 113).

En lo que respecta al nuevo siglo en que escribe Burgos, cabe subrayar que esta autora ofrece un esbozo de los rasgos que caracterizan la moda del siglo XX y la diferencian de la moda vigente en el siglo anterior, del mismo modo que la idea de chic ha venido a sustituir a la de belleza natural. Probablemente una de las características más importantes de la moda de hoy sea el eclecticismo, la idea de que no hay «una moda» sino varios estilos coexistentes, una especie de pluralismo de estilos entre los que elegir, algo que se ha relacionado con la fragmentación postmoderna. Sin embargo, esta convivencia de propuestas y variaciones posibles ya fue apuntada por Colombine en 1927: «[...] esta multiplicidad de las modas es un signo de superioridad de la mujer moderna [...]. Es el buen gusto, el gusto personal imponiéndose, con audacias y arbitrariedades que hacen reinar una verdadera anarquía y el más completo eclecticismo [...] esta variación de las modas tiene también una gran importancia social; cada moda nueva desarrolla una nueva industria» (Arte de ser mujer 57, el énfasis mío). Burgos predice también lo que sólo recientemente se ha dado en llamar la globalización de la moda occidental, es decir, la coexistencia de varias modas y el hecho de que éstas son de alguna forma universales: «Hasta cuando se viaja, si se atiende á las modas, parece que no se cambia de sitio. Los salones son idénticos en Petrogrado, Roma, Madrid ó Viena. Todas las mujeres se visten por el mismo figurín» (ibid. 118-119). La universalidad de la moda -lo homogéneo- convive y contrasta, por tanto, con la heterogeneidad y anarquía de estilos, de forma que la mujer debe crear su estilo personal tomando de la moda lo conveniente y rechazando lo que no sienta bien, privilegiando, así, lo individual: «Muchas damas se niegan ya á seguir la moda que no sea su moda» (ibid. 117). Se trata, en definitiva, de un concepto de chic y distinción que tienen que ver con no dejarse arrastrar por la corriente general, de forma que, aunque la moda sea accesible a un número mucho mayor de mujeres, es posible todavía distinguirse y «no perder la personalidad entre los caprichos de la toilette, ser una misma y no una copia vulgar» (ibid. 119). Pero esta moda, orientada al público general y más asequible, lleva implícita la idea de que es preciso diferenciarse y, por eso, aunque Burgos afirma que cualquier bolsillo puede aspirar mostrar a cierto chic y estilo, también recalca que la auténtica distinción sólo está al alcance de aquellas «artistas» que sepan crear una moda acorde a su personalidad. Bajo esa apariencia democratizadora que Colombine ejemplifica en la tendencia de todas las clases a calzarse bien, existe siempre algo que salvaguarda las diferencias: los detalles son los que distinguen a la mujer de rango frente a la advenediza. Resulta evidente que, a pesar de su valoración positiva del lujo y el consumo, Burgos sigue manteniendo una actitud elitista con respecto al estilo basado en la personalidad y en los detalles, que se relaciona con el énfasis del Art Decó en éstos y en el diseño de accesorios y joyas. Para Colombine los detalles son el alma de la elegancia y marcan a la mujer de gusto refinado y, por tanto, cuando apunta que «todas las mujeres se visten por el mismo figurín» (ibid. 118-119) lo hace a sabiendas de que existe un sistema de diferencias de estilo y detalle que asegura la distinción entre la señora y la advenediza. El acceso indiscriminado al consumo no habrían eliminado las distinciones tanto como parece dejar entrever La mujer moderna y sus derechos al subrayar el poder de la moda como elemento igualador o el hecho de que todas las mujeres vistan igual y que las prendas que eran privilegio exclusivo de las damas -como el sombrero- ya sean accesibles a todas las clases. Esos principios de homogeneidad e indistinción serían precisamente los que generan un código nuevo de diferencias y por eso ya no basta con ir vestida a la moda, sino que es preciso singularizarse dentro de la corriente general y crear un estilo genuino y personal: «Un traje bien hecho y costoso, de última moda, se puede tener con poco esfuerzo si se poseen medios de fortuna, merced al gusto de un gran modisto; pero los detalles elegantes y selectos se escapan á la perspicacia de las mujeres poco distinguidas» (Arte de ser mujer 159). A pesar de la radical modernidad de algunos de los planteamientos de Burgos, no deja de sorprender que ofrezca una definición del estilo tan conservadora que recuerda el ataque antiburgués de Pardo Bazán, el discurso católico moralizante37 e incluso el de los libros de etiqueta en su intento de contener el gasto burgués y preservar las diferencias. En este punto se situarían precisamente los límites a la radical novedad del pensamiento de Colombine pues su defensa de la moda y su concepción positiva del lujo contrastan con una visión del estilo profundamente elitista y antidemocrática, de forma que el verdadero chic siempre sería patrimonio de unos pocos privilegiados, tal y como se hace explícito en El arte de ser amada:

«En esos detalles se conoce á la gran dama, aun cuando una situación desagradable la obligue á vestir de percal. Es el hábito y el cultivo constante de nuestras cualidades el que llega a constituir esa elegancia desesperación de las advenedizas, que no logran poseerla nunca. El gran secreto está en que en ella se revela la excelsitud de un espíritu educado y selecto».


