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Escritora interdisciplinaria, intercultural e intergenérica

Entrevista con Margo Glantz

Noviembre, 2004, mandada el 13 de diciembre, 2004

Jorge Luis Herrera





La escritora, periodista, profesora y traductora Margo Glantz nació en la Ciudad de México en 1930. Profesora emérita de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, es desde 1995 miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua e investigadora emérita del SIN desde 2004. Ha enseñado en varias universidades del extranjero: Yale, Princeton, Berkeley, Harvard, Barcelona, París... Su obra se caracteriza por el hábil manejo del lenguaje, por la erudición, por su agudeza crítica y por su originalidad creativa. Es autora de libros de ensayo, cuento y novela, entre los que destacan: Las genealogías, Síndrome de naufragios, La lengua en la mano, De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos, Erosiones, ¿Sor Juana Inés de la Cruz, hagiografía o autobiografía?, Sor Juana: La comparación y la hipérbole, Apariciones, Zona de derrumbe y El rastro (finalista del Premio Herralde de Novela). Fundó y dirigió Punto de Partida, UNAM y Guía de Forasteros, INBA. Ha recibido las becas Rockefeller y Guggenheim, el Premio Magda Donato (1982), el Xavier Villaurrutia (1984), el Sor Juana Inés de la Cruz (2003) y recientemente el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2004 en el campo de Lingüística y Literatura: «Como empecé a escribir no tan joven, es una gran satisfacción y un gran orgullo recibir este reconocimiento. Me siento sobre todo escritora y que me den el Premio Nacional de Letras estúpidamente me lo confirma. Me parece un honor porque es el más alto premio que se nos da a los mexicanos».

¿Cómo fueron sus primeras aproximaciones a la literatura?

Desde niña fui una lectora voraz y apasionada. Como mi padre era poeta, tenía muchos libros en yiddish, ruso y español. Me acerqué primero a las novelas de aventuras, como las de Salgari, Verne, Dumas, Víctor Hugo, Shakespeare, Dostoievski, Tolstoi....; leí también muchas novelas de folletín y rosas. A los catorce años entré a una organización sionista de jóvenes -porque soy de origen judío-, en la que había una biblioteca que me permitió empezar a leer obras de autores de otras literaturas: Mann, Broch, Faulkner, Dos Passos, Kafka, entre otros. El hecho de que mi padre fuera poeta fue fundamental en mi vida. Desde niña supe que estudiaría literatura. Mi madre era muy culta, también.

¿Y en qué época de su vida comenzó a escribir?

Los primeros libros que escribí fueron de ensayo, uno sobre viajeros extranjeros en México y, luego, uno muy diferente sobre Tennessee Williams. Después comencé a publicar en diversas revistas, sobre todo reseñas de teatro. Mi entrada a la escritura de ficción fue bastante tardía, ocurrió hasta 1978, con el libro Las mil y una calorías, novela dietética, que está conformado por pequeños epigramas.

En sus libros hay varios temas recurrentes como el del cuerpo humano...

Soy una escritora que va lanzando una mirada cuidadosa y fragmentada sobre el cuerpo, en especial el femenino, tanto en la escritura crítica como en la creativa. Por ejemplo, en un texto me ocupé de los pies de las mexicanas en la obra de José Tomás de Cuellar y analizo cómo ve él a la mujer a partir de sus pies. También me interesa mucho el tema del cabello; al respecto escribí un libro que se llama De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos, donde hago un trabajo de escritura que es como una trenza, combiné textos narrativos, poéticos y analíticos, sacados de muy diferentes fuentes, empezando con la Biblia y terminando con las revistas de belleza. Es un libro interdisciplinario, intercultural e intergenérico, en el que ofrezco una visión sobre el pelo en la cultura. He trabajado mucho el cuerpo, pero fragmentándolo; lo someto a un trabajo de disección, ruptura y examen microscópico.

Otra de las constantes en su obra es la forma en que vincula las artes con la literatura. Por ejemplo, Apariciones está muy ligado con la pintura y El rastro con la música. ¿De dónde nace esa necesidad?

Me gusta fragmentar y hacer correspondencias entre diferentes artes. Toda mi vida he sido una melómana apasionada; toqué piano de jovencita, aunque lo dejé como a los veinte años y ya no sé ni tocar ni leer partituras. Para mí es muy importante oír música, así como ir de visita a los museos. Esto plantearía también una relación colateral, la de mi experiencia con el viaje, que es otra de las constantes en mi escritura y en mi vida. Voy a menudo a los museos a ver las pinturas que más me gustan. Con frecuencia conecto las imágenes literarias con las pictóricas. En El rastro uno de los elementos más importantes, además de la música, es la pintura. Por ejemplo, narro una visita a un museo en Boston y describo cuidadosamente algunos cuadros de Cósimo Tura, un pintor muy particular del primer Renacimiento, especialmente un cuadro donde se representa a un Cristo muerto recién bajado de la cruz, parecido a Juan, el personaje que acaba de morir en El rastro, mi última novela.

