Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Estudio introductorio a «Las ratas»

Amparo Medina-Bocos



En 1962, a los 42 años, Miguel Delibes recibía el premio de la Crítica por Las ratas. Había publicado hasta ese momento siete novelas, varios volúmenes de cuentos y un par de libros de viajes. Era director del más importante periódico de su ciudad natal y tenía serios enfrentamientos con el Ministerio de Información y Turismo, que no estaba muy conforme con la línea de lo que publicaba El Norte de Castilla ni con sus campañas de denuncia de la situación en que se encontraba el campo castellano.

Delibes -cazador, periodista, novelista, padre entonces de seis hijos- presentaba en Las ratas, bajo la apariencia de una obra de ficción, el relato más duro, el más fuerte alegato y la más descarnada denuncia de lo que era la vida en la Castilla rural: pobreza, abandono, marginación, incultura, deplorables condiciones de vida, violencia soterrada, un constante vivir pendientes del cielo. Pero también resignación, amor a la tierra, estrecha relación con la naturaleza. La novela era un desafío y a la vez un desquite. El propio Delibes le confesaba a César Alonso de los Ríos:

En cierto modo Las ratas y Viejas historias de Castilla la Vieja son la consecuencia inmediata de mi amordazamiento como periodista. Es decir, que cuando a mí no me dejan hablar en los periódicos, hablo en las novelas. La salida del artista estriba en cambiar de instrumento cada vez que el primero desafina a juicio de la administración.

[...] Yo intenté hacer compatible la estética con la denuncia de los problemas. Fue una visión literaria de todo lo que quise decir y no pude. Las ratas, sin ninguna duda, es un libro mucho más duro que los artículos que publicamos en El Norte de Castilla.1








ArribaAbajoMiguel Delibes: el hombre y el novelista

La trayectoria biográfica de Miguel Delibes es hoy suficientemente conocida. Nacido en Valladolid, en 1920, tercero de ocho hermanos, se educó en el seno de una familia de burgueses liberales y católicos. Muchos veranos de su infancia transcurrieron en un pueblecito santanderino, Molledo-Portolín, de donde procedía su padre, y donde el pequeño Delibes aprendió a amar la naturaleza. La Guerra Civil le sorprendió a los quince años, recién terminado el bachillerato. En plena contienda se alista como voluntario en la Marina y, junto a un grupo de amigos, sirve a bordo del crucero Canarias2.

Acabada la guerra, Delibes vuelve a Valladolid y pronto empieza a colaborar en las páginas de El Norte de Castilla, primero como caricaturista y desde 1944 como redactor. Tras ganar la cátedra de Derecho Mercantil en la Escuela de Comercio, en 1946 contrae matrimonio con Ángeles de Castro, su «equilibrio», como tantas veces ha repetido el propio Delibes. El 6 de enero de 1948 constituye un hito importante en la vida del escritor: en la redacción del periódico supo Delibes que su novela La sombra del ciprés es alargada había conseguido el cuarto premio Nadal. El miedo a convertirse en autor de una sola obra le impulsó a escribir su segunda novela, Aún es de día. Pero es a partir de El camino (1950) cuando puede decirse que su suerte como novelista estaba echada. Sin apenas darse tregua, con un paréntesis de algunos años a partir de 1974, fecha en que murió Ángeles, su mujer, Miguel Delibes ha escrito incansablemente, a ritmo de un libro por año y aun más a veces. El reconocimiento público a su labor se ha materializado en multitud de premios y homenajes,3 los estudios sobre su obra se han multiplicado con los años, sus lectores le siguen siendo fieles, sus libros de todo tipo han sido traducidos a numerosos idiomas y varios de ellos se han llevado al teatro y al cine4.

Si hubiera que definir a Miguel Delibes por un solo rasgo, éste sería sin duda la fidelidad: a sus ideas, a su paisaje, a sus gentes. Delibes es un hombre apegado a su ciudad natal -«yo no sabría vivir fuera de aquí»- y a su tierra castellana que conoce palmo a palmo. Pero esto no le ha impedido viajar por todo el mundo con ojos bien despiertos para conocer otros paisajes y otros pueblos y ahí están los libros de viajes como testimonio de sus experiencias5. «La Castilla de mis libros, sólo he acertado a verla como es, después de recorrer Europa y todo el continente americano», escribía en La Vanguardia en 1981. Habitante de ciudad, Delibes se ha refugiado en la naturaleza siempre que ha podido: el pueblecito burgalés de Sedano, en La Lora, quedará para siempre unido a la vida del escritor, como uno de sus escenarios preferidos.

Miguel Delibes aceptó con gusto la definición que algún crítico hizo de él: «es un cazador que escribe». La caza ha sido su afición indiscutible. Y la pesca, cuando no se podía cazar. Un padre cazador, los veranos en Molledo, el amor a la naturaleza y una primera escopeta a los once años explican de sobra esta pasión de la que han nacido algunos de sus libros más conocidos6.

Dos últimos rasgos pueden ayudar a completar la personalidad de nuestro autor: el pesimismo y la religiosidad. La cita de Horkheimer con que se abre Parábola del náufrago -«Mi sentimiento principal es el miedo»- resulta reveladora de lo primero. Aunque aún se muestra más explícito cuando señala: «He repetido que mis novelas no son nunca optimistas -participan del pesimismo del buen neurótico que soy-, a excepción, si se quiere, de Diario de un cazador»7. Conviene indicar, en fin, que es la suya una religiosidad basada en el sentido social de la justicia y cuya expresión más adecuada habría que buscarla en las doctrinas del Concilio Vaticano II y en la figura de Juan XXIII.

Delibes ha repetido con frecuencia que él no es un intelectual. Pero resulta indiscutible que es un hombre que conoce bien los problemas que ve a su alrededor y que ha expresado en numerosas ocasiones cuáles son sus preocupaciones más profundas. Castilla, o mejor, la situación de abandono del campo castellano, fue el tema de una campaña hecha a través de la sección «Ancha es Castilla» y de una serie de editoriales que acabaron en 1963 con su renuncia a la dirección de El Norte de Castilla. El sentido del progreso constituye otra de las grandes preocupaciones de Miguel Delibes. Cuando el 25 de mayo de 1975 el escritor ingresó en la Real Academia fue ése precisamente el tema de su discurso de recepción. El temor a las consecuencias que el progreso puede tener para la naturaleza y para el hombre constituye el eje central de un alegato en que se dice sí al progreso pero no a cualquier precio. La tercera gran preocupación de nuestro escritor podría ser la dignidad y libertad humanas, una obsesión que tiene quizá su más claro reflejo literario en Parábola del náufrago.

Si Miguel Delibes se ha referido con frecuencia a los problemas que le preocupan en cuanto persona que calibra la realidad que le rodea, otro tanto ha hecho con sus ideas en cuanto novelista que se enfrenta a un tema y debe resolver cómo contarlo. Las opiniones acerca de este asunto, expresadas a lo largo de años y dispersas en libros, entrevistas, conferencias y artículos, constituyen una auténtica teoría de la novela que aún no ha sido sistematizada. Quizá no esté de más recordar brevemente algunas de estas ideas antes de adentrarse en la lectura de una de sus obras. Saber lo que piensa un novelista acerca de su quehacer, conocer cómo juzga él mismo su trabajo, qué problemas se le plantean y qué sentido tienen los diversos elementos que entran en juego en la creación de su mundo novelesco supone contar con un marco de referencia que, sin duda, hará más enriquecedora la lectura de sus novelas. Las opiniones seleccionadas son lo suficientemente explícitas como para poder ser reseñadas sin apenas comentarios.

A propósito de ciertas valoraciones acerca del nouveau roman francés -al que Delibes critica el «no contar nada»- explicaba así su idea de lo que es una novela:

Yo entiendo que novelar o fabular es narrar una anécdota, contar una historia. Para ello se manejan una serie de elementos: personajes, tiempo, construcción, enfoque, estilo. A mi ver, con esos elementos se pueden hacer todas las experiencias que nos dé la gana..., todas menos destruirlos, porque entonces destruiríamos la novela. El margen de experimentación es inmenso, pero tiene un límite; que se cuente algo.8



Conocida es también su escueta definición sobre los elementos inexcusables para que haya novela: «un hombre, un paisaje y una pasión». Una hermosa fórmula, dice Francisco Umbral, que la traduce a estos otros términos: el personaje, el conflicto y la tierra9.

El propio Delibes se ha encargado de precisar cuál de estos elementos es para él el más importante:

Yo doy a mis personajes un lugar preponderante entre todos los elementos que se conjugan en una novela. Unos personajes que vivan de verdad relegan, hasta diluir su importancia, la arquitectura novelesca, hacen del estilo un vehículo expositivo cuya existencia apenas se percibe y pueden hacer verosímil el más absurdo de los argumentos.10



Se ha referido también Delibes a los «materiales» con los que un novelista elabora sus historias, a lo que denomina la «facultad de desdoblamiento»:

A mi juicio, el novelista auténtico se nutre de la observación y la invención tanto como de sí mismo. El novelista auténtico tiene dentro de si, no un personaje, sino cientos de personajes. De aquí que lo primero que el novelista debe observar es su propio interior. En este sentido, toda novela, todo protagonista de novela, lleva en sí mucho de la vida del autor. Vivir es un constante determinarse entre diversas alternativas. Mas, ante las cuartillas vírgenes, el novelista debe tener la imaginación suficiente para recular y rehacer su vida conforme otro itinerario que anteriormente desdeñó. Imaginativamente puede, pues, recrearse. Por aquí concluiremos que por encima de la potencia inventiva y del don de observación, debe contar el novelista con la facultad de desdoblamiento: no soy así pero pude ser así. Dar testimonio, en una palabra, no sólo de lo que le ha ocurrido, sino de lo que podría haberle ocurrido en cada caso y cada circunstancia.11



Por lo que se refiere a cuestiones de técnica narrativa, para Delibes lo primero es el tema, el contenido de la novela, tener algo que contar. Y a partir de ahí surge el problema de encontrar la forma adecuada para hacerlo, el tender un puente, como decía Ortega, entre el escritor y sus posibles lectores. «Para mí la labor más penosa del novelista está antes de la creación, antes de hacer literatura propiamente dicha, o sea, al plantear el tema del libro y buscar la fórmula para resolverlo.»12 Porque, como dice en otro lugar:

Cada novela requiere una técnica y un estilo. No puede narrarse de la misma manera el problema de un pueblo en la agonía (Las ratas), que el problema de un hombre acosado por la mediocridad y la estulticia (Cinco horas con Mario). El primer quehacer del novelista, una vez elegido el tema es, pues, acertar con la fórmula, y el segundo, coger el tono [...] Resueltos estos problemas, la temperatura de creación -que algunos llamaron musa, e inspiración otros- no puede negársenos. En ese momento han de entrar en juego los recursos selectivos del novelista para eliminar lo accesorio. Quiero decir que una vez en posesión de la fórmula (técnica) y cogido el tono (estilo), lo difícil no es hacer una novela larga, una novela río, sino decir lo que queremos decir con el menor número de palabras posible.13



Estas afirmaciones de Delibes suponen la expresión teórica de un aspecto muy importante en su trayectoria narrativa: la aplicación de la técnica «selectiva» como factor decisivo en la evolución de su estilo. Y es que, en efecto, frente a sus primeras novelas, que incluían infinidad de detalles que nada añadían a la progresión del tema, puede percibirse una paulatina eliminación de estos elementos extraños a lo largo de su obra. O dicho con ejemplos concretos, entre La sombra del ciprés... y una novela como Los santos inocentes, en la que nada sobra, hay un largo proceso de aprendizaje del que es consciente el propio autor14.

