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Estampas de España e Indias

José de Benito



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ArribaAbajoPanorama de las Españas

Parte de las estampas que vas a leer -si te place, lector, mi compañía- se asomaron al mundo viendo la luz santafereña de la altiplanicie andina de Bogotá. Luz de meseta castellana a comienzos de otoño, finamente perlada, que recortan de cuando en vez álamos blancos y cipreses solemnes, enmarcando los regatos que rezuman de los cerros próximos a la manera de serpientes plateadas en reposo.

El paisaje de meseta, abierto y amplio hacia Naciente, como el de la castellana tierra de Campos, hace vislumbrar el espejismo del mar, allá a lo lejos, cuando en la línea perdida del horizonte cabrillea la reverberación del sol en su cenit; y con los mismos ojos alucinados veía el autor, al otro extremo de ese mar irreal, el perfil imborrable de la piel de toro hispánica, tendida en el confín de Europa y sujeta a las aguas del estrecho por dos inmensas columnas: las de Hércules.

Era inevitable que la preocupación por España y la presencia material en Indias, ligara ambos temas, ligados, por otra parte, indisolublemente en una historia común, en hermandad de lengua, de religión, de hábitos y de creación.

La que todavía en mis años mozos -estudiante de geografía en la escuela- se llamara Santa Fe de Bogotá, no sé si por haberse escondido entre dos cordilleras andinas o por la solera de su raigambre hispana, no desmentida ni en el decir castizo, ni en recato de las santafereñas, ni en la caballerosidad de los bogotanos, ha sido para el que escribió las páginas que siguen, un remanso de paz, un paréntesis de introspección. Un a modo de ejercicio espiritual   —12→   en el que tantas cosas se revisan y aprenden de uno mismo.

Los viejos rincones de la Santa Fe del reino de la Nueva Granada que aún hablan de alcabaleros y oidores a quien abre los sentidos a la Historia, fueron sedante necesario a nervios rotos por la tragedia que incendiara primero a España, luego a todo el mundo. Esos viejos rincones podían ser pedazos de Toledo, o de Valladolid en los tiempos en que la Corte o la Cancillería daban rango y jerarquía a aquellas capitales de Castilla. ¡Callejuelas pinas toledanas que, en Santa Fe, se trepan buscando las alturas del Monserrate o del cerro de Guadalupe! ¡Plazas enmarcadas por caserones, sobre cuyos dinteles desafían los años las armas de familias que salieron del Andalus para poblar el reino legendario de los chibchas que el licenciado Jiménez de Quesada, capitán y letrado granadino descubriera, subiendo, después de navegar aguas arriba el río grande de la Magdalena, los escalones imponentes de los Andes! ¡Balcones coloniales y aleros corridos de los tejadillos que dan la única sombra del mediodía, en los de sol, y protegen del agua en los de lluvia! ¡Patios santafereños en que el sonido de los caños de las fuentes sobre el pilón central, traen a la memoria el callejón del Agua de Sevilla y las fuentes de los patios de Andalucía! ¡Pregones callejeros de lotería y de diarios y de dulces como los que se grabaron en mis oídos recorriendo las provincias españolas! ¡Soportales como los de Segovia y Salamanca, cuando se gana el tiempo perdiéndolo, en deambular por el barrio de la Candelaria! ¡Atardeceres melancólicos en los que el tañido de las campanas de la iglesia Tercera, o de la de San Diego invita a la meditación! ¡Primera estampa recoleta e hidalga, y por hidalga pobre y altiva!

Bogotá, la vieja, la de alma secular, la que acoge en su casa a quien, como los abuelos de sus actuales moradores, llega de las tormentas de España, hizo rebrotar en mí, con acendrada pasión, la memoria de muchas horas de nuestra historia. Aquellas horas se interpretan en este volumen de Estampas de España e Indias. Son pedazos de la larga existencia española como pueblo y como nación; vienen   —13→   a ser pinceladas vivas de paisajes, de ambiente y de gentes; es historia sin notas, sin erudición, pero con el calor humano que, en ocasiones, huye de la pluma de los historiadores; son apuntes de la pequeña historia de un gran pueblo sobre el que cayeron el resto de las naciones europeas en coalición que presidió durante tres siglos Inglaterra.

La Historia es Historia y a lo largo y a lo ancho del mundo, Inglaterra y España -los dos pueblos que desbordándose como el fecundo Nilo, llevaron sus ideas y sus mercancías en la proa y en las bodegas de sus naves a todos los rincones del planeta- se han encontrado muchas veces frente a frente. En tres siglos de luchas el practicismo inglés salió victorioso del, no por erróneo en veces, menos respetable idealismo hispano. En otras, anduvieron al mismo compás. Ni puede quedar rencor por lo pasado, ni la verdad histórica ha de ofender a nadie.

Cuando en 1808 el afán de dominio de Bonaparte lo llevó a sujetar a Europa y a poner sus miras en las Españas de América, lord Wellington y Juan Martín el Empecinado -la aristocracia inglesa y el pueblo español- se batieron uno junto a otro en los valles y en los montes iberos. La amenaza de servidumbre era común a ingleses y españoles y por luchar contra ella en España, Wellington se llamó duque de Ciudad Rodrigo. Poco antes, sin embargo, en Trafalgar, Nelson, el primer almirante de Inglaterra, ofrecía con la vida, la victoria a su patria mientras la impericia del almirante francés Villeneuve y el valor de Churruca, le brindaban a España otra de sus gloriosas derrotas. Poco después, cuando por inspiración del vizconde de Chateaubriand, el duque de Angulema con los cien mil hijos de San Luis entraba en España para acabar con el régimen liberal, Inglaterra presencia la ola de represalias de Fernando VII no sólo con desinterés, sino aprovechando la debilidad de España para fomentar las guerras de independencia de las naciones americanas. Ello estaba en la línea de sus conveniencias y nada había que decir: España, no hacía mucho, había ayudado a las colonias inglesas del norte de América a convertirse, al conquistar su independencia, en los Estados Unidos.

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España se desangra durante el siglo XIX en las guerras civiles y en terribles luchas políticas que acaban de liquidar el antiguo imperio español. Cuba, Filipinas y las Carolinas se desgajan al cerrar el siglo, las primeras por la ayuda de Norteamérica, que así pagaba el apoyo recibido, mientras en Inglaterra la era victoriana, la habilidad de lord Beaconsfield -Disraeli- y el impulso comercial de la City de Londres, aseguran y estabilizan el imperio inglés. En los albores de este siglo España, maltrecha y dolorida, se encierra en su solar, perdido el pulso por la sangría inagotable, vuelve la espalda al mundo, sin una política internacional definida -por tanto sin amigos- y, con la sensación de cansancio y hastío por sus fracasos, se convierte en menos de cien años de ser la primera de las grandes potencias a una de las pequeñas de Europa.

