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Espejos-espejismos: cuentos de hadas y el poder de los reflejos en «Simetrías»1

Sharon Magnarelli





Simetrías, publicado en 1993, es una colección de diecinueve cuentos excepcionalmente bien elaborados. A primera mirada, estos relatos pueden parecer muy distintos, sin relación entre sí. Por ejemplo, el último cuento, que comparte su título con la colección, pone de relieve la situación política de la Argentina de los años 1970 y principios de los 1980. Por contraste, los seis relatos que lo preceden son nuevas versiones de algunos cuentos de hadas tradicionales (que aquí llevan el título, «Cuentos de hades» en lugar de hadas [Otros relatos se basan en hechos que aparecieron en las noticias periodísticas mundiales (las inundaciones en Venecia, la catástrofe aérea en los Andes, etc.). Algunos examinan las relaciones complejas y antagonistas entre madre e hija] mientras que [aún] otros parecen ser sencillas crónicas de la vida urbana contemporánea. No obstante, el hecho de que Valenzuela ha escogido recopilarlos bajo el título Simetrías debe llevar a los lectores aún más ocasionales a buscar precisamente esto -las simetrías y analogías entre los varios relatos y sus temas.

Seguramente, el concepto de simetría, situaciones y reacciones paralelas, similitud (pero no identidad), subyace a muchos de los textos de Valenzuela. [Novela negra con argentinos (1990), por ejemplo, recalca las afinidades entre el asesinato gratuito de una actriz en Nueva York, por parte de Agustín, y los crímenes de los militares en la Argentina además de las analogías entre la cámara de tortura erótica y los centros de tortura política por todo el mundo. De forma parecida, Cambio de armas (1982) se centra en los paralelismos entre la opresión política y las relaciones interpersonales.] Al mismo tiempo, [y como es el caso en éstas que acabo de mencionar,] mucha de la narrativa de Valenzuela se centra en lo que ha sido llamado de manera eufemística la Guerra Sucia, el terrorismo, tortura, muerte, y desaparición perpetuados por los militares y los para militares de la Argentina de los años setenta y principios de los ochenta. Valenzuela ha condenado y denunciado, repetidamente, este abuso de poder y su concomitante distorsión de los hechos y la realidad con el doble (pero paradójicamente contradictorio) propósito de, por un lado, justificar la tortura y el terrorismo, y por otro, convencernos a todos que «aquí no pasa nada»2. En ambas actitudes, la de justificación y la de negar los hechos, el mensaje es que como no ha habido crimen, nadie tiene la culpa de nada. Sin embargo, tales abusos de poder con su distorsión de los hechos o intento de borrarlos por completo lograron producir una nación en crisis (en todo nivel) y un pueblo que ya no podía saber con seguridad quienes fueron los amigos, quienes los enemigos, qué fue real, y qué no lo fue. Pero, y quizá más importante, los argentinos seguramente habrán tenido que preguntarse: ¿por qué nosotros? ¿Cómo pudiera haber ocurrido esto en uno de los países más desarrollados (cultos y europeizados) de la América Latina? Creo que Valenzuela propone una respuesta, parcial por lo menos, a esta pregunta en la noción de simetrías, las pautas de conducta que se repiten y de las que tantas veces hacemos caso omiso, desconociendo la medida en que nos controlan.

Entonces, aunque a primera vista, los relatos pueden parecer poco afines, voy a argumentar que de hecho la colección es cuidadosamente trabada, y que siempre gira en torno a los motivos del lenguaje y el poder, éste en forma natural o preternatural, personal o política, visible o invisible. Específicamente, propongo analizar el primer relato, «Tango» (uno de los aparentemente inocuos retratos realistas de la vida contemporánea), «Avatares» (uno de los seis relatos que se basan en los cuentos de hadas), y el último, «Simetrías», que recalca la noción de simetría doblemente al alternar entre 1977 y 1947, el «centro de detención» y el parque zoológico. [De esta manera, me centraré en el principio de la colección y el fin, haciendo una pequeña desviación para incluir lo de en medio.] Como espero mostrar, cada relato se basa en las interrelaciones entre el poder y el lenguaje, pero como iremos descubriendo el poder no es ni unilateral ni unilocal.

El primer relato, «Tango», ofrece una historia sencilla, narrada por su protagonista Sandra/Sonia, quien divide su existencia (como su nombre) entre dos mundos ostensiblemente antitéticos. Su mundo cotidiano, en el que se llama Sandra, abarca las actividades banales asociadas con el trabajo y la sobrevivencia personal. [Sus zapatos, estirados por tanto ir y venir buscando trabajo, sirven de sinécdoque de este mundo.] El otro eje de su existencia, en el que se llama Sonia, es el mundo mucho más seductor del salón de tango, a donde va los sábados por la noche, tan seducida por la «lateralidad del tango» como repulsada por la mezquindad de «los piropos callejeros» tan directos que tiene que aguantar a diario (Valenzuela 1993, 12). [Los elásticos que lleva consigo a donde vaya, y que sirven para sostenerle los zapatos estirados para que pueda bailar, a su vez funcionan como sinécdoque de este mundo idealizado.]

El relato está construido de forma muy eficaz; cada palabra y cada imagen han sido cuidadosamente escogidas y empleadas con parquedad para evocar una multitud de temas. Y como veremos, el control que Valenzuela ejerce sobre su arte aquí refleja el riguroso control al cual los dos mundos de Sandra/Sonia están sometidos. De manera conmovedora, sin embargo, la protagonista nunca se da cuenta del hecho de que su utopía del tango es tan rigurosamente controlada como, y en efecto es reflejo de, ese otro mundo que ella odia y del que intenta escaparse al bailar. Es decir, a pesar de su aparente sencillez, el relato se basa en una manipulación ingeniosa de la técnica narrativa, la cual coloca a los lectores en la misma posición que la protagonista, para que veamos por sus ojos y seamos en cierto sentido tan manipulados por el discurso gramaticalmente impersonal y las reglas de comportamiento social en el salón de tango, como lo es ella. Así, de muchas maneras la técnica narrativa refleja el mensaje del relato mientras Valenzuela sutilmente encarrila a sus lectores a empezar a cuestionar lo que la protagonista ha aceptado como hechos y verdades incontrovertibles.

