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Escritores y editores en el Madrid de los Austrias

Jaime Moll


Universidad Complutense



Imprimir un libro exige una inversión. Si esta se hace con el ánimo de recuperarla y obtener algún beneficio, es necesario pensar en su distribución. Y nos resta el interés del escritor en obtener alguna compensación económica por su creación literaria. Ante esta realidad ¿cómo podía actuar un autor?

Tres son las posibilidades que se le ofrecen: autofinanciar la edición o lograr que una institución o un editor la realicen. En el primer caso, el autor ha de disponer de dinero para pagar el papel y la impresión, y se le presenta un problema añadido: ¿cómo realizar la distribución y venta de sus libros? El acuerdo con un librero, parece ser la solución, aunque al final, la incógnita mayor, aunque se venda su obra, es si podrá recuperar el dinero invertido y obtener algún beneficio. Recordemos lo que dice Cervantes en el capítulo 62 de la segunda parte del Quijote, aunque es necesario descargarlo un poco de su pesimismo. Muchos de los autores que financian la publicación de su obra ponen en el pie de imprenta la frase «a costa del autor».

Una institución, pública o privada, puede ser la entidad editora. Muchas veces, casi podríamos decir por lo general, sólo podremos saberlo si se localiza algún documento que especifique este aspecto. Nos queda la última posibilidad; el editor. Es ésta una palabra moderna, que surge de la diferenciación y especialización de su labor, pues hasta avanzado el siglo pasado el editor comercial es una de las funciones que puede desarrollar un librero, y, a veces, también un impresor.

La mayoría de los libreros además de comprar y vender libros se dedican a la encuadernación. En las ciudades en las que se creó un gremio de libreros, se debía pasar un examen de encuadernación para ser oficial. No es el caso de Madrid, donde no existió un gremio cerrado. Tan sólo se creó una Hermandad bajo la advocación de san Jerónimo, con finalidad religiosa y de ayuda mutua en casos de necesidad. Ello no significa que no fuesen encuadernadores la mayoría de los libreros. En caso de no serlo o no poder dedicarse a ello por las ocupaciones de su librería, tenían empleado un encuadernador o daban trabajo a los encuadernadores independientes. Los libros nuevos llegaban a las librerías en papel, o sea sin encuadernar. El librero podía encuadernar por su cuenta algunos ejemplares o bien lo hacía, por encargo, a gusto del cliente. Es preciso tener en cuenta, por otra parte, que no existía la división actual entre libreros de nuevo y de viejo, en sus distintas modalidades. Los libreros compraban las bibliotecas que se subastaban e iban vendiendo los libros viejos o usados de las mismas. Al mismo tiempo estaban al corriente de las novedades, que procuraban encargar y adquirir para satisfacer a sus clientes. Las transacciones, principalmente entre los grandes libreros, que eran editores, se basaban en el intercambio de sus publicaciones. En la venta al por mayor el libro nuevo no era una unidad que tenía un precio. El intercambio se realizaba teniendo en cuenta los pliegos impresos recibidos y enviados, marcando el precio por resma. Al finiquitar las cuentas, se contaban los pliegos recibidos y enviados, y el librero que había recibido un mayor número pagaba por la diferencia.

En las librerías no sólo se vendían libros nuevos y viejos y se realizaban encuadernaciones. También se practicaba la venta de productos que ahora llamaríamos de papelería: papel de distintas marcas y calidades, libros en blanco de distintos formatos, tinta, polvos, cañones -o sea plumas-, obleas, etc.

No todas las librerías tienen la misma importancia y volumen de existencias y ventas. Las hay pequeñas, con existencias reducidas y de carácter menos profesional, mientras otras las tienen copiosas, tanto de libros españoles como extranjeros, encuadernados o en papel. Los grandes libreros están en contacto con los principales centros editoriales europeos -algunos son además los distribuidores de sus ediciones- y españoles, y pueden encargarse de la búsqueda de los libros que necesiten sus clientes. Al declinar el gran centro de intercambio librero de Medina del Campo, es la Corte el lugar donde se encuentran los grandes mercaderes de libros, y entre ellos no faltan los extranjeros.

