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Libro III

     Partido apenas Sulpiciano, Antonina, que estaba muy solícita y curiosa de saber el motivo de su venida, fue inmediatamente a verse con Belisario para preguntárselo. Procuró Belisario referírselo de modo que nada pudiese sospechar de infausto Antonina. Mas como ella dedujese así de su relación como de las cosas pasadas la inevitable desgracia, comenzó a lamentarse de su suerte, acordándosele vivamente el pronóstico de Maximio que antes había menospreciado, especialmente las últimas palabras que profirió el mismo, que ojalá no recayese jamás sobre ella aquella mala hora, y que se iba con el dolor de no poder decir de veras lo que pareciendo embuste le granjeaba su vituperio.

     Belisario, que nada sabía de Maximio ni de su pronóstico, oyendo que Antonina lo repetía en sus quejas y lamentos deseó que le informase. Refiérele entonces ella los amores de Maximio y de Eudoxia y la prohibición que le hizo a Maximio de poner los pies en su casa, como de solicitar el afecto de su hija. Mas que él, apasionado por ver y hablar a Eudoxia, se disfrazó en mercader para obtener sus intentos, y que con este motivo hizo el pronóstico a Eudoxia de la desgracia que amenazaba a su padre luego que llegase a Constantinopla. A esto añadió el modo como le descubrió Severo, que llegó accidentalmente, creyendo que fuese de hecho el mercader cuyo traje había tomado Maximio.

     Belisario, oyendo esto, después de manifestar su sentimiento con un ademán de aflicción la dijo:

     «La habéis errado, Antonina; os tocará llorar ese lance toda la vida, haciéndole poner en la cárcel por tal causa. Si Maximio es hijo de pobres padres, nos sobraban las riquezas para hacerlo también rico. Su nobleza no es inferior a la nuestra, y por lo que se me acuerda del mismo las veces que lo vi en sus tiernos años, debe ser de corazón excelente y honrado. Si Eudoxia estaba prendada de él, ¿por qué no prevenírmelo cuando os avisé de mi determinación de casar a Eudoxia con Basílides?»

     «Supe sólo sus amores después que me participasteis el casamiento ya establecido».

     «¿Está todavía Maximio en la cárcel?»

     «No se que le hayan dado la libertad».

     «¡Cuánto deseara poder recompensar su fiel y constante amor a Eudoxia y el interés generoso que llevaba en su disfraz! ¿Qué otra cosa pretendía con su pronóstico sino el deseo de que yo evitase la desgracia que me amenazaba, y que él debió saber sin duda por algún accidente? Si hay lugar y las circunstancias me lo permiten, él será el esposo de Eudoxia».

     «¿Y Basílides?»

     «¿Habéis visto comparecer en vuestra casa al llegado Basílides? ¿Ha enviado por ventura a disculparse o decir el motivo de no venir a ver a su esposa prometida? Esto os sea prueba de que Basílides no piensa más en ella ni en nosotros».

     «¿Mas no está establecido el casamiento?»

     «¿Qué importa eso cuando se mudaron las circunstancias? Basílides está ya enterado sin duda de cuanto me amenaza, o se le vedó el desembarcar. ¡Cuánto más digno de Eudoxia era Maximio, a quien tratasteis con tanto rigor! La gloria y la fortuna nos deslumbran, Antonina. La desgracia nos hace sólo abrir los ojos y conocer la verdad».

     «¡Éste es el gozo y complacencia que me prometía en vuestra llegada y en vuestro triunfo!»

     «No esperéis ya más triunfos, Antonina. Conviene que comencemos a armamos de constancia contra la mudanza de la fortuna. Por lo que vi y toqué, temo que no tardará la suerte en ponerme a prueba de sus reveses, y que se cumpla en mí a la letra el pronóstico de Maximio».

     «¡Ah, hubiese yo a lo menos seguido su consejo de enviaros un barco para avisaros de lo que se tramaba en la corte!»

     «Ese aviso hubiera servido solamente para hacerme apreciar antes la fidelidad y amor de Maximio que para evitar la desgracia, aunque estuviera cierto de venir a encontrarla. Cuando la fortuna nos levanta al grado en que me veo no deja otro partido en sus disfavores y contrariedades que el soportarlas con fortaleza. Con ésta haréis menor vuestra aflicción, cualquiera que sea la suerte que amenaza».

     «¡Despedazáis mi corazón!»

     «Vale más, Antonina, que os acostumbréis a oírlo de mi boca, que no que os llegue el golpe impensadamente y que se os haga más sensible. Voy entretanto a verme con Eudoxia; quiero examinar sus sentimientos sobre Maximio».

     Dicho esto, deja Belisario a su mujer Antonina sumergida en llanto. Su ambición, vivamente acometida de la desgracia que parecía inevitable, se abandonó fácilmente a las fieras penas y congojas que acabaron poco después con ella. Tenía sobre todo en su alma Belisario a su amada hija Eudoxia, y quería prevenirla con tiempo sobre la mudanza de su fortuna para consolarla y fortalecer su corazón con sabios consejos. Ignoraba él lo mucho que había contribuido Domitila para consolidar en su ánimo la virtud; después de haber renovado el gozo de su mutua y tierna confianza, la dijo:

     «Siento, amada Eudoxia, haber ignorado tu afecto a Maximio antes de establecer tu casamiento con Basílides, y siento mucho más que su constante y apasionado amor haya sido motivo de su prisión. Pero si por su causa sentiste en tu pecho repugnancia al casamiento con Basílides, consuélate, hija mía, pues recelo que no le verás efectuado».

     Eudoxia, que estaba bien ajena de oír tal discurso de boca de su padre, aunque sorprendida y penetrada del reconocimiento al amor paternal, le respondió:

     «Mi mayor consuelo, padre mío, es el obedecer a vuestras determinaciones y dejar satisfechos vuestros deseos. Amé, es verdad, apasionadamente a Maximio y sentí por su causa aversión al casamiento con Basílides, pero Domitila no solamente disminuyó esta repugnancia mía con sus sabios consejos, sino que también moderó mi amor a Maximio. Así me tenéis dispuesta a tomar por marido aquel que sea propuesto por vuestra voluntad. Cualquiera de vuestras determinaciones me será siempre respetable».

     «Alabo, Eudoxia, vuestra virtuosa resignación, y me dais motivo para apreciar mucho más los sabios consejos de Domitila, que os la inspiraron. Con mayor satisfacción podré, pues, participaros que temo se desvanezca vuestro establecido casamiento con Basílides, especialmente si se llegan a verificar los fundados recelos que padezco sobre mi desgracia. Mas si ésta sucede, temo también que no se pueda efectuar tampoco vuestro casamiento con Maximio. Sintiera sobre todo no poder recompensar de algún modo las generosas intenciones que éste alimentaba, y los mismos medios de que se valió para que fuese informado de las amenazas de mi contraria suerte a fin que la evitase tomando el pronóstico, que recelo se cumpla».

     «¡Ah, padre mío! ¿Qué decís? Él me pronosticó vuestra prisión y muerte».

     «¿Y bien? ¿No pudiera suceder uno y otro? ¿Qué cosa podemos extrañar en este suelo? En ese caso, deseara saber, hija mía, cómo llevaríais la desgracia de vuestro padre».

     «Oh, amado padre! ¡La sola insinuación oprime mi pecho y despedaza mis entrañas!»

     «Esto no es más, Eudoxia, que una suposición de mi amor para hacer prueba de vuestros sentimientos, aunque todo nos esté diciendo que no hay desgracia que no pueda suceder al hombre. Supongámosla, pues, a pesar del dolor, para fortalecer así de antemano el corazón en caso que la veamos cumplida. ¿Cómo os comportaríais si vierais llevar a la cárcel a vuestro padre y sacarlo de ella para darle la muerte en un cadahalso, hecho triste ejemplo y fatal espectáculo de la mudanza de la fortuna y de la instabilidad de las grandezas humanas?»

     «No más, padre mío, no más! ¡Oh, cielo! No resisto... ¡Ah, padre! ¡Me dais la muerte...»

     «¡Oh, amada Eudoxia!... Perdona, hija mía, perdona; creía que el renovar por mí mismo la idea de mi muerte pudiera seros menos sensible, y que lo fuera también a mí mismo. Pero es sobrado funesta para un padre y para una hija, de suerte que deje... de unir sus lágrimas a esas vuestras... ¡Ah, fortuna, no podrás ya grabar en mi pecho herida más profunda que esta que me acabo de hacer a mí mismo! Eudoxia, hija mía...»

     «¡Oh, padre mío, yo muero! ¡Me falta aliento...!»

     «Fui sobrado cruel, hija mía, lo veo. Se desmintió mi corazón, que aprendió a no temer la muerte en el campo de batalla. Mas el amor paterno es más fuerte que tu virtud y que Belisario.

     Lo que no recabara de mi pecho la fortuna ni la muerte en otros lances, lo obtienen en éste con vuestro llanto y desconsuelo. Mas ni el cadahalso ni la ignominia misma podrán ya amedrentar, Eudoxia, a tu padre Belisario después que su dolor mas intenso no lo sofocó en tus brazos. Tal vez la representación en idea de lo que reputaba más terrible para mí lo hará menos sensible de hecho, si acaso sucediere. Dimos ya, hija mía, todo el justo tributo de llanto y de dolor a la Naturaleza; en ninguna otra deuda le quedamos. Hicimos la experiencia más cruel de nuestros corazones; demos tregua a nuestro acerbo sentimiento. Se sienten mucho más los males si nos asaltan de repente, cogiéndonos desprevenidos. Es bien que recobren nuestros pechos su alterado sosiego. El temor de la desgracia no debe turbar ni borrar la memoria de nuestras obligaciones.

     Entre las mías cuento, Eudoxia, el aliviar las penas de Maximio. Él está encerrado en la cárcel, no por otro motivo que por haber querido desviar mi desgracia. El justo reconocimiento a sus generosas intenciones me sugiere que me emplee en conseguirle la libertad, mientras la tengo yo de hacerlo. Creo que será grato este mi oficio a vuestro amor para con él. Esto mismo aliviará en parte las funestas ideas que os suscité».

     «¡Todo se acabó ya, padre mío, para mí!

     ¿Cómo es posible que ningún objeto en la tierra alivie mi corazón, penetrado de la imagen de vuestra muerte?»

     «Hija mía, la suposición que os hice de ella no es prueba cierta de que deba suceder. Pero si acontece, tu virtud queda ya prevenida; tu padre puso a prueba los consejos que te dio Domitila».

     «¡Cómo puede hacer la virtud que permanezca insensible el corazón de una hija que ve a su amado padre expuesto..! ¡Oh, Dios mío...!»

     «La muerte, Eudoxia, es el término de todos los males y accidentes de esta vida. Sea de enfermedad o de herida en la batalla o al golpe del verdugo, muere con la misma constancia el hombre fuerte. Se somete del mismo modo en cualquiera de estos lances a la superior fuerza de la necesidad, que todo lo avasalla en la tierra. La ignominia acompaña solamente al delito. La gloria de tu padre no se ofuscará en el cadahalso; no lo permitirá mi inocencia. Las suertes desgraciadas de los reyes que vencí, en vez de engreír mi corazón con las victorias conseguidas, me enseñaron, al contrario, que no hay gloria ni grandeza en este suelo que no esté sujeta a mudanza. Si Cosroes, si Gelimer, si Vitiges vieron trocadas sus fortunas, no deberá extrañar Belisario ver mudada la suya, no lo deberá su hija Eudoxia».

     «No lo extraño, padre mío, no lo extraño. No es tampoco la pérdida de vuestra grandeza y honores la que oprime mi corazón. Viles son para mí todos los bienes y riquezas de la tierra en cotejo de vuestra vida».

     «Esa misma vida, Eudoxia, es un bien incierto y sujeto como los otros a la variación de la fortuna. Nacemos para morir. El rico y cómodo lecho no hace siempre la muerte más dichosa, ni es tampoco la peor la que padece el hombre honrado a vista del pueblo que lo llora y lo justifica. Insta el tiempo, hija mía, y quiero ir a verme con el juez para excusar, si puedo, la conducta de Maximio a fin de conseguirle la libertad.»

     «¡Oh, padre mío...! ¡Ah, vais a la muerte...! ¡Oh, infeliz de mí...!»

     «¡No es así, hija mía. Sosiégate. Si fuera a morir no pudiera dispensarse mi amor de darte el último abrazo. Voy a obtener la libertad para Maximio, si esto se me concede».

     Mal asegurada la inconsolable Eudoxia de las protestas de su padre, no se hubiera podido desprender de él si, acudiendo Domitila, no hubiera persuadido y confortado su corazón con sus amigables razones y consejos. Pudo así Belisario, sin comunicar a ningún otro de su familia sus intenciones, encaminarse a boca noche hacia la casa del juez, a quien conocía y que hizo encarcelar a Maximio, para disculpar su proceder a fin de obtenerle la libertad. Se habían combinado entretanto en una junta de corte todos los expedientes y medios que se debían tomar para prender aquella misma noche a Belisario juntamente con su mujer Antonina y su hija Eudoxia, sin que el pueblo lo sospechase, pues así no le quedaría al siguiente día ningún objeto que pudiese excitarlo a revolución.

     Ninguna pequeña circunstancia se perdió de vista en el plan de la ruina de Belisario. Entraba también en él el humillar la ambición y altanería de Antonina, muy mal vista de la Emperatriz Teodora, mujer de Justiniano, y odiada y envidiada de las mujeres de los cortesanos enemigos de Belisario. Antonina y su inocente hija Eudoxia debían ser llevadas fuera de la ciudad a una pequeña casa alquería que era porción de los bienes que tuvo en dote Antonina, la que, concediéndosela por gracia del Emperador, hacía campear la misericordia cruel que se usaba con ella, dejándola disfrutar aquel techo y término para que pudiese subsistir con los escasos productos que cultivaban algunos esclavos a quienes habían también prendido, y sentir así mucho más el peso de su desolación, miseria y abatimiento.

     Se envió al mismo tiempo orden secreta a la armada para que se hiciese a la vela aquella misma noche, después que se hubiese hecho desembarcar el prisionero rey Vitiges y su familia. A Basílides, prometido esposo de Eudoxia, se le dio el mando de aquella expedición, estorbando así su casamiento con la hija de Belisario. Sólo se esperaba con impaciencia la llegada de Narsés con parte de la tropa que guardaba las fronteras de la Bulgaria, para contener al pueblo e impedir algún alboroto en la determinada prisión. Mas perdidas enteramente las esperanzas de que Narsés llegase, no quisieron dejar pasar aquella noche sin haberse asegurado de Belisario, valiéndose para ello de la tropa que había en la ciudad y de la que hicieron desembarcar de las naves a este mismo fin.

     Aunque Belisario preveía su prisión, quiso cumplir con el generoso oficio en favor de Maximio, intercediendo con el juez para que lo sacase de la cárcel. Mas no pudiendo conseguir por entonces su libertad, volvió más satisfecho a su casa con la promesa del juez de restituir cuanto antes el preso a sus afligidos padres. Llegado a ella encontró a dos deudos de Antonina que la estaban consolando, atendidos los temores y congojas que ella misma manifestaba sobre la desgracia de su marido. Desmintió Belisario con su jovial serenidad los recelos de su mujer y los que él mismo fomentaba de que no pasaría aquella noche sin verse preso, deduciéndolo del mensaje de Sulpiciano y de no haber comparecido en su casa ninguno de los oficiales de la armada, especialmente Basílides, para ver y saludar a lo menos a su prometida esposa.

     Movido de esto quiso cumplir cuanto antes con los oficios de marido, de padre y de amigo, otorgando en favor de los suyos el testamento. Para ello halló pretextos a fin de ausentarse por poco tiempo de la compañía que había venido a saludarlo, y que empeñada en consolar a Antonina le dio tiempo para declarar su postrera voluntad en escrito, dando por razón de hacerlo entonces el prever de antemano su prisión y su muerte, aunque no veía en sí ningún motivo que lo acusase reo en su conciencia. Que por lo tanto de todos sus haberes dejaba herederas su mujer Antonina y su hija Eudoxia, determinando dos cantidades expresadas que mandaba a Domitila y a Maximio para manifestarles la gratitud que les debía. Rogaba por último al Emperador quisiese atender antes a la inocencia de los que dejaba heredados que a los servicios y victorias con que había procurado extender la gloria del Imperio.

     Acabado de otorgar el testamento, volvió a la estancia donde lo esperaban algunos de sus deudos y amigos para despedirse, por ser ya tarde. Mas apenas comenzó a entretenerse con ellos cuando entran dos esclavos consternados diciendo que la casa estaba llena de soldados que iban apresando a cuantos encontraban. Túrbanse los presentes al oír esto; Antonina se abandona al terror que sofocó su llanto y lamentos; algunos de sus deudos, vencidos del susto, iban a esconderse en otras estancias, al tiempo que los sorprende Sulpiciano, que entraba capitaneando los soldados. A él, como al mayor enemigo de Belisario, se le había confiado la prisión.

     Antonina, poseída del terror, no pudo resistir a la vista repentina de toda aquella gente armada, sino que, rindiéndose a la terrible consternación que le infundió y que le confirmaba el funesto pronóstico de Maximio, cayó casi muerta en el mismo asiento de donde se había levantado, después de haber arrojado un fuerte grito. Belisario, en pie, sin mudar la postura en que estaba conversando con un allegado suyo, esperó que llegasen allí a prenderlo sin manifestar alteración en su presencia. Sulpiciano, atento a su comisión, y conservando en ella su taimado carácter, se acercó a él, diciéndole con comedimiento severo:

     «Belisario, la determinación del Emperador no me dejó ningún arbitrio para excusarme de una comisión la más triste para mí. Espero por lo mismo que no me obligaréis a que falte a los modos atentos que deseo guardar en ella. Ignoro los motivos que tiene el Emperador para mandarme vuestra prisión. Vuestra entereza me hace esperar que se os concederá plazo para justificar vuestra conducta».

     Belisario, después de haberle dejado decir, con sosegada serenidad le respondió así:

     «Sulpiciano, no me llega de nuevo mi prisión. La preví en el mismo mensaje que me trajisteis de parte del Emperador. Esto os debe asegurar que no hallarán ningún estorbo los atentos modos que quisieseis usar conmigo. Mi justificación o mi condenación inquietan poco a la entereza de mi conciencia. Asegurado de mi conducta, poca pena me da lo demás. Aquí me tenéis. Sólo os hago presente que dejo otorgado el testamento de mi puño, y sólo os ruego me permitáis dar el último abrazo a mi mujer e hija Eudoxia».

     Pero habiéndolo ya rodeado los soldados, se excusó Sulpiciano diciendo que los órdenes que tenía del Emperador no sufrían ulteriores dilaciones.

     Fueron también presos los deudos y amigos que se hallaban presentes. Mas al tiempo que sacaban de la estancia a Belisario, su hija Eudoxia, que se hallaba en otra parte con Domitila, buscando alivio a su acerbo sentimiento, avisada por una de las esclavas de la prisión de su padre, salió llevada de su fiero dolor para verle y abrazarle, juntamente con Domitila que la seguía. Pero como no las dejasen acercar los soldados, se abandonaron a las tristes demostraciones de su acerbo dolor con altos sollozos y lamentos. Eudoxia especialmente, levantados los brazos, deshecha en llanto decía a los soldados:

     «Si es que le lleváis a la muerte, aquí estoy, crueles, aquí me tenéis. ¡Desmentid vuestra crueldad uniendo la hija infeliz a su desgraciado padre!»

     Belisario, penetrado de la vista de su amada hija, sintiendo casi desfallecer su heroica fortaleza, hizo ademán de querer pararse para abrazar a su Eudoxia. Mas no permitiéndoselo los soldados, sólo se despidió de ella diciéndola a Dios y encomendándosela a Domitila, la cual sintió faltarle la virtud, agitada del terror de aquel funesto espectáculo. Mas viendo que Eudoxia iba a caer desfallecida, penetrada de la fatal despedida de su padre, la pudo sostener en sus brazos y llevarla a la estancia más vecina, donde acabó de perder enteramente sus sentidos. Pero socorrida al instante de los remedios y esmeros de Domitila, los recobró en breve y con ellos la constancia y virtud bastante para llevar con mayor esfuerzo la nueva desgracia que la amenazaba y que no tardó a llegar, viniendo a prenderla también otros soldados luego que sacaron de la casa a su padre Belisario. Eudoxia, que se abandonó al dolor en la funesta separación de su amado padre, sostuvo con decoro y esfuerzo heroico su prisión sin manifestar asomo de terror ni de flaqueza. No así la desdichada Antonina, pues, aunque fue socorrida de sus esclavas en el desfallecimiento que padeció, cuando vio entrar a Sulpiciano parecía sin embargo haber perdido enteramente el uso de sus sentidos, quedando éstos como embotados y sin conocimiento de cuanto pasaba por ella. En este estado la sacaron los guardias para unirla a su hija Eudoxia, la cual, al ver a su madre, aunque prorumpió en llanto lo sofocó para decirla:

     «Madre mía, la fortuna nos pone en una de sus mayores pruebas; pero después que vi sin morir arrancado de nuestro seno a mi buen Padre Belisario, no creo que haya desgracia en la tierra que pueda acobardarnos, aunque sea la misma muerte».