Inglaterra había tenido su revolución de la que habían salido fortificadas sus instituciones fundamentales -Parlamento, Corona y Administración de Justicia-. Francia la lleva a efecto en 1789 para ofrecer al mundo, en medio de la sangre inevitable, una declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. España no había logrado nunca cuajar la suya. Primero en la lucha de las Comunidades para defender las libertades municipales (1519-20), más tarde ahogándose los brotes del sentido liberal. Hay dos momentos de esa sorda y secular contienda, en los que parece conseguido el milagro de liberalizar a España: el primero con el carlostercismo, cuyos ministros llegan a formular un plan de una comunidad de naciones hispanas -anticipo de la actual Commonwealth británica- que hubiera dado a los pueblos de raigambre española la conciencia política de su existencia en una amplia confederación; pero a Carlos III sucede Carlos IV, y a los ministros liberales les sucede Godoy. El segundo momento lo brinda la coyuntura de la Guerra de la Independencia. En Cádiz los españoles de España y los españoles de América formulan la Constitución de 1812, acordando perfecta igualdad para los pueblos de América y para España. De un total de ciento ochenta y dos diputados que se congrega en la isla de León, hay cincuenta y uno nacidos en tierras   —15→   americanas, y en 15 de octubre de 1810 las Cortes generales y extraordinarias confirman y sancionan «el inconcuso concepto de que los dominios españoles en ambos hemisferios forman una sola y misma monarquía, una misma y sola nación y una sola familia, y que, por lo mismo, los naturales que sean originarios de dichos dominios europeos o ultramarinos, son iguales en derechos a los de esta península». Ha de transcurrir más de un siglo para que las potencias coloniales lleguen siquiera a plantearse semejante problema de justicia con los naturales de sus dominios imperiales y en casi ninguna ocasión se acuerde el trato concedido por las Cortes de España.

Las dos coyunturas fueron desaprovechadas. Ésa ha sido siempre la tragedia de España, partida por gala en dos, entre los que en el siglo XIX se llamaron carlistas y cristianos. Unos y otros medularmente españoles, porque si algo ha habido que ha caracterizado al pueblo español desde los primeros días de nuestra historia, ese algo ha sido un acusado sentido de dignidad; de cumplimiento a lo pactado y de llegar a las últimas consecuencias, por desagradables que ellas fueran, en el mantenimiento de los ideales. Por eso nuestra España ha tenido una manera de trágico velo que impedía ver su fisonomía peculiar; una armadura superpuesta, residuo de la vieja organización feudal de la Edad Media, que, ocultando el estrato popular, siempre noble, de la nación, la ha presentado ante el mundo, en las aventuras de apetitos guerreros, como el prototipo de la crueldad, la negación de la comprensión y la prioridad de los intereses de unos pocos sobre los de la comunidad.

El autor declara que no ha tenido el menor propósito transcendental al dejar correr la pluma para ofrecer, con la mayor sinceridad y exactitud posible, las fugaces visiones que integran las Estampas de España e Indias. Fueron surgiendo espontáneamente al estudiar, más por placer y deleite propio que por construir un sistema, algunas de las figuras de la gesta trisecular de España. Las tres partes en que se agrupan responden a tres puntos de vista que muestran con claridad, a su juicio, el espíritu bajo el cual han nacido y se han ido reuniendo.

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La rúbrica Aventureros en la corte y en Indias cobija a aquéllos que de la aventura, en su sentido de correr el riesgo por impulso del carácter, hicieron el norte de su existencia. De entre ellos, alguno, como Jiménez de Quesada, el descubridor y poblador de Nueva Granada, mereció renombre universal, sin alcanzarlo; quiénes, como Juan de Castellanos, el autor de Elegías de varones ilustres en Indias, o como Pedro Ordóñez de Ceballos, el clérigo andariego que nos dejó para solaz de sus lectores El viaje del mundo, asombraron a quienes de sus vidas tuvieron noticia cierta; otros, en fin, personajes secundarios, cuyas anécdotas pueden servir a la comprensión del momento histórico y del medio en que vivieron.

El título de la segunda parte, España, botín eterno ampara unas cuantas estampas del corso que en Indias expoliaba a España, quebrantando su poderío. No hay en ellas -lo verá el lector- actitud dolorida. Eran también el corso y la piratería, flor de aventuras no carente de corazón y de belleza. España fue, en efecto, como lo fuera Europa en cierta ocasión, para los cosacos del desierto, «espléndido botín». Las estampas de Francis Drake perfilan una lucha prodigiosa con nuestros navíos, en la que se forjó la más sólida reputación de marino de sus tiempos.

En la denominación Apuntes de la España liberal se comprenden personajes políticos y literarios de las Españas en el período que va del carlostercismo a la primera mitad del siglo XIX. En las notas de sus vidas se reflejan las dos Españas que han coexistido.

La España liberal se acertó a definir o dibujar como un límpido arroyo, sobre cuyo cauce discurría el pensamiento libre de los hombres libres -que en todo tiempo los tuvimos-. La otra eran los obstáculos que salían al paso de esa corriente, en forma de accidentes insalvables: montañas ingentes, abismos profundos, terrenos permeables o pantanosos que se tragaban al pequeño caudal. Pero a lo largo de esta lucha tenaz, la experiencia venía a consolarnos con el hecho de que, a fuerza de paciencia para bordear por su base las montañas, o recoger tras el salto las pocas gotas de agua que llegaban al fondo de la sima, o al tropezar,   —17→   cuando ya se creían absorbidas por la tierra porosa, con una capa impermeable, volvían a juntarse, y a las veces, engrosando con otras limpias que comenzaban a fluir de nuevos manantiales escondidos, recorrían en fecunda irrigación la enjuta costra de la tierra hispana en una floración de libertades más o menos cuajadas.

Ese arroyo se llama Séneca en el siglo primero del cristianismo; se llamó luego Ruy Díaz el de Vivar, más tarde Luis Vives, Miguel de Servet, Juan de Padilla, Miguel de Cervantes o Francisco de Quevedo, y aflora ya con fuerza de torrente en el siglo XVIII con los Campomanes, Floridablanca, el Conde de Aranda y Jovellanos que preparan el movimiento nacional de las Cortes de Cádiz. La lucha por regar el solar español yermo de vez en cuando, se acentúa en el siglo XIX y las tierras resecas de Castilla y Extremadura, y los prados de Galicia y de León y de Asturias y de las Vascongadas, y los jardines de Valencia y de Cataluña y de Murcia y de Andalucía, y los labrantíos de Aragón y de la Rioja y de Navarra se embeben con la sangre de las guerras civiles, en tanto al otro lado de la mar Océana, nuestros hermanos de la América se adelantan a las ansias peninsulares de libertad y respiran a pulmón lleno la gloria de ser libres.

