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España en la obra de Hemingway

Francisco Ynduráin Hernández





Pretenden estas notas trazar en tono objetivo, y, hasta donde sea posible, desapasionado, el resultado de la experiencia española en la obra de Hemingway en cuanto le ha proporcionado material y fermento artístico. Apunta, pues, el estudio, examen mejor, al aspecto literario y, si en ocasiones se toca el político, sólo se liará porque así lo requiere la naturaleza misma de las obras consideradas. En modo alguno será esto algo como un pliego de cargos ni de descargos. Cuando se estime conveniente para los fines propuestos, dejaremos que los hechos hablen sencillamente. Sacrificaremos la tentadora posición polémica al relato escueto.

Antes de ver las obras de Hemingway sobre España parece aconsejable echar una ojeada al conjunto de sus producciones, y, antes de nada, a la biografía del novelista americano. El cual nació en 1898, cerca de Chicago -Oak Park-. Su padre, médico rural, lo llevó muy niño en sus excursiones de caza y pesca, y con aquel tuvo el futuro escritor su primer contacto con el dolor y la muerte en sus manifestaciones más primarias. Interrumpe Hemingway sus estudios, más apasionado por los deportes violentos que por la inacción del intelectual y, siendo periodista en el Kansas City Star, parte para el teatro de guerra italiano, primero como conductor de una ambulancia, voluntario con los Arditi, después. Asiste a las batallas de Piave y a la retirada de Caporetto. Después de curarse las heridas allí recibidas, vuelve a Europa (1921), ahora como corresponsal del Toronto Star, y viaja por el Oriente Medio, donde ve los últimos chispazos bélicos en la retirada de los griegos a sus nuevas fronteras

Lo encontramos luego en París en un momento crítico para su carrera literaria, que recibe un impulso decisivo gracias a Gertrude Stein y el círculo de escritores y artistas que la americana reúne. En Autobiography of Alice B. Toklas, compañera de Stein, se ha descrito la historia de un grupo tan significante en la moderna literaria americana para la que fue París lugar de visita obligada. Entre 1920 y 1922 Hemingway frecuenta la compañía de John dos Passos, Malcom Cowley, Archibald MacLeish, James Joyce, Scott Fitzgerald, Ford Madox Ford, William Carlos Williams, Ezra Pound, sin contar los pintores y figuras de menos cuenta. Por estímulo de la Stein viene Hemingway a España para ver toros. Pronto escribirá narraciones cortas sobre la fiesta nacional, siendo las primeras en ver la luz las que figuran en la colección in our time, editada en París (1924). No mucho después aparece su primera gran novela de ambiente español, The Sun Also Rises1 (New York, 1926), y prepara largo tiempo un resumen de sus conocimientos taurinos, que reúne en Death in the Afternoon2 (New York, 1932). En el intervalo A Farewell to Arms (1929) consolida su fama de novelista, y ha tenido tiempo de esquiar en los Alpes, cazar en el Tirol y en la región de los grandes lagos africanas, además de ver toros en España y hacer un viaje a China. Al iniciarse la guerra de España, Hemingway toma partido inmediatamente por el Frente Popular, viene como corresponsal, sigue las acciones un el mismo frente, recauda dinero para la causa que sigue y escribe numerosos reportajes, el guión de una película, una pieza de teatro y una novela extensa, por no citar sus cuentos. Más adelante veremos en detalle esta y las demás etapas de la carrera del novelista. Cuatro viajes hizo a España entre 1937 y 1938. Viajes a Birmania, para luego seguir la campaña de Libia en la gran guerra y el desembarco y la última ofensiva en Europa. Después de la última guerra ha residido algún tiempo en La Habana, ha vuelto a España en el verano de 1953, asistiendo a las corridas de las ferias de Pamplona, desde donde, si no yerran los informes, ha salido para el teatro de la lucha con el Mau-Mau, terreno que ya conocía de sus excursiones cinegéticas. Dos consecuencias se desprenden de esta sucinta nota biográfica: la extraordinaria movilidad del escritor y su predilección por lugares en que hay lucha o emociones inertes. Anticipemos que toda su obra está dedicada a la pintura directa de acciones violentas, deportivas o bélicas, y muy especialmente a aquellas que llevan a la muerte; sus recuerdos de la primera guerra europea quedan novelados en la citada A Farewell to Arms y en la más reciente, Across The River and Into the Trees (1950), donde se enlaza el recuerdo de la primera con la segunda guerra mundial; de aventuras de caza y pesca citaremos The Green Hills of África y su última obra, The Old Man and the Sea (1952), en cierto modo relacionada con To Have and to Have Not (1937), siquiera sea por el escenario antillano. En otros libros de novelas cortas, Winner Take Nothing (1933), Men Without Women (1927), The First Forty-nine Stories (publicado junto con the Fifth Column, 1938) y Men at War (1942), no encontraremos otra temática.