El relato recuerda la primera novela de Valenzuela, Hay que sonreír (1966), con su enfoque en el motivo del tango y los elementos melodramáticos implícitos en esa forma musical además de su mordaz crítica de las convenciones sociales y las reglas de comportamiento ejemplificadas en el «hay que...»3. De forma análoga y reveladora, «Tango» empieza: «Me dijeron». Lo que le dijeron (y lo que ella ha aceptado como la pura verdad) es una graciosa acumulación de consejos en cuanto a cómo una debe portarse en el salón de tango. Sin embargo, los consejos señalan que su adorado mundo del tango no sólo es tan estructurado y reglamentada como su mundo cotidiano, sino que es igual de banal y vulgar. Primero, «le dijeron» que no debiera pedir nada más fuerte que el vino porque «no se estila en las mujeres» (9) -palabras irónicas en la medida en que nada puede llegar a ser estilo hasta que no se haga repetidamente. Y, tampoco debe pedir cerveza porque «la cerveza da ganas de hacer pis y el pis no es cosa de damas» (9). Paradójicamente, sin embargo, se prueba la validez de estas palabras impersonales y anónimas por medio de otras palabras igualmente impersonales y anónimas, también de segunda mano: «se sabe del muchacho de este barrio que abandonó a su novia al verla salir del baño» (9). Por otro lado, Sandra/Sonia, sí, debe sentarse cerca de la caja registradora (quizá como algún tipo de mercancía) para que los hombres puedan fijarse en ella («ficharla» en las palabras del cuento) en su camino al baño («Ellos sí pueden permitirse el lujo», 10). Claramente, todo este énfasis en las funciones fisiológicas contrasta marcadamente con la idealización del lugar por parte de nuestra protagonista.

Lo que resulta quizá aún más revelador en cuanto a todos los consejos es que son siempre impersonales: me dijeron, se dice, se sabe. ¿Pero quiénes son estas autoridades invisibles en quienes se confía tanto sin cuestionarlas? Nunca lo descubrimos, igual que nunca logramos saber quién es el muchacho que abandonó a su (tampoco identificada) novia. Se acepta todo sencillamente; parecería que, como el tango mismo, todo es «tan bello que se acaba aceptando» (11). Además, en el relato de Sandra/Sonia, sus pensamientos nos son comunicados a los lectores sin ninguna visible intervención de nadie; parecería que ellos sencillamente están, sin estar sometidos al control de nadie. De nuevo, la posición de los lectores resulta ser simétrica a la de la protagonista: en la medida en que la «mano» que nos proporciona acceso al monólogo interior de Sandra/Sonia permanece siempre en el anonimato, cada uno de los lectores podría decir del relato, «me dijeron» tal como ella.

La vida de Sandra/Sonia en el seudoparaíso del salón de tango es análoga a su vida cotidiana en muchos otros aspectos también. Primero, aunque en su vida rutinaria se queja de tener que esperar hasta que algún «empleaducho desconsiderado se digne atender[l]e» (10), no parece reconocer que esta pauta se repite en el salón de tango mientras ella espera «a ver cuál se decide» (12), espera a que algún hombre se mueva la cabeza levemente para indicarla que es la que ha escogido para ser su pareja. Pero es más: una vez que empiezan a bailar, él controla sus movimientos casi completamente, si bien de forma invisible; al tecletear su espalda, él le indica los pasos que debe ejecutar4. También de manera que evoca su vida fuera del salón, ella nota: «A veces me detengo, cuando con el dedo medio él me hace una leve presión en la columna. Pongo la mujer en punto muerto, me decía el maestro y una debía quedar congelada en medio del paso para que él pudiera hacer sus firuletes» (11, énfasis agregado). No se necesita mucho, sólo un gesto, para que ella se ajuste a las expectativas y se convierta en «la mujer en punto muerto». Y, sin lugar a dudas, se podría argumentar que pasa gran parte de su vida en una condición igual de pasiva («punto muerto», «congelada»), estado que le permite a él (su pareja, el empleaducho, o quién sabe cuál otro) «hacer sus firuletes». No muy distinta a la Bella Durmiente, Blancanieves, y la Cenicienta, Sandra/Sonia permanece en su trance mortal hasta que él le dé la señal de despertarse. Es de notar que por medio de su propio discurso se subraya sutilmente este control externo a que se somete, a pesar del verbo en la primera persona, el sujeto gramatical de: «Pongo la mujer en punto muerto», no es Sandra/Sonia sino su antiguo maestro cuyas palabras ella ha interiorizado y repetido sin comillas (para indicar que es cita). Así, ella se convierte a sí misma en el objeto en lugar del sujeto de sus propias palabras. Seguramente, toda su existencia también se caracteriza por una semejante interiorización de las palabras de otra persona.

Además, el tango es un baile sumamente sistematizado y regulado, con pasos y maniobras predeterminados. A la vez, su letra, típicamente banal y melodramática, frecuentemente gira alrededor de un amor no correspondido. No nos debe sorprender entonces que el relato de Valenzuela concluya evocando los dos motivos. Al final del baile, Sandra/Sonia piensa en la mejor bailarina del lugar, «la gorda», en su vestido de crochet (indicio de la domesticidad y quizá por ende de su domesticación), y conjetura que la gorda debe de ser feliz con su hombre feliz (13), tan satisfecha al bailar como lo fue al tejer su vestido verde (color de la esperanza). El hecho de que la protagonista no tiene ninguna base lógica para llegar a esta conclusión no parece presentarle ningún inconveniente. Siguiendo sus deducciones lógicas (o mejor dicho, ilógicas), razona que ya que ella le también ha seguido los pasos a su pareja, como le había indicado, y ha llegado a lo que ella denomina el «entendimiento cósmico», ella y su pareja pueden a su vez conocer la imaginada felicidad doméstica y domesticada de la gorda y su hombre feliz. Como Sandra/Sonia declaró antes: «Lo amo. Al tango. Y por ende a quien, transmitiéndome con los dedos las claves del movimiento, me baila» (11, énfasis agregado). Parecería que el bailar bien le lleva a una a un entendimiento cósmico y después al «y vivieron felices por siempre jamás». Bueno, le dio resultado a la Cenicienta.

