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Libro V

     E1 atento e ingenioso Maximio, después de haber esperado que llegase la tarde cerca de la ciudad, pensando el modo como había de fingir a sus padres el motivo de su larga ausencia, entró en Constantinopla luego que lo imaginó y fue a proveerse del sayo de labrador que necesitaba para su ficción. Con él se encamina a la casa de sus padres, pero sin darse a conocer sino al esclavo Evanio, a quien hizo llamar a este fin. Evanio, que lo amaba tiernamente y que estaba sumamente solícito por no saber su paradero, luego que le reconoció prorumpió en tiernas demostraciones de gozo, abrazándole y besándole como si fuese su recobrado hijo. Pero le contuvo Maximio diciéndole que importaba guardar gran circunspección en recibirle, por cuanto le iba la vida si llegaba a ser descubierto; que por lo mismo le rogaba fuese a prevenir de esto a sus padres antes de recibirlo.

     Asustado con esto Evanio, reprimió su repentino júbilo y los ademanes con que lo manifestaba, dando cabida en su pecho a las temerosas dudas y recelos que le infundía y que sobremanera lo angustiaban, creyéndole de contado. Antes bien, sin informarse del motivo, fue inmediatamente a avisar a los padres de la llegada de su hijo en traje de labrador, diciéndoles al mismo tiempo el encargo que le hizo sobre la precaución y secreto que debían guardar en recibirlo, por cuanto peligraba su vida si llegaba a saberse su venida. Los padres, oído el impensado aviso, padecen el contraste del alborozo, del temor y de la consternación que al mismo tiempo les causaba. Impelidos sin embargo del gozo y del amor paterno, salen ansiosos a verle y a recibirle, aunque contenidos en parte de los temerosos recelos que sentían.

     Mas no pudiéndose contener a vista de su amado hijo, cuya ausencia tantos afanes y desvelos les costaba, prorrumpen en mil afectuosas demostraciones, tanto más ardientes cuanto más se esforzaban en reprimirlas para no ser oídos. Le introducen luego en una secreta estancia donde, después de haber desahogado a su satisfacción los reprimidos afectos, le preguntan el motivo de su ausencia, en qué parte había estado hasta entonces escondido y por qué le iba la vida si se sabía su llegada. El advertido Maximio, echando de ver que había comenzado a prender en el ánimo de sus padres consternados el tramado ardid, le pone el complemento revistiéndose de congojas y temores, que no sentía pero que realzaban su traje de labrador y los ademanes tristes que hacía, diciendo así:

     «¡Ah! Debí nacer bajo infausta estrella, pues desde que me reconozco hallé siempre invencibles contradicciones a mis deseos y tuvieron siempre fines desgraciados mis tentativas, especialmente en el de la salida de la cárcel, donde la altiva Antonina...»

     El llanto interrumpió su narración, agitando con él mucho más el corazón de la madre, que ansiosa de oír lo que comenzaba a indicar Maximio comenzó a decir angustiada:

     «¿Qué es, hijo mío, qué es lo que te aconteció? Acaba de sacarme del cruel afán que me causas».

     «Apenas descerrajaron los amotinados (continuó a decir Maximio) las puertas de la cárcel, entran en ella con gran alboroto y vocería, poniendo en mis manos libres una espada, diciéndome que jurase sobre ella que vengaría la patria de sus traidores y violadores de la justicia y de la inocencia.

     Como yo nada sabía del motivo de la sedición ni de las pretensiones de los amotinados, hice el juramento que exigían de mí. Me sacan inmediatamente de la cárcel con los otros presos y me obligan a ser cómplice en sus desafueros, hiriendo a los que su ejemplo y voces me enseñaban que eran enemigos; y como cayese desgraciadamente en nuestras manos Mondomio, favorito del Emperador, ejecutamos en él las crueldades que habréis sabido, siendo yo el segundo que lo hirió mortalmente».

     «Oh, cielo! ¡Oh, desventurada de mí!, exclamó la madre al oír esto. ¡Qué hiciste, desdichado Maximio!»

     Diciendo esto deshacíase en llanto. Su padre Septimio, sin prorrumpir en semejantes exclamaciones, aunque más consternado que su mujer, deseó saber de él cómo había podido escapar de las armas de Narsés y de la carnicería que los soldados hicieron en el pueblo sedicioso.

     «Advirtiendo luego yo mismo, continuó Maximio, la atrocidad de mi delito, me desvié de los amotinados, aconsejándome el horror mismo del hecho a salir de la ciudad y esperar en sus cercanías el éxito del motín. Mas luego que supe el estrago que hacían en los ciudadanos los llegados soldados de Narsés me alejé a toda priesa de la ciudad, y despojándome de mis vestidos pude tomar este sayo que compré de unos labradores, y me fui luego a otra parte distante donde logré entrar a soldada con un rico labrador. De allí vengo para sacaros de los afanes y aflicción en que os suponía estuvieseis, pero para volverme inmediatamente al mismo lugar, de donde no saldré más hasta que muera el Emperador».

     Crecieron las congojas y el sentimiento de la madre con esta breve pero tan bien fingida relación. No pudo tampoco contener su llanto el afligido padre, conociendo el peligro que tenían así ellos como su hijo si se llegaba a penetrar su venida; no supo por lo mismo oponerse a la resolución de Maximio en partir inmediatamente, diciendo que para ello necesitaba de algún dinero y de tomar las pocas alhajas que le pertenecían. Vino bien en ello el sensible padre, y después que venció los sollozos y dolorosas oposiciones de su madre, arrancándose de sus brazos salió de la casa paterna para ir a recobrarse en el soportal de un templo, donde pasó la noche, no cabiendo de gozo su corazón por el éxito feliz de aquella ficción, que le proporcionaba volver luego a su amada Eudoxia, cuya dulce memoria alivió la incomodidad de aquella noche.

     Pasola en continuo desvelo pensando el modo cómo llevaría a la casilla los muebles de que se hallaban faltos y que eran necesarios a su casamiento y a la resolución en que estaba de vivir en aquella casilla con Belisario, especialmente las camas, que determinaba comprar al otro día con el dinero que le entregó su padre y con el que sacaría de las alhajas, que hacía cuenta de vender antes que tocar al dinero que le había entregado Belisario. Necesitaba a más de esto proveer instrumentos de labranza y todos los demás aperos que requería el cultivo del campo en su nuevo establecimiento, determinado a seguir vida de labrador para sustentar a Eudoxia y su familia con el trabajo de sus brazos.

     Pensando esto y en la manera cómo podría conducir la carga a la casilla, le ocurrió que siendo utilísimo en una alquería un carro y un par de bueyes, los podría comprar a este fin y al mismo tiempo servirse de ellos para trasladar los muebles y los instrumentos de labranza que había de comprar. Amanecido el suspirado día, antes de dejar la ciudad quiso recorrer las tiendas para ver si encontraba camas hechas y los demás muebles y utensilios que debía proveer, y habiéndolos hallado a su satisfacción los dejó apalabrados para pagarlos cuando viniese por ellos con el carro. La compra de éste y de los bueyes le parecía más ardua para hecha de pronto como deseaba, pero confió salir con ella en una de las alquerías en que estuvo el día antes de entrar en la ciudad.

     La intrepidez y el ingenio son comúnmente favorecidos de la fortuna. Maximio, llevado de sus deseos, se presenta al dueño de aquella alquería en que había puesto las miras, hácele ver la necesidad en que se hallaba de comprar un carro y un par de bueyes con todos sus aderezos por comisión que tenía para ello de su amo, que acababa de quedar sin los suyos en el incendio de su establo; le añade que su necesidad era tan urgente que le daría lo que le pidiese, con cuyo precio podría él comprar otro carro a su satisfacción y otros mejores bueyes que aquellos que le vendiese.

     Tentado el labrador de la oferta, condescendió con las instancias de Maximio, entregándole el carro y bueyes que deseaba y recibiendo el dinero que Maximio le entregó de buena gana, ansioso de la compra; partió con ella muy alegre aunque muy embarazado con la misma por falta de experiencia en su manejo. Suplió a ella el amor, que le hizo llegar felizmente a la ciudad, donde cargados los muebles que había apalabrado partió más ufano, satisfecho y contento sobre su carro que Belisario en el suyo cuando condujo en triunfo al cautivo rey Gelimer y su familia.

     Alguna molestia le daba el haber gastado en toda aquella compra el dinero que le entregó su padre y parte del que conservaba de Belisario, a que no quería tocar; pero poniendo luego los ojos en sus brazos y en la preciosa e inagotable mina del campo, y la memoria en su buena Eudoxia, volvió a serenarse enteramente su ánimo y a alegrarse su corazón con el más puro júbilo, avivándosele las ansias de llegar a ella para darla aquella nueva prueba de su amor ardiente y de las atentas miras que llevaba en contribuir a la mayor comodidad y decencia que cabía en el estado pobre que había resuelto abrazar por afecto y pasión de la misma.

     No menos solícitos estaban Belisario, Eudoxia y Domitila por su llegada, no viéndole comparecer tampoco aquella mañana en que lo esperaban, y entraron en sospechas de que sus padres le hubiesen impedido la vuelta. Ya casi desesperados de ella acudieron al huerto para proveer la comida, cuando oyeron el ruido de un carro que paraba a su puerta. Movidas de esta novedad acuden a ver lo que era y quedan sorprendidas de aquella carga, sin conocer a primera vista al boyero en traje de labrador, si él mismo no se diera a conocer al instante con la tierna demostración que hizo a Eudoxia, que no esperaba ver comparecer con sayo de labrador, aunque galán y lucido, a quien vio partir en traje de sucio y roto pordiosero.