Es rasgo hace mucho tiempo notado, el gusto de los escritores americanos por la violencia física y no son pocos ni desdeñables los que llaman «tough writers» -escritores broncos- que cultivan temas de vigorosa rudeza y a los que se siente uno tentado de comparar con la fase primitiva de nuestras literaturas, salvadas todas las distancias, por el entusiasmo que muestran y comparte, al parecer, el público hacia un heroísmo muscular o armado. El sociólogo dirá si esto es prueba de espíritu juvenil en un pueblo. A nosotros nos toca registrar en la mítica literaria americana la frecuencia de esos temas y personajes (no la exclusividad, claro) en comparación de los cuales la literatura europea, parece mucho mas cerebral y no tan impulsiva, con todas las excepciones que se quiera. Pero ahora debemos considerar de cerca el caso de Hemingway, cómo se ha ido forjando en el escritor esa particular predilección por la violencia y la muerte y en qué medida ha contribuido a ello la experiencia española. Para empezar, uno se siente tentado a intentar una caracterización del tipo humano del escritor, de constitución atlética o, para emplear la terminología de Sheldon, mesomórfica, a la que corresponde, según esta clasificación, el temperamento somatotónico cuyos rasgos dominantes son el amor a la actividad muscular, afición a la lucha, bravura física y sentimiento nostálgico por la juventud, período de la máxima potencia y actividad. Cierto que ni este tipo, ni los otros dos, el viscerotónico y el cerebrotónico, se dan en toda su pureza, pero, mezclado con estos, parece dominante en Hemingway el temperamento dicho. No es, pues, casual el género de vida que hemos visto, ni la elección de temas y personajes en la obra de Hemingway. Si ahora pasamos a las ideas del escritor y a su peculiar manera de concebir el hombre y el mundo, la vida, nos encontramos con nada más que naturaleza sin sentido y sin razones para sentir amor, esperanza ni fe. Al final está la muerte, que tiñe con su necesidad ineludible nuestras vidas. En un cuento intercalado en D.I.T.A., A Natural History of the Dead, se nos dice de Mungo Park, desfallecido en el desierto africano, que se deja caer para esperar la muerte y ve entonces una flor de extraordinaria belleza: «Aunque la planta entera -pensó- no era mayor que uno de mis dedos, no pude contemplar la delicada textura de sus raíces, de sus hojas y de sus flores sin sentir admiración. El Ser que ha plantado, regado y perfeccionado en esta oscura parte del mundo algo que parece de tan escasa importancia, ¿mirará indiferente la situación y los sufrimientos de las criaturas formadas a su propia imagen y semejanza? Reflexiones así me salvaron de la desesperación. Me levanté y, olvidado de la fatiga y del hambre, proseguí convencido de que el socorro estaba cerca-, y no me engañé». Y sigue Hemingway: «Con predisposición a maravillarse y adorar así... ¿puede estudiarse cualquier rama de la Historia Natural sin que aumente aquella fe, amor y esperanza que nosotros, cada uno de nosotros, también necesitamos por el yermo de la vida? Veamos, pues, qué inspiraciones podemos sacar de los muertos». Viene después la historia natural de los muertos, muertos en distintos grados de descomposición, pero no ve Hemingway más que naturaleza y, si hay en ella un orden natural, nada encuentra que le lleve más allá. Queda en todo caso el recurso de un estoicismo frío y, mientras llegue la muerte, ajustarse a las normas de juego limpio en la vida para afrontar de cara nuestra muerte, que será nuestra última acción. No es, por tanto, sorprendente que en la obra del americano abunden los seres en trance de aniquilamiento moral en cuanto el sexo, el alcohol, la acción violenta no basten a llenar sus anhelos. Luego veremos cómo su primera venida a España fue decidida por el deseo de ver la muerte en su inminencia más próxima, dentro del ruedo.


ArribaAbajoHemingway y el arte

La posición estética de Hemingway es muy neta y simple, consecuente y unilateral. Arranca su obra de las innovaciones de Sherwood Anderson, a quien pronto habría de parodiar satíricamente, cuando llega a un grado de desnudez expresiva insuperable. En otra ocasión3 citaba su desdén por el adorno, y ahora he de insistir en el proceso de simplificación que supone su aprendizaje de escritor. Esta constante vigilancia para no caer en el engaño de la retórica obedece a una voluntad de verismo experimental, pues nunca escribe Hemingway sino de lo que ha visto (suele decir, según Carlos Baker, «I only know what I have seen») y tiene por el fin supremo del escritor contar las cosas como son («the way it was»), diciendo la «verdad», debiendo ser tan fiel a esta que «su invención -siempre apoyada en la experiencia- produzca un relato más verdadero que pueda serlo cualquier registro factual». (Podríamos preguntar qué es verdad, qué criterio hay para obtener las cosas como son; pero no hay que complicar con especulaciones el resumen de las ideas de Hemingway.) El azacanado andar y ver del escritor no es otra cosa que su lehrjahre, pues no en los libros, sino en la vida principalmente va a tomar lecciones. Nada más lejos de su arte que la inspiración libresca, de gabinete o biblioteca. Es notable que el refinado ambiente de la orilla izquierda del Sena en que vivió no modificase una voluntad tan segura de su orientación estética. Vale la pena aducir aquí un pasaje en que nuestro autor se enfrenta con el «intelectual» Aldous Huxley, como muestra de la distancia que separa sus respectivas posiciones. En un ensayo, «Foreheads Villainous Low», escribe el inglés: «Mr. Hemingway se arriesga, por una vez, a mencionar un Viejo Maestro. (Se trata de Mantegna, citado incidentalmente por el americano.) Entonces, a toda prisa, asustado de su temeridad, el autor pasa adelante -como hubiera pasado apresuradamente Mrs. Gaskell, si se hubiera visto obligada a mencionar un water-closet-, pasa, avergonzado, a hablar de temas inferiores. Hubo un tiempo, no remoto, en que los necios e incultos aspiraban a ser tenidos por inteligentes y cultivados.