La España oficial de los Austrias o la de los Borbones, recogió por medio de sus cronistas las aventuras, los desafueros, en los que siempre el pueblo salía malparado, como el noble hidalgo manchego. Pero entre los folios de esa historia castrense se escapan de cuando en cuando las pruebas de la existencia de la otra: de la España abierta a las inquietudes; de la España que suspiraba por sus libertades. Es, en ocasiones, una carta, como la de Juan de Padilla a la villa de Toledo momentos antes de subir al cadalso en la que le dice que va a refrescar con su sangre el recuerdo de las antiguas victorias por la libertad, es, en otra, una orden como la de Fernando VI a la Inquisición a propósito del proceso contra el padre Feijoo, en la que se lee «Quiere Su Majestad que tenga presente el Consejo que cuando el padre maestro Feijoo ha merecido de Su Majestad tan noble declaración de lo que le agradan sus escritos,   —18→   no debe haber quien se atreva a impugnarlos»; es más adelante un precepto legal que respira perfume de ingenua libertad, en medio de montañas de preceptos férreos, como aquel artículo 13 de la memorable Constitución doceañista cuando afirma que el objeto del gobierno es la felicidad de la nación; es, en una prolongada tradición, la savia jugosa del artesanado y del comerciante que se infiltra en sus compilaciones de costumbres honestas, entre el derecho que impone la Corona.

Así entre bandazos, temporales, golpes de mar, abordajes, varaduras y naufragios ha ido España al garete y desmantelada por los siglos, perseguida de cerca por los que se hallaban ávidos de sus despojos. Pero de cada avería de cada acaecimiento que se registraba en la navegación, el pueblo, ese pueblo cuya intuición está a las veces por encima de la sabiduría de la letra impresa, sacaba una enseñanza y colocaba aun sin pretenderlo una nueva piedra en el edificio del porvenir de España. Y así quisiera el autor de estas sencillas Estampas de España e Indias, que de la lectura de cada uno de los instantes que tratamos de poner ante el lector curioso, éste sacase en consecuencia un juicio más objetivo de la Historia de España; si es español, que se le aumentase el amor a la tierra por la que desfilaron los personajes que intentamos presentarle; si no lo es, que pueda comprender mejor las alegrías y los dolores de un pueblo que marchando durante varias centurias de la grandeza a la miseria lo ha hecho siempre con una falta de egoísmo acreedora al respeto y la consideración de los extraños.





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ArribaAbajoAventureros en la Corte y en Indias

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ArribaAbajoI. Juan de Castellanos


ArribaAbajoDos estampas

Al Occidente van encaminadas las naves inventoras de regiones.


Juan de Castellanos                



ArribaAbajo1522

Paisaje de olivos y de viñas en las estribaciones de la Sierra Morena. Tendida en las faldas de la Sierra, la villa de Alanís, caserío blanco entre tierras rojas de secano, lanza a ese cielo azul de Andalucía en la provincia de Sevilla, centenares de alegres columnitas de humo. Hidalgos, pecheros y menestrales han dejado el calor de la cama, y toda la villa se despereza a los primeros rayos del sol del domingo 9 de marzo. Alanís es una villa de realengo con trescientos vecinos que rige un alcalde ordinario. Casi la mitad del pueblo trabaja en la mina de plata, cuya veta aflora media legua al sur del caserío en un campo abierto hacia el Norte. Los demás, laborean la tierra; lo mismo recogen la aceituna manejando las varas, que podan las viñas o los algarrobos y en septiembre saltan en los lugares repletos de uvas doradas para hacer el vino que bajarán a vender a Carmona y a Sevilla.

Nicolás, el sotasacristán de la parroquia de Santa María de las Nieves, está dando el segundo toque de misa matinal que se derrama por la villa y el campo. Hace tiempo que las cuerdas del campanario lo conocen, y él sabe que al primer golpe de badajo, el padre Juan hace la señal de la cruz, dice entre dientes su primera oración   —22→   del día y comienza a vestirse para cruzar el atrio de la iglesia parroquial diez minutos después. Nicolás sabe todo lo que sucede en la villa de Alanís. Fuera de su oficio, husmea los rincones del pueblo, lleva de casa en casa la última noticia. Él fue el que dio a conocer a los vecinos la muerte de don Juan de Padilla y la lucha de doña María de Pacheco hasta su huida a Portugal para sostener las libertades por las que el emperador había decapitado a su esposo. Él esparció la nueva de la terminación de la guerra con Enrique de Albret en Navarra. Pequeño, nervioso, con la frente estrecha y el pelo indómito, la silueta de Nicolás era parte integrante de la vida activa de Alanís.

Esa mañana de domingo, el señor cura, acabando de abotonarse la sotana, se sienta frente al balcón de la casa parroquial, ante una mesa de madera blanca de pino en la que junto a un tintero reposa un libro, que hojea despaciosamente. Del único cajón de la mesa saca una pluma de ganso, que corta con el cuidado y la habilidad de quien suele hacerlo con frecuencia. Ha llegado al folio 32. En el anterior terminan las anotaciones, y su mano alargada traza con delectación de pendolista un encabezamiento. Veamos lo que escribe: «Nueve de marzo, domingo. San Gregorio, obispo de Nisa; Santos Pasiano y Cirilo; Santa Catalina de Siena, y Francisca, viuda y fundadora de las oblatas.» Luego derrama sobre su bella letra española el polvo negro de una salvadera; lo recoge otra vez, cierra el libro, atraviesa la pieza en dirección a la puerta y desciende veintitrés escalones hasta el portón. Mientras baja la escalera podemos observarlo. No es muy alto, pero es hombre fuerte, aunque enjuto de carnes, la tez morena, los cabellos blancos, y sus ojos azules miran con dulzura y serenidad. Ya ha debido de pasar de los sesenta y necesita apoyarse en el rústico barandal de la escalera. Muchas veces se acuerda de que cuando mozo puso su vítor en lo más alto de la fachada del Colegio de Anaya en Salamanca, al terminar sus estudios de cánones y teología. Ahora le falla sobre todo la pierna derecha. Los   —23→   achaques aprietan y una sonrisa plácida asoma a sus labios al divisar a Nicolás, que como todos los días le aguarda en el portal.

-Santos y buenos días, don Juan -le dijo Nicolás con respeto.

