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Estancia de los jesuitas expulsos del Paraguay en Puerto de Santa María

José A. Ferrer Benimeli





Este trabajo se enmarca en una serie dedicada a la expulsión de los jesuitas en la que las dos principales fuentes de información son la correspondencia diplomática francesa y los diarios que diferentes jesuitas escribieron en su día dejando expreso testimonio de cuanto les aconteció desde el día en que se puso en práctica el decreto de extrañamiento por orden de Carlos III hasta su llegada a Italia, en algunos casos más de un año después del arresto. Es un intento de aproximación a un mismo hecho histórico -la expulsión de los jesuitas- desde dos fuentes no demasiado conocidas o explotadas, una oficial, otra personal, las dos en cierto sentido no destinadas a la publicidad, que nos aproximan a esa tragedia personal -en muchos casos íntima- que padecieron más de cinco mil personas, de las que más de dos mil estaban en América y Filipinas, tragedia de la que normalmente no hablan los libros de historia, excesivamente preocupados en justificar decisiones político-económicas, dejando de lado otros aspectos sociales o simplemente personales que hoy empiezan a ser mejor conocidos, gracias en parte a la utilización que, desde la universidad, venimos haciendo de estos Diarios1.

El presente estudio sirve de complemento a los anteriores ya publicados o en vías de publicación y se ciñe exclusivamente a la estancia de los jesuitas expulsos del Paraguay en Puerto de Santa María, donde quedaron confinados más de cinco meses, estancia descrita, en este caso, en el Diario del P. Peramás2, que tiene, por así decir, un extenso prólogo en las peripecias pasadas desde la madrugada del domingo 12 de julio de 1767, en que tuvo lugar el arresto de los jesuitas del Colegio-Universidad de Córdoba de Tucumán, en el que el catalán diarista Peramás era profesor de moral, prólogo que concluye el 7 de enero de 1768 cuando finalmente pudieron desembarcar en Puerto de Santa María después de la larga travesía atlántica3. A su vez, esta estancia tiene también un no menos interesante epílogo que va del 15 de junio de 1768 al 24 de septiembre de 1768, en el que se narra lo sucedido en el viaje de Cádiz a Córcega y de allí a su destino final, la italiana Faenza, vía Sestri, Parma y Regio4.

La duración del viaje fue exactamente de un año y setenta y seis días, es decir, de catorce meses y medio, divididos de la siguiente forma: 11 días encerrados en el refectorio del Colegio de Córdoba; 28 días en el trayecto desde Córdoba a los navíos; 24 días y un mes en la escuadra o, lo que es lo mismo, en el Río de la Plata desde su embarque hasta llegar a alta mar; 85 días de Indias a Cádiz; 5 meses y tres días en el Puerto de Santa María; 4 días en la bahía de Cádiz; 51 días de Cádiz hasta Bastia, en Córcega; 26 días en Bastia; 16 días de Bastia a Sestri, y 13 días de Sestri a Faenza.

En total permanecieron embarcados cuatro meses y 28 días -prácticamente cinco meses-, a los que hay que añadir los que tuvieron que caminar por tierra -en América y en Italia- y los que permanecieron encerrados, tanto en Córdoba de Tucumán como, sobre todo, en Puerto de Santa María, donde los misioneros de las reducciones guaraníes, que llegaron mucho más tarde -el 7 de agosto de 1769-, estuvieron recluidos más de un año, alojados en la casa de los agustinos y en el Hospital de San Juan, hasta que, finalmente, fueron reenviados a Italia.

El momento de pisar tierra en Puerto de Santa María por los 151 jesuitas paraguayos o de la provincia de Paraguay, embarcados en la fragata Santa Brígida, de sobrenombre Venus, es descrito así por el diarista Peramás:

Llegamos finalmente a la playa, adonde nos esperaban con soldados con bayonetas caladas. Y si hubiera sido de día, hubiera sido nuestro desembarco aún más ruidoso, puesto que el Gobernador, el señor conde de Frigona, tenía orden, según nos dijeron, que no saltasen en tierra los del Paraguay sin que tuviese la tropa sobre las armas.