Dos últimas referencias pueden servir para ilustrar lo que según el escritor vallisoletano debe ser la función de la novela y del novelista hoy:

La novela no puede permanecer anclada en su antigua misión de entretener a la burguesía, pero yo pienso que mayor interés aún que los experimentos formales tienen las innovaciones de fondo. La novela, hoy, antes que divertir -para esto ya están el cine comercial y la televisión-, debe inquietar. Es, tal vez, el instrumento más directo de que disponemos para barrenar la oronda seguridad de una burguesía satisfecha.



Para poder llevar a cabo este papel de denuncia del sistema, Delibes afirma la necesaria independencia del novelista; «Nuestra misión consiste en criticar, molestar, denunciar, aguijonear al sistema de hoy y al de mañana porque todos los sistemas son susceptibles de perfeccionamiento, y esto, a mi ver, sólo puede hacerse desde una conciencia libre, sin vinculaciones políticas concretas».15

Que Delibes ha sido coherente con estas ideas es algo que puede comprobarse con la simple lectura de sus obras. Novelas como Las ratas o Los santos inocentes son verdaderas denuncias de las condiciones, a veces infrahumanas, en que se desenvuelve la vida campesina. Y en cuanto a sus novelas urbanas, las ideas que conforman la ambigua moral de la clase media se fustigan en algunas de ellas sin compasión, como queda patente en el caso de Cinco horas con Mario.




ArribaAbajoLas ratas en la novelística de Miguel Delibes

La obra novelística de Miguel Delibes ha sido sometida a diversos intentos de clasificación, utilizando para ello criterios bien distintos. En 1965 el propio autor, puesto en la situación de agrupar para la imprenta lo que hasta el momento eran sus Obras Completas, fue consciente de la incongruencia de seguir un orden cronológico e incluso de hacer agrupaciones genéricas -lo periodístico frente a lo novelístico- y apuntaba con buen juicio lo siguiente:

Si acaso cabría una división entre mis novelas de ambiente urbano y mis novelas de ambiente rural, siquiera esto tampoco implique una frontera tajante, supuesto que Lorenzo, el bedel-cazador, y protagonista de los dos Diarios, es un hombre de asfalto que huye periódicamente al campo y la Desi, la criada protagonista de La hoja roja, es una muchacha de campo instalada en la ciudad.16



Hecha esta observación, son novelas de ambiente claramente rural El camino, Las ratas, Viejas historias de Castilla la Vieja, y Los santos inocentes. Obras como El disputado voto del señor Cayo o El tesoro plantean la dificultad de entendimiento entre los hombres del campo y los de la ciudad. Dejando aparte el caso que por su propia temática constituye Parábola del náufrago, el resto de las novelas delibeanas deben ser consideradas como novelas urbanas.

La división que en 1962 hizo José Luis Martín Descalzo,17 quien habló de la existencia de dos líneas estilísticas en Delibes y distinguía entre «novelas que se pueden contar», porque en ellas pasan cosas (La sombra del ciprés es alargada, Aún es de día y Mi idolatrado hijo Sisí) y novelas que no se pueden contar, entre las que se incluye Las ratas, parece haber gozado de aceptación general18.

Ramón Buckley adopta la «división anecdótica y estilística» de Martín Descalzo (que atribuye a Vivanco) y la hace corresponder exactamente con la suya propia que distingue una época negativa y una positiva en Delibes. En el primer caso, el protagonista se enfrenta a la sociedad, mientras que en el segundo forma parte integrante de ella. Para justificar tal distinción, examina Buckley tres aspectos en los que la evolución delibeana de la primera a la segunda época es más patente y que resume en estos términos:

  1. La relación del autor con su obra (cómo de su postura de «autor» pasa a la de «fabulador»).
  2. La función del tiempo en sus novelas (cómo de una «temporalidad objetiva» se pasa a una «cronología subjetiva»).
  3. Su técnica descriptiva (cómo de una técnica acumulativa se pasa a una técnica selectiva y reiterativa)19.

Es la segunda época la que ahora interesa, puesto que en ella se incluye Las ratas. Delibes se muestra aquí omnisciente sin que el lector apenas se dé cuenta de ello y esto es así porque quien lee se siente en contacto directo con unos personajes y unas situaciones sin que aparentemente intervenga el autor. En el caso concreto de El camino y Las ratas, el narrador aparece en determinadas ocasiones como un vecino más del pueblo que cuenta la vida de los demás, o al menos ésta es la impresión que recibe el lector. La acumulación de la primera época da paso a la selección y a la intensificación de lo seleccionado y su reiteración en la segunda, aspecto este que para Buckley define el estilo de Delibes, una postura intermedia entre las tendencias extremas del objetivismo y el subjetivismo.

Gonzalo Sobejano, que admite como generalmente aceptada la realidad de las dos épocas de Delibes, añade a lo dicho por Ramón Buckley una aguda observación y es que «el mundo de la primera época es un mundo observado y el de la segunda un mundo vivido, o, mejor aún, que allí prepondera la abstracción y aquí la concreción».20

En 1972 Sanz Villanueva se hacía eco de estas dos fases en la obra de Delibes y daba su propia caracterización de cada una de ellas: narración tradicional, con fuerte dosis de «historia» y la enojosa presencia del «sabio» narrador en la primera época, frente a una técnica narrativa más moderna en la segunda. Y, desde el punto de vista ideológico, presencia de un héroe solitario que se refugia en su soledad como «camino» de realización en las primeras novelas, y una mayor conciencia de la solidaridad humana en las siguientes. Plantea, con todo, una tercera etapa, «que estaría enlazada con la anterior por Las ratas en cuanto a crítica social, e integrada por Cinco horas con Mario y Parábola del náufrago».21

También César Alonso de los Ríos habló en su momento de los dos Delibes: el primero, de preocupaciones existencialistas, y otro «que apunta más claramente a la organización social, a los mecanismos de dominación social y política». Un par de años antes Francisco Umbral, al analizar la evolución de la obra delibeana, había advertido un «progresivo desclasamiento» del escritor vallisoletano. Tal proceso se habría iniciado con Mi idolatrado hijo Sisí, novela en la que se apunta una primera crítica de clase; se percibe claramente en La hoja roja, crítica total de la burguesía, y da un paso más con Las ratas, «quizá el primer libro abiertamente político del novelista».22

Para concluir con este rápido repaso a la periodización de que ha sido objeto la novelística de Miguel Delibes es oportuno recordar las ideas expresadas por Pilar Palomo en su magistral análisis de Las ratas. En su opinión, a partir de El camino Delibes no ha dejado de comunicar un mensaje primordial en su universo ideológico y narrativo: «la defensa, casi elegíaca, del campesino y el campo castellanos, de un sistema de vida en trance de desaparición». Dentro de esa parcela narrativa concreta, señala Pilar Palomo dos etapas bastante definidas: la que va de El camino (1950) a Las guerras de nuestros antepasados (1975), con el ejemplo intermedio de Las ratas (1962), y «una apertura posterior de ese referente concreto a una defensa generalizada de lo natural frente a lo artificial o de lo justo frente a lo injusto». El abandono del entorno vallisoletano, la acentuación de las notas agresivas, de denuncia social, en esta parcela de su novelística, y la progresiva sustitución de la ironía humorística y la ternura por un simbolismo cada vez mayor de los personajes y de la estructura novelesca en la que actúan, son para Pilar Palomo los rasgos que caracterizan esta nueva etapa iniciada a partir de 1975. Donde esas notas de agresividad y simbolismo de la estructura llegan a su más alta cota es, sin duda, en Los santos inocentes (1981), cuyos personajes alcanzan auténtica categoría de símbolos de la injusticia.

Dentro de esta trayectoria, la tesis de Pilar Palomo es que Las ratas, situada cronológicamente en el punto central de la primera etapa, «apunta ya en muchos de sus elementos al simbolismo de Los santos inocentes». Es cierto que prosigue la ruta marcada por El camino, pero también lo es que acusa una agresividad de la que carecía la novela de 1950. Y es que, como demuestra inteligentemente en su trabajo, «Las ratas es algo mucho más complejo que un simple espejo de la realidad, balanceándose entre el infrarrealismo de la caricatura, la objetividad del retrato y la estilización simbólica».23




ArribaAbajoUna novela de Castilla

En el prólogo al segundo tomo de sus Obras Completas, publicado en 1966, escribía Delibes: «Hay una serie de motivos o ambientes que se reiteran en mi producción: muerte, infancia, naturaleza y prójimo». Cuatro años más tarde, en el prólogo al tomo tercero, precisaba: «En ellos se centra mi preocupación -muerte, prójimo- o mi vocación -naturaleza, infancia-». Si hay una novela en la obra delibeana en que estos cuatro temas aparezcan simultáneamente tratados ésta es, sin lugar a dudas, Las ratas. Un niño que vive en contacto directo con la naturaleza, unos hombres unidos ante la adversidad, la muerte violenta..., los grandes motivos de Miguel Delibes se muestran en este drama de la Castilla rural, cuya génesis ha explicado el propio novelista:

La censura de prensa, más cernida y dura que la literaria, me prohibió en 1961 una campaña en favor del campo castellano, sumido en el desamparo y la pobreza. Un día, caminando por tierras segovianas, sorprendí a un hombre que cazaba ratas en un arroyo para vendérselas a sus convecinos para su sustento. Este hombre me pareció un símbolo de la Castilla de entonces y lo erigí en el protagonista de mi novela -que escribí para resarcirme de la campaña de prensa que no pude hacer- colocando a su lado a un niño sabio y generoso, el Nini, que bien pudiera representar el espíritu de Castilla, rico y esperanzado, en dramático contraste con su miseria material.24



Delibes incluyó Las ratas en el tomo tercero de sus Obras Completas, junto con Aún es de día y La hoja roja, obras las tres que en su opinión tienen como común denominador «el sentimiento del prójimo» o lo que otros llaman «preocupación o inquietud social». A la vista de tales novelas, afirmaba su autor, «resulta incontestable que la actual sociedad española me parece deficientemente estructurada y que junto a los que tienen mucho, viven los que tienen poco o no tienen nada, de tal forma que se está haciendo por días urgente una revisión».25 Delibes ha hablado también de su «propensión a lo rural» y de la «instintiva ternura» con que acostumbra a envolver esos ambientes y sus pobladores. Y, defendiéndose ante quienes le acusaban de situar la virtud en el campo y el pecado en la ciudad (Torrente Ballester, por ejemplo), matizaba: «Tal afición y tal ternura pueden significar, antes que un reconocimiento a las virtudes del campo, un movimiento de piedad ante su abandono».26

Enamorado desde niño de la naturaleza, de los horizontes abiertos, de Zane Grey y James Curwood -sus novelas de praderas, de tramperos, de caza en la nieve-, Miguel Delibes no tiene reparo en confesar: «Con los años, una vez instalado en la novela, mis obras tenían forzosamente que volver al origen: los seres primarios, las bestias que con ellos conviven y los escenarios naturales»27. Esto es, justamente, lo que se nos muestra en Las ratas.