De esta manera Valenzuela emplea el baile como metáfora de, por un lado, la vida, y por otro, de nuestras expectativas poco realistas, aprendidas de los cuentos de hadas. Pero, y, no lo olvidemos, una no nace sabiendo bailar. Al contrario, una tiene que aprender, y para esto se necesita dedicación y esfuerzo, además del vestuario apropiado: «Aprendí con gran dedicación y esfuerzo, con zapatos de taco alto y pollera ajustada, de tajo» (9). Específicamente, ella tiene que aprender a seguir la iniciativa del otro, obedecer sus indicaciones, dejarse controlar por él, para que él la baile, y nunca, nunca debe tomar la iniciativa ella (la Cenicienta definitivamente no debe perseguir al príncipe) ni negarse a seguirlo una vez que él la haya invitado [(en silencio, claro está): «La ética imperante no me permite hacerme la desentendida» (12)]. Blancanieves no debe pasar por alto el beso del príncipe y quedarse dormida.

La ausencia casi completa de comunicación verbal en el salón de tango es también pertinente. De hecho, nuestra protagonista observa que sus parejas en el baile rara vez hablan[: «Pocos son sin embargo los que acá preguntan o dan nombres, pocos hablan» (11)]5. No se necesitan las palabras cuando un cabeceo o una leve presión del dedo en la columna es todo lo que hace falta para que ella sepa lo que quieren de ella (y claro ella no necesita saber otra cosa sino lo que quieren de ella). Durante la noche que describe la protagonista, una noche desde luego embrollada con los recuerdos del pasado y de otras noches parecidas, su pareja se aparta de la norma; a diferencia de otro hombre que le había asegurado, «yo acá vengo a bailar y no a dar charla» (12), éste (cuyo nombre tampoco descubrimos) comenta la crisis económica, y así introduce en la utopía el mundo cotidiano dominado por lo práctico. Pero, a pesar de que se permite a sí mismo una transgresión del código de comportamiento, a ella le hace callar cuando intenta responder[: «no me deja elaborar la idea porque ya me está agarrando fuerte para salir a bailar» (12-13)]. Sólo a él se le permite el uso de la palabra; sólo a él se le permite hacer sus firuletes.

La próxima vez, sin embargo, su pareja no le hace callar, no la baila, bastante rápidamente. A la conclusión del próximo tango, de nuevo él comenta la crisis económica. Recordando como volaron sus pies, ella de repente mete la pata. En respuesta a su queja que ya no puede «pagarle a una dama el restaurante, y llevarla después al hotel» (13), ella ofrece su pieza bien ubicada y sus dos copas verdes -un «desliz» muy serio. Como resultado, él tiene que rechazarla, por no haberle seguido sus pasos, por no haber quedado «en punto muerto» bastante tiempo, y más que nada por no tener copas apropiadas para el vino tinto -copas verdes, desde luego, sólo sirven para vino blanco, algo que él, como cualquier príncipe bien macho y fuerte, no tomaría jamás. Habiendo dado un paso en falso en este baile tan complejo, ella se encuentra abandonada de nuevo -metafórico objeto del amor no correspondido, como los protagonistas de tantos tangos- tan sola el sábado por la noche como lo está el resto de la semana que le parece tan distinto. Como dice ella: «Yo ando sola y el resto de la semana no me importa pero los sábados me gusta estar acompañada y que me aprieten fuerte. Por eso bailo el tango» (9, énfasis agregado). Pero, el mundo de los cuentos de hadas, el mundo de fantasía que el tango representa para ella, ofrece sólo la ilusión de andar acompañada. Puede que sus pasos de baile reflejen los de él, pero no está nada acompañada, aunque, sí, sin lugar a dudas, está bien apretada. Aunque no lo reconozca, se ha metido en un papel estrecho, limitado, reducido, cercado y circunscrito por el «dijeron», un papel que como el tango le parecerá «tan bello que se acaba aceptando» (11, énfasis agregado). Claro, todo es según el color del cristal con que se mira. ¿Pero quién habrá teñido el cristal? ¿Quién habrá decretado que las copas verdes no sirven para vino tinto y qué sólo las mujeres deben tomar vino blanco? ¿Cuál voz define lo que denominamos belleza o buena educación? Por mucho que pueda parecer que las definiciones y las pautas de comportamiento existen por su propia cuenta (tal como el monólogo interior de nuestra protagonista), alguien las habrá precisado y por razones que no siempre nos son tan claras. Quizá el relato, «Avatares», nos dé algunas pistas.

Como varios relatos de la colección, «Avatares» realza el motivo de los cuentos de hadas que permanece sólo implícito en «Tango»6. En este relato Valenzuela muestra no sólo que los cuentos de hadas son cuentos de motivación política sino que también promulgan ciertos códigos de comportamiento7. Y en éste llega a ser obvio que aún si Sandra/Sonia hubiera encontrado a su príncipe en el baile, él le habría ofrecido poca camaradería en la vida doméstica que compartirían aunque él seguramente habría continuado apretándola para que se ajustara a un papel, se achicara para caber dentro del espejo/modelo escogido por él, y se encerrara en ése.