     Nada le respondió Antonina en su enajenamiento, manifestando no conocer a su hija y dejándose llevar de los soldados, que no se opusieron a la resolución de Domitila de seguir presa a su prisionera amiga, a quien confortaba con su ejemplo y consejos. Así las sacaron a todas tres fuera de casa y de la ciudad para llevarlas a la alquería, indicada ya a los soldados, sin saber ellas a dónde las conducían.

     Apoderáronse entretanto otros comisionados de todas las riquezas, preciosos muebles y alhajas de la casa, que en otro tiempo y aun poco antes eran el cebo de la ambición y vanidad de Antonina. Prendieron a todos los esclavos y esclavas para que no pudiesen dar indicio de la prisión de Belisario, pretendiendo tenerla secreta hasta la llegada de Narsés, a quien esperaban de un momento a otro. Así en una sola noche y en pocas horas desaparecieron los grandes haberes y gloria del ilustre Belisario, vencedor de tres reyes y conquistador de tantos reinos y provincias. ¡Oh, fortuna inconstante y desconocida! ¿Y habrá quien inciense tus altares, quien vilmente se abata y humille para implorar tus funestos favores?

     Luego que el Emperador tuvo aviso de la prisión de Belisario, envió orden a la armada para que zarpase a fin de impedir que los soldados, aficionados a Belisario, se alborotasen si llegaban a saber su prisión. En fuerza de estos miedos se había resuelto en la junta de corte que se le diese garrote luego que llegase a la cárcel. El mismo Emperador condescendió tácitamente a esta cruel determinación, pero rehusó ratificar tal sentencia, no viendo en tan ilustre general manifiesto delito de la infidelidad que se le imputaba de quererse alzar con el reino de Italia, pues las solas sospechas y temores de que hubiese podido hacerlo quedaban satisfechos con su venida a Constantinopla y con su prisión.

     Así se pasó aquella noche infausta, cuyas tinieblas habían facilitado el prender sin tumulto al vencedor de Vitiges. Pero a pesar de todos los expedientes y cautelas que se tomaron para ocultar la prisión al pueblo, la descubrió la luz del siguiente día, divulgándose inmediatamente por toda la ciudad con consternación y dolor de cuantos la oían. Novedad tan extraña y sensible tuvo al principio en suspensión los juicios de gran parte de la gente, que no sabía atinar la grandeza del delito que suponía un proceder tan severo por parte de la corte. Mas apenas se sosegó la consternación de los ánimos dieron lugar en ellos a las verdaderas sospechas sobre el motivo de la prisión de un hombre tan ilustre, que por lo mismo era temido.

     Cuanto mayor era el concepto que de él tenían y el afecto que todos le profesaban, tanto más creían lo que sospechaban, excitándose la indignación en sus pechos. Luego no reparaban los más atrevidos a quejarse, ya en secreto, ya en público, de la ingratitud del Emperador con el hombre más glorioso y benemérito. Estas quejas cundían en públicos corrillos y las avivaban las noticias que iban adquiriendo sobre la prisión y sobre los que tuvieron parte en ella, lo que provocaba más sus pechos a la venganza. Toman de aquí motivo los más poderosos para excitar bajo mano a los más osados de la plebe para que comenzasen a gritar por las calles que fuese puesto en libertad Belisario y muriesen sus enemigos.

     Cunden estas voces y cobran cuerpo con los que se iban llegando a los primeros. Su número, creciendo bastante para no temer a los soldados, los hace más atrevidos y se declara el motín, repitiendo a gritos por las calles que muriesen los enemigos de Belisario y obligando a cuantos encontraban a formar cuerpo con ellos. Hechos así más fuertes y licenciosos, no dudan en acometer las principales casas de los cortesanos de quienes sospechaban haber contribuido a la ruina de Belisario. Cayó desgraciadamente en sus manos Sulpiciano y otros, en quienes desahogaron el rencor de su venganza; sacándolos ignominiosamente de sus casas y arrastrándolos por las calles hacían mofa y escarnio de ellos, atormentando cruelmente sus cuerpos hasta que espiraron a fuerza de sus fieros ultrajes.

     Cebados en su sangre los sediciosos y en la de los soldados que quisieron oponerse a sus crueles insolencias, no dudan presentarse ante el palacio del Emperador, pidiendo a gritos la libertad de Belisario y amenazando incendiar la ciudad si no se lo entregaban vivo. Al primer aviso que recibió el Emperador del tumulto y de las voces del pueblo que pedía la libertad de Belisario, sintió no haber seguido el parecer de los que le aconsejaron darle luego la muerte, y aunque hubiera deseado enviar luego orden para que lo ejecutasen, lo contuvo el temor que le infundió el pueblo furioso que instaba por la libertad del preso y que unía sus ruegos a las amenazas, sin poderle hacer resistencia.

     Pero temía por otra parte que el mismo pueblo osase proclamar Emperador en vez suya a Belisario si se lo entregaba libre como lo pretendía, y se verificasen las sospechas sobre las acusaciones que le hicieron sus enemigos de aspirar al Imperio. Entre estas temerosas congojas le sugieren el expediente de enviar orden secreta a la cárcel para que sin ninguna dilación lo privasen de la vista, pues así no tendría ya por qué temerlo sin ojos aunque se le diese la libertad.

     El Emperador aprueba el sugerimiento y lo manda poner luego en ejecución. Los verdugos, recibido el orden, cumplen con él a toda priesa, obligando a Belisario a recibir en los ojos el humo ardiente del vinagre que derramaban sobre las ascuas, teniendo estirados por fuerza sus párpados. Prestose Belisario a este tormento sin quejarse ni desplegar sus labios hasta que, conociendo que quedaba enteramente sin vista, dijo a los que le atormentaban que no había ya que temer que alcanzase otras victorias ni trajese otros reyes cautivos a Constantinopla. Este funesto premio le destinaba la fortuna, por colmo de sus favores, a todas sus gloriosas empresas. Quedaron así en eternas tinieblas aquellos ojos cuya luz, unida a la de su gran mente, formó aquella admirable táctica que lo hizo uno de los más ilustres generales de su tiempo y de los siglos venideros.

     Prometía entretanto el Emperador a los amotinados que instaban la libertad de Belisario que condescendería con su petición si se sosegaban, obligando para ello su real palabra. Tal era su ánimo, pero les daba largas con esta promesa condicionada, esperando el aviso de haberse ejecutado el orden de la privación de la vista del preso. Mas ellos, enfurecidos viendo que no se les concedía luego y de grado lo que pedían, resuelven obtenerlo con la fuerza, y sin detenerse corren a forzar las cárceles para dar libertad a cuantos presos había en ellas, para acrecentar el número de los facinerosos y proceder con ellos a mayores desacatos. Consiguieron entrar en algunas con violencia, mas no pudieron forzar las torres donde se hallaba Belisario, defendidas del mayor número de soldados que se habían recogido en ellas, y cuya oposición fue causa que creciese el motín y que, sueltos la mayor parte de los presos, cometiesen en la ciudad mil desafueros.

     Entre los puestos en libertad se hallaba también el desdichado Maximio, a quien sacaron de la cárcel los amotinados, muy ajeno de pensar que se hubiese verificado tan presto su pronóstico, ignorando todavía la llegada de Belisario. Mas luego que supo hallarse preso y que habían sacado de la ciudad a su mujer Antonina y a su hija Eudoxia, olvidándose de su casa y de sus padres sólo atendió a informarse del paradero de su amada, cuya memoria, arrojando de su pecho todas las pasadas angustias y afanes, avivaba en él las esperanzas de poseer en la desgracia a la que le negaban antes la fortuna y grandeza de la misma. Informado, pues, del sitio en que se hallaba, sin detenerse a descansar de sus padecidos trabajos ni a consolar con su presencia sus afligidos padres, resuelve ir en busca de su amada Eudoxia, determinado a servirla, y a servirla de esclavo. ¿A qué no obliga y de qué no es capaz un amor tierno y ardiente?

     Tomando, pues, el camino de la indicada alquería, lo seguía con un ardiente gozo mezclado del contrario afecto de tristeza que le infundía el estado de miseria en que la hallaría, perdidos todos sus grandes haberes, grandezas y gloria, con la pérdida más sensible de su amado padre, a quien ella lloraría en su acerba aflicción y abatimiento. Se lisonjeaba, sin embargo, poderla prestar algún alivio y consuelo en su desgracia con sus servicios y con ellos merecer su posesión, mucho más después que supo en la ciudad haber partido Basílides con su armada, noticia que llenó de júbilo su corazón y que avivaba sus pasos hacia el sitio que se le había destinado a su infeliz amante, de la que iba tomando lengua por el camino.

     Mas antes de llegar, acordándosele que Antonina podía servir de estorbo a sus amorosos intentos y que tal vez lo echaría de sí, desdeñando sus ofrecimientos si los hacía a cara descubierta, pensó fingirse mendigo como se había fingido antes mercader, pues de este modo, con el pretexto de entrar a pedir limosna, vería el estado en que se hallaban madre e hija y las circunstancias de la casa, para tomar mejor sus medidas y conseguir lo que quería. Apenas le vino esta feliz ocurrencia, la abraza y resuelve poner en ejecución sobre la marcha, y sin detenerse se disfraza en mendigo del mejor modo que pudo. Para ello se desprende del manto bastante decente que llevaba y lo deja sobre un ribazo, a la ventura del primero que lo encontrase; ciñese la frente con un pañuelo sucio que le había servido en la cárcel, dejando caer las greñas por las mejillas, a fin de desfigurar su fisonomía. Ensucia con polvo y lodo su túnica, en que hizo muchos rasgones, y con algunos pedazos de ella se vendó una pierna, con que fingía tener en ella una llaga, sosteniendo a este fin su cojera con un tosco ramo que le vino a las manos por el camino.

     De esta suerte se presenta Maximio, palpitándole el corazón, a la infeliz casilla que le indicaron, solo y triste asilo que dejó la fortuna a las que poco antes aventajaban en riquezas y abundancia a los mayores grandes del Imperio. Tenían orden los soldados que las condujeron a ella de dejarlas inmediatamente, sin prestarlas ningún socorro, y así lo hicieron, obedeciendo a quien los capitaneaba. Por todo el camino la desdichada Antonina continuó a estar en su entorpecido enajenamiento. Eudoxia, aunque oprimida de dolor y de susto, viéndose llevar de aquella gente armada entre las tinieblas de la noche, creía que las condujesen a la muerte a un lugar apartado de la ciudad; y en esta funesta idea plañía la muerte de su buen padre antes que la propia, y la de Domitila, su constante amiga, que quiso acompañarla en aquel terrible lance, temiendo que la matasen también por su causa. La misma Domitila no iba ajena de estos temores, pero su esforzada resolución en seguir a su amada Eudoxia le servía de algún consuelo en caso que hubiese de morir con ella.

     Duraron estas funestas sospechas hasta que, llegadas a la casilla, las intimó el capitán las órdenes que tenía de dejarlas en ella, destinándosela por morada la clemencia del Emperador. Eudoxia, al reconocerse y verse sola con su madre y con Domitila, desamparadas de los soldados que las condujeron, aunque sintió desvanecerse de un golpe los temores de la muerte no pudo dejar de abrazarse con su madre, prorrumpiendo en tan ardientes sollozos que casi la sofocaban, sin poder proferir palabras. No pudo contener tampoco los suyos Domitila a tal vista, y a la de la miseria y pobreza que le presentaban los desnudos cuartos de aquella infeliz habitación, a la escasa luz del día que comenzaba a despuntar, sin ver otros muebles ni otro lecho donde poder descansar que unas pajas amontonadas en un rincón.

     Esta vista avivó en su pecho los fuertes sentimientos de la virtud y los santos consejos que dio sobre ella a Eudoxia; de los mismos se sirvió entonces para consolarla y confortarla en aquella miseria y desolación; sofocando, pues, su propia ternura y el llanto que la arrancaba su inconsolable amiga, abrazada con su madre, la dijo que aquellos sollozos y lamentos no remediaban a su buena madre en el infeliz estado en que se hallaba, pues no pudiendo tenerse en pie sería bien que la llevasen a descansar sobre las pajas que allí había. Eudoxia, echando de ver en su dolor la necesidad de su madre, condescendió con la instancia de Domitila, sin desistir de su llanto, y entre las dos la dejaron colocada en aquel lecho miserable.

     Pareció que despertase ella entonces de un profundo letargo, arrojando algunos suspiros y dejando caer de sus ojos por las mejillas algunas lágrimas. Eudoxia se sentó junto a ella continuando en su llanto, compadecida e interesada por su madre, cuya infelicidad sentía antes que la propia; y asiéndola de una mano, movida de su tierno amor la decía:

     «¡Oh, madre mía, el cielo ha querido probarnos con estos terribles trabajos y desventuras! Una sola de ellas hubiera podido acabar con nosotras, mas ya que no se nos concedió la muerte saquemos partido de la virtud para soportar nuestros trabajos con resignación y constancia».

     Aunque Antonina mostraba irse recobrando poco a poco de su fiera consternación y aturdimiento, nada respondió a su hija, que se esmeraba en confortarla y consolarla, arrojando sólo profundos y dolorosos suspiros. Domitila, atendiendo a las fatales circunstancias en que se hallaban, pensó en ir registrando aquella infeliz habitación para ver si encontraba algún utensilio o comestible para socorrer a la desfallecida Antonina. No encontrando cosa alguna, y echando de ver que las habían privado de todo socorro humano, reduciéndolas a la más horrible mendicidad, resolvió ir a implorar la compasión de los primeros labradores que encontrase para poder socorrer de algún modo a la desdichada y casi moribunda Antonina.

     Propone, pues, a Eudoxia sus intenciones, cuando al tiempo de ir a ponerlas en ejecución oyen tocar a la puerta. Era cabalmente el disfrazado Maximio, el cual antes de llegar a la casilla, haciendo, compungido a su vista, un rápido cotejo en su imaginación de aquella pobreza y soledad con la magnificencia y riqueza de la casa que antes habitaba su adorada Eudoxia, servida de tantos esclavos y esclavas, no pudo contener las lágrimas que casi enfriaron las ardientes ansias con que llegaba. Ocurriéndole luego que aquel mismo llanto podía contribuir para remedar mejor el mendigo que representaba, se esforzó en llegar a la puerta, que halló abierta; y tocando a ella con el palo que llevaba decía:

     «¡Buenas almas, apiadaos de un miserable que no puede ganar la vida con sus manos, impedido de los ayes con que quiso mortificarlo su desventura! Quiera el cielo remunerar la misericordia que con él usaréis y que os pido con llanto, animado de la mayor veneración y respeto».

     Domitila, que iba a poner en ejecución sus piadosas intenciones, contenida del repentino llamamiento y voces del pobre volvió atrás para decir a Eudoxia que el cielo les enviaba oportunamente aquel mendigo, porque siendo tal vez de aquellos contornos las podía servir en la necesidad y falta de todas las cosas en que se encontraban; que para esto iba a llamarlo. Así lo hizo, diciendo luego que vio a Maximio sin conocerle:

     «Entrad, que estamos también en estado de recibir caridad de vos; así nos la haremos mutuamente».

     El accidental hallazgo de una prenda amada no suele causar tanto gozo cuanto la vista de Domitila al ansioso Maximio, y mucho más el convite que le hacía para que entrase, que era lo que principalmente anhelaba, y así la respondió que lo haría de muy buena gana, que allí le tenía a su servicio. Diciendo esto entró, siguiendo a Domitila que le precedía, hacia el cuarto en que se hallaba Antonina tendida sobre la paja, y Eudoxia a su lado, que la confortaba.

     Maximio, al descubrir el objeto de sus amorosos anhelos en aquel estado de miseria, sentada sobre la paja, sin ver ningún mueble, en un negro cuarto que horrorizaba; la ternura, el amor, la compasión y el sentimiento oprimieron tan improvisamente a su pecho que, dando al través con su instantáneo gozo, le obligaron a apoyarse de veras al tosco palo que llevaba para no caer en el suelo, prorrumpiendo al mismo tiempo en tales y tan recios sollozos que llamó la atención de Eudoxia y Domitila, que en vez de hacerle el encargo que quería se vio precisada a preguntarle por qué lloraba tanto, y si eran tan grandes sus males y desventuras que le obligasen a ello.

     El sollozante Maximio, que llevaba de antemano meditado lo que había de fingir para encubrirse más a sus ojos, se valió entonces de su meditada ficción, que disimulaba y excusaba su gran llanto, respondiendo a Domitila sin cesar de llorar:

     «Oh, y si son grandes mis males! Mi nombre solo os dirá bastante cuáles son ellos, pues no habrán podido dejar de llegar a vuestros oídos. Soy el infeliz Damasio, de la villa de Esterobea, poco distante de aquí».

     «Ninguna noticia tuvimos de vuestras desgracias, le respondió Domitila muy compadecida, ni oímos tampoco jamás vuestro nombre, mas grandes deberán ser vuestras desgracias si por el solo nombre hemos de tener conocimiento de ellas».

     «Largo fuera contarlas por entero, dijo Maximio, ni el llanto en que día y noche me deshago me lo permite. Sabed en breve que mi padre Enehisio fue privado de la vida y despojado de sus grandes haberes por el Emperador; y yo, aunque inocente, echado de mi casa y desposeído de la herencia paterna, me veo precisado a mendigar el sustento en la horrible laceria y pobreza en que me veis».

     Eudoxia, oyendo una semejanza cabal de su estado en aquel infeliz mozo que hacía tan interesante su relación, no pudo dejar de renovar sus sollozos. Domitila, aunque enternecida también, se esforzó a decirle:

     «En igual desgracia nos encontramos nosotras. Bien tenemos motivo para compadeceros, y nos vemos necesitadas a rogaros queráis ayudarnos en nuestra necesidad. No conocemos a ninguno de estos contornos, y faltas de todo mueble y comestible quisiéramos proveer algún sustento para socorrer a esa enferma que veis ahí tendida sobre la paja».

     «¡Ah!, exclamó Maximio, permitid que os manifieste también mi enternecida compasión y maravilla al ver el extraño contraste de objetos que se me presentan a la vista. Esta pobre casa desnuda, tres mujeres solas en traje de ricas ciudadanas, vuestros rostros que llevan impresos el terror, el dolor y la aflicción, la falta de aquellos pobres muebles de que están abastecidos los más miserables labradores; todo, en fin, me está diciendo que hay aquí una extraña novedad y desgracia que ignoro, y que deseara saber».

     «En dos palabras vais a quedar enterado, dijo Domitila. Aquélla es la mujer, ésta la hija de Belisario.»

     «Oh, cielos!, exclamó con llanto Maximio y levantando las manos al cielo; luego volvió a decir: ¿Aquélla la mujer, ésta la hija de Belisario?... ¡Ah! Perdonad si mi aturdida admiración manifiesta en cierto modo desconfiar de lo que me decís. A quién no deberá parecer imposible ver a la hija del ilustre Belisario, del vencedor...»

     No pudo pasar adelante Maximio, prorrumpiendo en nuevos sollozos y haciendo prorrumpir en ellos a Eudoxia, inconsolable con la memoria que le renovaba Maximio de su amado padre Belisario, a quien nombraba en sus lamentos. Viose precisada Domitila a decirles:

     «Con esos llantos no remediamos la urgente necesidad de socorrer a la enferma.

     Y así, Damasio, excusad el renovar pasadas memorias y hacednos el favor de proveernos algún sustento. Aquí tenéis estos pendientes que podéis vender en la vecina villa de Esterobea; con ellos...»

     «No, Domitila, no, dijo Eudoxia interrumpiéndola, me despedazáis el corazón. Conservad esos pendientes, aquí está este collar de perlas que llevo. Éste debe servir para proveer lo necesario para mi madre».

     «Ése servirá para otra ocasión, dijo Domitila, quiero hacer primero experiencia con estos pendientes, que valen mucho menos, de la fidelidad de Damasio. Su sincero llanto y su ingenua compasión no dejan ninguna duda a la confianza que me merece».

     Mas persistiendo Eudoxia en querer entregarle el collar, Maximio rehusó uno otro diciendo:

     «Ah! Para manifestaros mis sinceros sentimientos no necesito de prenda alguna de vuestra confianza. Espero socorrer sin ella vuestra presente necesidad. ¿Qué se me negará de cuanto pidiere en nombre de quienes tan de cerca pertenecen al ilustre Belisario?»

     Dicho esto, sin querer atender a sus instancias las vuelve la espalda y se va afectando su cojera, que avivaba la satisfacción que sentía de no haber sido conocido.

     Le quedaba algún dinero del que le suministraron sus padres en la cárcel, y con él esperaba socorrer la necesidad de su amada Eudoxia y Domitila, y de aquella misma Antonina que fue causa de su prisión y cuyo horrible estado de abandono y miseria acabó de sofocar en su pecho el resentimiento que conservaba a su altanería y a los soberbios modos con que le trató hasta hacerlo poner en la cárcel. Ahora, movido a compasión por ella, se encaminó a una vecina casa de labradores a quienes rogó quisiesen venderle todo lo necesario para socorrer y alimentar a la mujer e hija del ilustre Belisario, que se hallaban en la más terrible miseria.