Una imprenta puede estar situada en cualquier punto de la villa, pero los libreros, principalmente los importantes, han de tener en cuenta la ubicación de su tienda, que ha de situarse en zonas comerciales o alrededor de centros educativos o culturales, lo que no impide que encontremos librerías establecidas en lugares más marginales. Además de las tiendas -algunos libreros tenían incluso un almacén situado en otra casa- existían puestos de librería. Un centro de venta de libros era el patio de la Reina, en el alcázar de los Austrias, zona de paso para las sedes de los Consejos, donde algunos libreros tenían un cajón, por el que pagaban alquiler. También se vendían y compraban libros por esquinas y plazuelas, colocados en el suelo, por vendedores ambulantes ajenos al mundo del libro. En 1655, la Hermandad de los mercaderes de libros de Madrid solicitó a la Inquisición que mandase impedir este comercio1.

Algunos libreros deciden editar libros. Grandes libreros o pequeños libreros: la diferencia la encontramos en que los últimos editan esporádicamente y poco, pues no pueden hacer grandes inversiones. Para los que cuentan normalmente con capital disponible, la edición es un aspecto más de su actividad, que desarrollan de una manera continua, produciendo un gran número de ediciones. Ellos dan vida al mercado nacional del libro, aunque desgraciadamente no afrontaron el mercado internacional en un momento en que las obras de nuestros autores, la mayoría en latín, la lengua internacional de la época, atraían el interés de los centros culturales, técnicos, religiosos y literarios europeos. Les faltó a nuestros libreros editores un mayor espíritu de riesgo en sus inversiones y principalmente la creación de una red europea distribuidora de sus publicaciones, como hicieron los editores de otros países. Los libreros españoles pudieron satisfacer, como tales libreros, las necesidades de los profesionales españoles, suministrándoles los libros que necesitaban, nacionales y extranjeros, pero como editores no supieron estar a la altura necesaria para difundir las obras teológicas, filosóficas, jurídicas y técnicas de los autores españoles, obras, muchas de ellas, que se reeditaron hasta el siglo XVIII fuera de España. Las necesidades editoriales de los literatos fueron, por lo general, satisfechas por los editores españoles. Pero es en Flandes donde se publican las ediciones de lujo de obras completas. Y tampoco se editan en España las numerosas traducciones de obras literarias españolas a otras lenguas2.

El editor, al publicar una obra, tiene en cuenta la expectativa de éxito. Si acierta, tendrá beneficios; en caso contrario pérdidas. Él procura, no siempre lo logra, no equivocarse, captar los gustos dominantes en cada momento, ver lo que ya no tiene interés para el posible lector, que puede ser un comprador. Es interesante destacar, es sólo uno de los casos, como en los años veinte del siglo XVII desaparece la edición y reedición de las novelas pastoriles, si exceptuamos la Arcadia de Lope. De 1622 es la última edición de la Diana de Montemayor, a costa de Domingo González. Conocemos, sin embargo, la existencia de varias novelas pastoriles de las que sus autores habían obtenido licencia y privilegio real en la década de los veinte, pero que no encontraron editor que las publicase. Se había ya cerrado la demanda de obras de este género pues otro tipo de novela estaba de moda.

¿Cómo actúa el autor en relación con el librero editor? Ningún libro puede legalmente ser impreso sin licencia previa. Pero si el autor quiere tener la exclusiva de edición, deberá solicitar un privilegio real que se la concede para un determinado tiempo, habitualmente diez años, pudiendo pedir su prórroga. La España de los Austrias es un conjunto de reinos unidos en la persona del rey. La consecuencia, desde el punto de vista que nos interesa, es que no existe un privilegio que englobe todos los reinos españoles, con lo que una obra privilegiada en un reino puede ser editada legalmente en cualquiera de los otros reinos, sin autorización del autor, siempre que se solicite la correspondiente licencia previa. Son ediciones sin valor textual, aunque de interés para la sociología de la edición y por demostrar la existencia de una expectativa de éxito por parte de quien las edita. En absoluto son ediciones piratas, como muchas veces se las califica. La solución que se le ofrece al autor para evitar este perjuicio es solicitar privilegios para los distintos reinos. En lo que se refiere a la Corona de Aragón, se puede solicitar un privilegio para todos ellos a través del Consejo de Aragón. Algunos autores lo hacen y es frecuente indicarlo en la portada: «Con privilegio para Castilla y Aragón», lo que generalmente indica que el privilegio comprende toda la Corona de Aragón. No hay estudios estadísticos, pero provisionalmente creo que puede afirmarse que la mayor parte de los casos se trata de autores eclesiásticos. Citemos un caso extraordinario, no el único, por supuesto. Las Varias poesías, de Hernando de Acuña, Madrid, 1591, tienen privilegio para los reinos de Castilla, Corona de Aragón, Portugal e Indias, que solicitó su viuda, doña Juana de Zúñiga.

