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Estampas del Siglo XIX

José Tomás de Cuéllar



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ArribaAbajoIntroducción

Si es cierto, como dice Ortega y Gasset1, que en la creación de la novela ocupa lugar considerable «la necesidad en que se halla el novelista de tapar el mundo real con su mundo imaginario», don José Tomás de Cuéllar consiguió saciar esa necesidad, no obstante que sus novelas se apartan a menudo del relato, esto es, se evaden del mundo imaginario para incurrir en prédicas moralizantes, no tan extensas ni tan espesas como las de Fernández de Lizardi, pero de todas suertes estorbosas.

Supo el autor de «La Linterna Mágica» suscitar un mundo abundante y minucioso en que, a pesar de la falta de profundidad, el lector no puede menos de recrearse, sustrayéndose a sus personales circunstancias, en una atmósfera que no es la misma de su vida diaria, sino su avatar.

Esta virtud de «Facundo», seudónimo que popularizó don José Tomás de Cuéllar, permite asomarse desde la amenidad a una de las épocas más intensas en la historia de México, la época en que el novelista vivió y que abarca una buena parte del siglo XIX.

Nacido don José Tomás de Cuéllar en México el 18 de septiembre de 1830, murió el 11 de febrero de 1894. Fue testigo, pues, de muchas de las vicisitudes en que el destino arrojó al país: la ascensión y las aventuras de Antonio López de Santa Anna, la guerra de Texas, la de los Pasteles, la segregación y reincorporación de Yucatán, el pronunciamiento de los polkos, la invasión norteamericana, la desmembración del territorio patrio, la expedición   —VI→   del conde Raousset de Boulbon, el esplendor y la decadencia del imperio de Maximiliano, la guerra de Reforma y, en fin, el nacimiento y auge del porfirismo.

Estos sucesos, con su ambiente y sus aledaños históricos, fueron el origen de un caudal de estímulos en que la musa de «Facundo», unos ratos ingenua, otros sagaz, muchos biliosa y siempre fiel, bebió copiosamente. No es de extrañar, entonces, que «La Linterna Mágica» sea una galería de estampas en que estallan como frutos los que florecieron en la época de don José Tomás de Cuéllar.

¿Quiere decir esto que las novelas de «Facundo» son substancialmente novelas históricas, que las caracteriza y define su valor documental?

Guyau2 hacía notar que la novela no es sino historia condensada y sistematizada. Por consiguiente, toda novela es documento, es historia, y las de «Facundo» no podían escapar a semejante ley. Esto no impide que sean novelas, sino, al contrario, perfecciona su calidad de tales: dicen la realidad de México depurándola, limpiándola de las formaciones parasitarias con que el azar quiso desfigurarla. Pues, al final de cuentas, la novela, que es historia desde adentro y no desde afuera, como la historia común, depura a la realidad y en eso reside su mérito.

«Facundo» se dedicó a observar y a describir desde adentro un estado social que, a pesar de sus mil defectos, tal vez sea el más interesante de México: la clase media, de donde proceden o a la que han ido todos los que entre nosotros hicieron historia. Cierto que también describió tipos populares y en haberlo hecho puso especial orgullo3; pero a los que mejor pinta, es a los de la clase media.

Por eso, las novelas que componen la colección «La Linterna Mágica», son datos indispensables para el conocimiento de un México real y vivo, no esquemático y disecado como el que brinda la historia al uso, la de aulas y manuales. Antología de escenas y tipos mexicanos es «La Linterna Mágica», especie de Comedia Humana disminuida y adaptada a México. En los veinticuatro volúmenes   —VII→   que suma la colección, el autor pudo prescindir de la intriga, tan frágil, tan delgada, tan superflua a pesar de su amenidad, y no por ello la obra habría perdido consistencia. Es que eso que los ingenuos llaman «el argumento», carece en «La Linterna Mágica», como en toda buena novela, de importancia. En cambio, el desfile de personajes tiene un interés extraordinario y la descripción de las costumbres de la época resulta positivamente cautivadora.

Esta selección de la obra de don José Tomás de Cuéllar que hoy ve la luz, fue hecha teniendo por criterio y guía la voluntad de presentar lo más característico y logrado de «La Linterna Mágica». Cada estampa es un capítulo íntegro arrancado a alguna de las novelas de la colección, y en cada estampa podrá apreciarse cabalmente la fidelidad del dibujo no impedida por cierta torpeza de la expresión.

Es ésta otra de las virtudes de Cuéllar: un quizás no intencionado desprecio por el aspecto formal, externo, de la obra. El signo de decadencia que es la preocupación por la forma, incluso con descuido de la esencia, no asoma en «Facundo». Ello ha contribuido, sin duda, a que su nombre no se haya hundido en el silencio. Ello ha contribuido también a que la intención literaria, o artística, que el autor esboza en el «Prólogo» a «La Linterna Mágica», se haya cumplido en buena parte.

Rubén Salazar Mallén





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ArribaAbajoLa Linterna Mágica

-¿Qué linterna es ésa? -me preguntó el cajista al recibir el original para las primeras páginas de esta obra-. ¿Qué va a alumbrar esa linterna; a quién y para qué?

Este título, que bien puede servirle a una tienda mestiza, ¿es una palabra de programa altisonante y llamativa para anunciar el parto de los montes, o encierra algo provechoso para el lector?

-Confieso a usted, estimable cajista -le dije-, que en cuanto al título de LINTERNA MÁGICA lo he visto antes en la pulquería de un pueblo; pero que con respecto al fondo de mi obra, debo decirle que hace mucho tiempo ando por el mundo con mi linterna, buscando no un hombre como Diógenes, sino alumbrando el suelo como los guardas nocturnos, para ver lo que me encuentro; y en el círculo luminoso que describe el pequeño vidrio de mi lámpara, he visto multitud de figuritas que me han sugerido la idea de retratarlas a la pluma.

Creyendo encontrarme algo bueno, no he dado por mi desgracia sino con que mi aparato hace más perceptibles los vicios y los defectos de mis figuritas, quienes por un efecto óptico se achican aunque sean tan grandes como un grande hombre, y puedo abarcarlas juntas, en grupos, en familia, constituidas en público, en congreso, en ejército y en población. La reverberación concentra en ellas los rayos luminosos, y sin necesidad del procedimiento médico que ha logrado iluminar el interior del cuerpo humano, puedo ver por dentro a mis personajes.

Como éstos viven en movimiento continuo como las hormigas, he necesitado ser taquígrafo y armarme de un carnet y una pluma, no diré bien tajada, porque eso lo hacen en Londres, pero sí mojada en tinta simpática, y en poco tiempo me he encontrado con un volumen.

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-¿Y este volumen es la linterna mágica?

-Exactamente, caballerito. Pero no tema usted que invente lances terribles ni fatigue la imaginación de mis lectores con el relato aterrador de crímenes horrendos, ni con hechos sobrenaturales; supongo, y no gratuitamente, a los lectores fatigados con la relación de las mil y una atrocidades de que se componen muchas novelas, de esas muy buenas, que andan por ahí espeluznando gente y causando pesadillas a las jóvenes impresionables.

Yo he copiado a mis personajes a la luz de mi linterna, no en drama fantástico y descomunal, sino en plena comedia humana, en la vida real, sorprendiéndoles en el hogar, en la familia, en el taller, en el campo, en la cárcel, en todas partes; a unos con la risa en los labios, y a otros con el llanto en los ojos; pero he tenido especial cuidado de la corrección en los perfiles del vicio y la virtud; de modo que cuando el lector, a la luz de mi linterna, ría conmigo, y encuentre el ridículo en los vicios, y en las malas costumbres, o goce con los modelos de la virtud, habré conquistado un nuevo prosélito de la moral, de la justicia y de la verdad.

Ésta es la linterna mágica; no trae costumbres de ultramar, ni brevete de invención; todo es mexicano, todo es nuestro, que es lo que nos importa; y dejando a las princesas rusas, a los dandis y a los reyes en Europa, nos entretendremos con la china, con el lépero, con la polla, con la cómica, con el indio, con el chinaco, con el tendero y con todo lo de acá. Conque bástele a usted por ahora, apreciable cajista, y sírvase usted parar estas líneas en lugar de las del prospecto, al que le encontraba yo de malo ser como todos los prospectos, a los que les sucede lo que a varios conocidos míos, que ya nadie los cree bajo su palabra.

FACUNDO



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ArribaAbajoLas Machucas

Por todas partes se hablaba del baile de doña Bartolita, como le decían algunos, o del baile del coronel, como le decían otros; pero lo más general era, entre los convidados, llamarle el baile de Saldaña, pues, como saben bien nuestros lectores, Saldaña era el que se había encargado de la concurrencia.

No desperdiciaba coyuntura para engrosar las filas; entraba a La Concordia y encontraba un general amigo suyo desayunándose.

-¡Buenos días, mi general!

-¿Qué hay, Saldaña, cómo va?

-Ya usted lo ve, mi general, haciendo por la vida -contestó Saldaña tomando asiento familiarmente al frente del general.

-¿Qué hay de nuevo?

-¡Hombre, mi general, hombre, qué ha de haber, un bailecito!, pero oiga usted, de lo que hay poco.

-¿Cómo es eso?

-Figúrese usted que yo lo estoy arreglando.

-¿Usted?

-Sí, mi general, estoy encargado de los vinos y de convidar.

-¡Ah!, ¿conque usted convida?...

-Sí, mi general, y lo convido a usted formalmente; calle de...

Y Saldaña dio las señas de la casa.

-¿Conque va a estar muy bueno, eh?

-Vaya; figúrese usted que van las Machucas...

-¿Van, eh?

-Vaya, las primeras.

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-¿Y quiénes más?

-Pues oiga usted, van muy buenas muchachas. Van la de don Gabriel y la de Camacho.

-Quiere decir, que será un bailecito en el que...

-Van muy buenas muchachas, mi general. No deje de ir.

-Pero, ¿quién es el dueño de la casa?

-¡Ah!, se me había olvidado. Pues el coronel del... -y Saldaña mentó un regimiento-. No falte usted, mi general, no falte usted; hay buenos vinos. Acabo de arreglar la factura con don Quintín Gutiérrez. Conque calle de... número... el sábado en la noche. Ya sabe usted que van las Machucas.