     Ignoraba todavía aquella gente la desgracia de Belisario, y que tuviesen tan cerca la mujer e hija del mismo. Les parecía por esto imposible lo que aquel pobre les decía, temiendo que les quisiese engañar con aquel pretexto. Mas diciéndoles él que a más de desmentir con su dinero lo que reputaban ficción podían ir a certificarse con sus ojos de la verdad de lo que les decía, le entregaron parte de lo necesario para alimentar a la enferma, y parte quiso llevarlo por sí una labradora y su hija, curiosas de ver y averiguar aquella novedad, que no acababan de creer hasta que se certificaron con asustada admiración de lo que les parecía imposible.

     Enternecidas de aquella lastimosa vista que les presentaban las tres ilustres desgraciadas, se ofrecieron a servirlas en todo lo que quisiesen mandarlas. Eudoxia y Domitila agradecieron a las labradoras sus compasivos ofrecimientos y la diligencia y servicios a Damasio, el cual, recibidas sus agradecidas expresiones, atendía a disponer el hogar que había en aquel mismo cuarto para poner el puchero a la lumbre, yendo también a este fin a recoger leña por el campo. El amor enardecía sus pasos y sus esmeros. La labradora entretanto, apiadada del infeliz estado de Antonina, que parecía querer morir de dolor, propuso a Eudoxia y a Domitila que si querían podía dar en su casa a la enferma un lecho, aunque pobre, pues no lo tenía mejor.

     Eudoxia, oído esto, deseando aliviar a su madre y sacarla de aquella paja en que estaba casi sumida, le refirió el ofrecimiento de aquella caritativa labradora, exhortándola a que se aprovechase de él a lo menos hasta que se restableciese de su consternación y mortal abatimiento. Pero Antonina, abandonada a su tétrica desesperación, le respondió que nada quería sino la muerte, que ella sola podía poner fin a sus males intolerables. En vano se esforzaba también Domitila en persuadirla a aceptar aquella oferta. Desechaba Antonina todos los atentos oficios y alivios que se le querían prestar, resuelta a dejarse morir de la fiera aflicción que hizo terrible presa en su ánimo ambicioso y vano al verse tan abatida y desgraciada, diciendo que quería seguir voluntariamente al sepulcro a su infeliz marido Belisario.

     Esta obstinación y las expresiones con que la acompañaba sobre la infeliz suerte de Belisario, renovó el dolor y la memoria de su padre en el ánimo de Eudoxia, que prorumpió en nuevos sollozos y lamentos, como si el dicho de su madre Antonina confirmase de hecho la muerte de su padre. Damasio, que la oía mientras acababa de disponer el hogar, se sintió movido a sacarla de sus dolorosas dudas yendo a la ciudad para saber el éxito del motín y de la prisión de Belisario, estando ya seguro que sería bien visto y recibido siempre que volviese a aquel infeliz asilo que dejó la fortuna a su adorada Eudoxia.

     Se lisonjeó, a mas de esto, que si los amotinados conseguían sacar de la prisión a Belisario, según manifestaban querer cuando lo sacaron a él de la cárcel, podría ir a darle noticia del lugar en que se hallaban su mujer y su hija, con lo cual ganaría su amor aquellas albricias y las que también se prometía de Eudoxia, volviendo a darle las alegres nuevas de la libertad de su padre. Avivadas con esta ocurrencia sus ansias dirige la palabra a Eudoxia, que continuaba en sus lamentos y sollozos, diciéndola con afectuosa expresión nacida de la amorosa ternura:

     «Señora, quedáis servida en lo que os dignasteis mandarme; si queréis iré también a la ciudad a informarme del paradero de vuestro padre».

     «¿De mi padre?», exclamó Eudoxia. ¡Oh, cielos, lo perdí para siempre!»

     «No por cierto, replicó Damasio, a no ser que haya muerto en el tiempo que me hallo aquí; pues antes de venir supe que vivía».

     «¿Será posible?, continuó a decir Eudoxia en sus sollozos. ¡Ah! ¿Cómo podré satisfacer a tan señalado servicio que me queréis hacer?»

     «No pretendo otra satisfacción, señora, que la misma que yo pruebo en serviros y en el cumplimiento de vuestros deseos; si no queréis más que esto, voy inmediatamente a ejecutarlo».

     Parte luego al punto Damasio, impelido del gozo de servir a su amada, llevando consigo la deliciosa satisfacción de haberla visto y hablado tan a su grado sin haber sido tampoco conocido de la misma.

     Un sucesivo tumulto de dulces lisonjas y esperanzas nacía a cada instante en su corazón, pareciéndole que ya la poseía, que la suerte había derribado a Eudoxia de su grandeza y abundancia sólo para que él la consiguiese y para hacerle con ella el hombre más dichoso de la tierra. Con tan suaves afectos iba prosiguiendo a largo paso su camino, ansioso de llegar a la ciudad y de saber el éxito del motín. Mas comenzaron luego a enfriar sus ansias y deseos los muchos que iba encontrando y que, huyendo de la ciudad, le decían que el general Narsés había entrado en ella y hacía una horrenda carnicería de los amotinados, sin perdonar a edad ni a sexo.

     Asustado y contenido de esta triste noticia no se atrevió llegar aquella tarde a Constantinopla, resolviendo pasar la noche en algún establo o pajar de las vecinas alquerías, para poder tener noticias más individuales al siguiente día y entrar así con más seguridad y confianza encubierto con su disfraz de mendigo, pues esperaba que la noche pondría fin al estrago que hacían los soldados de Narsés en los ciudadanos.

     Entretanto que Damasio se encaminaba a la ciudad, viendo la oficiosa labradora que quedó con su hija en la alquería que eran inútiles las instancias de Eudoxia y Domitila para que Antonina pasase a su casa y a la cama que en ella le ofrecía, quiso traerla allí, esperando que a su vista se resolvería a aceptarla la enferma. Vinieron bien en ello Eudoxia y Domitila, que entraron en las mismas lisonjas de la oficiosa labradora. Domitila, para empeñarla más y manifestarle su reconocimiento, le dio en regalo los pendientes que rehusó Damasio, y que ella aceptó de mil amores sin que lo echase de ver Eudoxía, de la cual quiso recatarse Domitila para que no lo sintiese.

     Traída la pobre cama, conoció Antonina el oficio que se le quería hacer, y después de haber manifestado oponerse exclamó:

     «¡Ay de mí, la más infeliz y miserable de todas las mujeres! Dejadme morir, os ruego, dejadme morir».

     La afligida Eudoxia, esperando hacerla condescender a sus ruegos, le dijo entonces:

     «¡Oh, mi muy amada madre! El cielo permitió que nos viésemos pobres e infelices para que purificásemos nuestros corazones en el crisol de tantos trabajos y desdichas. Con ellas nos quiere manifestar que no hay ningún bien ni grandeza segura ni permanente en la tierra sino la virtud. Ésta nos aconseja a que conformemos nuestros sentimientos con la determinación de la divina providencia».

     «¡Ah, infeliz hija mía! ¿Cómo es posible sobrevivir a tan horrible ignominia y abandono? ¿Qué se dirá de mí? ¿Qué pensarán de mí, miserable, reducida a tal oprobrío y necesidad? ¡Ah!..»

     «Oh, madre mía, esas ideas sólo sirven para acrecentar vuestra mortal aflicción! El pobre que acaba de partir y de prestarnos sus atentos y compasivos servicios perdió también su padre, sus haberes y comodidades, y se ve reducido como nosotros a un estado miserable. No somos solas desgraciadas en la tierra, ni nuestra pasada grandeza debe ahora contribuir para agravar nuestra tristeza y desventura; comencemos, madre mía, a llevarla con resignación».

     «¡Tantas preciosas joyas perdidas! ¡Tantos honores desvanecidos! ¿Y en tan grande miseria se pudo ver la mujer de Belisario? ¡Oh, crueles memorias, me dais la muerte!»

     «Ahora experimentáis que ni esas joyas ni esos honores y riquezas eran nuestras, sino bienes prestados de la fortuna, que los quiso recobrar cuando se le antojó. Por lo mismo los debéis ahora mirar con menosprecio, así no sentiréis tanto su pérdida ni vuestra presente pobreza y necesidad».

     «¿Y Belisario?... ¿Qué se hizo Belisario? ¿Qué es de él? ¡Oh, cielos!...»

     «Ese solo bien excusa nuestras lágrimas y nuestro justo dolor. Mas todavía no sabemos haberlo perdido enteramente».

     «Sí, sí lo perdimos. ¡Me lo asegura el fiero dolor que me sofoca, que taladra mis entrañas!»

     «Su inocencia y entereza deben antes, madre mía, fomentar las esperanzas de recobrarlo. El pobre que encaminó aquí el cielo se fue a la ciudad a informarse de su paradero y me prometió que me traería nuevas, asegurándome que vivía. Tranquilizad vuestro espíritu y sobreponeos a vuestra terrible aflicción, la cual puede acarrearos la muerte».

     «Ésa es la que deseo. Ella sola puede poner fin a una vida aborrecible y que detesto».

     Así proseguía en lamentarse Antonina y en consolarla, aunque en vano, su hija Eudoxia, sin poder recabar que pasase a la cama que aderezaron las labradoras, ayudadas de Domitila, mientras Eudoxia la estaba confortando. Siendo inútiles sus esmeros tentaron ofrecerle el alimento que podía ser de alivio a su flaqueza, pero Antonina lo rehusó también con obstinación diciéndoles que no se cansasen, que estaba resuelta a morir, que desistiesen de querer prolongar su intolerable desventura. Persuadida entonces Eudoxia de la firme resolución de su madre en querer morir, no pudo contener el llanto, temiendo perderla de hecho. Movida de su dolor postróse ante ella de rodillas, y juntas las manos la decía, bañada en lágrimas:

     «¡Oh, amada madre! ¿Por qué queréis que la muerte os usurpe el mérito que pudiera adquirir vuestra resignación y paciencia? Éstas harán vuestra alma acreedora, en medio de tantos males, a la piedad del Omnipotente, único autor de nuestra vida y muerte. A su divino arbitrio queda reservado el derecho de disponer de la vida que nos concede».

     «Me despedazas el alma, Eudoxia! ¡Me despedazas el alma!»

     «Conceded a lo menos a mi llanto, a mi dolor, el consuelo de veros recibir este escaso alimento. Tomadlo siquiera por amor mío, por amor de vuestra hija Eudoxia, que aquí de rodillas os suplica con el más ardiente afecto. Mostrad en esta condescendencia que me amáis, que no me queréis desamparar por ceder al dolor de vuestros perdidos bienes antes que a mis esmeros y cariño. Si llegáis a morir, si os pierdo, madre mía, pierdo con vos mi mayor alivio y consuelo en la desgracia. Con vos se me hará llevadera la pobreza, la mayor miseria. Con vos soportaré con esfuerzo, y si queréis con complacencia, la ignominia y el oprobrio. Por vos arrostraré el menosprecio, y se atreverá vuestra hija, la hija de Belisario, a implorar la commiseración de los hombres, pidiéndoles el sustento para aliviar vuestra necesidad.»

     «No más, Eudoxia, no más... ¡Oh, infeliz Antonina! ¡Oh, muerte, acaba...!»

     «No, madre mía, no me será sensible pedir limosna por vos. Antes bien, lo haré con dulce satisfacción, que yo prefiera a toda nuestra antigua grandeza si sólo así pudiera sustentar vuestra vida. Mas antes de vemos reducidas a pedir limosna nos quedan brazos y firme voluntad para ganar vuestro sustento con la labor. La buena Domitila nos ayudará y nos confortará con sus consejos. No queráis, madre mía, desconocer sus atentos esmeros y los cuidados que puso en proveer ese alimento que con tanto cariño os ofrece».

     «A lo menos con voluntad, dijo Domitila, de verla recobrar sus piadosos afectos. La mujer de Belisario en ese mismo infeliz estado debiera reputarse superior a todos sus perdidos bienes y grandeza.

     No, Antonina, la fortuna adversa no os puede quitar este glorioso título que os hace más respetable, tendida en esa paja, que ataviada con las ricas galas y joyas. Si os vieran en tal estado los que os redujeron a él, en vez de tener motivo de complacerse de vuestra miseria, se llenarían de confusión si os vieran en ella mayor que todos los males que os causaron, llevándolos con heroica serenidad y resignación. Os fuera entonces más ilustre esta pobre casa, esta miseria y abandono en que os halláis que vuestros magníficos palacios y los mentidos cortejos y honores que os hacían aquellos que antes os acataban en vuestra riqueza y fortuna».

     «¡Ah, desdichada de mí! Todo lo perdí, Domitila. ¡Todo lo perdí!»

     «Nada habréis perdido si nada de todo lo perdido continúa a merecer vuestra estimación y aprecio».

     «¡Antes tanta riqueza, y ahora tanta miseria y oprobrio! ¡Ah! No os canséis, dejad que muera en mi funesta humillación y abatimiento».

     Dicho esto, arroja un profundo suspiro volviendo luego a su enajenamiento e insensible inmobilidad, que hizo vanos los ulteriores ruegos e instancias que le hacían con llanto Eudoxia y Domitila. La labradora, viendo la resistencia de Antonina en pasar a la cama ya dispuesta, pensó en ir a llamar a su marido y a un hijo suyo para que ellos la trasladasen en brazos, obligándola a condescender con los ruegos de su hija Eudoxia. Llegaron éstos al tiempo en que Antonina, sorprendida de su doloroso parasismo, no pudo impedir ni resistir su atento oficio, siendo trasladada por ellos a la cama sin que lo conociese ni sintiese, lo que infundió tristísimas sospechas a Eudoxia de que hubiese muerto. Sosegola Domitila, reconociendo en ella vital palpitación, y asegurada de esto agradeció a los labradores su compasivo servicio y les rogó, por ser ya tarde, se volviesen a su casa, pues habían de madrugar para volver a su trabajo.

     Partidos todos los labradores, quedaron solas Eudoxia y Domitila en compañía de la enajenada Antonina. Mas las tinieblas de la noche, realzando el horror de aquella obscura y triste soledad a la escasa luz de la lumbre que ardía en el hogar, agravaron la aflicción y dolor en que Eudoxia se hallaba por el infeliz estado de su madre, a quien, sin embargo, quiso dispertar de su letargo con llorosas instancias y lamentos. Antonina a las voces de su hija dolorida respondió sólo con algunos suspiros por respuesta. Le aconsejó entonces Domitila que no la molestase más, sino que la dejase descansar, pues si podía tomar el sueño tal vez éste contribuiría a dar tregua a su suma aflicción y sentimiento.

     Condescendió Eudoxia con la insinuación de Domitila, e impelida del tierno reconocimiento a la cordial bondad y virtud de tal amiga se abraza de repente con ella, sollozando amargamente, y con lágrimas le decía:

     «¡Oh, dulcísima y respetable amiga mía! ¿Qué fuera de mí si me hubiese faltado vuestro amparo, vuestra asistencia, vuestros santos consejos? Sin ellos, sin vos, cómo hubiera podido yo resistir al peso de las desventuras que todas a una se desplomaron sobre mi corazón sensible? Mil veces hubiera yo muerto; por lo mismo no extraño los crueles efectos del sentimiento a que se rindió mi buena madre».

     «La debemos compadecer, no hay duda, le dijo Domitila, mucho más no habiendo tenido su corazón de antemano luz alguna de sabiduría ni estudio moral que la fortaleciese contra las desgracias y males que la pudieran sobrevenir. Verdad es que vuestra madre era devota, piadosa y de inculpables costumbres, pero esto mismo os servirá de prueba que la devoción y piedad, sin el estudio moral que instruya y convenza al entendimiento, no son bastantes para que el ánimo se sobreponga a los males y desgracias que le acontecen. Suelen algunos, al verse humillados y oprimidos de la desgracia, recurrir al cielo y a su Criador para que los conforte y saque de su oprobrio y miseria.

     Este expediente es loable, mas fuera un milagro que el cielo los hiciese superiores a su tristeza y abatimiento, por cuanto el Criador deja obrar en la tierra a las causas que recibieron su primer impulso, quedando al albedrío del hombre el valerse de los medios y luces que le ofreció para gobernarse en este suelo y perfeccionar su interior, sin lo cual lo avasallaran necesariamente su ignorancia, sus preocupaciones, sus pasiones; y el alma, señoreada de la vanidad, de la ambición, del demasiado aprecio de las riquezas, humillada y abatida en la pérdida de las mismas, saca alguna especie de satisfacción de su fervoroso recurso a la piedad omnipotente, por cuanto aquella confianza que pierde en los hombres que la desamparan la pone con certidumbre en la divina misericordia. Mas este alivio es pasajero, ni destruye la tristeza ni el sentimiento, que quedan pegados al corazón, que lo oprimen y atormentan, avivando el aprecio de los bienes que le quitó la desgracia y en los cuales confiaba.

     Así pues, como fuera milagro que un idiota adquiriese una ciencia en fuerza de sus súplicas al cielo, lo fuera así también que en fuerza de iguales súplicas adquiriesen los desgraciados la serena superioridad y la fuerte indiferencia que conserva la virtud en las desgracias que le suceden, y que la misma infunde a los que en ella de antemano se ejercitaron, pues su adquisición, en términos naturales, exige mayor estudio y ejercicio de reflexión que las otras ciencias que se aprenden, debiendo luchar la razón y el entendimiento con los rebeldes afectos del ánimo, con las opiniones del mundo, que debe combatir con opiniones enteramente opuestas para alcanzar aquella sublime fuerza de sentimientos y aquella imperturbabilidad de que dijeron los mismos gentiles que no había cosa más digna del Criador y de las adoraciones de los hombres.

     Lo es, no hay duda, por cuanto se reputa lo más arduo y difícil de conseguir. Mas no por eso se hace imposible a quien se ejercita por grados en la virtud, pues lo consigue insensiblemente y sin que se eche de ver. Podrá bien, sí, conmoverse y resentirse al golpe de la desventura, podrá padecer aflicción y dolor a vista de la pobreza y del oprobrio que lo asalta, cederá a la fuerza que lo arroja en el seno de la miseria, mas volviendo luego en sí hallará remedio en las reflexiones y afectos virtuosos que adquirió su mente y su corazón, los cuales le servirán de alivio y de consuelo en medio de la miseria y de los males que la cercan, le harán llevaderos sus trabajos y tal vez alegrarse con su ignominia.

     En este caso nos hallamos, amada Eudoxia. Vos recibisteis luces y conocimiento de sabiduría moral; os ejercitáis en la virtud y con sus reflexiones y ejercicio dispusisteis poco a poco vuestro ánimo para resistir a la desgracia, aunque parecía imposible que viniese. Mas vino y tronó impensadamente. El rayo tocó vuestro corazón sensible y aturdió vuestros sentidos, mas no pudo abatir enteramente vuestro ánimo ya fortalecido. Sobrevino, es verdad, el dolor, la aflicción, el llanto, pero si éstos no cedieron del todo a la dulce fuerza de la virtud, también consternada del repentino acontecimiento, no tardarán a recobrar el señorío de la misma en vuestro corazón, que os hará sobreponer a todos vuestros flacos afectos y tristeza.

     Entonces, ¿con qué segura satisfacción y confianza podréis recurrir al cielo para que haga permanente vuestra fortaleza, y con ella la serenidad y el consuelo en medio de la miseria y de la falta de todo lo necesario? Entonces, del mismo llanto con que regaréis los cadáveres de vuestros padres y del dolor mismo de verlos espirar en vuestros brazos veréis nacer una no digo complacencia, mas bien sí un equivalente que lengua mortal no sabe expresar, pero que hará vuestro ánimo como impasible y superior a todas las cosas mortales. Entonces, abrazada con la misma miseria, experimentaréis el inalterable señorío de vuestra indiferente voluntad en el uso de las cosas pobres que deben servir a la vida, y lo que es más, el sosiego sereno a vista de la muerte que, cuando llegare, no exigirá con terror y espanto, como de los demás, el forzoso tributo de la vida, sino que os lo pedirá con respeto y lo esperará con sumisión de vuestra serena conformidad a las leyes de la naturaleza».

     «Siempre me interesaron, amada Domitila, vuestros discursos llenos de sabiduría, mas éste en las presentes circunstancias en que nos hallamos me sirve de consuelo particular. Con él aliviáis en parte mi dolor y aflicción; ni me quedan ya otros motivos de sentimiento que el infeliz estado de mi madre y la penosa incertidumbre en que me veo de la prisión de mi buen padre Belisario. Otra cosa no queda ya en la tierra a mi parecer que me pueda afligir ni conturbar, antes bien, ahora experimento el provecho que me redunda del ejercicio de la moderación y del menosprecio que procurasteis infundirme a las joyas y riquezas, pues os aseguro que nada siento su pérdida y la de las comodidades y abundancia en que me vi. Aquellos dos únicos motivos tienen todavía a mi alma en triste agitación, aunque contenida en parte de vuestros consejos. ¿Mas creéis que llegue yo a regar con mi llanto los cadáveres de mis padres, y que de ese llanto haya de sacar ese indecible consuelo que decís?».

     «No quisiera que tomaseis mi dicho por pronóstico. Comúnmente mueren los padres antes que los hijos. Si esto sucediere a los vuestros, espero que vuestro sentimiento podrá tener un gran alivio en la virtud, mas ésta necesita también, Eudoxia, de descanso exterior. No hemos dormido ni descansado en dos días consecutivos, y será bien que lo hagamos ahora para fortalecer la naturaleza contra los accidentes que nos pueden sobrevenir en adelante».