[156]                


El comentario del diarista es suficientemente expresivo:

Yo no sé qué se había imaginado en España de nosotros: acaso sería porque temerían que nosotros aun presos éramos poderosos, y más trayendo en nuestra compañía, como se decía en Cádiz, el célebre Rey del Paraguay, Nicolás I5; a lo menos el Gobernador parece no era de este parecer, pues escribió a la corte «que había sido providencia de Dios que nosotros hubiésemos desembarcado de noche; porque si hubiera sido de día, hubiéramos sido la irrisión de todos según lo derrotados que veníamos».


[157]                


De la playa fueron trasladados directamente al hospital designado como su nueva residencia en Puerto. Una vez allí fueron llamados por lista al pie de la escalera y luego los oficiales, acompañados de un jesuita designado como responsable, los repartieron por los aposentos o habitaciones. Entretanto el refectorio estaba ya prevenido «con la cena común de los colegios». Pero mientras se iban acomodando en las habitaciones designadas, señala cáusticamente el diarista, «los guardas del tabaco se entregaron en nuestras camas a sacar el polvillo y algo más» [157].

El tabaco, especialmente el tabaco en polvo, al que estaban tan habituados los jesuitas de la época, fue, en todas las escalas de los expulsos del Paraguay, centro de atención e interés de amigos, soldados y aduaneros, a pesar de que, según la pragmática real, entre las escasas pertenencias que podían llevar consigo los expulsos figura precisamente el tabaco6. Desde luego resulta llamativo el celo de los «guardas del tabaco» de Puerto de Santa María revisando -aunque más bien parece ser que el diario insinúa «requisando»- a media noche lo poco que esos desgraciados habían podido llevar consigo.

El hospital u hospicio era una casa «bastante grande y hermosa» que las siete provincias de Indias tenían en el Puerto de Santa María para vivir y para que pudieran detenerse en ella los sujetos hasta que se disponía la navegación para las Indias. Después del arresto y expulsión la recién llegada expedición del Paraguay fue la primera en hospedarse en dicha casa, pues los que llegaron antes, de la Habana y Caracas, se repartieron por diferentes casas de religión. Pero el gobernador, previendo la masiva llegada de jesuitas que se le avecinaban procedentes de América, había representado a la Corte, que mirando por el menor gasto del rey y mayor comodidad de los jesuitas le parecía conveniente se recibiesen en su hospicio. Tres veces tuvo que insistir en la representación hasta que lo alcanzó [162].

En el hospicio había un piquete de granaderos, al mando de un oficial, «con órdenes estrechas de no dejarnos tratar con nadie». A este fin no sólo había centinelas en la puerta para que nadie entrase, sino también al pie de la escalera y debajo de las ventanas para que ni aun por aquí nadie tuviese comunicación. La guardia se mandaba a son de caja y hacían centinela con bayoneta calada, menos en el pie de la escalera, donde estaban con sable en mano.

Aquí les prohibieron tener actos de comunidad y si alguna vez se juntaban para dar el viático o para alguna novena estaba presente el oficial de guardia. Más tarde les autorizaron juntarse sólo para las letanías, de forma que cuando moría alguno no les consentían que cantasen el oficio de difuntos ni que viniesen clérigos de fuera, sino sólo que de cuerpo presente se le dijese una misa y, mientras se decía, se rezase el oficio. A estos actos asistía el escribano, quien, luego que moría alguno, «hacía inventario de lo que dejaba, y esto con tanta puntualidad que algunas veces luego que recibía el Viático el enfermo se llegaba a él y le preguntaba qué dejaba» [163]. Este protocolo administrativo debió de repetirse con bastante frecuencia, si tenemos en cuenta que en cinco meses sólo de la provincia de México murieron catorce en Puerto de Santa María.