No sabemos por qué, pero aquel general pensó lo que muchas personas habían pensado al aceptar la invitación de Saldaña. El baile ha de estar bueno porque van las Machucas.

No había pagado aún el general el chocolate, cuando se acercó a hablarle un amigo suyo.

-¿Qué hay, general? Buenos días.

-¿Cómo va, Peña, cómo va?

-Nada, aquí me tiene usted muy contento.

-¿Se ha sacado usted la lotería?

-No, general; pero me acaban de convidar a un baile.

-¿Qué baile?

-Un baile muy bueno; figúrese usted que van las Machucas...

-¿Conque van las Machucas? -preguntó el general casi maquinalmente.

-Van las Machucas, sí, señor; van las Machucas, figúrese usted.

-Hombre, Perico -dijo un pollo a otro, entrando a La Concordia-, no dejes de ir el sábado al baile. Van las Machucas.

-¡Qué capaz que falte! Aunque sea cojeando...

El general y Peña se dirigieron una mirada de inteligencia.

-Por todas partes se oye hablar de este baile -dijo Peña.

-Y lo más notable es que a todo el mundo se le oye decir que el baile va a estar muy bueno porque van las Machucas. ¿Quiénes son, por fin, esas Machucas tan mentadas?

-¡Cómo!, ¿no conoce usted a las Machucas, general? Entonces no va usted al Zócalo, ni a las tandas, ni al circo, ni a ninguna parte.

-Yo no digo que no las conozco, y mucho, ¿quién no conoce a las Machucas?, pero no sé quiénes son.

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-¡Ah, hombre!, en cuanto a eso... En primer lugar le diré a usted que se visten muy bien. ¡Ah!, eso sí, ¡qué bien se visten!

-Ya lo he visto, pero...

-No, en cuanto a lujo, yo le aseguro a usted que...

-Bien; pero vamos a ver, ¿de dónde les viene?

-Acabáramos, general. Ésa es cuestión de forrajes.

-Hombre, Peña, eso es muy misterioso.

-Nada de misterio. Todo el mundo lo sabe.

-¿Pero de quién dependen ellas?

-Pues dependen... ahora verá usted... porque Gumesinda, la más chaparrita, la de los ojos...

-Sí, ya sé quién.

-Pues ésa... ésa no es verdaderamente Machuca; ella es Obando, o mejor dicho, Pérez del Villar, porque Obando ya se había separado de su mujer cuando...

-¡Bien!, no tome usted las cosas tan lejos y convengamos, como ha convenido todo el mundo, en que las dos son Machucas. Dígame usted, sin rodeos, de quién dependen, quién las mantiene, quién...

-La mantención es lo de menos, porque Machuca, el pagador, ya sabe usted que es un lebrón de siete suelas.

-Conozco su historia; le dio una salvadota Tuxtepec...

-Y desde entonces -agregó Peña-, ¡arriba!, ya sabe usted; ésta es la época de los lebrones. En fin, se armó, general, se armó y, como él dice, se preparó para la de secas.

-¿Y él es el que?...

-Le diré a usted; porque... ya sabrá usted que la otra, la verdadera hermana de Machuca... No Gumesinda, sino Leonor, cuando tuvo su niña...

-¡Ah!, ¿conque tuvo?...

-Sí, general, pues por eso se fueron al interior... Pues desde entonces, ya todas las cuentas de la modista no las paga Machuca.

-¡Ah!

-Ya se explicará usted el prestigio de Machuca por allí arriba.

-¡Oh, sí, ya lo sabía!

-Ahora, en cuanto a Gumesinda...

-No sólo Gumesinda, sino la otra, la chiquita... porque las Machucas son tres.

-Ésa tampoco es Machuca; porque bien visto viene a ser   —14→   media hermana de la otra; y de ésta sí, francamente, no sé el apellido, aunque tengo mis sospechas...

-Bueno; es suficiente -dijo el general, y despidiéndose de Peña salió de La Concordia, no sin proponerse no faltar al baile del coronel, entre otras cosas por ver de cerca a las Machucas.

Aunque la fama de las Machucas era universal, no sucedía lo mismo con Machuca. A éste lo conocían en la oficina, en la tesorería y en algunas partes; pero no era muy dado a exhibirse; tanto que, para obrar él con más libertad, dejaba hacer a sus hermanas; y éstas, como era natural, hacían, y hasta deshacían; cosa que les venía perfectamente, con especialidad cuando solían hacer algo bueno.

Las Machucas habían sido muy pobres, pobrísimas, tanto que Saldaña, que conoce a todo México, suele decir, cuando le piden datos acerca de ellas, que las conoció descalcitas.

Efectivamente, las Machucas no pudieron nunca imaginarse que llegarían al apogeo en que hoy se encuentran; todo debido a lo truchimán y buscón que ha sido su hermano, capaz, según ellas, de sacar dinero hasta de las piedras, tanto, que hay quien cree que es uno de los que tienen la contrata de adoquines para las calles de Plateros.

Las Machucas tenían todas las apariencias, especialmente la apariencia del lujo, que era su pasión dominante; tenían la apariencia de la raza caucásica siempre que llevaban guantes; porque cuando se los quitaban, aparecían las manos de la Malinche en el busto de Ninón de Lenclós; tenían la apariencia de la distinción cuando no hablaban, porque la sinhueso, haciéndoles la más negra de las traiciones, hacía recordar al curioso observador la palabra descalcitas de que se valía Saldaña; y tenían, por último, la apariencia de la hermosura de noche o en la calle, porque en la mañana y dentro de la casa no pasaban las Machucas de ser unas trigueñitas un poco despercudidas y nada más.

Decíamos que cuando hablan se dejan ver la hilaza; y es lo más natural, porque la pulcritud en el lenguaje no es un artículo de comercio como el raso maravilloso.

Observémoslas al lado de uno de sus amigos de confianza, paisano suyo, y con quien, según ellas decían, no tenían nada que perder porque se habían criado juntos.

Entraba el tal amigo por las recámaras como Pedro por su casa, hasta que encontraba a las muchachas.

-¿Qué haces, Gumesinda?

-Nada, hombre, ya lo ves, peinándome.

-¿Te bañaste?

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-¡Caray, hombre! ¡Qué preguntón eres!

-No te enojes. ¿Estás de mal humor?

-Acabo de hacer una muina.

En lo general, las Machucas eran violentas de genio; y todas tres, sin distinción, usaban la palabra hombre a guisa de interjección, así hablaran con un barbudo o con una niña. La palabra caray, que aprendieron desde que las conoció Saldaña, era otro de los rasgos característicos de su estilo oratorio.

Una de las razones que había para que las Machucas fueran muy conocidas y muy mentadas, era que Machuca, que se envanecía de ser un liberal completo, había establecido en su casa, aunque no intencionalmente, la libertad de conciencia y la libertad de reunión.

Las visitas y las Machucas se encargaban de establecer las demás libertades.

Una vez establecido este sistema democrático, a las Machucas no les faltaba a la semana tamalada, baile o excursión en que divertirse; porque así estaban listas para ir a un día de campo como a un casamiento, sin pararse en quién era el anfitrión, ni quiénes eran los novios.

Visitaban a las Machucas muchos hombres y casi ninguna señora. Confesaban ellas mismas que, para tratar con señoras, se necesita mucho cuidado y muchos cumplimientos a que ellas no estaban acostumbradas.

Machuca estaba en este punto de acuerdo con sus hermanas.

Una de las visitas de las Machucas era un señor un poco entrado en años, de bigote y pelo gris claro, ojos claros y aspecto inofensivo; era un señor rico, según fama, que sabía hacer negocios sin ser abogado; vivía de corretajes, de cambalaches y combinaciones, y era afortunado.

Tenía una cosa, y casi no se puede decir en castellano, porque no daría una idea exacta de lo que tenía aquel señor, y se necesita decirlo en latín. Tenía, en fin, coram robis, que es una de las cosas muy útiles de tener en México para hacer letra.

Su aspecto era casi seráfico, o como dice el vulgo, parecía que no sabía quebrar un plato; se reía poco, sus movimientos eran pausados, y le quedaban en la fisonomía algunos rasgos de lo que hacía veinte años le había hecho aparecer como un buen mozo.

Y todo este preámbulo viene a propósito de que el tal señor era de lo más enamorado que se ha conocido. Era, en toda la extensión de la palabra, un enamorado de profesión; era de esas gentes que vienen al mundo con una misión esencialmente erótica, y llegan hasta a ser víctimas de la filoginia, especie de enfermedad incurable como la lesión orgánica.

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Tenía este señor mujer e hijas; pero como si no las tuviera, porque a consecuencia de sus alegrías y sus infidelidades estaba separado de su primera familia hacía años. En cambio, tenía otra familia que él se había proporcionado, cediendo a sus irresistibles tendencias matrimoniales, y esta nueva familia le costaba un ojo; lo cual no era un obstáculo para sostener hasta tres casas más, en cada una de las cuales iba a saborear a pequeños sorbos y por turno las delicias de la paternidad.

Era tan afecto a la baratija llamada mujer, que, a pesar de todas aquellas satisfacciones, tomaba la que le ofrecían como los fumadores, por no decir que no; y sin embargo, aquel señor a quien todo el mundo le llamaba ojo alegre no tenía nada de risueño, ¡qué había de tener!; era, por el contrario, adusto y reservado, lo cual no le impedía, por lo visto, ejercer su oficio con constancia y una asiduidad de relojero.

Mantenía un ejército permanente de señoras que pertenecían a él, y aún le quedaba tiempo para comer algunas veces en la fonda algunos platillos a la carte.

Este señor visitaba a las Machucas, y su presencia en aquella casa alarmaba a los demás visitantes, como en un gallinero alarma a los pollos un gallo de espolón.

No querríamos darle un nombre por temor de que vaya a parecerse a alguno, y nos achaquen la mala intención de hacer retratos en vez de presentar tipos, faltando así a las leyes de la novela; pero como es preciso distinguirlo con algún nombre para no confundirlo con cualquiera de nuestros personajes, le daremos un nombre que no pueda tener nada de común con el de algunas personas que pudieran parecérsele, y le llamaremos a secas don Manuel.