ArribaAbajoLos personajes

Las ratas es la novela de una colectividad, la que forman los vecinos de un mísero pueblo castellano que saben que su subsistencia no depende sólo de su trabajo, sino de unas condiciones climatológicas que ellos no pueden controlar28. Pero, naturalmente, no es sólo un problema de climatología. Sería ingenuo buscar la clave del fracaso de esta comunidad campesina únicamente en las consecuencias de un pedrisco, o de una helada a destiempo. La clave más profunda debe buscarse en la propia estructura socioeconómica del pueblo, en el reparto profundamente desigual de su riqueza:

Desde que tuvo uso de razón, el Nini siempre oyó decir que la señora Clo, la del Estanco, era la tercera rica del pueblo. Delante estaban don Antero, el Poderoso, y doña Resu, el Undécimo Mandamiento. Don Antero, el Poderoso, poseía las tres cuartas partes del término; doña Resu y la señora Clo sumaban, entre las dos, las tres cuartas partes de la cuarta parte restante y la última cuarta parte se la distribuían, mitad por mitad, el Pruden y los treinta vecinos del lugar (págs. 44-45).



Las ratas es una novela de denuncia. Y sería incompleta una lectura que atendiese únicamente a sus valores estéticos, que los tiene y muchos, o al desenlace de una trama por otro lado apenas existente. Son claros los motivos que llevaron a su autor a plantear en forma de estructura novelesca lo que de otro modo nunca le hubiera sido permitido decir. El fracaso de la colectividad tiene causas muy reales y ésas son las que Delibes, sin hacerlas explícitas claramente, pero sí sugiriendo, haciendo leer entre líneas, trata de apuntar en esta novela.

Para el desvelamiento de las razones profundas que llevan al fracaso de esta comunidad rural, se contraponen en la novela tres grupos o sistemas sociales29. En primer lugar, «la máquina estatal burocratizada», un sistema que tiene su máximo representante en Fito Solórzano, el Gobernador, y cuyo nexo de unión con la colectividad es Justito, el Alcalde, un personaje que participa de las características que Delibes da a ambos sistemas (tratamiento irónico que se corresponde con el caricaturesco dado al gobernador, pero también amante de su tierra, como el resto de sus convecinos)30. Un segundo sistema social es el representado por los vecinos del pueblo, unas treinta y cinco familias «que viven de la tierra, pero en distinta manera de aproximación y de relación con ella»: desde don Antero, el terrateniente, que cuenta con empleados fijos, hasta los pequeños propietarios que cultivan directamente su escasa tierra o la que tienen en arriendo. Por último, frente y junto a ellos, el tercer grupo social está constituido por el clan familiar del Ratero, «símbolo del individuo libre, a-social, primitivo», en oposición total al primer grupo, pero en armónica convivencia con el segundo.

De entre la galería de personajes que pueblan Las ratas, un verdadero microcosmos, destaca sin ninguna duda el Nini, un niño sabio sobre el que los críticos no acaban de ponerse de acuerdo. La importancia indiscutible de este personaje viene dada por las diferentes funciones que cumple en la novela y que conviene tener presentes:

Desde el punto de vista de la propia estructura de la novela, como ha señalado Alfonso Rey, a él le corresponde el papel de aglutinar las diferentes anécdotas y situaciones que constituyen el contenido de la obra, así como establecer puntos de contacto entre los variados personajes que desfilan por ella. Su presencia constante a lo largo del libro es la prueba más clara de su importancia en la construcción estructural de Las ratas31.

El Nini tiene por otra parte una importante función simbólica, Este niño de entre diez, y doce años, además de ser una especie de «maestro» de la comunidad -el personaje se nos presenta como el receptor y poseedor de todo un conjunto do conocimientos empíricos acerca del mundo que le rodea- aparece desde el comienzo de la novela rodeado de connotaciones de claras reminiscencias religiosas. Especialmente relevante resulta a este respecto la cita evangélica con que abre Delibes su novela, o el hecho de que a algunos de sus convecinos les recuerde a Jesús entre los doctores. Y constantemente se alude a «su precoz gravedad», a «su ciencia infusa», a su «grave aplomo», a su hablar «sentenciosamente»32.

El Nini es un producto de las leyes biológicas, no reguladas socialmente. Hijo de hermanos, personaje solitario, que se relaciona con los adultos y no con los niños de su edad, tiene como única compañera a su perra -cuando doña Resu le pregunta por qué anda siempre tan solo, él responde: «No ando solo, doña Resu. (Ando) con la perra» (pág. 92)- y su ocupación consiste en recorrer el pueblo y sus alrededores, avisando a sus vecinos de los signos que observa en la naturaleza (la presencia de una nube, lo que presagia la dirección del viento, la actividad de las hormigas voladoras...). Pero también siendo requerido por todos, que le consideran el más capaz para realizar determinadas tareas: eliminar los zánganos de una colmena, capar un marrano, seleccionar los conejos defectuosos, separar la gallina de sus polluelos...

Curioso, de espíritu observador, amante de la tierra y de los animales, el Nini es un niño que ha aprendido cuanto sabe del magisterio de cuatro personajes importantes en su vida: su abuelo Abundio le ha instruido en el arte de podar; su abuelo Román le ha transmitido todo tipo de conocimientos sobre las liebres; de la abuela Iluminada ha aprendido los secretos de la matanza. Pero muchos de los conocimientos del Nini proceden del Centenario, un hombre de experiencia, que «sabía mucho de todas las cosas, hablaba siempre por refranes y conocía al dedillo el santo de cada día» (pág. 28). Éste era su maestro indiscutible. En sus charlas con el tío Rufo «aprendió el Nini a relacionar el tiempo con el calendario, el campo con el Santoral y a predecir los días de sol, la llegada de las golondrinas y las heladas tardías» (pág. 28). El Nini es un ser receptivo, que está a gusto consigo mismo siendo como es, que sabe gozar del espectáculo que ofrece continuamente la naturaleza, que ríe contemplando a los conejos rebozados de luna y disfruta cuidando un zorrito que se hará a vivir con él en la cueva33.

El Nini lo sabe todo acerca del entorno y nada acerca de lo artificial. La perplejidad que siente cuando doña Resu le pregunta si sabe lo que es la longanimidad vuelve a sentirla cuando el Rosalino le pregunta si no sabe dónde anda el carburador. Y su respuesta -«De eso no sé, señor Rosalino; eso es inventado» (pág. 93)- muestra a la vez sus limitaciones y sus seguridades. El Nini ama la naturaleza y por eso la respeta, le repugna la muerte en todas sus manifestaciones y sólo concibe muertas a las ratas, su sustento, y a los cuervos y las urracas que le traen recuerdos fúnebres34. De ahí su antipatía por el Furtivo que no respeta las épocas de veda e incluso es capaz de matar al zorrito que con tanto amor había cuidado el niño,

El chiquillo confiesa sin ambages su escaso interés por llegar a convertirse en un señor, o por tener un coche como el del Poderoso, o por ser como el ingeniero de los extremeños (págs. 93-95). Intenta sobrevivir en un mundo que le es adverso y ante la inminencia del hambre recurre a aprovechar cuanto la naturaleza le ofrece: cazar lagartos, recolectar manzanilla, recoger almendras silvestres... Sólo en una ocasión, cuando, dolido por el bofetón que le propina la Columba, decide echar un bidón de gasolina en el pozo del alcalde, el Nini se comporta como un niño de su edad. En los demás casos, su actitud es la de un niño precozmente adulto, grave, sentencioso, acostumbrado a la adversidad35.

La figura del Nini ha suscitado muy distintas valoraciones. Preguntado Delibes acerca de este personaje que «rompe el esquema realista», en una novela de realismo tan crudo como Las ratas, respondía así:

Con el Nini intenté, por un lado, un contrapunto de la vida tremenda del medio rural castellano. Le di una elevación espiritual por encima del resto de sus convecinos. Por otro lado, trato de simbolizar con él las dificultades que encuentra en un pueblo un ser inteligente para realizarse. Por último, el Nini es una especie de conciencia social. Algunos me han llamado reaccionario porque este niño se niega a salir de su medio; como el niño de El camino se niega a estudiar, a marchar del pueblo. Yo lo que pretendo es decir que hay personas con vocación de ruralismo y no hay por qué oponerse a ello. Otra cosa es que, dada la situación actual, no sean aconsejables estos medios. Hay gente que se ve forzada a emigrar cuando les gusta la vida del pueblo. ¿Qué se les ofrece a cambio? Lo que habría que conseguir, por lo que hay que luchar, es para que las condiciones de vida en el campo no sean míseras, sino humanas, que para disfrutar de un desarrollo cultural y un bienestar material no sea preciso marchar del campo36.



Junto al personaje del Nini emerge con fuerza en la novela el de su padre, el Ratero, un tipo marginado, producto puro de la naturaleza, ajeno a todo sistema sometido a leyes, rudo, primitivo. Hombre de un marcado individualismo, el Ratero se siente acosado por quienes pretenden arrebatarle sus únicas propiedades: el Nini, la cueva, las ratas. Y así, discutirá con doña Resu, empeñada en hacer del niño un hombre de provecho; se enfrentará al alcalde que intenta por todos los medios que abandone la cueva, porque así se lo ha prometido a su amigo, el Gobernador; y acabará dando muerte al ratero del pueblo vecino que se ha adentrado en lo que considera su territorio.

Las condiciones de vida del Ratero son absolutamente miserables: vive como los animales y caza, como ellos, para sobrevivir; duerme sobre paja en una cueva, se alimenta de ratas que él mismo debe procurarse y, curiosamente, está al margen y a la vez integrado de alguna forma en la comunidad. La imagen física del personaje se va perfilando a lo largo de la novela: sus dientes podridos, su sonrisa entre estúpida y socarrona, sus rudos ojos huidizos, sus toscas manos de dedos como tajados a guillotina, la sucia boina capona amarrada con un cordel, el gesto de rascarse la cabeza bajo la boina... Respetuoso con el medio, porque sabe que le va en ello la vida, el Ratero es un ser hermético y su hermetismo se va haciendo más hosco a medida que avanza el tiempo y el fantasma del hambre acecha. La parquedad de sus expresiones es quizá el rasgo de carácter que más claramente lo identifica: «El tío Ratero rara vez pronunciaba más de cuatro palabras seguidas. Y si lo hacía era mediante un esfuerzo que lo dejaba extenuado, más que por el desgaste físico, por la concentración mental que le exigía» (pág. 29). El Nini sabe respetar sus silencios, porque es consciente de que «pronunciar más de cuatro palabras seguidas o enlazar dos ideas en una sola frase le fatigaba el cerebro». Y hasta su perra se llamaba sólo Fa «por ahorrarle fatiga al Ratero» (pág. 65).

La crítica siempre ha considerado a este personaje como un ejemplo especialmente significativo de la galería de tipos delibeanos que se mantienen fieles a su camino, a un destino que les viene impuesto y que se resisten a abandonar. Y en este caso, su destino es vivir en la cueva y cazar ratas y, acuciado por sus vecinos -«Sacúdele, Ratero. ¿Para qué quieres las manos?», o «Al hijo de mi madre le podían venir con ésas» (pág. 128), o «El río es tuyo, Ratero. Antes de que él echara los dientes ya andabas tú en el oficio» (pág. 160)- su destino será matar al ratero de Torrecillórigo, en un final sangriento presenciado con impotencia por el Nini que sabe que los otros (los ricos, los poderosos) no lo entenderán37.