(84, el énfasis mío)                


Por lo tanto, si tenemos en cuenta la invitación de Burgos a «ser una misma y no una copia vulgar» (Arte de ser mujer 119), y su insistencia en que sólo la mujer de gusto superior es capaz de crear su moda y ser «auténtica» mientras que las advenedizas no lo consiguen -como demuestra la pintura decadente de éstas que se ofrece en la novela La rampa- puede decirse que Burgos está ligando la idea de identidad a la de clase y perpetuando de alguna forma la rémora decimonónica que tenía su mejor ejemplo en Pardo Bazán y su distinción entre el original aristocrático y la copia burguesa. La moda, todavía en Burgos, sigue viéndose como moda de clase, siempre inaccesible y más allá para aquella mayoría que aspira a llegar a ella sin conseguirlo, algo que nos coloca en la línea de las teorías más tradicionales que explican la moda de acuerdo al principio de imitación servil de las clases superiores.

Queda todavía por subrayar un último rasgo de la moda de los años veinte apuntado por Burgos, para quien ésta empieza a orientarse hacia un estilo deportivo y, con frecuencia, unisex:

«Se aproxima también la indumentaria de los dos sexos. Cuesta a veces trabajo distinguir a la primera mirada a una mujer peinada a lo garçon, con blusa camisera, levita o smoking de corte inglés, sombrero masculino y falda estrecha, de un hombre barbilampiño, con gran cuello de sport y pantalón ancho [...]. Sólo cuando aún llevan aretes se distingue el niño de la niña. La única conquista que no ha realizado la mujer en la moda ha sido la del pantalón».


(Mujer moderna 262)                


Pero a pesar de este aparente conato de ruptura de la distinción radical entre el vestuario masculino y femenino inaugurada en el XIX -con la que tanto ha jugado la publicidad a la hora de promocionar prendas como el pantalón vaquero- el sistema sigue manteniendo las diferencias binarias, como la misma Colombine sugiere al subrayar la imposibilidad de generalizar el uso del pantalón entre las mujeres o la ansiedad ante prendas híbridas que atenten contra el código binario de género, aspectos que se relacionan con la idea de «cross dressing» específicamente prohibida en la Biblia: «La mujer no se pondrá ropa de hombre, ni el hombre se pondrá ropa de mujer, porque el Señor tu Dios detesta a cualquiera que hace tal cosa» (Deuteronomio 22:5). Burgos es consciente de la fuerte asociación de ciertas prendas con las divisiones de género y apunta que algunos autores defienden el hecho de que la falda es símbolo de la esclavitud femenina y que la mujer debe adoptar el traje masculino para emanciparse, mientras que otros ven a la mujer con pantalones como «un ser menudo, lastimoso y risible» (Arte de ser mujer 89). No resulta sorprendente, por tanto, que en estas coordenadas la falda-pantalón se presente como una prenda con cierto grado de monstruosidad y sea «rechazada escandalosamente por los hombres» (Mujer moderna 262) igual que había sido descartada por Pardo Bazán como indecente e incómoda. Todavía faltan muchos años para que el pantalón pase a formar parte del guardarropa femenino, como prueba el hecho de que en la novela de Sánchez Ferlosio El Jarama (1956) se les niegue a unos turistas la comida en una fonda por el hecho de que una mujer lleve pantalones, al tiempo que ciertos intentos recientes de incorporar la falda al guardarropa masculino, como la incorporación de pareos y faldas pantalón para hombres en la colección Otoño 1984 de Jean-Paul Gaultier, no alcanzaron mayor difusión. En semejante contexto, conviene tomar con precaución las ideas de Burgos sobre la aparente androginia de la moda de los años veinte con las melenas cortas a lo garçon, el estilo aniñado o las chaquetas de corte masculino. Cuando Burgos comenta que «comienza a admitirse que nadie es varón en absoluto ni hembra en absoluto... De aquí la confusión de trajes y accesorios» (Quiero vivir mi vida 89) la confusión, en realidad, no es tal: los géneros y las clases siguen siendo perfectamente visibles y diferenciables, aún en nuestra época.






¿Esclava o artista?