Cuando entraba don Manuel en casa de las Machucas, algunos pollos bajaban la voz, otros se iban, y otros hacían un gesto; pero siempre hacía cambiar el curso de la conversación, al grado que las niñas decían caray menos ocasiones o casi ninguna.

Otra de las cosas a que eran muy afectas las Machucas, era a jugar. ¡Vean ustedes qué rarezas!, pero se morían por los albures, y esto con un candor y una ingenuidad admirables. De manera que en la feria de Tacubaya y otras se las veía entrar al garito con la misma naturalidad y desparpajo con que entrarían al circo, y era que jamás les había pasado por las mientes que el juego de azar es denigrante. Como estas muchachas habían sido pobres, y además cada una tenía una mamá distinta, y cada una de estas mamás una historia más o menos complicada y vergonzosa, habían ido creciendo como habían podido, como crecen esas hierbas silvestres a pesar de tener encima una piedra   —17→   del camino; crecían en razón de tiempo y de la atmósfera, de la humedad y de la ley de los organismos.

No habían tenido nunca nada; pero habían comido siempre, y siempre se habían cubierto con ropas, más o menos pobres; pero, en fin, se les podía ver, o mejor dicho, no se les podía ver su desnudez. El caso es que habían llegado a la adolescencia sin saber cómo, y hasta sin querer recordarlo; y hoy, que entran al mundo por una puerta fácil, se dejan llevar de los acontecimientos, sin aprensión y sin escrúpulos, y son felices, con la felicidad ciega del que no se para en preguntar el porqué de las cosas.

Tenían vestidos de seda y alhajas, sin pensar en que tales atavíos eran el precio de la deshonra de su hermano. Se complacían en ser solicitadas, sin pensar que eran aquéllas las solicitudes del buitre que busca la carne descompuesta; y jugaban albures para probar ese contraste de emociones de perder y ganar, sin pensar ni en lo oprobioso del entretenimiento ni en que alrededor del tapete verde se ponían a la altura de las mujeres públicas que las codeaban, y de los tahures, especie de excomulgados sociales, relegados por la moral fuera de la comunión de las personas honorables.

Las Machucas perdían el dinero de su hermano y su propia reputación en Tacubaya, y volvían a su casa rebosando felicidad, y tan quitadas de la pena que nadie las hubiera podido persuadir de que debían avergonzarse de su conducta. ¡Pobres Machucas! ¡Como ellas hay actualmente tantas jóvenes llevadas al garito por este torrente de desmoralización que condena a nuestra sociedad a la depravación de todas las costumbres!



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ArribaAbajoEn el Tívoli del Eliseo

A pesar de todas las reticencias de Amalia y de su falsa reserva con respecto a Ricardo, la mañana en que salió de su casa, después de la embriaguez de Sánchez, fuese en derechura a ver a la Chata.

-Chata de mis ojos, le dijo al entrar, tú eres mi paño de lágrimas.

-¡Ave María Purísima! Amalia, qué mala idea me da tu visita. ¿Qué te ha sucedido?

-Tronamos.

-¿Cómo?

-Ni más ni menos.

-¿Pues qué...?

-Figúrate que llegó Sánchez... ya sabes...

-¿Borracho?

-Como una uva.

-No me digas más; por mis negros pecados me ha tocado verlo así algunas ocasiones, y ¡te compadezco!

-Pues bien, vamos a lo que importa -dijo Amalia bajando la voz-. ¿Has hablado con Ricardo?

-Sí.

-¿Y qué?

-Te quiere...

-Pero entendámonos, Chata, a mí no me basta saber que me quiere... así como tú me lo dices.

-¿Pues cómo?

-Mira; yo necesito saber... pero fíjate en esto, necesito saber hasta qué punto me ama Ricardo, hasta qué punto es hombre de resoluciones y en fin... si en último caso puedo contar con él.

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-¿Para qué?

-¡Anda, Chata!, ¿para qué ha de ser? ¿No ves que ya no es posible vivir con Sánchez?

-Pero salvo ese maldito vicio, por lo demás no debes quejarte.

-Estás hoy muy candorosa, Chata de mi alma; escúchame, motivos no me faltan, especialmente con respecto a él; figúrate que sé...

-¿Qué, mujer?

-Lo de la americana.

-¿Y ya se lo dijiste?

-Tengo mi plan.

-Piénsalo bien.

-En fin, te diré la parte más grave del asunto.

-¿A ver?

-Sánchez está arruinado.

-Ya lo sé.

-Un día de éstos nos quedamos en un petate; y ya verás que no teniendo yo la culpa de ese despilfarro, no debo soportar las consecuencias; pero a la vez no quiero dar un golpe en falso y por eso te pregunto si Ricardo será hombre de resoluciones y si puedo descansar en él.

-Mira, Amalia, eso es muy grave, y no me atreveré a aconsejarte resueltamente; lo que es Ricardo es hombre de posibles, ya lo ves cómo gasta y con qué lujo se viste; yo no sé cuáles serán sus recursos, pero pasa por hombre rico: en cuanto a que te ame, él me ha dicho muchas veces tantas cosas de ti, que he llegado a creer que está verdaderamente enamorado. Vamos a ver, me ocurre un plan que nos servirá para explotar el terreno.

-Veamos tu plan; necesitas lucirte en esta ocasión, porque la cosa es grave.

-Pues mira, provocaremos una conferencia.

-¿Los tres?

-Los tres.

-¿Y dónde?

-Déjame a mí.

La Chata llamó a una criada y le dijo:

-Vas a la calle de San Juan de Letrán y le dices a Jacinto Rodríguez, de mi parte, que me mande el coche cerrado del otro día, el de los frisones tordillos.

La criada salió.

-¿Qué vas a hacer? -preguntó Amalia.

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-Ya sabes que soy mujer de expedientes.

-¿Pero a dónde vamos?

-Del lugar no has de quejarte.

-¡Ah, ya sé!, al Tívoli.

-¡Qué mala eres!

-¿Por qué?

-Como Ricardo es poeta, vas a poner la escena en un jardín.

-Si fuera en una noche de luna respondía del éxito.

-¿No te digo que eres mala?

-¿Por qué? Yo no hago sino preparar las situaciones.

-Debías haber sido novelista.

-Ya se ve que sí, escribiría tu historia y la mía; pero no tengas cuidado, que aun cuando yo no escriba tengo quien lo haga.

-¿Quién?

-Un buen amigo mío.

-¿Cómo se llama?

-Facundo.

-¡Dios nos asista, Chata de mi alma! Mira que tú y yo estamos que ni pintadas para salir a danzar en la Linterna Mágica.

-Pues el día que quieras te presento a Facundo, le cuentas tu historia y le das facultades; verás cómo en seguida nos dedica un libro.

-Bueno, ya veremos eso; vamos a lo que importa y ya que tú vas a dirigir la escena, dime ¿qué es lo que yo debo hacer?

-¿Tú? Llorar.

-¡Pero si no tengo ganas!

-¿Quieres una cebolla?

-¿Es preciso llorar?

-Sí, indispensablemente.

-Pues dame una cebolla.

La Chata desapareció por un momento y en seguida volvió trayendo en un plato una cebolla y un cuchillo.

-No tienes remedio, Chata de mis pecados, eres la más mala que yo he visto.

-Vamos, date prisa.

-¿Y si me huele?

-¡No!, te lavas las manos con mi jabón.

-¡Ay, qué sacrificio! Se me van a poner los ojos de bruja.

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-Al contrario, si vieras que te sienta llorar.

-¿Es posible?

-Cuando lloras, me gustan más tus ojos.

-¡Ah!, entonces salgo ganando de todos modos.

Y partiendo Amalia la cebolla, se la aplicó a los ojos lo bastante para producirse una ligera inflamación.

Algún tiempo después llegó la criada.

-Me tardé, dijo al entrar, porque no estaba allí el señor Rodríguez, pero ahí está el coche.

Amalia y la Chata se dirigieron al Tívoli del Eliseo.

Hay ciertos parajes públicos, lo más secreto que se conoce en materia de citas.

El Tívoli del Eliseo estaba solo. Al través de aquellas callecitas que caracolean en torno de los cenadores circulares se deslizaron Amalia y la Chata, y apenas un criado las vio por los intersticios de las enredaderas. La Chata dejó instalada a Amalia en un cenador, salió del Tívoli y volvió a montar en el coche.

Media hora después volvía acompañada de Ricardo, sólo que en esta vez no se paró el coche a la puerta del Puente de Alvarado, sino en la Calzada del Paseo de Bucareli.

La Chata guió a Ricardo a un cenador.

-¿Conque es cierto? -exclamaba Ricardo-, ¡qué hombre, Dios mío, qué hombre! ¡Pobre Amalia!

-Y más que usted no sabe y que no hay para qué se lo cuente; sobre que la pobrecita ha vivido mártir, pues como usted conoció muy bien desde un principio, de semejante unión no podía resultar nada bueno; pero qué quiere usted, las mujeres somos tontas para elegir y siempre vamos a dar con lo peor.

-¿Y dice usted que Amalia se ha salido de su casa?

-Sí señor, ¿qué había de hacer la pobre?

-Pero, ¿a dónde habrá ido?

-Por lo pronto yo sé dónde está, pero lo que me aflige es el porvenir de esta desgraciada.

-En cuanto a eso -dijo Ricardo con aire de gran señor-, aquí estoy yo; conozco mis deberes, y supuesto que he tenido una parte tan directa en este rompimiento, a mí me toca darle a Amalia una compensación; yo no soy rico, pero no importa; ¿quién piensa en el dinero cuando hay deberes de honor que cumplir? Sin dilación, Chata, sin dilación; vamos a ver a Amalia, quiero tranquilizarla, quiero probarle que... ¡vamos, vamos!

-Piénselo usted bien, Ricardo.

-¿Cómo pensarlo? ¿Acaso necesito consultar con nadie mis asuntos?

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-No, pero tal vez un acaloramiento será causa de que después...

-¡Qué disparate! Jamás me arrepentiré.

-Figúrese usted que la pobrecita, que tanto ha llorado, en medio de sus lágrimas en lo que más pensaba era en usted.

-¿En mí?

-Sí, para que no supiera usted nada...

-¡Ah, qué alma tan noble tiene Amalia! -exclamó Ricardo enterneciéndose.