Las aspiraciones han cambiado de norte. No es infrecuente ahora tropezar con personas inteligentes y caltas que hacen cuanto pueden por ungir ignorancia y ocultar el hecho de que han recibido una educación». Si nos paramos a considerar las obras del novelista americano, nos llama en seguida la atención el limitado círculo de su interés, del que está excluido sistemáticamente el arte, la filosofía, en suma, toda discusión especulativa que desvíe su relato de la escueta narración. Y sobre ello habremos de volver; pero es preciso dar ahora una oportunidad a Hemingway para contestar a Huxley. «Creo -escribe- que hay algo más que simular o aludir a una apariencia de cultura. Cuando un escritor hace una novela, debe crear personas vivas; personas, no caracteres. Un carácter es una caricatura... ¡Si la gente que el novelista crea, habla de los maestros antiguos, de música, de pintura moderna, de literatura o de ciencia, entonces esa gente tendrá que hablar de esas materias en la novela. Si dichas gentes no hablan, no se ocupan de esas cosas y el novelista les hace hablar de ellas, es un simulador, y si habla por cuenta propia para mostrar cuánto sabe, entonces es un exhibicionista. Por buenos que sean una frase o un símil, si los pone donde no son absolutamente necesarios e insustituibles, el escritor estropea su obra por egotismo. La prosa es arquitectura, no decoración de interiores, y el Barroco ha pasado. Cuando un escritor cuelga sus propias lucubraciones intelectuales, que podría dar a bajo precio en ensayos, de boca de caracteres construidos artificialmente, más remuneradores como figuras de novela, estará bien con criterio económico tal vez, pero no hace literatura. Un autor que estima en tan poco la seriedad de su arte como para preocuparse de que los demás vean que ha sido criado, educado e instruido correctamente, es simplemente un papagayo. Y sépase: un escritor serio no ha de confundirse con un escritor solemne». (D.I.T.A., págs. 190-192).

El examen y la discusión de los criterios contrapuestos nos llevarían muy lejos. Descartada, o sin descartar, la ironía de uno y otro, queda bien patente la distancia entre un arte que aspira a ser «natural» y otro que quiere ser «artificial». Y no excluimos como lectores a ninguno de los dos, aunque tengamos nuestras preferencias, que irán de uno u otro lado, según la calidad del ejemplar que nos solicite. Lo que cada uno de los escritores defiende, acaso con exceso de parcialidad, es ni más ni menos la clase de literatura que han sido capaces de crear por voluntad o por limitación o por ambas razones. Ya hemos señalado la reducida área de interés para Hemingway, que es, desde luego, uno de esos grandes escritores que orientan su labor en una sola dirección. Supone él mismo que un buen autor es capaz de asimilar cosas más rápidamente que el hombre medio; pero «hay cosas que no pueden aprenderse rápidamente, y el tiempo, que es cuanto tenemos, se gasta con derroche en adquirirlas. Son las cosas más sencillas, y, puesto que cuesta la vida de un hombre el conocerlas, lo poco nuevo que cada uno saca de la vida es muy costoso y la única herencia que ha de dejar». Lo poco de nuevo sobre lo que Hemingway quiere escribir es cuanto ha obtenido por contacto inmediato, por experiencia personal, y ya sabemos en qué orden de cosas se ha ejercitado su observación y su pluma. Es el suyo un realismo vital, y la gran variedad de países que ha recorrido no pasará a sus páginas como motivos de descripción pintoresca por su belleza o exotismo, sino que forma parte indispensable de su aventura personal. A lo largo de sus caminos por cuatro continentes, Hemingway solo busca su definitiva las diez mil caras de la muerte.