     Condescendió con lo propuesto por su virtuosa amiga, echándose con ella sobre la paja que había servido de lecho a su madre, después que les pareció que ésta durmiese, lo que no disminuyó la solicitud de su buena hija en toda la noche, como tampoco la que fomentaba por su amado padre, ansiando que llegase el siguiente día para saber las nuevas que le prometió traer el pobre Damasio.

     No tuvo éste mejor lecho que Eudoxia aquella noche, en el pajar en que se recogió por no haberse atrevido a entrar la tarde antes en la ciudad, amedrentado de las noticias del estrago que hicieron en el pueblo los soldados de Narsés. No por eso quiso dejar de satisfacer sus deseos y curiosidad al siguiente día, en que esperaba se hubiese sosegado el tumulto y mortandad. Se lisonjeaba a lo menos que no tendría por qué temer en aquel traje y disfraz que había tomado de mendigo. Animado de estas lisonjas, apenas los primeros albores del día iluminaron al establo se levanta y prosigue su camino. Informado que se había sosegado el tumulto, sin saberle dar razón ninguna de Belisario, resolvió entrar en Constantinopla, confortado de la dulce memoria de su amada Eudoxia y de la esperanza de poseerla.

     Ningún obstáculo halló en las puertas, mas se le acrecentaba el miedo y el horror al paso que se internaba en la ciudad, viendo los charcos de sangre que quedaban en las calles, y en algunas los cadáveres tendidos en el suelo, que no habían cargado todavía en los carros que iban y venían por la ciudad a este fin. Acrecentaba su espanto el triste y horroroso silencio que la ocupaba, cerradas las oficinas y tiendas de los artesanos y mercaderes, resonando sólo a lo lejos el llanto y lamentos que entreoía al pasar por algunas casas. Estaba tentado Damasio de volver atrás, pero el amor que lo animaba le sugirió llegarse a las torres en que sabía se hallaba Belisario, pues así podría más fácilmente y con mayor disimulo informarse de su paradero. Así lo ejecutó, poniéndose a vista de las mismas en un sitio un poco apartado, donde comenzó a remedar el mendigo, importunando con sus lamentos a los que pasaban.

     Después que triunfaron la fuerza y la violencia de los amotinados, quedó harto tiempo al Emperador para determinar el suplicio de Belisario, mas habiendo perecido a manos del pueblo sus mayores émulos y enemigos no quedaba ninguno que solicitase su muerte, antes bien, compadecidos todos de aquel ilustre reo a quien se le había ya privado de la vista y de todos sus bienes y riquezas, aconsejaron al Emperador a que lo pusiese en libertad, atendida la palabra que había dado de hacerlo, pudiéndola cumplir sin ningún miedo y sirviendo esta misma gracia para hacer campear la irresistencia de su poder y para acrecentar el terror del mismo pueblo, viendo a Belisario libre, condenado a su ceguera y a la mendicidad a que debía recurrir para sustentarse.

     Prevaleciendo este parecer, se dio luego orden para que lo sacasen de la cárcel y lo dejasen en la calle a su ventura. Así lo ejecutaron los guardias, dejando ciego, pobre y desamparado al que poco antes había sido la admiración de todo el Imperio, y que había llevado en el carro del triunfo por aquellas mismas calles al vencido rey Gelimer y a su familia, donde ahora ninguno osaba llegarse para darle la mano y mucho más para socorrerle, viéndose obligado aquel ilustre miserable a tantear el viento con las manos y el suelo con los pies para llevar con alguna seguridad sus pasos en medio de las funestas tinieblas que le circundaban.

     Maximio, que estaba muy atento a la cruel formalidad con que los soldados dejaban libre en la calle a Belisario, no pudo resistir a la palpitación y terror que le causó al ver al victorioso padre de Eudoxia reducido a tan miserable estado y a la cruel privación de la vista, como lo manifestaban los ademanes que hacía con los brazos y el tiento y cautela con que arrastraba sus pasos sin quejarse ni decir palabra, pareciendo buscar una pared que le sirviese de guía. Mas no pudiendo dudar de aquella funesta pena de Belisario, a quien veía caminar a tientas y sin acierto, aunque sentía impulsos de ir a ponerle en camino y de darle noticias de su mujer y de su hija, le retenía, sin embargo, el temor de los soldados, que estaban contemplando el embarazo de aquel respetable ciego desde la puerta de la cárcel, a donde se habían retirado después que lo dejaron en medio de la calle.

     Pero el amor, avivando los impulsos en el corazón de Maximio con la memoria de Eudoxia, le hizo atropellar con todos sus temores y reparos y lo indujo no solamente a que se llegase a él sino también a decirle con compasiva resolución y franqueza:

     «Belisario, dad acá la mano, os serviré de guía hasta el lugar que me insinuéis».

     Belisario, aturdido todavía, a pesar de la excelsa fortaleza de su ánimo, de todo lo que acababa de pasar por él, reconociéndose libre entre las funestas tinieblas que iba palpando, y necesitado de ajena mano que lo condujese, mostrose reconocido a aquella persona que le ofrecía la suya, diciéndole:

     «Quien quiera que seáis, pues no puedo tener el gozo de conoceros, os agradezco vuestra compasiva y generosa atención. Mal asegurado de la cruel libertad que se me concede, y abandonado a mi funesta suerte, no sé si me queda asilo en la tierra ni quién me ampare. ¿Sabéis, por ventura, si viven mi mujer y mi hija?»

     «Si deseáis que os conduzca a donde están, lo haré de mil amores; dad acá la mano, venid conmigo».

     «¿Mas ellas dónde se hallan, pues me intimaron que quedaba enteramente privado de todos mis haberes y que se me abandonaba a la pobreza por clemencia del Emperador?»

     «Oí decir que las sacaron fuera de la ciudad; nos informaremos por el camino de su paradero».

     «Vamos allá, os ruego. ¡Ah! No lo perdió todo Belisario».

     No se atrevió el supuesto Damasio a declarar a Belisario el sitio en que se hallaban su mujer e hija mientras caminaban por las calles de la ciudad, ni contestaba tampoco a otras preguntas que él le hacía hasta que, hallándose ya fuera de las puertas, le paró para decirle así:

     «Belisario, estamos ya en el campo. Os puedo decir ahora con toda libertad lo que antes no me atrevía.

     Sabed, pues, que vuestra hija Eudoxia, sumamente afanada y solícita por saber el éxito de vuestra prisión, me encargó que viniese a Constantinopla para que pudiese, a lo menos, tener alguna noticia de vuestro estado. A este fin me puse cerca de la cárcel, esperando se me proporcionase un momento oportuno para satisfacer a los deseos de vuestra hija y a los míos, cuando impensadamente vi que os sacaban de las torres y os dejaban en libertad. Así pude atreverme a ofreceros mi mano, y hacer con vos este piadoso oficio, mucho más honroso y estimable para mí que todos los honores y riquezas que me pudiera dar el Emperador».

     «¿Qué escucho? ¡Cielos!, exclamó Belisario: ¡No, no soy del todo infeliz! ¿Esto quién lo creyera? Hallo quien prefiere servirme en mi miseria a los dones y favores de la fortuna. Vuestras increíbles expresiones me hacen sentir mucho más la falta de la vista, no pudiendo conocer a quién debo tan estimable oficio y tan generosos sentimientos. Decidme a lo menos quién sois».

     «Un pobre infeliz, que como vos perdí también todos mis haberes y me veo reducido a la mendicidad. Empleado en este miserable estado de vida di accidentalmente en la pobre casa a donde llevaron a vuestra mujer y vuestra hija, la cual, con el motivo de pedirle yo limosna y de decirle que iba a Constantinopla, me hizo con lágrimas el encargo que os insinué».

     «¡No esperaba tener tan presto este consuelo! ¿Eudoxia vive, pues, y vive también Antonina, aunque en esa pobre casa que insinuáis? No podéis pensar cuán grande es el consuelo que me causáis. El cielo os lo remunere, pues yo no puedo satisfacer a medida de mis deseos a tan generoso favor».

     «El consuelo es el mío de servir de guía al ilustre vencedor de Gelimer y de Vitiges».

     «Viste, hijo, los males que me han acarreado esos honores. Nada puede ya interesarme en la tierra sino mi mujer, mi hija y vos, que sobremanera empeñáis mi reconocimiento. Por lo tanto os ruego, ante todas cosas, me digáis vuestro nombre y cómo es que perdisteis vuestros haberes».

     «Llámome Damasio y soy de la villa de Esterobea; perdí a mi padre hace tres años y con él la paterna herencia, que confiscó el Emperador. Así me veo reducido a vivir pordioseando mi sustento».

     «Sobremanera siento vuestra desgracia, y quisiera poder remediarla. Mas decidme también si sabéis de qué modo se sustentan mi hija y mi mujer. ¿Hanlas dejado bienes con que pasar la vida o las han reducido también a la pobreza?»

     «No puede ser mayor la miseria en que se hallan. No me atrevo, Belisario, haceros la descripción del lastimoso estado en que las vi. La sola memoria me enternece».

     «Hijo, en mi prisión preví el exceso de las desventuras que podían acompañar mi desgracia. Nada me parecerá extraño. No tenéis, pues, por qué recelar y temer en hacerme una pintura de ellas; ninguna cosa será ya capaz de envilecer y abatir al corazón de Belisario».

     «Sabed, pues, que con el motivo de llegar a la puerta a pedir limosna, salió a mi llamamiento una señora joven a quien oí que llamaban Domitila...»

     «¿Cómo? ¿Qué me cuentas, hijo? ¿Domitila está con ellas?»

     «Ella me introdujo en la estancia donde vi a vuestra mujer Antonina tendida sobre la paja, y a vuestra hija Eudoxia que a su lado lloraba».

     «¡Oh, Antonina! ¡Oh, hija mía! ¡Ah! ¿A qué no está expuesto el hombre en la tierra?... Pasa adelante, Damasio».

     «Domitila, que las confortaba y que atendía a aliviarles sus penas, me rogó que fuese a proveerles un poco de sustento, dándome para ello sus pendientes, lo que visto por Eudoxia no quiso permitir que yo los recibiera, sino que quitándose un precioso collar de perlas que llevaba al cuello me lo ofrecía para que lo vendiese y comprase con él lo necesario. Rehusé aceptar uno y otro, lisonjeándome traerles sin ello el sustento de que necesitaban, como lo hice, dejándolas allí para venir a Constantinopla a informarme de vos, según vuestra hija me lo rogó encarecidamente».

     «Ellas, pues, ignoran que estoy libre y que me privaron de la vista. El gozo y consuelo que probarán por verme en libertad y en su dulce compañía compensarán al dolor de verme ciego y necesitado».

     «A la verdad, han ejercitado con vos una cruel ingratitud. ¡Privaros cabalmente de la vista a que debe el Imperio su mayor gloria y su dilatada grandeza!»

     «No lo extrañes, Damasio. No hay cosa más liberal ni más ingrata al mismo tiempo que la fortuna. Sin la dulce satisfacción de mi inocente honradez y entereza, sería yo muy infeliz».

     «¿No lo sois del mismo modo?»

     «No; Belisario, inocente aunque mendigo y ciego, no tiene por qué echar menos sus perdidos bienes. La fortuna pudo despojarle de los adornos de la grandeza, mas no de sus sentimientos».

     Proseguían así su razonamiento Belisario y el supuesto Damasio, interrumpiéndoles frecuentemente las personas compasivas que conocían a Belisario, a quien ofrecían sus vecinas habitaciones. Él les agradecía sus atentos ofrecimientos sin aceptarlos, ansioso de llegar cuanto antes al sitio donde se hallaban su mujer y su hija con Domitila. ¿Qué sintiera y dijera aquel ilustre ciego si supiese que aquel Damasio que espontáneamente le servía de lazarillo era aquel mismo Maximio a quien él procuró sacar de la cárcel en que le hizo poner Antonina, y el digno y fiel amante de Eudoxia, cuyo casamiento prefería al de Basílides el mismo Belisario después que supo el afecto que Eudoxia le tenía?

     Tentado estaba a cada paso Damasio de descubrirse a Belisario por Maximio, pero contenía sus deseos e impulsos no tanto el mismo Belisario cuanto Eudoxia, a cuyos ojos quería quedar todavía encubierto, pareciéndole que sería muy inoportuno su descubrimiento en medio del sumo alborozo de la misma con el recobro de su amado padre. Resolvió, pues, diferirlo a otra ocasión mejor, contentándose por entonces de la dulcísima satisfacción de cumplirle la palabra que le dio de traerle nuevas de su padre, conduciéndosele en persona. Pero persuadido que el consuelo que ella probaría sería tanto mayor cuanto más impensadamente la presentase su padre, no quiso avisar ni tocar a la puerta cuando llegó, sino que, hallándola abierta, entró conduciéndole de la mano hasta la estancia.

     Estaban entonces Eudoxia y Domitila muy afanadas y tristes junto a la pobre cama en que habían incorporado a Antonina, sumamente extenuada, persuadiéndola a que recibiese el sustento que le presentaban y persistiendo ella en rehusarle y en querer morir, cuando llamada toda su suspensa atención de la voz de Belisario que entraba y del pobre Damasio que le conducía, los reconocen. Eudoxia, aturdida y arrebatada de la vista de su padre y deslumbrada al mismo tiempo del gozo excesivo e inesperado que le infundió, fue a precipitarse en sus brazos sin reparar en su ceguera, diciendo con sollozos, arrimado su rostro al esforzado pecho de su padre, que la tenía entre sus brazos:

     «¡Oh, padre mío!... ¡Oh, padre mío! ¡Recobro mi mayor bien! !Cuánto debo a Damasio! Nada falta a mi dicha...»

     «¡Te reconozco, amada Eudoxia, le decía su padre sumamente enternecido; te abrazo, hija mía, te abrazo. Mas, ¡ah!, no quiso la cruel fortuna concederme el consuelo también de volverte a ver con mis ojos».

     Eudoxia, advertida entonces de aquella nueva desgracia de su padre en que no había reparado, prorumpió en llanto, diciendo:

     «¡Oh, desventurada de mí! ¿Qué veo? ¡Ah! Era sobrada dicha para vuestra hija el recobraros, amado padre, aunque pobre y mendigo. ¿Pero ciego? ¡Oh, cielos! ¿Ciego?...»

     «Pero tu padre, hija mía, aunque pobre y ciego, te recobró y te abraza».

     «Aquí me tenéis, dijo Domitila, penetrada de dolor al ver la crueldad que han ejercitado con vos».

     Antonina, que estaba incorporada en la cama y arrimada de espaldas a la pared, llamada de la voz de su marido, como reconociese todo el exceso de la cruel ingratitud que habían usado con él, no pudo resistir al más fiero impulso de su dolor, que la oprimió enteramente haciéndola arrojar un agudo grito, que fue el último aliento de su vida.

     Aunque su cuerpo cayó sin alma sobre la cama en que estaba medio incorporada, ni Eudoxia ni Domitila repararon en su trance, sumamente aturdidas y dolientes de la vista y expresiones de Belisario, hasta que éste insistiendo en que le llevasen hacia la cama para abrazarla, se ofreció Domitila diciéndole:

     «Ahí en la cama está donde la postró su mortal aflicción».

     Y llegada con Belisario a la cama, no creyéndola muerta, aunque la vio tendida, la llamó diciéndola:

     «Aquí tenéis, Antonina, a vuestro marido Belisario».

     Éste, palpando el cuerpo para asirla de la mano, la decía:

     «Aquí me tenéis, Antonina, no lo perdimos todo. ¿Mas, cómo? ¿No me responde ni me da señal de vida?... ¿Mas qué significan esos recios sollozos? ¿No sois vos, Domitila, la que sollozáis? ¿No es también Eudoxia la que prorumpe en tan amargo llanto?... ¿Qué viene a ser esto?... ¿No me respondéis?»

     Reconoció luego Domitila que había muerto Antonina y se confirmó en ello Eudoxia por los sollozos de Domitila y por la postura de su madre, sin poder una ni otra responder a Belisario ni certificarlo de su trance, vedándoselo sus sollozos y su dolor hasta que Domitila, forzada de sus instancias, se lo dijo con medias palabras. Confirmado entonces Belisario en sus sospechas, póstrase con dolor sobre la cama y sobre la mano de Antonina que había asido, y aplicando a ella sus labios exclamó:

     «¡Oh, infeliz Belisario!... ¡Oh, Antonina!... ¡Este golpe cruel me reservaba también mi enemiga suerte para amargar mucho más el gozo de mi libertad y de vuestro recobro!...»

     En estas y otras expresiones dolorosas prorrumpió Belisario, postrado sobre la cama y sobre el cuerpo de la difunta, avivando mucho más con este espectáculo el dolor de Domitila y de Eudoxia, que se había arrimado a su buena amiga buscando naturalmente alivio a su sentimiento en la pérdida de su madre. Mas esta misma confianza, avivando su enternecimiento y dolor con las tristes demostraciones de su padre, la hizo desfallecer, dejándose caer sin sentidos en los brazos de Domitila, que la recibió en ellos advertida de su ademán. Damasio, que hasta entonces había sido mudo espectador de aquella escena lamentable, no pudo resistir a la fuerte conmoción que le causó el ver a su amada, que privada de sentidos y con rostro moribundo parecía querer espirar en los brazos de su amiga. E iba a descubrirse, impelido de su amor que lo reducía a postrarse ante ella de rodillas, cuando Domitila, solícita por el desfallecimiento de Eudoxia, le rogó que fuese luego a traer agua para rociarla el rostro.

     Contenido Damasio del ruego de Domitila, que le pedía el agua con instancia, se dio prisa en traerla, y con ella y mucho más con sus lágrimas y tiernas expresiones pudo recobrarla, ayudada del encubierto amante, que la roció también el rostro con su enternecido llanto, temiendo que muriese y que su muerte le robase el fruto que se prometían sus esperanzas. Mas luego que la vio volver en sí volvieron a jubilar las lisonjas de su amor en su entristecido pecho, y a fin de impedir que volviese Eudoxia a caer en igual deliquio pensó en hacer desistir a Belisario de sus dolorosas demostraciones en que continuaba, arrancándolo de la cama y del cadáver de Antonina, que tenía abrazado.

     Lo consiguió con sus exhortaciones y con la fuerza de que también se valió para llevarlo a un asiento que había algo distante de la cama, donde lo dejó sentado. Le ocurrió también sacar cuanto antes del mismo cuarto el cadáver de Antonina, para quitar con su vista el fomento de dolor que debía causar necesariamente a los que tanto sentimiento acarreaba su trance. Fue para ello a llamar a los vecinos labradores, los cuales, condescendiendo con sus ruegos, dejaron el trabajo del campo en que se empleaban para ir a hacer este piadoso oficio al cadáver de una mujer poco antes la más ilustre y rica del Imperio, y ahora tan infeliz y tan pobre en su muerte que causaba compasión a los más miserables.

     Eudoxia, mal recobrada de su desfallecimiento, estaba todavía en los brazos de Domitila, que se esmeraba en confortarla y consolarla, cuando llegaron los labradores con Damasio. Advirtió éste entonces con sus ademanes a Domitila de las intenciones que tenía de llevarse el cadáver, de modo que Eudoxia no pudiese reparar en ello. Lo entendió Domitila, y a pesar del dolor que le renovaba aquel postrer oficio hecho al cadáver de la difunta, cubrió de modo el rostro de Eudoxia con el suyo que los labradores, ayudados de Damasio, pudieron llevarse el cadáver sin que ella ni Belisario lo advirtiesen.

     Hecho esto, no le pareció bien tampoco a Damasio diferir el entierro, recelando que Eudoxia, llevada de su dolor, fuese en busca del cadáver de su madre luego que lo echase menos. Movido de esto indujo a los labradores a que le abriesen cuanto antes la huesa en el campo, lo que ellos ejecutaron ayudados también del mismo Damasio, y luego que la tuvieron abierta depositaron en ella el cadáver sin otras exequias que las que sus compasivas manos y corazones le hacían. ¡Oh, ambición! ¡Oh, fortuna! ¡Ah! ¡Cuán diferentes honras prometíais a la que pocos días antes, desdeñando pobre a aquel mismo Damasio, reputándole indigno del casamiento de su hija y haciéndole poner en la cárcel como reo de su ofendida presunción, había de tener en él el solo amparo en la tierra y recibir de sus propias manos las honras postreras, después de verse reducida por su adversa suerte a la más horrible necesidad y miseria! ¿Y habrá quien, a vista del infeliz trance de la mujer de Belisario, se ensoberbezca en la grandeza y en los honores, solos préstamos de los caprichos de la fortuna? ¡Santa y noble moderación, tú sola puedes hacer a los mortales mayores que su grandeza y fortuna y superiores a su desgracia, si en ella los hace caer su contraria suerte!



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Libro IV

     Después que Damasio dejó enterrada a Antonina, volvió solícito a la casa y estancia, donde encontró a Belisario sentado en el mismo asiento en que le dejó. Había sucedido a sus lamentos un triste silencio con que mostraba dar atención a Domitila, que teniendo todavía en su regazo a Eudoxia la decía:

     «Vuestra madre pagó ya el tributo a la naturaleza, y vos lo disteis también del justo dolor y llanto que su sensible pérdida os exigía. Todos sus males acabaron con su muerte. Nada os queda por que doleros ni lamentaros de ella. Tenéis con vos a Domitila, que no os ama ni amará menos que aquella misma que os tuvo en el vientre. Habéis experimentado mi amor, Eudoxia, y me lisonjeo de haber también merecido vuestra apreciable correspondencia».

