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ArribaAbajoItalianos en la España del siglo XVIII

Jesús PRADELLS NADAL



Universidad de Alicante

La influyente presencia extranjera en España constituye uno más de los lugares comunes de nuestra tradición historiográfica. Posiblemente, esta circunstancia se explique en función de no haber existido durante mucho tiempo sino apreciaciones basadas en las imágenes trasmitidas por testimonios literarios o, particularmente en el siglo XVIII, por la literatura política clandestina de carácter xenófobo, que cubre con los más sombríos tintes la acción de gobierno desarrollada por Ministros extranjeros175. El desarrollo de la historia económica, demográfica y social en las últimas décadas, en cambio, permite ir obteniendo paulatinamente un cuadro más matizado acerca del volumen, características sociales, ocupaciones profesionales de la inmigración extranjera a España durante el siglo XVIII, aunque con un notable desequilibro bibliográfico en favor de las actividades de los franceses, quienes constituían el grupo más nutrido en volumen y en proyección económica176.

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La inmigración de italianos a España está mejor documentada para los siglos XVI y XVII, debido al importante papel que representaron para las finanzas de los Austrias, mientras que para el siglo XVIII no parece haber contado con una fortuna similar, sobre todo a la hora de precisar sus contingentes, aunque el análisis de los avatares de la vida económica y social de los puertos españoles va permitiendo obtener también informaciones más precisas acerca de la actividad de las colonias mercantiles extranjeras, vislumbrándose cada vez con mayor nitidez las actividades desarrolladas por los hombres procedentes del mosaico territorial italiano177.

La presencia italiana en la España del siglo XVIII resulta tan compleja y multiforme como la de los españoles en Italia. De ahí que sea preciso descomponer esta aproximación en diversos planos, que a la postre resultan complementarios. Así, es posible distinguir entre el conocimiento estadistico del volumen de población inmigrante, y el papel que, en función de las circunstancias de las distintas coyunturas históricas, representaron los inmigrantes de calidad social, o las figuras individuales con un elevado grado de cualificación técnica o artística.

Desde la perspectiva económica y demográfica resulta patente la existencia de una serie de migraciones populares en ambas direcciones. El empuje de la necesidad, o diversas circunstancias personales aleatorias, provocaron la afluencia a la España litoral y la Corte, fundamentalmente, de hombres y mujeres procedentes de los más variados rincones de Italia, sin que hallaran otros recursos que el ocuparse en labores agrarias, artesanales o en el servicio doméstico. Oficios también muy comunes entre los inmigrantes franceses del siglo XVIII, y cuya huella en la literatura española está todavía plenamente justificada al contemplar el abanico de las ocupaciones profesionales de la inmigración italiana cuando se inicie la década de 1790178.

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Si nos situamos en el plano de las relaciones políticas, a lo largo de todo el siglo XVIII encontraremos la presencia permanente de las nutridas colonias que representaban el distinguido personal de las legaciones diplomáticas y de los consulados italianos en España, además de la Nunciatura de Roma.

Un caso peculiar es el de las relaciones con Roma, pues hasta 1753, fecha en que se suscribió el Concordato que limitaba las prerrogativas papales en la provisión de beneficios eclesiásticos en España, fue un lugar común entre los regalistas españoles el considerar «abusivas» las concesiones de beneficios y prebendas a eclesiásticos extranjeros, sin que en ningún momento dispongamos de plasmaciones cuantificadas de esta realidad.

En el área de la cultura, proyectar la imagen de las relaciones hispano-italianas requiere dimensiones de cinemascope, en cuanto afectaría a materias tan diversas como las artes plásticas y arquitectónicas, el arte, la literatura, la música..., los saberes científicos y humanísticos, y en particular la historia, conforme ha puesto de relieve en múltiples trabajos el Dr. Antonio Mestre al contrastar la innegable y predominante influencia francesa con otras corrientes culturales europeas, y en especial las italianas, desde Gravina a Muratori179; o en el campo del derecho, donde la influencia de Beccaria constituye un punto permanente de referencia, que contrasta con la no menos poderosa influencia sobre los arquetipos del pensamiento reaccionario español, conforme ponía de relieve Javier Herrero180.

Este panorama complejo de relaciones, prácticamente inagotable en sus perspectivas, parece cobrar dimensiones más concretas en otros ámbitos. Sabemos también de la presencia de técnicos cualificados que se trasladan desde Italia, unas veces reclutados conforme con las directrices de la política de fomento manufacturero impulsado por los sucesivos gobiernos borbónicos, otras, por propia iniciativa para buscar la fortuna en los más diversos campos empresariales. Conocemos algo mejor la afluencia de militares e ingenieros, y sobre todo, por su singularidad, de arquitectos, músicos y cantantes. Pero, en conjunto, se trata de un cuadro caracterizado por trazos impresionistas que no han llegado todavía a ofrecer una imagen realista y precisa.