¿Y cómo surgió El rastro?

La mayor parte de mis libros surgen de una idea muy vaga, una imagen o una figura que me obsesiona. A veces tengo un fragmento que no tiene donde colocarse, que he publicado en un periódico o que formó parte de una serie de pequeños cuentos sin importancia. Desde los años ochenta tenía algunos fragmentos de El rastro, pero encontraron su cauce una ocasión en que fui a un entierro. La novela no tiene demasiado material narrativo, trata sobre un velorio, una procesión que va de la casa del protagonista a la iglesia donde se efectuará la misa de cuerpo presente y después al cementerio. Da origen a reminiscencias y recreaciones de lo que fueron las vidas de los personajes. Es una novela sobre el corazón, sobre el problema de lo qué es un cuerpo vivo mientras el corazón se mueve y lo qué es un cuerpo cuando el corazón muere y el cuerpo queda exangüe. Ese fenómeno de la cesación de la vida me pareció fundamental; también la indagación sobre lo que es el cuerpo mismo, el cuerpo enfermo, el cuerpo erótico.

¿De algún modo Zona de derrumbe es el antecedente de El rastro?

En algunos sentidos sí. En varios cuentos de Zona de derrumbe el tema del cuerpo enfermo ya está presente. Sobre todo en «Palabras para una fábula», en el que un personaje sufre por la posibilidad de padecer cáncer de pecho. Otro antecedente importante es el de la existencia del personaje Nora García, quien próximamente aparecerá en otra novela. Hace algunos años me pidieron que publicara un libro de cuentos y tenía los que incluí en Zona de derrumbe, sólo que en ese momento no estaban hilados, entonces los vinculé a través del personaje de Nora García. Es un libro que he reescrito varias veces, corregido y aumentado y no se trata propiamente de cuentos, es un largo relato, fragmentado. Posteriormente me percaté de que Nora García aparecía en mis diarios desde 1996 -en un principio se llamaba Catalina-, y que Juan también sale en algunos textos que escribí a finales de los años ochenta.

¿Quién es Nora García? ¿Un alter ego de Margo Glantz?

Todo lo que uno escribe es completamente autobiográfico porque forma parte del imaginario personal, que a su vez es un imaginario nutrido de muchos otros imaginarios. Mi imaginario ha sido construido con base en múltiples lecturas y miradas: la mirada del viajero, la mirada del visitante de museos, la mirada del que escucha conciertos, la mirada de una gente que ha vivido la vida de los personajes de los libros que ha leído y la suya propia. Para mí es tan vívida la historia de Natasha Filipovna de El idiota, de Dostoievski, como mi propia vida... de hecho, es mucho más interesante la de ella porque la asesinaron por amor. Ese tipo de cosas forma parte de mi biografía, por lo que mis libros, en un sentido amplio, son autobiográficos. Se entrelazan el imaginario colectivo y el individual como una trenza de cabellos.

En Zona de derrumbe hay una frase que considero fundamental para aproximarse a El rastro: «Creo que el sonido de una palabra es decisivo, ahí reside la explicación».

Cuando escribo busco que el sonido de las palabras se adecue perfectamente a lo que quiero decir. El sonido es esencial. Me interesa que la palabra convoque algo verdaderamente fuerte. Por eso digo en «Palabras para una fábula» que mastografía es una palabra hiriente y cruel, en tanto que papanicolau es una término armónico que incluso te permitiría hacer un verso. Ahora bien, en una novela en la que la música es sustancial, el sonido de las palabras también tiene que serlo. En El rastro exploro el problema de lo que significa el arte en sí mismo, y la dificultad de cómo en el arte el sentimiento puede ser falso o auténtico.

¿Qué relación existe entre las notas musicales y las palabras?

Las partituras son una de las formas más interesantes de escritura. La caligrafía en sí misma es muy importante, por eso escribí un texto sobre la escritura manual de Sor Juana Inés de la Cruz. Sus contemporáneos decían que los bordados y los deshilados que hacía eran tan maravillosos como sus versos. Cuando uno ve su caligrafía destaca por sobre todas las demás: era mucho más bella, estaba mejor delineada y revela un gran carácter; es casi una obra pictórica. La partitura también tiene mucho de eso; antes existían incluso verdaderos artistas de la partitura. El aspecto manual de la producción literaria es fundamental. Eso lo trato en Apariciones, por eso el personaje femenino que está escribiendo la historia de las monjas tiene sus rituales de escritura. El acto de escribir me parece maravilloso en sí mismo, igual que el de la escritura de partituras.

¿De algún modo intentó que el timbre melancólico del violonchelo, instrumento que toca Nora García, se asemejara al sonido de las palabras que conforman El rastro?