     «¡Oh, amada Domitila!, le dijo la recobrada Eudoxia, si vivo es sólo por vuestros esmeros, y por efecto del amor que os debo me restituisteis a la vida y a mi amado e infeliz padre...»

     «Fui infeliz, Eudoxia, dijo Belisario, rompiendo su silencio; tal vez se burló de mí la fortuna viéndome oprimido de un justo dolor. El corazón de Belisario no se rindió al aparato y dolor del tormento que lo privó de la luz del día; cedió por pocos instantes al sentimiento de la pérdida de la buena compañera de su tálamo. Era mortal, y murió. El amor que yo la debía, y al que el suyo fue acreedor, arrancó de mi pecho los lamentos y quejas que no me merecieron ni la pérdida de mis bienes y honores ni la de mi vista, ni la pobreza y necesidad presente a que me condenó la suerte.

     Pero pagada ya la deuda de mi forzoso duelo, no le queda ya ninguna otra a mi corazón, mucho menos dejándome el cielo a mi amada Eudoxia. Ven, pues, hija mía, deja que avive en tus brazos el tierno consuelo con que recompensa a mi sufrido sentimiento la memoria de tu posesión. Árbitro omnipotente de los mortales, dígnate hacer duradero este mi gozo. Otro bien no le queda a Belisario en la tierra que su hija virtuosa. Consérvasela, pues, a un tierno padre que os lo ruega con el más sumiso y ardiente afecto, y que en la misma y en su feliz recobro reconoce el mayor don de tu piadosa beneficencia».

     Eudoxia, que sostenida de Domitila obedeció a su padre que la llamaba, y en cuyos brazos hizo él aquella tierna oración al Criador, luego que vio haberle dado fin le dijo:

     «Recibo, padre mío, en esta vuestra tierna demostración no pequeño alivio de mi sentimiento. Vuestra hija Eudoxia, en su miserable estado, echaba solamente menos a su amado padre, y se dolió justamente de la pérdida de su madre. ¡Ah! No extrañéis si su memoria renueva otra vez el llanto...»

     «No, hija mía, no lo extraño, dijo Belisario. Reconozco a Eudoxia en sus expresiones y sentimientos. Aunque estoy sin ojos, te veo, hija mía. A la privación exterior de mi vista compensa la del alma, en que quedan impresas tus facciones y con ellas la imagen de tu virtud. El mayor de todos sus bienes le queda todavía a Belisario, y en ti lo posee.

     Pudo la fortuna despojarme de todos aquellos bienes con que engrandece, si se le antoja, al hombre más bajo y ruin en este risible teatro de la tierra, pero la fortaleza y la constante entereza del alma se eximieron siempre de los caprichos de la suerte. No le demos, pues, más el gozo de que oiga en adelante nuestras quejas y lamentos, y neguémosle la satisfacción de que nos vea tristes y abatidos. Dejemos que se lamenten de ella los que, engreídos en sus favores, se reputan viles, deshonrados e infelices si los pierden. Belisario ni su hija no deben pensar así. Su mayor gloria, sus títulos mayores y su mayor grandeza están cimentados en sus sentimientos. Éstos ennoblecerán, hija, nuestro presente estado, aunque infeliz y miserable, en esta pobre casa. De aquí no me sacará ya ni el sonido de la guerrera trompeta ni los favores soberanos. Verdad es que no podré, como el honrado Régulo ni como el honesto Fabricio, arar ni sembrar el campo de mis mayores, pues la falta de la vista me lo veda, pero igualmente satisfecho que ellos podré, a la sombra de un árbol, tratar con vos y con Domitila de los afectos del alma y de las pasiones, y contigo también, Damasio, si te dignares quedar en nuestra compañía».

     Creía Belisario que Damasio estuviese allí presente, mas él, que advirtió de antemano la falta de todo lo necesario en que estaban aquellos ilustres desgraciados, luego que notó que Domitila continuaba en consolar a Eudoxia se aprovechó de aquellos momentos para ir a proveer mesa y manteles y los más necesarios utensilios. No pudiendo, pues, responder, ausente, a lo que le decía Belisario, que le dirigió el discurso, respondió por él Domitila diciendo que Damasio no estaba allí, que hacía poco que había desaparecido. Mas temiendo Belisario que le hubiese desamparado, volvió a preguntar por él y si sabía a dónde había ido, pues no podía persuadirse que les hubiese dejado del todo sin prevenírselo antes, atendidas las pruebas que le había dado de su noble y generoso corazón.

     Contestáronle lo mismo Eudoxia y Domitila, que contaron el caso de los pendientes y del collar, que indicaba que sus sentimientos eran superiores a los de mendigo como él lo era, aunque hijo de ricos padres, según les había contado él mismo antes de ir a Constantinopla. De esta manera proseguían en hablar del ausente Damasio, comenzando a recelar haberle perdido cuando lo ven entrar cargado de muebles y con una mesilla que traía sobre la cabeza. Cuanto más sensible se les hacía su pérdida, tanto mayor gozo les dio su impensada vuelta con aquella nueva prueba de su compasiva y generosa atención. Eudoxia y Domitila, transportadas del tierno reconocimiento que les causó, acudieron a él para ayudarle a descargar aquellos trastos.

     Domitila, que se adelantó a Eudoxia luego que le vio entrar, fue la primera en decirle al tiempo que le iba aliviando la carga:

     «Esta generosa atención que usáis, Damasio, con Belisario y con su hija Eudoxia, no solamente es acreedora al reconocimiento de los mismos sino también a la veneración que merecéis con un hecho que acredita la grandeza de vuestra alma».

     «Nada hay aquí que admirar, y mucho menos que venerar, Domitila, le respondió Damasio; no hago sino lo que hubiera hecho cualquiera otro en mi lugar. Sigo el natural impulso de la compasión que me mereció la desgracia de Belisario y de su hija, y el del aprecio que hago de la honra que me proporcionó la suerte de servir en su desgracia y miseria al hombre más glorioso del Imperio».

     Belisario, oyendo esto desde su asiento, no pudo contenerse, preguntando con vivo interés y curiosidad:

     «¿Es por ventura Damasio el que eso dice?»

     «Es Damasio, le responde Domitila, que vino cargado con los muebles que nos faltaban».

     Belisario entonces, abriendo los brazos, le dijo:

     «Ven acá, Damasio, hijo mío, ven acá, deja que Belisario te manifieste con sus brazos el entrañable agradecimiento y aprecio que te debo».

     No rehusó Damasio esta tierna demostración de Belisario, antes bien, abrazándose con él le decía:

     «¡Ah! Si supierais, Belisario, cuán grande recompensa es ésta para mí, y mucho más el título de hijo que me acabáis de dar. ¡Oh, cuánto empeñáis mi corazón sensible y agradecido!»

     «Si a tan poco coste puedo recompensar tus inestimables servicios llamándote hijo mío, sabed que Belisario, a más de dártelo, te tendrá siempre por tal si quisieras quedar con él».

     «¿Si quisiera quedar con él? ¿Puede haber honor ni dicha en la tierra que anhele yo más que permanecer con vos y que serviros?»

     «Me haces enternecer, hijo mío. Empeñas sobremanera mi reconocimiento».

     Oyendo esto Eudoxia, dijo inmediatamente a su padre:

     «Si deseáis manifestar a Damasio vuestra gratitud, aquí tenéis este collar de perlas que fue la sola alhaja que me quedó».

     «Sí, hija mía, dijo Belisario, dadle acá, tendrá Damasio esta prenda de mi aprecio. Tómale, hijo mío, tómale».

     «¿Que yo lo tome?, dijo Damasio; no se envilecerán mis manos recibiendo un don que desmintiera el desinterés de mi afecto, aunque fuera para mí una dádiva inestimable no tanto por lo que vale cuanto por pertenecer a quien pertenece. Respetable Eudoxia, quedan ya sobradamente recompensados todos mis servicios, basta que os dignéis aceptarlos y con ellos mi sincera voluntad, con que procuraré no desmerecer el título de hijo con que me honró vuestro ilustre padre. Conservad, os ruego, ese precioso collar. De hoy en adelante emplearé con mayor tesón mis brazos y mis sudores para impedir que llegue el lance de veros necesitada a desprenderos de él».

     «Oh, mozo digno, exclamó Belisario, no sólo de mi más tierno aprecio, sino también de que bese esas tus manos! Dalas acá, Damasio, hijo mío, deja que desahogue en ellas con mis labios la gratitud que me aviva tu noble desinterés».

     «No, no lo permitiré jamás, Belisario», decía Damasio, apartando las manos que quería besarle Belisario. Mas éste instaba con cariñosa porfía, diciendo:

     «No me niegues, hijo, este consuelo. Confirmaré con esta tierna demostración que te tendré siempre por hijo y por hermano de Eudoxia. Hija, dame la mano, acércame a Damasio. No será tan desconocido en su magnánima compasión que huya y rehúse prestarse a la demostración de quien se le declaró por padre».

     «No, no huyo, ¡Belisario, dijo Damasio postrándose de rodillas, antes bien prevengo aquí a vuestros pies que esa demostración, como padre, no os compete. Uniré mi rostro al vuestro; impriman en ellos nuestros labios con mutua gratitud la dulce obligación que la misma impone».

     Diciendo esto se abrazaban y besaban Belisario y Damasio, haciendo enternecer a Eudoxia y a Domitila, que con lágrimas en los ojos veían y oían las demostraciones y expresiones tiernas con que desahogaban los afectos de sus ánimos sensibles y reconocidos. Desprendiéronse de sus abrazos no sin sentimiento de Damasio, por no haberse atrevido a servirse de aquella ocasión tan propicia para descubrirse a Belisario, temiendo que le fuese contrario como Antonina al casamiento con Eudoxia.

     Mas como determinaba quedar allí con él, esperaba que se le proporcionaría ocasión para salir de estos recelos y para indagar antes los sentimientos de Belisario sobre este particular, pues si le fuesen favorables podría entonces descubrirse con mayor seguridad, que dejaría más satisfecho su amor y realzaría su ficción. Animado de estas lisonjas atendió a proveerles de sustento, a que hasta entonces no les había dejado pensar la muerte de Antonina, cuyo cadáver, echado menos de Eudoxia, le renovó las lágrimas y el sentimiento, que procuró disminuir Belisario con sus exhortaciones mientras Damasio fue en busca de la comida.

     Con el motivo de haber él ido antes al campo a enterrar a Antonina, supo de los labradores que aquellas tres o cuatro tierras y un huerto que había inmediato a la casa pertenecía a la difunta. Esta noticia le consoló mucho, acordándole que aquel campo podía servir, aunque corto, a su subsistencia, sin verse necesitados a pedir limosna, expediente forzoso a que hubieran debido recurrir sin aquellos campos y sin aquel huerto donde quedaban algunas frutas y alguna hortaliza que trajo Damasio, y que les sirvió de comida aquel día sobre la mesilla que él mismo había traído antes, y en que Belisario quiso tenerle a su lado para darle nuevas pruebas de su estimación y reconocimiento. Rebosaba de sublime satisfacción y consuelo el alma de Damasio, no sólo por las expresiones de Belisario sino mucho más por tener junto a sí sentada a Eudoxia, pudiendo disfrutar sus ojos sosegadamente del dulce objeto de su amor, tierno y casto, y conocer las realzadas prendas de su bella alma.

     Dio motivo para esto el discurso que movió Damasio después que desahogaron los afectos de su gratitud por el sustento que les había traído, diciéndoles él:

     «Consolaos, pues no somos enteramente infelices; estas frutas y hortaliza las traje del vecino huerto que os pertenece, con algunas tierras contiguas, como patrimonio de Antonina. Yo lo cultivaré con mis manos y así sacaremos de ellos nuestra necesaria subsistencia, con lo cual pasaremos, pobres sí, pero muy felices si con ello nos contentamos. Aunque veo que ahora en los principios no os acomodaréis fácilmente a una comida y sustento tan parco, mucho menos estando acostumbrados a la exquisita abundancia y riqueza que alegraba a vuestras antiguas mesas».

     Eudoxia, oído esto, fue la primera en decir:

     «Ningún atractivo tiene ya todo eso para mí. Toda mi antigua abundancia no la trocara, Damasio, por estas frutas, que provistas por vos realzan vuestra generosa compasión para con mi padre. Domitila acostumbró de antemano mi corazón al menosprecio de todos aquellos bienes y riquezas de que nos despojó la fortuna. Y así os aseguro que no probé tan dulce satisfacción en medio de mi antigua abundancia cuanto ahora en este escaso manjar, en compañía de mi recobrado padre, de mi amada Domitila y de vos, Damasio, en quien reconozco un digno hermano después que mi padre os reconoció por hijo. Otro motivo de tristeza no me queda que la pérdida de mi buena madre. Todas las demás memorias no podrán entristecer a mi corazón, aunque reducida a ganarme el sustento con el trabajo de mis manos».

     Damasio, al oír esto, no pudo dejar de exclamar:

     «¡Autor omnipotente de todo lo criado, que sois testigo de la admiración y del gozo que infunden a mi pecho las sublimes expresiones de Eudoxia, queráis poner fin a sus males y a los de su digno padre, y hacer su presente estado el más dichoso de la tierra!»

     Dicho esto iba a descubrirse, impelido de su enfervorizado afecto, haciendo a Eudoxia una amorosa demostración, pero lo contuvo el respeto que exigió de él el continente de su amada y las lágrimas que vio asomadas a sus ojos, que tuvieron en freno los impulsos de su amor enardecido. Lo contuvo también la expresión que le hizo al mismo tiempo Belisario para agradecerle de nuevo el empeño afectuoso en servirles y cuidar en adelante de su sustento trabajando los campos, como había insinuado.

     Aviváronsele con esto mucho más a Damasio los deseos de quitar el velo a su ficción y de sacudir enterarnente la molestia que sufría en llevar el rostro sucio y tiznado, como de propósito lo llevaba para no ser conocido, y mal arropado como iba con aquellos andrajos, que cuanto más caracterizaban su miseria tanto menos contribuían para granjearse el afecto y correspondencia de Eudoxia, como hubiera deseado y como le convenía para que tuviese su descubrimiento un éxito más feliz. No por esto perdió las esperanzas de que se proporcionase cuanto antes ocasión que todo lo combinase. Animado de estas lisonjas, luego que acabaron aquella parca comida se despidió de ellos diciéndoles que iba a buscar varias cosas que les faltaban.

     Mas no quedándole dinero bastante para suplir todo lo necesario que sus amorosos deseos le sugerían, viose precisado a buscar expedientes en su fecunda imaginación. El de pedir limosna no podía prestar para tanto, las cosechas de los campos no podían tampoco serles de provecho por entonces por estar en cierne todavía. El huerto suministraba alguna fruta, legumbres y hortaliza, mas no habiéndose ejercitado en su cultivo veía que no podía salir bien de presto con su manifestado empeño, y recelaba que a la larga fuese dañoso aquel solo alimento a los que no estaban acostumbrados a él, por más que quisiesen esforzarse en sus circunstancias a acomodarse a tales manjares con su heroica resignación.

     También le ocurrió el servirse del precioso collar de Eudoxia, puesto que le era ya alhaja inútil por cuanto no quiso llevarlo más al cuello desde la vez primera que se lo quitó para entregárselo al mismo Damasio en lugar de los pendientes que Domitila le ofrecía. Mas antes que resolverse a este paso, a que sentía suma repugnancia, pensó en volver a Constantinopla y a la casa de sus padres para tomar algunas alhajuelas que le pertenecían, con cuya venta podría suplir a la presente necesidad y ver y abrazar a sus padres, que estarían muy solícitos y afanados por su ausencia, no pudiendo ellos ignorar que había salido de la cárcel que forzaron los amotinados.

     Pensar y resolver esto fue todo un punto, tomando con gran aliento el camino de Constantinopla. Pero luego comenzaron a presentársele vivamente las dificultades que encontraría para volver a la casa de Belisario si llegaba a ver a sus padres, que querrían saber de él los motivos de su ausencia y del traje infeliz de mendigo que llevaba, que lo detendrían y le impedirían finalmente la vuelta. Estas ocurrencias le retraen de su resolución y le paran, obligándole a buscar nuevos medios para deshacerse de las dudas y temores que le acometían y suplir a la necesidad en que se hallaba. Tanto pensó y meditó sobre este afán, que al fin dio con un expediente que le pareció admirable, y fue que podría vender las cosechas en cierne a alguno de los ricos aldeanos de aquellos contornos, y mantenerse todos con el dinero que sacase de la venta, pues entretanto se ejercitaría en el cultivo del huerto y de los campos y encontraría otros medios para subsistir.

     Este feliz expediente, prendido de su imaginación, le obliga a volver atrás. Mas para no llegar vacío y desprovisto a la casilla determinó ir a implorar la compasión de los labradores que trabajaban cerca de una grande alquería por donde pasaba, pidiéndoles un poco de paja y sustento que debía servir para el ilustre Belisario, reducido al extremo mayor de miseria por su ingrata y cruel suerte. A éstas añadió otras expresiones con que movió la piedad de aquella gente, que sabía ya la desgracia de Belisario, dándole de buena gana no solamente la paja sino también abundantes comestibles con que llegó cargado al suspirado asilo donde lo recibieron Belisario, Eudoxia y Domitila con nuevas demostraciones de su enternecido reconocimiento a tan desinteresados y caritativos servicios.

     En el tiempo que Damasio estuvo ausente fue a la casilla la labradora vecina para dar a Eudoxia y a Domitila algunos lacticinios en prueba de su gratitud y aprecio por los pendientes recibidos. Aquellos lacticinios y parte de los otros comestibles que trajo Damasio sirvieron de cena aquella noche. Sobre ella propuso Damasio a Belisario la ocurrencia que le vino de vender las cosechas de los campos a un rico labrador, añadiéndole que, habiéndose informado sobre ello en la casa de campo donde le dieron la paja y los comestibles, le insinuó uno de aquellos labradores que tal vez le compraría las cosechas un rico aldeano llamado Scipión, que vivía retirado de la corte en la vecina villa de Astabia.

     Aprobó Belisario el pensamiento de Damasio agradeciéndole sus perspicaces miras, que dieron materia para un discurso semejante al que tuvieron después de la comida. Llegada la hora de ir a dormir, como rehusase Belisario servirse de la cama, que era la sola que tenían y prestada de los vecinos labradores, debió Damasio recoger la paja que había traído, llevándola a otro cuarto para que pudiese descansar en ella Belisario, y él en su compañía. Despidiéronse a este fin afectuosamente de Eudoxia y de Domitila, que quedaron en la estancia en que había fallecido Antonina, cuya memoria avivó a Eudoxia, con las tinieblas de la noche, toda la tristeza y sentimiento que probó en su trance, y que Domitila no podía templar con sus razones, consejos y compañía, pasando toda aquella larga noche en continuo llanto.

     No se eximió tampoco de llorar Damasio con el motivo de ayudar a Belisario a tenderse sobre la paja para dormir. Representósele tan vivamente el estado de gloria y de grandeza en que había conocido poco antes a aquel héroe memorable del Imperio, reducido entonces a la mayor miseria y necesidad, debiendo servirse de aquella paja para descansar como el más menesteroso mendigo, que no pudo resistir a la conmoción del enternecimiento que le causó, prorrumpiendo en sollozos repentinos. Belisario, oyéndole con sorpresa, le dijo:

     «¿Qué te sucede, Damasio? ¿Qué significa ese repentino llanto?»

     «¡Ah! Me quebranta el corazón la vista del infeliz estado a que os redujo la inconstante y cruel suerte. ¡Suerte ingrata! ¡Cómo es posible dejar de detestarte viendo al vencedor de tantos reyes, al grande Belisario, reducido por tus caprichos a reclinarse en tan humilde lecho!»

     «¿Y eso extrañas, hijo, en un soldado? El mismo Belisario, cuando mandaba a sus victoriosas legiones, dormía también muchas veces al cielo raso y sobre el desnudo suelo. Si no es otra cosa la que te aflige, échate y duerme tranquilo y sosegado. Mañana iremos a vernos con ese rico aldeano para proponerle la venta de las cosechas, y si saliere vana nuestra tentativa nos ingeniaremos en pedir limosna. Ves cuán encontrados van nuestros modos de pensar. Lloras y te afliges por verme descansar sobre esta paja, y yo lo contemplo con gran indiferencia. Esto no parece bien, Damasio, porque habiendo de dormir y vivir juntos los dos, conviene que pensemos y sintamos del mismo modo».

     «¡Ah, si vuestros émulos y enemigos os viesen mirar con tal indiferencia vuestra desgracia!»

     «Nada de todo eso hace al caso, hijo mío; no te afanes por lo que no se afana Belisario. Lo que importa es que reconcilies luego el sueño, pues hemos de partir temprano para vernos con ese aldeano que dijiste».

     Calló Damasio oyendo esto, conteniendo también por entonces los deseos que sentía de aprovecharse de aquel comenzado discurso para descubrirse a Belisario, a cuya instancia quiso obedecer para dejarle descansar. Luego que la siguiente aurora comenzó a dorar la tierra con sus plácidos resplandores, Eudoxia, que había pasado en llanto aquella noche, salió con Domitila de la casa para tomar el aire de la mañana, y fueron a esparcirse en el vecino huerto antes que Belisario y Damasio se despertasen. Este recreo, que le aconsejó Domitila para que pudiese aliviar su aflicción, tuvo el efecto que esperaba en el ánimo de la desgraciada hija de Belisario.