La primera mitad del siglo XVIII constituyó un excelente caldo de cultivo para animar la presencia de italianos en España. La guerra de Sucesión, primero, el posterior enlace matrimonial de Felipe V con Isabel de Farnesio en 1715, y la decidida política de reconquista de los espacios perdidos en Italia tras los tratados de Utrecht constituyen tres factores decisivos.

Cronológicamente, la guerra de Sucesión representa un momento de especial significación para las relaciones hispano-italianas, en cuanto motivó una notable afluencia de personajes llamados a desempeñar altos cargos en la renovada administración española del siglo XVIII. La contienda de 1700-1714 implicó una dura ruptura, no sólo porque representó el fin de la Soberanía directa de los monarcas españoles en Nápoles,   —64→   Sicilia y Cerdeña, y el desmantelamiento de gran parte de las estructuras administrativas de la vieja monarquía de los Habsburgo españoles, sino porque también generó profundas desgarraduras humanas, y una serie de migraciones en ambas direcciones. A España llegaron familias enteras de personajes que se habían destacado por su fidelidad dinástica, al tiempo que también Italia fue receptora de perseguidos políticos tras la victoria de Felipe V. Con el Archiduque Carlos de Austria embarcaron formando parte del séquito de nobles, el príncipe Cariati, napolitano, y el milanés conde de Stampa o el eclesiástico Antonio Bastero, oriundo de Génova, entre otros muchos. La Emperatriz procuró evitar la masiva afluencia de estos emigrados a Viena, dictando órdenes para que permanecieran en Milán, antes de pasar a Nápoles y Sicilia. Muchos de estos exilados regresarían a España después de 1725181.

Conforme señalaba Didier Ozanam, la guerra significó también la repatriación de muchos de los cuadros superiores que nutrían la administración de los Habsburgo en sus antiguos territorios europeos, y se puede concluir con este autor que, de forma global, los hombres nacidos en Italia superaron, si no en número, sí en importancia al resto de las categorías de emigrados europeos: franceses, flamencos, irlandeses y suizos... A esta categoría de vasallos de S. M. C. nacidos en los dominios patrimoniales pertenecerían hombres como los hermanos José y Baltasar Patiño, naturales de Milán, pero de una familia de origen gallego; Isidoro Casado y Rosales, marqués de Monteleón; el militar y diplomático sardo Baccallar y Sanna, marqués de San Felipe, etc.

Otro núcleo considerable de inmigración italiana lo constituyeron las familias e individuos que mantuvieron su fidelidad vasallática a Felipe V, y que pasarían posteriormente a ocupar cargos de especial relevancia y significación en los años de la posguerra, como el milanés Carlos Homodei, que asumió por su matrimonio el título de marqués de Castelrodrigo. La nómina de napolitanos y sicilianos es con mucho la más nutrida del momento, con apellidos llamados a ocupar cargos de gran relevancia, como los Accuaviva. Domingo Accuaviva, duque de Atri, tuvo un papel muy destacado en la guerra de sucesión, y Troyano vistió la púrpura cardenalicia y ejerció el ministerio de España en Roma. Nombres como el duque de Popoli, Caraccioli -príncipes de Santo Buono- Carafa, Tiburcio, Lelio, del Giudice, Govinazzo, Cellamare, Pignatelli, Reggio o Camploforido, resultan «muy familiares» en la historia política, militar, diplomática y administrativa del siglo XVIII español. Italianos, igualmente, aunque en este caso, que, sin ser vasallos del rey de España, se vieron desplazados del solar italiano durante la contienda, como el duque de Solferino, D. Francisco Gonzaga, duque de Mantua; o el duque de la Mirandola, D. Francisco Pico, o el marqués de Berreti Landi.

Destacaba también Ozanam el elevado número de genoveses, de las más diversas capas sociales. Relevantes militares de marina, como Carlos Grillo (1724), Comandante de galeras y don Esteban Mari, marqués de Mari (1749), que fue Lugarteniente general de la Armada y Embajador en Venecia en 1741; D. Francisco María Spinola, duque de San Pedro (1675-1727), Capitán general de Valencia; Don Felipe Antonio Spinola,   —65→   marqués de los Balbases (1665-1721); y su hijo, D. Ambrosio (1696-1727) Embajador en Portugal (1727)182.