     Grande fue entonces su alborozo y el de Domitila, y no inferior el de Belisario cuando le dijeron lo que era y la carga con que llegaba Maximio. Animadas Eudoxia y Domitila de la tierna complacencia y satisfacción que la infundían los cariñosos desvelos de Maximio, manifestados en aquellos muebles e instrumentos que les traía, quisieron ellas mismas ayudar a descargarlos con sus brazos, sin querer para ello llamar a los vecinos labradores, gustando de acomodarse a las circunstancias de su pobre situación y emplearse en aquel trabajo, en apariencia humilde, que pudieran excusar con sus flacas fuerzas.

     Lectores delicados, no creo que reputaréis estas menudencias indignas de la pluma, aunque grosera; que retrata los virtuosos sentimientos de la hija de Belisario. El sabio pintó a la mujer fuerte hilando lana; yo a Eudoxia, doncella poco antes ilustre, trasladando con sus brazos, no acostumbrados a tales usos, el lecho en que debe descansar su padre ciego y desgraciado. No olvidada del todo de sus perdidos bienes y grandeza, ¿qué esfuerzo de heroicos afectos debía dar impulso a sus delicados y tiernos miembros? ¿Qué sublime resignación a las disposiciones de su suerte convenía que fortaleciese su ánimo para abrazar aquellas cargas, que parecía le indicasen que no esperase otra condición mejor en su vida que la que le ofrecía aquel pobre techo a donde las trasladaba, no con ánimo triste ni abatido sino con la más serena complacencia, animada, es verdad, del amor, pero del santo amor, que sin la fortaleza de la virtud no inspira tan heroicos sentimientos?

     Aunque Maximio quiso oponerse a la resolución de Eudoxia y de Domitila en ayudarle a descargar las camas, debió ceder a su cariñoso empeño, ateniéndose al partido de cargar con los muebles más pesados, trasladándolos a los cuartos sobre sus hombros. Hecho esto con algún trabajo, atendió a dar recobro a los bueyes en un pequeño establo que había a las espaldas de la casilla, mientras Eudoxia y Domitila acababan de aderezar la comida. Belisario, informado de ellas de lo que Maximio había traído, no acababa de admirar la constancia del amor de aquel mozo, así en todo lo que hizo antes para merecer la posesión de Eudoxia como en lo que ahora hacía después de haberla merecido, manifestando su determinación en acomodarse a sus pobres circunstancias y en aliviárselas en cuanto las suyas se lo permitían, prefiriendo la vida de labrador a todos los empleos de lustre que hubiera podido obtener, atendida la nobleza de su familia.

     Penetrado de estas reflexiones el ánimo de Belisario, no pudo dejar de manifestar su aprecio y gratitud a Maximio con las más tiernas demostraciones luego que se le presentó el mismo después de haber puesto en cobro sus bueyes. Agradecióselas Maximio, enternecido de las expresiones de aquel ilustre ciego, y luego se sentaron a la mesa, en que deseó Belisario oír el modo como había sido recibido de sus padres y como había comprado todos aquellos muebles. Hízole Maximio la relación, animándola con tales pinturas de las situaciones en que se halló y de los diversos afectos que hubo de sentir en el recibimiento y vista de sus padres, que hacía revestir de ellos a los apasionados oyentes que lo escuchaban con tanto interés, teniéndoles pendientes de su discurso.

     Pero en vez de contarles el ardid de que se sirvió para ocultar a sus padres el verdadero motivo de su ausencia con la muerte de Mondomio, fingió otra relación, temiendo dar que sentir a Eudoxia y a Belisario si les contaba llanamente lo que dijo a sus padres. Ciñose su nueva ficción a decir que a fin de que aquéllos lo dejasen volver les había pedido licencia para ausentarse de la ciudad por algunos días mientras le obtenían la necesaria seguridad por parte de la justicia, informándose primero si se había liquidado su proceso, pues el temor de que le volviesen a poner en la cárcel de donde le sacaron los amotinados le obligó a salir luego de Constantinopla y a ir vago y pordioseando por las vecinas aldeas mientras duraba el motín; que por lo mismo creía necesario volver a salir de la ciudad hasta que la misma justicia le asegurase su entrada. Que en fuerza de esto sus padre vinieron bien en que se ausentase y le entregaron dinero, con el cual había comprado aquellos muebles y el carro y bueyes que había traído.

     Todos lo creyeron sobre su palabra, pero si no se verificaron los temores de Maximio en dar que sentir a Belisario y a Eudoxia diciéndoles la primera fingida relación que hizo a sus padres, no por eso aprobaron la segunda que les acababa de hacer a ellos, echando de ver que había querido eludir en su relación el que supiesen sus padres haber estado en la casilla con ellos y que volvía a la misma. Por lo mismo Belisario, a pesar de su tierno afecto y reconocimiento y de la promesa que le hizo de darle a Eudoxia por esposa, determinó diferir el casamiento o no efectuarlo si primero no lo sabían sus padres y si no venían bien en dar su consentimiento para ello.

     Disimuló sin embargo su resolución por entonces para no afligir a Maximio ni agrazarle la suma satisfacción que manifestaba en la menuda relación que les hacía de su viaje y de sus compras, con las cuales le parecía haber allanado todos los obstáculos a su amor, lisonjeándose que éste le coronaría cuanto antes en el dispuesto tálamo del himeneo. Lleno de esta confianza, continuaba a disfrutar sobre mesa la suavísima compañía de Eudoxia, a cuyo lado estaba sentado reconociéndose ya esposo de la misma.

     Solos vosotros, amartelados amantes, podéis comprehender la suprema satisfacción y consuelo de Maximio, seguro ya de poseer a una doncella tan amable, no menos ilustre por su nacimiento que por la virtud que añadía tan sublimes realces a las tiernas gracias y hermosura de su linda presencia, viéndola, olvidada de sus antiguas comodidades y riquezas, resignarse con tanta modestia y blandura a su presente pobreza, acomodándose a ella con heroica fortaleza de ánimo, como también a las ocupaciones más humildes en que desdeñaran tal vez emplearse las mismas esclavas que antes tenía; estando seguro Maximio que en ellas y en su pobre situación le anteponía por esposo, con firme y sincero afecto, a los más ricos señores del Imperio.

     Dejábase transportar el ánimo de Maximio del ternísimo afecto que le avivaba aquella persuasión, aunque ésta, por su singular modestia y recato, parecía no corresponder exteriormente con igual pasión a la que él la manifestaba con sus tiernas demostraciones, bien que contenidas no tanto de la presencia de Domitila cuanto del respeto y dulce veneración que le infundía el recato de Eudoxia, sin dar presa alguna a las lisonjas de la pasión de Maximio. Antes bien las convertía en un afecto más tierno y puro, dejando sólo lugar en su ánimo al satisfecho gozo y consuelo que sacaba de la vista de su amabilísima modestia, la cual exigía los más cariñosos afectos de su alma.

     Disfrutó Maximio esta dulce complacencia al lado de Eudoxia hasta que Belisario llamó toda su atenta sorpresa con la relación que le quiso también hacer de la venida de los Scipiones, padre e hijo, y de la petición con que vinieron durante su ausencia. El tono jovial y festivo con que Belisario se lo contaba disminuyó en parte las congojas que le sobrevinieron al oírlo, y que se trocaron luego en mayor alborozo oída la negativa que así él como Eudoxia dieron a los descendientes de Publio Scipión sobre la pretensión del casamiento, de que redundó mayor aprecio a la virtuosa constancia del fiel amor de la doncella y a la honradez y grandeza de ánimo de Belisario, que rehusaban un partido ventajoso en las circunstancias de su desgracia.

     Este caso, avivando sumamente el reconocimiento de Maximio, le hizo prorrumpir en nuevas demostraciones de gratitud para con entrambos, hasta que la tarde ya entrada les acordó que debían poner en orden los muebles traídos, acomodándolos a las respectivas estancias en que debían ser colocados. Emplearon en esta ocupación el resto de aquella tarde, pudiendo así descansar Eudoxia en la nueva cama que había de servir de tálamo a su himeneo. A este fin la compró Maximio a más de las otras que debían servir separadamente para Belisario y para él antes que se efectuase el casamiento. Con esto durmieron todos con mayor comodidad y consuelo aquella noche.

     Amanecido apenas el siguiente día, Maximio, a quien el amor y el cuidado de su nuevo oficio despertaron presto, fue el primero en levantarse para conducir sus bueyes al pasto, encaminándose con ellos al vecino bosque. Convidado allí del apacible silencio de la mañana y de la quieta amenidad de aquel sitio, se sentó al pie de uno de los fresnos que lo formaban, creyendo que tardarían a levantarse Belisario, Eudoxia y Domitila. La vista de aquellos frondosos y silenciosos árboles, de los bueyes que pacían la crecida yerba, y el canto de las aves que daban el alborada al día empeñó poco a poco su meditación, acordándole que Eudoxia con su casamiento le hacía dueño de aquel sitio y de todo aquel terreno, que aunque corto bastaba a su parecer para mantenerse.