ArribaAbajoDescubrimiento de España

«Estando en París, recuerdo -escribe, D.I.T.A., c. I- a Gertrude Stein hablando de toros y de su admiración por Joselito», al que ella y Alice B. Toklas habían visto torear, así como al hermano de Joselito, el Gallo. Se discutía sobre la suerte de los caballos -1922-, y Hemingway, que acababa de ver en los Balcanes cómo los griegos sacrificaban sus acémilas rompiéndoles las patas y tirándolas en aguas de poca profundidad, mostró su repulsión por el trato dado a las pobres bestias. Pero, por otra parte, «el único sitio en que podía verse la vida y la muerte, digo, la muerte violenta ahora que las guerras se habían acabado, era la plaza de toros, y deseaba, deseaba con ardor ir a España, donde podría estudiarlo. Estaba aprendiendo a escribir a partir de las cosas más simples, y una de las cosas más simples de todas y la más fundamental es la muerte violenta... Así, pues, fui a España a ver toros y a tratar de escribir sobre ello para mí mismo. En cuanto a la moral, sólo sé que es moral lo que a uno le sienta bien después, e inmoral lo que a uno le sienta mal, y, juzgando por estas normas éticas, que no defiendo, los toros son algo muy moral para mí, porque me siento muy bien mientras dura y experimento el sentimiento de vida y muerte, mortalidad e inmortalidad, y, cuando ha terminado el espectáculo, me siento muy triste, pero a gusto. Y no me importan los caballos» (D.I.T.A.). (Nótese, de paso, el pragmatismo hedonista que constituye toda la ética de Hemingway, en los toros y en todo lo demás.) Y, cuando define la fiesta, encuentra que «la esencia de la corrida, su máxima atracción emocional, es el sentimiento de inmortalidad que el matador siente en medio de una gran faena y que comunica a los espectadores. El torero está naciendo arte y jugando con la muerte, atrayéndola cerca, más cerca, cada vez más cerca de sí... Da la sensación de inmortalidad, y, al contemplarlo, uno se la apropia. Luego, cuando es ya de uno y otros, la refrenda con la espada» (D.I.T.A.). Durante su estancia en España, entre 1922 y 1932, escribe algunos cuentos de tema taurino, una novela, T.S.A.R. y D.I.T.A., de la que se han ido citando pasajes. Esta obra es un tratado de tauromaquia, animado con anécdotas, digresiones y coloquios con una Vieja Dama, que sirven para animar y mover el relato. La experiencia obtenida después de ver matar 1.500 toros y de frecuentar la compañía de toreros le ha permitido escribir un libro de excelente información. Biografías de toreros, recuerdos de faenas memorables, noticia de las ferias más importantes, una soberbia colección de fotos con momentos culminantes de la lidia, que llevan muy justos comentarios, y un vocabulario taurino completo -incrustado con algunos términos de no fácil asociación con la fiesta-, forman una breve enciclopedia de la tauromaquia contemporánea. Y en todo momento, presidiendo a la anécdota, el sentido trágico de la lidia con su desafío a la muerte. Hemingway ha criticado los libros sobre España, fruto de una sola visita y se encarniza, especialmente, con Virgin Spain, de Waldo Frank, cuyo estilo literario y visión de la realidad son tan opuestos a los suyos. Libros posteriores, como Matador, de Barnaby Conrad, siguen el modelo que Hemingway ha dejado de nuestra tiesta a los lectores y viajeros anglosajones. No es de mi competencia el enjuiciar desde un punto de vista taurino la obra de Hemingway. Quede una vez más reiterada la nota de emoción ante la muerte desafiada, como resultado más saliente de su taurofilia. Por otra parte, admira a los toreros, héroes y ejecutantes del rito; los admira por su bravura, por su espíritu indomable. En los cuentos, en escenas aisladas, ha dejado apuntes de fuerte emoción, como cuando cuenta la muerte de «Maera» o narra la triste faena de un torerillo en The Unvanquished. Entre los personajes que pueblan sus páginas, todos ellos en lucha más o menos próxima con la muerte, boxeadores, gangsters, pescadores, cazadores, contrabandistas, guerrilleros y soldados, los toreros se distinguen por la gallardía y el garbo que ponen en su arriesgada profesión. En The Capital of the World

, publicado primero con el título de The Horns of the Bull, hay un torero cobarde, lo que supone la máxima frustración en su carrera; en cuanto a los otros, «necesitan la apariencia, si no de prosperidad, al menos de crédito, ya que el decoro y la dignidad, junto con el coraje, son las virtudes más estimadas en España».

Fuera de los toros, Hemingway no ha visto, no se ha interesado por casi nada más, como no sea por el pueblo y por el paisaje. No esperéis de él que os hable de nuestra historia, de nuestro arte, del pensamiento o de la literatura. Su experiencia es voluntariamente limitada. Si habla de Velázquez, Goya y el Greco, sus apreciaciones carecen de profundidad. Velázquez, según Hemingway, creía solo en la pintura, y no le interesa; el Greco era un homosexual (!) y de Goya, por quien se siente más atraído, ha entendido aquellas obras que estaban más próximas a sus puntos de vista: La tauromaquia y Los desastres de la guerra. El juicio sobre el hombre del campo es notable. Como todas sus apreciaciones, esta también es fruto de su reacción personal después del contacto directo. Como confiesa en D.I.T.A., al empezar a escribir, siempre ha querido hacerlo con realismo y con verdad, «ejercitando mi capacidad de sentimiento y de visión no deformada por lo que se espera de uno o por lo que se nos ha enseñado a ver y sentir». A este honrado propósito se ha mantenido fiel como artista. De sus correrías por tierras españolas ha sacado esta opinión de sus habitantes. «Si el pueblo español tiene algún rasgo común es el orgullo, y si tiene otro es el sentido común, y si tiene un tercero, la falta de sentido práctico. Porque tienen orgullo no dan importancia al matar, pues se consideran dignos de dispensar ese don. Como tienen sentido común, están interesados en la muerte y no gastan sus vidas en eludir el pensar en ella y con la esperanza de que no exista, sólo para descubrirla cuando van a morir. El sentido común es tan fuerte y seco como las llanuras y mesetas de Castilla, y pierde dureza y sequedad al alejarnos de Castilla». Galicia y Cataluña domina el sentido práctico y no hay mucha preocupación por la muerte. No así en el Norte, en Navarra y Aragón, donde es tradicional la bravura de sus gentes. «En Castilla -sigue-, el campesino vive en un país de clima tan duro como cualquiera de los cultivados; tiene comida, vino, mujer e hijos, o los ha tenido, pero no tiene comodidades o capital, y estos bienes no son fines en sí mismos; son sólo una parte de la vida, y la vida es algo que va antes de la muerte. Alguien, de sangre inglesa, ha escrito:

"La vida es real; la vida es importante, y la tumba no es su meta".