En el séquito de la reina María Luisa vino otro contingente de italianos, algunos llamados a desempeñar cargos importantes, como los piamonteses príncipe de Masserano y Guido Jacinto, conde de Bena. A este primer aflujo de inmigrantes distinguidos siguió la oleada parmesana con la nueva reina Isabel de Farnesio, en la que adquiere brillo propio Julio Alberoni, sucesor del también «Primer Ministro de España sin cartera señalada», Cardenal del Giudice. Alberoni contribuyó a renovar el gusto cortesano por lo italiano. Es bien conocida la pasión gastronómica del Cardenal, y el cuidado exquisito con que procuraba saciar la voracidad de la reina parmesana, ocupándose puntualmente de surtir la despensa regia de manjares y vinos italianos -«a beneficio de su salud»-, en una labor que ocupaba buena parte de su correspondencia personal con el duque Farnesio.

La vida cortesana tuvo un impulso de resurrección de la mano de Alberoni, quien, atento a los caprichos de la reina animó, entre otras diversiones, el constante trasiego de «comediantes italianos», puesto que «Isabel mostraba escasa inclinación por el teatro español, en el que veía almas subir desde las regiones infernales, sin mecanismos más complicados que una simple escalera de mano»183. Sin embargo, la simplificación de esta última situación resulta exagerada, puesto que, entre los lugares comunes que acerca de los italianos circulaban ya en la España del siglo XVII, el oficio de tramoyista aparece como uno de los que prácticamente monopolizaban184. Y, al igual que en el siglo XVI algunos actores famosos pasaron a formar parte del patrimonio cultural popular, como en el caso del célebre Ganasa biografiado por Cotarelo185, también en las primeras décadas del siglo XVIII adquirió celebridad otro Arlequín, no sólo por sus facultades artísticas, sino por la liberalidad de sus costumbres que alarmaron a las ánimas mojigatas de la Corte186.

Tras ser separado del poder en diciembre de 1719 «por el bien de su pueblo», Alberoni dejó tras de sí un pequeño grupo de hechuras, como el marqués Anibal Scotti (1676-1752); el conde Juan Francisco Cogorani (1695-1742) enviado a Dinamarca (1739): los Piscatori, etc...

Junto con estos personajes de relumbrón social y político, destinados a ocupar altos cargos en la administración y la milicia, las primeras décadas del siglo XVIII representaron también un flujo de personal militar técnicamente cualificado, especialmente de   —66→   ingenieros. Conforme ponía de relieve Horacio Capel, el Cuerpo de Ingenieros Militares, cuya creación animó Jorge Próspero Verboom desde 1711, se constituyó inicialmente con oficiales franceses, flamencos y españoles, aunque pronto, desde 1712, «se incorporaron también ingenieros italianos o españoles que habían trabajado en aquellos dominios (...) Entre los italianos que entonces se incorporaron se encuentra Cayetano Lazara, que había servido como ingeniero en Sicilia antes de su cesión al duque de Saboya y llegado a España tomó parte en el sitio de Barcelona, Antonio Gatica, Juan Gianola, Felipe Pallota, y, quizás, J. Boreli de la Clime. Pero también llegó de Italia Andrés de los Cobos, que había sido ayudante de ingeniero en Milán en 1700». Luego, las campañas de Sicilia de 1718 representaron un nuevo reclutamiento, fundamentalmente de franceses, españoles y flamencos, pero también de italianos. Al respecto Capel escribe que: «Pero, sobre todo, se incorporan en la promoción de 1718 un cierto número de italianos o que actuaban en Sicilia, y que fueron reclutados con ocasión de la citada expedición: G. Amici, D. Petrarca, que pasaría muy pronto a Buenos Aires, B. A. Zapino, T. Morso, P. Bonifai, L. F. Mafei, J. Rinaldo, J. B. Sala, N. Constantini. De algunos consta que eran hijos de buenas familias de Palermo, Sicilia o Nápoles (Constantini o Rinaldo)»187.

El carácter mercenario de los ejércitos de la época fue otro camino por el que los italianos, como los valones, suizos e irlandeses llegaron a España, recordando en ocasiones los métodos de contratación propia de los condottieros renacentistas. De acuerdo con los datos disponibles para 1723, de los 94 batallones de Infantería contabilizados, 58 eran de españoles (con 28.085 hombres en activo), 6 de irlandeses (3.125 en activo), 8 de italianos (3.622 en activo), 18 de valones (10.312 en activo), 2 suizos (1.380 en activo) y 3 regimientos de artillería188. Según las Reflexiones Militares (1724-1727) del marqués de Santa Cruz de Mercenado, los extranjeros representaban alrededor de un tercio de la Infantería española, especificando Cristina Borreguero que su presencia «osciló entre un 28,19 % hasta un 39,76 %, y este porcentaje habría aumentado hasta un 46,16 % si hubieran llegado a prosperar los proyectos de Ensenada»189.