Tales son los habitantes de las cuevas. Por lo que hace al resto de los vecinos del pueblo, todos ellos aparecen nombrados, como ocurre en las novelas rurales de Delibes, bien únicamente por su apodo (el Pruden, el Malvino); o bien por su nombre más un elemento, sustantivo o adjetivo, que indica el sobrenombre con que es conocido entre sus convecinos (don Antero, el Poderoso; doña Resu, el Undécimo Mandamiento) o su profesión (Frutos, el Jurado; José Luis, el Alguacil) o una cualidad distintiva (el Mamés, el Mudo; el tío Rufo, el Centenario) o la relación de parentesco que mantiene con otros personajes (el Mamertito, el chico del Pruden; la Columba, la mujer del Justito).

De entre este retablo de personajes -en la novela se nombran más de cuarenta diferentes- sobresalen algunos, sea por la función que cumplen en la obra, sea por su presencia continuada a lo largo de ésta. Y hay que subrayar que no todos ellos reciben el mismo tratamiento por parte de su creador. Pilar Palomo ha hecho notar cómo el método crítico empleado por Delibes con respecto a quienes representan la máquina estatal pasa de la ironía socarrona con que se narran los fallidos intentos de repoblación forestal, al sarcasmo caricaturesco con que aparecen tratados los dos personajes que encarnan el símbolo de un sistema estatal ajeno a la tierra -Fito Solórzano, el Gobernador- y el del capitalismo agrario o latifundismo, representado por don Antero. La superestructura dominante y adversa está reflejada en estos dos personajes. Pero mientras Fito Solórzano no conoce la realidad del campo -se asombra, por ejemplo, de que en los pueblos se coman ratas-, don Antero actúa de hecho en función del mantenimiento de unas condiciones sociales que le favorecen38. Don Antero, el Poderoso, no tiene ningún reparo en «manifestar frívolamente en la tertulia de la ciudad que "por lo que hacía a su pueblo, la tierra andaba muy repartida"» (pág. 45). Pero este comentario se vuelve contra él en la mente de cualquier lector con un mínimo de sensibilidad.

El único habitante del pueblo que disculpa las «dos o tres trifulcas» que el Poderoso armaba cada año en el pueblo es Rosalino, el Encargado, una especie de obrero del campo evolucionado, que a su manera domina la técnica porque conoce el manejo de las máquinas. Se trata, en palabras de Pilar Palomo, de un «pequeño y mediocre símbolo de la evolución industrial de la agricultura» y representa el enlace entre el capitalismo agrario y el agricultor tradicional, que únicamente puede emplear métodos arcaicos. Lo significativo es que este enlace sea precisamente un agricultor cuya vinculación afectiva con la tierra es tan fuerte como la del resto de la comunidad39.

Junto a don Antero, y entre los ricos del pueblo, aparecen dos figuras femeninas totalmente contrapuestas. Mientras la señora Clo, la del Estanco, es un personaje positivo, plenamente integrado en la comunidad, doña Resu, como don Antero, permanece al margen y en ningún momento se alude al menor síntoma de identificación con el resto de sus convecinos ni de amor a la tierra. El único punto de contacto entre ambas mujeres es que las dos son poseedoras de tierras que tienen dadas en arriendo. Pero en un pasaje de la novela, lleno de ritmos y de musicalidad en su construcción, se hacen patentes las diferencias que las separan:

Mientras doña Resu cobraba sus rentas puntualmente en billetes de banco, lloviera o no lloviera, helara o apedreara, la señora Clo, la del Estanco, cobraba en trigo, en avena o en cebada si las cosas rodaban bien y en buenas palabras si las cosas rodaban mal o no rodaban. Y en tanto el Undécimo Mandamiento no se apeaba del «Doña», la estanquera era la señora Clo a secas; y mientras el Undécimo Mandamiento era enjuta, regañosa y acre, la señora Clo, la del Estanco, era gruesa, campechana y efusiva; y mientras doña Resu, el Undécimo Mandamiento, evitaba los contactos populares y su única actividad conocida era la corresponsalía de todas las obras pías y la maledicencia, la señora Clo, la del Estanco, era buena conversadora, atendía personalmente la tienda y el almacén y se desvivía antaño por la pareja de camachuelos, y hogaño por su marido... (pág. 46).



Personajes asimismo contrapuestos, si bien por distintas razones, son los dos curas de que se habla en la novela. Los vecinos sienten cierta nostalgia hacía el antiguo párroco, don Zósimo, el Curón, un hombre gigantesco, con voz de trueno, que subía al púlpito «para hablarles de la fornicación y del fuego del infierno» y que más parecía exigir que implorar en las rogativas (pág. 111). Frente a él, don Ciro, «con su excesiva juventud y su humildad, y su indecisa timidez» no les parecía apto para impetrar la lluvia de lo alto. Porque además don Ciro «hablaba dulcemente, con una reflexiva, cálida ternura, de un Dios próximo y misericordioso y de la justicia social» (pág. 111). Y aunque no entendían sus pláticas sí percibían la indignación de don Antero ante los curas «que hacían política y metían la nariz donde no les importaba» (pág. 111) y eso les bastaba para aceptarlas40.

En el variado conjunto de personajes creados por Delibes en Las ratas, es posible encontrar, como acertadamente indicó Alfonso Rey, desde simples bosquejos de tipos socialmente representativos -tal es el caso del Gobernador Civil preocupado por su prestigio al frente de la provincia- hasta personajes «con auténtica sustancia individual», personajes humanamente contradictorios cuya realidad y complejidad va perfilando el narrador «a través de una técnica de desvelamiento progresivo».41 Así sucede, por ejemplo, en el caso de la Simeona quien, tras la muerte de su padre, el Centenario, revela un brote de espiritualidad que hasta ese momento parecía poco probable encontrar en ella.

Son las especiales circunstancias biográficas de cada uno de estos personajes las que dan sentido a su conducta. Producto de la guerra -un tema que tiene en Las ratas más importancia de lo que a primera vista pudiera parecer- es el Rabino Chico, un vaquero vivamente impresionado por los horrores de la contienda, desengañado de los hombres, que «sólo dicen mentiras» (pág. 22). Voluntariamente aislado de la comunidad, el Rabino, tras la muerte brutal de su padre durante la guerra, «empezó a rehuir a las gentes» y a buscar en los animales la compañía que no encontraba en los hombres. Producto de la Guerra Civil es asimismo Matías Celemín, el Furtivo, un personaje que despierta a la vez antipatía y compasión. Con sus ojos de águila, su piel curtida y sus amenazadores «dientes carniceros», se nos muestra en principio como un ser desaprensivo, que no respeta las normas de la caza, que es capaz de dar muerte al zorrito domesticado por el Nini. Pero el Furtivo es también el resultado de unas determinadas circunstancias y el narrador nos lo presenta desde diversas perspectivas, sin emitir en ningún momento un juicio moral. «La guerra -comentará la voz narradora- truncó muchas vocaciones y acorchó muchas sensibilidades y determinó muchos destinos, entre otros el de Matías Celemín, el Furtivo» (págs. 54-55).

Para concluir, conviene detenerse un momento en el papel que en la obra desempeña la Columba, la mujer del Alcalde. La Columba es una mujer no arraigada en la comunidad y también en este caso es su experiencia vital la que determina su actitud. Su infancia en un arrabal de la ciudad explica el desapego que siente por el pueblo y sus habitantes, su aborrecimiento del Nini al que considera «un producto más de aquella tierra miserable» (pág. 117) y, claro está, su deseo de emigrar hacia un centro urbano: «Mejor muerta de hambre en Bilbao que de hartura en este desierto», llegará a decir (pág. 117)42. Se trata del único personaje de Las ratas que verbaliza claramente su deseo de abandonar el pueblo, aunque se intuya que éste será el destino que espera a todos sus habitantes. Mientras la helada negra está destruyendo en una noche el trabajo de todo un año, el Antoliano le hace al Ratero una pregunta que tiene un claro valor premonitorio: «No hay ratas, la cosecha se pierde, ¿puede saberse qué coños nos ata ya a este maldito pueblo?» (pág. 151)43.

Junto a esta variada galería de personajes, «las bestias que con ellos conviven» -en palabras del autor- tienen una importancia fundamental. Más de media docena de perros, identificados por su nombre (el Moro, la Mita, el Chuco, el Duque, el Loy, el Lucero...) viven en las páginas de Las ratas. El papel más destacado le corresponde, sin duda, a la perra Fa, la compañera de correrías del Nini, personificada en más de una ocasión: el niño habla con ella, y el muñón de su rabo cercenado es «un muñón alegre y expresivo» capaz de comunicar, entre otras cosas, dónde había ratas o si rondaba un peligro (pág. 98). Pero no son sólo animales domésticos. Aves de todo tipo, zorros, liebres, conejos, topos, hurones, nutrias, comadrejas..., aparecen en cada página de esta novela en que la naturaleza cobra papel de protagonista. Inolvidables resultan también las escenas en que se describe la caza de las ratas o la pesca del cangrejo.




ArribaAbajoEl espacio

Las ratas se abre con un croquis del espacio en que se desarrolla la novela y que permite al lector situar con precisión cada uno de los lugares que definen la geografía del pueblo y sus alrededores. Este plano, en el que veintitrés rótulos sirven para dar al lector la concreta designación de todos los espacios en que se desenvuelve la acción, está realizado desde la perspectiva de la cueva donde viven el Nini y el Ratero, un lugar en alto desde el que se domina el caserío, la carretera, el río, los cerros que limitan el paisaje...,44 y será completado a lo largo de la novela en sucesivas descripciones que perfilan por medio de palabras los contornos de lo que aquí es puro esquematismo. La escasa acción de la obra sucede en un pueblo sin nombre que podría ser cualquier pequeño núcleo de población de la Castilla rural. Aunque Miguel Delibes fue explícito en su momento al señalar que tanto en esta novela como en Viejas historias de Castilla la Vieja su objetivo fue retratar «la desnudez, los campos yermos de Valladolid, Palencia y Zamora, al Norte del río Duero».45

Las ratas es una novela de espacios abiertos. Exceptuados algunos interiores (la taberna del Malvino, la sierra del Antoliano, la cocina de la señora Clo...), la escasa acción de la obra se desarrolla al aire libre: el campo es el lugar donde vive el Nini, y las calles del pueblo y los cerros vecinos y el cauce del río son los escenarios de sus andanzas. La topografía del lugar, que el lector conoce ya desde antes de iniciar la lectura de la novela, se describe con detalle en más de una ocasión. Incluso puede hablarse de diferentes perspectivas que, en lenguaje cinematográfico, podríamos denominar planos largos de los escenarios de la novela. Uno de estos planos, tomado desde el campanario de la iglesia, permite contemplar, a través de los ojos del Nini, el aspecto que presenta el campo en primavera: los trigos verdes, los cerros, el arroyo, la carretera, la cueva diminuta en la distancia... (págs. 106-107). Otras «tomas» están realizadas desde la cueva: el Nini ve los surcos del otoño, el pueblo pardo, la carretera provincial (pág. 13) o bien es el Ratero quien dirige su mirada hacia los campos de cereales incendiados de amapolas, las peladas laderas, los tesos lejanos... (pág. 126).