Resulta notable la omnipresencia del tema de la moda y el traje en todas las discusiones sobre la cuestión femenina. Las obras que hablan de la educación de la mujer hacen referencia constante a la moderación en el vestido, mientras que el movimiento sufragista se identificó en el imaginario popular con los bloomers. Puede decirse que la moda es un hilo que se entreteje en todas las discusiones sobre la nueva posición de la mujer en la sociedad, algo que se explica por la identificación entre moda y mujer que se produce en el siglo XIX. El pensamiento emancipador y la acalorada discusión sobre el derecho femenino a la educación y los derechos civiles y políticos está marcado por un rechazo rotundo de la moda y la vanidad femeninas, claramente visible en los textos de Rosario de Acuña y Concepción Arenal que asocian la moda con la incomodidad y la esclavitud del figurín. Ese rechazo visceral es sólo un aspecto más de la encrucijada de percepciones de la moda coetáneas y radicalmente distintas: como un sistema que fascina, seduce y esclaviza a las mujeres (y así la presentan Galdós y Arenal), como reflejo de los valores estéticos del momento y de la aspiración a lo ideal (Baudelaire), como indicio de degeneración moral de la sociedad (Acuña), como un aspecto tan universal que preside todas las esferas de la vida y a cuyo abrazo es imposible sustraerse (Fox) o como intento nunca conseguido de alcanzar la belleza, del que se deriva la esencial fealdad y el cambio constante (Veblen). A esto habría que añadir que la diatriba contra el lujo y la moda y la identificación histórica de la mujer con la vanidad, han calado tan hondo en el sentir general que incluso las escritoras partidarias de la emancipación han asumido ese discurso y consideran a esa moda femenina como un elemento negativo que es preciso abandonar si se pretende encontrar un lugar nuevo en la sociedad. Así se pronuncia, por ejemplo, Sarah Grimké en sus Letters on the equality of the sexes publicadas en 1837 donde subraya los peligros de la moda y la vanidad y afirma que si las mujeres se dejan vestir como muñecas, nunca podrán elevarse a una posición más alta (70). Todas estas explicaciones y representaciones de la moda son siempre parciales e incompletas y responden al contexto de transición y cambio en que surgen. No sirven, por ejemplo, para entender la persistencia en el siglo XX de la identificación entre moda y mujer, palpable en la conversión de las revistas femeninas en revistas de moda, es decir: ¿por qué una vez que se ha alcanzado el derecho al voto y el acceso a la educación, la moda sigue estrechamente asociada a la mujer aún en nuestros días? Y, en todo caso, si la vivencia de la moda es una faceta más de la cultura femenina, ¿por qué se perciben de forma negativa esos productos culturales? A este respecto, Angela Partington ha subrayado la insistencia en considerar a la mujer de la clase trabajadora consumidora pasiva y su cultura inferior, mientras que las prácticas culturales del hombre de la misma clase se ligan con frecuencia a lo subversivo (147). A este respecto convendría examinar por qué se siguen denostando los productos de la cultura popular asociados a la mujer como pueden ser las telenovelas, las revistas del corazón, las colecciones de narrativa rosa o ciertos programas de tertulia, en vez de considerarlos un vehículo capaz de crear una comunidad entre sus lectoras y espectadoras, o, en el caso que nos ocupa, mujeres que gustan de estar a la moda y hablar sobre moda. Este carácter de la moda como creadora de vínculos de hermandad entre las mujeres fue subrayado ya por Carmen de Burgos en 1927 al afirmar que «la moda formaba una especie de masonería entre las mujeres de todos los países» (Mujer moderna 252).

El siglo XX trae un nuevo concepto en el que es tan importante «estar a la moda» como singularizarse dentro de ésta y existe una ansiedad por distinguirse ostentando un gusto y elegancia superiores en un momento en que la posibilidad de seguir la moda se ha generalizado a lo largo de todo el cuerpo social gracias a la producción industrial, los tejidos sintéticos y la comercialización de las máquinas de coser. No obstante, permanece siempre algo que diferencia -aunque, como dice Burgos, se parta del mismo figurín- y precisamente en esos mismos años, Coco Chanel invitaba a su selecta clientela a llevar bisutería en vez de las joyas con que se empezaban a adornar los nuevos ricos, o bien, a llevar sus joyas como si fueran bisutería (Finkelstein 30). La obra de Carmen de Burgos ofrece una explicación que actúa como contrapeso a las ideas de Acuña y Bazán, no sólo por su visión de la moda como creación y expresión sino por la impresión positiva del lujo y el gasto que es una celebración anticipada de la sociedad de consumo que se generalizará unas décadas más tarde. La obra de Burgos nos adentra en el siglo XX, anticipando una posible visión positiva del consumo -que no lo considera exclusivamente desde términos morales o marxistas-, y adelantándose al boom del estudio académico de la moda que coincide con el auge de los estudios culturales y la disolución de las barreras entre la alta y baja cultura que caracteriza a la postmodernidad. Y, dentro de ese mismo espíritu, puesto que no existe una «Verdad» y han entrado en crisis las grandes narrativas, se hace preciso recurrir a las múltiples verdades que, conjugadas, tal vez contribuyan a explicar un fenómeno tan complejo como la moda. Probablemente esa suma de «verdades» permita esbozar una teoría que armonice opiniones tan dispares como la que apunta que la moda nos hace esclavos o, por el contrario, nos deja expresarnos de forma artística.





 
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