A pesar de la reducción de regimientos italianos, que pasaron de seis a tan sólo dos en tiempos de Carlos III190, las labores de reclutamiento en Italia, no obstante los intentos de las autoridades locales por limitarlas, constituyeron el pan nuestro de cada día, pudiéndose citar innumerables ejemplos, aunque algunos de aquellos empeños terminaran en estrafalarios fiascos. La preocupación de las autoridades españolas por el honor y decoro de la nación cobraba recurrente actualidad de vez en cuando y, en la primavera de   —67→   1779, el Embajador, y exministro de Estado, el genovés Girolamo Grimaldi, urdió un plan para «prender y remitir a España el grán número de vagos naturales de estos Reinos que hay, y se aumentan cada día» en la corte de Roma, con «desdoro de la nación». Plan que poco después, a instancias del capitán de la guardia española en Roma, conde de Spelleti, se convirtió en un proyecto de reclutamiento de mercenarios. Sin embargo, aquella operación terminaría en un chasco morrocotudo, puesto que de los 20 hombres embarcados en Civitavecchia -4 desertores de España y 16 reclutas italianos- sólo desembarcaron en Alicante 3 desertores y 2 reclutas. La mayor parte de ellos aprovechó la escala que la embarcación hizo en Liorna, donde debía recoger 29 cajones conteniendo los yesos de Rafael Mengs destinados a la Academia de San Fernando, para desaparecer con la bolsa del enganche. Floridablanca ordenó entonces a Grimaldi renunciar a los reclutamientos, pues, en opinión del Secretario de Guerra, conde de Riclá, se trataba, por lo general, de toda clase de «chusma y canalla»191. No obstante, las regiones más deprimidas de la Italia del siglo XVIII continuaron siendo un semillero de soldados profesionales a lo largo de todo el siglo.

Ozanam ponía de relieve también que, tras la rápida integración de la oleada de emigrantes destacados de las primeras décadas del reinado de Felipe V, se produjo una ralentización del aflujo italiano que alimentaba a la alta Administración, para convertirse en un proceso que afectaba a individuos, al menos hasta el ascenso al solio de Carlos III. A esta alta categoría social pertenecen nombres como los de Girolamo Grimaldi o el militar y diplomático Horacio Borguese192.

En la docena de años del reinado de Fernando VI se acentuó también otro tipo de inmigración extranjera, ligada a la política de fomento manufacturero, que se venía impulsando desde la segunda mitad del reinado de Felipe V: la contratación de técnicos cualificados en el ámbito de las manufacturas, práctica que subsistirá también durante el reinado de Carlos III. Así, por ejemplo, el cónsul de España en Génova, José Uriondo (1761-1798) destacó en las funciones de «enganchador» de personal cualificado para el fomento de las manufacturas españolas, y en diferentes ocasiones, se obtuvo autorización de Floridablanca para remitir a España artesanos calceteros193. También resultan interesantes las iniciativas empresariales protagonizadas por italianos, aunque, en muchos casos, el detalle de sus actividades continúa siendo desconocido. La Gaceta de Madrid de 17 de junio de 1771 publicaba la noticia de haber regresado a Murcia desde Turín Pedro Galmerini trayendo al maestro Juan Octavio Quadropani, quien debía instalar las máquinas necesarias para hilar «seda a la piamontesa». También se incorporaba a la ciudad murciana Margarita Rosa, cuya misión sería la de enseñar a las niñas la forma de hilar y torcer la seda en bruto para su utilización en los telares194. Un año más tarde, se concedían a la compañía del italiano D. Fernando Gasparro diversos privilegios y franquicias en recompensa por el éxito de la máquinas instaladas en Murcia195.

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Esta política de fomento impulsada desde el Gobierno, contaba también en el sector agrario con curiosos precedentes, pues en la época de Felipe V tuvieron lugar algunas experiencias de colonización agrícola protagonizadas por italianos. De la mano de Alberoni, «en las desiertas cercanías de Madrid se instalaron colonias de los más diestros granjeros parmesanos para reverdecer aquellos terrenos baldíos e inducir, con su ejemplo, a los españoles a volver al campo», experiencia finalmente condenada al fracaso debido a la intransigencia de las autoridades locales, refractarias, como el común de la población, al asentamiento ejemplificador de los afanosos horticultores196. Sólo en el reinado de Carlos III la política de colonizaciones agrarias alcanzaría el grado de política de Estado.