En otras ocasiones esta cámara invisible desciende al suelo para mostrar la suciedad de las calles e incluso permite sentir la fetidez nauseabunda que se desprende del agua estancada en las roderas: «El barrizal era allí más espeso, pero el niño lo atravesó sin vacilar, sumergiendo sus pies desnudos en el cieno entreverado de estiércol y escíbalos caprinos, en la pestilente agua estancada de los relejes» (pág. 18). En general, las descripciones sirven para subrayar la pobreza del pueblo y sus moradores. Así, sabemos que la taberna del Malvino «era angosta, sórdida, con el suelo de cemento y media docena de mesas de tablas, con bancos corridos a los costados» (pág. 11) y que «una desnuda bombilla derramaba su luz amarillenta sobre las mesas» (pág. 42) o que el taller del Antoliano «era un tabuco mezquino, lleno de virutas y aserrín» (pág. 23) o que el pueblo, de noche, tiene como único alumbrado «cuatro agónicas lámparas» (pág. 64).

Con todo, el verdadero protagonista de las descripciones de Las ratas es el paisaje que rodea al pueblo. Se trata de un paisaje cambiante, que altera sus colores y su aspecto con el paso de las estaciones, pero en el que dominan los tonos pardos, ocres, grises, negros, y que sólo con la llegada de la primavera parece volver a recuperar ciertas notas de color; el cauce reverdece, las junqueras amarillean, el verde ralo de los trigos contrasta con el profundo de las cebadas, los sembrados verdeguean en la distancia... El cromatismo manejado por Delibes presenta una extraordinaria riqueza. Véase como ejemplo este matizado paisaje primaveral que el Nini contempla desde la torre de la iglesia:

Los trigos componían una alfombra verde que se diluía en el infinito acotada por la cadena de cerros, cuyas crestas agónicas se suavizaban por el verde mate del tomillo y la aliaga, el azul aguado del espliego y el morado profundo de la salvia (pág. 107).



Desde el primer capítulo de la novela se nos presenta un paisaje hosco, desolado, baldío: «un mundo de surcos pardos, simétricos, alucinantes», «una cadena de tesos mondos como calaveras coronados por media docena de almendros raquíticos» (pág. 14), un «agónico panorama» (pág. 14). Sin embargo, no todos los habitantes del pueblo perciben de la misma forma su entorno. El narrador adopta diferentes perspectivas y lo que para la Columba no es sino «un mundo inhóspito tal vez porque lo ignoraba» (pág. 13) para el Nini es algo lleno de vida, porque junto a su abuelo Román había aprendido a intuir la vida en torno y sabía que «el pueblo no era un desierto y que en cada obrada de sembrado o de baldío alentaban un centenar de seres vivos» (pág. 34).




ArribaAbajoEl tiempo

La acción de Las ratas comienza en el «otoño avanzado», últimos días de octubre, cuando la siembra está ya concluida, y finaliza con una imprevisible helada «por San Medardo» (8 de junio) y una tormenta, casi un mes después, que destruye en pocas horas el trabajo de todo un año. La cronología interna del relato corresponde, pues, a un ciclo agrícola completo. Un ciclo a cuyo discurrir asiste el lector, que lo vive desde los afanes de unos labradores obligados a mirar al cielo constantemente, «pues del cielo bajaban el agua y la sed, la helada y las parásitas» (pág. 116).

Respecto al tiempo en que sucede la acción, por dos veces aparece en el texto un indicador temporal preciso -la pintada en que se lee «Vivan los quintos del 56»-, que más que como mero dato anecdótico funciona como signo del momento concreto en que se sitúa tal acción. El hecho de que se aluda a que el año era bisiesto -1956 lo fue-, la edad probable del Centenario a partir de los recuerdos que conserva de su niñez, son otros tantos elementos que refuerzan el que tal pintada deba ser considerada como marca explícita de la localización histórica de lo narrado46.

Llama la atención en la novela la abundancia de indicadores temporales que fijan con precisión cada una de las anécdotas y de las situaciones en que consiste el relato. Y aún más llamativo resulta el que se nombren casi sesenta santos diferentes y en más de setenta ocasiones estas referencias al calendario se hagan por medio del santoral47. Con todo, no es ésta la única forma de marcar el transcurso del tiempo. En Las ratas funcionan tres sistemas de referencia temporal:

1) El primero y más evidente se basa en el recurso continuado al calendario religioso, algo frecuente en las comunidades rurales que tradicionalmente han acompasado las faenas agrícolas con ciertas festividades y relacionado la climatología con el santoral, como puede comprobarse en los numerosos refranes que ponen en relación ambas realidades. «En llegando San Andrés, invierno es», «Por San Clemente, alza la tierra y tapa la simiente», «Si llueve en Santa Bibiana, llueve cuarenta días y una semana», «Después de Todos los Santos, siembra trigo y coge cardos», «Por San Juan, las cigüeñas a volar»... son algunos de estos refranes puestos en boca del Centenario, un auténtico depósito de esta sabiduría de siglos condensada en el refranero, «el ideario de la tradición sin letra», en acertada definición de Pedro Salinas48.

2) El paso del tiempo se marca asimismo por la alusión continuada a los fenómenos naturales propios de cada estación: las primeras heladas, la sequía tras la siembra, las lluvias que impiden realizar la matanza; la llegada de la cellisca y, tras ella, de las nieblas; las avefrías que cruzan el pueblo en su viaje hacia el sur; las grandes nevadas; el canto de los grillos que anuncia la inminencia de la primavera; de nuevo, la sequía; el sol que comienza a apretar, la absurda helada de comienzos de junio y, finalmente, el pedrisco que arrasa todo.

3) Los fenómenos meteorológicos tienen su correlato en las transformaciones que el sucederse de las estaciones opera en el paisaje que rodea al pueblo. Las descripciones de este paisaje cambiante permiten también observar el transcurso temporal:

El otoño avanzado estrangulaba toda manifestación vegetal; apenas el prado y la junquera, junto al cauce, infundían al agónico panorama un rastro de vida. Una gama uniforme de suaves transiciones enlazaba los tonos grises, cárdenos y ocres (pág. 14).

[...] el tiempo despejó y los campos irrumpieron repentinamente con los cereales apuntados; los trigos de un verde ralo, traslúcido, mientras las cebadas formaban una alfombra densa, de un verde profundo. Bajo un sol aún pálido e invernal, las aves se desperezaban sorprendidas... (pág. 68).

[...] los copos empezaron a descolgarse con silenciosa parsimonia y, en unas horas, la cuenca quedó convertida en una inmensa mortaja. La blancura lastimaba los ojos [...] la vida parecía haber huido del mundo y un silencio sobrecogedor, cernido y macizo como el de un camposanto, se desplomó sobre la cuenca (pág. 79)

El Nini [...] contemplaba fascinado la transformación de la tierra. Por estas fechas el pueblo resurgía de la nada, y al desplegar su vitalidad decadente asumía una falaz apariencia de feracidad. Los trigos componían una alfombra verde que se diluía en el infinito... (pág. 107).



Una breve pincelada sirve para que el lector sepa en qué época del año sucede cada acontecimiento: los chopos desmochados y sin hojas, los surcos pardos, el barrizal en que queda convertido el pueblo, los campos escarchados, el apuntar de los primeros cereales, las amapolas en medio de los trigos... Algunas de las escasas referencias al calendario oficial que aparecen en la novela tienen un objetivo claro: mostrar la desarmonía entre esta medida objetiva del tiempo y los propios ritmos de la naturaleza que no se producen con fecha fija. «Este año, el tiempo continuaba áspero por Santa María Cleofé, pese a que el calendario anunciara dos semanas antes la primavera oficial», dice en un determinado momento el narrador. Días después, puntualmente, llegan las aguarradillas. Tras cuatro jornadas de lluvia menuda, el silencio despierta al Nini: «Al niño le alcanzó el muelle aroma de la tierra embriagada y tan pronto sintió cantar al ruiseñor abajo, entre los sauces, supo que la primavera había llegado» (pág. 114). Con casi mes y medio de retraso sobre el calendario oficial, pero éstos son los signos que la naturaleza ofrece a quien, como el Nini, sabe interpretarlos.




ArribaAbajoEstructura y técnica narrativa

Las ratas es una novela en la que apenas pasa nada. Se presentan en ella una serie de anécdotas protagonizadas por individuos concretos (la historia de los camachuelos de la señora Clo, la broma del petróleo, la conversión de la Sime...) y de situaciones en las que participa toda la colectividad (la siembra, la celebración de la fiesta de la Pascua, la matanza del cerdo, las rogativas para pedir lluvia...) a las que da unidad la figura del Nini, que es además, como ya se ha dicho, quien establece puntos de contacto entre los diferentes personajes.

En clara correspondencia con el ciclo agrícola que se novela en la obra. Las ratas presenta una estructura circular, cerrada. Algunos indicios contribuyen a marcar tal circularidad. Al comienzo de la novela el Nini observa la cuenca desde la cueva y baja al pueblo. El final es de nuevo una imagen del pueblo visto por el chiquillo, cuando se dispone a hacer el camino de regreso a la cueva, tras el asesinato del que ha sido testigo. El Pruden es el primer vecino que solicita la ayuda del Nini (cómo evitar que los cuervos acaben con los sembrados) y es también el último en pedir consejo (si debe comenzar la trilla del trigo que ha conseguido salvar). Pero el signo más evidente de este tiempo circular, repetitivo, es la figura de la señora Clo «barriendo briosamente los dos peldaños de cemento que daban acceso al estanco» y la referencia al cartel de los quintos que el Nini ve al comienzo del relato. La misma acción, enunciada casi con las mismas palabras, cierra la novela, cuando ya el ciclo agrario ha terminado en tragedia y, sin embargo, todo parece seguir igual, como si nada hubiera cambiado en la vida de estos labradores condenados a repetir gestos, trabajos, esperanzas.

Lo que se narra en Las ratas es el día a día de dos tragedias, de dos fracasos que discurren de manera paralela. El fin de la siembra, el inicio del año agrícola -acción colectiva- coincide con el comienzo de la temporada de cazar ratas -acción individual del tío Ratero-. La sequía o las tormentas que amenazan a la comunidad tienen su correlato en la escasez de ratas que pone en peligro la supervivencia de los habitantes de las cuevas. El pueblo intenta poner remedio a su situación (rogativas para pedir lluvia, lanzar a la desesperada cohetes que ahuyenten el nublado) mientras el Nini trata de solucionar los problemas de su propia subsistencia (recurrir a los cangrejos, recolectar almendras, o manzanilla, o lecherines). La tragedia final sucede también de forma simultánea. Al día siguiente de la gran tormenta que lleva a la ruina a los labradores, el Ratero, en un paisaje de desolación, da muerte a su rival, el ratero del pueblo vecino. Tragedia individual y tragedia colectiva confluyen, pues, en un final que, por diferentes motivos, supone la desgracia para todos.