La primera parte de «Avatares» nos brinda nuevas versiones de los cuentos de la Cenicienta y Blancanieves. Los cuentos tradicionales giran alrededor de las obedientes princesas calladas y las crueldades a que las someten sus madrastras. Aunque sus padres están vivos en los dos cuentos, rara vez interceden en favor de sus hijas8. En efecto, como ha observado Andrea Dworkin: «A ellos [los padres de los cuentos de hadas] nunca se les imputa la responsabilidad de la maldad que hacen sus esposas crueles. Por lo general, ellos ni se dan cuenta» (44, traducción mía)9. Valenzuela se aparta dramáticamente de este canon, puesto que en su versión los padres no sólo se dan cuenta de la maldad que hacen sus esposas sino que la aprueban y la fomentan, de hecho les sienta de maravilla. Así, en la primera parte del relato, Valenzuela coloca a los padres en primer plano, subrayando su responsabilidad en las tribulaciones de sus hijas aunque el tormento no sea administrado por sus manos, aunque su control, como el de las parejas de baile de Sandra/Sonia, sea casi invisible.

El cuento empieza en «la mal llamada reunión cumbre» anual donde el Señor del Sur (padre de la Cenicienta) y el Señor del Norte (padre de Blancanieves) se aburren porque el Rey Central les ha prohibido seguir en las actividades de guerra que tanto les divirtieron en su juventud. Como premio por no hacer guerra, el Rey Central les regaló a cada uno de los Señores la mano de una de sus hermanas en matrimonio. Así, a diferencia de la mayor parte de los cuentos de hadas, en los que el príncipe gana a la princesa como resultado de sus proezas en la guerra, aquí los Señores son premiados por su inactividad. De todas formas, en la versión de Valenzuela ambas princesas pronto se mueren [de circunstancias algo ambiguas (una de parto y la otra cubierta de moretones)], y se le deja al lector imaginar la relación entre sus muertes y la «diversión muy de entrecasa» (153) que los dos se permitían para compensar su aburrimiento al no poder «jugar a la guerra». Así parecería que la guerra puede sustituirse por su diversión en casa porque, y quizá sólo porque, es tan parecida a la misma. Lo personal/doméstico no sólo es análogo a lo político aquí sino que es el resultado del mismo.

Ahora bien, la narradora es específica en cuanto al hecho de que los dos Señores tienen poco en común con la excepción de su sed de la guerra. Aún sus respectivas nostalgias por la guerra se fundamentan en sus muy distintos gustos y se vinculan directamente con las nuevas esposas que han escogido, esposas «hechas a su medida» (155), y con la forma en que tratan a sus hijas. Sin embargo, estas discrepancias no les impiden ser aliados y cómplices; juntos comen, beben, se divierten, y recorren los burdeles con toda la impunidad «conferida por su rango» (154). Así, las actitudes contradictorias de estos dos padres señalan dos posturas paternales/patriarcales igual de perniciosas, a la vez que los gustos de los dos, por dispares que sean, terminan subrayando los vínculos entre los juegos de guerra (con su brutalidad, violencia, y agresión) y lo erótico.

El Señor del Sur (cuya primera mujer se murió cubierta de moretones) añora «los tiempos cuando impunemente podía cortarles las orejas, la lengua y todo lo demás que cuelga» (153) a sus prisioneros -«Cortárselo de propia mano, claro está» (153). Por otro lado, no parece tener ninguna inclinación a tocar a su hija, literal o figurativamente, quizá porque no le cuelgue nada. De todas formas, puesto que odia a las sumisas, está dispuesta a patear a esta hija de vez en cuando -pero sólo con sus botas de montar, nunca con su propia mano. No obstante, se queja de que aún entonces ella sólo gimotea. Aparentemente no se puede conseguir nada, y mucho menos ningún placer, al torturar a una víctima que no reacciona fuerte y debidamente. Sin embargo, el Señor del Sur se deleita viendo que la maltratan su nueva mujer y sus hijastras, todas calificadas de rabiosas. Aparentemente su «afecto» por ellas se basa en esta precisa calidad -que son violentas, agresivas, duras, y crueles, todo menos dóciles y sumisas como su propia hija. Y, en palabras que nos recuerdan de manera inquietante la llamada Guerra Sucia, él observa que deja que su mujer se encarga de disciplinar a la hija de él porque él ya tiene suficiente trabajo con disciplinar a su mujer. Con palabras igualmente evocativas, también insiste en que no tolera «mañas», y que es por eso que se necesita tratar a su hija con «mano dura»10. Irónicamente, sin embargo, esta mano dura es siempre de segunda mano, para decirlo así; el castigo o maltrato no es administrado por él, sino por la madrastra y las hijas de ella. Así, Valenzuela subraya de forma dramática si bien metafórica que la reina puede sobrevivir en este mundo de violencia y abuso sólo si se convierte en la «mano derecha» o instrumento del señor, adoptando sus calidades, siendo dura y cruel como él, victimaria en lugar de víctima11. Ella debe llegar a ser una extensión de él, creada en su imagen, en la única imagen para que haya espacio en el espejo que él controlaría. Pero, paradójicamente, él permanece exento de toda responsabilidad y culpa.

