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Espejismos complejos

Daniel Saldaña París





La aparición de un libro de Raúl Zurita podría pensarse como un fenómeno a mitad de camino entre la meteorología y la literatura. Esto es así por varias razones. Una, la más obvia, es la constante presencia del paisaje en la obra personalísima de Zurita (Santiago de Chile, 1951); la presencia del paisaje no como una exterioridad objetiva sino como un correlato terriblemente hermoso del dolor humano. «Proyección afectiva del hombre sobre el paisaje», como apuntó el crítico Ignacio Valente a propósito de Anteparaíso o «elevación del paisaje a la categoría de espejismo [...] el espejismo propio de los desiertos», según la lectura de Jorge Edwards.

Las ciudades de agua anuncia, desde el título mismo, un libro de espejismos, tallados con mil detalles mediante la sintaxis sorpresiva y los giros de oralidad onírica que el autor imprime a su poesía.

Pero también puede pensarse como un fenómeno climático porque Zurita no se resigna a ser un autor de libros de poesía en el sentido convencional del término. En Zurita el libro nunca es un mundo cerrado en sí mismo, clausurado en su literalidad. Más bien parece siempre a punto de desbordarse, de crecer incontenible en todas direcciones, inscribiéndose en las cordilleras o impregnando las páginas de otros libros, pasados y futuros, ajenos y propios. Ya desde Anteparaíso (1982) era común encontrar al comienzo de una sección epígrafes pertenecientes a otra sección del mismo libro, y en La vida nueva (1994) el intrincado curso de los ríos de América y la marcha monumental de las cordilleras de Chile llevaban una y otra vez a los mismos espacios de dolor, a las mismas experiencias capitales que alimentan y estremecen la obra de Zurita. En Los países muertos (2006) aparecen, junto a constantes referencias a otros poetas de su generación, pasajes enteros que ya estaban en La vida nueva. Zurita se cita a sí mismo constantemente, regresa sobre poemas pretéritos y al incluirlos en el margen de un nuevo libro se apropia textualmente de su pasado; hilvana su historia de vida y, en mitad del vertiginoso paso de los años, construye un tiempo mítico al cual regresar en busca de sí mismo. En esa construcción mítica que es el pasado, no cabe ya la pregunta por la verdad de los acontecimientos: al igual que sería necio preguntarle a Joseph Beuys por la veracidad de esa historia según la cual fue rescatado e iluminado por una tribu de tártaros durante la Segunda Guerra Mundial, carece de sentido, en el caso de Zurita, la pregunta por su intento de cegarse con amoniaco: en ambos casos la historia ha sido asimilada como base y pretexto para una obra que incorpora la mitificación de la experiencia biográfica como parte sustancial de su potencia creativa.

En Las ciudades de agua se incluyen unos cuantos poemas de libros anteriores, y además se nos aclara que todo el libro es parte de un proyecto mayor titulado Zurita. Estos mecanismos autorreferenciales e intertextuales que trascienden y violentan el aislamiento del libro apuntan en una dirección: Zurita es Zurita. Obra y vida se funden y dialogan como parte de un mismo horizonte; los recuerdos y los arrepentimientos encuentran una brillante solución formal en esas constantes revisiones de la obra, en ese Eterno Retorno de los momentos fundacionales (ahí está, de nuevo, el golpe de Estado del 73, las autolesiones que se inflige el autor durante la dictadura, la escritura de poemas en el cielo de Nueva York...).

Pero al igual que en un obsesivo aparato de relojería, estos elementos, que ya estaban en toda la obra anterior de Zurita, se van engarzando con nuevas visiones, novedosas vueltas de tuerca a la sintaxis, diálogos e intertextos inéditos. Así, además de la presencia de ríos y cordilleras, de las referencias bíblicas y los puentes tendidos hacia el Popol Vuh y Dante, en Las ciudades de agua Zurita se acerca, como nunca antes, a la exploración de la figura del padre, a la intimidad violenta y primigenia de los lazos familiares; sus interlocutores son ahora Shakespeare y la tragedia griega, las imágenes apocalípticas de las películas de Kurosawa (en particular de Sueños) y, me atrevo a aventurar, las últimas obras de Francis Bacon.

En un ensayo de 1996, que Zurita dedica al pintor inglés, escribe: «Es el ensimismamiento infranqueable que impregna estas figuras lo que les da a las últimas producciones baconianas ese tono monumental y a la vez íntimo que tienen los desiertos». Aquí Zurita podría estar hablando, también, de su propia obra. Las ciudades de agua contiene pasajes silenciosamente ensimismados, donde la monstruosidad del sufrimiento humano es contemplada desde la distancia y no ya al fragor de la demencia postgolpista. Las secciones más narrativas son íntimas y directas, pero sigue presente el tono monumental de los desiertos: las apariciones, los espejismos complejos descritos con minuciosidad, las arquitecturas del delirio irguiéndose como promesas de esperanza.

La inmediatez sencilla y descarnada de su prosa poética le permite al autor realizar en estos poemas aquello que él mismo diagnostica en los trípticos de Bacon: «[Una] dramatización del tiempo [...] que hará que en ellos se evoquen cada vez con mayor obsesión los seres que el pintor ha querido: sus amantes, los muertos, los fugaces compañeros de ruta, con algo que se podría asemejar a la compasión, pero a una compasión que atañe estrictamente a la carne».

Lo que antes estaba enunciado en postulados de apariencia científica, ahora se desarrolla, no linealmente sino desplegándose en una estructura de perturbadores ritornellos, de incursiones al pasado y de imágenes relacionadas con el poder sobre la carne, pero también con su compasión: «Al comenzar a cortarse debió tal vez haber gritado, no lo sé, después sólo continuó y en la fotografía tiene una expresión tranquila, como si estuviese descansando».

Una de las particularidades de Las ciudades de agua frente a los libros anteriores de Zurita es la mayor presencia de paisajes urbanos. Junto a las secciones que relatan la epifanía del transcurso de los ríos, aparecen ahora las calles de Berlín y de la ciudad de México, los barrios y los bares de Santiago y la súbita desaparición de Buenos Aires (en el «Sueño 360/a Kurosawa», uno de los poemas más contenidamente desgarradores del libro). Estas ciudades imposibles, que por momentos recuerdan a las de Italo Calvino, sobrevuelan el desierto de Atacama como una promesa de redención final, como espejismos habitados que son el punto de llegada de todos los ríos y todos los fantasmas de Raúl Zurita.





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