Este rigor inicial, dirigido principalmente para que nadie tratase con los jesuitas, poco a poco fue remitiendo, porque los oficiales hacían la vista gorda y dejaban entrar a cuantos querían o también porque el gobernador concedía con facilidad licencia al que la pedía. De esta forma pudieron conocer e incluso recibir algunos papeles de los muchos que sobre la expulsión corrían por entonces. También encontraron en Puerto de Santa María, principalmente los de Paraguay, gran afecto, pues, «como llegamos tan estropeados y derrotados, cuando nos esperaban tan ricos, nos merecimos la compasión de todos, y mucho más por la grande fama de nuestro Rey, Nicolás I y de nuestro poder en las Indias».

En el Puerto de Santa María estuvieron cinco meses y tres días y fue bastante lo que, según Peramás, tuvieron que soportar, «ya por parte de los nuestros, ya principalmente por la de los que nos cuidaban». De unos y otros se ocupa el diarista.

Dos eran los principales encargados del cuidado: don Lorenzo de la Vega, secretario del gobernador y capitán de las milicias urbanas de dicha ciudad, y su cuñado, don José Cantelmi. La descripción que de ellos se hace en el Diario no tiene pérdida:

Lo que oímos en el Puerto de estos dos caballeros, fue que Don Lorenzo era hombre de baja esfera, que por su proceder fue echado públicamente de Cádiz. En el Puerto de Santa María se mantuvo algún tiempo con el objeto de llevar y repartir las cartas del correo, y en Utrera, según dijeron, el de corchete o Ministro. Cantelmi fue algún tiempo mayordomo de un navío, y luego vino a parar en figonero. Vega no se sabe cómo llegó a ser Secretario del Gobernador y a verse en el auge en que se vería: porque siendo así que 4 años antes no tenía para pagar la casa en que vivía, ahora tenía no sólo para comprar algunas, mas también para arrastrar coche, trabajar a su costo 3 fuentes en un paseo público para así lograr el título que pretendía de Marqués de las tres Fuentes, y dejar a sus hijos 60.000 duros a cada uno, y gastar un tren como si fuera uno de aquellos célebres Mayorazgos de España. El Jueves Santo de este año se echó la llave del Sagrario de San Juan de Dios y regaló un Misal todo guarnecido de plata con el nombre de Jesús, y a unas monjas, donde se la echó su hijo, un cáliz de oro.


[182]                


Sobre el origen de esta riqueza añade el P. Peramás:

Yo en este asunto no quiero meterme a juez de vidas ajenas, averiguando de dónde sacó él tanto caudal para en poco más de un año gastar tanto y echar tal tren; y así sólo digo, como he advertido antes, lo que corría en el Puerto, lo que se nos decía y lo que experimentamos. En el Puerto de Santa María, pues, era público que cuando asistió Vega al arresto de aquellos jesuitas del Hospicio, reservó uno o dos cajones de escudos de oro, diciendo que eran medallas. Que se apropió muchas alhajas, ocultando algunas y otras componiéndose con los tasadores para que las que valían 30 dijesen valían 10. El cáliz de oro y misal de que hablamos, se puede congeturar que serían de éstas, y los trajes que su mujer e hijas gastaban de tisú, o de las piezas que para ternos tendrían los Procuradores de Indias o de los vestuarios que había. Esto no sólo corría en Puerto, sino que dichas señoras se lo echaban en cara, cuando salían al público con tales vestidos, y aun a él en una de las procesiones de Semana Santa le hicieron dejar la vela e irse por no oír a cada paso: aquí va el ladrón que ha robado a los jesuitas en el Hospicio.


[183]                


En un intento de echar un capote al personaje tan mal parado, añade el diarista:

Yo supongo que la envidia de sus émulos (que eran muchos) tendría la culpa en exagerar más de lo que en realidad era; pues esto es lo común en el mundo, al ver a un hombre con fortuna, no debiéndolo según las máximas cerradas del mismo mundo.