Por otro lado, el Señor del Norte (cuya primera mujer se murió en el parto) añora los años de guerra cuando violaba a las jóvenes en todo el reino, considerándolo casi «un deber» el desvirgarlas. Al contrario del Señor del Sur, quien no quiere tener nada que ver con su hija, el Señor del Norte quiere tener todo que ver con la suya. Por eso, tanto su mujer como su hija deben ser «delicias», «budincitos», y estar como para comérselas; es decir, deben ser objetos y reflejos de su deseo erótico, listas para ser consumidas (tanto literal como figurativamente). De hecho, su fascinación con los atributos físicos de ambas, mujer e hija, produce antagonismo entre las dos y un complejo de inferioridad e imperfección en ambas -ninguna puede ser lo bastante bella por suficiente tiempo. Y, él se aprovecha de esto, recordándole a su mujer que ya no es tan joven como lo fue y que por consecuencia es menos bella que su hija12. (Es de notar que el nombre del Señor del Norte es «Espejo», de forma simbólica por lo menos, el mismo espejo que le dice a la reina que no es la más bella entre las bellas.) De manera parecida, la hija debiera haber pasado muchos años (años a los que no se hace ninguna referencia, los que siempre quedan fuera del espejo y del cuento de hadas) sabiendo que era menos bella y por ende inferior a la madre13. Así, al contrario del Señor del Sur, éste no somete a las mujeres al abuso físico, sólo al psicológico. De todas formas, este abuso psicológico es igual de «segunda mano», administrado por terceros; y de nuevo es otra mujer quien sirve de «mano dura», victimaria. Es más; observar el maltrato de su hija por parte de su mujer no sólo le divierte, tal como la guerra lo hacía antes, sino que lo excita eróticamente[: «los celos de Gumersinda me estimulan» (156)].

Es también de notar que en los dos casos, los Señores destruyen lo que más les atrae. El Señor del Norte, atraído a la belleza física y la virginidad, viola a mansalva, eliminando tanto la virginidad como la belleza o por lo menos lo que él considera parte íntegra de ésta. El Señor del Sur, fascinado, como lo es, por las cosas que cuelgan (y se supone que se refiere a los genitales que figurativamente encarnan valor y machismo), corta todo lo que cuelga, convirtiendo a sus sujetos masculinos en eunucos, seres incompletos (desde su punto de vista, claro está) o en mujeres metafóricas, es decir en las sumisas a quienes tanto odia. [En una paradoja parecida, los dos Señores son compadres en la paz sólo porque no pueden ser adversarios en la guerra.]

Lo que llega a ser evidente en las nuevas versiones de los cuentos que nos proporciona Valenzuela, entonces, es el papel de los padres como titiriteros, agentes que manipulan los hilos para que sus mujeres maltraten a sus hijas. ¿Son libres de culpa la «malvadas madrastras»? Claro que no, pero la insinuación es que sin la influencia de los varios patriarcas (el Rey Central tanto como los respectivos Señores) las animadversiones entre madrastras e hijas quizá no existirían, o por lo menos no se avivarían hasta tal punto de virulencia14. Pero la pregunta es ¿por qué y para qué avivan la hostilidad los padres? En el relato de Valenzuela, la respuesta es, para su propio placer y diversión, eróticos o no. Crean, educan, forman a las madrastras y a las hijas según su propio gusto y en su imagen, para darse a sí mismos placer erótico y también para probar o asegurarse que ellos de verdad son tan poderosos y tan «centrales» como les gustaría ser o como les han dicho que deben ser. (Hay que recordar que uno de los problemas de los Señores del Sur y del Norte es que no son tan supremos como quisieran ser; son súbditos del Rey Central y tienen que obedecerlo.)

Finalmente, después de varias páginas de una historia que alterna entre los sucesos de la «reunión cumbre» y lo que ocurre mientras tanto en los respectivos castillos, la narradora abandona a los dos Señores en su reunión donde los «asuntos del estado» han quedado reducidos al comer, beber, quejarse y hacerse los importantes. Al igual que los señores con quienes bailó Sandra/Sonia, los dos Señores aquí se han dedicado a hacer sus «firuletes» y, después de horas de excederse, se han quedado dormidos (o quizá mejor dicho, han perdido el conocimiento), seguros de ser inocentes de toda culpa. Al terminar esta parte del relato, los dejamos en su inconsciencia, llenado el aire con sus ronquidos y sus flatulencias (sinécdoques quizá de su palabrería, los aires que se daban y de que estaban llenos los dos).

Es significativo que una vez que ellos se ausentan (o quizá mejor dicho que se les sacan) del cuadro/espejo haya lugar en éste para otras imágenes de otra índole. Por eso, en la segunda parte del relato el ambiente y el enfoque cambian por completo. En este respecto, las dos partes, aunque dramáticamente diferentes, resultan ser motivadas por impulsos simétricos. Como hemos visto, la primera parte presenta los cuentos desde otra perspectiva, dejándonos entrever lo que narradores anteriores pudieran habernos escondido, permitiéndonos ver «entre bastidores», por decirlo así. Por otro lado, la segunda parte se extiende más allá del final tradicional y nos aporta alternativas, imágenes de espejo que no han sido enmarcadas por los patriarcas ni sirven sus intereses[, imágenes que nos permiten vislumbrar o imaginar otras posibilidades]. Así, la segunda parte pone de relieve a las hijas ya ubicadas al otro lado o más allá del espejo patriarcal. Aquí estas hijas encuentran su propia voz y empiezan a «cobrar brillo propio», en este caso literalmente ya que una se siente de plata y la otra de oro. Una es como el sol, la otra como la luna. La que antes fue oprimida y reducida a una posición de inferioridad ahora se eleva y se va ascendiendo; la otra, que antes ocupó el pedestal, ahora cava muy hondo en las entrañas de la tierra y se va bajando. Al fin, sin embargo, cada una asimila los dos extremos, lo duro y lo suave, la luz y la oscuridad, la superficie y la profundidad. Y de aquí en adelante ellas empezarán a contar su propia historia, la cual empieza: «Somos Blancacienta y Ceninieves» (161), nombres que evocan tanto su capacidad de cambiarse como su interdependencia. Aunque al principio cada una se definía contra la otra, según lo que no era, según su antítesis, ahora reconocen que ellas mismas abarcan las antítesis, que las llevan adentro, que una no tiene que ser reprimida o reprobada para que la otra sea alabada y privilegiada. Quizá de verdad hay vida más allá del espejo patriarcal, si bien, como nos revelará el último relato, no para todas.

