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Escribir con zapatos

Ana García Bergua





«En los constantes vaivenes de la vida de un náufrago se inscriben las cartografías y se disipan los huracanes»


(Margo Glantz, Síndrome de naufragios)                


El bello texto de Elena Poniatowska sobre los zapatos de Margo Glantz que se publicó en diciembre en la sección cultural de La Jornada da pie -literalmente- a pensar muchas cosas sobre esta autora nuestra que llega a los ochenta años pletórica de juventud, pues la juventud no es otra cosa que mantenerse en movimiento y Margo Glantz no ha dejado de ser una perpetua trashumante. Los zapatos aparecen en por lo menos dos de los últimos libros de la autora y el tema no es raro si nos atenemos al hecho de que el padre de Margo, el poeta y pintor Jacobo Glantz, tuvo una zapatería y que la propia Margo ha escrito muchas veces su pasión por esta prenda:

«Mis padres tuvieron varias veces unas zapaterías en un barrio polvoriento de la ciudad, en aquella época todavía un pueblo; es más, ahí se copiaban a la perfección y con humildad los zapatos de mi ídolo avant la lettre, Salvatore Ferragamo (que para agravar klas cosas fue, par dessus le marché, fascista). ¿Cómo hubiera podido saber, cuando entre lecturas de Faulkner y Dos Passos, sentada tristemente en la zapatería le rogaba a Dios que ya no vinieran más clientes para que pudiera terminar de leer con más tranquilidad Santuario o Manhattan Transfer, que mi ídolo sería más tarde Ferragamo y que me habría de apasionar tan obsesivamente por los zapatos?»


(Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador)                


Los zapatos, en el caso de Margo, serían un símbolo muy acabado y a la vez muy enigmático del tránsito perpetuo, de esta trashumancia que no sólo se aplica a la persona de Margo Glantz, sino también a su escritura: el tránsito de su familia desde Odessa a México en Las genealogías, el tránsito del Arca de Noé, los naufragios y el amor en Síndrome de naufragios, los múltiples tránsitos de Nora García en Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador, el tránsito de la vida a la muerte y de la sangre que interrumpe su circulación al dejar de bombear el corazón en El rastro, el tránsito de la narradora que en Saña viaja y medita sobre el cuerpo desde tantos puntos de vista. El cuerpo que, podríamos quizá decir, para la narradora es, entre muchas cosas, un tránsito perturbador de dolores y secreciones; ese cuerpo que, para moverse, para funcionar en tránsito, necesita de tantas cosas: zapatos, agua potable, manzanas incomibles cuando visita un campo de concentración, agua y nueces en un viaje a la India. Ese cuerpo indispensable para vivir y escribir:

«Y, en efecto, Shahrazad es la imagen más absoluta de la vitalidad: es un ser que se prodiga y habla por todas sus bocas pues desde la primera origina todos los relatos y por la segunda da a luz todos los cuerpos que el sultán engendra en ella».


(Saña)                


La narrativa de Margo Glantz se engarza entonces de esta manera móvil, siempre sorprendida y sorprendente, como si se encontrara en medio de muchas trayectorias simultáneas. Hay en sus libros un hilo hipnótico que lleva a lugares descabellados o a callejones sin salida, como los paseos de un turista sin rumbo que desembocan, de un barrio miserable, en una gran avenida salpicada de tiendas de lujo. Margo pasa de los cuerpos retorcidos que pinta Francis Bacon a las fotos de la modelo Kate Moss con una ligereza sorprendente y a la vez terrible: todos sabemos que, en el fondo, el cuerpo, su maleabilidad, su fragilidad, su carácter orgánico, casi líquido, tan a merced de huracanes, vaivenes y naufragios, une ambas cosas de manera no sólo terrenal, sino atemporal y estética: los cuerpos de los mendigos son los mismos en la Edad Media que en nuestros días, la aspiración de la belleza y la perfección es intemporal; quizá sólo las enfermedades cambian. En el fondo, la belleza, la frivolidad, la miseria y la putrefacción se retroalimentan, tanto como el arte y la vida. Quizá ahí radica el afán de escribir y leer con zapatos de diseñador que tiene Nora García: escribir y leer con la disposición de andar y aventurarse, pero con un ánimo estético. Y los viajes de Margo Glantz -me refiero a sus viajes reales tanto como a sus viajes narrados, que en el fondo son difíciles de separar- parecieran indagar en este misterio, en esta zona gris que se despliega entre el mundo y el arte:

«La variación número 30 bautizada por Bach como la quolibet era, como me lo explicaba Juan (yo también lo había leído) un motivo de regocijo para su familia, cuando él la interpretaba, el propio Johann Sebastian Bach. Es verdad, sólo con mucho amor componía sus cantatas Bach y con mucho amor embarazaba a sus mujeres, a la primera que murió y luego a la segunda que lo sobrevivió, esas torpes mujeres de los compositores que solían morirse a destiempo de fiebre puerperal, decía sonriendo Juan. Sí, seguramente Bach hizo a sus hijos con amor y pasión, explicaba Juan, cuando aún no tenía el corazón enfermo (Juan), ¿acaso el hombre no reconoce las virtudes?, ¿el corazón no es acaso simplemente un músculo?».