-Santos y buenos nos los depare Dios, Nicolás, y el bendito San Gregorio, obispo de Nisa, cuya prudencia y sabiduría tanto hemos de seguir.

Mire vuestra reverencia que yo estoy muy de acuerdo en lo de San Gregorio, pero no se le vaya a olvidar, con tanto pensar en los santos y en el cielo, que hoy va a estar de norabuena su amigo el hidalgo don Cristóbal de Castellanos. Cuando venía a abrir la puerta de la iglesia pasé por ante su casa y oí muy fuertes gritos que daba la señora, diciendo que habían de matarla, que ya no podía resistir más dolores, y vuestra reverencia sabe que cuando piden que las maten, ya falta poco para que el crío asome la cabeza. Así que no se olvide, en saliendo del santo sacrificio, de acercarse por donde don Cristóbal, que en queriéndolo Dios, puede haber novedad y alegría en la familia.

-Gracias por la memoria, Nicolás -dijo bondadosamente el padre Juan-, y ahora ven a ayudarme a revestirme y darás después el tercer toque.

Dejemos al padre Juan y a su acólito dedicados a sus sagrados menesteres y trasladémonos a la casona en la que venía a este mundo pecador el primogénito del hidalgo Castellanos, con más pruebas de limpieza de sangre que doblones. De muchacho había, don Cristóbal, acariciado la idea de pasar a Indias para hacer fortuna, pero el cuidado de su corta hacienda y las lágrimas de su madre, unidos a cierto deseo de comodidades, le habían alicortado los proyectos y amarrado a la tierra. Luego, los amores con la que ahora acababa de darle un heredero le hicieron olvidar sus primeras ilusiones, y el buen hidalgo con la espada colgada en la panoplia, se sentía feliz al mirar aquel montoncito de carne sonrosada, que arropado en pañales, berreaba en necesario e inconsciente ejercicio de pulmones.

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La madre descansaba en la alcoba con la placidez de las recién paridas. La comadre partera ponía aseo en las ropas de la cama, y el padre contemplaba con arrobo el cuadro, dejando volar su imaginación sobre lo que la vida podría deparar al recién nacido. Un recio golpe en la puerta de la calle y un «Ave María», cuya voz reconoció en el acto, le volvieron a la realidad.

-Pase su reverencia, don Juan, y alégrese conmigo de tan buenas albricias. Ya ha llegado a la casa el heredero. Véalo, rollizo como pella de manteca y llorón para pedir su yantar que aún no conoce.

El señor cura dio su bendición entrando, abrazó con alegría a su amigo, preguntó a la madre cómo se encontraba y requerido por el padre, que no cabía en sí de gozo, pasaron ambos a romper su ayuno con unas magras de jamón, una hogaza caliente y sendos vasos de vino añejo que el hidalgo hizo subir de la bodega.

-Agora, amigo Castellanos, que veis vuestro deseo del heredero colmado, habrá que decidir su nombre en el sagrado sacramento del bautismo, y habiendo nacido en este día, conmemoración de San Gregorio, el gran obispo de Nisa que persiguieron los arrianos, al igual que a su hermano San Basilio, bueno sería que se llamara Gregorio de Castellanos, que, además, resulta sonoro y expresivo. Imaginad que si Dios lo quisiera vuestro hijo llegase a entrar al servicio de la santa madre Iglesia, y sus prendas le hicieran emular a nuestro Santo, bien pudiera recibir el óleo episcopal para orgullo vuestro.

-Tiempo habremos para resolver este negocio, pero mi deseo sería que con el nombre de Juan ciñera esa espada que en pocas ocasiones tuve que sostener, y diese lustre y gloria por las armas a las de esta casa. Que los tiempos son propicios para que las armas se pongan al servicio de Dios tanto en las Indias como en la morería.

-No he de poner yo mayores reparos a vuestros deseos, que llamándose Juan o Gregorio, lo importante es que sea valiente ante los hombres y temeroso del Altísimo. Pero lo que se me hace es que convendría que vuesa merced, señor don Cristóbal, me dijera los nombres   —25→   de quienes hayan de sacar de pila a este arrapiezo, que por la música destemplada con que nos obsequia habrá de ser solista en el coro de querubines del Altísimo.

-Cuatro tenía yo pensados para mis compadres: Antón Martín de Alonso, que es viejo amigo y varias veces me ha dicho tener gran gusto en serlo mío cuando la Providencia dispusiera que un heredero viniese a continuar mi sangre; los hermanos Esteban, Pero y Martín, que a más de ser buenos y honrados vecinos de la villa y de tener muy famosos olivares, son devotos cristianos, y de faltar yo, habrían de mirar por que mi hijo Juan no fuera camino de su perdición.

-¿Ya está, pues, decidido que quede, como yo lo estoy, bajo la advocación del Bautista?

-Si los padrinos no lo dispusieren de otro modo, con ese nombre, que es, en efecto, el mismo que vos lleváis, y fuera también el de uno de sus abuelos, figurará ese querubín en el mundo. Pero con esto del nombre, me olvidaba de Pero Galves, a quien también prometí ser mi compadre.

-Bien habéis elegido el compadrazgo, don Cristóbal. A todos ellos y sus mujeres, y la mujer es en esto, como en tantas cosas, de principal importancia, téngolos por cristianos viejos y gentes de bien, que en estos tiempos es menester poner cuidado por abundar infelizmente no pocos judaizantes.

El señor párroco don Juan González Rico se persignó con calma tras de agotar el vaso de vino que don Cristóbal le sirviera al terminar las magras, se levantó, volvió a abrazar al feliz padre y mientras se encaminaba hacia el portón añadió todavía:

-Dejad de mi cuenta el avisar a los que van a ser vuestros compadres; Nicolás, mi sotasacristán, se sentirá dichoso de comunicar la buena nueva a los interesados. Y a las cuatro o cuartos para las cinco de esta tarde os espero en la pila bautismal para cristianar a vuestro hijo y futuro tocayo de este humilde siervo del Señor.

* * *

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Las luces del bello atardecer de aquel domingo se extinguían en la villa de Alanís. Después de la ceremonia del bautizo del hijo de don Cristóbal Castellanos, once personas se hallaban reunidas en la habitación del piso alto de la casa parroquial. Don Juan, el párroco, pendoleaba sobre el libro que en la mañana le vimos escribir. Nicolás con la salvadera oficiaba de ayudante para secar la tinta de lo anotado. Convencido de la importancia de su misión y en espera de que su cometido indujera a los padrinos a mostrar su largueza, daba a sus movimientos la majestuosidad de ser él y no el señor cura el oficiante. Don Juan González Rico trazó, al acabar la inscripción y la firma, unos bellos arabescos como rúbrica. Cayó la arena sobre el libro graciosamente lanzada por Nicolás. Recogiola éste con ágil mano experta y pudo ya leerse:

«Este mismo día, domingo nueve del mes de marzo de mil e quinientos e veinte e dos años, bauticé yo, Joán González Rico, clérigo, cura, a Joán, fijo de Cristóbal Castellanos e de su mujer legítima: fueron sus padrinos, Antón Martín de Alonso, Martín e Pero Estevan, e Pero de Galves e mujeres legítimas. Joanes González Rico, clérigo.»