-Usted era su ir y venir, y me decía: Chata, ¡por Dios que no sepa nada Ricardo! Mira que él es muy caballero y muy noble y si sabe el predicamento en que me encuentro, es capaz de sacrificarse por mí.

-Y cómo que sí.

-Y yo no quiero eso, decía Amalia -continuó la Chata-, no quiero jamás que Ricardo haga por mí lo que tal vez no ha pensado; no, Chata de mi vida, que nada sepa Ricardo; veré donde me voy, me volveré a encerrar en el colegio, si es necesario, pero que él no se sacrifique por mí, ni se encuentre tal vez en un compromiso.

-¿Todo eso dijo?

-Todo eso; si no tiene usted una idea de cómo lo quiere.

-Vamos a ver a Amalia, dígame usted en donde está -dijo Ricardo en tono suplicante.

-Figúrese usted, dijo la Chata, que por lo pronto... como la cosa me cogió de sorpresa, no supe qué hacer con ella; en mi casa la buscarían y en otra parte no tendríamos libertad para hablar; tomamos un coche y nos vinimos aquí.

-¿Aquí está?

-Y yo, al verla tan afligida y sin saber por mi parte qué partido tomar, me pareció conveniente avisarle a usted.

-¿En dónde, en dónde está? Vamos a verla.

-Vamos.

Y la Chata y Ricardo salieron del cenador que ocupaban y se dirigieron al que ocupaba Amalia, quien había tenido tiempo sobrado de prepararse y había estado observándolo todo desde su escondite.

-¡Amalia! -dijo Ricardo abriendo los brazos.

-¡Ricardo! -dijo Amalia arrojándose a ellos y reclinando la frente en el pecho de Ricardo.

Hubo el silencio propio del tableau, silencio durante el cual la Chata fingió enjugarse una lágrima, de manera que lo pudiera notar Ricardo.

  —23→  

-¡Vamos! -dijo éste-, ¿qué lágrimas son ésas? No, señor, nada de llorar, hoy es día de felicidad, de alegría, de... ¡mozo!... Soy el más feliz de los hombres; Chata, deme usted un abrazo, es usted mi madrina, a usted se lo debo todo, ¿no es verdad, Amalia?

-¡Ay, es tan buena amiga la Chata!

-¡Mozo! -volvió a gritar Ricardo.

El criado se presentó.

-¡Comida para tres! ¿Tomaremos Sauterne? ¿O prefieren ustedes el tinto?

-¿Pero para qué se va a meter usted en...? -dijo la Chata.

-¿Qué apetito vamos a tener con esta aflicción?

-Los duelos con pan son menos; conque ¿Sauterne?

La Chata y Amalia no contestaban.

-Trae Sauterne y Borgoña; dicen ustedes que no tienen apetito; ¡mira! -agregó llamando al criado-, tres copas cognac y curacao, ¡vuela!

-Pero... -murmuró Amalia-, ¡esto es una calaverada!

-Qué quieren ustedes, hijas mías, ésta es la vida; yo por eso me la paso bien; en todas partes soy muy filósofo y recibo las cosas como vienen; no hay por qué afligirse, y lo que es yo me he propuesto ahorrarme todos los disgustos posibles; hagan ustedes lo mismo y no se arrepentirán de haber seguido mis consejos; ¡qué más da!, vamos, el mundo es grande y yo les garantizo a ustedes que nos vamos a pasar una vida de ángeles, ¡ya verán!, ¡ya verán! Vamos, aquí están las copas, ustedes curacao, y yo cognac; pero mira -agregó dirigiéndose al criado-, trae las botellas.

El criado dejó las copas y voló a traer una botella de cognac y otra de curacao y las destapó en el acto.

-¡A la salud de ustedes, por nuestra futura felicidad! Vamos, Amalia, no hay que asustarse por tan poco o creeré que ha perdido usted algo saliendo del poder de un hombre que... no quiero hablar, señor, no quiero hablar; porque me he propuesto que hoy sea sólo día de placer; conque... ¡a la salud de ustedes!

La Chata y Amalia besaron sus copas.

-¡Pero qué es esto! ¡Traición! ¡Esto es una traición! ¡Qué se diría de semejante desacato! No, señor, ¡hasta verte, Jesús mío! ¿Saben ustedes el origen de esta frase? Ya se lo explicaré cuando tenga seis copas en la cabeza. Conque... hasta arriba.

-Pues por mi ahijado -dijo la Chata y bebió su copa.

-Por usted -dijo Amalia y bebió la suya.

-¿Por usted? -preguntó Ricardo-, pues ahora vamos a beber es ta otra... «por ti».

  —24→  

Y llenó las copas.

-Pero... -se atrevió a murmurar Amalia, refiriéndose a la segunda copa.

-¡Amalia! -exclamó la Chata en tono de reconvención, y le dio la copa.

-¿Por quién? -preguntó Ricardo.

-¡Por... por ti! -dijo Amalia sabiéndose poner colorada.

-¡Muy bien! -dijo la Chata en son de aplauso.

Ricardo bebió, se limpió los labios, tomó la mano de Amalia y la dio un beso.

La Chata fue entonces la que se supo poner colorada.

Amalia bajó los ojos.

Ricardo la miró y pensó.

No sabemos qué pensaría Ricardo.

El criado había ya puesto la mesa.

-Mira, chico -le dijo Ricardo al criado-, te recomiendo que nos traigas huevos a la polaca.

-Está muy bien, señor.

-Y... será bueno un poco de pollo a la Marengo.

-Sí, señor.

-¡Oh!, si hubiera mondongo a la lionesa sería yo el más feliz de los hombres; verán ustedes qué platillo; ¿hay mondongo a la lionesa?

-Voy a preguntar.

-Ve, hombre, ve a preguntar si hay mondongo a la lionesa.

El criado voló.

-Pues, señor, creo que no vamos a almorzar muy mal.

-Al contrario -dijo la Chata-, ¡cómo habíamos de almorzar mal en el Tívoli!

-Ésta es mi vida; aquí donde ustedes me ven, no hay semana que no tenga aquí dos o tres convivialidades.

-¡Dichoso usted! -dijo la Chata.

-Pero no hay cuidado -contestó Ricardo-, ya de hoy en adelante mis convivialidades serán a tres; voy a abandonar a todos mis comensales y que busquen anfitrión, porque lo que es yo me incrusto entre este par de encantadoras beldades y ni se vuelve a hablar de mí en México.

-¡Qué buen humor tiene siempre Ricardo! ¿No te lo decía yo, Amalia?

-Sí, sólo conmigo es adusto, sólo a mí me pone mal modo.

-¡Ay, hija! ¡Qué mal modo! ¡A pesar de que has sido tan   —25→   cruel conmigo, me has hecho sufrir tanto!, pero eso sí, vida nueva, ¿no es verdad, amor mío? Se acabaron las trabas y ancho mundo. ¿No es verdad que no nos volveremos a separar, Amalia?

-Sólo Dios lo sabe.

-Y tu amante y tú, ¿no es cierto?

-¡Vamos!, ¡vamos, ahijado!, en todo caso su madrina de usted es una persona de respeto.

-¿Usted?

-Yo.

-Usted es una Chata sin pasar de ahí, pero tan encantadora que es usted el tipo de la buena amiga, de la hermana, de la madrina, de la... de todo lo que hay de más hechicero sobre la tierra.

-¡Pues está usted galante!

-No, expansivo; hablo con el corazón y al aire libre.

El criado trajo los huevos a la polaca y comenzó el almuerzo.

Amalia se proponía comer poco, y la Chata mucho; porque la Chata era de buen diente.

-Acaba los huevos, vida mía.

-¡Es mucho!

-¿No te gustan?

-Están deliciosos -dijo la Chata saboreándose.

Amalia siguió tomando los huevos.

-¡Ah!, bien; ahora... petit poison a la crème; ¡oh!, ¡esto es selecto!

Ricardo tomó un pedacito de pescado de su plato y lo ofreció a Amalia, poniéndoselo muy cerca de la boca; Amalia iba a tomar el tenedor, pero Ricardo le dio a entender con una mirada que deseaba otra cosa.

-¡Anda, niña! -dijo la Chata en cierto tono de reconvención cariñosa, como si hubiera querido decirle: ¡Qué chambona eres!

Amalia abrió la boca.

-¡Gracias! -le dijo Ricardo-, me haces feliz. ¿No te encelarás si le ofrezco una sopita de cariño a la Chata?

-¡Encelarme! Yo no soy celosa.

Ricardo dio a la Chata, en la boca, otro pedacito de pescado.

Aquel platillo estuvo mejor que el primero.

-¡Oh!, ¡esto es soberbio! -dijo Ricardo viendo el tercer platillo-. Vea usted, madrina.

-¿Qué es eso?

  —26→  

-Esto es jamón York lazañas al Málaga; pero antes tomaremos.

Y sirvió Sauterne en las copas.

Chocáronse las tres, y se agotaron con delicia.

Amalia empezaba a olvidar sus proyectos de comer poco.

Al servirse el tercer platillo, la Chata se comía a señas a Amalia, quien comprendiendo al fin lo que debía hacer, partió un pedacito de jamón, le colocó encima la pasta, y a su vez lo acercó a la boca de Ricardo quien, prendado de aquel mimo, no supo cómo ponderar su agradecimiento.

Amalia también le ofreció a la Chata otra sopita de cariño.

El tercer platillo estuvo mejor que el segundo -dijo Ricardo.

-¡Ya se ve! -dijo la Chata.

-¡Otra libación! -exclamó Ricardo.

-¡A este paso...! -dijo la Chata.

-¡Oh!, el Sauterne, el haute Sauterne se puede tomar por barriles, éste es un vino noble; yo no tomo otra cosa.

-¡Con razón, si es delicioso! -dijo la Chata, lamiéndose, los labios después de haber apurado su copa.

Debemos confesar, en obsequio de la verdad, que Ricardo fue el más amable de los anfitriones, y que supo hacer los honores de la mesa de tal manera que logró hacer aquel el más delicioso almuerzo a tres de que pueden hacer mención los cenadores del Tívoli del Eliseo.