Hasta ahora hemos progresado desde el salón de tango con su código de comportamiento, ostensiblemente inocuo, hasta el cuento de hadas donde las reglas son más perniciosas, el control más velado. Puede parecer que el motivo del cuento de hadas que he empleado para vincular «Tango» y «Avatares» guarde poca relación con al último relato, «Simetrías». En éste abandonamos el mundo de fantasía y entramos en uno de tortura, muy demasiado real y aterrador. No obstante, es un mundo que todavía se encuentra caracterizado por el elemento más fundamental de esos mundos de fantasía: el deseo, «las fangosas aguas del deseo» (196). Específicamente, se trata del deseo que se fundamenta en el poder, en establecer el poder de uno al entrenar y domar, como uno doma un caballo, como uno domestica un animal salvaje, convirtiendo el animal o el objeto del deseo en algo drásticamente otro, [diferente de lo que fue, convirtiéndolo] en espejo que refleje la imagen que los que detentan el poder quisieran ver de sí mismos. Recordemos que en el cuento de Blancanieves, cuando la malvada reina (hecha malvada en la lectura de Valenzuela, en parte por lo menos, por el esposo que antes fue, se supone, el príncipe guapo) le pregunta al espejo quién es la más bella entre las bellas, no busca una respuesta que refleje ningún referente fuera del espejo. Al contrario busca una interpretación de la realidad que mantenga el status quo, y a ella en la anhelada si bien imaginaria posición de poder. Sin embargo, como ya vimos, su poder es en el mejor de los casos, relativo, en el peor, un espejismo, en tanto que ella ha sido llevada a creer que el poder, por lo menos en lo que le concierne a la mujer, se logra por medio de la belleza (pero la belleza en los ojos de y definida por otro). No olvidemos tampoco que aún en su etapa de mayor hermosura, la reina es sólo eso, la reina y no el rey. Por eso, su poder queda reducido al poder que ejerce sobre su hijastra. Y mientras este poder parecería absoluto, no lo es; al contrario, es continuamente frustrado por otros, como el guardabosque que desobedece su orden de matar a Blancanieves y traerle su corazón15. Así el espejo debe proporcionarles una imagen que plazca y halague a los poderosos (o los que quisieran hallarse poderosos), pero los que verdaderamente detentan el poder continuamente resultan estar en aún otra parte. Descubrimos que el verdadero poder reside en los otros que han influenciado a la reina, indicándole qué debe preguntar, qué debe buscar en el espejo mientras callan el hecho de que ella a su vez debe servir de espejo para asegurarles a los aún más poderosos que ellos son los superiores entre los superiores. Y, he aquí la simetría de «Simetrías», porque, como se retrata a los militares en este relato, éstos tienen mucho en común con la reina de los cuentos de hadas.

En un nivel, «Simetrías» es la historia de dos muertes: una en un parque zoológico en 1947, la otra en el llamado centro de detención a una distancia de pocos kilómetros, pero treinta años más tarde. En el primer caso, un coronel mata a un orangután con el que su mujer estaba obsesionada. En el segundo, oficiales militares de alto rango ordenan que le maten a una prisionera torturada con quien otro militar estaba obsesionado. Al alternar entre los dos lugares y momentos históricos (una oscilación temporal y espacial que también estructura «Tango» y «Avatares») el cuento pone de relieve las simetrías entre las dos situaciones (y las respectivas reacciones brutales por parte de los militares)16. Algunas de las simetrías entre las dos situaciones son inmediatamente aparentes; otras son más sutiles. Por ejemplo, el centro de detención y el zoológico manifiestan paralelismos obvios en la medida en que los dos sirven para encerrar a individuos (sean animales o seres humanos) que son considerados «peligrosos» a la sociedad. Irónicamente, sin embargo, los habitantes del zoo son tratados de forma más humanitaria que los del centro de detención ya que a las prisioneras se les percibe como seres infrahumanos y son frecuentemente equiparadas con los animales. «Las sacamos a pasear» (173), dice la voz de un torturador anónimo -como si fueran perros. «Que no mueran de pie como soldados, que revienten panza arriba como cucarachas» (177), dice otra o quizá la misma voz anónima. Sin duda, las figuras retóricas que se emplean aquí nos dicen menos de los atributos de las prisioneras que de la lógica de sus captores militares. A la vez, ambas situaciones dependen del «cautiverio» de los amados, pero la cuestión de cautiverio resulta ser mucho menos inequívoca de lo que parecería. Por ejemplo, la prisionera se siente más presa, más alienada de sí misma, cuando la llevan fuera del centro de detención, engalanada para lucirse en los salones de los grandes hoteles, «amurada en tapados de piel, camuflada en bellos vestidos, enmascarada tras elaborados maquillajes y peinados» (184). Asimismo, aunque la prisionera y el simio son los «cautivos», el término también (y quizá mejor) podría describir al torturador de 1977 y a la mujer del coronel de 1947. No son cautivos en el sentido físico, pero sus obsesiones les convierten en cautivos psicológicamente. Paradójicamente, sin embargo, pronto llega a ser claro que el verdadero peligro reside menos en los que están presos, las percibidas amenazas al orden social (los elementos «feos» para seguir con el concepto de belleza promulgado en los cuentos de hadas) que con los que los hacen presos, los supuestos representativos del mismo orden social (las bellas en contraste con las bestias)17. La belleza no sólo se define según el observador (según el color del cristal/espejo con que se mira) sino que también es arbitraria, determinada por otros que muchas veces siguen invisibles, los que tiñen el cristal, los titiriteros que manipulan los hilos para que todos bailen a su compás.

A la vez, los militares del relato matan a los dos objetos del deseo porque, y quizá sólo porque él/ella es demasiado amado o deseado[: «como fruto del haber sido tan amados, lo único que encontraron fue la muerte» (187)], lo cual sugiere que como los Señores de «Avatares», los militares aquí destruyen lo que más les atrae18. De hecho el texto es explícito que los torturadores admiran a las mujeres que torturan[: «ellas callan y ellos no dejan de admirarlas por eso» (175)]. Como dice una de las voces anónimas, «pero soldados son, son más soldados ellas que nosotros. ¿Son ellas más valientes?» (177).