¿Dónde enterraron a ese?, y ¿qué ha sido de la realidad y de la importancia? El pueblo de Castilla tiene un gran sentido común. No podría dar un poeta que escribiese un verso así. Saben que la muerte es la realidad ineluctable, lo único de que cada hombre puede estar cierto; la única seguridad, que trasciende todo el confort moderno, pues con ella no hace falta el baño de cada hogar americano ni, si ya se tiene, un aparato de radio. Piensan muchos en la muerte, y si tienen una religión es una religión que cree que la vida es mucho más breve que la muerte. Se toman un inteligente interés en la muerte... y por eso van a los toros» (D.I.T.A.). Como puede verse, el círculo en el que se mueve Hemingway no varía, y su insistencia llega a ser machacona, reiterativa, como su estilo. Y no deja de ser sorprendente la identidad de sus conclusiones al analizar el espíritu español, sin más dato que el de su experiencia ingenua, si hemos de creerle, con las conclusiones a que propios y extraños han llegado calando en el arte, en la literatura o en la religiosidad más selecta.

El ambiente, el escenario local, late en una toma fresca y palpitante, siempre que Hemingway considera oportuno utilizar esta nota, que él estima necesaria, pues «a menos que haya geografía, término de fondo, no hay nada». De ahí su gusto por los nombres propios reales de cada lugar, ciudad o campo; la aguda percepción del aire en la visión de Madrid, por ejemplo (D.I.T.A., c. V); del paisaje urbano y campestre de Pamplona (T.S.A.R., passim); de las frescas orillas del Irati (ibídem), donde, al llegar para su partida de pesca, dice sencillamente uno de los personajes, this is coimtry; de las peladas colinas que bordean la vega del Ebro, en el cuentecillo Hills Like White Elephants, o de la estación de ferrocarril abrasada por el calor, en la misma obra. Y siempre, repetiremos, sin interposición de recuerdos librescos, por contacto elemental y transpuesta la experiencia por modo sutil de sugestión, sin énfasis. Hemingway parece haber limpiado sus ojos de toda impresión anterior, de toda asociación o recuerdo; mira con la ingenuidad de unos ojos abiertos por vez primera a la belleza del mundo circundante. Le acompaña y condiciona su visión sólo el inquieto buscar de la muerte. Por eso hay latente, o patente, un sentido trágico, pese a la ironía o al estoicismo. En otros libros, en páginas dedicadas a regiones de otros países, el relato se desustancia quizá, reducido a seco reportaje; no en las páginas donde cuenta su vagabundeo por tierras españolas.

Otro de los descubrimientos de Hemingway en España ha sido el de la «nada». Creo que con el concepto, la palabra ha traspasado nuestras fronteras, por lo menos desde la época de los grandes místicos nacionales. La inanidad de la vida para quienes tenían el pensamiento en otra no perecedera, expresada en la seca negativa de la «nada», revelaba en la forma terminante y escueta del vocablo toda una filosofía de la vida. Hemingway se ha quedado solo con la parte negativa, desesperada. Uno de sus short stories, A Citan Well-Lighted Place, nos lleva a un café, donde el último cliente, un suicida frustrado, alarga hasta horas de la madrugada el momento de retirarse a su vacía soledad. Dos camareros esperan: uno, sin prisa, porque tampoco quería irse de aquel lugar limpio, bien iluminado, a la soledad de su alcoba de insomne: «¿Qué tenía? No era temor ni pavor. Era una nada que conocía demasiado bien... Algunos vivían así y nunca se habían dado cuenta, pero él sabía que todo eso era nada y pues nada y nada pues nada4. Nada nuestro que estás en la nada, nada sea el tu nombre... Se iría casa, se echaría en la cama, y, por fin, al llegar la luz del día, se dormiría. "Después de todo -se dijo-, probablemente solo sería insomnio. Muchos debían de padecerlo"...».

Fuera de los cuentos, D.I.T.A y T.S.A.R., son los dos libros de re española en esta primera etapa antes de la guerra. Queda por examinar el segundo, primera novela extensa de Hemingway (1926). La historia es insignificante: cuatro amigos y una mujer que van de París a Pamplona durante las fiestas de San Fermín; dos de ellos continúan hasta Burguete, en el Pirineo navarro, para pescar truchas en el cercano río Irati -uno de los deportes que más apasionadamente ha practicado Hemingway, como puede verse por otros relatos del mismo asunto, puestos en Michigan, los Alpes o Italia-, hasta la vuelta a París. Hay la inevitable descripción de las fiestas y de las corridas y una somera intriga amorosa. El torero, con nombre supuesto, Pedro Romero, es el tipo a que nos tiene acostumbrado Hemingway, y sirve para dar la nota de contraste con la futilidad de los excursionistas. Pero el libro, con su ambientación española, tan real, es en buena parte el relato de una juventud descarriada. Gertrude Stein bautizó a los americanos que pululaban por el París del veintitantos con el nombre de «generación perdida». Scott Fitzgerald iba a ser el cronista de esa generación en América y en Europa. El gran crítico americano Mencken satirizó a los compatriotas, escritores trasplantados a París, como Esthete: Model 1924 («American Mercury»). En la novela, Bill pinta así a su compañero Jake: «Has perdido el contacto con el suelo. Te vuelves preciosista. Los falsos modelos europeos te han aniquilado. Bebes hasta la muerte. Te obsesiona el sexo. Pierdes el tiempo hablando, no haciendo. Eres un expatriado. Andas vagando de café en café». La venida a España tiene, en cierto sentido, la finalidad de librarse de la vida ficticia de París, buscando la emoción de la corrida y el contacto purificador con la Naturaleza. Y hay una neta distinción entre personajes que no consiguen sacudir el peso de sus obsesiones, Cohn, Lady Ashley y Brett Campbell, frente a los que tienen, por lo menos, la conciencia de su vaciedad y tratan de remediarla: Bill Gorton y Jake Barnes, que lleva la voz del autor. La edición inglesa apareció con el título de Fiesta, menos expresivo que el originario. The Sun Also Rises está tomado del Eclesiastés, y es preciso tener presentes los versillos del principio del libro primero para entende la clave en que está compuesta la obra. Pasan las generaciones, sale el sol, se pone el sol y la tierra permanece. Vanidad de vanidades, todo vanidad. Ya el autor dijo a Scott Fitzgerald que esta era a hell of a sad history, y si la tierra permaneciendo podía ser un consuelo para la generación no durable, lo cierto es que Hemingway escribió a su amigo Perkins que había compuesto el libro para mostrar how people go to hell, cómo la gente se va al infierno, o al diablo. Si no se atiende a la «moralidad» soterraña, la novela se queda reducida a una excursión de bebedores.