     En fuerza de esta ocurrencia se decía a sí mismo:

     «¿Qué más puede desear un hombre en esta vida mortal que tener asegurado su necesario sustento, y por compañera una amable y virtuosa esposa? Éstas son las primeras necesidades de la naturaleza. Todo lo demás es consecuencia superflua de los deseos y antojos de las pasiones, fomentados de la ambición y de la vanidad; bueno en parte si se posee o si se consigue sin tanto afán y solicitud, pero no con riesgos y peligros de la vida como lo hacen los más. ¿Qué le aprovechó a Belisario adquirir tantas riquezas, tan grandes honores y tan gloriosas distinciones? Agravaron su desgracia, y si la fortaleza de su excelso ánimo no le hubiera dado noble aliento para sobreponerse a su adversa fortuna, le hicieran el hombre más infeliz y miserable de la tierra.

     Verdad es que no acontecen a todos tales desventuras, y mueren los más en el seno de la gloria y grandeza que adquirieron o que heredaron; mas tampoco llegan a ser grandes y ricos todos los que aspiran a ello y lo procuran. ¿Cuántas veces sucede también, a aquellos mismos cuya grandeza envidiamos, que trocaran de buena gana su rico estado con el de un labrador honrado, envidiando a su turno la tranquilidad y quieto señorío del campo? A pesar de esto, no es de extrañar que ninguno de ellos deje el asiento de su grandeza y de sus estudiadas comodidades para acomodarse a las sencillas costumbres y vida del campo, porque a todos amedrenta la apariencia humilde, ni les es fácil sobreponerse a la vanidad que los avasalla. Antes bien, inducidos muchos de ella y de sus engañosos alicientes, dejan la quieta soberanía que gozan en sus aldeas, metiéndose en la turbulenta carrera de la ambición para obtener los honores y los empleos a que aspiran a costa de mil disgustos y pesares.

     ¡Feliz mil veces aquel día en que el amor que la estimable Eudoxia suscitó en mi pecho llegó a consumir enteramente los deseos de distinguirme en cargos luminosos, pues libre así de los peligros y de las desazones que los acompañan me veo ahora sentado en este verde trono, aunque humilde, de la dicha pura, como lo es para quien sabe apreciarle! Porque, ¿qué señor, por grande que sea, prueba tan suave satisfacción y contento en sus adquiridos honores cuanto la que experimenta mi alma, mis sentidos y potencias en este ameno templo de la naturaleza, a quien sirven como de columnas de su frondoso edificio esos troncos, de techo majestuoso sus verdes copas, de cantores que ensalzan la divina omnipotencia del Criador estas aves con sus dulces cantos, de rica alfombra esta florida yerba en que pacen estos mansos bueyes que acrecientan mi pequeño señorío, lejos de la confusión y tumulto de las ciudades?

     Aquí reina la paz suave, que aviva en mi pecho el aprecio de la resolución tomada de mi amor de desamparar la ostentación y fausto de la ciudad y de vivir, aunque pobremente, en compañía de mi buena Eudoxia. Aquí quedará tal vez sepultado mi nombre, sin títulos, sin honores, sin fama; pero al muerto, al cadáver yerto y frío del hombre más ilustre, ¿de qué le sirven tampoco todos sus adquiridos honores y timbres? Los heredan, bien sí, sus hijos o sus descendientes; pero con el fin de trasladar mi nombre a los que tarde o presto los tragará el olvido, ¿habré yo de exponerme a riesgos que harán, tal vez, desvanecer antes los anhelos de mi ambición?

     No, Maximio, esos son los falsos alicientes de la vanidad, que prometen la dicha donde no se encuentra. Todos anhelan los haberes, las distinciones, la preeminencia sobre los demás, tal es la soberbia humana; mas todo eso ni satisface enteramente ni tranquiliza al corazón que lo disfruta. Aquí, no niego, habré de regar el suelo con el sudor de mi frente, esforzar mis fatigados brazos, endurecer mis atezadas manos con el trabajo, aguantar soles ardientes y rehacer mis exhaustas fuerzas con un pobre y parco alimento; mas sudaré para mantener a mi Eudoxia, a mis dulces hijos si los tuviere, no para manchar bárbaramente la tierra con la sangre de los enemigos o con la mía en la batalla.

     Aguantaré los calores, los sentiré, mas podré recrearme libremente cuando se me antojare a la sombra de un árbol sin que el imperioso sonido de la trompeta me obligue a continuar la marcha a pesar de las inclemencias de los tiempos, sólo para ir a exponer mi pecho a la herida o a la muerte, o para darla por ajeno capricho. Endureceré mis manos en el cultivo de la tierra, pero para que me rinda mi honesta subsistencia y la de mi familia, no para abrir fosos y trincheras que habrían de ser tal vez mi sepulcro. Denodaré mis brazos y mi cuerpo en una provechosa y honrada fatiga, mas no en las evoluciones militares ni en los demás duros trabajos de la milicia, en que rara vez y raros consiguen los premios y los honores que se prometen.

     Sudaré y trabajaré, pero sin serviles anhelos, sin dura dependencia y sin las demás importunas desazones e inquietudes que siguen a los empleos y cargos de lustre. Sudaré y trabajaré, pero, ¿qué rico ocioso en el seno de su ufana holgazanería se atreverá a decir que es más dichoso, sin hacer nada más que lo que hacen las estatuas con resortes, que Maximio, que suda, que se afana y trabaja por el glorioso Belisario, héroe desgraciado del Imperio, y por su amable y virtuosa hija, que endulzará mis fatigas, que aliviará los males inevitables de la vida, y que con su virtud y amable consorcio pondrá el colmo a mi tranquila felicidad, sin todos esos vanos y desasosegados bienes que envío en hora mala?»

     Esto iba diciendo consigo mismo Maximio, muy ajeno de esperar el precioso instante de ver comparecer a Eudoxia sola, sin Domitila y sin Belisario. No es posible expresar los dulces afectos que suscitó en su pecho la graciosa presencia de su amada en aquella soledad, a la sombra amena de aquel bosque y a la suave quietud del alba. Nada de cuanto puede pintarnos la imaginación hubiera podido causarle igual sorpresa ni tan gustosa cuanto la modesta y amable hija de Belisario. Alegrose también ella de encontrar a su fiel amante sentado al pie de aquel árbol frondoso, paciendo delante de él, con quietud, los mansos bueyes.

     Ella fue la primera en decirle:

     «Maximio, suponía mi padre que hubieseis venido a apacentar los bueyes, y me envía a llamaros».

     «Amada Eudoxia, aquí me tenéis embelesado de este amenísimo templo de la naturaleza, donde sólo echaba menos vuestra presencia».

     «Muy de mañana os habéis levantado; mi padre os oyó cuando sacabais los bueyes del establo».

     «El alba comenzaba a rayar en el horizonte. Pero doy por bien empleada mi madrugada, no solamente por la dulce contemplación en que estuve, sino también por la suma complacencia que me granjeé con ella de vuestra inesperada vista. Venid aca, Eudoxia, haced este día mucho más delicioso para mí con vuestra dulcísima compañía. Sentaos, reina de mi voluntad, en este blando asiento, que no tiene por qué envidiar a los dorados de los palacios, y disfrutad también por un poco la apacible amenidad de este sitio».

     «Me sentaré por un instante para oír la contemplación en que estuvisteis. ¿Qué era, pues, lo que meditabais?»

     «Estaba ponderando la gran ventura que me adquirió el amor con la feliz vida que me llevaré aquí en compañía vuestra».

     «Tuvimos la misma meditación, y al mismo tiempo tal vez».

     «¿La misma tuvisteis? ¡Ah! No sabéis, Eudoxia, cuánto regala a mi alma esa ingenua y no exigida declaración. Ella me asegura de la conformidad de nuestros genios y afectos, de donde dimana la firme y más dulce correspondencia. Pero no sé si habiendo vos tenido la misma meditación la tuvisteis también del mismo modo. Iba yo haciendo el cotejo de la dicha que prometen a los hombres la ambición y vanidad en las riquezas, en los honores y en la ostentación, con la que promete nuestro presente estado, aunque pobre y humilde en apariencia. No sé, pues, si el amor sugirió esta misma meditación, y del mismo modo que yo la tuve».

     «No podéis dudar, Maximio, del constante afecto que os profesé desde mis tiernos años».

     «No sé si el vuestro fue siempre tan constante como el mío. ¡Ah, esto fuera querer pretender sobrado!»

     «Siempre fue igualmente constante».

     «Mas, ¿y el casamiento con Basílides?»

     «¿Qué queréis significar con eso?»

     «Que Basílides puso tal vez tregua a un amor que sin aquel estorbo hubiera podido prometérmelo siempre mío».

     «¡Ah! ¡No sabéis cuánto costó esa tregua a mi corazón! La virtud sola recabó lo que no hubiera obtenido Basílides, aunque fuera el árbitro del Imperio».

     «¿Tanto pudo esa cruel virtud? ¡Ah! Perdonad, Eudoxia, esa indiscreta expresión a mi amor, que no me dejó advertir que ese mismo costoso triunfo realza vuestros amables sentimientos. Permitid, prenda de mi dicha, que les dé con mis labios en esas manos el tributo que les debo».

     «No por cierto, Maximio, no lo permitiré».

     «¡Ah! Me desdije sobrado presto del título de cruel, de que casi me arrepentí de haberla dado».

     «No es ser cruel el ser recatada».