[184]                


A continuación pasa a referir, no lo que «se decía» en el Puerto, sino lo que los jesuitas a su custodia habían visto y experimentado:

Por lo que a nosotros toca y notamos, fue que, dando el Rey diariamente por cada jesuita un ducado, lo que ellos nos daban no valía la mitad; a esto se allegaba que la ropa, que por orden de la Corte nos dieron, fue de la peor calidad la más de ella, como se puede ver, y no la que necesitábamos sino la que ellos quisieron: con que en este punto ahorraban por dos partes, poniendo al Rey todo lo que nosotros pedimos y no nos dieron y apuntando de la mejor calidad. El paño de que nos hicieron las sotanas y manteos era tan basto que, luego que perdía el lustre y se le caía el pelo, parecía arpillera. Las medias tan ordinarias que podían servir de redes para pescar. Las sábanas tan angostas que, sin ponderación, parecían paños de manos. Los pañuelos, un pedazo de terliz, y tan ordinario que se podía servir de ellos, por pasarse lo que debían retener; y así lo demás.


[184]                


Lo anterior puede servir o no para justificar el enriquecimiento, lo que viene a continuación va referido al trato ordinario:

Éste era tal, que peor no podía ser. En todo se iban a lo más malo y a lo más barato. La comida sucia y tan mal guisada que sólo por la necesidad la tomábamos, y en cantidad tan poca que sólo para pasar la vida era bastante.


[185]                


Unas y otras cosas trascendieron a la ciudad y llegaron las quejas hasta el gobernador. Finalmente la Corte tuvo noticia del asunto y quitaron la comisión a Vega y Cantelmi, colocando en su lugar «a unos que llamaban Asentistas», que se obligaron a tratar mejor a los jesuitas recluidos en el hospicio. Pero la mejoría fue corta, pues se descubrió que todo había sido una maniobra de Vega y Cantelmi, quienes secretamente seguían manejando todo, pero para acallar al público habían tramado todo este enredo de asentistas, que además estaban todos emparentados con ellos. Aunque esta situación duró solamente un mes, pues finalmente le llegó de Madrid orden de dar cuentas y pidieron a los jesuitas informes de cómo se había portado con ellos, qué ropa les había dado, etc. Haciéndose sordo a la orden, le llegó una segunda obligándole a dar cuentas, aunque fuere necesario ponerle preso.

Pero estas molestias o sinsabores, que apenas ocupan unos capítulos del Diario, eran compensadas y suavizadas con la actitud de la Srta. Borja, «principalmente para con los enfermos, a quienes asistía con suma caridad». Suavizaba también estas molestias la llegada de jesuitas de otras provincias de las Indias o América, que arribaban cada día. Su número alcanzó, según el recuento del P. Peramás, los 1.087, con este orden: de México, 393; del Perú, 175; del Paraguay, 219; de Quito, 126; de Chile, 35; de Santa Fe, 137.

Estas cifras corresponden a los que el diarista llegó a conocer y con los que convivió en Puerto, pero los llegados antes y después fueron casi mil más, según la relación oficial, fechada el 30 de junio de 1769 en Puerto de Santa María, de todos los jesuitas americanos llegados a Cádiz hasta esa fecha7, en la que minuciosamente se consignan los nombres de los barcos llegados, su procedencia y el listado completo de los jesuitas embarcados y desembarcados. Los embarcados en América fueron 2.116, a saber: provincia de Nueva España, 553; provincia de Quito, 202; provincia de Santa Fe, 204; provincia de Perú, 406; provincia de Chile, 302; provincia de Paraguay, 449. Sin embargo, los desembarcados en Cádiz fueron 2.078, al haber fallecido en la navegación 38. Precisamente una de las primeras diligencias en Puerto de Santa María consistía en rehacer el registro de los llegados tomándoles los nombres del santo, patria, ejercicios, oficios y grados en religión [189].