  —27→  

ArribaAbajoChucho el Ninfo

Estábamos en el Teatro Nacional, y nuestras miradas recorrían las localidades, pasando esa revista de que no se puede prescindir cuando se encuentra uno en el centro de una reunión. Algunos conocidos viejos, tal o cual familia a quien habíamos dejado de ver mucho tiempo y muchas personas más, fueron objeto de nuestra atención; en seguida nos arrellanamos, no diremos muy cómodamente, en nuestro asiento disponiéndonos a gozar del espectáculo, cuando nuestra vista se fijó en un pollo.

Era el tal un jovencito como de catorce a diez y siete años, con el pelo castaño claro, hermosos ojos, tierna y sedosa barba, boca voluptuosa y fresca y magníficos dientes.

Estaba muy bien vestido; su ropa era flamante, su camisa de irreprochable blancura, y sus manos estaban oprimidas en unos guantes color de lila. El joven era una de esas personas que tienen la misión de hacerse ver y el derecho de no pasar nunca desapercibidas.

En sus maneras revelaba el amaneramiento y el estudio; no cesaba de moverse cual si pesara sobre él la imprescindible obligación de cuidarse, de revisarse a sí mismo incesantemente. Ora se tocaba el nudo de la corbata para cerciorarse de si la había descompuesto; ora se veía los puños de la camisa para cuidar que salieran lo suficiente más adelante de la manga de la levita, cubriendo la extremidad inferior del guante; ora recorría lentamente aunque con disimulo las costuras del guante, por si la seda hubiera podido faltar y descoserse; ora se arreglaba la barba, después el pelo; ora, en fin, tomaba una actitud que sostenía por largo tiempo, fingiendo estar preocupado con la vista de alguna joven, pero en realidad nada veía.

Si se hubiera podido sorprender su pensamiento, se le hubiera encontrado pensando que su figura era elegante, y que en aquella actitad realzaba sus prendas físicas a los ojos de algún observador que lo estuviese contemplando.

No era corto de vista, pero de vez en cuando creía darse un   —28→   aire interesante plegando ligeramente los ojos, como si apurara la vista para distinguir algún objeto distante, y en seguida abría decididamente los párpados, pensando entonces que sus ojos tomaban la expresión interesante y franca que le era habitual.

Si se encontraba con la mirada de alguna joven, se le veía afectar cierto disimulo y tomar una actitud que, favoreciendo sus contornos, proporcionara a la interesada la ocasión de estudiarlo, de verlo bien, de convencerse de que aquel joven era apuesto, elegante, buen mozo y gentil como un Adonis.

Este acopio de observaciones engendró en nosotros el deseo de averiguar quién era aquel joven.

-¿Conoce usted a aquel pollo?

-No; es nuevo -me dijo un amigo-, ya me había llamado la atención.

Repetí esta pregunta y nadie pudo darme más razón del joven sino que se había hecho ver; en suma, su exterior no había pasado desapercibido para la mayoría; pero de sus antecedentes nadie sabía una palabra, ni siquiera su nombre.

Me dirigí a uno de esos Pérez que todo lo saben y tuve estos datos.

-Este joven vive en la calle de...

Me dijo mi hombre una calle céntrica.

-Creo que es hijo natural de...

Me dijo el nombre de un personaje.

-Parece que lo ha reconocido hace poco y pasa por su sobrino; pero es su hijo.

-¿Y cómo se llama?

-Se llama... ya no me acuerdo de su nombre.

A la sazón me saludaba una señora desde la platea inmediata.

Esta señora me dio al día siguiente estas noticias.

-Yo sé perfectamente la historia del joven, y supuesto que usted se interesa en conocerla -me dijo la señora-, voy a contársela.

Viajaba yo hace poco en diligencia; antes de las cuatro de la mañana del segundo día de viaje, entré al coche para acomodarme anticipadamente en mi asiento. No conocía a ninguno de mis compañeros de viaje; además la oscuridad era tal, que sólo pude notar al cabo de un rato que entraban al carruaje un hombre, una mujer y un niño.

Debo advertir a usted que yo sé dormir en diligencia y que había pasado en el mesón una noche infernal, de manera que apenas empezamos a andar me cubrí la cara y me dormí profundamente.

Cuando desperté era ya entrado el día; y pensé, lo primero, en mi exhibición; iba a descubrirme ante mis compañeros de viaje   —29→   y a darles los buenos días; abrí un ojo y percibí a través de mi espeso velo que mis compañeros tenían también cubierta la cara y dormían.

Al cabo de un rato despertó el compañero.

Esto me contuvo.

En seguida despertó la mujer, se descubrió, y al ver al compañero hizo un movimiento de sorpresa.

Esto acabó de decidirme a permanecer con la cara cubierta.

-¡Don Francisco! -balbució la señora, y su semblante se descompuso notablemente.

-¡Elena! -exclamó el compañero, y tomó entre las suyas las manos de la señora.

Aquí va a pasar algo bueno, dije para mí, y no debo descubrirme, fingiré que sigo durmiendo. Hubo una pausa durante la cual don Francisco y Elena se quedaron viendo uno a otro, no sabiendo cómo romper el silencio.

-Todo se puede reparar -dijo don Francisco.

-Es tarde -dijo aquella señora a quien nombraré Elena, supuesto que desde ese momento supe su nombre. Le confesaré a usted que cuando Elena dijo: ¡Es tarde!, me acordé de la Traviata, y estuve a punto de reírme.

-Para una reparación nunca es tarde, hoy mi posición es distinta y no me pararé en los medios.

-Todo concluyó entre nosotros; ¡me ha hecho usted llorar tanto!...

-Perdóneme usted, Elena, se lo pido a usted en nombre de nuestro hijo.

Elena llevó la mano a la boca indicando a don Francisco que callase; en seguida le mostró el niño que iba dormido. Don Francisco lanzó una exclamación, que por lo estrepitosa me pareció que requería un movimiento de mi parte; pero los actores de aquella escena parecían estar bastante preocupados con sus asuntos para cuidarse de mí.

Elena había descubierto la cara al niño. No sé si sería el efecto de la luz rosada de la aurora, pero aquel niño me pareció encantador.

A don Francisco le estaba pareciendo enteramente lo mismo que a mí, porque se puso muy inquieto y procuraba con ahínco besar al niño; pero Elena contenía a don Francisco para que su hijo no despertara.

-Es mi hijo, ¿no es verdad?

Elena contestó con una mirada de madre.

Aquella mirada fue un sí mudo de los más elocuentes que yo he visto.

  —30→  

Como éramos sólo cuatro pasajeros, ocupábamos los cuatro rincones de la diligencia; pero don Francisco desde las primeras palabras del reconocimiento se había pasado al lado de Elena.

Llegamos a la primera posta y me fue preciso despertar.

Como la primera parte de aquella historia había pasado, según sus actores, desapercibida para mí, supuesto que me creían dormida, don Francisco y Elena adoptaron, sin ponerse de acuerdo, un estilo enigmático para poder continuar su interesante diálogo delante de mí.

-Él está dispuesto a reconocer a su hijo, y ya corre de su cuenta.

-Pero ella tiene miramientos que guardar y compromisos que respetar.

-Todo lo demás importa poco; lo esencial es que él ha encontrado a su hijo.

Como es de suponer, la conversación se mantuvo animada en todo el camino, y yo tuve ocasión de enterarme de una intriga que referiré a usted con todos sus pormenores.

Creí no volver a ver a aquellas personas, y aun por lo pronto no supe su paradero; pero hace algunas noches he sabido que el niño aquel de la diligencia es precisamente ese joven por quien usted se interesaba en el teatro, y el mismo que pasa hoy ante la sociedad por sobrino de don Francisco, a quien usted conoce perfectamente.

-¿Y sabe usted el nombre del joven? -pregunté a la señora.

-Sé que se llama Chucho, pero en cuanto a su apellido corren varias versiones: unas le dan el de don Francisco, otros le llaman Flores, y más generalmente le he oído llamar «Chucho el Ninfo».

En esta época en que ya Chucho el Ninfo figuraba en la categoría de pollo, Elena había vuelto a México, madre de dos niños que en nada se parecían a Chucho y a quienes todos conocían con el nombre de los niños Aguados.

Con diez años más, Elena estaba ya completamente tranquila en materia de posadas; pero no así con respecto a sus asuntos.

Las amigas de Elena apenas la reconocían; había desaparecido por completo aquel resto de gentileza y aquella morbidez que tanto efecto hicieron en el coronel, con quien, según expresión de la misma Elena, había purgado todos sus pecados.

Con el último de los niños Aguados, había caído sobre Elena el crudo otoño blanqueando sus cabellos.

Por lo que toca a Chucho, al poco tiempo de su reconocimiento por don Francisco se separó de su mamá para vivir en una hacienda al lado de don Francisco, a quien desde entonces llamó   —31→   su tío; de manera que hacía cerca de diez años que no veía a su madre, y por supuesto no conocía a sus hermanitos.

Chucho, al pasar de la casa materna a la de su tío, llevando todos los defectos de su educación afeminada, no hizo más, por desgracia, que agregar a sus costumbres malas y viciadas todos los defectos inherentes a la ociosidad opulenta.

Don Francisco era un rico-home, pagado de su hacienda y jurando que no hay nada más allá de una buena cosecha de trigo.

Don Francisco creía dedicar a su sobrino al campo, y en realidad a eso lo dedicaba prácticamente, desechando el estudio teórico de la agricultura, los conocimientos anexos y las aplicaciones de la ciencia, pues don Francisco era de los que se reían de los libros como de invenciones de extranjeros muy propias para otros climas y otras costumbres, pero no para este país privilegiado en el que la madre naturaleza es tan pródiga.

Don Francisco vivía solo, pasaba por viudo, y como la mayor parte de su vida la había empleado en el campo, su salud era perfecta y representaba menos años de los que contaba.

Chucho se fastidiaba soberanamente en medio de las monótonas tareas del campo, y el aislamiento en que vivía lo obligaba a buscar constantemente un género de distracción más adecuado a sus instintos que los surcos y los herraderos, las pizcas y las matanzas.

No tardó Chucho en acreditarse en más de veinte leguas a la redonda, y era tenido por las lugareñas y rancheritas de las haciendas y pueblos colindantes como un excelente bailador, galante y apuesto como pocos.