La narración de estas dos acciones está hecha en tercera persona por un narrador que adopta el punto de vista de los personajes que intervienen en ellas. Se trata de un narrador omnisciente que, sin embargo, escamotea su presencia hasta dar la sensación de haber desaparecido del relato. Su voz, en ocasiones, se confunde con la de un vecino más del pueblo cuya función fuese contar, desde dentro de la colectividad, lo que allí sucede. El comienzo del capítulo tercero puede resultar ilustrativo. Se recogen en él las opiniones de varios personajes acerca de la «sabiduría» del Nini: ciencia infusa según la señora Clo, origen diabólico para doña Resu, otros motivos en opinión del Antoliano. Y a renglón seguido se lee:

Fuera como fuese, el saber lo que sabia se lo debía el Nini únicamente a su espíritu observador: Sin ir más lejos, si los niños y los mozos se arrimaban al tío Rufo, el Centenario, sólo por el capricho de verle temblar la mano y luego reír, el Nini lo hacía empujado por la curiosidad (págs. 27-28).



Es evidente que estas palabras son del narrador. Pero, puestas tras las de otros vecinos del pueblo, dan la impresión de ser la opinión de un vecino más que tiene también su propia explicación del fenómeno. El hecho de emplear el término «mozos», en lugar de «jóvenes», por ejemplo, o la elección del verbo «arrimar», que es el que los labradores emplean cuando sus palabras se reproducen en estilo directo, por «acercar», refuerzan la sensación de estar oyendo hablar a uno de ellos.

En otras ocasiones la voz del narrador se mezcla con la de los campesinos en una misma frase, como sucede en este caso:

Bien mirado, no pasaba año sin que don Antero, el Poderoso, armara en el pueblo dos o tres trifulcas, y no por mala fe, al decir del señor Rosalino, el Encargado, sino porque los inviernos en la ciudad eran largos y aburridos y en algo había de entretenerse el amo (pág. 45).



Antes de que se reproduzcan en estilo indirecto las palabras del Rosalino («y no por mala fe...») es la voz narradora quien informa de los problemas del Poderoso con el pueblo. La expresión coloquial «bien mirado» o el empleo de «trifulcas» hace que también en esta ocasión se confundan las palabras del narrador con las de cualquiera de los convecinos de don Antero.

Naturalmente, se trata de un recurso narrativo. Son los habitantes del pueblo quienes protagonizan lo narrado, quienes viven y sienten en la novela. Pero quien la cuenta no es un vecino más. Un narrador que sabe más que los personajes, aunque el lector no siempre lo perciba, es quien emplea muchos términos que los campesinos, con seguridad, no comprenderían. Es también este narrador quien da «forma lingüística» a las percepciones y a los sentimientos de los personajes y quien construye párrafos llenos de ritmos y de musicalidad:

El Nini recordó al abuelo Román, que para espantar los pájaros de los sembrados colgaba boca abajo un cuervo muerto. Las aves huían del lúgubre espectáculo; del inmóvil, atrabiliario luto de la tierra por florecer (pág. 13).

Durante las lunas de primavera, el niño gustaba de salir al campo y agazapado en las junqueras de la ribera veía al raposo descender al prado a purgarse aprovechando el plenilunio que inundaba la cuenca de una irreal, fosforescente claridad lechosa (pág. 58).

Por San Severo se fue la cellisca y bajaron las nieblas. De ordinario se trataba de una niebla inmóvil, pertinaz y pegajosa, que poblaba la cuenca de extrañas resonancias y que, en la alta noche, hacía especialmente opaco el torturado silencio de la paramera (pág. 68).

(El Pruden) ... repasó todos los rostros, uno a uno, y no vio más que una nube de escepticismo, una torva resignación allá en lo hondo de las pupilas (pág. 151)



Que en su discurso la voz narradora adopta el punto de vista de los protagonistas de lo narrado es algo que queda subrayado de diversos modos:

1. La forma de designar a los personajes: el narrador respeta cuidadosamente las jerarquías sociales establecidas por la comunidad. El Poderoso es el único vecino tratado como «don Antero». Sólo una mujer, doña Resu, recibe idéntico tratamiento. El resto, a excepción de «la tercera rica del pueblo», que siempre es denominada «la señora Clo», son nombrados por su nombre precedido por el artículo, vulgarismo de uso normal en zonas rurales y que no hace sino reforzar la perspectiva del narrador como uno más de la colectividad que reproduce su forma habitual de verbalizar la realidad.

2. La adopción sistemática de la manera de mencionar el tiempo por medio del santoral coincide con el uso que hacen los propios labradores: «¿Dónde se ha visto que hiele por San Medardo?», pregunta Guadalupe (pág. 149); «Va para veinte años de la helada de Santa Oliva», responde Malvino; «Va a ser peor que la de San Zenón», dirá el Nini (pág. 171).

3. Utilización en el discurso narrativo de los mismos términos y expresiones que emplean los vecinos del pueblo cuando sus palabras se reproducen como estilo directo. Se trata de vocablos que son de uso común en medios rurales frente a los usados en zonas urbanas: «aguardar» (esperar), «tentar» (tocar), «arrimar» (acercar), «aviar» (arreglar), «descuidar» (no preocuparse), «sentir» (oír), «nublado» (tormenta), «camposanto» (cementerio), «de que...» (en cuanto...).

4. No sólo el mundo narrado, también las descripciones adoptan por lo general la perspectiva de algún personaje. Y de la misma forma que «vemos» el paisaje desde la torre de la iglesia a través de los ojos del Nini, vemos desde la cueva con los ojos del Ratero o desde los tesos con los del Rabino:

Los ojos del Ratero se fueron elevando poco a poco hasta los grises tesos lejanos, como barcos con las desnudas quillas al sol y, finalmente, resbalaron por las peladas laderas hasta detenerse en el puentecillo de tablas que enlazaba la cueva con el pueblo (págs. 126-127).

Durante el otoño y el invierno, los primeros seres que el Rabino Grande divisaba abajo en la cuenca, entre los hoscos terrones, arrimados a la tira plateada del arroyo eran el tío Ratero y el Nini. Los distinguía, claramente aunque diminutos, y por sus actitudes adivinaba cuándo escapaba la rata o cuándo la atrapaban (pág. 97).



Alfonso Rey señaló muy acertadamente la existencia de un complejo perspectivismo en este relato delibeano: «El narrador se multiplica para ajustar su punto de vista al de las criaturas de la novela, consideradas unas veces en su conjunto, otras en limitados grupos, y otras individualmente» o, dicho con otras palabras, la mayor originalidad de Los ratas estriba en el hecho de que el mundo rural «está visto desde sus propios postulados culturales».49

En líneas generales el narrador sigue los pasos del Nini a la hora de organizar el relato. Delibes, un gran aficionado al cine -uno de sus primeros trabajos en El Norte fue precisamente hacer crónicas cinematográficas- maneja con soltura una cámara invisible que acompaña al Nini en sus correrías por el pueblo, que se detiene en escenas de sabor popular (la matanza, las rogativas, la caza de las ratas...), que se sitúa delante de la cueva del tío Ratero o en el campanario de la iglesia para ofrecernos la visión de un mundo desolado que cambia con las estaciones. Pero a la vez que nos «hace ver», nos permite oír el chasquido de una rama, el silencio sobrecogedor del pueblo, los mil sonidos de la naturaleza... y hasta aspirar el olor a tierra mojada o a azufre tras la tormenta50.

En los dos primeros capítulos puede verse claramente la técnica empleada por Delibes para ir introduciendo al lector poco a poco en la vida del pueblo. Por un lado, sigue al niño en su paseo por el pueblo, lo que sirve para presentar a los distintos personajes que encuentra en su camino. Por otro, utiliza la «técnica de asociación de ideas»51 para ir enlazando anécdotas y situaciones que nos hacen conocer cómo es la vida del pueblo y cuáles son las relaciones entre sus habitantes.

Al comienzo de la novela puede observarse la siguiente secuencia: El Nini contempla un paisaje otoñal desde la boca de la cueva. Captura un cuervo por encargo del Pruden. (La mención de la cueva sirve para narrar las pretensiones del Alcalde de conseguir que el Ratero la abandone. El Malvino previene al Ratero contra el Alcalde. Al hilo de estos hechos el narrador informa sobre el origen de dos apodos, el del Malvino y el del Pruden.) Nueva descripción del paisaje a través de los ojos del niño (y distinta valoración que de tal paisaje hace la Columba). El niño baja al pueblo y se dirige a la casa del Pruden y la Sabina. Allí explica qué se debe hacer con el grajo. Sigue avanzando por el pueblo (cap. 2) y se encuentra con el Rabino Chico. (Historia de la familia del Rabino y referencia a varias muertes violentas durante la guerra.) El Nini dobla el recodo de la iglesia, mientras la señora Clo barre la puerta del estanco y habla con ella acerca de la matanza. Reanuda el niño su camino y llega a la sierra del Antoliano. (Descripción de este personaje y de su taller.) Nueva conversación con el Antoliano.

Tal es el procedimiento seguido por el narrador. Y tiene razón Buckley cuando señala que «el relato se va hilvanando por sí mismo», de manera que cada frase parece motivada irrevocablemente por la frase anterior. Pero «las ideas -añade- se engendran por sí mismas, sólo en apariencia, a los ojos del lector. En realidad, la mano del autor, o del "fabulador" para ser más exacto, está siempre presente, y al final de la novela él "ha dicho" todo lo que tenía que decir».52

Junto a la técnica asociativa, la selección y la reiteración son también procedimientos narrativos utilizados por Delibes en su segunda época narrativa a la que pertenece Las ratas53. La repetición literal o casi literal de una misma idea o de unas mismas palabras de manera intermitente crea efectos característicos de la poesía. Lo que Ramón Buckley llama «epíteto reiterativo», equivalente al estribillo de una canción, queda ejemplificado en Las ratas con la reiteración constante del sintagma «el Nini, el chiquillo» por parte del narrador. Pero son muchos los casos de reiteraciones en la novela: la mancha morada de la frente del Justito y sus cambios de tamaño y de color, las palabras siempre idénticas del Gobernador al Alcalde, las frases que el Ratero repite con insistencia («¿Viste a ése?», «Las ratas son mías», «La cueva es mía»)... La técnica de la reiteración forma parte del proceso selectivo, en opinión de Buckley, que llega a considerarla la culminación de tal proceso dado que «Delibes repite lo que más acertadamente ha seleccionado».54

La materia narrativa de Las ratas aparece dividida en 17 capítulos de similar extensión, aunque en ocasiones la división parece innecesaria como sucede en el caso de los capítulos 5 y 6, entre los que la risa del Nini establece una fuerte unidad. Sin embargo, con cierta frecuencia los capítulos comienzan con una indicación temporal asociada a un hecho que se repite cada año por las mismas fechas: el desfile de las avefrías hacia el sur «por San Baldomero» (cap. 8), la llegada de los extremeños al pueblo «hacia San Segundo» (cap. 9), la aparición de la cigüeña «por San Blas» (cap. 11), el canto de los grillos «a partir de San Gregorio Nacianceno» (cap. 12) o el brotar de las centellas en el prado «por Nuestra Señora de la Luz» (cap. 15). La reiteración del procedimiento sirve además en este caso para subrayar el carácter cíclico, circular, del tiempo para los habitantes del pueblo que se guían por signos naturales asociados al santoral.