     «Es ser cruel el negarse con tal severidad a una inocente demostración del amor más puro. Si acaso se me negó por falta del debido acatamiento, aquí mismo de rodillas os ruego, Eudoxia, me permitáis este obsequio que os rinde vuestro prometido esposo».

     «Maximio, me obligáis a romper un honesto y suave entretenimiento; o volved a tomar vuestro asiento, o si no, parto».

     «No, no, hermosa Eudoxia. Basta la insinuación de vuestra voluntad para que Maximio, a pesar de la privación de lo que más deseaba, os obedezca rendido. ¡Ah! Vuelvo a tomar mi asiento puesto que así lo mandáis... Vosotras, solitarias plantas, solos testigos de mi sumisión, si acaso lo admiráis como admiráis el severo recato y modestia de Eudoxia, haced que vuestra asombrada admiración contribuya a la más pura felicidad de nuestros corazones. ¡Ah! ¿Qué veo, triste de mí? ¿Queréis partir, Eudoxia? ¿No basta la palabra de Maximio para asegurar enteramente a vuestra virtud de mi tierno respeto?»

     «Mi padre me espera y mi tardanza le tendrá tal vez solícito. Podemos encaminarnos juntos hacia casa».

     «Vamos, pues. Mas ved ahí a vuestro padre, que viene con Domitila».

     Era así que venía Belisario acompañado de Domitila, que fue el primero en decir antes de llegar a ellos:

     «¿Dónde están mis hijos?»

     «Aquí nos tenéis, Belisario, dijo Maximio, disfrutando esta amena soledad donde tratábamos de la dicha de nuestro pobre estado en cotejo de la pasada grandeza».

     «Buen argumento es para el amor, aunque no sé si todo amor se acomodaría a vuestro cotejo. ¿Qué os parece, Domitila?»

     «Lo que puedo decir es que el amor recaba a las veces lo que no consigue tal vez la virtud. Aquél hace bajar a algunos del estado superior en que les hizo nacer la fortuna a otro inferior y pobre. Pero a la larga engendra arrepentimiento como efecto de inconsideración, si no suple la virtud haciendo sobreponer el ánimo a los bienes exteriores y comodidades de que el amor se priva.

     Por esto no es de extrañar que hallen tan grande oposición en el mundo los casamientos reputados desiguales, culpándolos tal vez con justa razón la vanidad y el interés, por cuanto raras veces o casi jamás efectúa la virtud tales casamientos. Y si esto llegase a suceder, pocos se persuaden que pueda la virtud suplir los bienes de que se halla falta en su pobreza, y que el mundo admira y aprecia en tanto grado.

     Sufren por lo mismo y aconsejan tal vez los padres a sus hijos a que abracen antes un estado pobre y célibe en los claustros que un pobre casamiento, porque en éste se resintiera su vanidad, y la opinión que ennobleció la pobreza voluntaria en los claustros la suele vituperar en un casamiento, aunque virtuoso. No hay duda que la pobreza se consagra en los claustros a la deidad, que es el título que la ennoblece a los ojos de la ambición; ¿mas la virtud de los corazones amantes no puede consagrarse del mismo modo a la deidad en un santo casamiento, prefiriendo ellos con heroica fortaleza, y a la vista del mundo, el trabajo y los sudores de la industria para sustentarse?»

     «Tal contemplo mi casamiento con Eudoxia, dijo Maximio, estando yo empleado en el cultivo del campo, y lo pensaba antes conmigo mismo sin ocurrirme esos claustros. Pero prescindiendo de todo eso, no sé que haya, a mi parecer, estado más apetecible y tranquilo que el de un labrador dueño de sus campos, aunque los cultive con sus propias manos, sin que tenga que ver en su dicha esa virtud que tanto encarecéis, pues sin ella viviré del mismo modo aquí en el campo, libre de los disgustos, molestias y desazones que los ambiciosos experimentan en las ciudades».

     «Atendido el carácter de las cosas humanas, no sé, dijo Domitila, que pueda el hombre gozar sin la virtud esa paz y dulce tranquilidad que aquí os prometéis. Convengo en que la vida del campo es preferible a los empleos y honores ciudadanos, teniendo mayor proporción para eximirse de los pesares y enfados que éstos traen. Mas sin las máximas de la ciencia moral soy de parecer, Maximio, que no se pueda disfrutar la dicha en el campo tan largo tiempo cuanto pensáis».

     «¿Por qué no?»

     «Lo diré. El ánimo se halla sosegado, satisfecho y contento cuando no siente ninguna cosa que lo disguste, entristezca y moleste. Aquí en el campo, no tienen, a la verdad, los labradores tales ni tan frecuentes causas de pesares y disgustos cuantas se padecen en las ciudades, mas no por eso faltan tampoco aquí ocasiones de graves y amargas pesadumbres y aflicciones.

     No pretendo comprehender entre ellas las que se originan de los males de que no puede eximirse la naturaleza humana, y que alteran o destruyen la paz y contento del alma. Nacen a más de aquéllos frecuentes disgustos en las familias, y suelen también ocasionar muchos otros los vecinos. El hombre en cualquiera parte está siempre rodeado de males que le acechan. ¿Veis, Maximio, este bosque que con su sombría y apacible amenidad nos recrea y embelesa la vista, estas ufanas y espesas copas que dan tan gustoso abrigo a las aves que nos consuelan con sus cantos, más allá aquellos panes que comienzan a trocar su verdor en la preciosa amarillez que os promete el sustento casi asegurado, esas parras cuyos racimos parece se quieren desprender con su peso para ofreceros su dulce licor, aquellos frutales que dejan asomar sus sazonados frutos, este día, finalmente, que con su pura luz regocija y ameniza la variedad de estas plantas, que contribuyen para hacer más apetecible la dicha del campo?

     Pues toda esta hermosura y amenidad puede trocarse en motivos de graves pesadumbres y de la mayor aflicción si llega una nube a lanzar su granizo que lo arrase todo en un momento a vuestros ojos, sin dejar ni legumbre, ni yerba, ni hoja que llegar a vuestra boca, reduciéndoos a la mendicidad. ¿Qué será entonces de la dicha que siempre os prometíais tan segura en el campo?»

     «¿Y os parece que me sería tan sensible mendigar por Eudoxia y por Belisario?»

     «Si fuese así, dichoso vos. Pero advertid, Maximio, que suele el amor representar fácil de antemano lo que en el lance sólo puede hacer de algún modo llevadero la virtud, mucho más a quien no se acostumbró desde niño a tales ocupaciones y estado, ni echó sus hombros al grave peso de la necesidad».

     «Según eso, ¿vuestra celebrada virtud es el supledichas de la vida?»

     «Eso os lo puede decir Eudoxia tan bien como yo».

     «No hay duda, dijo entonces Eudoxia, que sin las máximas de la sabiduría y sin el ejercicio y estudio de las mismas difícilmente puede resistir el ánimo al dolor y aflicción nacidos de las desgracias, especialmente de aquellas que padecen los labradores, que son de las que tratabais, y que sin la fortaleza de los sentimientos de la virtud no pueden dejar de amargar o destruir enteramente la dulce paz y felicidad que os prometéis, Maximio, en el estado que queréis abrazar. El ánimo cede naturalmente al mal que le desagrada y a la tristeza y abatimiento que se le sigue y le desazona. Conviene, pues, que se le fortalezca con las máximas de la filosofía moral, para no ceder fácilmente a los males que frecuentemente sobrevienen, ni abandonarse al dolor y pesares que ocasionan».

     «Me confirmáis, dijo Maximio, que esa ciencia moral es el curalotodo. Mas, ¿cómo se aplica tal medicina?»

     «Gustaré de satisfacer a vuestra pregunta: se aplica formándonos del mal y de la desgracia ideas diferentes de aquellas que comúnmente se forman los hombres, y que en vez de fomentar el temor de los males por venir nos acostumbremos a mirarlos con indiferencia. Para esto conviene sofocar primero los anhelos de la codicia, de la vanidad y de la ambición, el amor demasiado a las cosas propias y los temerosos recelos de que no nos sucedan las por venir a grado de nuestros deseos y esperanzas, porque de lo contrario se origina la falsa opinión que nos formamos de los males. Así, rectificada ésta y moderados aquellos afectos, se nos harán mucho menos sensibles las desgracias.

     Las pasiones nos hacen concebir sumo aprecio a todos los bienes exteriores, los anhelan, los buscan, se desasosiegan por conseguirlos, se inquietan si les faltan, se desesperan si los pierden o si no les pueden alcanzar. La moderación, al contrario, o por mejor decir la moral filosofía, enseña al ánimo a poner su mayor aprecio en los bienes interiores cual es la paz del mismo, su sosiego, el señorío que puede adquirir de sus vanos deseos, esperanzas y temores; le enseña a mirar todos los bienes exteriores como préstamos de la fortuna, que ésta puede quitar, y a no inquietarse ni resentirse si después de poseídos los mismos los perdiere. Puede ahora vuestro corazón, enardecido del amor, mirar con menosprecio la pobreza y mendicidad en caso que la suerte llegase a talar los campos y destruir vuestras cosechas; mas no sé si permaneciera firme esa vuestra indiferencia si la suerte misma os matase los bueyes, incendiase la casa, os robase los comprados muebles, o lo que...»

     «Basta, Eudoxia, basta; os entiendo con la sola insinuación. Eso prueba que el hombre, mientras vive en este valle de miserias, anda sujeto a disgustos y pesares inevitables en medio de la que reputa su mayor dicha».