ArribaLa España del 36

Más difícil de seguir es la bibliografía de Hemingway sobre el Movimiento Nacional, puesto que muchos de sus reportajes y algunos cuentos se publicaron en periódicos y revistas norteamericanos y no todos han pasado a libro. Sin embargo, hay material suficiente con una novela, For Whom The Bell Tolls (1940) (F.W.T.B.T.); la pieza de teatro The Fifth Column (1938) (T.F.C.), y las referencias. que proporciona el extenso estudio de Carlos Baker. Hemingway, The Writer As Arfist (Princeton, 1952).

Sabemos que al plantearse en España la lucha entre Frente Popular y el bloque Nacional, con las ayudas respectivas que enfrentaron subsidiariamente en nuestra contienda a comunistas y fascistas, hubo un momento en que pudo identificarse por los partidarios de la democracia, comunismo y libertad. No se había producido aún el corte tajante entre las potencias occidentales y la U.R.S.S., y los intelectuales de los países democráticos tenían, por lo menos, simpatías hacia los soviets, tantas como enemiga hacia nazis y fascistas. No es misión nuestra el hacer la historia de las afinidades de entonces, del mantenimiento de las viejas posiciones al delimitarse después con más claridad los campos de cada uno y la lenta evolución hasta la manera actual de ver las cosas. Lo cierto es que mientras los intelectuales católicos o, para entendernos, de «derechas», de los países democráticos, apenas hicieron demostración amistosa hacia nosotros, el campo contrario se vio ayudado no sólo por el apoyo moral, por la pluma, sino hasta por la presencia en los frentes de numerosos escritores. En Francia, con la excepción de los hermanos Tharaud, escritores como Bernanos. Malraux, Cassou y otros se pusieron enfrente de los nacionales; en Inglaterra, Alex Confort, Auden, Mac-Neice, Spender, estuvieron con distintas misiones en la España roja, y allí encontraron la muerte escritores jóvenes, Ralph Fox, Julián Bell, Christopher Caudwell. «La guerra civil en España fue la Tierra Santa para la redención de los poetas», leemos en Fifty Years of English Literature, 1900-1950, de R. A. Scott-James (London, 1951). La obra de Koestler, en fin, se suma a la de tantos partidarios de un bando en el que ponían la causa de la libertad, de la democracia, de la Humanidad. Así estaban las cosas en 1936, y hasta el fin de nuestra guerra, más o menos. Si miramos a Norteamérica, la actitud de una buena parte de los escritores, incluso la de aquellos que no militaban en las filas del partido comunista, hacían profesión de un cierto filo-comunismo sin comprometerse con una afiliación. En 1935 se había celebrado el American Writer's Congress, cuyas actas pueden verse en el libro del mismo título de H. Hart (London, 1936), y, aunque con reservas hacia la disciplina del partido, no se ocultaron las tendencias comunistoides. Figuran en aquel Congreso: Dreiser, Dos Passos, Waldo Frank, Caudwell, J. T. Farrell, José Freeman, Van Wick Brooks, Malcolm Cowley, Lincoln Steffens y tantos otros. No hay duda, pues, respecto de las ideas de los reunidos, que firmaron su «simpatía por la causa revolucionaria» y su convicción del «decaimiento del capitalismo y de lo inevitable, de una evolución»5 (Op. cit., pág. 11). Cuando se reúne dos años más tarde el Congreso, figuran entre los nuevos adheridos Upton Sinclair y Ernest Hemingway, que tuvo una actuación destacada6.

En el año 37 apareció To Have and To Have Not, novela en que Hemingway apunta a un contenido y a una intención social, bien que no de un modo muy concreto, ni, al parecer, muy decidido. No tiene alcance de propaganda y sí de protesta social en nombre de los desposeídos contra los poseedores. Es innegable que el escritor ha ido haciéndose cargo de la lucha de clases planteada y poco después se encuentra obligado, como escritor, a hacerse eco de esa realidad. En «La Littérature Internationale» (núm. 6, 1938, pág. 62) escribía: «El escritor cambia, pero su misión no varía. Consiste en escribir siempre con verdad y, una vez que el escritor ha descubierto la verdad, reproducirla de forma que se haga una parte de la experiencia del propio lector». La verdad entonces para Hemingway tenía una inclinación determinada. Afortunadamente para la calidad literaria de su obra, no iba a caer en propagandista. Como veremos, supo mantenerse en una posición independiente dentro de sus preferencias.