Cerrose el libro, trasladáronse todos a la casa del hidalgo Castellanos, donde les esperaba una copiosa merienda que hubo de presidir el señor cura.

Nicolás había salido a dar una vuelta, pues a su curiosa actividad le estaba vedado permanecer tranquilo en parte alguna por más de media hora. No hacía diez minutos que se ausentara cuando regresó a toda prisa, materialmente echando el bofe. El señor cura, que lo conocía, apenas le vio entrar, le preguntó sonriendo:

-¿Cuál es la nueva, que así de afanoso te presentas, Nicolás?

-Su reverencia me perdone, don Juan, pero creo bien vale la pena de interrumpir a vuesas mercedes. Acaba de llegar de Sevilla Andrés Vargas y dice que un capitán Hernando Cortés, allá en las Indias de Tierra Firme, ha conquistado la más bella ciudad y el más rico imperio   —27→   de cuantos hasta agora se conocieron. Sus enviados llegaron a Sevilla y las gentes se hacen lenguas de la riqueza de los presentes que de su capitán traen para ofrecer a Su Majestad.

-¿Y cuál es ese imperio y esa ciudad? -preguntó don Cristóbal.

No son nombres cristianos, señor don Cristóbal, y no sé yo exactamente cómo son, pero la gran ciudad que aseguran ser más grande que Sevilla, se dice algo como Tomistán, y el imperio es el de México.

Y en estos coloquios, regados con moderadas libaciones y bien dispuesto el ánimo de los interlocutores a la fantasía, los abandonamos en la tarde del día domingo, 9 de marzo de 1522, en que vino al mundo y fue cristianado en Alanís, el que pasados los años había de escribir las Elegías de varones ilustres de Indias y la Historia del Nuevo Reino de Granada.




ArribaAbajo1535

Repicaban los martillos de los maestros carpinteros de carena en las cajas sonoras de dos bajeles y de un galeón acostados en el muelle de la Maestranza de la Casa de Contratación de Sevilla. Febrilmente carpinteros y calafates reparan bajo la mirada vigilante de los tres maestres de nao el cumplimiento de la ordenanza dada en el mes de septiembre del año anterior, por la cual ningún barco podrá salir para Indias, si no es nuevo, sin que sea reparado, carenado y calafateado por los «oficiales de la Casa». Parece que este año de gracia de 1535 el comercio de Indias ofrece las mejores perspectivas. La tesorería de la Casa de Contratación ha ingresado más de cien millones de maravedises. Claro que la mayor cantidad proviene del oro y de la plata que sacó del Perú en febrero del pasado el señor don Hernando de Pizarro, pero se dice que el visitador y el piloto mayor han hablado con el receptor de averías sobre un secuestro de cuatro navíos, en Tierra Firme del Perú, por valor de más de ochocientos mil ducados. Todo es actividad   —28→   en los muelles de Sevilla. Ya han salido en lo que va de año cuarenta y tres naves rumbo a las islas del mar Océano y Tierra Firme. Por dos veces, don Francisco de los Cobos, secretario de Su Majestad para los negocios coloniales, ha venido a la hermosa capital del Guadalquivir (el río grande de los moros) y una de ellas acompañado del secretario de Su Majestad, don Juan de Sámano. En el círculo de los mareantes aseguran que tan importantes personajes vienen con instrucciones del señor Conde de Osorno, presidente del Consejo de Indias.

Las noticias dan la vuelta a Sevilla apenas en horas. Bajeles llegados de Canarias han hecho saber que Fernández de Lugo va a salir con una poderosa flota para Santa Marta. Los doblones circulan como las noticias, y el antiguo maestro laminador de oro, que cerró su botica, y ahora escribe y representa piezas para divertimiento de los sevillanos, ve progresar su nuevo oficio. Verdad es que el maestro Lope de Rueda ha dado en pintar tipos que todos conocían, y marineros, soldados y menestrales prefieren un rato de solaz, a saber si, como cuando laminaba panes de oro, había entregado seis o siete onzas a Alejo Fernández para sobredorar el altar mayor de la catedral.

Los libros de geografía, cosmografía y arte de marear van saliendo de las prensas sevillanas para sustituir al tratado De sphaera mundi de Sacro Bosco, que ha venido sirviendo como texto de astronomía y cosmografía para los pilotos que titulaban los pilotos mayores de la Casa. Ahora se estudia la Suma de geografía de Martín Fernández de Enciso, que vio la luz en 1519 y aún está fresca la tinta del Tratado de la esfera y arte de marear con el regimiento de las alturas, que acaba de escribir el maestro de matemáticas Francisco Ruy Falero. El pleito entre Cádiz y Sevilla se ha resuelto, nombrando juez oficial de aquel puerto, como pendiente de la Casa de Contratación de las Indias, que cada día adquiere mayor jurisdicción y fuero, a Pedro Ortiz de Matienzo. Y los fletamientos y seguros aumentan y con ellos los estipendios de escribanos, letrados, liquidadores de averías, y   —29→   el trabajo del prior y cónsules, que no dan abasto a tanto y tanto negocio como han de despachar.

Pero volvamos a nuestro muelle de la Maestranza. Contemplando la silueta morisca de la Torre del Oro, que proyecta su sombra sobre las aguas tranquilas del Betis, apenas cruzadas por leves estelas de las barcas de los pescadores del pueblo de Triana que llegan recogiendo sus velas, dos personajes, de muy distinta edad, conversan junto a la orilla. El mayor es conocido entre las gentes de letras de la capital. Enseña Humanidades, es hombre de gracejo y donaire sevillano, gran conversador, recita a Horacio y a Virgilio, conoce de memoria a Tito Livio y a Cicerón; buen gramático y mejor latinista, compone sus hexámetros con estilo elegante. Lleva una a modo de hopalanda negra con mangas acuchilladas y en el cuello dos cordones azules le sujetan una especie de corbata de encaje. Es el maestro Miguel de Heredia. El otro es un mozalbete que puede tener entre trece y quince años. Su mirada es fogosa y leal, la frente despejada, el aire desenvuelto, sus cabellos castaños se alborotan al viento. El vestido indica a un escolar no mal acomodado, y el acento denuncia a un sevillano.