Si la actividad cultural de los italianos fue muy importante en el reinado de Felipe V, será durante el reinado de Fernando VI cuando cobren especial relevancia las figuras relacionadas con las artes plásticas y musicales. En la primera mitad del siglo se aunaban en las artes pictóricas las preponderantes influencias del barroco hispánico, con el clasicismo francés y las formas tardías del barroco-neoclasicista italiano, personificadas, por ejemplo, en el «decorador» piacentino Galuzzi, favorito de Isabel de Farnesio hasta su muerte en 1735, pasando por la labor arquitectónica de Santiago Bonavia y Andrea Procaccini (1671-1734), por Sempronio Subisati (1758) o por en el abate milanés Felipe Juvarra197. A pesar del predominio del gusto francés, Juan Domingo Olivieri (1708-1762) se vio honrado con el título de primer escultor del Rey. Con Fernando VI adquirirá un papel más destacado la labor pictórica de Conrado Giaquinto (1703-1766), residente en España desde 1753, y de Juan Bautista Saccheti (1764), quienes verán todavía la estrella ascendente de los pintores de Carlos III: el veneciano Juan Bautista Tiépolo (1696-1770), incorporado a la Corte en 1762, y de Mengs (1728-1779), cuya influencia fue más duradera que su presencia en España (1761-69 y 1774-1776)198.

Las resonancias musicales del XVIII español tienen también timbre italiano, al menos en la gran música cortesana, hasta el punto de acuñarse para la época el calificativo de «italianismo musical», que será predominante en España hasta superar sobradamente la primera mitad del siglo XVIII. Los nombres de Farinelli o Domenico Scarlatti resultan ilustrativos por sí mismos, en una tradición que tendría continuidad en los reinados siguientes. Si Carlos III, más amante de la caza que del teatro y la música, no dudó en despedir amablemente al parmesano Farinelli de la Corte, fue más debido a su capacidad para la intriga cortesana que por diferencias en el gusto artístico. El propio Carlos III fue recibido en Madrid con la representación de un melodrama musical de Francisco Scoti: El triunfo mayor de Alcides. No tardaría mucho en encenderse la estrella ascendente de Luigi Boccherini, que llegó a España con apenas veinticinco años, para   —69→   integrarse en la «música» del Infante Don Luis como protegido de los Osuna, abriéndose desde entonces una dura lucha con el santón musical del momento, Brunetti, criatura de la casa rival de los Alba199.

Si regresamos al más prosaico escenario de las altas esferas político-administrativas, con Carlos de Nápoles se abre otro período de afluencia de italianos notables, en especial de napolitanos y sicilianos. Entre ellos, por su relevancia habría que citar a Leopoldo de Gregorio, marqués de Squilacce (1701-1785); don Felix Gazzola (1698-1780), Teniente general y Comandante del cuerpo de Artillería; don Vicente Imperiale, marqués de Oyra (1738-1799), capitán de la compañía italiana de Guardias de Corps, Teniente general, Embajador en Lisboa (1791) y Consejero de Estado. A don Pablo de Sangro, príncipe de Castelfranco, militar y Virrey de Navarra (1795), Embajador en Viena (1802); a los miembros de la familia Grua, don Miguel, marqués de Branciforte, que fue Virrey de Nueva España (1794) y por más señas cuñado de Godoy, y D. Jerónimo de la Grua, Ministro en Ginebra (1795), Estocolmo (1796) y Parma (1800). Mención especial requiere el polifacético Francisco Sabatini (1721-1798), que estuvo al frente de la rama de los ingenieros militares dedicados a Caminos, Puentes, Arquitectura y Canales desde 1774 hasta 1798, con grado de Teniente general (1790), y elevado a Inspector general del cuerpo de Ingenieros Militares (1792).

El palermitano Sabatini (1721-1797), llegado a España de la mano de Carlos III en 1760, adquiere el rango de paradigma de la representación italiana altamente cualificada en la España de Carlos III, y que, al adquirir una dimensión de arquitecto oficial del régimen carolino, ha contribuido a ensombrecer el recuerdo y la obra del nutrido grupo de arquitectos italianos que trabajaron en la España de Carlos III, como de los napolitanos Carlos Ruta y Marcelo Fontón, al igual que el de Luis Bernasconi, o el del turinés Francisco Antonio Valzania, o del milanés Juan Bautista Pastorelli...200.

De nuevo, al igual que en la época de Felipe V, los militares ocupan un lugar destacado en este período, aunque su proporción fue disminuyendo progresivamente a lo largo del siglo. Si en 1733 alrededor del 45 % de los oficiales militares eran extranjeros, constituyendo los franceses e italianos el 85 % del total, en proporciones semejantes, hacia 1808 sólo el 10,7 % de los oficiales de los ejércitos habían nacido fuera de España201.