Entre aquellas buenas gentes Chucho no era conocido con el apodo de Chucho el Ninfo, sino por el «niño de la hacienda»; en cambio Chucho nunca llegó a acreditarse ni de labrador ni de valiente; pero sí alcanzó renombre entre el bello sexo, que se disputaba a porfía los favores del niño de la hacienda.

Toda la servidumbre de don Francisco, incluso la peonada, que era numerosa, le llamaban a Chucho el niño.

Con estos antecedentes y después de este aprendizaje y noviciado, Chucho vino a México después de diez años de ausencia, apareciendo de la noche a la mañana en los altos círculos, a donde ingresó por medio de las relaciones de don Francisco, quien en su carácter de antiguo y rico labrador cultivaba relaciones con esa parte de la sociedad mexicana que representa la aristocracia del capital.

No tardó Chucho en verse rodeado de los jóvenes más elegantes y en contraer amistad con las principales familias; se exhibió en Bucareli en el coche de don Francisco y algunas veces montando magníficos caballos.



  —32→  

ArribaAbajoUn amor desgraciado

A las diez de la noche la casa de Elena presentaba un conjunto de los más animados.

Desde la puerta de la calle adornaban cornisas, pilares, puertas y corredores, gran número de farolitos de colores. El corredor era un completo jardín veneciano, y la sala del baile, si no presentaba el conjunto severo del buen gusto y la elegancia, sí ofrecía a los concurrentes alfombra, si bien añadida y completada como capa de pobre; asientos, si bien mosaico churrigueresco digno de un remate; y luz, si bien vertida ora por quinqués alimentados con aceite, ora por velas de esperma, pues por entonces ni la estearina, ni el gas de trementina, ni el petróleo iluminaban todavía los salones.

Elena, como lo había notado muy bien Pérez, estaba encantadora; y porque el lector no nos tache de inconsecuentes por haberle hecho conocer a Elena de un modo y hacerla pasar hoy por una metamorfosis violenta, daremos el porqué de esta transformación.

Elena, como dijimos muy bien, no era bonita, pero tenía dotes de un valor intrínseco; dotes de esas que pueden pasar desapercibidas para un pollo atronado, pero que en manera alguna se escapan a la profunda e investigadora mirada de un gallo viejo.

El mismo Pérez no había descubierto los hechizos de Elena sino cuando ésta, abandonando su crisálida de los días de trabajo, se le había exhibido en el baile del 24, en las boleras y dando a luz aquellos piececitos color de cielo.

El coronel, más experto y avezado cazador, había explorado el campo con su primera mirada, y al primer golpe de vista había sabido estimar convenientemente desde los hoyitos de las manos de Elena hasta lo aéreo y fino de sus pequeños pies.

Adivinó Aguado la tersura de la piel y la morbidez de los contornos con la misma precisión con que había solido explorar al enemigo, si carecía de bagajes y municiones, o si estaba montado en regla para el ataque.

  —33→  

De manera que, lo que para Pérez había sido obra del tiempo y la casualidad, para Aguado fue un golpe de ojo, verdaderamente de pillo.

El pobre de Pérez había acertado a doblar la rodilla en mal momento.

La misma Elena conocía en su interior que Pérez se había dormido.

En materia de homenajes de amor, la mujer es sensible al desperdicio.

A las diez y media se presentó el coronel Aguado, de riguroso uniforme, acompañado del teniente coronel, del mayor, de dos capitanes y otros oficiales subalternos.

La música del cuerpo de Aguado, colocada en el patio de la casa, tocaba a la sazón la marcha de Norma, lo cual le dio a la entrada del coronel cierta solemnidad.

Al pisar el salón algunas personas se pusieron de pie, movimiento que fue seguido hasta por algunas señoras, para quienes las reglas de etiqueta no eran muy familiares.

Esto acabó de darle a aquel acto cierto carácter oficial.

Aguado, antes de hacer un saludo general, se adelantó seguido de sus oficiales hacia el lugar en que estaba Elena, atravesando el salón; la dio la mano inclinándose cortésmente y presentó a sus oficiales.

Éstos hicieron a Elena un saludo militarmente cortés, y Aguado, en seguida, se volvió para saludar a la concurrencia, y en derechura pasó después a saludar a Pérez, que permanecía de pie, erguido, metido en el frac de Zarricolea y proyectando en la pared la silueta de una pirámide truncada con la sombra de su rizada cabellera.

-Muy bien, amigote; se ha portado usted admirablemente, debe usted haber trabajado mucho.

-Sí, señor coronel -respondió Pérez mostrando su blanca dentadura, pero dejando percibir no obstante cierto fondo de tristeza amarga.

-Supongo -continuó el coronel- que se habrá nombrado un bastonero.

-No, no, señor, todavía no.

-¿No se ha bailado nada?

-Esperaban a usted para romper el baile -dijo una vieja que estaba próxima y rebosando júbilo.

-Pérez es muy a propósito para bastonero -dijo Pablito que acababa de entrar.

  —34→  

-¡Eso es! -exclamó el coronel-, vamos, amigote, a bailar cuadrillas.

-¡Cuadrillas! -gritó Pérez.

Aguado se paró en primera con Elena.

Los oficiales lo imitaron, tomando sus compañeras.

Y comenzó el baile.

Pérez había cuidado de hacer pareja con Elena y Aguado para colocarse en paralelas con el enemigo.

Esto contrarió a Elena, porque la puso a dos fuegos; pero en estas asonadas de amor lo reñido y lo complicado suele ser el platillo más confortable.

El baile es el protector natural de los amantes; Aguado sabía tomar sus posiciones con admirable maestría.

Pérez contaba los compases de las cuadrillas, sin descuidar a Elena, a quien le apretaba la mano en cada media cadena y en cada cola de gato.

Estas suaves presiones estaban representando en las manos de Elena el papel del telégrafo electro-magnético.

El apretón de Pérez era la corroboración de su hincada en el tocador, y el apretón del coronel era el recuerdo de sus esplendideces.

Aguado supo decir al oído de Elena algunas frases apasionadas, que Elena recibía como al que le cae algo de arriba. No podía combatir, ni rehusar, ni discutir.

El coronel tenía el tino de no hacer preguntas. Avanzaba sin consultar al enemigo.

Elena temía hacer una barbaridad rehusando los galanteos del coronel.

Después de las cuadrillas circularon por la sala algunas charolas con copas, y en el comedor se formó una tertulia de buenos bebedores, a cuya cabeza estaba Aguado.

Pérez encontró muy natural ofrecer una copa al coronel para darle a probar un ron de Jamaica exquisito.

-Soy costeño, amigote, y he bebido a bordo.

Pérez abrió los ojos temiendo haber hecho una barbaridad.

-El ron lo tomo en vaso, amigo Pérez; esas copitas son para señoras. Vengan dos vasos.

Un criado presentó dos vasos al coronel.

Éste tomó la botella y sirvió dos medios vasos de ron.

-Así se brinda, amigo Pérez.

-Pero, señor...

-No hay que andarse con melindres, ¿somos amigos?

-Tengo el honor...

  —35→  

-Pues a beber, amigo. Por la salud de usted, amigo Pérez.

El coronel apuró su vaso y Pérez dio un trago y lo apartó de sus labios.

-Un día -continuó el coronel- tuve un desafío con un marinero por un desaire semejante.

Y señaló el ron que Pérez había dejado.

-Yo lo tomo en dos tiempos -se apresuró a decir Pérez.

-¡Ah!

-Es para catarlo.

-Bueno, hombre, bueno, se conoce que es usted de los míos. Yo no lo caté, porque como usted me lo ofrecía supuse que era bueno, como en efecto lo es.

Pérez apuró el resto del ron a trueque de sentir una corriente de lava candente en el esófago.

Bailáronse algunas piezas más, y a las doce en punto Elena invitó a la concurrencia a presenciar la acostada del Niño.

Se encendieron velas de cera y, previas las oraciones de costumbre, Elena colocó un Niño Dios de cera en el pesebre, a cuyo acto siguió una salva de cohetes y una diana tocada por la música militar.

Acto continuo la concurrencia pasó al comedor. Aguado rompió la marcha conduciendo a Elena, después seguían los oficiales llevando otras señoras, y Pérez, como se lo estaba temiendo, a fuer de galante y obsequioso se quedó sin asiento.

Pérez perdía terreno a su pesar.

Aquel jardín improvisado presentaba un aspecto verdaderamente encantador; y para que el lector se forme una idea de la concurrencia que ocupaba la mesa, diremos que Aguado y Elena ocupaban la cabecera, seguían a derecha e izquierda algunos oficiales del cuerpo acompañando a algunas jóvenes convidadas aquella noche y que por primera vez formaban parte de la reunión.

Hubiera notado allí el observador, en el conjunto heterogéneo de la fiesta, a las hijas de un señor magistrado junto a las incultas sobrinas del señor cura de la Santa Veracruz; a la vecina relamida y ordinaria, vestida de prestado aquella noche, junto a unas señoras que habían entrado al baile por equivocación, pues no era allí a donde estaban convidadas; y unas y otras concurrentes confundidas con algunas niñas de esas que viven solas y que eran conociditas de algunos de los oficiales presentes.

En cuanto a los hombres, figuraban al lado de Pablito (quien había ya disculpado a su familia con Elena) el platero de la esquina, el dependiente del juzgado, cuatro o seis pollos de los que nunca faltan en parvada a todos los bailes, el cobrador de la casa, dos empleados, un dueño de pulquerías, los españoles del empeño de la otra calle, y finalmente un número respetable de viejas, tías y mamás, troncos de aquellas ramas.

  —36→  

En aquella reunión en que no se conocían los unos a los otros, reinó al principio el encogimiento y la reserva, y en seguida el desorden, pero nunca la cordialidad.

En cuanto a la cena, se contaba que había ocho clases de pescados, la consabida ensalada de Nochebuena, compuesta de veinticuatro ingredientes, y el nacional revoltijo con pencas tiernas de nopal desmenuzadas.

En una cena de Nochebuena es de rigor tener un apetito decidido, circunstancia que la concurrencia no tardó en poner de manifiesto, haciendo todos los honores a la cocinera.

Pérez, en vez de saciar el apetito de que también no carecía, empezaba a sentir que el ron es una bebida muy fuerte.