Si volvemos ahora la mirada hacia los años anteriores, veremos que Hemingway, muy en su tema de la muerte y los toros, no había desatendido el desenvolvimiento de la vida política y social en España. Según su mejor crítico, Carlos Baker, Hemingway no se encontraba en España al proclamarse la República, y sí en el verano siguiente. «Como americano y como católico convertido hacía algunos años, aprobó, en general, la separación llevada por la República de la Iglesia y el Estado, aunque, naturalmente, deploró los excesos anticlericales que le precedieron», y menciona en nota (pág. 223, op. cit.) la quema de iglesias y conventos en mayo del 31, tanto en Madrid como las actividades antirreligiosas en otros lugares. «Al mismo tiempo -sigo citando a Baker- se vio comprometido por un artículo periodístico que le llamaba the friend of Spain en letras gruesas. El país, apuntaba Hemingway, estaba "plagado de un exceso de políticos para que uno pudiera ser amigo de todos sin riesgo". Bajo la República, según Hemingway, el país estaba más próspero; se recaudaba más dinero por impuestos. Pero los campesinos, como los que había visto últimamente en Extremadura, eran todavía los olvidados. Pese a evidencias de prosperidad era claro para él que buena parte del dinero iba adonde siempre: al bolsillo de los que tenían el poder. Los fines de la República eran justos y buenos, pero la "gran burocracia nueva" no estaba al servicio del bien de España. "La política, dice Hemingway, es todavía una profesión lucrativa". Para el ironista, la nueva burocracia de España hacía del Gobierno español un espectáculo "más cómico que trágico". Pero Hemingway veía que la ''tragedia era inminente"».

Cuando la guerra sobrevino, la posición de Hemingway estaba decidida. En carta a Baker (4-1-51) resume el americano su situación en aquellos días: «Había lo menos cinco partidos en la guerra civil española del lado republicano. Traté de entender y valorar los cinco (muy difícil) y no pertenecí a ninguno... No tenía partido, sino un profundo interés y amor por la República... Tenía y tengo en España muchos amigos en el otro lado. Quise escribir con verdad acerca de estos también. Políticamente estuve siempre de parte de la República desde el día en que fue proclamada y aun mucho antes». (Op. cit. pág. 228).

El caso es que Hemingway tomó con gran celo la ayuda a los que llamaba los «leales». Hacia fines de 1936 había conseguido recaudar 40.000 dólares para dotar al Ejército del Frente Popular con ambulancias y equipos sanitarios. En 1937 ocupa la presidencia de la sección médica, comité de ambulancias, de los American Friends of Spanish Democracy. Su primer viaje a España, una vez iniciados los combates, lo hizo en febrero de 1937, y como corresponsal de la North American Newspaper Alliance. Llega en un momento de euforia por la reciente victoria sobre los italianos en el frente de Guadajara. Se dirigió al teatro de las operaciones, y sus reportajes hablan de la valerosa actuación de los italianos, víctimas de la superioridad enemiga en aire y tierra y de sus posiciones desventajosas. El observador mantenía, su independencia, dando la versión propia de lo que había visto, sensiblemente distinta de la propaganda hecha sobre aquella acción de armas por la prensa roja.

En la primavera del 37 empezó el rodaje de una película, The Spanish Earth, con el director holandés Joris Ivens y el cameraman John Ferno. La película, con un guión escrito por Hemingway se hizo en la misma línea del frente, entre el Morata y el Tajuña, en los arrabales de Madrid y en las calles de la capital batidas por la artillería de las fuerzas sitiadoras. Por entonces Hemingway participaba de las ideas difundidas por la propaganda de que, como dijo en el Congreso de escritores, los «rebeldes habían sido derrotados hasta entonces en todos los encuentros serios, y lo que no podían ganar militarmente, trataban de conseguirlo por la matanza en masa de la población civil». (C. Baker, op. cit., págs. 230-231). El texto hablado de la película se publico en Cleveland, 1938. El film fue adoptado por una organización de Historiadores contemporáneos para obtener ayuda en favor de los frentepopulistas, organización de la que formaban parte Hemingway, Dos Passos, Lilian Hellman y Archibald McLeish.

En una segunda visita a España, después de haber estado buscando apoyo en los Estados, Hemingway se encuentra con que muchos de sus mejores amigos, de la 11.ª y la 12.ª Brigadas Internacionales, habían muerto. Durante su estancia, ahora (agosto del 37 a junio del 38), escribe la pieza de teatro Fifth Column, de muy escaso mérito literario y con intención mucho menos decidida en favor de los «leales». Cuando se publicó, en 1938, Hemingway tuvo que defenderse de los «fanáticos defensores de la República española», que protestaban porque no había insistido lo suficiente en la «nobleza y dignidad del pueblo español». En esta obra no hay, en verdad, una propaganda. Tiene un carácter de información muy directa sobre el terreno, al mismo tiempo que un cierto aire melodramático de intriga entre espías y contraespionaje. Apunta, en cambio, a una cuestión personal, al conflicto que se le ofrece al individuo en una situación de fuerza, y más que la guerra y la tensión entre los bandos, sostiene la pugna dramática, el contraste entre la dedicación a la guerra y la vida de hogar. El agente secreto Philip Rawlings parece, como figura principal, el que experimenta las solicitaciones incompatibles de su misión y de la llamada al amor y a la vida privada. En última instancia, renuncia a su felicidad con Dorothy: «Estamos metidos en una guerra de cincuenta años y he fumado por la totalidad».