     Comenzó a serenarse su tristeza al eco armonioso de las aves, que con sus cantos saludaban a la nacida aurora, y a la vista de las flores, de los frutos y verdura que le rendían deliciosos tributos a sus sentidos, borrando en ellos las tristes especies y pensamientos que la soledad y lobreguez de la noche fomentaron en su fantasía. Allí las sorprendieron poco después de su llegada Belisario y Damasio, que las oyeron salir. Renováronse las tiernas demostraciones y palabras de mutuo afecto y cariño entre aquella amena frondosidad, en que tanto más amable y hermosa pareció Eudoxia a los ojos de Damasio, cuyo amor se aprovecha de la crecida confianza con las prestadas atenciones y servicios para hacerle más afectuosas expresiones y ademanes con pretexto de darle los buenos días.

     Después de haberse entretenido allí un rato con apacibles discursos, dijo Belisario a Eudoxia y a Domitila que habiendo resuelto el día antes el ir a verse con el rico aldeano para proponerle la venta de las cosechas, iba a ponerlo luego en ejecución en compañía de Damasio, por cuanto no les quedaban otros medios para subsistir. Eudoxia, oído esto, aunque sentía separarse de su amado padre, cedió a la necesidad y se le encomendó a Damasio, el cual aceptó con toda el alma aquella recomendación, prometiéndola con no menor afecto todos los esmeros y el cuidado que le encargaba. Asegurola también el mismo Belisario, que asido a la mano del supuesto Damasio y apoyado a su bastón partió en busca de quien le adelantase los escasos medios para subsistir en la miseria.

     ¡Quién pudiera poner los ojos en tan triste espectáculo, viendo al conductor de victoriosos ejércitos, y cuyo nombre hacía temblar las naciones, conducido ahora él mismo por un roto lazarillo para mendigar su sustento, sin contemplar con los ojos del alma la instabilidad de la humana grandeza, juguete de los antojos de la fortuna! ¡Ni quién tampoco, uniendo el triste ejemplo de Belisario a los de tantos otros, querrá fomentar en su corazón el demasiado aprecio y confianza en los inciertos bienes y favores de la inocente suerte!

     Luego que los interpuestos árboles robaron de los ojos de Eudoxia y de Domitila la presencia de Belisario, a quien seguían con la vista compadeciendo su desgracia, volvieron a la casilla, donde Eudoxia, con el motivo de la ausencia de su amado padre, se dejó apoderar de nuevo de su aflicción y sentimiento. Mas no le dio tiempo Domitila para que los fomentase. Conociendo ella que procedía también en parte su tristeza de la ociosidad en que se hallaban por falta de materiales e instrumentos de labor con que pudieran entretenerla, le dijo así:

     «La soledad y el ocio engendran naturalmente, amada Eudoxia, tristeza y abatimiento, mucho más en aquellos ánimos a quienes, como al vuestro, le sobran los motivos para ello. Se suele decir que el alma no tiene más dañosos enemigos que el ocio y la tristeza.

     Verdad es que nosotras nos hallamos sin telar, sin rueca o cosa semejante y sin materiales con que ocuparnos. Mas siempre encuentra qué hacer la mujer que lo desea. La limpieza de una casa suministra siempre ocupación a la que no desdeña ninguna, y la limpieza suelen decir también que es una de las principales prendasde nuestro sexo. Veis, pues, que esta casa nos ofrece hartos motivos para ejercitarla, así en los techos entapizados de telarañas como en su pavimento sembrado de basuras. Ésta sea, pues, nuestra ocupación mientras vuelve vuestro padre, y nos servirá al mismo tiempo de remedio virtuoso contra la tristeza, la que siempre holgara estar mano sobre mano.

     En las cosas pequeñas y humildes se echa de ver a las veces mucho más el alma grande, que se acomoda a ellas sin bajeza y con fuerte voluntad de sobreponerse con indiferencia a la suerte que intentó abatirla y entristecerla. Con esta firme resolución voy a dar principio a la maniobra».

     «No veo, Domitila, cómo queréis llegar a los techos, aunque bajos».

     «Lo preví todo. Ahí en el corral vi tres o cuatro cañas que bien podrán alcanzar al techo, y en el huerto descubrí algunas matas de las que suelen servir para hacer escobas. Aunque verdes, servirán del mismo modo atándolas a los cabos de las cañas, con que podremos limpiar los techos y luego el suelo. Las paredes quedarán negras porque así nos las dejaron los antiguos inquilinos, y la necesidad en que nos hallamos no nos permite comprar lo necesario para enjalbegarlas.

     Pero sabéis que la virtud sabe pasar, a más de esto, sin tantos adornos; usa de ellos si los tiene, si no está igualmente contenta de un modo que otro. Vamos, pues, a ocuparnos en esto».

     El ejemplo de Domitila, unido a sus consejos, empeñó el ánimo de Eudoxia en aquella humilde ocupación que fortaleció mucho su virtud, acomodándose sin quejas y sin lamentos por su perdida grandeza y comodidades a la necesidad en que el destino la ponía. Mientras ellas se empleaban en esto llegaron Belisario y Damasio a la villa de Astabia y a la casa de Scipión. Era éste señor de algunas haciendas, y aunque bastante rico había quedado harto pobre su familia en cotejo de los muchos haberes que poseían sus mayores; pero cuanto era humano, generoso y compasivo, otro tanto presumía de su antigua nobleza, teniendo por cierto haberla heredado de los antiguos Scipiones romanos.

     Su abuelo, desgraciado en la corte, se había retirado a aquella aldea, donde él había nacido y casado; aunque ya viudo, sólo le quedaba un hijo mozo de su matrimonio. Era el tal algo viejo, y acababa de saber la desgracia de Belisario. Oyó por lo mismo con gran sorpresa la llegada de Belisario a su casa, haciéndole avisar de ella Damasio. Movido de la curiosa compasión que le causó tal aviso quiso ir él mismo en persona a su encuentro para recibirle, como lo hizo, diciéndole con afectuosas demostraciones:

     «¿Qué es, oh, desgraciado Belisario, lo que os trae a honrar la casa de Scipión? ¡Ah, no es posible miraros sin acusar de cruel a la fortuna que redujo a tan infeliz estado al hombre más aplaudido y glorioso de todo el Imperio! Pero venid, sentaos, dejad que tenga el consuelo de manifestaros que aprecio la honra que me hacéis y cuyo motivo no alcanzo».

     «La fortuna, ¡oh, generoso Scipión!, nos hace grandes o pequeños a los hombres. Ella es la que señorea al suelo. Su favor me levantó sobre muchos, su contrariedad me redujo pobre, ciego y necesitado a venir a implorar vuestro favor».

     «¿Mi favor? ¿En qué os puedo servir? Dadme motivo para manifestaros la complacencia que tendré en dejar satisfechos vuestros deseos, si a ello alcanza mi imposibilidad».

     «Esta misma fortuna, que hubiera podido forzarme a venir a pediros limosna, me dejó unos campos y porción de terreno de donde pudiese sacar mi escasa subsistencia y la de mi hija Eudoxia. Mas estando todavía atrasadas las cosechas, necesitaría de algún dinero adelantado sobre su fianza. A este fin vengo a implorar vuestra generosa compasión. Si estáis en grado de ejercitarla conmigo, podéis venir a ver los campos, y a tenor de lo que vos mismo apreciaréis sus cosechas me adelantaréis lo que os parecerá conveniente, remitiéndome en todo a vuestra honradez».

     ¿Cómo si estoy en grado? Es sobrada honra para mí el que hayáis querido, ¡oh, Belisario!, valeros antes de mi buena voluntad que de la de otro que tuviera igual interés de afecto en serviros. Vuestra desgracia es respetable para mí. Creyera hacer agravio a mí mismo si dudase un instante en contribuir al alivio de una persona desgraciada que venero. Para ello no necesito tampoco de ir a ver los campos como me insinuáis».

     «Sobremanera empeñáis, ¡oh, generoso Scipión!, mi reconocimiento. Vuestra compasiva voluntad alivia el peso de mi desgracia, y quedará siempre impresa en el corazón del agradecido Belisario».

     «Aquí tenéis esta cantidad, disfrutadla en compañía de vuestra hija Eudoxia y dejad crecer las cosechas sin tomaros afán en su fianza».

     «Quisiera tener, ¡oh, respetable Scipión!, expresiones correspondientes a mi sumo agradecimiento. Os puedo asegurar que todos los premios y honores que recibí de mano de la fortuna no me dieron a probar tan puro gozo y complacencia cuanta es la que experimenta mi ánimo con vuestra generosa beneficencia».

     Iba a proseguir Belisario en sus gratas expresiones, pero se las atajó Scipión, que no quiso oírlas y que en vez de ellas le hizo instancias para que honrase su mesa.

     Excusose Belisario con el cuidado en que había dejado a su hija Eudoxia, que estaría muy impaciente por su vuelta si tardaba en verlo llegar. Con esto se despidió de él, renovándole las demostraciones de su vivo reconocimiento, con lo que tomó vuelta a su casilla muy gozoso por el feliz éxito del sugerimiento de Damasio, que tampoco cabía en sí de gozo por haber salido tan presto y tan felizmente del ahogo en que se hallaba. Pudo así de camino proveer comida para aquel día con parte de la abundante cantidad que les entregó Scipión, con lo cual no vio reducida la mesa a las solas frutas y legumbres del huerto, a que hubieran debido ceñirse sin aquel generoso socorro.

     Eudoxia y Domitila habían ya limpiado y aderezado la casa, según sus circunstancias les permitían, y estaban esperando con ansia a Belisario y Damasio, a quienes vieron llegar de allí a poco, y los recibieron con tiernas demostraciones de gozo. Creció éste con la relación que les hizo Belisario de la generosa acogida que les dio Scipión, y de la liberalidad que había usado con él adelantándole el dinero sobre las cosechas. Esto dio materia para que explayasen sus ánimos con gustosos discursos, antes y después de la comida, con que se disminuyó en parte la aflicción de Eudoxia y se le avivó a Damasio el deseo que fomentaba de descubrirse. Creció tanto su confianza que no pudiendo resistir más tiempo a los impulsos que sentía, resolvió finalmente, buscando sólo oportunidad en el discurso que hacían para causar más interesante y tierna sorpresa a su amada Eudoxia y a Belisario.

     Pero la misma fuerte palpitación que sentía se lo hacía diferir, y se lo estorbó un impensado accidente que debía servir para hacer su descubrimiento con mayor seguridad y satisfacción del mismo. Dio ocasión para ello los afanes y congojas en que estaban sus padres, no viendo comparecer a su hijo desde que los amotinados abrieron la cárcel en que sabían estaba detenido, sin poder tener tampoco ninguna noticia de él a pesar de sus muchas diligencias y continuos desvelos para encontrarle. Ocurrioles por último expediente enviar persona de su satisfacción para que espiase los contornos de la alquería donde sabían haber enviado el Emperador la familia de Belisario, porque siendo tan grande la pasión que Maximio tenía a su hija Eudoxia, pudiera haberle inducido el amor ir a vivir cerca de donde ella vivía, y facilitar la pobreza de la misma el casamiento a que antes se oponía la presunción de Antonina y su riqueza.

     Avivándoles más su paterno amor estas sospechas, que no les dejaban descansar, resuelven salir de ellas valiéndose a este fin de su fiel esclavo Evanio, a quien encargaron se informase en todas las alquerías vecinas a la casa de Belisario si acaso habían visto o tenían noticias del mozo; y cuando esto no bastase, que viese por último de entrar en la misma casa de Belisario para informarse de él si por ventura le hubiesen visto.

     El fiel Evanio, que había criado a Maximio desde niño, cumple escrupulosamente con el encargo de sus amos, dando todas las señas de Maximio en las casas en que entraba y diciendo su nombre, que él mismo se había cambiado en el de Damasio, lo que Evanio no sabía. Mas siendo vanas todas sus atentas diligencias y pesquisas, resuelve por última tentativa entrar en la casa de Belisario como se lo habían mandado, esperando que pudiesen darle alguna razón del mismo. Estaba cabalmente Maximio en el extremo lance de descubrirse a Belisario, cuando Evanio tocó a la puerta. Su inesperado llamamiento rompe los palpitantes anhelos de su amor y le obliga a levantarse de su asiento para ir a ver quién era el que tocaba.

     La turbación y sorpresa que le causó la impensada vista de Evanio, a quien mucho amaba, le tiene mudo y suspenso, renovándole la palpitación que preocupó sus consternados sentidos, sin dejarle preguntar qué quería ni a quién buscaba. La gran palidez que se apoderó de su sucio rostro a vista del esclavo contribuyó para desfigurarle mucho más a los ojos del mismo, que le tenía presente y le veía sin conocerle, preguntándole si vivía allí Belisario. El disfrazado Maximio, echando de ver entonces que Evanio no le había conocido, confía y se asegura mucho más en su disfraz, pierde todo temor y para mayor disimulo, después de haberle contestado que vivía y se hallaba allí Belisario, le introduce en la estancia y le presenta al mismo.

     Todos los criados suelen por lo común revestirse de los sentimientos y modos de sus amos acerca de los extraños. Evanio manifestó en los suyos los que fomentaban los padres de Maximio en la desgracia de Belisario, nacidos de los antiguos disgustos y etiquetas de familia a que dio motivo la altivez de Antonina, y de que estaba tan ajena la grandeza del alma de Belisario. A pesar, sin embargo, del modo con que Evanio se presentó, no pudo dejar de rendirse al compasivo respeto que le infundió la vista y presencia de aquel héroe, pobre, ciego y reducido a tal estado de miseria en que lo veía en aquella habitación.

     Dejó, no obstante, de manifestar la compasión que sentía para decirle, oyéndole el mismo Maximio que estaba presente, aunque con algún disimulo:

     «No creo que ignoréis, Belisario, el grande amor que tenía Maximio, hijo de Septimio, a vuestra hija Eudoxia, y que en fuerza de las extravagancias que le obligó a cometer su pasión fue preso y puesto en la cárcel por recurso que hizo para ello vuestra mujer Antonina. Sus padres supieron haber salido de la cárcel el día del motín, mas no habiéndole visto comparecer desde entonces ni tenido ninguna noticia de él a pesar de sus muchas diligencias, sospecharon si por ventura hubiese venido a veros, y me dieron el encargo de informarme, rogándoos primero queráis perdonar a sus paternos afanes y congojas la nota del indiscreto atrevimiento que pudieran llevar sus curiosos deseos en mi mensaje».

     «Nada hay aquí que perdonar, respondió Belisario. Antes bien, les debo agradecer tal encargo pues me renueva la memoria de ese joven, digno de mi mayor aprecio y estimación. Ojalá me hubiera permitido la fortuna manifestar a él mismo la gratitud que le debo y que conservo a las generosas atenciones con que quiso mirar por mi bien. Pero ni la privación en que estoy de la vista me concedió el verle, ni supe de él cosa alguna desde que me dijeron hallarse en la cárcel, ni sé que después de salido de ella haya puesto los pies en esta casa, ni creo que Eudoxia haya tenido la menor noticia de él».

     «No, padre mío, dijo entonces Eudoxia, no la tuve ni sé cosa alguna de Maximio».

     Qué eco tan dulce y delicioso hacía toda esta escena en el ánimo del presente Maximio, oyendo la solicitud de sus padres, los descubiertos sentimientos de Belisario acerca de él mismo y la aseveración de Eudoxia en no haberle visto ni tenido noticia de él, habiéndole tenido presente de continuo. Creció su júbilo y satisfacción cuando Evanio, oída la sincera respuesta de Belisario y de su hija Eudoxia, les dijo:

     «Deberé, pues, volver para certificar cuanto antes a sus padres de lo que me aseguráis, y perdonad de nuevo mi importuno encargo».

     «Podéis, sí, asegurarlos de ello, replicó Belisario, pues ninguno ha estado conmigo sino ese pobre mozo, Damasio, de la villa de Astabia, que ahí veis».

     Maximio, que procuraba recatarse de la vista de Evanio, oyendo el dicho de Belisario se turbó sobremanera; mucho más cuando Evanio, en fuerza de aquel mismo dicho, puso los ojos en él diciendo:

     «La estatura es la misma, mas nada tiene que ver en lo demás con Maximio. No necesito, Belisario, de otras justificaciones. Quedad con Dios».

     Dicho esto, sin detenerse más parte el esclavo, aliviando Maximio con su ida el tumulto de afectos que le suscitó en su pecho cuando fijó en él sus ojos. Reaviváronse en su ánimo la suma satisfacción y complacencia con que lo consolaron las expresiones de Belisario, diciendo el grande aprecio que hacía de él y la gratitud que le debía por sus miras y atenciones generosas.

     No cabía en sí de gozo, prometiéndole su amor la segura posesión de Eudoxia si se descubría. Mas quiso permanecer todavía encubierto con su disfraz, deseando saber antes cuáles eran los sentimientos de Eudoxia para con él, ya que estaba asegurado de los de su padre Belisario. No tardó en ver satisfechos sus deseos, pues apenas volvió la espalda el esclavo se lo proporcionó Belisario, diciendo:

     «¡Cuánto hubiera yo deseado, amada Eudoxia, poder manifestar a Maximio la gratitud que debía a sus afectuosas intenciones, y satisfacer al mismo tiempo vuestro afecto con su casamiento! Pero se mudó la suerte, y Dios sabe dónde para Maximio».

     El mismo Maximio, sumamente enternecido al oír esto, se esforzó en decir, con voz casi anudada a la garganta:

     «¿Quién es, Belisario, ese mozo Maximio, a quien manifestáis apreciar tanto?»

     «Es un joven de una antigua y noble familia de Constantinopla, el cual se enamoró de Eudoxia y la pretendió en casamiento. Mas yo, ignorando sus amores, la prometí a Basílides».

     «¿A Basílides, hijo del general Basílides?»

     «A ese mismo».

     «¿Cómo es, pues, que no se efectuó su casamiento?»

     «La suerte lo impidió con mi prisión y desvaneció la promesa de Basílides».

     «No lo extraño. De la desgracia huyen hasta los amantes. Raros son los que permanecen fieles en ella. ¿Mas, cómo es que dijo el esclavo que Antonina hizo poner en la cárcel a Maximio?»

     «Antonina, que miraba con desdén sus amores, le vedó la entrada en su casa, mas él, habiendo sabido la desgracia que me amenazaba, se atrevió a entrar en ella disfrazado en mercader, y con el pretexto de vender a Eudoxia sus mercaderías se fingió astrólogo y se la pronosticó, instándola para que me enviase luego secreto aviso y la evitase, poniéndome en salvo. Mas fue inmediatamente descubierto y puesto por ello en la cárcel a instancias de Antonina».

     «¡Pobre Maximio!. ¡Cuánto me interesa su suerte desgraciada!»

     «Luego que supe esto hice cuanto pude para obtenerle la libertad, mas no me fue posible conseguirlo. ¡Cuánto temo que haya perecido en el motín!»

     «¡Gran lástima sería! Mas no puedo inducirme a creerlo por cuanto sus padres lo hubieran sabido y no le buscarían ciertamente con tan grande solicitud. Tal vez se habrá ido a otras tierras, temiendo ver efectuado el casamiento de Eudoxia con Basílides. Mucho lo habrá sentido Eudoxia y lo sentirá todavía, si correspondía al grande amor de Maximio».

     Eudoxia, que oía en silencio y con alguna satisfacción este discurso, respondió con modesto recato a Maximio diciendo:

     «Lo amé mientras me fue lícito amarlo».

     «Un natural afecto del corazón se exenta de toda prohibición. ¿Mas, según lo que decís, habéis dejado de amarle?»

     «Maximio se hizo acreedor a mi eterno reconocimiento».

     «¿Dudaríais, sin embargo, de hacerle la entrega de vuestra mano y corazón si se presentase a pediros por esposa?»

     «Si en ello viniera bien mi padre, sólo el fiel y generoso Maximio fuera mi esposo».

     «¿Si yo viniera bien en ello? ¡Ojalá, dijo Belisario, pudiera darle yo esta prueba de mi reconocido afecto concediéndole la mano que manifestáis quererle entregar! Mas, ¿quién sabe si os amara del mismo modo, pobre y desgraciada como os veis, que rica y en la grandeza?»

     «Por lo que habéis contado, dijo entonces el alborozado Maximio, infiero que Maximio permanece todavía constante en su amor. Tales pruebas como las que os dio de su pasión me confirman en mi parecer, y si Eudoxia deseara certificarse de ello, cuasi, cuasi me lisonjearía de traerla cabales informaciones».

     Conmovida Eudoxia del tono de confianza con que dijo esto Damasio, y de la sonrisa con que lo acompañó, comenzó a entrar en alguna sospecha, aunque sin imaginarse que Damasio pudiese ser Maximio, diciéndole:

     «Mas, ¿cómo lo queréis hacer? ¿Sabéis por ventura el lugar en que se halla Maximio? ¡Ah! Su hallazgo me sirviera del mayor consuelo».

     «¡Oh, cielo!, exclama Maximio, ¡vuestro mayor consuelo, Eudoxia! ¡Ah! ¿Cómo es posible llevar adelante tan molesta ficción? Aquí, aquí, a vuestros pies tenéis, amada Eudoxia, a vuestro fiel y constante Maximio, con el falso nombre de Damasio».