-Comprendo vuestras advertencias y consejos, maese Miguel, pero yo no sirvo para ver aparejar las naos y ser de los que siempre se quedan en tierra. No me llama Dios por la senda de sus elegidos, y cada vez que veo a algún hidalgo de los que vuelven de Tierra Firme y les oigo contar de las riquezas y las aventuras que deparan aquellas naciones, sueño por las noches que estoy en tremendos combates de los que me queda gran provecho y honra. He cumplido ya trece años, y si quiero seguir la carrera de las armas, es el instante de decidirme.

-No pretendo yo cortar tus alas, sino hacerte ver los peligros de esa vida que ignoras y que anhelas. Los tiempos están más que revueltos. Ese maldito impío de Kair-ed-Din al que nombran Barbarroja, como a su hermano el mayor, el que fue muerto en el ataque de las tropas castellanas a Tlemecén, merodea sin cesar de   —30→   acuerdo con el Gran Turco. Aún no hace muchos días me contaba un alférez recién venido de Roma, que Su Santidad Paulo III ha tenido que ordenar a sus mejores arquitectos, uno llamado Sangallo y otro Miguel Ángel, que trazasen los planos de grandes murallas, contrafuertes y fosos para la defensa de la plaza; y diz que también, por ahora hace un año asaltó la ciudad de Fundi para apoderarse de la bellísima condesa de Trajetto, Julia Gonzaga, a la que deseaba llevar a su serrallo. En noche cerrada llegó a la ciudad y asaltó con lo mejor de sus fuerzas el castillo, logrando la condesa escapar con dificultades saltando por una ventana trasera; y fue tan grande la rabia que acometió al cruel pirata, al ver fallido su intento criminal, que incendió la ciudad, después de saquearla, pasó a cuchillo a todos sus infelices moradores y se llevó cautivas a todas las mujeres.

-¿Y es cierto que ese llamado Barbarroja nació en el castillo de Aulencia, cerca de la villa de Madrid? -preguntó el muchacho interesado por el relato.

-Eso se dijo, pero la verdad parece ser la de que es hijo de un renegado griego y de cautiva cristiana y que nació allá por el año de 1465 para desgracia de la cristiandad. Afortunadamente, Su Majestad el emperador no está dispuesto a dejarle disfrutar del reino de Túnez, del que se intitula rey desde unos meses, y agora se encuentra revistando una potente flota de la que es almirante el genovés Andrea Doria, y en la que hay veinte galeras portuguesas, con tropas y cañones, veinte más con las armas papales de Paulo III y veinticuatro del emperador, amén de trescientas diversas embarcaciones menores, con todo lo cual se harán pronto a la mar para presentar batalla a Barbarroja y que los buenos cristianos puedan dormir con sosiego, sin el sobresalto de no saber si cuando despiertan se encuentran esclavos de ese endemoniado.

Mientras su maestro hablaba, el discípulo se iba entusiasmando. Ya se veía a bordo de la gran galera Bastarda del valiente marino genovés, traspasando con su   —31→   acero a algún teniente infiel que había pretendido saltar al abordaje de la nave capitana. Sus ojos despedían chispazos de entusiasmo y su puño se crispaba como apretando la espada que sólo llevaba en su imaginación. El maestro se dio cuenta del efecto de sus palabras y trató de calmarle hablando de otros temas: de los errores en que recientemente habían incurrido algunos ingenios y las penas que el Tribunal del Santo Oficio habíales impuesto; de los últimos versos que había compuesto y que pensaba dedicar a la santa memoria de Adriano VI, pero la atención de su interlocutor no lograba fijarse. En su exaltado cerebro, el repiqueteo de los martillos de los calafates le sonaba a redoble de tambor llamando al arma. Aprovechando una pausa del maestro Heredia, su joven amigo se despidió de él. Lanzó una nostálgica mirada a los bajeles y con paso distraído se dirigió bordeando los muelles en dirección del puente de barcas que unos quinientos metros aguas arriba unía la populosa capital andaluza con el pueblecillo de pescadores de Triana. El maestro Heredia lo siguió unos instantes con la vista y mientras asomaba una sonrisa comprensiva a sus labios, no pudo menos de decirse a sí mismo: «Creo que tiene toda la razón; si yo tuviera su mesma edad y energías, habría de salir al hacerse a la mar estos bajeles. Mi error fue seguir el consejo de Horacio y desdeñar el de Virgilio, que en estos azarosos y movidos tiempos más cierto es el hemistiquio de La Eneida, “audentes fortuna juvat”, que el “aurea mediocritas” de la oda horaciana, o el que yo mismo un día imité, sintiéndome pobre y sin demasiado ánimo: “Paupertas impulit audax ut versus facerem”.» Que vaya, si ése es su deseo, bendecido de Dios, que no habré de ser yo quien trate de apartarle de su vocación de aventura, y que si en los tiempos venideros llegase a ser famoso su nombre, alguien se acordará de que su galanura en el decir y sus principios le fueron inculcados por mí y acaso se lea en su historia: «Fue Juan de Castellanos hombre de buen decir y mejores modales. Siempre se observó en él que había sido uno de los más caros discípulos   —32→   del maestro sevillano de Humanidades Miguel de Heredia», por donde bien podrá recaer sobre mí alguna parte de su gloria.»

* * *

Mes y medio después de la escena que acabamos de presenciar y cuando corría por Sevilla alborozada la noticia de que las fuerzas combinadas del emperador, las de la República de Génova y de Paulo III habían conquistado Argel, libertando más de veinte mil cautivos cristianos que gemían en las mazmorras del brutal Barbarroja, y haciendo huir hacia los arenales del desierto al famoso pirata septuagenario, una mañana que se anunciaba como calurosa por la neblina que estaba levantando de las aguas del río, la flota que componían el galeón y los dos bajeles, se dirigía hacia Tablada. En Cádiz se tenían que unir a ella varios bajeles más. Sobre el castillo de popa del galeón con las pupilas dilatadas por la alegría y el nerviosismo de su nueva vida, un paje de la flota agitaba de vez en cuando un blanco lienzo. Juan de Castellanos decía así adiós a los que habían ido a despedirle. En el muelle de la Casa de Contratación, el hidalgo Cristóbal de Castellanos, su padre, y el maestro Miguel de Heredia se consolaban mutuamente de la marcha del paje. En el fondo, los dos envidiaban la decisión y el coraje del muchacho que iba en busca de conquistas, de fama y nombradía.