En el privilegio se hace constar que sólo pueden imprimir la obra el autor o aquella persona que tuviese su poder para hacerlo. Cuando el escritor encuentra un editor dispuesto a publicar su obra, se formaliza un contrato de cesión de los derechos del privilegio a cambio de una compensación económica de mayor o menor cuantía, que a veces se complementa con un número de ejemplares. En ocasiones el editor cede, a su vez, los derechos a otro librero editor, y en algunos casos, es el editor el encargado de realizar las gestiones para la obtención del privilegio a favor del autor.

¿Cómo se sabe quien ha editado una obra? Lo más habitual es que su nombre figure en la portada con la fórmula; A costa de, o Véndese/Véndense en, aunque en el caso de esta última puede, no es lo frecuente, referirse sólo a su distribución. En otras ocasiones no figura el nombre del librero editor, pero la localización del documento de cesión del privilegio nos permite conocerlo. A veces, principalmente en caso de reediciones después del fallecimiento del autor, la licencia o la tasa lo declaran. Como es natural, muchos autores establecen una relación de continuidad con un librero editor, pudiendo en un determinado momento romperla, exactamente igual a lo que sucede en la actualidad. Es sobradamente conocido el caso de Cervantes.

Como establecía la pragmática de 1558 para los reinos de Castilla, terminada la impresión del texto de la obra, el corrector oficial debía certificar la conformidad de lo impreso con el original que tenía la licencia del Consejo, cuyas hojas habían sido rubricadas por un escribano del mismo. Solicitada al Consejo de Castilla la tasa a que debían venderse los ejemplares en papel, su certificación cerraba los necesarios trámites legales, pudiendo imprimirse la portada y los preliminares del libro. Éste pasaba de la imprenta al librero editor, que se aprestaba a ponerlo a la venta en su tienda y a ofrecerlo a otros libreros de su ciudad o de otras ciudades y reinos con los que tenía correspondencia. En manos de los futuros compradores y lectores estaba el éxito o fracaso de la nueva publicación.

Establecida la corte en Madrid desde 1561, excepto el paréntesis de su traslado a Valladolid, la villa y corte se afianza progresivamente como el gran centro difusor de la obra literaria de los escritores del Siglo de Oro, aunque no sea el único. Es por ello que el aficionado madrileño tiene la posibilidad de conocer enseguida la mayoría de las primicias editoriales.

Vayamos de librerías por el Madrid de los Austrias, visitando tanto las grandes como las pequeñas, aunque como nuestro interés está en las novedades literarias que han aparecido en la Corte, nos detendremos en las que nos pueden ofrecer las obras recién publicadas, o sea en las de sus editores, aunque también las veremos en otras librerías. En las grandes, encontraremos las obras básicas, y muchas veces voluminosas, de derecho, teología, filosofía, patrística, etc., abundando las de autor español, aunque con frecuencia editadas en el extranjero. Junto a ellas, las novedades, españolas o extranjeras, obras de surtido y ediciones más antiguas, ya usadas. Ya hemos dicho que los grandes libreros acostumbran a comprar en bloque bibliotecas de profesionales. Las librerías más pequeñas se dedican habitualmente a libros no profesionales -algunos tendrán, por supuesto- a libros de más amplia difusión. Las obras literarias, que no sean novedades, no son, por lo general, muy abundantes en las librerías. Es éste un aspecto que sería necesario estudiar.

Fijemos la fecha de 1615, que nos permite tener la guía de un escribano, Juan de Escobar, que va notificando a los libreros la decisión de los alcaldes de la casa y corte de su Majestad de prohibirles que compren libros de gramática o retórica a los estudiantes3. Falta alguna librería en la serie de notificaciones firmadas casi todas por los libreros, detalle que no comprendemos pero que es habitual en casos similares. Por otras fuentes coetáneas hemos completado el censo de las existentes en la fecha señalada.