     «Eso mismo prueba también que conviene y es casi necesario al hombre el estudio de la filosofía moral, cuyo fin es la virtud, para hacer menos sensibles los males y pesares inevitables de la vida».

     «Podéis, sin embargo, decir sobre eso lo que queráis, no me persuadiréis que la virtud recae en disminuir el dolor y la aflicción del hombre en lo que vivamente siente».

     «Si padeciéndolos vivamente os debéis hallar mejor no tengo más que decir; pues si despreciáis el remedio convendrá que Eudoxia, vuestra compañera, se arme también, a más de la conformidad necesaria en sus propios males, del sufrimiento y paciencia para soportar también el peso de vuestras acrecentadas inquietudes y desazones».

     «Es decir, que Maximio, quiera que no, debe comprehender ese estudio de la virtud».

     «Ésa no se enseña ni se aprende por fuerza, sino cuando el hombre es niño. En el adulto, el auxilio de Dios y una inclinación y docilidad a los consejos y máximas de la sabiduría que destruyan poco a poco las preocupaciones de los siniestros afectos del ánimo, engendrados de las pasiones, y que fortalezcan los buenos sentimientos contra los adversos accidentes de la suerte, de modo que éstas no puedan alterar tanto la dulce tranquilidad del alma y la dicha de la vida, aquí en el campo también, donde no podrá permanecer tampoco sin la virtud».

     «Amable Eudoxia, triunfáis de todos modos del corazón de Maximio. Lo veo, me rendiré... Pero los bueyes se salen del bosque, quieren sin duda beber. Voy a sacarles agua».

     «¡Válgate Dios por los bueyes, que nos interrumpieron tan útil y gustosa conversación!, exclamó Belisario; pero en fin, tendremos hartas ocasiones para volverlas a emprender. Podemos volver a casa».

     «Como queráis, padre mío, dijo Eudoxia».

     La misma condujo de la mano a su padre, tratando del discurso que acababan de tener, en que se le comenzaron a dar lecciones a Maximio para perfeccionar los sentimientos de su excelente corazón, que se dejaba llevar de su intrépida franqueza y que lo induciría a cometer acciones que Eudoxia no aprobaba, como la de su ficción y engaño que usó con sus padres. Admiraban sin embargo el gusto y la propensión con que se empleaba en las humildes ocupaciones, aunque tan nuevas para él y tan ajenas de su nacimiento.

     Sobre esto continuaban a tratar Eudoxia, Belisario y Domitila después de llegados a su casilla, cuando Maximio, recobrados sus bueyes, entró diciendo:

     «No todo debe ser razonamientos de virtud. La vida exige también su sustento, y para ello conviene hallar medios y ponerlos en ejecución. Tenemos ya todos los necesarios instrumentos o los principales, y el precio de las cosechas que nos entregó Scipión, con que nos podremos mantener sin temor de que el granizo nos cause pesar por este año, teniendo ya el dinero en el bolsillo.»

     «Queda por ver, dijo Belisario, si el que nos alargó el dinero viene a exigirlo de nosotros».

     «No hay ya qué exigir. A contrato hecho, finiquito de querer».

     «No hicimos tal contrato, hijo; Scipión puede venir a pretender el dinero que nos prestó».

     «Si es así, yo soy de parecer que se lo devolvamos, aunque deba venir el granizo y la piedra. No quisiera retener el dinero de esos bellacos».

     «Soy de contrario parecer, Maximio, porque haciéndolo así manifestaríamos nuestro orgulloso resentimiento, que fuera efecto de ingratitud al favor apreciable que nos hizo Scipión, con el cual nos sacó del ahogo en que nos hallábamos. Aunque su pretensión sobre Eudoxia y el hecho de su hijo Mucio indiquen miras opuestas a la beneficencia que usó con nosotros, debemos no obstante apartar de ella toda sospecha contraria, y abstenemos de darles títulos ofensivos que tal vez no les competen.

     Por consiguiente no nos está bien tampoco añadir a nuestro desprecio el sonrojo de restituirle el dinero que tan generosamente nos entregó, no pudiendo tener entonces Scipión ninguna mira de interés. El mejor expediente me parece ser no tocar el dinero, para que en caso que venga a exigirlo se lo podamos devolver».

     «Lejos estoy, Belisario, de oponerme a vuestra determinación, pero conviene que os advierta que si dejamos de servirnos de ese dinero, convendrá que pensemos en otros medios para que nos podamos sustentar hasta que las cosechas están en estado de venderse. Ni veo otro expediente para ello que el ir yo a ganar el jornal, ora sea en el cultivo del campo, ora carreteando con los bueyes».

     «¡Ah, Maximio, conmueves sobremanera mi corazón! No en balde aborrecen tanto los hombres la miseria y la necesidad. Lo que ninguna pena me diera ejercitar por mí mismo me la causa el oír que quieres, hijo, ejecutarlo por mí».

     «Ninguna pena os debe dar, pues no me la da a mí; antes bien, tendré complacencia de cultivar la tierra para sustentaros a vos y a Eudoxia. Sosegaos, Belisario; poco a poco, con la virtud que Eudoxia nos predicó, iremos dando asiento a las cosas, haciéndolas unas después de otras, corrigiendo las que se erraren y perfeccionando las bien hechas. El esfuerzo y la voluntad no faltan, que es lo principal. Tampoco suele faltar jornal a quien le busca, y desde luego voy a ello. El destajo en el campo no requiere gran estudio».

     «No iréis solo, Maximio, dijo entonces Eudoxia; podrán también mis manos manejar el azadón».

     Maximio, sumamente conmovido al oír la animada resolución de Eudoxia, exclamó:

     «¡Ah, cómo tenéis valor para decirlo, si a Maximio le falta para oírlo sin conmoción! ¿Eudoxia jornalera, reducida a cavar la tierra con esas manos...? ¡Oh, cielo! No, no lo permitirá Maximio».

     «Lo más lo hizo la suerte, lo menos lo podrá hacer la hija de Belisario. Haré lo que compete a mi presente estado y lo que exige la necesidad. La virtud ennoblece cualquier oficio, y la buena voluntad alivia cualquiera trabajo». «No iréis, pues, sola, Eudoxia, dijo Domitila; quiero participar también de ese honroso trabajo».

     «Qué es esto, hijos, exclamó Belisario; ¿os queréis ir y dejarme aquí solo y abandonado a mis tinieblas?»

     «No, padre mío, respondió Eudoxia. Vendréis con nosotros a donde encontremos jornal; allí descansaréis a la sombra de algún árbol mientras nosotros trabajaremos».

     «Oh, fortuna!, exclamó el enternecido Belisario. ¿Estabas por ventura en acechanza de este momento para ver flaquear el ánimo de Belisario al contemplar la dura necesidad a que expones, no a él sino a su hija Eudoxia? Mas no, hija mía, antes que oponerme a esa noble resignación y fortaleza de sentimientos, los sigo; llevadme a algún ribazo del camino o alguna de las vecinas aldeas, donde pueda mendigar también mi sustento implorando la ajena conmiseración. A un ciego es sólo permitida y decente esta forzosa necesidad».

     Así proseguían en este contraste de ternísimos afectos, acompañados de lágrimas que les sacaba no la fuerza de su desventura sino la compunción de sus corazones, cuando oyeron tocar a la puerta. Aunque Maximio se hallaba sumamente conmovido y con el llanto asomado a los ojos, acudió a ver quién era el que llamaba. ¡Mas cuál fue su sorpresa cuando vio ante sí a Lucio Scipión, que preguntaba por Belisario! El discurso que habían tenido poco antes de él le suscita la idea, a su vista, que viniese a exigir el dinero que les había adelantado. ¿Cómo podía imaginarse que fuesen más nobles y más generosas las intenciones con que llegaba aquel honrado anciano?

     Le introduce sin embargo a la presencia de Belisario, aunque con modo seco y desabrido. Recibiole al contrario Belisario con atentas expresiones, rogando a Eudoxia le diese asiento. Scipión le acepta con urbanidad y lo agradece; luego comenzó a decir así:

     «No creo que extrañaréis, Belisario, la venida de Lucio Scipión a vuestra casa después del descomedido proceder de mi hijo Mucio contra vuestra respetable hija Eudoxia. Debierais, antes bien, extrañar que haya tardado tanto en venir a daros la debida satisfacción, o por mejor decir a fin de quitar las sospechas que hubiera podido hacer recaer sobre mi buena voluntad y sobre mis sinceras intenciones. Mas sólo lo acabo de saber accidentalmente, lo que por lo mismo agravó mi pesadumbre y sentimiento».

     «Oh, Scipión! ¿Qué es lo que me decís? Ese accidente no merece, le dijo Belisario, satisfacción ninguna. Vuestra beneficencia no deja lugar a sospechas contra vuestros nobles y desinteresados sentimientos».

     «Tales puedo prometerme que fueron siempre los míos. Por lo mismo me fue mucho más sensible el bajo proceder de mi hijo, que no sé cómo llegó a perder el seso a tal grado que pensase poder obligar a Eudoxia a que le tomase por esposo poniendo tan leve e indecoroso obstáculo a su establecido casamiento. Arrepentido sin embargo él mismo de un hecho tan ruin, lo llenó de vergüenza tal que me dijo no atinar el camino para venir a pediros perdón. Mas si pude condescender con su justa vergüenza, no pude dejar de venir yo en persona a pediros por él perdón, como os lo pido; pero para prueba de su arrepentimiento me suplicó hiciese a vuestra Eudoxia esta pequeña demostración. Espero, Eudoxia, que dignándoos aceptarla manifestaréis concederle el perdón que os pide por mi medio».