ArribaAbajoLa lengua de la novela

Las ratas es una novela polifónica. Las palabras de sus personajes se oyen a cada momento, bien directamente, bien insertadas en el discurso de un narrador que, como se ha dicho, se confunde en muchas ocasiones con un habitante más del pueblo55. Con todo, la voz de un narrador culto se hace presente en cada una de las páginas de la novela. Y no sólo en las llamadas «intervenciones explicativas»56 sino en el empleo de un léxico de extraordinaria riqueza y precisión y, más aún, en el aprovechamiento de los recursos que la lengua pone a disposición de los hablantes.

En sus conversaciones con César Alonso de los Ríos, Delibes afirmaba con rotundidad:

En mis novelas y relatos sobre Castilla, lo único que pretendo es llamar a las cosas por su nombre y saber el nombre de las cosas. Los que suelen acusarme de que hay un exceso de literatura en mis novelas se equivocan, y es que rara vez se han acercado a los pueblos. La tendencia a la precisión que me despertó la lectura del Garrigues, como ya te dije, se agudizó al tratar yo a las gentes de Castilla. Es decir, la propiedad con que definen sus problemas o la topografía que les circunda es inusual, infrecuente. Este lenguaje rural -porque no tiene que ver con el popular- sigue aún llamándome la atención.

Cuando yo escribo en mis libros aquel cabezo o aquel cotarro no significan la misma cosa. Esto es lo que saben los hombres del pueblo, pero no lo suelen saber los hombres de la ciudad. El cotarro, el teso, el cueto, no son el cabezo. El cabezo es sencillamente el cueto; el cotarro, la colina que tiene una cresta de monte y monte de encina. Esto puede ser preciosismo, pero es exactitud57.



La exactitud, la precisión léxica es justamente lo que caracteriza la lengua de Las ratas. Faenas y aperos agrícolas de los que ya sólo quedan los nombres siguen vivos en las páginas de esta novela de Castilla en que puede leerse: «Ella [la Sime] atendía al ganado, sembraba, aricaba, escardaba, segaba, trillaba y acarreaba la paja» (pág. 77). O en que se distingue entre podar y cortar sarmientos, se desmatan los sembrados, se binan los barbechos, y hay horcas, cribas, azuelas, seras y serillos, y se mide en celemines, arrobas, obradas y fanegas.

Pero sin duda los campos semánticos mejor representados en el relato son tres: el de las aves, el de las plantas y el de la topografía. Algunos pasajes de Las ratas son especialmente significativos del saber léxico de su autor:

Para la Columba, el pueblo era un desierto y la llegada de las abubillas, las golondrinas y los vencejos no alteraba para nada su punto de vista. Tampoco lo alteraban la llegada de las codornices, los rabilargos, los abejarucos, o las torcaces volando en nutridos bandos a dos mil metros de altura. Ni lo alteraban el chasquido frenético del chotacabras, [...] ni el seco ladrido del búho nival (pág. 117).



En estas estaciones [otoño e invierno], el arroyo perdía la fronda, y las mimbreras y las berreras, la menta y la corregüela formaban unos resecos despojos entre los cuales la perra rastreaba bien. Tan sólo los carrizos, con airosos plumeros, y las espadañas con sus prietas mazorcas fijaban en el río una muestra de permanencia y continuidad. [...] Sin embargo, año tras año, al llegar la primavera, el cauce reverdecía, las junqueras se estiraban de nuevo, los carrizos se revestían de hojas lanceoladas y las mazorcas de las espadañas reventaban inundando los campos con las blancas pelusas de los vilanos. La pegajosa fragancia de la hierbabuena loca y la florecilla apretada de las berreras, taponando las sendas, imposibilitaban a la perra todo intento de persecución (pág. 37-38).



Y, cómo no. en Las ratas hay tesos, cuetos, cotarras y alcores, vaguadas y laderas, cerros y cerrales, cárcavas, trochas y senderos, páramos y cuestas... Y se diferencia entre cellisca y aguanieve, entre granizo y pedrisco, hay friura y escarcha, sopla el matacabras y caen aguarradillas.

Tenía razón Miguel Delibes cuando, en su discurso de entrada en la Real Academia, se lamentaba de que la destrucción de la naturaleza corre pareja con la destrucción de su significado para el hombre. Y sus palabras cobran especial relevancia cuando se lee una novela como Las ratas, en que el trabajo del novelista consiste, entre otras cosas, en dar el nombre exacto a cada aspecto de la realidad58:

Al hombre, ciertamente se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante.

En el primero de estos aspectos, ¿cuántos son los vocablos relacionados con la Naturaleza, que, ahora mismo, ya han caído en desuso y que, dentro de muy pocos años, no significarán nada para nadie y se transformarán en puras palabras enterradas en los diccionarios e ininteligibles para el Homo tecnologicus? Me temo que muchas de mis propias palabras, de las palabras que yo utilizo en mis novelas de ambiente rural, como ejemplo aricar, agostero, escardar, celemín, soldada, helada negra, alcor, por no citar más que unas cuantas, van a necesitar muy pronto de notas aclaratorias como si estuviesen escritas en un idioma arcaico o esotérico, cuando simplemente han tratado de traslucir la vida de la Naturaleza y de los hombres que en ella viven y designar al paisaje, a los animales y a las plantas por sus nombres auténticos59.



Pero en Las ratas no llama la atención únicamente la riqueza léxica y la precisión del lenguaje. Los rasgos de estilo más característicos de Miguel Delibes están también presentes en esta novela. Porque, como quedó dicho, el punto de vista del narrador es el de los personajes, pero la manera de contar, aprovechando al máximo determinados recursos expresivos, es la de un narrador culto que impone su propio estilo. La prosa adquiere frecuentemente calidades musicales, rítmicas, por la continua repetición de estructuras bimembres y trimembres, generalmente adjetivos aunque no en exclusiva. Así, se habla de un sol «rojo y turgente», del «suave y reconfortante» aroma de la madera, de un nubarrón «cárdeno y sombrío», de la luna «blanca y lejana» o «alta y húmeda» o «glauca y enfermiza», y, con ritmo de tres elementos, de surcos «pardos, simétricos, alucinantes», tonos «grises, cárdenos y ocres», niebla «inmóvil, pertinaz y pegajosa», un «vasto, solitario y mudo planeta mineral», luz «difusa, hiberniza y fría»...

Las enumeraciones, polisindéticas en ocasiones -«El Nini, cada vez que le asaltaba una duda sobre los hombres, o sobre los animales, o sobre las nubes, o sobre las plantas, o sobre el tiempo, acudía al Centenario» (pág. 76)- son también frecuentes, así como las estructuras anafóricas. Véanse, por ejemplo, las páginas 33-34 donde se explica cuanto el Nini aprendió del abuelo Román acerca de las liebres en un pasaje de calidades extraordinariamente musicales. Algunas personificaciones subrayan lo inhóspito del paisaje: la faz de la Cotarra Donalcio es «adusta y hosca» y «torva» la de los tesos. Y la cellisca avanza «sombría y solemne» y a la niebla se la ve «caminar entre los tesos como un espectro».

Utiliza Delibes pocas pero muy significativas comparaciones que hacen referencia a realidades inmediatas: los tres chopos desmochados (parecían tres paraguas cerrados», la cueva «semejaba una gran boca bostezando», los cerros son «mondos como calaveras», una nube es «densa, plomiza, como barriga de topo», las gotas caen «prietas, turgentes, como uvas»... Algunas sencillas metáforas, muy bellas a veces, como cuando se habla de «los conejos, rebozados de luna» o de los grillos «que acuchillaban el silencio de la cuenca». Y muchas sinestesias, especialmente referidas al mundo de los olores, que juega un importante papel en la novela: «el áspero aroma de la paja», «la pegajosa fragancia de la hierbabuena», el «pesado hedor a cieno»...

Si los olores son importantes en el mundo descrito en Las ratas, otro tanto cabe decir de los sonidos60. Múltiples onomatopeyas llenan sus páginas y de nuevo hay que hablar de riqueza y precisión. Porque, además de las voces de los campesinos, al lector le llegan los graznidos de los cuervos y las chovas, el ronco quiquiriquí del gallo del Antoliano, mugidos de vacas, gorjeos de gorriones, el cascabeleo del rebaño, el gruir de las avefrías, gañidos de perros, chillas de liebres... Y, aún con más precisión, «el siniestro crotorar de la cigüeña», «el alarido agudo y quejumbroso» del búho, «el melancólico balido de los corderos», «los agudos silbidos de los alcaravanes», «el chillido histérico de los vencejos»... Junto a los sonidos -también el ulular del viento, el bramido del huracán o el estruendo del trueno- el silencio se erige en protagonista con frecuencia. Y es un silencio cambiante: «el torturado silencio de la paramera» en la alta noche, o el «silencio sobrecogedor, cernido y macizo» que se desploma sobre la cuenca con la llegada de la nieve, un «silencio solemne» en el que crujen tenuemente las pisadas del Nini. Pero el silencio, mientras del cielo cae la helada negra, llena el ámbito de la taberna y lo que comienza siendo un silencio «espeso y dramático» se toma después silencio «rígido y tenso» sobre el que se recortan las voces de algunos hombres del pueblo. Y será después del gran pedrisco, mientras «los campos parecían muertos» y «los graznidos de las chovas hacían más ostensible el gran silencio», cuando el Ratero, en una escena de extraordinaria violencia, dará muerte a su rival ante la atónita mirada del Nini.




ArribaAbajoSignificado de Las ratas

Frente a quienes afirman que Delibes ha dado forma novelesca en nuestro tiempo al viejo tópico del «menosprecio de corte y alabanza de aldea», el mundo que se muestra en Las ratas es, sin duda, el argumento más contundente; el campo que presenta aquí Delibes no es precisamente el paraíso. El paisaje desolado, la pobreza de sus gentes siempre pendientes del cielo, niños que caminan descalzos y se alimentan de ratas, una tierra que apenas da para sobrevivir..., nada más lejos de esa Arcadia que algunos se empeñan en ver tras las novelas rurales del escritor vallisoletano.

Cuando, en 1964, un periodista preguntó a Miguel Delibes con qué se conformaría, el escritor fue bien expresivo: «Con que, cuando se analice mi obra, dentro de equis años, se diga: "Acertó a pintar Castilla"».61 Y Las ratas es la novela de una Castilla abandonada a su propia suerte, de una Castilla misera donde reinan la incultura y la brutalidad más primitivas. El pueblo de Las ratas es un lugar emblemático en la geografía delibeana, uno de sus territorios más y mejor perfilados, un lugar que nos permite ver Castilla de otra forma, más sombría, más áspera, pero no menos real. Tenía razón Francisco Umbral cuando señaló que Miguel Delibes ha hecho la novela de Castilla «desnoventayochizándola». O, lo que es lo mismo, «presentándonos una Castilla seca, dura, pobre, trabajadora, donde la escasez es escasez y no literaria austeridad».62 Porque lo que nos da en sus novelas no son, en efecto, místicas austeridades, sino hambre desnuda, pobreza. Y, además, mostradas desde dentro. Delibes siempre ha dicho que él no es un intelectual. Pero en 1966 precisaba:

Quiero decir no que desdeñe los problemas que nos conciernen a todos sino que al abordarlos, rechazo el punto de vista intelectual y los planteo desde donde me corresponde, es decir, a bajo nivel, como podría hacerlo un campesino de mi tierra63.