Continúa: «Nosotros apenas -gozosamente- las matamos a ellas». De forma reveladora, este «desliz» discursivo (como el de Sandra/Sonia) es corregido inmediatamente por parte de un militar presumiblemente en un nivel de mando/poder más alto, y es pertinente que esta rectificación haya sido interiorizada de la misma forma que Sandra/Sonia interiorizó las palabras de otros: «El adverbio exacto sería gloriosamente. Gloriosamente, he dicho. Gloriosamente es como nosotros las matamos, por la gloria y el honor de la patria» (177, énfasis agregado). [Y, es también con una enmienda de arriba, ya interiorizada, y con palabras que otra vez hacen referencia a la patria que otros deslices son corregidos -deslices, es decir, en «las fangosas aguas del deseo»19.]

Más importante, me gustaría postular que ambas muertes son motivadas por percepciones simétricas de que alguien les está poniendo los cuernos a los respectivos militares. El coronel de 1947 mata al simio porque cree que éste le está poniendo los cuernos y que sus colegas se ríen de él[: «¿Dolerá más que los cuernos la risa de los camaradas de armas?» (185)]. Obviamente la percibida infidelidad aquí no es literal como no lo es en el caso del coronel de 1977, quien [«de golpe [...] perdió el norte» (179, énfasis agregado) y] decide, «sólo yo puedo apretarla» (180, énfasis agregado)20. Sin embargo, es sólo después de otro «paso en falso», cuando habrá dicho: «Ocurre que la amo» (185), que los oficiales militares de rango más alto se preocupan de verdad. En cierto sentido entonces, metafóricamente por lo menos, estos militares de rango más alto también se sienten cornudos: «[los hombres de pro no pueden andar involucrándose con elementos enemigos de la patria. [...]] un coronel de la nación no puede privilegiar a una mujer por encima del mismísimo ejército» (186-87, énfasis agregado)21. La obsesión del torturador y su enfoque deben estar con sus superiores, no con la prisionera, tal como la atención («mirada») de la esposa no debe desviarse de su marido, el coronel; no debe centrar su atención en el simio por encima de él. Es una cuestión de privilegio y poder, pero, como se dramatiza aquí, éstos son «propiedad» exclusiva de los seres masculinos. Aunque los objetos del deseo son en una instancia un animal, en la otra una mujer, en los dos casos los asesinos son militares, es decir, en cierto sentido prototipos de lo masculino22. De hecho, ya en la segunda página del relato el narrador, Héctor Bravo, hace hincapié en las analogías entre la bala, la lengua, y el falo (sinécdoque de lo masculino) cuando, habiéndose referido a la pasión y la lujuria como amor «a falta de mejor palabra» (174), observa: «Palabra que puede llegar a ser la peor de todas: una bala. Así como la palabra bala, algo que penetra y permanece. O no permanece en absoluto, atraviesa. Después de mí el derrumbe. Antes, el disparo» (174, énfasis agregado). Por medio de la terminología que elige aquí (la cual nunca es gratuita en la obra de Valenzuela), la autora erotiza la violencia, la equipara con el orgasmo, pero, y he aquí lo más significativo, en el caso de la bala (al contrario del orgasmo), es el otro (el no-hombre o ya no-hombre) quien se derrumbe, mientras que el hombre con la pistola fálica mantiene su potencia simbólica. Así, en cada caso, el militar, no muy diferente de la malvada reina, debe matar o derrumbar al otro para que el espejo le dé la respuesta «correcta» y refleje la ansiada imagen de poder y potencia. Pero lo que fácilmente se pasa por alto aquí es el doble juego de reflejos, porque el simio y la prisionera a que matan no son las fuentes del deseo sino los objetos del mismo. Y es importante notar que esos «objetos» aparentemente experimentan poco deseo; únicamente reflejan el deseo del sujeto que desea, es decir se lo devuelven a la «fuente» de donde proviene (torturador o esposa). Además, paradójicamente, en ambos casos, los objetos del deseo parecerían ser ya demasiado débiles e inconsecuentes para que nadie se diera la molestia de matarlos. Pero, claro está, los objetos en sí no son lo que importa. Lo que les interesa es ajustar los espejos (coronel y esposa) para que centralicen y engrandezcan los poderes más altos, y eso se puede hacer sólo al eliminar lo que les distrae la atención.

De todas formas, todo esto representa solo un aspecto de la narrativa porque «Simetrías» es también la historia de la obsesión del narrador, Héctor Bravo, una obsesión que bien podría resultar simétrica a las de los respectivos amantes. Y, Héctor Bravo[, un personaje que apareció en Novela negra con argentinos,] también podría ser emparentado con nuestra reina de los cuentos de hadas dado que él asimismo le hace preguntas al espejo (en su caso al espejo del arte): «De entre tantas y tantas inexplicables muertes, ¿por qué destacar estas precisas dos?» (173). Es de notar que aquí Héctor Bravo se habla a sí mismo en la tercera persona como si no se hablara a y de sí mismo. Por medio del infinitivo impersonal, sin persona gramatical se esconde, se desvía la atención de sí mismo. Sin embargo, en la frase siguiente se reconoce como el sujeto antes invisible: «¿por qué Héctor Bravo rescata estas dos muertes?» (173). Es decir, se reconoce como el emisor y el receptor, como el reflejo y el que lo ocasiona en lo que nos lleva a los lectores a reconocer la interdependencia. Aunque él cree que las dos muertes representan los dos cabos del mito y así cierran el círculo, a la vez acepta que su respuesta (tal como la respuesta del espejo) no explica su obsesión; ésta viene de otra parte -tal como el reflejo que la reina encuentra en su espejo23. Y a pesar de que Héctor (como la reina) corre el riesgo de atraparse en un auto-reflejo circular al hablarse en la tercera persona por medio del espejo, él logra atenuar ese peligro, en parte por lo menos, al permitir que se escuchen otras voces: las prisioneras, los torturadores, los militares de rango más alto cuyas voces autoritivas han sido interiorizadas casi completamente por los militares de menos rango. Y aquí como en los otros dos relatos que hemos venido examinando, reconocer esta interiorización de otras voces, este discurso que penetra como una bala, es fundamental. El punto es que debemos aprender a distinguir las voces, descubrir su(s) fuente(s) y quizá aún más importante, preguntar cómo y por qué las hemos interiorizado, puesto que resulta que estas voces proporcionan la ideología en que se sustentan las maniobras («firuletes») que se hacen para detentar el poder en cada uno de los tres relatos.