Ahora bien, fue también en el reinado de Carlos III cuando estallaron con mayor virulencia los sentimientos xenófobos contra los italianos. La notoria italianización de la política española constituye otro de los lugares comunes de nuestro siglo XVIII, debido a la incorporación a la alta administración española de un buen número de italianos importados por el rey Carlos III, especialmente en la primera mitad de su reinado. Así, por ejemplo, en una reciente síntesis de la historia de España del siglo XVIII, y de acuerdo con una clasificación inmemorial, se continúa rotulando el período comprendido   —70→   entre 1759 y 1777 con el título de: Influencia italiana desde el advenimiento de Carlos III hasta la llegada al poder de Floridablanca202. Este largo intervalo cronológico, que constituyó más de la mitad del reinado carolino, aparece teñido por una sombra de desnaturalización, hasta que se produjo un necesario reajuste de españolización en los principales cargos ministeriales desde la caída de Grimaldi, en 1777, y su sustitución por José Moñino Redondo, conde de Floridablanca, que regirá la Primera Secretaría de Estado hasta 1792, cuatro años después de la muerte del monarca.

Un nuevo período italianizante se abriría, pues, con Carlos III, formado en Italia, donde residió desde la temprana edad de trece años, cuando salió de España para tomar posesión del Ducado de Parma, para regresar veintiocho años más tarde, tras abdicar del trono de las Dos Sicilias, e inaugurar una fase de gobierno caracterizada por la férula de ministros italianos.

Sin embargo, tras la rotulación de italianismo se oculta una fuerte dosis de mitificación interesada, ya que fue, en gran parte, una campaña de excitación xenófoba, atizada por la reacción castiza española. Apelaciones a los sentimientos xenófobos que no eran nuevas en la historia de España, puesto que, ya durante el reinado de Felipe V el fermento xenófobo adoptó unos tintes claramente antifranceses. «La maledicencia española provendría entonces -escribe Teófanes Egido- de parte del estamento de la alta nobleza que se veía desplazada por los gabachos alentando así la sátira. Tema temprano éste de la oposición al 'afrancesamiento', llenará la literatura satírica hasta después de la Independencia»203. Una reacción ante lo extranjero que no afectaría exclusivamente a los vértices de la acción política gubernamental, sino que caracterizará también las más acidas polémicas del siglo en el campo de la pugna ideológica y cultural de los antiguos y los modernos. En ese contexto se inscribían ya claramente las diatribas del influyente sincretismo P. Feijoo, incansable succionador de los Annales de Trevoux, pero que se había declarado contrario a las influencias italianizantes en la cultura española. En cualquier caso, esta mitificación requiere matices de consideración. En primer lugar, porque la italianización del gobierno de Carlos III no fue traumática. De hecho, el único cambio ministerial que Carlos III se atrevió a realizar en 1759 fue el despido del achacosísimo ministro de Hacienda, conde de Valparaiso, y su sustitución por el siciliano Leopoldo de Gregorio. Sólo en 1763, otro italiano, el genovés Girolamo Grimaldi, ascendió a la Primera Secretaría de Estado, tras la dimisión del Ricardo Wall, momento en el que, efectivamente, Esquilache incrementó notablemente su poder al asumir las carteras de Guerra y Hacienda. Dos italianos y dos españoles -Arriaga en Marina e Indias, y Múzquiz en Gracia y Justicia, hasta que en 1765 fue sustituido por Manuel de Roda- constituían la cúpula ministerial en los primeros años del reinado de Carlos III.

El abate Grimaldi, miembro de una notable familia patricia genovesa, fue introducido en la Corte de Felipe V por medio de Campoflorido, uno de los puntales de la   —71→   camarilla de farnesiana. Desde 1746, en que fue enviado a Viena en misión secreta, Grimaldi quedó integrado en el servicio diplomático español, actuando sucesivamente en Suecia y Holanda, desde donde fue enviado con carácter extraordinario a la Corte de Hannover, antes de servir la embajada española en París desde 1761. Considerado uno de los principales artífices del Tercer Pacto de Familia, ascendió finalmente a la secretaría de Estado en 1763, desempeñándola hasta 1777.

Así pues, la coincidencia de los dos ministros italianos en el gobierno de Carlos III se prolongó durante cinco años, hasta que, como resultado del estallido de los motines de 1766, Esquilache fuera enviado a un dorado ostracismo en la embajada de España en Roma. Grimaldi, quien también había sido centro de las sátiras aireadas por todo Madrid, logró sobrevivir políticamente a la mayor crisis política del reinado de Carlos III. Además de la expresa voluntad de protección del Soberano, es posible que su permanencia en el poder se debiese en parte a que, de acuerdo con la opinión de Tanucci, el Ministro napolitano, maestro y confidente epistolar de Carlos III, Grimaldi era el genovés más afrancesadísimo de los ministros españoles204. En realidad, el predicamento del Ministro genovés era una muestra más de los usos políticos del Antiguo Régimen, en la que los servicios vasalláticos al Soberano se superponían al concepto de pertenencia a una Nación, sin necesidad de ser mutuamente excluyentes. En cierto modo, Grimaldi se perfila de este modo como un profesional de la política.