En la Puerta del Sol está la librería de Miguel Serrano, instalada en casa de su propiedad, pero es alrededor del convento de San Felipe y en las covachuelas del mismo, donde se sitúa el primer grupo de librerías. La de Miguel Martínez se encuentra a la entrada de la calle Mayor, junto a las gradas de San Felipe. Editor desde 1582, con un amplio catálogo editorial, orientado, en gran parte, a lo literario, con primeras ediciones y reediciones de obras de amplio público lector. Prosiguiendo sus ediciones de comedias, la Tercera parte de las comedias de Lope de Vega Carpio y otros auctores, de 1613, las Doze comedias famosas de quatro poetas naturales de la insigne y coronada ciudad de Valencia, de 1614, ha adquirido el 6 de junio de 1615 la exclusiva de venta en Madrid, durante dos meses y medio, de doscientos ejemplares de la Flor de comedias de España, impresa en Alcalá. También en 1615 ha editado la Corrección de vicios, de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. En 1618 publicará la primera edición de Las relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón, de Vicente Espinel, a quien pagará cien escudos de oro por el privilegio.

Mirando lo expuesto en las librerías de Juan Pérez (en frente de san Felipe), librero de la Capilla de su Majestad -que en 1614 publicó una obra muy reeditada, las Coplas, de Jorge Manrique, con las Coplas de Mingo Revulgo glosadas por Hernando del Pulgar y las Cartas en refranes, de Blasco de Garay- de Pedro Martín (en las covachuelas de san Felipe) y del francés Jerónimo de Courbes (en frente de san Felipe), gran importador de libros y también editor, pasamos por el taller de encuadernación de Juana Ramis, viuda de Gaspar de los Reyes (a la portería de san Felipe), para seguir por la calle Mayor. Junto al Correo mayor, vemos las librerías de Matías Martínez, de Jusepe Vidarte («pared y medio del de antes»), con libros más populares, y la de Miguel de Siles («pared y medio del correo mayor»), editor de varias partes de comedias de Lope de Vega, que acaba de lanzar a los aficionados la parte VI y una reedición del Estilo y método de escrivir cartas misivas, de Juan Vicente Pelliger.

Abandonando la calle Mayor, encontramos debajo de la torre de la iglesia de Santa Cruz, la librería de Antonio Gómez, atendida por Antonio Díaz, y en Antón Martín la de Juan de Loriente. Encaminando nuestros pasos a la calle de Toledo, junto al Estudio de la Compañía de Jesús, nos será posible ver en dicha calle y adyacentes otro conjunto de librerías, también grandes y pequeñas, cuyo número aumentará al amparo del Colegio Imperial. Diego Sánchez («al Estudio de la Compañía»), Francisco de Robles, el hijo de Sebastián de Robles (calle del Rastro), Gonzalo Fernández («pared y medio del de arriba»), Francisca de los Reyes, viuda de Francisco del Val (calle de Toledo) -que había publicado obras de Fray Juan de los Ángeles-, en este momento al cuidado de sus oficiales Juan Esteban y Miguel Vargas, Rodrigo de Lara (a la entrada de la Puerta Cerrada), Diego de Casas (a la entrada de la Puerta Cerrada), Antonio de la Plaza (en la esquina de la calle de Toledo), que publicó en 1614 los Diálogos de la naturaleza del hombre, de Raimundo Sabunde, Pedro Lizao («pared y medio del de arriba»), editor de libros religiosos, fallecido este mismo año, Mateo Velázquez («más arriba de los de atrás»), Antonio García («pared y medio del de arriba»), que en 1617 dará al público Los más fieles amantes, Leucipe y Clerifonte, historia griega por Aquiles Tacio Alexandrino, traduzida, censurada y parte compuesta por Diego de Agreda y Vargas, Joseph de Ortega («más adelante del de arriba») y Antonio Rodríguez (calle de Toledo) son los propietarios de las librerías, a las que añadiremos la de Antonio Ribero, debajo de la torre de San Salvador y al encuadernador Jerónimo de Alumina, en la Cava de San Miguel. Todo un conjunto de librerías que, en su mayoría, desconoceríamos si no fuese por la documentación conservada, lo que no ocurre en el caso de los libreros editores cuyo nombre figura en las portadas de los libros, aunque muchas veces no reciban actualmente la debida atención.