Especial alegría manifiesta el diarista con el arribo de la saetía El Pájaro y la fragata Loreto, que llegaron al hospicio el día 10 de enero. En la primera iban 16 jesuitas y en la segunda 78, procedentes de Santa Fe y Quito. El día 8 habían tenido una tempestad sobre la costa en la que estuvieron a punto de perecer. Al día siguiente tomaron e hicieron con los recién llegados la misma diligencia acerca de la ropa, nombre, etc. [189].

La saetía Catalana, que transportaba 12 jesuitas de Corrientes, también padeció un fuerte temporal el día 14, en el que se perdió un navío inglés. Por eso cuando el 17 llegaron al hospicio los jesuitas de Corrientes hubo grande alegría «porque temíamos hubiesen perecido en los temporales» [190]8.

El 19 llegó a puerto la Flecha con jesuitas de México y el 20 eran recibidos en el hospicio. El día 27 se dio el viático a un sujeto del Paraguay y el 30 de enero más de 80 jesuitas cayeron enfermos de catarro, «originado de dormir en el suelo sin tener una estera que poner debajo» [190].

El mes de febrero fueron varios los jesuitas que fallecieron. La noticia que más veces repite el diarista es la referida al viático y extremaunción9. Entretanto, seguían llegando nuevos navíos: el 17 el San Esteban, que había salido de Buenos Aires con el resto de la flotilla y que traía 49 jesuitas de Buenos Aires y Santa Fe. En el viaje murieron los PP. Nicolás Contuci, Jerónimo Núñez y Sebastián Garau después de haber visto tierra. «Llegaron todos consumidos por la falta de víveres, por lo que se les dispensó en 15 días para que comieran carne en la cuaresma». Ese mismo día entró la urca San Juan con 80 jesuitas de México y Santa Fe10. Para entonces eran ya 400 los jesuitas recogidos en el hospicio, por lo que tuvieron que habilitar para refectorio -además del de la casa- tres tránsitos del patio. Otro tanto ocurrió con los aposentos, pues debieron improvisarse cuartos con esteras en los mismos tránsitos. Pero el día 20 la estrechez llegó a tal extremo que tuvieron que acomodar a los jesuitas en diferentes casas de religión. Los novicios fueron trasladados a San Francisco, donde nuevamente fueron puestos a prueba [192].

El propio gobernador en persona fue a tomarles declaración y explorar su voluntad y perseverancia. Fue entonces cuando les comunicó un nuevo decreto del Consejo Extraordinario, del 8 de ese mes de febrero de 1768, en que se hacía manifiesta «la voluntad de nuestro Soberano ordenando que los novicios que quisiesen seguir en la Compañía de Jesús, se costeasen a expensas propias el viaje hasta el lugar de su destino, y esto en traje secular, sin permitirles llevar sotana». Y añadió todavía otra condición muy dura: que había de ser por tierra. La carta de los novicios remitida al P. Maestro pidiéndole consejo de cómo habían de hacer el viaje, en la que además narraban todas las pruebas a que estaban sometidos, causó un gran efecto en la Comunidad [194], Sin embargo, «quiso Dios que antes de 24 horas calmase esta tormenta, pues se redujo a pura tentativa, como nos dijo el Sr. Gobernador» [195].

El 24 de febrero entró la fragata Fortuna con 51 jesuitas de Santa Fe. Separaron los novicios recién llegados y se los llevaron también a San Francisco. El 1 de marzo, debido a los problemas de espacio, todos los sujetos de la provincia del Paraguay -menos los enfermos y sus asistentes- y los extranjeros11 que habían de ir a la Victoria fueron trasladados a la casa de Eguía, que era grande y estaba junto al río a un tiro de fusil del hospicio [195].