Por otra parte, la influencia de Italia en la política española del XVIII resultó mucho más indiscutible durante el reinado de Felipe V, sobre todo desde la llegada de la Parmesana y la ascensión de Alberoni, en cuanto de ella resultó una política de intervención armada directa. Un programa de reconquista de Italia que la Farnesio, y los destacados miembros italianos de su camarilla, se encargaron de mantener vivo hasta el reinado de Fernando VI, con la Paz de Aquisgrán (1748) y el Tratado de Madrid (1752), verdadero acuerdo de estabilización de las pugnas entre Saboya, Austria y España. Sin embargo, la política de Carlos III en Italia estuvo fundamentalmente dirigida a mantener el statu quo, aunque, al menos hasta las campañas napoleónicas, la principal causa de inestabilidad diplomática en Italia vino condicionada por una templada competencia entre los Borbones y los Habsburgo de Viena por conservar o expandir sus áreas de influencia205.

De esta manera, la españolización del gobierno de Carlos III, que comprende más a los individuos protagonistas que a los contenidos políticos, no se situaría en el ascenso   —72→   de Floridablanca, sino más bien una década antes, puesto que, en sentido estricto, Floridablanca vino en gran parte a desarrollar las líneas maestras trazadas por su antecesor Grimaldi. Otro argumento más viene a sumarse en favor de esta apreciación, y es que el programa más activo de reformas en los primeros años del reinado de Carlos III, y especialmente en las materias referidas a las regalías de la Corona, no fue impulsado desde las Secretarías de Estado ocupadas por los italianos, sino desde el grupo, netamente español, articulado en torno al todopoderoso Consejo de Castilla. Así, pues, las sátiras y los manifiestos xenófobos impulsados por los casticistas, concienzudamente estudiados por Teófanes Egido, que apuntaban a la cima ministerial en los años de 1760, y que tomaron a los italianos como punto de referencia, aparecen como un instrumento eficaz, aunque no necesariamente veraz, para atizar más a una opinión pública caldeada por las circunstancias de carestía económica, y desde luego, también tenazmente refractaria al reformismo carolino. Esquilache fue el chivo expiatorio, pero la mayor parte de los italianos de la hornada de Carlos III continuaron bien asentados en círculos de poder secundarios, aún después de la españolización de 1777, sin que ello implique necesariamente italianización.

Desde luego, en lo que a la presencia italiana en España se refiere, estamos mejor informados de las aportaciones de los individuos singulares que del peso específico que tuvieron entendido como comunidad, o al menos, como comunidad de una misma procedencia geográfica. Desde la perspectiva estadística estamos lejos de poder calibrar con exactitud el volumen real de la presencia italiana a principios de siglo. En Cádiz, por ejemplo, de acuerdo con datos oficiales de su vecindario, sobre un total de 4.932 vecinos, los extranjeros representaban 445, de los que los contingentes más numerosos estaban representados por 154 vecinos franceses y 147 genoveses206. Sin embargo, la insistencia de la Junta de Dependencias y Negocios de Extranjeros en dilucidar quiénes debían ser considerados meros transeúntes, y quienes avecindados, ante la tenaz resistencia de los negociantes extranjeros a adquirir un estatuto jurídico que representaba mayores obligaciones fiscales, así como el hecho de pasar de depender de la jurisdicción militar a la ordinaria, permite sospechar el altísimo grado de fraude en los recuentos oficiales207. Sólo las especiales circunstancias políticas que concurrieron con motivo de los sucesos revolucionarios de Francia fortalecieron la decisión de Floridablanca de procurar que se realizase en las distintas circunscripciones locales una matrícula más exacta de la presencia de extranjeros. La Matrícula de 1791, aunque también irregular en su confección, permite establecer algunas comparaciones con otras Matrículas o registros locales de fechas anteriores. Dirigida principalmente a controlar a la población francesa asentada en España, la Matrícula de 1791, a pesar de las numerosas lagunas territoriales y las deficiencias que presenta, permite obtener, conforme han puesto de relieve José Antonio Salas y Encarna Jarque208, una imagen mucho más nítida de la proporción de la   —73→   presencia de italianos en España en relación con los de otras procedencias, así como obtener un cuadro aproximado de su situación profesional y su distribución en el solar peninsular. Si bien los datos parciales no permiten aventurar una cifra de los italianos asentados en España, sí se puede extraer una imagen proporcional de su peso específico, pues vendrían a ser la segunda colonia en cuanto a proporción numérica, aunque muy alejada del claro predominio que representaba la población de procedencia francesa.