De la calle de Toledo y aledaños nos encaminamos al Alcázar de los Austrias, pues en su patio de la Reina sitúan sus cajones algunos libreros, único punto de venta para algunos, para otros complementos de su tienda. Además de los cajones de libros, existían otros en los que se vendían otros objetos. Lugar de reunión y paso, camino hacia los despachos del Consejo de Castilla y otros Consejos, estos cajones, que se traspasan, reúnen una selección de libros profesionales, principalmente de derecho, con novedades y libros de surtido. Algunos de estos libreros son editores y en las portadas de sus publicaciones añaden a la dirección de su tienda: «y en Palacio». Manuel Rodríguez («que vive bajo de san Pedro»), Juan de Villarroel (que vive en la calle de Santiago, frente de Pedro Marañón), Pedro Pablo Bugía, Domingo González (que vive frente de la Santísima Trinidad), Francisco Pérez (que vive en la puerta de Guadalajara, donde tiene tienda), tienen cajón en Palacio.

Manuel Rodríguez había publicado en 1612 una reedición de las Obras del excelente poeta Garcilaso de la Vega, con las anotaciones del Brocense. Juan de Villarroel es un joven librero que inicia en 1614 su corta carrera editorial. El 4 de diciembre, el Consejo le tasa un libro de surtido, la Arithmética práctica y speculativa de Juan Pérez de Moya, que saldrá a la venta en 1615 y en cuya portada figura: «Véndese en Palacio». El 19 de febrero de 1615, obtiene una licencia, que tuvo que traspasar, como veremos enseguida, a Pedro Pablo Bugía, que tenía en Palacio el cajón contiguo al suyo. El motivo sería reunir dinero para un primer pago a Cervantes del privilegio de las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados, que acaba de publicar cuando visitamos su cajón. En la portada figura «véndense en su casa, a la plaçuela del Ángel». Con esta edición se consuma la separación de Cervantes de la familia librera de los Robles, que se confirmará con la edición en 1617 -la última de Villarroel y de Cervantes- del Persiles, en la que da como dirección de su tienda, «en la Platería». La falta de capital frenó su actividad editorial. El 6 de noviembre de 1615 debe todavía a la viuda de Alonso Martín un resto de 1.500 reales por la impresión de sus dos primeros libros4. El 14 de enero de 1616 traspasa su cajón de Palacio. El 10 de marzo del mismo año compra papel a Ambrosio Peignon por valor de 1728 rs., que se compromete a ir pagando con entregas de 50 rs. cada sábado5. Y en 1626, todavía debía a la viuda de Cervantes, Catalina de Salazar, unos 400 reales, deuda que tenía con su marido6.

Pedro Pablo Bugía nos ofrece en su cajón de Palacio la reedición de la Historia etiópica de los amores de Teágenes y Cariclea, de Heliodoro, cuya licencia había comprado, como hemos dicho, a Juan de Villarroel. Domingo González ha editado la traducción de la Eneida hecha por Cristóbal de Mesa y posteriormente incluirá en su catálogo obras de Quevedo.

En la Puerta de Guadalajara, tiene su librería Francisco de Robles, librero del Rey. Hijo de Blas de Robles y nieto de Bartolomé de Robles, ambos libreros, nos ofrece su gran novedad, largo tiempo esperada: la Segunda parte del Quijote, última primera edición de Cervantes que publica, pues, como hemos dicho, se ha roto el vínculo editorial que este autor tenía desde 1585 con los Robles. Como cesionario del privilegio, reeditará en 1617 las Novelas ejemplares.

La relación de Francisco de Robles, editor, con la obra literaria es muy escasa, aunque el ser el editor del Quijote le ha situado en una posición destacada en este campo. Mientras, por ejemplo, Alonso Pérez se caracteriza por el gran número de obras literarias que editó, aunque también se dedicase a otras materias, Francisco de Robles no puede ser considerado como un editor de obras literarias. Si exceptuamos a Cervantes, el Viaje entretenido, de Agustín de Rojas, en 1603, y las Obras de Diego Hurtado de Mendoza, recopiladas por Juan Díaz Hidalgo, de 1610, ambas primeras ediciones, sus numerosas ediciones pertenecen a otras materias. Algo parecido sucedió con su padre, Blas de Robles. En su larga lista de ediciones, además de la Galatea, de 1585, encontramos únicamente el Espejo de príncipes y caballeros, de Diego Ortúñes de Calahorra, coeditado con Diego de Xaramillo, las obras de Pedro de Padilla, Thesoro de varias poesías (1580 y 1587), Romancero (1583) y Jardín espiritual (1585), y El Monserrate, de Cristóbal de Virués.

