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31

El que los tenía sin duda era el poeta que, siguiendo las huellas de Virgilio, hablaba así del vencedor de Lepanto:


Aquél en quien las horas presurosas
El curso abreviarán con tal corrida,
Que apenas a las puertas deleitosas
Llegar le dejarán de nuestra vida,
Cuando entre negras sombras tenebrosas,
La tierna faz de amarillez teñida,
Dejará el aire claro y nuevo día
Que en su real presencia aparecía;
Yo digo de aquel príncipe famoso
Que a España vestirá de luto y llanto,
Después que su valor vuelva espantoso
El seno de Corfú y el de Lepanto;
Y desde allí, con triunfo victorioso,
Al espanto del mundo ponga espanto,
Mostrando en esto ser hijo segundo
Del Carlos Quinto, emperador del mundo.
¡Oh estrellas! ¡Cómo fuisteis envidiosas
A la gloria de España! ¡Oh duro hado!
Si al golpe de sus huestes valerosas
No les faltara tiempo señalado,
Tú sólo a mil repones poderosas
Pusieras yugo y freno concertado,
Desde donde se hiela el fiero scita
Adonde el abrasado Mauro habita.
Dadme, oh hermosas ninfas, frescas flores
Para esparcir sobre la tierna frente,
En sacrificios y debidos loores,
De este mi soberano descendiente;
Y vosotros, divinos resplandores,
Deshaced los agüeros felizmente,
Y aquella sombra y triste centinela
Que sobre su cabeza en torno vuela.


(VALBUENA, Bernardo, lib. 2.)                


 

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Expresión de un escritor muy señalado de nuestros días, y tanto más ingenua de su parte, cuanto que sus obras todas se recomiendan infinitamente más por el arte y el buen gusto que por el ingenio.

 

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Por lo mismo que Cervantes es quien es, se hace preciso notar estos errores de su critica, no sea que los extranjeros vayan a buscar el gusto general de nuestra literatura en los fallos poco atizados de aquel admirable escritor. Por lo demás, ellos no pueden quitar nada a su gloria ni añadir ninguna al que los advierte: puédese muy bien conocer la distancia inmensa que hay del Monserrate al Orlando, y no acertará escribir ocho líneas del Don Quijote.

 

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Que no es el vencedor más estimado
De aquello en que el vencido es reputado.

Esta sentencia, expresada a la verdad en términos demasiado llanos, parece, por el lugar en que se halla, una disculpa anticipada de la especie de propensión y preferencia que el autor manifiesta hacia los Indios.

 

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On doute des hauts faits d'Alonso Ercilla, qui se chante lui même dans la fable dont il se montre l'un des acteurs, dice monsieur Lemercier en su Curso analítico de literatura, sesión 28. Se creería por este pasaje que nuestro poeta se presenta en su obra como un soldado vanaglorioso, cuyo principal intento es ensalzar sus propias hazañas. Cabalmente es todo lo contrario; y ningún escritor que ha hablado de hechos de guerra a que él ha asistido ha sido más modesto en hablar de su persona. Ercilla no se pinta ni como capitán ni como conquistador, sino como un voluntario que sirve en aquella guerra con los demás españoles, y no hace ni más al menos que los demás, aunque sus sentimientos son más humanos y generosos para con los indios. Quizá monsieur Lemiercier no sabe de la Araucana más de lo que ya mucho antes había dicho de ella en su Discurso sobre el poema épico el autor de la Henriada, de quien es también de dudar que tuviese paciencia para leerla toda. Pero a lo menos el cantor de Enrique IV hace imparcialmente justicia a los bellos pasajes del poema español; y aún cuando supongamos que le conociese imperfectamente, su ordinaria vivacidad y penetración le dan pintado y apreciado con bastante exactitud en estas palabras con que principia su artículo sobre la Araucana: Sur la fin du seizième siècle l'Espagne produisit un poème épique, célèbre par quelques beautés particulières qui y brillent, aussi bien que par la singularité du sujet; mais encore plus remarquable par le caractère de l'auteur.

 

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No queremos decir por esto que ese escritor careciese absolutamente de talento poético. En la fábula de Acteón y en las sátiras insertas en el tomo IX del Parnaso español no deja de haber chispas de ingenio, facilidad y soltura en la dicción, versos bastante fluidos y agradables. A no ser por las fuertes pruebas de identidad que allí pone el colector, nadie las creyera del mismo autor que Las Lágrimas.

 

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Este juicio de la Bética es, con poca variedad, el mismo que el colector tiene publicado mucho antes de ahora en otro opúsculo suyo.

 

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Lo que se piensa mal, se escribe regularmente peor: es este pasaje es donde hay aquella octava que avergonzaría al más miserable coplero.


Honrar es gran virtud y es tener honra,
Dejar de honrar es bárbara torpeza,
Aquél es más honrado que más honra,
Y de honrar se denota la nobleza;
Y aquél que de dar honra se deshonra
Da claro indicio de servil bajeza;
Bajo es aquél que por honrar se huye
De honrar, y baja condición arguye.

¡Qué pensamientos! ¡Qué dicción! Este poeta, que había escrito las reglas de su arte, se había olvidado bien extrañamente del primer precepto que allí puso:


El verso advierta el escritor prudente
Que ha de ser claro, fácil, numeroso,
De sonido y espíritu excelente.

¿Por cuál de estos caracteres podría dar Cueva el nombre de versos los viles renglones de once sílabas que componen esa desdichada octava?

 

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De este desaliñado prosaísmo adolecen las octavas desde la que empieza «Propónle el Caso», pág. 208, hasta acabar el extracto. Se hubieran suprimido todas, a no ser necesarias para completar la narración del episodio.

 

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Este defecto le es común con Dante y con Milton, los cuales muchas veces son más controversistas que poetas: escolio inevitable, o llámese condición precisa, de semejantes asuntos.