Como se jacta uno de los torturadores militares: «Las mujeres que están en nuestro poder lo saben. [...] y saben dejarse atravesar porque nos hemos encargado de ablandarlas [eufemismo de torturar y por ende domar, como a un animal]» (174, énfasis agregado). Sin embargo, «ablandar» y domar a la prisionera no bastan; hay que lograr que la tortura sea interiorizada (como las voces de los militares superiores) de manera que no se le perciba al torturador como lo que es -de nuevo, para que la «mano dura» parezca ser la de otro, o mejor todavía la de la víctima misma para que se pueda echarle la culpa a ésta24. Con este fin, el torturador continuamente «busca nuevas excusas para poder penetrarla un poco más hasta lograr poseerla del todo» (184, énfasis agregado). Y claro está, la «penetraría» (una interiorización erotizada) para que y hasta que ella lo «amara» y lo siguiera de su propia «voluntad». De forma parecida, el militar se queja de que las prisioneras que llevan a restaurantes elegantes (después de haberlas torturado), son ingratas. No basta que sean sumisas como la Cenicienta de «Avatares». Deben aplaudir de buen grado la supremacía y la magnanimidad del Señor para devolverle a él el reflejo de sí mismo que él quisiera encontrar. Deben estar totalmente cambiadas, «penetradas», «atravesadas», por completo y dejar de ser ellas mismas para transformarse en meros reflejos, simulacros y sinécdoques del poder del Señor. De hecho, como señalan las prisioneras, cuando las sacan a pasear están tan cambiadas que ya no pueden ser ellas mismas. Pero, sin lugar a dudas, la lógica es tal que las sacan a pasear precisamente «para demostrar que los torturadores tienen un poder más absoluto aún e incontestable que el poder de humillación o de castigo» (179). Según lo visto, no obstante, este poder nunca puede llegar a ser lo suficientemente seguro ni absoluto a ningún nivel. Como el deseo y la belleza, el poder es siempre precario; siempre amenaza con derrumbarse o cambiarse: «Hasta los más nobles sentimientos [...] pueden transmutarse y perder toda nobleza» (174). Por eso, el esposo coronel mata al orangután y el militar superior manda matar a la prisionera porque sus «espejos» (la esposa y el torturador) no les proporcionaban el reflejo que exigían, no les centralizaban lo suficiente, no les brindaban lo que (en otro reflejo especular) el torturador requería de la prisionera torturada -penetrarla por completo, incitar una entrega incondicional- que los «amaran» y los siguieran de «voluntad propia».

Pero, ¿y Héctor Bravo? ¿Por qué se encuentra él tan obsesionado como los amantes? Es significativo que Héctor quiera «cerrarles la puerta a los recuerdos» (173), encerrarlos en su círculo de narración, confinarlos como a la mujer y el simio. Al contrario, los saca y los expone (como hacen los torturadores con sus víctimas). En algún sentido, entonces, él los mata de nuevo, de forma narrativa por lo menos, al contar la historia. Quizá, entonces, dentro de la ficción, su círculo señale menos el encierro que la repetición, el espejo, la simetría. O, ¿es que Héctor intente borrarse del espejo, extraerse del círculo de deseo, temeroso de que él sea capaz de semejante violencia? Al recrear, reconstruir, esos horrores por medio de la literatura, ¿puede él evitar recrearlos en la realidad? ¿Puede de verdad llegar al «borrón y cuenta nueva» que parece buscar? Por un lado él asegura (como Valenzuela ha hecho en otros lugares) que es esencial no olvidar. La historia tiene que ser relatada una y otra vez: «Que el horror no se olvide, ni el olor ni el dolor ni [...]» (182)25. Si se olvida, puede repetirse, y seguramente esto lo hay que evitar a todo costo. Pero, ¿podremos llegar algún día a «borrón y cuenta nueva»? ¿No habrá siempre el deseo, otra malvada reina o Señor militar, otro desafío al poder que uno quisiera conservar? Quizá las preguntas que debemos hacernos serán, ¿cómo podríamos imaginar el deseo y el poder de otra manera? ¿Cómo podríamos desear de otra forma? Y, diría yo que éstas son las preguntas básicas, las simetrías fundamentales, que se encuentran por toda esta colección de relatos y quizá por todos los tiempos y lugares.






Obras citadas

  • CORDONES-COOK, J. (1991): Poética de transgresión en la novelística de Luisa Valenzuela, Estados Unidos: Peter Lang.
  • DWORKIN, A. (1974): Woman Hating, Estados Unidos: Dutton.
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  • ——. (1988): Reflections/Refractions: Reading Luisa Valenzuela, Estados Unidos: Peter Lang.
  • MARTÍNEZ, Z. N. (1994): El silencio que habla: Aproximación a la obra de Luisa Valenzuela, Argentina: Corregidor.
  • VALENZUELA, L. (1966): Hay que sonreír, Argentina: Américalee.
  • ——. (1982): Cambio de armas, Estados Unidos: Ediciones del Norte.
  • ——. (1990): Novela negra con argentinos, España: Plaza y Janés.
  • ——. (1993): Simetrías, Argentina: Sudamericana.


 
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