Las noticias en marzo y abril se reducen a consignar los que van muriendo en Puerto de Santa María y los que lo habían hecho en el viaje, así como las peripecias y peligros de la navegación de los diferentes barcos que iban llegando. El 6 de marzo consigna la incorporación de tres jesuitas que habían salido del Río de la Plata el mismo día que el grueso de los del Paraguay -es decir, el 12 de octubre-, con lo que prácticamente habían estado cinco meses sin haber pisado tierra, ya que, por las circunstancias climáticas del viaje, se desviaron de la ruta y en lugar de fondear en Cádiz lo hicieron nada menos que en Ferrol. Los otros cuatro jesuitas de la expedición, que eran precisamente los novicios que todavía perseveraban de la Misión, al llegar a Montevideo se encontraron con la expulsión y la obligación de regresar de nuevo a España. Dichos novicios fueron remitidos desde Ferrol a Santiago, vestidos de seculares, para allí ser probados y ver si querían seguir al destierro con los demás [196].

Más adelante recoge el Diario el desenlace de esta aventura. Uno de los cuatro alegó que era ya religioso y en realidad así era. Hecha y firmada declaración jurada de decir la verdad, ante el oidor y el escribano en la celda del guardián12, se le dio orden de salir inmediatamente del reino, so pena de ser castigado, advirtiéndosele que sería tratado como novicio y que el rey no le daría nada. Lo único que le entregaron fue un pasaporte con la cláusula de ser «jesuita novicio y estar contumaz en seguir la misma Sociedad». Salió de España y, finalmente -ya en Italia-, pudo incorporarse de nuevo a su provincia del Paraguay [213]. Los otros tres finalmente se rindieron:

Aunque uno se mantuvo al principio firme, mas al fin por las persecuciones de un fraile, que había ido por misionero a la Corana, se rindió; pues, una de las saetillas que le echó fue: 'que le tenía el diablo engañado y que era engaño del demonio lo que hacía. Con el fervor de esta saetilla pidió ser cartujo, mas no tuvo efecto, porque últimamente vino de la Corte que a cada uno diesen 50 pesos y que los enviasen a sus tierras, encargando a las justicias velasen sobre ellos, que en un año no pudiesen tomar otro estado que el de casados, y que si no lo tomaban que avisasen a la Corte para ver qué se había de hacer. Y en esto vino a parar toda la protección real.


[214]                


El 30 de marzo entraron la Peregrina y la fragata Zenón de La Habana. El 31, que era Jueves Santo, desembarcaron los de México, que eran 76, si bien 16 procedían del Colegio de Popayán, pertenecientes, pues, a Quito. En este viaje falleció en el mar un coadjutor anciano de México.

El 7 de abril arribaba la urca Bizarra con 79 jesuitas de México. Habían hecho la travesía en 105 días, en una desgraciada navegación, pues además de la falta de víveres padecieron cinco tormentas terribles. Cayeron dos rayos dentro del barco, de los cuales uno mató hasta 20 reses y el otro 10 cerdos y derribó el palo mayor. El 16 del mismo mes entró el navío Aquiles, que había salido de La Habana el 5 de marzo con 70 jesuitas, quienes corrieron un gran peligro de perecer en el canal de La Habana por las corrientes y el viento reinantes. Un día después lo hacía la fragata Bizarra13, con 60 de México; y otra embarcación con 44 de Cartagena de Indias, de la provincia de Quito, de los que había muerto en el mar uno. El 20 entraba la fragata Félix con 64 de la misma provincia. Habían salido de La Habana el 16 de marzo. La navegación de La Habana a Cádiz fue feliz, mas no así la de Cartagena a La Habana, en la que murieron bastantes. El Diario del mes de abril concluye así:

En el 22 murió un sujeto en el Hospicio. En nuestra casa se dio el Viático (que vino de la Parroquia) al H.º Manuel Baliñas, quiteño recién llegado. En el 24 murió el H.º Alejo Juan, y en el 28 el P. Francisco Reu, los dos quiteños y en el hospicio.