Así sucede en sus novelas rurales y así sucede en Las ratas, en donde la vida miserable de un pueblo castellano es presentada desde la perspectiva de quienes viven en él, en una manifestación ejemplar de lo que Sobejano ha llamado el «ritmo de la compasión».

Al margen de sus valores estéticos, Las ratas es una novela testimonial, una obra de denuncia, un documento de época. Pero el relato admite otras lecturas. Y no es de extrañar que Fernando Parra confesara haber recomendado a sus alumnos que leyeran este relato como «un manual de ecología rural», propuesta basada en el contenido informativo que la novela «posee sobre ciertas formas empíricas de sabiduría campesina que de forma nada abusiva pueden ser calificadas de ecológicas, en el sentido de que proporcionan un conocimiento preciso del entorno natural».64 Costumbres y comportamientos animales, relaciones armónicas y no agresivas del hombre con el medio, respeto a los ciclos de la naturaleza para evitar la alteración de su equilibrio, adecuada interpretación de los signos naturales... todo ello está mostrado en Las ratas, con la sabiduría de quien no sólo conoce sino también ama a esa naturaleza.

La preocupación ética de Delibes, constante a lo largo de su ya dilatada carrera como escritor, se hace también patente en Las ratas. Para nadie es un secreto la preferencia del escritor vallisoletano por los personajes sencillos, a veces incluso marginales, como es el caso del Ratero. Pero esta elección no es casual sino que supone una decisión ética. Como otros muchos relatos delibeanos, Las ratas es la novela de los sin voz, de los que sufren la historia, de los ofendidos y humillados por un sistema injusto sin que ellos tengan conciencia de la injusticia de que son victimas65. Dice con razón Jiménez Lozano que las historias de cualquier narrador de verdad están ahí, antes de que él comience a narrar, y «la opción del narrador por unas o por otras es lo que define su estética y a la vez la ética inseparable de ella».66 La voluntad ética de las novelas de Miguel Delibes está fuera de toda duda. En ellas no se proponen soluciones -no es ésa la labor del novelista- pero sí se apuntan problemas y se ponen en la picota formas de comportamiento y se denuncian las injusticias y, sobre todo, hay «una puesta en cuestión ética de nuestra mirada: vemos lo que no veíamos y oímos lo que no habíamos oído», en palabras de Jiménez Lozano, que da en el blanco cuando se refiere a Delibes en estos términos:

El narrador corroe con su sarcasmo o su ironía o una devastadora mordacidad en ciertas ocasiones [...], pero la mayor parte de las veces deja que sea la historia contada la que muestre por sí misma su poder dialéctico, como en Las ratas, frente a lo que es, pero no debe ser67.








ArribaBibliografía

ALONSO DE LOS RÍOS, César: Conversaciones con Miguel Delibes, Madrid, Magisterio Español, 1971. Reedición ampliada con nuevas conversaciones en Destino, Barcelona, 1993.

Se trata de una larga entrevista llena de ajustadas valoraciones y de inteligentes preguntas por parte del entrevistador. Delibes habla extensamente de su obra, de sus preocupaciones y de sus aficiones. La segunda parte -conversaciones de 1992-, mucho más breve, aborda cuestiones sociopolíticas e incluye breves apreciaciones sobre las últimas novelas del autor.

Este libro sigue siendo aún hoy el material más valioso para conocer al novelista castellano en todas sus facetas. (La nueva edición en Destino incluye material gráfico, con abundantes fotografías del escritor.)

BUCKLEY, Ramón: Problemas formales en la novela española contemporánea, Barcelona, Península, 1973 (3.ª ed.). Primera edición en 1968.

Bajo el epígrafe de «Selectivismo», Buckley dedica íntegramente el capítulo II de su estudio a analizar la evolución de la obra de Delibes hasta Cinco horas con Mario. Se hacen agudas e inteligentes observaciones acerca de Las ratas, novela basada en una cronología subjetiva y en la que Delibes lleva a sus últimas consecuencias la técnica de asociación de ideas.

Para Buckley, Las ratas constituye un ejemplo típico del procedimiento de selección y reiteración técnica que, en su opinión, define la especial manera de narrar del escritor castellano.

CORRAL CASTANEDO, Antonio: Retrato de Miguel Delibes, Barcelona, Círculo de Lectores, 1986.

Se trata de un libro publicado como homenaje a Miguel Delibes, dentro de la serie «Galería de grandes contemporáneos». Contiene una entrañable semblanza -«Miguel Delibes, castellano de Valladolid»- en la que se incluyen, al hilo del discurso, citas de algunas obras del escritor vallisoletano así como datos que ayudan a contextualizar la experiencia vital del novelista en su ciudad. La segunda parte es una larga entrevista con el homenajeado. Incluye también variados testimonios -editor, críticos y estudiosos de Delibes- que aportan su particular punto de vista sobre el autor. El libro se cierra con un cuadro cronológico que presenta la biografía de Miguel Delibes en paralelo con los acontecimientos culturales más relevantes de cada momento,

Libro de inestimable valor por la extensión y la calidad del material gráfico que incluye.

GARCÍA DOMÍNGUEZ, Ramón: Miguel Delibes: un hombre, un paisaje, una pasión, Barcelona, Destino, 1985.

Útil semblanza de Miguel Delibes en la que se pretende acercar a los lectores la personalidad humana del novelista. García Domínguez, vallisoletano y periodista, incluye fragmentos de conversaciones mantenidas con el autor de Las ratas. El núcleo de este libro se publicó en 1982 como cuadernillo número 1 de la serie «Vallisoletanos», editada por la Caja de Ahorros Popular de Valladolid.

PALOMO, Pilar: «Las ratas, entre testimonio y símbolo», en Estudios sobre Miguel Delibes, Madrid, Universidad Complutense, 1983, págs. 163-202.

Incluido en un volumen colectivo que el Departamento de Lengua y Literatura de la Facultad de Ciencias de la Información dedicó a la obra de Miguel Delibes, este trabajo de Pilar Palomo es, sin ninguna duda, el mejor y más amplio estudio que se ha hecho sobre Las ratas. Además de analizar el tratamiento del tiempo, un tiempo circular que pone en relación con la propia estructura de la novela, la autora presta especial atención a las relaciones sociales que se reflejan en la obra y al valor simbólico que presentan muchos de sus personajes, sobre todo el niño protagonista.

Especialmente útil resulta la decodificación de las referencias temporales hechas a partir del santoral, tan abundantes en la novela, y que permiten seguir día a día el desarrollo del ciclo agrícola tal como aparece expuesto en Las ratas. Trabajo de lectura inexcusable.

PAUK. Edgar: Miguel Delibes: desarrollo de un escritor (1947-1914), Madrid, Gredos, 1975.

Analiza Pauk las obras publicadas por Delibes hasta 1974 y examina cómo aparecen tratados en ellas los siguientes temas: Dios y la muerte, la naturaleza, el calor humano y la justicia social. Los últimos capítulos tratan cuestiones de técnica narrativa y la presencia del humor y la ironía en la novelística de Delibes. El trabajo se cierra con una amplia bibliografía.

REY, Alfonso: La originalidad novelística de Delibes, Universidad de Santiago de Compostela, 1975.

Obra imprescindible en la que se estudian los elementos estructurales, lingüísticos y estilísticos que Miguel Delibes utiliza de manera peculiar. Rey, que analiza detenidamente las once novelas que Delibes había publicado hasta 1973, sostiene que la novelización del punto de vista de los personajes es el rasgo que más y mejor caracteriza las obras del escritor castellano. En el caso concreto de Las ratas, se trata de un perspectivismo múltiple, dado que la apreciación de la realidad es distinta para cada personaje o grupo de personajes. En esta novela, concluye Alfonso Rey, el mundo rural está visto desde sus propios postulados culturales.

SANZ VILLANUEVA, Santos: «Hora actual de Miguel Delibes», en Miguel Delibes: El escritor, la obra y el lector, Barcelona, Anthropos, 1992, págs. 79-113.

Sanz Villanueva pasa revista a la trayectoria de Miguel Delibes hasta los años noventa. Se trata del único trabajo en que se analiza en términos globales la producción novelística de Delibes hasta la actualidad. A las dos épocas admitidas generalmente por la crítica -una primera de fuerte subjetivismo y una segunda caracterizada por una práctica más objetivista, o «selectivista» en la terminología de Ramón Buckley- añade una tercera que arranca de Cinco horas con Mario (1966) y en la que se acentúa la conciencia crítica del escritor vallisoletano. Los santos inocentes (1981) y Madera de héroe -obras sobre las que Saz Villanueva realiza acertadas precisiones- son bien representativas de esta nueva etapa.

Tal como se explica en este trabajo, los años ochenta suponen asimismo una más estrecha fusión entre vida y literatura. Lo autobiográfico irrumpe con fuerza en las últimas obras de Delibes, de modo especial en Madera de héroe y sobre todo en Señora de rojo sobre fondo gris.

Sobejano, Gonzalo: La novela española de nuestro tiempo, Madrid, Prensa Española, 1970.

Extraordinario análisis de conjunto sobre la novela española de posguerra. Bajo el epígrafe «Novela existencial» se estudia la obra de Cela, Laforet y Delibes, así como la de otros novelistas coetáneos. De las páginas que en este trabajo se le dedican («Miguel Delibes: La busca de la autenticidad») ha dicho el propio novelista: «Me siento plenamente comprendido por Sobejano, incluso en la cuestión referente a los dos Delibes, ya que Sobejano ve -como yo- un primer Delibes indeciso "que estudia la condición humana" y un segundo que, "dueño de unos determinados recursos expresivos, propende a la síntesis". El mismo acierto guía a Sobejano cuando interpreta mi posición ante las maquinas: yo no soy un retrógrado, yo no estoy contra la técnica, sino contra la mala digestión de la técnica que nos deshumaniza y nos hace perder autenticidad».

VV. AA.: El autor y su obra: Miguel Delibes, Actas de El Escorial, Universidad Complutense, 1993.

Interesante compilación de trabajos reunidos con motivo del curso que la Universidad Complutense organizó en El Escorial. De especial interés resulta el artículo de José Jiménez Lozano, «Lectura privada de Miguel Delibes», que analiza de manera muy personal, y muy sugerente, la obra narrativa de Delibes como «una apuesta cultural y ética, a la vez que estética y literaria». Antonio Vilanova, en «Inocencia natural y conciencia social en Miguel Delibes», ofrece interesantes precisiones acerca de las novelas rurales delibeanas, incluida Las ratas. Gonzalo Sobejano estudia los cuentos del escritor vallisoletano y muestra el carácter germinal de algunos respecto de futuras novelas en «Del cuento a la novela». Alfonso Rey, «Tradición y originalidad en Delibes», pasa revista a las constantes de la narrativa delibeana.

VV.AA.: Miguel Delibes. Premio Nacional de las Letras 1991, Madrid, Ministerio de Cultura, 1994.

Se recogen en este libro de homenaje a Delibes las conferencias y mesas redondas celebradas en Madrid, en mayo de 1991. En relación con Las ratas, deben citarse «Drama rural, crónica urbana», de Francisco Umbral, y «Delibes al aire libre: un ecologista de primera hora», de Fernando Parra, así como las intervenciones en la mesa redonda sobre el tema «La infancia, una constante en la narrativa delibiana». El libro incluye también material gráfico.



 
Indice