Todavía hizo dos viajes más (marzo del 38 y septiembre del mismo año), ya con la íntima convicción de que la guerra estaba irremediablemente perdida por los rojos. Entre tanto, además de las informaciones y relatos publicados en revistas y periódicos, Hemingway preparaba -desde el 39- una novela sobre la guerra que había vivido, y después de la laboriosa elaboración y reelaboración vio la luz en 1940. Esta novela, que en opinión de muchos es la más lograda, es (F.W.T.B.T.) For Whom the Bell Tolls (Por quién dobla la campana.). Al publicarse hubo variedad de comentarios acerca del matiz político de Hemingway. Edmundo Wilsin habló de su «stalinismo», que nuestro autor rechaza terminantemente: «I had no Stalinist period»-, mientras Edwin Gurgum afirma que F.W.T.B.T. parece suministrar la evidencia de que Hemingway era fascista a pesar suyo. El editorialista de «Time» veía en la novela la prueba de que un gran literato se había limpiado de la erupción roja. Para Carlos Baker, a quien seguimos en esta exposición de hechos, la fidelidad de Hemingway a la verdad en el arte era lo bastante fuerte para inmunizarlo contra el sectarismo, siendo opinión del novelista que la propaganda es siempre mendaz. Claro que no debe confundirse la obra de Hemingway con el género panfletario de la propaganda banderiza dirigida, absolutamente unilateral, sin asomo ni posibilidades de concesiones a los que no sean los intereses propios, manejando la verdad o la mentira en la medida que se consideren eficaces. Pero tampoco se puede negar que para Hemingway, para el autor de F.W.T.B.T., la causa digna en un sentido que, para él, desbordaba la circunstancia española hasta convertirse en causa de la Humanidad, era la que defendían los «leales». Pero al mismo tiempo trata de elevarse por sobre las limitaciones del momento, como, por otra parte, el problema político y social por el que se lucha está presentado en destinos individuales, no en miembros de tal o cual partido. Otra cosa es lo que la novela pudo significar cuando no se habían apagado los ecos de las últimas batallas y el fruto que una interpretación interesada pudo sacar o pretender sacar de esa obra. Para Carlos Baker, la novela tiene un claro carácter democrático y la inteligencia con los comunistas rusos solo fue una prueba de sentido común práctico, ya que su ayuda era, y cita a Hemingway, «la mejor disciplina y la más perfecta y sana para la prosecución de la guerra», como probablemente lo fue para los aliados el luchar al lado de la U.R.S.S. en la última guerra. Pero por este camino nos desviamos de la apreciación estricta de lo que cuenta y significa la novela de Hemingway, y ya se ve qué clase de oportunismo a posteriori es aducido en la interpretación que Baker propone. Digamos que F.W.T.B.T. fue escrita por un entusiasta de la causa del Frente Popular; que este, partidario de uno de los bandos, efectivamente, no hizo un libro con la burda ingenuidad de enfrentar el bien con el mal, héroes contra monstruos, bien que los héroes están del lado «democrático». Como muy bien ha visto Robert Pen Warren7, «esperaríamos que se nos pintasen unos fascistas cometiendo atrocidades mientras los leales eran modelo de humanidad». Pero ocurre todo lo contrario en el relato del asesinato de los «fascistas» en la plaza del pueblo, perpetrado con el rito de una capea. Cuando Pilar, la gitana, cuenta la espantosa carnicería que ella presenció, concluye: «Me entré en el cuarto y me senté allí, y no quería pensar, porque aquel fue el peor día de mi vida». En el ataque a la posición de «El sordo» por los «fascistas» hay un joven teniente cuyo mejor amigo muere en la acción, y ese teniente es el mismo que Jordán tiene enfilado con su ametralladora: un hombre digno, valeroso, no un ser al que hay que matar. Los valores humanos están por encima de las limitaciones de partido. Por muy alta que Hemingway haya puesto su mira, por muy amante de la verdad sin deformaciones, es el caso que no podía sustraerse, sin embargo, a esa interpretación del planteamiento de la guerra: Fascismo versus Democracia. Su Jordán, el protagonista de F.W.T.B.T. viene a España a luchar por lo que cree una causa digna, y muere en acto de servicio, voluntariamente; pero no se ha entregado tan entero y sin reservas a esa causa que no se haya ahorrado un margen de escepticismo; el último rincón de su ser individual y ese resto de individualidad es el que le sostiene en su desafío y busca de la muerte con plena hombría. Una vez más el héroe de Hemingway es el vencedor de la muerte o del miedo a la muerte, y la guerra a que Jordán ya es, en cuanto lucha de ideales, un pretexto; la razón última es la de afrontar la muerte. Tal es el sentido permanente, profundo, que vemos en la novela y en el personaje principal, visto en relación con las demás creaciones de Hemingway, aun teniendo cuenta de la calidad documental sobre sucesos y personas reales. Como en tantas obras suyas, también aquí el amor sexual tiene el contrapunto patético a la preocupación por la muerte. Hemingway experimenta, una vez más, con Jordán, su problema: vivir para morir, la muerte como acto, acción, no pasión, en que se maestra el supremo destino del hombre. Y si no es nuestra verdad, ni nuestro ideal, son los suyos.







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