En la retina del paje Castellanos se grababa de por vida la silueta de la Torre del Oro que en aquellos momentos brillaba como una ascua al recibir los rayos del sol de finales de junio de Sevilla. La neblina, deshecha por su fuerza, dejaba ver la silueta de las agujas de la catedral y la esbeltez incomparable de la Giralda. Los gritos de las gaviotas parecían darle al muchacho la despedida, y cuando al ser llamado por segunda vez desde el entrepuente, por su compañero Baltasar de León, acudió sin darse demasiada cuenta de lo que hacía, los ojos de Juan de Castellanos estaban enrojecidos, no se   —33→   sabe si de tanto mirar con fijeza a la lejanía o de pensar que en aquel día comenzaban para él los trabajos y las aventuras, que le hicieron más tarde variar su condición de soldado conquistador en Indias, por la más tranquila de capellán beneficiado en Tunja, del reino de la Nueva Granada, donde falleció de edad de ochenta y cinco años el día 27 de noviembre del año de 1607.

«Y si, lector, dijeres ser comento, como me lo contaron te lo cuento.»


De Juan de Castellanos, de quien lo
copia trescientos años más tarde el poeta
Espronceda en El estudiante de Salamanca.
               








  —34→  

ArribaAbajoII. Examen de ingenios y diálogo imaginario


ArribaAbajoEl adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada y el ingenioso hidalgo don Alonso Quijada

Si es odio, envidia o mala querencia que muchas naciones tienen contra la española.


G. Jiménez de Quesada                


Viejo, asmático y enfermo, pero sin perder su noble continente, ha salido de su sepulcro ignorado el descubridor del reino de Nueva Granada y fundador de Santa Fe, don Gonzalo Jiménez de Quesada, que murió en Mariquita por el año de gracia de 1579, a los ochenta de su edad.

Ha vuelto a esta planicie bogotana en la que un día se ocultara a sus persecuciones el chibcha Sacresaxigua y volverá a recorrer sus primeros pasos, esta vez por mejores caminos y de la mano de un hidalgo, natural de aquel vasto reino que descubriera. ¡Quiera Dios que se libre de admiradores a la manera de los que le abandonaron en su gloriosa y estéril expedición del Dorado y que no se tropiece con el arriero y el tedesco, ni con la ruin alma en pena de aquel Montaño a quien mandó ejecutar en Valladolid el rey nuestro señor!

«Exspecto resurrectionem mortuorum» mandó grabar el adelantado en su losa, y hoy una mano experta reconstruye sus cenizas, le encuentra su vestidura carnal y nos lo entrega con sus virtudes y con sus defectos en la reconstrucción literaria de su espíritu ingente.

Unamuno salió en busca del sepulcro de Don Quijote, y Germán Arciniegas ha encontrado el de don Gonzalo   —35→   que, bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos custodiaban también como el de Alonso Quijada para que no resucitase renovando sus santas y maravillosas locuras que le condujeron en vida hasta su ejemplar muerte.

«Cuando el hombre hace algún hecho heroico o alguna extraña virtud y hazaña -ha dicho Huarte en su Examen de ingenios-, entonces nace de nuevo y cobra otros mejores padres y pierde el ser que antes tenía. Ayer se llamaba hijo de Pedro y nieto de Sancho: ahora se llama hijo de sus obras.» Y si don Gonzalo, a sus locuras heroicas del Magdalena y del Dorado, une virtudes de honor, de templanza, de claridad, de disciplina y buen gobierno, y hazañas memorables que le hacían preferir la muerte a abandonar la gloria y el buen servicio que se le había encomendado, bien podemos decir que él era de los linajes que son y no fueron, como dijo Unamuno, y que su linaje comienza con él. Porque es cuento gracioso éste de los linajes que con tanto afán se buscan y muestran orgullosamente. Préciase mucho un duque de las hazañas de un abuelo, y desprecia a quien sin linaje como el suyo está fundando otro del que después habrán de vanagloriarse generaciones venideras. Y no ha de ser tanto motivo de soberbia descender del héroe como tratar de imitarle en sus empresas.

Linajes propios tienen el adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada y el hijo, que Arciniegas nos muestra, nacido de coyunda de amor en pleno desengaño por trato con curiales y alguaciles, cuando fue a España en busca del gobierno de sus reinos de Nueva Granada y se encontró con pleitos, demandas y persecuciones. No es de extrañar que el don Alonso engendrado en pleno desafuero del César con el leal soldado y buen justicia que fuera don Gonzalo, diera a fuerza de pensar, en la sublime locura de desfacerlos. Linaje de Quesadas quedó después de muerto nuestro buen don Gonzalo, y aunque en tono menor, de tal linaje son tantos y tantos buscadores de aquel Dorado que no logró aprisionar. Linaje de Quijotes quedó después de muerto   —36→   don Alonso y mal andan los pobres en esta coyuntura de desvarío que sopla por Europa como en los tiempos azarosos de Francisco I, Enrique VIII, y Carlos V.

Y a don Gonzalo pudo por igual aplicar el bachiller Sansón Carrasco, si se hubiese encontrado en Mariquita cuando el tránsito del adelantado, el epitafio que aplicó a don Alonso:


Yace aquí el hidalgo fuerte
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con la muerte.


Vuelve al camino don Gonzalo, y ahora sin capitanes, en peregrinación por los lugares de su Nueva Granada, que otro de los que fundan linaje supo arrancar a las manos rapaces de una corona vacilante, más hambrienta de diezmos, quintos y alcabalas que de que fuera justa la justicia que en su nombre se hacía. Y no podrán empañar sus jornadas ni los desafueros de fray Tomás Ortiz, ni el recuerdo de su rencilla con Lázaro Fonte, sobreviviendo, en cambio, su gesto de buen capitán que ofrece el caballo a los enfermos, sus defensas de indios, que llegan en la primera etapa del descubrimiento a la ejecución del soldado Juan Gordo por ladrón de mantas a un indígena, y en la segunda, a arrostrar el destierro del miserable de Montaño para que los naturales del país por él descubierto supieran que si había un español injusto, con poder suficiente para hacer ley de la arbitrariedad, había otro, capaz de enfrentarse a sus ruindades, en defensa de la justicia malparada.

Y no ha de olvidar el adelantado en esta su excursión por las tierras frías, temperadas y calientes que ganó con su corazón, una flor de piadoso recuerdo para cada uno de sus compañeros fieles caídos en la gran aventura, que hijos de su obra fueron, y por tanto, hermanos del don Alonso, cuyas empresas narrara con fidelidad Cervantes, otro español víctima no en Indias, mas en su propia tierra, de golillas y escribanos, compadres de los que como plaga cayeron en las feraces campiñas de la   —37→   Nueva Granada detrás de los Quijotes para desgracia de sus moradores.