Al entrar en la calle de Santiago nos sorprenderá el número de librerías que encontraremos, pues es una calle de tradición librera, que perderá a mediados del siglo XVII. En 1655 sólo estará abierta una librería, la de la viuda de Nicolás de Herrán, el que fuera oficial de Alonso Pérez.

Es Alonso Pérez un gran librero, que inició en 1602, al coeditar con el librero Andrés López las dos partes de la Diana, una gran carrera editorial -principalmente, como hemos dicho, en el campo literario- continuada hasta su muerte en 1647. Son más de cuarenta años de actividad editora. Sin distinción de escuelas publicó obras de los principales literatos de su época y de otros autores de segunda fila. A Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Tirso de Molina, por citar sólo algunos de los grandes, hay que añadir una larga lista de literatos de su tiempo, en primeras ediciones o reediciones de sus obras. En su librería nos ofrece las Rimas sacras, de su amigo Lope, que publicó en 1614, y el Romancero y monstruo imaginado, de Alonso de Ledesma, que acaba de editar.

Juan Berrillo es otro de los buenos libreros de esta época, que en 1599 había relanzado el Lazarillo, aunque fuese en su versión expurgada, ante el éxito del Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán. Acaba de publicar el Poema trágico del español Gerardo, de Gonzalo de Céspedes y Meneses, por cuyo privilegio pagó 450 reales.

También libreros editores son Pedro Marañón, Lucas Ramírez, Antonio Rodríguez, que en 1614 había publicado La Ingeniosa Elena, de Salas Barbadillo, y Juan Hasrey, joven librero flamenco, gran importador de libros, que falleció el 6 de septiembre de 1615. Menos importancia tienen las restantes librerías de la calle de Santiago: las de Martín de Beva, Baltasar Olivera y Juan de Retama.

Completemos nuestra visita pasando por la calle de San Luis, donde están las tiendas de Alonso Gutiérrez y de Pedro Coello, futuro gran editor -pensemos en Quevedo- y por la Red de San Luis, donde se encuentra la librería de Juan de la Cruz. Junto a los Ángeles está Simón de Vadillo y, finalmente, visitamos en la plazuela de Santo Domingo las librerías de Andrés Martínez, Bartolomé de Montenegro y Antonio Cano (vive en la calle del Molino de Viento).

Hemos visto las novedades literarias madrileñas de 1615, que ofrecen en sus tiendas los libreros que las han editado. Pero, además, en varias librerías hemos podido ojear el Compendio de las solenes fiestas que en toda España se hicieron en la beatificación de N.B.M. Teresa de Jesús ... en prosa y verso, que ha publicado Fray Diego de San José, verdadera antología, indudablemente de pie forzado, de los poetas y escritores del momento, y también la Plaza universal de todas las ciencias y artes. Parte traducida de toscano y parte compuesta por el Doctor Cristóbal Suárez de Figueroa, donde hemos leído a hurtadillas la descripción que hace de la imprenta, a él debida, pues no figura en la obra de Garzoni.

No podemos extendernos con las novedades literarias, pocas, editadas en otras ciudades, que llegan también a las librerías madrileñas. De lo expuesto se puede deducir que el escritor se basa principalmente en el librero editor para lograr la difusión de su obra por medio de la imprenta. La red de librerías acerca al potencial comprador y lector las novedades literarias que van apareciendo. El ritmo de ventas marcará el éxito o fracaso, la aceptación o el rechazo, la reedición inmediata o, a la larga, la venta como papel viejo de gran parte de una edición.

Éxito o fracaso que no siempre se corresponde con la calificación que merecen las obras y los escritores en nuestras historias de la literatura.

Y, para terminar, una indicación: al referirnos a una edición no debemos olvidar al editor, siempre que sea conocido. ¿Por qué en las ediciones antiguas no consideramos al editor como hacemos con las actuales?





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