[199]                


Mayo se inicia con la llegada, el día 1, del famoso navío El Peruano, por haberse hecho en el Perú, que traía 199 jesuitas del Perú y Chile. El día 2 llegaron 31 de Santa Fe y ese mismo día se llevaron los novicios a Jerez «para ver si querían dejar la sotana». Unos días después supieron que cinco novicios de México, dos de Santa Fe y uno de Lima la habían dejado [203].

El 6 de junio dieron aviso a todas las casas donde había jesuitas de «la orden de la Corte para que todos los Americanos se separaran de los Europeos», orden que causó gran desazón y repugnancia, porque conocían los americanos que «esto era querer aumentar el número de los disidentes o malcontentos». De hecho, hubo una triple separación entre los jesuitas de Puerto: los americanos, los europeos (es decir, españoles de la metrópoli) y los extranjeros [201].

Un día después empezaron los rumores de que iban a ser de nuevo embarcados y, efectivamente, el 9 de junio dieron orden a los americanos para que se preparasen para el día siguiente. Esa misma tarde ya se embarcó el equipaje y varios coadjutores para que cuidasen de él y el 10 lo hicieron los americanos. Los europeos embarcaron el 11, entre las 6 y las 7 de la mañana, en cinco barcos, de los cuales cada uno llevaba 30 sujetos con su equipaje, menos uno, en el que iban 32, no debiendo llevar más de 24.

Cuando llegamos al navío se hallaron los oficiales con el exceso de sujetos, que no había prevención de catres sino para 144. Al principio determinaron no recibirlos, pero al fin convinieron en que se quedasen. Y así quedamos a bordo del nuevo Estado del Reino de Suecia 134 del Paraguay y 18 del Perú, y por todos 154 con otros dos que después vinieron.

[202]                



Finalmente el 12 embarcaron en la Capitana los extranjeros y los de Santa Fe en una ragusa. Pero debido al estado de la mar no pudieron salir de la bahía hasta el día 15. Entretanto, mientras unos se disponían a salir rumbo a Córcega, otros continuaban llegando. El 11 entraba el Buen Suceso con jesuitas, convoyado por el «terrible Catalán», y el 13 lo hacía el navío La Soledad, escoltado por dos guardacostas portugueses [203],

Tan larga estancia en Puerto de Santa María fue debida en parte a los problemas diplomáticos surgidos ante el rechazo del papa a recibir a los jesuitas expulsos en sus estados y a la búsqueda de un lugar donde desembarcarlos, que finalmente sería Córcega, si bien dada la falta de sitio en la isla, que además se hallaba en guerra, y la negativa de Francia a admitir más jesuitas, los que iban llegando de América y Filipinas quedaron de momento depositados en Puerto de Santa María, hasta que se fueron resolviendo estos problemas14.

Por otro lado, la estancia en Puerto fue especialmente dura como consecuencia de las secuelas de los viajes anteriores y los muchos enfermos y ancianos que no pudieron remontarlos. Los muertos en Puerto fueron en cierto sentido los protagonistas por su elevado número. Además, las presiones psicológicas para que abandonaran la Compañía se ejercieron no sólo con los novicios sino también con los padres y hermanos. El resultado fue que la cantidad de «disidentes o malcontentos» -como los define el P. Peramás en su Diario- fuera aumentando día a día. La tirantez entre unos y otros llegó a extremos muy difíciles de convivencia, tanto que incluso llegó de la Corte la orden de separar a unos de otros [211].

En la lista de «sujetos que en esta tempestad se fueron a fondo en el Puerto de Santa María», recogida por el P. Peramás en su Diario, «los sujetos disidentes o malcontentos» son 79 de la provincia de Perú, a saber, 41 padres, 27 estudiantes y 11 coadjutores; 9 de la provincia de Paraguay: 5 padres, 3 estudiantes y 1 coadjutor; 5 de la provincia de México: 1 padre y 4 coadjutores; 2 estudiantes de la provincia de Quito; 1 de la de Chile, y 7 de la provincia de Santa Fe: 3 padres y 4 que no especifica si son estudiantes o coadjutores.