     Eudoxia, encogida al ademán que Lucio Scipión le hizo presentándole un bolsillo, se retrajo con modestia diciéndole:

     «Perdonad, Scipión. No necesita vuestro hijo de comprar, ni a mí me está bien el vender un perdón que le concediera de grado si me hubiese dado motivo para ello».

     «Ninguno de esos títulos debe llevar, Eudoxia, esta demostración de la arrepentida voluntad de mi hijo, a quien vuestra recusación dejará ciertamente sonrojado. Ni creo os sufrirá el corazón tomar esta venganza aun de aquel que os agravió. A lo menos espero que si lo rehusáis aceptar en nombre de mi hijo, no lo desdeñaréis en nombre de un padre honrado y compasivo que os lo presenta.»

     «Estoy sobrado persuadida de vuestra honradez y conmiseración. Y si es ésta la que da motivo para que me hagáis este generoso presente, no acertáis, Scipión, en el objeto que más que Eudoxia lo merece. Yo puedo ganar mi sustento con el trabajo de mis manos, sin aceptar demostraciones que no me competen».

     «Perdonad, ¡Oh, ilustre y discreta doncella!, si no acerté en el objeto que con tan noble desinterés me indicáis. Belisario, la insinuación de vuestra hija creo que no me hará errar. Espero que dejaréis satisfecha la compasión que debo a vuestra desgracia».

     «¿Qué es esto, generoso Scipión, qué me queréis?»

     «Que os dignéis aceptar esta pequeña cantidad de dinero, igual a la que os entregué a título de compra de las cosechas».

     «Aquélla, pues, fue a título de compra de las cosechas; y ésta, ¿qué título debe llevar?»

     «Ésta quita el título a la primera y os hace dueño de disponer de una y otra como queráis».

     «Oh, cielo! Me confundís, ¡Oh, magnánimo Scipión! Vuestra noble generosidad no deja ningún justo arbitrio a Belisario, pobre, ciego y desgraciado, para rehusar lo que de ningún modo aceptaría si vuestra singular beneficencia no tuviera empeñada de antemano mi eterna gratitud y reconocimiento. ¿Con qué expresiones os lo podré manifestar?»

     «No recibo ninguna, Belisario. Mi mayor satisfacción es que os hayáis dignado recibir esa prueba de mi sincera voluntad. Esto me basta, y parto».

     «Eudoxia, hija, suple por tu padre, que está sin vista, la gratitud que debo y que tú debes también a un don que has rehusado».

     «Padre mío, no puedo suplir de mejor modo, viéndoos tan generosamente socorrido por tal bienhechor, que doblándole las rodillas y besando la mano benéfica que alivió vuestra pobreza; permitid pues, generoso Scipión, que reconozca en esa mano...»

     Eudoxia, postrada de rodillas, decía esto alargando la mano para que Scipión le cediese la suya. Mas Scipión, aturdido, confuso y sumamente compungido de aquella demostración de Eudoxia, no sabía dónde volverse, diciendo:

     «Eudoxia, ¿qué hacéis? ¡Cielo! No lo permitiré, me despedazáis el corazón. Alzaos».

     «Permitid, le decía Eudoxia, que quite la nota del poco aprecio que hizo tal vez mi ánimo de vuestra beneficencia».

     «Quitada está, quitada está, le decía Scipión medio sollozando; este llanto que me arranca vuestra gratitud y vuestra suma dignación os sean prueba del aprecio que me merece. Alzaos, os ruego, ilustre doncella, o si no me postro también de rodillas. ¡Ah, con tales sentimientos cómo podéis dejar de hacer mucho más ilustre vuestra desgracia que vuestra grandeza!»

     Dicho esto, y besada la mano a Eudoxia sin que ésta pudiese besar la suya, partió Scipión, cayéndole las lágrimas de los ojos y dejando no menos enternecidos a Domitila y Maximio, presentes a aquella escena con que Eudoxia echó el sello al sumo y tierno amor que profesaba a su padre desgraciado. El enternecimiento de Maximio creció con la admiración que le causó la generosidad inesperada de Scipión, tan opuesta a lo que se figuró cuando le vio comparecer. En fuerza de esto, fue el primero en decir luego que salió Scipión:

     «Ahora veo que la providencia mira también por nosotros. ¿Cómo podía esperar tal prueba de ello por tal mano y después de tal hecho?».

     «Convendrá, Maximio, dijo Belisario, que vayamos a su casa a manifestarle nuestro tan justo reconocimiento».

     «Eso haré yo de muy buena gana. Lucio Scipión se hizo acreedor a eso y a mucho más. Me acaba de hacer el hombre más venturoso de la tierra. ¿Qué decís, Eudoxia, de tan generosa beneficencia?»

     «A la verdad, respondió Eudoxia, no la acabo de admirar. Ni me obligó tanto a postrarme de rodillas el motivo de sacamos de la necesidad de ir a ganar el jornal, cuanto el de eximir a mi buen padre de ir a pedir limosna como deseaba».

     «El cielo remunere tu buen corazón, hija mía».

     «¡Ahora sí que me río de veras de todos los honores y riquezas de la fortuna! Veamos qué cantidad...»

     «¡Cuidado Maximio, dijo Eudoxia, de engreíros con ella! ¿Por ventura no manifestáis sobrado aprecio al dinero? ¿Cuánta más pura satisfacción y consuelo nos hubiera acarreado esa misma cantidad si fueran pagas de jornales?»

     «No, por cierto. ¿Cuántos jornales hubiéramos de haber hecho antes de llegar a juntar este dineral? ¡Bien haya mil veces la generosidad de Scipión! Pero para que veáis, Eudoxia, que no me dejo engreír de una vana jovialidad y que ésta no me borró la especie del granizo, sabed que mi mayor contento procede de las prudentes medidas que puedo tomar con este dinero para precaver las desgracias que nos pueden sobrevenir.

     Los consejos de la virtud son buenos, no lo niego, mucho más cuando con ellos se alivian las desgracias, mas éstas no siempre se pueden desviar con solos virtuosos consejos, pues para esto conduce mucho más el no encontrarse el hombre desprovisto de medios, y especialmente de éste con que acaba de manifestar Scipión su ánimo incomparable, y que sugirió a mi gozo un plan de economía que voy a proponer. Es éste: que con aquella primera cantidad a que se dignó quitar Scipión el dudoso título que nos embarazaba, suplamos a los gastos de nuestra manutención entretanto que lleguen a su sazón las cosechas, pues ya no nos vemos necesitados ni a pedir limosna ni a buscar trabajo a destajo. No por eso pretendo eximirme de emplear mis brazos. Lo que no haré en campos ajenos lo ejecutaré en estos que nos pertenecen y que requieren también el cultivo. Así, sin tocar a esta otra cantidad que nos acaba de entregar, la tendremos de repuesto para que en caso que venga el granizo no nos veamos en angustias ni necesitados a vender las cosechas en cierne, ni a echar solamente mano de la virtud de la resignación. Ésta quedará también guardada para cuando nos falte otro mejor arbitrio. ¿Os agrada, Belisario, este plan? ¿Tenéis algo que oponer, amable Eudoxia?

     «Mostráis, hijo, respondió Belisario, haber sacado doble provecho de los consejos de Eudoxia. Todo va bien, gracias al cielo y al generoso Scipión».

     «Nada me queda que oponer, Maximio, dijo también Eudoxia. Sólo os debo acordar que puesto que ni Domitila ni yo entramos en ese plan económico, no por eso nos debemos tampoco eximir de la economía interior que requiere una familia. La ocupación del hogar nos deja hartas horas ociosas para la labor, y no tenemos ni materiales ni instrumentos para ejercitarla».

     «No me había ocurrido eso. Iré a proveerlo sobre la marcha. Pero para eso será preciso defraudar algo de la cantidad que resolvimos tener de repuesto. No importa. A lo presente conviene que atendamos antes que a lo porvenir».

     «Sin tocar a esa cantidad podemos suplir a ella con la venta del collar de perlas que me queda, pues me es alhaja inútil, no debiéndola ya llevar».

     «¿Y por qué no? Ésa ha de ser vuestra gala el día que nos corone el amor en el altar del himeneo».

     «No, por cierto, Maximio; es gala que no me compete. Desdijera de mi presente estado el adornarme con ella, y desdijera mucho más de la solemnidad del día de nuestro casamiento. Aquí la tenéis, llevadla a vender, y con lo que sacaréis de su venta supliremos a las cosas más necesarias que nos faltan. Las joyas y galas dicen sólo bien a los que les sobran medios para gastarlas».

     «Permitidme, sin embargo, amada Eudoxia, que os advierta que no podéis disponer de esa joya sin el beneplácito de vuestro padre».

     «Tenéis mucha razón. ¿Os parece bien, padre mío, que vendamos este collar de perlas que de nada nos sirve?»

     «Haz, hija, lo que mejor te parezca, convente con Maximio».

     «Mi parecer es que se venda, pero Maximio rehúsa convenir en ello. Quiere que se distinga la hija de Belisario, desgraciado y pobre, con esta sarta de huevos de concha a quienes hizo preciosos su sola rareza».