Me hubiera encantado lograrlo, pero por más que se quiera equiparar un instrumento artístico con otro no se puede. Mi instrumento son las palabras y el sonido que producen, por lo que me es imposible modularlas de la misma manera en que se modula la música. Ni siquiera se equiparan los sonidos de instrumentos de la misma familia, el oboe o el clarinete con la flauta o el fagot. Durante el proceso de escritura leía mi texto en voz alta y cuando notaba que había cosas que no funcionaban las cortaba, porque era importante que tuviera un buen ritmo y que el sonido funcionase. No tengo la vanidad de pensar que puedo escribir como Beethoven o Bach, porque escribo con palabras y no con sonidos directamente; además, a diferencia de la música, las palabras tienen que estar relacionadas con los conceptos. Conceptualmente tampoco podemos decir tanto con una pintura como con la escritura, aunque la música de Bach podría ser considerada como conceptual.

Algunos críticos literarios afirman que El rastro tiene una estructura musical. ¿Qué opina al respecto?

La verdad, me da vergüenza repetirlo y además se lo estoy contestando en las otras preguntas.

¿La frase «la vida es una herida absurda» es una especie de leit motiv en El rastro?

Quise manejar un tema que se va conjugando y, por más mediocre y minúsculo que sea, igual que en la música, puede convertirse en un tema extraordinario. Basta ver las Variaciones Goldberg, fundamentales en mi libro, y que Bach escribió para un alumno suyo que se apellidaba Goldberg, quien a su vez las tocaba todas las noches para su mecenas, el conde Keiserling, para ayudarlo a combatir el insomnio. Pero lo que importa aquí no es tanto la anécdota, sino el hecho de que un tema muy particular que tiene una melodía puede dar paso a variaciones infinitas que nunca pierden de vista el tema y, sin embargo, lo desarrollan y logran convertirlo a veces en algo casi totalmente distinto. Ese es el principio rector de mi novela. Eso se suma al hecho de que los protagonistas son una pareja de músicos, lo que me permitió explorar diversos temas relacionados con el arte.

¿La vida es una herida absurda?

Sí, con frecuencia la vida nos juega malas pasadas. Uno de los ámbitos en donde mejor se aprecia esto es en las letras de los boleros, de las canciones rancheras y de los tangos. Durante la escritura de El rastro me pasé semanas enteras copiando letras de tangos, porque el corazón siempre está presente en ellas. Deseaba que el corazón fuese el sustento de la novela, de la misma forma en que es el sostén del cuerpo vivo. Leí muchos libros sobre el corazón: la historia de la primera disección de corazón, historias acerca de cómo se concebía el corazón entre los griegos, los romanos, en la Edad Media, etcétera. Investigué mucho, pero no incluí todo porque la novela hubiera sido insoportable. Soy muy voraz y me cuesta trabajo elegir. Por ejemplo, disfruto comprándome ropa y cuando voy a una tienda y veo cinco vestidos que me gustan, si me alcanza el dinero me los llevo todos. Mi escritura mejoró cuando pude librarla de excrecencias.

Es bien sabido que usted es sorjuanista. ¿Además del soneto que sirve como epígrafe hay algún otro vestigio de Sor Juana en El rastro?

El soneto que está en el epígrafe me sirvió anteriormente para hacer un ensayo sobre la retórica amorosa en su poesía y sobre la exigencia a la que se veían sometidos los poetas contemporáneos a ella para respetar las reglas de la retórica y que su escritura funcionara. En mi novela incluí casi en su totalidad dicho ensayo, pero narrativizándolo. El rastro tiene aspectos del pastiche, es decir, inserté pedazos de otros textos; entreveré fragmentos de El idiota, de Dostoievski, de libros de medicina, de opiniones críticas sobre Glenn Gould y de mi propio trabajo sobre Sor Juana.

¿Cuáles son las fronteras entre la realidad y la ficción, y entre el ensayo y la narración, en El rastro?

Hice todo lo posible para que las fronteras se borraran, porque toda mi vida he sido una ensayista, lo que me coloca en una tierra baldía en lo que a literatura se refiere. Suele pensarse que uno no puede ser un gran escritor si sólo es ensayista. Mis ensayos son críticos, rigurosos, importantes desde el punto de vista de la investigación misma, y están bien escritos -qué insoportable estoy-, pero comúnmente se cree que el ensayo está peleado con la escritura de ficción. La necesidad de catalogar es terrible, porque lo obliga a uno a quedarse en límites muy estrechos, cosa que es imposible en una época como la nuestra, realmente interdisciplinaria. Me gusta la pintura, la música, la lectura, viajar, ver mezquitas, saber por qué los musulmanes viven de cierta manera, cómo caligrafían sus libros, me fascina comprarme ropa y estar a la moda, me interesa analizar por qué un traje de Armani de pronto se puede convertir en objeto artístico. Todo ese tipo de cosas aparece plasmado en mi obra. La frivolidad también es maravillosa. Cuando estoy escribiendo una novela soy como un eco de resonancias. A todo estoy atenta y, de pronto, un anuncio de El Palacio de Hierro cabe perfectamente en un libro mío. Claro que se tiene qué elegir y saberlo combinar: un frágil equilibrio: sino se logra sería un fracaso lo que una escribe.





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