-¡Ha visto usted cosa! -decía Pérez a un señor que se encontró al paso-; ¿sabe usted, señor, que el ron es una bebida muy fuerte? ¡Qué cosa tan extraña!, oiga usted, señor, esto es un hecho, el ron es una bebida muy fuerte. El coronel me invitó a tomar, y ¡cosa más extraordinaria!, yo... porque, oiga usted, he notado que el ron es una bebida muy fuerte.

Un resto de juicio hizo notar a Pérez que estaba repitiendo una misma cosa sin poderlo evitar y sintió un pesar verdaderamente profundo; iba a ahogar su mundo de ilusiones, su Nochebuena, su frac de Zarricolea, sus rizos y su chaleco blanco, su conquista, su amor y su poesía, en un poco de ron...

-¡Infame coronel, tal vez lo hizo de intento para descartarse de mí!

El interlocutor de Pérez había desaparecido y Pérez terminaba a solas cada período de su monólogo con la muletilla de que el ron es una bebida muy fuerte.

La cena se prolongó hasta cerca de las tres de la mañana, pues hallándose Aguado y Elena bastante complacidos no pensaban en levantarse de la mesa. Entre tanto, Pérez cenaba parado e intentaba formalmente persuadirse de que un plato de revoltijo acallaría los estragos del ron, si bien con grave riesgo de la pureza columbina de su chaleco blanco.

En efecto, el empellón de un criado resolvió este peligro y el chaleco blanco de Pérez se tiñó de revoltijo.

-¡Un herido! -gritó un oficial.

-¿Quién es? -preguntó otro.

-El señor Pérez.

-¡Cómo!

-¿Dónde tiene la herida?

-En el corazón -dijo un chusco.

Todas las miradas se fijaron en el chaleco de Pérez, que ostentaba un chorreón de chile en el lado izquierdo.

Aguado pensó que el revoltijo había completado la obra del ron, y dirigiéndose a Elena le dijo:

  —37→  

-¡Cuánto me gusta el revoltijo!

-¡Qué malo es usted!

Para Pérez no era, no obstante, tan fuerte el ron que le hubiera impedido probar toda la amargura de su situación.

-La cocinera -dijo un oficial- opina que la herida del señor Pérez es de las más honrosas.

-Por lo menos -agregó otro- ha sido recibida en el campo del honor, como digno combatiente.

Pérez prescindió de seguir cenando, y medio oculto en un naranjo se ocupó de sostener una larga mirada de tigre dirigida al coronel y a Elena, que coqueteaban espantosamente.

Al pie de aquel naranjo concibió Pérez un pensamiento.

-Voy a darle celos a Elena, me vengaré; voy a despreciarla y a probarle que a nadie le falta quien...

A Pérez le parecía éste un pensamiento salvador y dirigió una mirada en torno suyo hasta que se fijó en una joven muy rubicunda y que hablaba muy recio; le pareció bonita, amable y bien vestida, y abrochándose el frac de Zarricolea para cubrir la herida honrosa, se dirigió a la señora de su pensamiento.

Oyó que le decían Lola.

-Lolita -dijo acercándosele-, ¿tiene usted la bondad de tomar esta copita a mi salud?

-¡Ah! -dijo Lola-, yo creí que me iba usted a ofrecer revoltijo.

Los oficiales rieron de buena gana y Pérez se cortó. Estaba de malas.

Pérez comprendió que era necesario hacerse a las armas y continuó:

-Efectivamente, es revoltijo.

-Ah, pues entonces no lo tomo, porque se me sube.

-Quiero decir que en esta copa está revuelto el vino con un amor.

-¿De quién?

-Mío.

-¿Y quiere usted que me lo beba?

-Sí, señorita.

-¿Y si me enamoro de usted?

-Me hará usted el más feliz de los hombres.

-¡Ay, señor Pérez! Pues temo que a mí no me suceda lo mismo, porque soy muy desgraciada en amores.

Pérez insistió hasta lograr que Lola bebiese, y se consagró a galantearla.

Se bailó en seguida, y Pérez se apoderó de Lola; pero no había visto a un oficial que hacía tiempo que no le quitaba la vista.

  —38→  

Pérez no se ocupaba más que de Lola, y de vez en cuando procuraba observar si esto hacía algún efecto en Elena.

Al pasar junto a ella bailando Pérez le dijo a Lola de manera que Elena lo oyese:

-La adoro a usted.

Resonó en la sala una argentina carcajada de Elena, y a Pérez le zumbaron los oídos.

No bien hubo sentado a Lola, el oficial celoso se acercó a Pérez y le dijo:

-Dispense usted, caballero... ¿Se sirve usted acompañarme?

-A donde usted guste; ¿a beber?, estoy a sus órdenes.

Y siguió al oficial.

Pero éste, en vez de tomar la dirección del comedor, tomó la escalera. Pérez pensó que por todas partes se va a Roma y siguió al oficial.

Cuando estuvieron en el patio, Pérez sintió que el mundo se le vino encima, y en seguida que él se caía sobre el mundo.

Acababa de recibir una bolea en el ojo izquierdo que le hizo caer en tierra; después sintió algunas patadas por vía de apéndice, y se quedó quieto pensando que el ron es una bebida muy fuerte.

El oficial, que afortunadamente no había sido visto ni sentido, volvió a la sala disimulando lo mejor que pudo su emoción.

Aguado había enarbolado ya el pabellón del triunfo. Elena estaba suave como un guante, y se trataba ya con cierto calor y seguridad de proyectos para el porvenir, de la carrera de Chucho, de cambiar de habitación y de otra porción de cosas.

La animación del baile había llegado a su colmo y reinaba la franqueza y la expansión en todos los convidados, quienes convenían simultáneamente en que el baile se había puesto bonito de repente.

-¿Y Pérez? -preguntó uno.

-Se fue a acostar -contestaron.

Efectivamente, Pérez estaba acostado sobre las piedras del patio y dormía; pero con la sustancial diferencia de que no se había ido a acostar, sino que lo habían acostado.

A las cinco de la mañana Pérez apareció en la sala con su frac de Zarricolea revolcado, y ostentando un chichón en un ojo.

Ya Aguado y los oficiales habían desaparecido, y a Elena no se le podía hablar porque se había recogido.

Pérez se acostó sobre un sofá y continuó su sueño comenzado en el patio.



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ArribaAbajoChona

La revolución, en sus cien mil engendros monstruosos, hace morir sus últimas oleadas en la familia.

En la familia está escrita esa fatídica palabra como el título genérico de muchos volúmenes, que son otras tantas historias de lágrimas.

La revolución nos ha proporcionado, entre muchos, uno de esos tomos que hemos hojeado para dar a conocer al lector nuevos personajes, que en relación y contacto con los ya conocidos hasta aquí completan el número de los que nos han de dar hasta el fin la materia de que trataremos en este volumen.

Como la jamona es por ahora el objeto de nuestro estudio, empezaremos por ella.

La jamona, según hemos dicho ya, tiene perfiles que se escapan, y presenta cambiantes tornasoles como algunas reacciones químicas.

En ese piélago de dudas y contradicciones que constituye el corazón de la mujer, hay, no obstante, fundamento para asegurar que determinadas causas producen casi con generalidad determinados efectos; y esta circunstancia nos anima a emprender la difícil tarea de señalar algunas, siquiera como aviso anticipado que pueda servir de farol para que no caigan en el precipicio algunas apreciables criaturas.

Vamos a hablar de la señora doña Encarnación N..., persona conocida con otro nombre convencional que la costumbre se ha empeñado en que sea el mismo; quiere decir, a esta señora la llaman todos Chona o Chonita.

Chona es rica, bastante rica; no ha sabido jamás lo que es miseria, ni se la ha podido figurar hasta el momento en que tuvo que ver con una sociedad filantrópica que se llama La Conferencia.

Tiene Chona en la actualidad sus cuarenta y tres calendarios, y tal circunstancia constituye el primero y el más importante de sus secretos íntimos.

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Chona es una mujer bien cuidada; la visita Lucio como médico de cabecera hace veinte años; y es tan formal la lucha que Chona ha emprendido desde entonces contra los estragos del tiempo, que se puede decir propiamente que no ha pasado día por ella.

Chona disfruta, además de todas las cualidades de su posición y su patrimonio, de las inmunidades propias a su condición y nacimiento.

Chona, en su calidad de mujer de polendas, ha sido una de las más encarnizadas enemigas de la reforma, y sin transigir un solo momento con las ideas del progreso, se encastilla en sus preocupaciones y es implacable en sus odios, para los que encuentra siempre una sanción en la conciencia.

Nació oyendo hablar mal de todos nuestros gobiernos y de todas nuestras cosas; sus padres, descendientes por ambas líneas de los principales conquistadores, heredaron el odio de aquellos señores contra todas las cosas de México, que nunca vieron como su patria, sino como la colonia arrebatada a sus legítimos dueños por el desbordamiento de las ideas del 93; de manera que Chona, esclava de la tradición y con apego a todo lo viejo, había aprendido a conservar todos sus errores y a aborrecer a quienes no pensaran del mismo modo que ella.

Las ideas nuevas fueron consideradas siempre en casa de Chona como una verdadera nota infamante.

El portero de la casa era un viejo español mutilado, del regimiento de la Reina, y se apellidaba Santos.

Las personas que visitaban la casa eran, casi sin excepción, todos los ricos que aún conservaban los pergaminos de sus ascendientes, y además las notabilidades eclesiásticas; si contraían algunas nuevas amistades, eran las de algún ministro extranjero o de algún español que por razón de sus asuntos mercantiles estuviera ligado con el escritorio de la casa.

La familia tenía casa en Tlalpan, en San Ángel y en Tacubaya.

Chona no había sido la hija única; tenía dos hermanos que muy niños habían sido enviados a educarse a Europa.

Chona, obligada a sentir y a vivir en cierto círculo, se había habituado desde niña más a aborrecer que a amar, porque incesantemente las conversaciones familiares rodaban, por lo general, sobre la antipatía profunda que inspiraban los hombres y las cosas de México.

A los catorce años supo Chona que la persona que le estaba destinada para marido era uno de sus parientes educado en Europa, y que estaba próximo a llegar a México.