(El rastro)                


Desde esta perspectiva de la proliferación de sentidos, nada más lógico que el hecho de que la escritura de Margo Glantz sea una escritura de vocación cada vez más fragmentaria, polidimensional, de mezcla de géneros distintos, en la que cada fragmento se relaciona con el resto de la obra; su narrativa no es sólo una trayectoria, sino un tejido complejo que, en su totalidad, representa un viaje, uno que comenzó quizá al narrar el viaje de sus padres a México y que continúa en la escritura, una escritura que podría ser una suerte de emigración perpetua, cuyo anclaje es el propio movimiento. En este sentido -y seguramente ya se ha dicho mucho-, la literatura de Margo Glantz se hermana con la de Sergio Pitol, tanto en la vocación viajera como en el trasvase entre géneros, de la narrativa al ensayo, al que se añade el de la literatura a la minucia histórica. Mezcla más sabrosa no se puede imaginar.

En la entrevista que le hizo el investigador Julio Ortega para el libro Taller de la escritura (2000), Margo Glantz dijo:

«Cuando me preguntan de qué generación soy, digo que soy de los más jovencitos, y se echan a reír, pero empecé a escribir más o menos tarde y con el tipo de ficción que hago me siento como de 25 años. Siento además que de alguna manera el fragmento es quizás una de las formas que la mujer tiene también para enfrentarse al mundo de la escritura; es la ruptura de una lógica muy tradicional y que se convierte en una lógica de la conversación diaria en la cual de repente estás hablando de algo muy serio y de repente también mencionas un peinado o hablas de un vestido que te gusta; hay una ruptura de la tradición filosófica y lógica estricta, en relación con la escritura. Pero si uno lee con cuidado, mis textos tienen una lógica interior».


Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador y Saña insisten en esta rara relación de todo con todo, en esta percepción de la vida que es tan cercana a la pintura, a la música, a la literatura, tanto que deja de ser real y se convierte en alta literatura, o lo contrario, de lo cual el ejemplo de Arthur Rimbaud y su abandono de la poesía por ciertas bajas aspiraciones que se podrían calificar de burguesas y también de siniestras es tremendamente triste. En Saña, el tejido de Margo Glantz se empapa de violencia; hay saña en el hecho de contar con ligereza cómo Hernán Cortés mandó cortar las manos de los indios, lo peor es que ese encarnizamiento no pareciera provenir de quien lo cuenta o del hecho de contarlo, sino del propio episodio, de la propia realidad. El detalle con que Margo describe las tiritas casi invisibles de los zapatos de Ferragamo o la vestimenta de Kate Moss, al aplicarse a un asesinato o al olor que despide el baño que se encuentra junto a un templo de La India, se convierte en saña, en insistencia. Pero es verdad que el mundo se nos presenta un poco así, con el mismo detalle en todas sus facetas, aunque no queramos verlo. Es el arte el que ilumina estas cosas, el arte de quien las ve en su totalidad, como Margo Glantz. Sin embargo, no hay en estos contrastes, o más bien en esta saña, un afán moralista; en todo caso, todo es parte de lo mismo, del mismo tejido o el mismo viaje.

¿Cuántos fragmentos se podrían escribir sobre los fragmentos que escribe Margo Glantz? Muchas veces Margo remata o interrumpe sus capítulos y sus fragmentos con un revés que parecería irónico, una vuelta que no es de tuerca, sino, quizá, como esas desembocaduras de calle a calle que mencionaba o como el pensamiento de alguien que se distrae con un anuncio, pero que después relaciona esta distracción con lo anterior de manera despiadada, a veces jocosa. Como ha dicho ella, con la lógica de la conversación diaria. Yo no llamaría a esto ironía, porque sería simplificarlo; en realidad, en esas derivaciones late una curiosidad y una sed de buscar sentido a las cosas, ese que muchas veces aparece en las vueltas y las aparentes distracciones de la conversación. En ese sentido, leer a la jovencita Margo Glantz es conversar con una de nuestras literaturas más abiertas, ricas y dispuestas a un vagabundeo por barrios inusitados. Para acompañarla, hay que ponerse los zapatos.





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