     Diciendo esto se postra a sus pies quitándose de la frente el sucio pañuelo que la cubría, y confirmando con su ademán y con las asomadas lágrimas de gozo la verdad de sus palabras.

     Eudoxia, consternada de aquel improviso descubrimiento y del súbito júbilo que le causó, apenas pudo acabar de proferir la exclamación que arrojó diciendo:

     «¿Qué veo? ¡Cielos! ¡Maximio...!

     «¿Qué es? Qué decís? ¿Maximio está ahí?», preguntaba el regocijado Belisario.

     «Sí, Belisario, aquí está, aquí lo tenéis, le respondió el mismo Maximio. El que os servía con el nombre de Damasio, ese mismo era Maximio. Me valí de tal ficción para poder manifestar mejor a Eudoxia el amor eterno que me merecía».

     «Oh, luz de mis ojos!, exclamó Belisario, éste es el momento en que siento mucho más haberte perdido. Tengo a lo menos, incomparable Maximio, el consuelo de abrazarte y de confirmarte con estos abrazos la gratitud que te debo, como Maximio y como Damasio».

     «Y yo, glorioso Belisario, le decía Maximio, la suma, la inexplicable complacencia de agradeceros tal demostración con el más puro afecto de mi alma».

     Dicho esto se desprende de Belisario, y dirigiendo la palabra a Eudoxia, que no acababa de salir de su gozosa sorpresa:

     «Eterna prenda de mi dicha, la dice, aquí tenéis para siempre a vuestro deseado Maximio; ese llanto aviva mucho más la dulce confianza de mi amor enardecido».

     «¡Dios mío! ¿Qué me sucede?»

     «Lo que os debíais prometer de quien confirmó su afecto con tales y tan repetidas pruebas».

     «Oh, generoso Maximio! ¡Oh, único amparo y sustento de mi buen padre!»

     «Dejad que, postrado de nuevo a vuestros pies, os ame con el más ardiente respeto, aunque en este vil traje de mendigo».

     «¡Ah! Levantaos, os ruego. A mí me conviniera hacer esa demostración a quien de tantos modos manifestó sus generosos sentimientos para con mi padre desgraciado».

     «Ven acá, Maximio, volvió a decir Belisario; ven, hijo mío, no quiero diferir el momento de confirmarte mi suma gratitud dándote a mi hija por esposa».

     «Oh, Belisario! ¡Ah! No puedo sino con lágrimas declarar la redundancia del sumo gozo que no cabe en mi pecho con tal promesa».

     «Todo se te debe, hijo mío; ven acá, Eudoxia, deja que confirme tu padre con tu mano la promesa que acabas de hacer a tan fiel y generoso amante».

     «Mano amada... ¡Ah, el gozo me sofoca!»

     «¡Oh, mi amado Maximio...! Tampoco puedo expresar lo que siento...»

     ¡Cómo era posible que abarcasen sus corazones el exceso del gozo y del consuelo que los inundaba! Suplió a sus expresiones el llanto que caía de sus ojos. El mismo Belisario, en el colmo de su contento, sentía caer sobre su corazón las lágrimas del júbilo que no podía derramar por sus cegados ojos. Ni de ellas se eximió la atónita Domitila, que unió también sus exclamaciones de asombrada admiración a las de Eudoxia en el acto del descubrimiento a que estuvo presente, y participaba de la dulce ternura de los amantes en las afectuosas prendas que se daban de su mutuo amor y de su reconocimiento a Belisario por haber puesto el colmo a sus ardientes deseos.

     Puso fin Belisario a los efectos y expresiones con que desahogaban sus pechos, curioso de saber el modo cómo se le proporcionó a Maximio encontrarse con él cuando le sacaron de la cárcel, y el motivo de haber tomado el disfraz de mendigo y de haber permanecido con ellos encubierto hasta entonces. Satisfizo Maximio renovándole la memoria de lo que le contó, salido apenas de la ciudad, sobre el encargo que le hizo Eudoxia de traerle nuevas de su padre, y cómo se puso cerca de la cárcel a este fin. Hizo luego la relación de la manera como le sacaron de la prisión los amotinados, y que sabiendo ellos la causa del motín y el lugar a que habían conducido a Eudoxia y Antonina, sin detenerse ni aun para saludar a sus padres, se vino en derechura a encontrarlas.

     Mas que temiendo que Antonina no le permitiese servirla en la desgracia, le ocurrió tomar aquel disfraz de pordiosero y fingir aquella historia con el nombre de Damasio para no ser conocido y obtener su amoroso fin. Manifestóles los grandes impulsos que tuvo varias veces de descubrirse, y la turbación y temores que le causó la llegada de su esclavo Evanio, que le proporcionó el descubrimiento dándole ocasión para saber antes cuáles eran los sentimientos de Eudoxia y de Belisario acerca de él y de su casamiento, que era lo que deseaba saber antes que todo para descubrirse con más cumplida satisfacción y gozo, como lo hizo.

     Acabada la relación, volvió a renovarle Belisario las expresiones de su tierna gratitud y afecto, exhortándole inmediatamente a que fuese cuanto antes a ver a sus padres, a quienes tenía en tan grandes afanes y congojas por su ausencia, ni les difiriese el consuelo que probarían en verlo. Rehusaba Maximio condescender con las instancias de Belisario, pues temía que sus padres le impidiesen su casamiento con Eudoxia. Prometió sin embargo hacerlo luego que la misma Eudoxia le manifestó el disgusto que le daría si se negaba a los justos ruegos de su padre, y quedó en ejecutarlo al siguiente día.

     No acababan de salir entretanto de la admiración que les renovaba la memoria de los dichos y hechos que con él pasaron en el tiempo de su disfraz, que realzaba tanto su amor con aquellas ficciones y se los hacía mucho más apreciable. Pasaron así aquella tarde, cuyos lances y discursos, que tanto empeñaban a todos, llegaron casi a borrar la memoria de su perdida grandeza y la aflicción en parte que conservaban, especialmente Eudoxia, por su difunta madre. Ni echaba ya ninguna otra cosa menos en su presente estado de pobreza. Hízoseles con esto mucho más gustosa la cena que tuvieron, y pasó Eudoxia más tranquila y descansada la noche, después que renovó con Domitila las pruebas del constante amor de Maximio, que manifestaban las excelentes calidades de su generoso corazón.

     Amanecido el día siguiente y levantados todos, Belisario exhortó lo primero de todo a Maximio a que cumpliese la promesa que le había hecho de ir a ver a sus padres. Aunque se le hizo de nuevo sensible a Maximio el separarse tan presto de su amada Eudoxia, debió cumplir con su palabra, pero les dijo que le importaba sumamente volver a tomar el disfraz de mendigo, pues no se presentaría de otro modo a sus padres. Aunque Eudoxia y Belisario ignoraban los fines que en ello llevaba Maximio, vinieron bien de contado en que le tomase, lo que ejecutó él con tanto mayor gusto cuanto que la misma Eudoxia deseó ceñirle el pañuelo y le ayudó a extender por el rostro las guedejas, con que volvió a parecer Damasio, aunque, ¡cuán diferente a los ojos de Eudoxia, que recibía en su despedida las tiernas demostraciones de su descubierto afecto y promesa de volver a verla cuanto antes!

     Se la dio también a Belisario, el cual le abrazó de nuevo estrechándole a su seno y dándole el dulce nombre de hijo, con que avivado su consuelo y satisfacción partió para la ciudad, dejando algo suspensa y afligida a Eudoxia con su partida, pues el amor comenzó a fomentar en su fantasía los temores que los padres de Maximio pusiesen estorbo a su casamiento, como el mismo Maximio lo recelaba. Distrájola Belisario de estos pensamientos rogándola que lo condujese al huerto a tomar el aire fresco de la mañana. Domitila fue también con ellos, y todos tres se sentaron bajo de una parra que los defendía de los rayos del sol.

     Belisario, sentado sobre un terrazo bajo vestido de grama, que le daba cómodo asiento, fue el primero en decir a Eudoxia y a Domitila, sentadas a su lado:

     «¡Ah! Yo no puedo disfrutar con los ojos el hermoso espectáculo que os deben presentar a los vuestros estos frondosos árboles y plantas con sus frutos y flores, pero la imaginación puede suplir a la falta de la vista. Con aquélla me formo tal vez un espectáculo más ameno y agradable, bien si como aquellos que se forman mucho más en visión que si de hecho la poseyera.

     Pero puedo también gozar, como gozo, el dulce canto de las aves, la suavidad del ambiente regalado del céfiro con los tributos que exige de las plantas y de las flores, y pruebo el contento de esta deliciosa paz y soledad que tanto anhelaba mi alma en medio del tumulto de la guerra y de sus turbulentos desasosiegos y peligros, que buscan los hombres para adquirir honores, riquezas y gloria, como yo los busqué, engañado de la aparente dicha que presentaban a mis ojos. Algún consuelo es, y grande tal vez, alcanzar victorias, recobrar reinos y provincias, llevar reyes cautivos en triunfo, ser aclamado de los soldados y del pueblo, ver cundir la fama y gloria del propio nombre y abundar de honores y de riquezas. Mas si debo decir ahora lo que siento, toda la satisfacción y gozo que probé en esas felicidades, así llamadas, no igualan al puro contento y complacencia que ahora prueba mi alma en esta dichosa quietud, aunque olvidado del mundo y condenado a la pobreza.

     Eudoxia, hija mía, tu padre no es tan infeliz cuanto lo puede parecer y cuanto lo parece en la opinión de los hombres que miden las desgracias ajenas por los anhelos de su ambición y por las ideas que les formaron sus deseos de la dicha y fortuna. Pero si de hecho pudieran apreciarlas como yo las aprecié por experiencia, verían que la mayor satisfacción y contento que acarrean no equivalen a la dulce complacencia y consuelo que ahora disfruto, aunque privado de todos los honores y grandeza de que antes abundaba, y aunque ciego y sentado sobre esta humilde yerba, pues ahora echo de ver que el corazón humano no es susceptible de mayor gozo y contento que aquel que puede abarcar su pequeñez, y que ésta no permite que la complacencia del más ilustre triunfo sea mayor que la que prueba el alma con la vista de un ameno espectáculo de la naturaleza, exento de inquietudes, zozobras y peligros.

     Desde que se apartaron los hombres del sencillo estado de la naturaleza corrompieron su verdadera felicidad fomentándose otra ideal y engañosa, delineada en su fantasía por la codicia y ambición que los indujeron a aguzar el acero para oprimir a sus vecinos, pues con su vencimiento adquirían los campos que ellos labraban, las ciudades en que vivían, con lo cual se harían poderosos y alcanzarían el nombre de fuertes y de valientes. De aquí procedieron luego los honores, los triunfos, las insignias y timbres que dieron los soberanos para condecorar a los más esforzados, y las larguezas y premios en haciendas para distinguirlos de los demás. ¿Qué mucho que naciesen deseos en los otros de querer y desear lo que veían que ensalzaba tanto a los que lo poseían? ¿Qué mucho que desamparasen los campos que cultivaban y revolvían con sus brazos y con fatiga para acudir al son de los militares instrumentos que los convidaban a la adquisición de aquellos honores y nobleza?

     ¡Oh, cuánto se engañaron y cuánto se engañan los que así piensan todavía! ¡Ojalá pudiesen los hombres ver mi desengaño en el estado en que me veo, y en que les da en mí la fortuna un ejemplo terrible de la inconstancia de sus favores y de aquella gloria y grandeza que ellos apetecen! Me vieran, sin embargo, más contento y satisfecho aquí, a la sombra de estos árboles, que levantado sobre el carro del triunfo en que conduje al cautivo rey Gelimer y a su familia. Ni este puro contento nace sólo en mí de verme aquí contigo, Eudoxia, y con la virtuosa Domitila, sino también de conocer que me devolvió la suerte al primitivo y sencillo estado del hombre y a la vida que le señaló la naturaleza en este suelo.

     Aquí me veo finalmente libre de los pesados aunque ilustres cuidados de la guerra y del mando, de los trabajos y peligros que los acompañan, de las asechanzas de la envidia, que consiguió derribarme, del asiento de gloria y de grandeza en que me vi levantado, en el de la necesidad, despojado de las riquezas que parecían tan apetecibles a quien las anhela y tan cortas y escasas a quien las posee, y de los honores que tantas molestias y enfados acarrean; de todo, finalmente, lo que los hombres más ciegos que lo que lo estoy ahora solicitan y anhelan, y que yo, instruido de mi desgracia, pospongo a esta dulce paz y sosiego que me dan a gozar estos cortos campos y este huerto que nos dejó la fortuna. Espero, Eudoxia, que este mi desengaño contribuirá para que no eches menos nuestros demás perdidos bienes y grandeza, y para que dejen los mismos de fomentar tu tristeza en nuestra presente situación, que aunque falta de comodidades puede también vemos contentos y satisfechos».

     «Todo eso, padre mío, que decís, sólo sirve para confirmar lo que Domitila me enseñaba antes de nuestra desgracia, diciéndome que la dicha verdadera del hombre no estaba fuera sino dentro del ánimo en que la cimentaba la virtud. Que ésta daba más sólido y permanente consuelo al ánimo que todos los honores y riquezas y que cuanto desean las pasiones. Que aun los mismos ricos y grandes no podían ser felices sin ella».

     «¿Te hallas, pues, hija mía, contenta en tu presente estado?»

     «Tan contenta y satisfecha que si no fuera por la aflicción que todavía me causa la memoria de la pérdida de mi buena madre, no creo que la más rica doncella, ataviada con las joyas más preciosas, esté más contenta que yo, privada de ellas y reducida a sustentarme con estas legumbres y hortaliza».

     «Esto, a la verdad, no te lo enseñamos ni tu madre ni yo. Bien haya la sabia Domitila, que tan a tiempo te inspiró tan provechosas máximas».

     «Esos mismos consejos, dijo Domitila, dados a otras doncellas no hubieran producido el mismo fruto que en Eudoxia. Para formar el corazón a la virtud contribuye también el carácter y el genio de la persona que se presta a las máximas de la sabiduría. Lo que Eudoxia supo apreciar y retener, otras doncellas tal vez lo despreciaran como cosa triste, inútil y seca, de que no pocas hacen befa como cosa que no les compete».

     «Sin embargo, dixo Belisario, contribuyen mucho los sabios consejos y el modo con que se dan para que el ánimo los reciba con provecho. Conviniera mucho que todas las doncellas tuvieran su Domitila. Aseguro que habría entonces genios más dulces y moderados, mucho menos ambición y vanidad, y más honestas y suaves costumbres. Habría también mucho menos lujo, muchas más casadas contentas y más felices y satisfechos maridos en sus casamientos».

     «Pero para ello no veo, Belisario, replicó Domitila, que haya necesidad de Domitilas. Esas mismas sabias máximas y consejos no las adquirí yo de otras mujeres sino de mi buen marido Ancilio, como sabéis. Y así creyera yo mucho mejor que si hubiera muchos Ancilios hubiera también muchas Eudoxias. Verdad es que vuestra hija Eudoxia podrá ahorrar a su marido esta enseñanza...»

     Un repentino llamamiento a la puerta de la casilla, que oyeron desde el huerto donde estaban, interrumpió el sabio y dulce coloquio de Belisario, Eudoxia y Domitila, que acudió la primera a ver quién era el que tocaba a la puerta. Y viendo un hombre anciano con otro mozo, vestidos ricamente, que le preguntaban por Belisario, los introdujo en el huerto para presentarlos al mismo, sin saberle decir quiénes eran.

     Belisario, recibido su saludo, fue el primero en decirles que la ceguera hacía naturalmente curiosos a los que la padecían, que por lo mismo no extrañasen si deseaba saber de ellos quiénes eran y en que podía servirles.

     «Soy Lucio Scipión, Belisario, respondió el más anciano, en cuya casa estuvisteis ayer en la villa de Astabia».

     Belisario, oído apenas el nombre de Scipión, hizo ademán de levantarse, diciendo:

     «A tan generoso bienhechor es corta cualquiera demostración, dame la mano, Eudoxia».

     Scipión, conociendo por el ademán que quería levantarse para recibirlo, se lo impidió diciéndole:

     «De cualquier modo, Belisario, me es un honor el ser recibido de vos. Antes bien, si me lo permitís, me sentaré aquí a vuestro lado».

     «Muy enhorabuena, respondió Belisario, como queráis; pues aprecio sumamente una visita con que honráis a quien por tantos títulos se os profesa reconocido».

     «Ninguno de esos títulos iguala al que conseguí dignándoos aceptar, Belisario, una pequeña demostración del aprecio y veneración que me merecieron vuestras gloriosas hazañas».

     «Todas esas cosas, Scipión, pararon en humo y en tinieblas».

     «A la verdad os compadezco viéndoos reducido a un estado tan infeliz».

     «Lo contrario estábamos diciendo mi hija Eudoxia y yo, que no somos tan infelices cuanto lo parecemos».

     «Me engañé, pues, en mi juicio, que me indujo a venir para proponeros un expediente que pudiera aliviaros en parte vuestra necesidad, si así vos como vuestra digna hija Eudoxia no lo quisieseis rehusar».

     «¿Qué expediente es ése? No puede haber ninguno que proviniendo de vuestra generosa compasión rehúse Belisario ni su hija, que antes bien no acepte con el más vivo reconocimiento».

     «Lo propondré, pues, mas antes me importa saber, Belisario, si tuvisteis algunas noticias de mi antigua familia».

     «No es posible, Scipión, en un número tan grande de ilustres familias como contiene el Imperio, conocerlas a todas; mucho menos a mí, que jamás anduve tras esas cosas, y que criado desde niño entre las armas en remotas provincias, no hubiera podido adquirir tales noticias aunque lo hubiese deseado. Sin embargo, no pongo duda alguna que sea muy antigua vuestra familia, ni porque lo sea añadirá precio en mi concepto al expediente que deseáis proponerme. El corazón humano y benéfico es para mí el más noble y el más respetable».

     «Perdonad, Belisario. Siempre en el mundo, en todos tiempos y naciones, se hizo gran caso de la nobleza y antigüedad de las familias. Por la nobleza exponen los hombres su vida y su sangre a los peligros de la guerra. Por ella se afanan en los empleos y en la contratación. Por la misma son respetados y envidiados los grandes de los que no lo son, ni creo engañarme si pienso que vos mismo, empleado desde niño en el ejercicio de las armas, lo hicisteis sólo para dar mayor lustre y mayores timbres a la nobleza que heredasteis de vuestros mayores».

     «Oh, generoso Scipión! Ninguna cosa me sirve de mayor desengaño de esas vanidades que haberlas yo mismo experimentado. Sudé, es verdad, me afané, expuse mi vida a mil riesgos por esos mayores timbres de nobleza, y creo haber alcanzado alguno con las armas. Pero por lo mismo, creedme, Scipión, que el verdadero noble en la tierra es el sabio que mira con indiferencia todos esos vanos objetos por que andan los hombres tan ufanos y desvanecidos. En mis expediciones militares fui testigo de proezas admirables de soldados rasos que les hicieron acreedores a la mayor nobleza, y sin embargo quedaron soldados rasos o gimen reducidos a la mendicidad a pesar de mis recomendaciones, porque éstas no fueron atendidas y porque no dijo el Emperador: Os hago nobles, pues no tiene otro origen la nobleza que estas tres palabras.

     Por el contrario, vi otros viles y cobardes, que temblaban antes de ver el rostro al enemigo, levantados por el favor y la intriga a excelsos grados y empleos eminentes. De tal origen, ¿habré de reputar tan estimable la nobleza de los descendientes que otro mérito ni título tienen para jactarse de ella que la fecundidad de sus madres y de sus abuelos? No, Scipión; Belisario no piensa así».

     «Pero cuando quedan pruebas auténticas de la antigüedad de la familia, no veo por qué se le deba negar el respeto y aprecio que merece, como las tengo yo de la mía, que reconoce su antiquísimo origen de los primeros tiempos de la República Romana. Vano fuera deciros de los Scipiones que militaron en España, y de aquel Publio Scipión que mereció ser llamado el Africano.

     Otro Gneyo Scipión se halló alférez en el ejército de Pompeyo, y otro fue general de la caballería en Alemania, en tiempo del Emperador Claudio, y así de otros que fuera importuno contar, hasta que uno de ellos pasó con Constantino a estas partes, donde mi familia conservaría sus antiguas preeminencias y honores si mi bisabueloMarco Scipión no se hubiera alejado de la corte por manejo de sus émulos, y obligado a retirarse a la aldea de Astabia donde yo nací, aunque bastante rico para mantener el decoro de mi nacimiento».

     «Veo por lo que me decís que no hay hoy día en el mundo familia más antigua que la vuestra, pues ninguna podrá contar su origen desde los primeros tiempos de Roma. La vuestra es la sola que se eximió de la burla que hace el tiempo de esas antigüedades. Lástima es que por manejo de la envidia haya perdido vuestro bisabuelo Marco Scipión sus honores y preeminencias, pues hoy día os hallaríais vos favorecido del Emperador o gobernador de alguna de sus provincias».

     «Me basta, Belisario, que quedéis enterado de la antigua nobleza de mi familia, y nada se me da de esos honores y gobiernos que yo pospongo al partido que vengo a proponeros, sin cuyo motivo fuera muy odioso el mencionar la propia nobleza».