     «¡Cuántos motivos para humillar mi pretensión! Uno solo bastaba, Eudoxia, para rendirme a vuestra declarada voluntad. Venga esa sarta de huevos, se venderá».

     «Tomadla».

     «¡Ah, si supieran los hombres el gran aprecio que adquiere este collar desdeñado de Eudoxia, cuánto más rico volviera a casa Maximio!»

     Dicho esto, besó con tierno y respetuoso ademán el collar que Eudoxia le entregó, determinando ir a venderlo a la ciudad después de la comida. Aderezáronla Eudoxia y Domitila mientras Maximio fue a proveer lo que les faltaba. Dispuesta ya se sentaron a comer, libres sus corazones de los padecidos afanes de que les había sacado la liberalidad de Scipión, que renovaron en sus discursos mientras duró la comida. Acabada ésta, Maximio fue a uncir sus bueyes al carro, y convenidos en los materiales e instrumentos que les había de proveer para emplearse en la labor, partió para Constantinopla más triste y pesaroso Maximio que las otras veces, no sólo por dejar a Eudoxia sino también por haber de vender el collar precioso, a que se resistía pareciendo que presintiese su alma la desgracia que le había de suceder con su venta.

     Poco después que partió Maximio, quiso Belisario volver al bosque, a donde lo acompañaron Eudoxia y Domitila. Allí, con el motivo de la complacencia que probaban en aquella apacible soledad, renovaron la conversación sobre la dicha de la vida del campo y de los labradores, en cotejo de la de los ciudadanos. Confirmose en ello Belisario, diciendo:

     «A la verdad, ¡cuánto más dichoso hubiera sido yo si hubiese nacido labrador y ejercitado la labranza desde mis tiernos años en estos mismos campos, sin nombre, sin fama y sin honores! A lo menos no me hallara despojado de ellos después de haber padecido tantos afanes y peligros para alcanzarlos.

     Paréceme, por lo mismo, que lo yerran todos aquellos que, nacidos entre la libre y amena frondosidad de los campos, ansían dejar la dichosa quietud de su estado para ir a encerrarse en las grandes ciudades, alagados de su ostentoso trato y de los ruidosos divertimientos que solicitaron sus desvanecidos corazones. Porque reconociéndose con alguna riqueza y nombre, que heredaron de sus mayores y que los hacen príncipes en las aldeas, se figuran que podrán igualar a los que lucen y hacen eco en las ciudades, sin echar de ver que en lugar de ir a ser aplaudidos, como se los pinta la vanidad, van sólo a ser tildados y tal vez escarnecidos, y a perder la soberanía de su rancia nobleza y la preciosa tranquilidad y paz del campo, para meterse en los forzosos disgustos y desazones que engendra el turbulento y malicioso trato ciudadano.

     Alegran, a la verdad, a primera vista los divertimientos urbanos, la pompa y la ostentación, en que parece que los ánimos de los señores y de los ricos no caben de gozo y de satisfacción haciendo alarde de costosas galas, de modas, de gastos que dan tanto realce a la opinión de su nombre y riquezas, que solicitan las pasiones de los que los admiran dar aquellos tributos a la fortuna y a la gloria que los levantó sobre los demás. A esto añaden los concursos en las fiestas públicas como particulares, los juegos, las numerosas y lucidas visitas, los saraos y todas las demás cosas que dan alma y tono al trato y vida ciudadana con el lucimiento.

     Todo esto, a la verdad, falta en el campo, y aquellos que lo probaron en las ciudades y se acostumbraron a ello creen que no puede haber contento donde aquello falta. De aquí nace la desvanecida opinión que forman de los labradores, llamándolos y creyéndolos infelices porque privados de urbanidad, de oficioso trato, aburridos de sí mismos, brumados de sus fatigas, reducidos al solo trato de las bestias y animales caseros, sin luces, sin conocimientos, sin crianza que agrava su miseria e infelicidad. Ni reparan en tratarles con desprecio si algunas veces se encuentran con ellos, siendo así que son los hombres más útiles a la patria, los más respetables por consiguiente, y me atreviera a decir los más nobles, por más que se altere al oírlo la necia presunción y vanidad.

     Mas ¿queréis ver el aprecio que se merecen todos esos vanos divertimientos del trato de los ciudadanos y toda su ufana cortesía? Oídlo. ¿Os habéis hallado algunas veces en las magníficas concurrencias del circo, del teatro y en las demás fiestas en que todos quieren lucir a porfía? Mas, ¡cuán pocos son los que reparan en los móviles de su vano lucimiento y en el gran vacío y triste aturdimiento que dejan en el ánimo todos esos magníficos espectáculos, luego que sucede la quietud del retiro a su bullicio y boato! ¡Cuán pocos son los que se eximen de las solicitudes y congojas que causan las depuestas galas y vestidos con que lucieron, gastados antes de ser pagados, o que no se pagan tal vez sino con nuevos pesares y desazones, a pesar de la jovialidad y falsa risa que procuran ostentar, y que se convierte en más amarga tristeza!

     No son solos estos disgustos y tristeza los que sacan de esos vanos divertimientos. Son muchos más los daños que causan al ánimo, nacidos de los medios viles y rateros de que se valen para distinguirse, de las miras sórdidas, maliciosas y faltas de honradez que llevan y con que se arruinan. Pero es más poderosa que todo eso la vanidad que los junta y la curiosidad que los arrastra a los concursos de ostentación.

     Quien mira a bulto un grande espectáculo queda embelesado y sorprendido de complacencia al ver la brillante y magnífica apariencia que ostentan los concurrentes, la diversidad de los trajes, de los colores y gustos con que se adornan, la cantidad y el precio de las joyas y adornos con que lucen, las voces y gritos de alegría con que resuena el circo, y que hacen resaltar el embaído contento en los semblantes, de modo que al verlo no es de extrañar que exclame algún necio desvanecido: ¡Oh, bienaventurada cultura de los hombres, que supo producir un espectáculo tan admirable! Bajen los dioses del Olimpo a disfrutar lo que allí les faltaba. ¡Oh, buen Homero, ¿valía la pena de hacer bajar a Júpiter y a Juno sobre la cumbre del Ida para que admirasen el furioso enojo de Aquiles y el esfuerzo de Diomedes? Éste sí que es espectáculo digno de los ojos celestiales!

     La apariencia tal lo representa. Pero si vieran los ánimos de los que en junto forman este espectáculo, ¡oh, cuán lastimosa y miserable vista nos presentarían, cuán mentirosa su risa, cuán falso su contento! La carrera de los carros y caballos, el remedo del triunfo, su ostentoso aparejo y lucimiento, tienen, no hay duda, embobados y divertidos los ánimos, pero para agravar después mucho más sus corazones, siéndoles entretanto cebo de todas sus pasiones. Crecen de este modo las rivalidades y emulaciones de los poderosos que dan a gozar a otros lo que ellos no gozan, y lo que, a más de desperdiciar sus riquezas, les acarrea enfados, pesadumbres y molestias inseparables de la ostentación.

     Se aviva así la envidia de los que, no siendo tan poderosos como aquéllos, no pueden ostentar ni lucir como ellos, lo que irrita y entristece sus fantasías y acrecienta su sentimiento y dolor y las quejas interiores contra la suerte que les hizo infelices por no poder hacerse admirar como ellos admiran a los más ricos. De aquí toman cuerpo las ansias por medrar y levantarse, que los inducen a tentar todos los medios y caminos para llegar a donde ven con envidiosa ambición llegados otros, fomento principal de las desvanecidas emulaciones del uno y del otro sexo en su ensalzado trato y comercio social urbano.

     Puestas de este modo en impetuoso movimiento las pasiones, sofocan la sinceridad y honradez de sus ánimos y de sus afectos. Las fingidas amistades se truecan en mayores odios y rencores. Sus conversaciones sólo hallan pábulo en argumentos maliciosos, vanos e insulsos, en su trato embustero que les sujeta a continuas importunidades, que les acarrea amargas pesadumbres y les hace víctimas de sus estudiadas etiquetas. Se añade a esto las malvadas o maliciosas invenciones con que obran, las solapadas fuerzas y servicios que se venden y los engaños y traiciones que se hacen con sus falsas demostraciones, de que proceden otros infinitos daños y males que se ocasionan, necesarios frutos de esos jactados bienes de la urbana sociedad, tan celebrada y preferida a la honrada sencillez y a la dulce quietud de la vida del campo.

     Pero, ¡cuán diferente espectáculo y cuánto más delicioso y agradable nos ofrece en él la naturaleza, a los que con ojos sabios lo contemplan! No entiendo indicar solamente este ameno ensanche de los campos, de la diversidad de sus verdores que tanto recrean el alma bajo las sombras placenteras de los árboles, amenizadas de los varios cantos de las aves, ni la silenciosa y dulce tranquilidad que aquí reina lejos del enfadoso ruido de las ciudades, de la tristeza que infunde la estrechez de sus calles y asombrados caseríos; hablo también de la suave paz y sosiego de los ánimos de los labradores, exentos de los estímulos de la ambición y de la vanidad, y lejos de los ejemplos que las fomentan.