Chona no había amado a nadie, si se exceptúa una corta temporada en la que uno de sus primos tomó la costumbre de visitarla   —41→   con frecuencia; pero constantemente vigilada, no llegó a oír nunca de la boca del primo una declaración en forma.

Llegó por fin el pariente, su presunto esposo; y como venía rodeado de todo el brillo que un elegante de veintiocho años e hijo de una familia rica puede adquirir en París, a Chona no le fue antipático el novio, al grado de que, sin pensarlo siquiera, consintió en el enlace.

En aquel matrimonio se trabajó más en el escritorio que en la Iglesia, pues se trataba, sobre todo, de unir dos fortunas que juntas iban a formar en lo de adelante un capital de consideración.

Chona vivió tranquila, pero sin goces; educada en el refinamiento y el lujo había acabado por habituarse a todas las comodidades que hacían su segunda naturaleza, sin apreciarlas en lo que valen y sin pensar que había nada más allá de aquella vida en que todo le salía tan bien y tan a medida de su deseo.

El marido de Chona había dejado en París todo lo que a los veintiocho años le quedaba de sentimentalismo y de fe; y gastado hasta la indiferencia, había aceptado su posición de marido y padre de familia como el segundo período indispensable de la vida, en el que entraba por hacer lo que hacen todos.

A la sazón en que conocemos a Chona ha entrado ya a la edad de la mujer, tiene más de treinta años, período de tiempo que, a pesar de la notable hermosura de Chona, ha podido imprimir a su fisonomía no sabemos qué gesto de desdén aristocrático, que la hace de cierta manera interesante.

El marido de Chona tiene un amigo, un amigo íntimo y compañero suyo en su vida parisiense; juntos hicieron allí la campaña contra su propio corazón, contra su resistencia y contra su fe.

Este joven se llama Salvador, era de Buenos Aires y pertenecía a una familia rica de comerciantes.

A Salvador lo habían mandado sus padres a París para que se educara, y Salvador sabía efectivamente a su llegada a México todo lo que hacen los estudiantes: conocía prácticamente y con intimidad el barrio latino, ciencia que le basta al hombre para no quedar en aptitud de necesitar aprender otra cosa.

El marido de Chona vivía en el escritorio, donde entre los grandes libros de caja se engolfaba horas enteras, porque ya en este corazón marchito no había quedado más que este último jugo amargo que se llama avaricia.

En cambio Chona se fastidiaba soberanamente entre sus colgaduras, entre los tapices y primores de sus habitaciones, y buscaba un entretenimiento en las labores de mano, en esas curiosidades en las que la mujer que las concluye no tiene siquiera el mérito de la invención; bordaba con cuentas de vidrio sobre terciopelo una cartera, pero todos los trabajos preliminares eran obra del bordador, a quien le pagaba porque estirara el lienzo   —42→   y pusiera la cartulina, de modo que Chona reducía su afán de ensartar cuentas para cubrir la labor.

Chona no había tenido hijos, circunstancia que había obligado a los médicos de la casa a tener largas conferencias con el marido, quien a su vez confesó con ese motivo el forzoso desencanto a que estaba reducido merced a sus prodigalidades parisienses.

Salvador, en su calidad de hombre acomodado, se había acostumbrado a vivir con esa triste facilidad del que no lucha para conseguirlo.

La lucha del trabajo, esta lucha que para algunos es una sentencia y hasta una maldición, encierra el tesoro de la esperanza, la perspectiva de un más allá que nos alienta, explotando nuestras facultades y empeñándonos en sacar de nosotros mismos ese material de guerra, doloroso, si se quiere, pero con el que compramos un pan blanco y una cama donde se duerme bien.

Salvador desde niño no había aceptado un puesto en esa lucha perenne, no era obrero ni paladín de la esperanza, era simplemente consumidor, y el caudal de sus esfuerzos era nada más el depósito de esa suma de facultades para el goce y para los placeres.

Salvador decía que había nacido para gozar, y gozaba; pero si bien lo averiguamos, no soñaba la felicidad como nosotros la soñamos, nunca había despertado con el deslumbramiento de una de esas dichas lejanas que se le acercan al pobre sólo en mirajes y fantasías.

Salvador no tenía necesidad de poner a contribución sus deseos no realizados, sus esperanzas de mejoramiento, sus ensueños, sus imposibles, sus quimeras; todo esto era para él una música incomprensible porque todo lo tenía; era buen mozo, no carecía de talento y de gracia, y siendo muy rico, no necesitaba apurar su ingenio para procurarse comodidades.

Había sentido la saciedad antes que el hambre, y su espíritu repleto no esperaba ya en la vida ninguna transformación, no se alentaba con ningún estímulo, estaba muerto en el término de su viaje moral; en una palabra, un fisiólogo hubiera podido diagnosticar sin equivocarse esa terrible enfermedad moral que se llama spleen; no el abuso de esta palabra que no tiene embarazo hoy en aplicarse con risible prosopopeya hasta el miserable remendón, sino la legítima desolación inglesa que llega a hacer suicidas a los millonarios.

Salvador, pues, pasaba al lado de Chona las largas horas que su amigo pasaba en el escritorio.

-¿Qué tiene usted, Chona?

-Nada. ¿Y usted?

-¿Yo?... nada.

-¿Nada de nada?

-Nada de todo.

  —43→  

-Lo compadezco a usted.

-¿Por qué?

-Está usted muerto.

-Me hago digno del mundo, digno de la época, digno de la sociedad en que vivimos.

-¡Blasfemo!

-Vea usted, Chona, le hablo a usted con el corazón.

-¿Qué corazón?

-Me hace usted unas preguntas...

-Eso es porque lo conozco.

-Creo que no.

-Mucho, Salvador.

-Deme usted una prueba.

-Ésta.

-¿Cuál?

-Dejarlo a usted pasar junto a mí cuatro horas diarias.

-Llámeme usted de una vez inofensivo.

-No quería decir la palabra, me parecía dura.

-Eso requiere una explicación.

-Estoy dispuesta a darla.

-Pero deje usted esas cuentas de vidrio, a las que tengo una aversión horrible.

-¿Por qué? ¡Pobres cuentas! Las dejo.

-¿Por qué me considera usted inofensivo, vamos a ver?

-¿Cuántos años tiene usted?

-¡Ah!, la cosa es seria; treinta y dos.

-¡Me da usted lástima! -dijo Chona después de un momento de contemplar a Salvador.

Salvador sintió, como el enfermo, que la sonda había llegado hasta el fondo de la herida y guardó silencio, pero un silencio terrible, porque Salvador sintió que algo muy amargo se había revuelto en el fondo de su alma.

Después de un largo rato dijo Salvador con una voz vacilante, y conmovido, contra su costumbre.

-Tiene usted mucho talento.

Otra vez se quedaron callados y sin verse.

-¿Y no tengo remedio? -preguntó Salvador.

-¡Ah! -exclamó Chona moviendo la cabeza con ese gesto del médico que no tiene esperanza.

-Cúreme usted.

-¿Yo?

  —44→  

-O usted o nadie.

-¿Quién soy yo?

-Ahora me toca a mí. Usted es una mujer desgraciada.

-Entonces un enfermo no puede curar a otro.

-Sí, porque uno de los enfermos es médico, y el otro es simplemente enfermo. Usted, Chona, tiene todavía lo que yo ya perdí para siempre, usted no ha malgastado su caudal.

-Es lo mismo, porque mi caudal consiste en bienes de manos muertas.

-Yo seré la ley de 25 de junio.

-Gracias.

-Yo sé una cosa: que usted nunca ha amado.

-¿Cómo lo sabe usted?

-No sé cómo; pero conozco las flores que no se han abierto.

-Soy casada.

-No me haga usted reír.

-Le recuerdo lo que pretende usted olvidar.

-Al contrario, hablemos de usted como de mujer casada; ¿no tiene usted inconveniente en ello?

-No, ¿por qué?

-Usted se casó sin amor.

-Cierto.

-Y no había amado antes.

-Cierto.

-Usted no ama todavía.

-Eso... eso no es cierto.

-¡Chona, cuidado con mentiritas!

-Entendámonos; amo a mi marido.

-Lo creo, ¡pero si viera usted cuántos peros hay que poner después de esa frase!

-¿Muchos?

-Sí, muchos.

-Me voy haciendo curiosa; empiece usted.

Salvador sacó su reloj.

Chona se acercó a una mesita china que servía para sostener una magnífica licorera, que consistía en una caja de madera preciosa con incrustaciones; tocó un resorte y la caja se transformó.

-Me entristece usted, Chona.

-¿Por qué?

-Si le digo a usted lo que pienso, ¿no se burlará usted de mí?

-¡Burlarme! ¡Salvador!...

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-Pues bien, óigame usted: este detalle es una galantería por parte de usted, que aislada tiene un atractivo encantador.

-Pero...

-Pero me ha hecho una impresión distinta de la que debía producirme. No cabe duda en que me adivinó usted el pensamiento; mejor dicho, eso es lo que yo iba a pensar y usted pensó por mí; pero en seguida me ha sucedido una cosa muy rara.

-¿Qué?

-Si se riera usted por lo que voy a decirle, me lastimaría mucho.

-No me reiré, voy a estar formal.

-Pues bien, me ha dado vergüenza beber delante de usted.

Chona se quedó pensando.

-No me reiré, ¿pero me será permitido sorprenderme?

-Sí, sorpréndase usted como yo, sorprendámonos.

-Insisto en que me voy volviendo curiosa; explíquese usted.

-Las licoreras, las copas, las botellas, los bufée, son las hojas secas de mi historia; del fondo de las copas de cristal han brotado mis tristezas y mis alegrías; todo ese aparato del placer opulento es un teatro de día que me hiela la sangre. París me sigue por todas partes como una novia que estuviera yo obligado a cargar por todas partes asida a mi cuello; París me mató, Chona, y no puedo aborrecer ni su esqueleto, ni su sombra; no quiero volver y lo extraño; no quiero acordarme de él, y todo me lo recuerda; estoy enamorado, contra mi voluntad, de mi verdugo.

Acabo de ver a París dentro de esa licorera, y al abrirse me ha parecido que usted también veía lo que yo en esas copas y en esos frascos... voy a cerrarla y... no he de beber delante de usted, Chona.

Salvador cerró la licorera.



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