Globalmente, los datos globales de la inmigración extranjera en 1791 son los siguientes:

Procedencia inmigración en 1791

  • Alemanes 1398
  • Franceses 13.907
  • Italianos 6.951
  • Portugueses 2.686
  • Malteses 958
  • Otros 604

Procedencia inmigrantes (1791)

Procedencia inmigrantes (1791)

Como características apreciables en la emigración italiana se pueden destacar determinados aspectos, ya que parece evidenciarse un comportamiento migratorio «más especializado» que en la inmigración francesa. En Andalucía, constituyen el contingente más destacado, conformando también colonias importantes en las localidades costeras del Mediterráneo, y en la Corte. Los datos disponibles para Cádiz donde aparecen   —74→   registrados, en 1770, 19 comerciantes italianos, frente a los 141 que aparecen reseñados como «mozos», concuerdan en cuanto a distribución socioprofesional con los que el profesor Giménez aportó para el caso de Alicante209. Y la misma proporción parece más o menos invariable 20 años después, pues los 6.951 que recoge la matrícula de 1791, 5.436 residían en núcleos urbanos, concentrándose más del 55 % del total en Cádiz e Isla de León, donde constituían «la colonia extranjera más importante de España», destacando los 3.355 registrados en Cádiz y los 509 de la Isla de León; frente a los 1.516 asentados en la Corona de Aragón y los 751 instalados en la Corte210.

Inmigrantes asentados en España (1791)
Lugar de asentamientoPaíses de procedencia
 P.Germs.FranciaItaliaMaltaPortugal
Granada 3 34666133
Cádiz (ciudad) 213 1.716 3.355 245 220
Cádiz (provincia)4119 1333122
Isla de León6102 5092726
Sevilla (ciudad) 36720165 29332
Sevilla (provincia)2402 2344731
Castillas 20 38439-6
Extremadura 5599 3 1.112
Galicia34 2511515 230
Guipúzcoa7734 13--
Madrid 2931.506 751574
C. de Aragón128 6.967 1.516 50318

Fuente SALAS, J. A. y JARQUE, E. Op. cit., p. 990.

En cuanto al aspecto de su dedicación profesional, fuera de las élites a las que aludimos anteriormente, los italianos presentan también una marcada especialización en sus actividades.

En el caso de la emigración cualificada predominarán los dedicados a las actividades mercantiles, sumando en el caso gaditano 171 comerciantes y mercaderes de puerta cerrada, frente a los 547 registrados como procedentes de Francia, sin incluir en estas estimaciones el número de sus empleados, y seguidos, ya con gran diferencia, de los 73 comerciantes alemanes.

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Entre las profesiones de menor rango y fortuna, se contabilizan 567 campesinos italianos especializados en labores de horticultura, asentados también fundamentalmente en el entorno gaditano, frente a los jornaleros y segadores, cuya procedencia era mayoritariamente lusa y francesa. Los dedicados a las faenas del mar ascendían a un total de 106211, frente a 46 portugueses y 31 malteses. Pero, dentro de esta emigración popular los italianos presentan una mayoritaria dedicación a las tareas relacionadas con los servicios domésticos. Calificados de sirvientes aparecen en la relación de 1791, 1.020 italianos, frente a 700 franceses, totalizando entre ambos más del 90% del total de la profesión. Así, por ejemplo, los genoveses presentan, todavía a finales de siglo, la doble circunstancia de constituirse en un reducido número de negociantes al por mayor frente a un número muy considerable de individuos de la misma procedencia dedicados a las labores de servicio doméstico.

Mientras los franceses representaban el 86% de los extranjeros dedicados a los oficios de tahonero y panadero, entre los italianos destacan los oficios de chocolateros (62), pescaderos (57) y fideeros (98), también concentrados fundamentalmente en el principal puerto andaluz. En menor proporción aparecen italianos dedicados a las labores relacionadas con el textil, pues se contabilizan 27 tejedores italianos frente a 28 franceses. También entre los carpinteros los italianos presentan el mayor porcentaje entre los extranjeros (62 italianos frente a solo 37 de otras procedencias), muy lejos de los 17 claveteros asentados en el Norte peninsular. Pero, sin duda, en el oficio que mayor peso específico tuvieron fue en el de zapateros, puesto que, de los 533 reseñados, 247 eran de procedencia italiana, con una notable concentración en Cádiz (204 en total).

Al final de este recorrido una conclusión parece imponerse por sí misma: el carácter meramente aproximado de estas impresiones, pues resulta significativa la ausencia en las estadísticas aludidas de profesionales dedicados a las nobles artes, a la enseñanza o a los espectáculos públicos, así como las escasas referencias a la población femenina de procedencia italiana. Así, pues, por el momento sólo estamos en condiciones de brindar aproximaciones parciales al complejo mosaico que representó la presencia de italianos en la España del siglo XVIII.