Lo curioso es el gran número de «disidentes» de la provincia de Perú, frente a los escasos de las demás, pues, de 104, 79 eran peruanos. Teniendo en cuenta que en Perú se habían embarcado 406 jesuitas, supone más del 19 por ciento. Sin embargo, del cómputo total de los 1.087 que reseñó el diarista durante su estancia en Puerto15, la cifra de 104, con ser muchos, apenas supera el 0,10 por ciento.

De todas formas, estas cifras son sólo válidas del 7 de enero al 15 de junio de 1768, periodo en el que el autor del Diario estuvo en Puerto de Santa María; por lo tanto, no son exactas, ya que de la provincia de México -de la que disponemos de un catálogo muy completo de los sujetos de la Compañía que formaban parte de la misma el día del arresto, el 25 de junio de 1767, y que llega hasta la restauración de la Compañía en 181516, hecho por otro «diarista» expulso y luego, a su vez, «disidente»- en Puerto de Santa María se secularizaron en total 18, frente a los 5 que recoge Peramás, y que son los que lo hicieron mientras él estuvo allí. De estos 18, 8 eran padres, 1 estudiante y 9 coadjutores.

Uno de los artífices de la «disidencia» -siempre según el Diario de Peramás- fue el marqués de la Cañada Terry, el sustituto de Lorenzo de la Vega, primer y principal encargado del cuidado de los jesuitas en Puerto de Santa María, quien dada su conducta con ellos acabó siendo definitivamente relevado de su cargo desde la propia Corte. El marqués de la Cañada Terry, que le sucedió, parece ser que tenía un objetivo bastante claro17. «Todos los días venía con capa de ver cómo nos trataban, mas en realidad él venía a su negocio», que no era otro que el de «Procurador del diablo», ya que andaba reclutando sujetos «con la mayor diligencia y solicitud» para que abandonaran la Compañía. Aunque en realidad no les decía que era para dejar la sotana, sino «para pasar a Italia y alcanzar de nuestro P. General licencia para en lo interior ser jesuitas, y en lo exterior seculares, y de esta suerte volver a sus Patrias a emplearse en la salvación de las almas». Este especioso título de que se valieron, añade el diarista,

fuera de ser un caso imposible, aun cuando ellos tuviesen tan santos intentos, sabíamos nosotros que no era más que para deslumbrarnos a todos; pues no ignorábamos lo esperanzados que estaban de ascender a puestos honoríficos luego que alcanzasen las dimisorias. Verdad que a ellos les leyeron una carta del Rey en que S. M. les decía que los tomaba bajo de su Real protección como a fieles vasallos.


[208]                


Esta política -y sus consecuencias de división interna entre los expulsos- llegó a hacerse pública en Puerto hasta el extremo de que

un pobre ciego, de éstos que ganan la vida haciendo saltar el perro por el aro, un día que los nuestros le llamaron para que les hiciese sus habilidades, le dijo: 'vaya, salta, para que el Señor se apiade de los mal contentos'; dicho que a nosotros nos cayó muy en gracia y que celebramos mucho. Por esto y por otras noticias que a nosotros llegaban temíamos que los apedreasen, cuando llegase el caso de separarlos.


[210]                


La situación se hizo tan tensa que fue necesario, en expresión no demasiado caritativa por parte del diarista, «separar los cabritos de los corderos». De esta forma los disidentes, tanto del hospicio como de la casa de Eguía, fueron trasladados a los conventos de San Francisco y San Agustín y a la hora del embarque lo hicieron en una sola nave con destino a Italia, en lugar de ir a Córcega como los demás [211].





 
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