     «No veo, Scipión, qué necesidad haya de ello para el partido que me queréis proponer. A la verdad acrecentáis mi curiosidad».

     «No es bien, pues, que difiera el satisfacerla. Sabed que tengo un hijo único, heredero que es de todos mis bienes, y que traigo aquí conmigo para ofrecerle a vuestro servicio».

     «A mi solo reconocimiento, pues lo debo también al hijo de quien se dignó socorrerme tan liberalmente en mi necesidad».

     «Cumplimientos a parte, sabed que todos mis haberes están a disposición vuestra, como también mi hijo Mucio, si os dignáis reconocerle por esposo de vuestra hija Eudoxia».

     «¿De mi hija Eudoxia? ¿Qué decís? Por lo que a mí toca, Eudoxia fuera desde este instante esposa de vuestro hijo Mucio si no pusiese un invencible impedimento a mi gratitud el estar la misma prometida a otro».

     «¿Prometida a otro? No lo creía... ¿Se pudiera saber quién es el sujeto?»

     «Aquel pobre que me servía de lazarillo cuando llegué a vuestra casa».

     «Oh, cielo! ¿Qué escucho? ¿Qué decís, Belisario? Os confieso que no son tan grandes mi admiración y sorpresa cuanto la compasión y lástima que me causa Eudoxia al verla destinada a un vil mendigo. ¿Os pudisteis resolver a ello, Belisario? ¿Dar una doncella tan ilustre a un desnudo pordiosero, cuando tantos nobles y ricos se tuvieran a honra el obtenerla, a pesar de su presente estado de pobreza?»

     «¿Qué le queréis hacer, Scipión? Ese pordiosero fue el primero que la pidió, y la obtuvo; está ya prometida, y Belisario no puede faltar a su palabra».

     «Permitidme, no obstante, que os advierta que vuestra hija Eudoxia, no habiendo tal vez dado su consentimiento, os ofrecerá justo motivo para desembarazaros de esa promesa».

     «Sin su espontáneo consentimiento no hubiera yo dispuesto de lo que no puedo. Queda Eudoxia en libertad de decir sus sentimientos».

     «Mis sentimientos, padre mío, dijo la modesta Eudoxia, no son otros que los vuestros. Estoy prometida a Maximio, y Maximio será mi esposo».

     «¿Es ése por ventura el nombre de ese mendigo?», preguntó Scipión.

     «Ese mismo, dijo Eudoxia».

     «¡Ah! Perdonad, ilustre doncella, si compadezco vuestra desgracia, exclamó Scipión. ¿Preferir un vil mozo a quien pudiera sacaros del miserable estado a que os redujo la fortuna?»

     «Cualquiera que sea mi estado, no tengo por qué envidiar en él a otros más ricos y más felices. Un pobre mozo puede hacer también feliz a la que no apetece ni honores ni riquezas, y que satisfecha de su presente fortuna sabrá acomodarse a ella. Debo, no obstante, pedir perdón de estos mis sentimientos, sobrado sinceros tal vez, a quien se declaró tan generoso bienhechor de mi padre necesitado y pobre. Mi reconocimiento, siendo igual al suyo, me obliga a confesaros que si el pobre Maximio no hubiera empeñado de antemano mi afecto y correspondencia a su generoso amor, fuera acreedor a mi mano y corazón el que os dignáis proponerme, y a que por lo mismo os quedo sumamente agradecida».

     «En igual aprecio quedo a vuestras atentas expresiones, mas siendo así como decís no debo acarrearos ulteriores molestias. Os deseo ese colmo de dicha que os prometéis con ese pobre mozo. A Dios, Belisario».

     Dicho esto, y recibido el saludo de Belisario, que excusó los deseos que tendría de aceptar su honroso partido con la palabra dada a Maximio, partió algo resentido, al parecer, juntamente con su hijo Mucio, el cual no dejó oír su voz ni aun para los saludos, que limitó a solos ademanes, aunque manifestó quedar muy prendado de Eudoxia, de quien no apartó jamás sus ojos. Este accidente dio motivo para nuevo discurso a Belisario, Eudoxia y Domitila después que partieron los Scipiones, bien ajenos de imaginarse que fuese capaz Mucio Scipión el mozo de usar con ellos de la baja venganza que usó, creyendo impedir con ella el casamiento de Maximio con Eudoxia, de la cual se iba muy prendado.

     Dio ocasión para ello a Mucio el ser dependientes suyos y de su padre los vecinos labradores que prestaron la cama para Antonina. Esta particularidad, sabida de Mucio antes que llegase con su padre a tratar de su pretensión con Belisario, le sugirió la especie, después de partido, que a estorbar el casamiento de Eudoxia si mandaba a los labradores que recobrasen la cama con cualquier pretexto, pues quedando sin ella y no teniendo medios el pobre Maximio para proveer otro lecho semejante, sería obstáculo bastante para hacer mudar a Eudoxia de determinación, forzada de la necesidad y miseria.

     Esta especie, extravagante y propia del corto alcance del joven Mucio, le obligó a separarse de su padre apenas salieron del huerto de Belisario, para poder ponerla en ejecución sin que su padre lo supiese; y así lo ejecutó, dando orden a los labradores para que fuesen inmediatamente a traer la cama que habían prestado a Eudoxia, amenazándoles de despedirles si tardaban en obedecer, exigiendo al mismo tiempo de ellos que se guardasen de decir que lo hacían por orden suyo. Los sencillos labradores ejecutan lo que les fue mandado y acuden a la casa de Belisario para pedir la cama, que necesitaban pretextando la sobrevenida enfermedad a un hijo suyo. Eudoxia y Domitila les entregaron sin ningún disgusto ni sospecha la cama que les pedían sus dueños, y de que ellas no se habían aprovechado por haber usado siempre de la paja que encontraron en la estancia. Partidos los labradores, se pusieron a aderezar su pobre comida, no esperando en aquella mañana a Maximio.

     Se encaminaba éste entretanto hacia la ciudad, trazando medios en su imaginación para entrar en su casa y sacar las alhajas que tenía sin que sus padres lo supiesen, pues aunque había prometido a Eudoxia y a Belisario que se presentaría a ellos para sosegar sus congojas, temía que los mismos estorbasen su casamiento si lo ejecutaba. Mas no cuadrándole ninguno de los medios que le ocurrían para poder entrar en su casa sin ser conocido, se hallaba sumamente perplejo a vista de la ciudad. Crecieron sus angustias ocurriéndole que no era posible que pudiese entrar en su casa con aquel traje de mendigo en que iba, porque habiéndole visto el esclavo Evanio en la casa de Belisario con aquel mismo traje lo reconocería y contaría a sus padres el hecho, con lo cual zozobraban mayormente sus intentos.

     Tanto pensó que al fin le ocurre vestirse de labrador, acordándose que hallaría este traje en alguna tienda de Constantinopla y que lo podría comprar con el dinero que Scipión entregó a Belisario, y que Belisario le entregó a él para los gastos que ocurrían. Pero para ejecutarlo quiso esperar la noche, para entrar con mayor disimulo, meditando lo que debía decir a sus padres para ocultarles el verdadero motivo de su ausencia desde que los amotinados le sacaron de la cárcel, y cómo se debía de contener para que no le impidiesen la vuelta a la casilla de Belisario. Mientras iba él pensando en esto, Eudoxia y Domitila viéronse precisadas a aderezar la comida con los productos del huerto y comieron, amenizando Belisario aquellos pobres y escasos manjares con sus joviales razonamientos, de modo que parecía haber perdido enteramente la memoria de sus perdidos bienes y grandeza.

     Acabada la comida, deseó ir con Eudoxia y Domitila a un pequeño bosque que hacía también porción de aquella otra hacienda, donde sentados todos tres, con el motivo de alabar Eudoxia y Domitila su sombría amenidad, comenzó a decir Belisario:

     «Aunque no puedo gozarla como vosotras, me sucede lo mismo que esta mañana en el huerto, que me represento este bosque como uno de los más amenos y deliciosos que vi cuando disfrutaba de la vista. Con esto se puede disminuir la aflicción de su pérdida».

     «Vuestros sentimientos, le dijo entonces Eudoxia, nos sirven, padre mío, de grande alivio y consuelo. No sé cómo lo pudisteis hacer para sobreponeros a tantos bienes perdidos con esa heroica serenidad e indiferencia».

     «Te lo diré, hija mía, respondió Belisario; con la reflexión y con el desengaño que saqué de la experiencia de las cosas humanas. Verdad es que esto solo no basta para llevar con virtuosa resignación la pérdida de los honores, de las riquezas y de la vista. Pero mi ánimo, instruido de las desgracias de los mismos reyes que vencí, pudo sofocar la jactancia y presuntuosa satisfacción que probaba en la prosperidad. Así, humilladas y abatidas aquéllas al golpe de la adversidad, pude hacer caminar, por decirlo así, mis sentimientos con pie firme sobre las ruinas que no me oprimieron enteramente. De este modo llegué tal vez al mismo término a donde Domitila te guiaba con las reflexiones de la virtud y sabiduría, aunque por diverso camino, pues al cabo no es otra cosa la virtud, según creo, que la fortaleza de los sentimientos del ánimo con que nos sobreponemos a todos los objetos anhelados de las pasiones, a no ser que tenga que decir algo en contrario Domitila».

     «No supiera yo hacer mejor definición de la virtud, dijo Domitila. Mas sin una alma grande y sin luces y vistas superiores, me parece que no es fácil al hombre adquirir esa heroica fortaleza e indiferencia que no acabamos de admirar en vos, y que tanto nos consuela y conforta».

     «Si es así, continuó a decir Belisario, debo estar muy agradecido a quien se dignó infundir a mi alma esas luces y vistas superiores como don de la infinita sabiduría, la cual me suele dar materia de meditación algunas veces que me hallo solo o que tardo a dormirme, diciéndome a mí mismo: Ahora que es de noche, todos los mortales son ciegos, o no ven como yo. Ellos pueden, bien sí, servirse de luz artificial, pero sin ella todos somos ciegos en las tinieblas de la noche.

     Las que yo padezco son continuas, pero por lo mismo dan mayor vigor a la luz de la imaginación, con la cual, levantándose mis pensamientos sobre todas las cosas de la tierra, los puedo poner más vivamente en la eterna providencia, que con medios incomprehensibles rige las cosas de los mortales y los infinitos sucesos y accidentes de este mundo, aunque parezca que los abandone a los caprichos de la que llamamos fortuna, que reputamos adversa o propicia según son los efectos que experimentamos de su favor o, inconstancia, y que redundan en pérdida o en adquisición de aquellas cosas que deseamos los hombres y que engendran en nosotros aflicción o alegría.

     Así quisiéramos avasallar las eternas miras de la providencia a nuestros deseos, persuadiéndonos el amor propio que hace cada cual un gran papel en la tierra y que somos acreedores a que la suerte atienda a nuestra dicha y tome particular empeño por ella. Hasta el pastor más desconocido en los solitarios valles pretende tener derecho igual a las favorables suertes de la fortuna como los más grandes y poderosos en las cortes y en las ciudades, donde parece que tiene sus aras. Hácense por lo mismo muy risibles las quejas y los lamentos, la tristeza y desolación de los desgraciados en los males y desdichas que impensadamente les sobrevienen, como si la providencia les hiciese injuria y agravio en dejarles caer en ellas.

     De esta manera, mirándose solamente a sí mismos, pagados sólo de sí y de su existencia, en vez de reconocer en ella su pequeñez, su miseria y la insensatez de sus desvanecidas pretensiones, les parece al contrario que todo debe obedecer a la importancia de su ser, que todo debe contribuir a su particular felicidad según les sugieren los deseos de su ambición y amor propio, sin echar de ver que, semejantes a los insectos, mueren y nacen como ellos y están sujetos por ley de naturaleza a todos los accidentes y combinaciones del orden del universo. El alma es imnortal y superior a las cosas terrenas, mas el cuerpo, a pesar de las preeminencias y perfección de que se jacta sobre el de los brutos, salió como el de éstos del lodo de la tierra y se animó al soplo del espíritu del Criador.

     ¿Qué mucho, pues, que un ser tan bajo, tan frágil y perecedero esté sujeto al choque de todas las cosas que lo rodean, impelidas de los accidentes adversos o favorables que, enlazados incomprehensiblemente entre sí, las conducen al fin inevitable? ¿Y el hombre, miserable y vano, se atreverá a culpar la infinita sabiduría porque lo dejó expuesto a las siniestras contingencias, regidas de las causas inferiores a que su mano dio el primer impulso, y porque lo tratan como trata él mismo a la sabandija, que por antojo la estruja con su planta? Estas y semejantes reflexiones me obligan a sofocar las quejas y sacudir la tristeza en mi desgracia, contemplándola como cosa indispensable a quien vive en la tierra, sujeto ahora al bien, ahora al mal, que uno a otro se suceden.

     Así, de la contemplación de la pequeñez y miseria de mi ser mortal paso a reflexionar sobre el ser eterno del alma, capaz de los heroicos sentimientos que forman la verdadera grandeza del hombre, tanto mayor cuanto más se sobrepone a las cosas que más anhelan y desean los mortales, y con cuanta mayor indiferencia y superioridad las mira. Pueden los demás reputarlo infeliz y miserable por verlo pobre y abatido, según el concepto que les hizo formar la ambición y la vanidad; mas Belisario, aunque ciego y pobre, arrojado a la sombra de este solitario bosque, semejante al topo que se abriga en esos ribazos, no debe reputarse por eso de inferior condición al mismo cuando lo aplaudían y acataban.

     Un concurso propicio de accidentes me dio el mando de los ejércitos y victoriosas legiones, otra combinación siniestra de aquellos mismos me derribó del carro del triunfo y del asiento de la gloria para arrojarme a las tinieblas de la cárcel y al pie del suplicio. El favor de la fortuna dio cuerpo a la opinión y a la fama de mi nombre, mas la suerte adversa las hizo desvanecer del concepto de aquellos que antes me hubieran ofrecido a porfía sus haberes cuando no los necesitaba, y que ahora rehusaran tal vez mirarme a la cara. ¿Pero creéis que se haya trocado por eso o envilecido mi carácter, y que mi condición haya hecho mi ánimo inferior a lo que lo era antes en la grandeza y fortuna?»

     «Si todos os vieran con mis ojos, padre mío, no se hubiera mudado, dijo Eudoxia, la opinión que formaron de vos».

     «Siempre se midió la grandeza del hombre, dijo inmediatamente Domitila, por los honores y las riquezas; ninguno la mide por sus sentimientos. La apariencia es el manto de la farsa que la fortuna hace representar a los hombres en la tierra. Lo que ella hizo con vos, despojándoos del manto luminoso de la representación, tarde o temprano lo hace también la muerte con todos. Así el sabio desde su rincón contempla con risa compasiva la vana representación de los mortales, que sucesivamente desaparecen de ella...»

     Interrumpió este discurso la llegada de la vecina labradora, la cual, arrepentida de haber quitado a Eudoxia, con falso pretexto aunque por orden de su amo, la cama, venía a excusarse con ella.

     Eudoxia, luego que la vio comparecer, se levantó para manifestarle su reconocimiento. Contole ella entonces el lance según había pasado, excusándose con el orden de su amo. Eudoxia la consoló diciéndola que la cosa no merecía que viniese a darlas satisfacción, pues estaba persuadida de su buen ánimo. Belisario, que oyó hablar a Eudoxia con una persona que llegó, preguntó quién era.

     «Es Flacila, nuestra vecina, le dijo Eudoxia, que viene a disculparse de haberse llevado la cama».

     «Bien venida, Flacila, sentaos también vos, venid acá, dijo Belisario; no hay nada que perdonar».

     «Perdonad, Señor, sumamente lo sentí».

     «Aquí no hay ya más señores. Todos somos honrados campesinos. Es éste un estado más antiguo que el de la señoría. Ea, dejémonos de excusas y entretengámonos en buena conversación».

     «Podéis estar persuadido de nú sincera voluntad».

     «Lo estoy, Flacila, lo estoy. No se hable más de la materia, pues es disgustosa para vos. Echémosla al olvido y decidme de dónde sois».

     «De la villa de Anape, para serviros».

     «¿De Anape sois? Mucho me alegro de saberlo. Si no me engaño, está vecina de esa villa la casa de campo que se le destinó al prisionero rey Gelimer por domicilio».

     «Es así; allí vive aquel infeliz rey, a quien vos trajisteis cautivo a Constantinopla».

     «¿Y lo llamáis infeliz? ¿Quién os parece que sea más infeliz de los dos, el rey Gelimer o yo?»

     «Vos».

     «¿Yo? Gustara de saber la razón».

     «Porque él salió de la cárcel con la vista, se le destinó una granja magnífica y esclavos que le sirviesen, sin verse reducido como vos a necesitar de la ajena compasión».

     «¿Lo visteis alguna vez?»

     «Varias veces lo vi, ya solo, ya acompañado, pero siempre triste y abatido con la memoria de su perdido reino y por el presente estado de cautiverio a que la suerte lo redujo».

     «¿Y os parece que yo, aunque privado de la vista y necesitado de la ajena compasión, esté tan triste como él?»

     ¡Oh, no, por cierto, ni de mucho! Antes bien, parece que no sentís vuestra gran desgracia y que os halláis bien en ella».

     «No soy, pues, de mucho tan infeliz cuanto Gelimer, pues de mucho no estoy tan triste, y me hallo bien en mi desgracia».

     «Mas no tenéis un palacio tan lindo como él ni esclavos como él tiene, ni estáis bien tratado, sino pobre».

     «¿Según eso, ponéis mi infelicidad en no tener lindo palacio, ni esclavos, ni tratamiento?»

     «Todos dicen que sois más infeliz que el rey Gelimer, atendida vuestra pobreza y vuestra ceguera».

     «Veis, pues, cómo yerran todos en sus juicios, por cuanto él con todas aquellas cosas vive triste y melancólico, y yo paso sin ellas a lo menos con indiferencia. Deseara, sin embargo, que satisfacieseis a otra curiosidad que me viene. Es, a saber, cuál de las dos desgracias os fuera menos sensible, la mía o la de Gelimer, si la suerte os condenara a una de ellas».

     «Antes escogiera la de Gelimer, aunque triste».

     «Eso es prueba de que reputáis su presente estado más apetecible que el mío, dejándoos deslumbrar de la apariencia; porque, ¿qué felicidad puede ser el vivir triste en la abundancia y riqueza? ¿No es mucho mejor vivir alegre y contento, aunque ciego y pobre, que rey rico, triste y afligido?»

     «No, por cierto».

     «El engaño que padecéis me hace sospechar que no estáis contenta con vuestro estado de labradora, y que desearíais antes haber nacido rica ciudadana».

     «¿Quién duda que valiera mucho más?»

     «No sé si Eudoxia será de vuestro parecer».

     «¡Ah! Flacila, padre mío, dijo Eudoxia, no sabe que las más ricas ciudadanas viven tal vez tan descontentas que llegan a envidiar a las más pobres labradoras».

     «¿Eso es posible, señora?»

     «No lo dudéis. Las riquezas, las galas, el atavío, las infunden una apariencia de ufana jovialidad que engaña a la vista y da tal vez envidia a las pobres labradoras, que las admiran porque no ven las interiores desazones y graves pesares de sus ánimos, que las acibaran su aparente felicidad y que las labradoras no padecen ni conocen, aunque exteriormente parezcan infelices».

     «Si fuera así como decís, bien estuviéramos en el campo».

     «Yo, a lo menos, me hallo más contenta en él que en la ciudad, y lo mismo creo que le sucede a mi amada Domitila; apreciamos más nuestro presente estado, aunque pobre, que el rico que perdimos».

     «Así es, Eudoxia, dijo Domitila. Pero no extraño que le parezca imposible a Flacila, pues dudo que haya ninguno que nos crea sobre nuestra palabra».

     «Si no lo viera confirmado con vuestra resignación y paciencia en tantos y tales trabajos, no lo pudiera creer. Por lo mismo me fue mucho más sensible el orden de mi amo de que os hice la confianza, por cuanto pudiera desmentir las demostraciones de compasión y de afecto a las cuales se hizo tan acreedora vuestra desgracia. Y para que veáis que no procedió por falta de voluntad, aquí tenéis estos pollos y estos huevos, que suplirán a la gratitud que conservo al precioso don de los pendientes que me regaló Domitila».

     Eudoxia, que no advirtió en la entrega de los pendientes cuando se la hizo Domitila, sabiéndola ahora por la ingenua confesión de la labradora dio amorosas quejas a su amiga, diciéndola que perdonaba a su virtud aquella falta de confianza. Domitila respondió que no se acordaba ya más de los pendientes y que no su voluntad, mas el sentimiento que ella había manifestado cuando los entregaba la primera vez a Maximio, fue causa de la falta de confianza que ahora notaba. Agradeció, sin embargo, a Flacila el regalo que Eudoxia se excusaba de recibir y que aceptó la misma Domitila en atención de la misma Eudoxia y de Belisario, que sabido también el regalo por que preguntó se lo agradeció a Flacila, que se despidió de ellos contenta y satisfecha.

     Volvieron inmediatamente ellos a su casilla, esperando que volviese de un momento a otro el deseado Maximio, por ser ya tarde. Mas como no le viesen comparecer cerrada ya la noche, desconfiaron enteramente de su llegada hasta el siguiente día.

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