No irán con él, ni Rendón, «flor de la cortesanía / ni el recio Lázaro Fontes, / que le hizo gran compañía», pero a distancia y humildemente ha de seguirle el rucio que desde Santa Marta escaló con el adelantado la sabana de Cundinamarca, sin una queja ni una vacilación, como siguiera Sancho a don Quijote impregnado de la fe en los destinos de su señor a quien no obstante veía alancear molinos.

A las mentes se me viene el recuerdo de aquel canónigo que en sacando a don Quijote de la jaula, se empeñó en demostrarle que no había tales encantamientos, ni existieron jamás los caballeros andantes; porque a este redivivo don Gonzalo, que nos brinda ahora Germán Arciniegas, pudiera ocurrirle que trataren de despojarle severos eruditos de algunas de sus virtudes o algunos de sus defectos para «restablecer un hecho histórico»; y en eso yo creo firmemente que la verdad no es tanto lo que fue, sino lo que es, con materia o espíritu -que ello es indiferente a este respecto-; y acordémonos de lo acertado que estuvo don Quijote respondiéndole al clérigo: «¿Que no son ciertos? Léalos y verá el gusto que saca de su leyenda.» Y estaba en lo fijo, como al agregarle: «De mi sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando y sufridor de trabajos...».

Tal fue el letrado Gonzalo Jiménez de Quesada desde que se metió a descubridor o caballero andante. Su pasado, que le hiciera abandonar Granada «por alguna fichoría», murió con su primera hazaña en Indias, y su muerte en el poblado de Mariquita, fue el paso que en espera de su resurrección le llevara a la inmortalidad.



  —38→  

ArribaAbajoColoquio de Autor y Protagonista

La escena entre tres lienzos blancos. Puede el espectador ver, según su gusto, las paredes frías de un nicho abierto, las primeras páginas de un libro por escribir, o el símbolo de la intención pura con que dialogan los que en ella se encuentran.

Una telaraña gigante, labrada en cuatro siglos, difumina la mitad derecha del escenario. En la escena dos personajes se mueven con desenvoltura. Por caso curioso las vestiduras dan un salto en la Historia y mientras la del Protagonista se ajusta a los cánones del siglo XVI, la del Autor es de época actual. La tela de araña tras la cual se mueve el Protagonista, impide ver con claridad los trazos de su rostro.

El Protagonista es conocido por el adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada; el Autor o biógrafo es Germán Arciniegas. Huelgan, pues, mayores explicaciones.

Autor.- Yo no sé, mi señor don Gonzalo, por qué milagro, o si no hubieseis de enfadaros tomándolo a irreverencia, por qué arte de encantamiento podemos encontrarnos frente a frente en este día, cuya fecha ignoro, y en este sitio que difícilmente puedo localizar. Lo que sí sé, es que me alegra el ánimo la perspectiva de nuestro coloquio hace tiempo por mí deseado.

Protagonista.- Amigo mío -y este título os indicará la disposición de mi espíritu hacia vos-, la razón de esta sinrazón aparente no ha de escapárseos, recordando   —39→   mis últimas voluntades que conocéis, y entre las que se encuentra expreso mi deseo con estas palabras: «Exspecto resurrectionem mortuorum»; y teníame yo por muerto de veras, cuando vuestro propósito de escribir un libro sobre mi vida, aventuras y desventuras me ha deparado la ocasión de reunir mis huesos harto dispersos y envolviéndolos en mi postrer figura, volver a vivir entre unas gentes de las que espero me informéis un tanto, ya que de mí podréis decirles lo que hasta hoy nadie imaginara de mi descendencia.

Autor.- ¿Será entonces verdad lo que sospecho?

Protagonista.- Porque lo sospechabais he querido informaros del secreto que me guardó mi contrapariente don Miguel de Cervantes. Alonso Quesada es hijo mío. Hijo de unos momentos dolorosos de mi viaje a España, y a quien dejé una renta asegurada, para que sin necesidad de nuevas empresas de Indias, tratase allá de alzarse sobre el fango y mostrándole a mi desdichada España el camino de un ideal perdido, engendrase el amor a la justicia por la que tanto padecimos juntos españoles y naturales destos reinos; y al ser tenido por loco en sus hazañas, pudieran sus verdades ser proclamadas sin temor al Santo Oficio, ni a los privilegiados cortesanos de los que guardé siempre recuerdo amargo. Sepa, sin embargo, su merced, mi buen amigo, que creo convendría en esa narración que vais a publicar, no dar la noticia como demasiado segura, porque la ceguedad de tantos como se han ocupado de mi hijo, habría de dejar en mal lugar una afirmación rotunda. Lanzad, pues, como posible nuestro parentesco, que él se abrirá camino y yo he de quedar contento con el servicio.

Autor.- Así habré de hacerlo, don Gonzalo, no sólo por obedeceros gustosamente, sino también por evitar el chaparrón que muy bien pudiera venírseme encima. Pero decidme, señor adelantado: ¿No sería posible ver vuestro rostro con la claridad suficiente para poder después hacer su descripción y que el público pudiera con seguridad reconoceros cuando estéis entre él?

  —40→  

Protagonista.- ¿Mi rostro? ¿Qué ha de importarle al mundo la fachada, si el retrato moral es el que vale y ése quedará limpio en vuestro libro? Más acertado será a mi juicio dejarlo en esta penumbra y así no causaremos pena a quienes creen conocerme, ni gasto nuevo a los peculios de coleccionistas y ellos habrán de agradecerlo. Ya quedó el nombre y memoria de mis trabajos, de mi amor a los indios y de mi recto proceder. Es algo a lo que creo, por el buen juicio que a la posteridad merezca un descubridor que pudo morir en la cama respetado y querido por indios, criollos y españoles. Que no merecían ese glorioso título los que con malas artes y peor intención vinieron a estas tierras de encomiendas a aprender el oficio de opresores para después ejercitarlo con más refinamiento de regreso a España. Pero esto, mi señor Arciniegas, no es para este momento, y así os ruego que en nuestro próximo coloquio no dejéis de informarme de las mudanzas de estos reinos por cuya felicidad he de hacer mis mejores votos.

Y la noble figura del adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada se borra de la escena. Queda el Autor unos instantes recogido, esboza en sus ojos un ligero destello de sonrisa, y ante el espectador aparece la portada de un libro que dice: Germán Arciniegas, Jiménez de Quesada. A. B. C. - Bogotá, 1939.

¿Historia? ¿Novela? ¿Biografía? Verdad humana, profunda y cautivadora desde su comienzo.

Bogotá, a 15 de junio de 1939.





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