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El episodio es relatado del siguiente modo: «[...] hasta ahora me dura la vergüenza, más aún porque la pregunta fue profética y me casé fuera del pueblo elegido, como la hija del protagonista, que al final de su vida (de casada porque el marido la abandona al poco tiempo gritándole cosas feas sobre su origen) se arrepiente. Yo no» (1997: 189). El pasaje entre literatura y vida se hace presente nuevamente en relación a este episodio. El casamiento de Glantz con un no judío está en el origen de un poema de Jacobo Glantz. Escribe al final del capítulo XLII: «Luego escribió otro gran poema, Nizaión (Prueba), dedicado a mí, cuando traicioné al pueblo elegido. Fue traducido por los 50 como Cantares de ausencia y de retorno. Allí aparezco como oveja negra, y luego, quizá también, como Hija Pródiga» (1997: 138).

 

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En «La impureza como huella», al esbozar una pequeña historia del idisch, Perla Sneh escribe: «Su posterior denominación como taitsh (equivalente a la voz germana deutsch, traducción) indica el papel que le tocó desempeñar: traducir lo sagrado, esclarecerlo. Lengua de los simples y de los no ilustrados, nunca representante del poder o la autoridad -celestial o terrenal-, fue, sobre todo, una lengua femenina, la de aquellas que, excluidas de la educación religiosa, debían sin embargo cuidar de los concretos preceptos de la piedad cotidiana, de la sacralidad de la minucia doméstica» (Perla Sneh, «La impureza como huella», Nadja, Lo inquietante en la cultura, n.º 3, Rosario, Abril de 2001, p. 2).

 

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Desde una perspectiva similar, María Eugenia Mudrovcic apunta: «Las genealogías hablan del proceso de aculturación como sutil desplazamiento del sentido que convierte toda la experiencia transoceánica en una suerte de traducción imperfecta del original» (María Eugenia Mudrovcic, «¿Qué diferencia es entre fue y era?», Exilio, fotografía y memoria en Las genealogías de Margo Glantz», en Celina Manzoni, op. cit., p. 167) Pese a que he intentado mostrar la inexistencia de un original, o la existencia únicamente de un original textual, concuerdo con el planteo de Mudrovcic en lo que concierne a la «aculturación como desplazamiento del sentido».

 

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Escribe Margo Glantz: «[...] estoy segura de que si mi abuelo hubiera llegado a Nueva York o a Filadelfia le hubiera pasado lo mismo que a ese personaje de Bashevis Singer: zapatero que llega a los Estados Unidos cuando tiene como ochenta años, después de haber perdido a su esposa y cuando ya todos los hijos llevan años en los Estados Unidos, fabricando zapatos de marca reconocida, y cuando los nazis ya han pasado por su pueblo destruyéndolo; sí, ese zapatero desembarca y ve, con azoro, a unos señores y señoras que parecen nobles polacos saludándole con muestras de alegría y aspavientos. Así veían mis tíos gringos a mi madre cuando iba a Filadelfia [...]» (1997: 217).

 

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«[...] a casa é nosso canto do mundo. Ela é, como se diz freqüentemente, nosso primeiro universo. É um verdadeiro cosmos» -escribe Bachelard-. Más adelante agrega: «[...] é graças à casa que um grande número de nossas lembranças estão guardadas [...]» (A Poética do Espaço, em Os pensadores, São Paulo, Abril Cultural, 1979, p. 200).

 

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La idea de una verdad nómade, característica de los judíos, es de Maurice Blanchot y la tomo de Memória e Exílio de Saybil Safdie Souek (São Paulo, Escuta, 2003). En el mismo sentido, encontramos valiosas observaciones en El exilio de la palabra. En torno a lo judío de Ricardo Foster (Buenos Aires, Eudeba, 1999).

 

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El conocido concepto es de Pierre Nora y mi propósito es dislocarlo de su sentido canónico, ya que concibo el movimiento como lugar de condensación de la memoria, como intentaré mostrar más adelante.

En Los judíos, la memoria y el presente, Pierre Vidal-Naquet se pregunta: «¿Qué es un "lugar de la memoria"? En el sentido estricto de la palabra, -responde- es un espacio que simboliza un tiempo, una transposición espacial, cuya función es evocar precisamente algo que sucedió en el tiempo [...] existen lugares de la memoria [...] sutiles que tratan de incorporar el tiempo en el espacio» (Pierre Vidal-Naquet, Los judíos, la memoria y el presente, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 19).

Para la argumentación que estoy intentando desarrollar, me resultan particularmente sugestivos los comentarios de Paul Ricouer sobre el concepto de lugares de memoria de Pierre Nora, cuando el filósofo señala que no se trata de «lugares topográficos, sino de marcas exteriores [...], en las que pueden apoyarse las conductas sociales cotidianas» (2004: 522). Tal vez, extremando su reflexión, pueda decirse que el desplazamiento es una marca exterior, es «una inscripción» en un cuerpo cultural.

 

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«Recorríamos calles y casas, casi ya no las recuerdo. También vivimos en Amsterdam y en Atlixco, esquina con Michoacán, y en Atlixco, esquina con Janacatlán [...]» (1997: 165), escribe en el capítulo LII. Por su parte, en el LVII anota: «Luego vivimos por Tacuba [...]». Y más abajo: «Luego nos cambiamos a la calle de Amsterdam [...]» (1997: 179). El recuerdo de las mudanzas insiste en el capítulo LVIII: «Viví por muy distintos barrios y los traslados de uno a otro trastornaban mi vida escolar» (1997: 181).

 

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El destino viajero, vinculado a la leyenda del judío errante, nudo que en Las genealogías se inscribe en una serie de lugares comunes acerca de los judíos o del judaísmo que el texto desarticula mediante el recurso al humor, reaparece en «Ejercicio de navegación», texto donde Margo Glantz analiza su condición de viajera, mientras narra fragmentos de tres o cuatro viajes específicos. (Margo Glantz. «Ejercicio de navegación», Confabulario, El Universal, 18 de diciembre de 2004).

En ese texto su identificación con la categoría de judía/judío errante aparece dos veces asociada a la lectura que, en la época de su adolescencia, hizo de El judío errante de Eugène Sue. La segunda mención es particularmente significativa. Escribe Glantz: «Lo reitero: desde pequeña supe que mi destino sería errante como el del judío de la novela de Eugenio Sué, libro que literalmente devoré en mi adolescencia junto con Los tres Mosqueteros de Dumas y Los miserables de Víctor Hugo» (2004: 3).

Por un lado, me interesa reiterar que nuevamente, como sucede con la descripción de los personajes familiares, a la literatura le cabe aquí la función de modelo, de matriz para explicar conductas y caracteres, pero sobre todo que ahora se trata de literatura de segundo orden, es decir, de folletín, con lo que el concepto de judío/judía errante y sus connotaciones antisemitas se presentan si no desacreditados, al menos, aligerados. Se puede leer una suerte de advertencia cuando la narradora insiste en señalar al folletín como articulador de un destino; se trata de erigir una mirada que objeta a través del humor la dramaticidad de ciertos clichés ligados al judaísmo. Y con ese movimiento inscribir el prejuicio, pero también el reconocimiento de los judíos en esa mirada, en otro registro, el de la literatura popular, con lo que los desmitifica, les resta densidad y le posibilita una apropiación lúdica de los mismos.

 

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Acerca del Carmel, escribe al final del capítulo XLVII: «Los domingos seguían vigentes y la casa estaba siempre llena. Yo creo que mis padres se dieron cuenta de que era más práctico poner un café y entonces pusieron el Carmel que en paz descanse» (1997: 153).

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