     Ellos, a la verdad, no prueban la ufana y altanera satisfacción que infunde el traje rico y costoso, ni las ansias de ser considerados y aplaudidos, pues esta misma falta es un bien verdadero para los que no la echan menos ni conocen los estímulos de la presunción ni la servidumbre del miramiento que aquélla requiere para llevar esa vana apariencia, y conservarla, no menos que los desvelos y cuidados que cuesta el mantenerla. Los labradores no ríen ni se hartan en opíparos convites, ni prueban los diversos gustos de los estudiados manjares ni de vinos forasteros, pero tampoco están sujetos a las dañosas consecuencias de la saciedad y destemplanza que se les siguen. Ellos no tienen tampoco mullidos y delicados lechos con ricos adornos, pero duermen más tranquilos y descansados sueños, aunque sea sobre desechados rastrojos.

     Sudan, bien sí, y trabajan al resistero» de los soles más ardientes, pero acostumbrados al sufrimiento y a la fatiga sienten mucho menos sus trabajos que los ricos y ociosos el peso de su desidiosa holganza, aunque en el seno de la abundancia y de buscados placeres. Ellos no conocen lucidos concursos ni ostentosos divertimientos, pero tampoco se les da cosa alguna por no conocerlos, ni se apesadumbran y entristecen como aquellos que los echan menos con aflicción cuando les faltan.

     Su exterior, desaliñado y pobre, manifiesta a la verdad la rústica crianza que tuvieron, pero en su exterior encogimiento se echa de ver la honrada sencillez y candor de sus corazones, exentos de la solapada malicia de los ciudadanos y de los fraudes y engaños que traman éstos, cubriéndola con las embusteras expresiones de su trato y cortesanía. ¡Oh, cuánto más felices fueran los habitadores de los campos si supiesen apreciar su estado, libre de todos los disgustos y molestias que son el acíbar de la vida urbana! Pero al sabio aprecio que les falta suple la naturaleza infundiendo en sus corazones un plácido y continuado contento, que es el cimiento de la dicha de la vida.

     No ciñera a esto solo mi discurso, pero vosotras estaréis cansadas de oírme».

     «No, padre mío, dijo Eudoxia, antes bien vuestro razonamiento queda corto a la complacencia y consuelo que me daba en oírlo, especialmente sacando de él mucho mayor aprecio del estado a que nos redujo la suerte, y mayores deseos de ejercitarme en el trabajo del campo si se me proporcionase ocasión de ello».

     «Bueno sería, dijo entonces Domitila, poner en práctica vuestros deseos; a este fin me ocurre que pudiéramos ir a ejercitarnos en una especie de trabajo voluntario arrancando la cizaña de los trigos, con lo cual comenzaríamos a experimentar nuestras fuerzas en las labores del campo».

     «De muy buena gana me emplearía en ello, respondió Eudoxia, si no fuera por no dejar solo a mi padre».

     «Nada importa eso, dijo Belisario, sabéis que a mis solas me entretengo con mis pensamientos, a quienes jamás les falta materia. Id a vuestro trabajo, que si no os trajere ganancia, os servirá de recreo y de mayor utilidad que mi discurso».

     Eudoxia, oído esto, obedeció la insinuación de su padre y fue con Domitila a ensayar sus fuerzas en el propuesto trabajo. Sus manos delicadas, no acostumbradas a tales esfuerzos, se resintieron luego de los que hacían para desarraigar las crecidas yerbas y maleza; luego la molestia misma de aquel ejercicio y el embarazo que les daba la situación, metidas entre los espigados panes, aceleraron su cansancio después que juntó una brazada de malas yerbas. Y aunque volvió con empeño a la fatiga, hízole nueva traición el cansancio obligándola a que lo manifestase, como lo hizo diciendo a Domitila:

     «No sé cómo me hubiera ido en este trabajo si lo hubiera debido hacer por necesidad para ganar el sustento».

     «El cansancio, amada Eudoxia, dijo Domitila, hubiera sido necesario y natural, y lo que más es, os hubierais hallado muy embarazada en comenzar. Todas las cosas, aun aquellas que no requieren estudio, piden ejercicio y práctica. Sin ésta cede al peso más leve la más firme voluntad. No en vano os convidé a esta ocupación para que hicieseis en ella experiencia de vuestras fuerzas, pues siempre es gran ventaja el emplearse en estas cosas con buenos sentimientos, sin probar en ellas ficción o abatimiento de ánimo».

     «Antes bien, os aseguro que ningún divertimiento ciudadano me causara tan pura satisfacción y complacencia cuanta la que saco de este ejercicio, aunque inútil».

     «¿Inútil lo llamáis? Lo parece, a la verdad, y se reiría de nosotras cualquiera que nos viese tan afanadas en limpiar un campo de su maleza, que se hizo refrán de las cosas más arduas. Pero a buena cuenta este ejercicio es la escuela de nuestras fuerzas, en que comenzarnos a enseñar nuestros cuerpos y ejercitarlos en la fatiga. A más de esto impedimos que las yerbas arrancadas se reproduzcan de sus semillas en el año siguiente, en daño del trigo que se ha de sembrar, y con ellas sacáis también el consuelo y satisfacción que decís, que yo reputo por no poco provecho. Parece también inútil, por otra parte, este trabajo, por cuanto nos ejercitamos en él por poco tiempo y es nada la maleza que hemos sacado en cotejo de la que dejamos; pero para quien no tiene otra cosa que hacer no es tan inútil esta ocupación, que podremos dejar para otro día si os halláis cansada».

     «Algo cansada estoy, pero podemos descansar y volver después a nuestro trabajo».

     «No tenemos necesidad de ello por ahora, a más que comienza a caer la tarde y vuestro padre querrá tal vez volver a casa».

     «Vamos, pues, a encontrarlo».

     Hiciéronlo así, y hallaron a Belisario sentado al pie del árbol donde le dejaron, en postura meditativa, la que él mudó luego que las oyó llegar para preguntarles cómo les había ido en su ocupación campesina. La respuesta de Eudoxia y de Domitila dio motivo para otro ameno discurso, en que se entretuvieron con gran consuelo en el bosque hasta que la oscura noche les hizo retirar a la casilla, lisonjeándose de ver llegar cuanto antes a Maximio con los materiales e instrumentos para la labor que le encargaron.

     Con esta intención y deseos llegó entretanto Maximio a la ciudad en su carro, dirigiéndose a una tienda de un rico platero que le pudiese comprar luego las perlas, seguro de que sus padres no le conocerían aunque le encontrasen. En vez de ellos vio accidentalmente a su amigo Flavio, que fue el que le confió la desgracia de Belisario. Impelido del gozo que le dio su vista, no teniendo por qué recatarse de él, paró sus bueyes y se le descubrió, haciéndole sucinta relación de su ausencia, del lugar en que se hallaba fuera de la ciudad y de su tratado casamiento con Eudoxia y del motivo por que volvía, que era el de la venta del collar de perlas que Eudoxia le entregó.

     Alborozado de su encuentro, prendado de la confianza que le hacía, quiso Flavio acompañarlo hasta la tienda del platero a donde se encaminaba, para tener el gusto de conversar con él, como lo hizo, deteniéndose en la misma tienda para ver el remate de la venta. Presentó Maximio a este fin al dueño el rico collar de perlas. Mas éste, sorprendido de ver aquella preciosa alhaja en manos de un villano, que tal parecía Maximio, entró luego en sospechas si sería aquélla una de las joyas que días antes robaron a un senador, y de que la justicia hizo prevenir a todos los mercaderes para que denunciasen toda alhaja sospechosa que se les presentase en venta. Viose obligado el platero, en fuerza de esto, a dar parte de sus sospechas al tribunal, lo que pudo ejecutar valiéndose con otros pretextos de los mozos que tenía en la tienda, y haciendo esperar a Maximio sin que él pudiese sospechar cosa alguna hasta que los llegados alguaciles se le echaron encima y le prendieron, con gran sobresalto y susto de Flavio, que con él se entretenía.

     No fue menor el asombro y triste aturdimiento de Maximio al verse atar sin saber el motivo por que lo prendían, y al verse poner atado sobre su mismo carro y llevado públicamente en él hasta la cárcel, sufriendo aquella ignominia con mucho mayor dolor acordándose de su Eudoxia y de su collar perdido.

     Le esperaban aquel mismo día Belisario, Eudoxia y Domitila, muy ajenos de su desgracia, y no dudaron que llegase en el siguiente con los instrumentos y materiales. Pero desvanecidas sus esperanzas en aquel y otros días, comenzaron a entrar en sospechas de que le hubiese acontecido algún funesto accidente, o que sus padres le hubiesen hecho detener o impedídole la vuelta. Eudoxia sobre todo se dejó apoderar de todos los temores y tristes recelos que suele infundir el tierno amor en tales circunstancias, mas a ninguno ocurría que el collar de perlas pudiera ser causa de tan penosa ausencia y de la desgracia que el mismo Maximio padecía.

     Mostrábase muy solícito y afligido Belisario, por el grande aprecio y cariño que le había merecido y por el grande alivio y amparo que en él tenía, echando de ver a cada paso la falta que le hacía, especialmente hallándose solo con Eudoxia y Domitila, que por su carácter y circunstancias no podían suplir la falta de muchas cosas, ni con sus deseos solos ni con la fuerza de sus brazos delicados. Nada era la pérdida del carro, de los bueyes, del dinero y del collar, en que ninguno ponía su pensamiento en cotejo de la pérdida del solo Maximio, de sus atentos oficios y de su cariñosa diligencia, con que los sacaba de todos los ahogos y con que prevenía sus necesidades y menesteres, y nada de todo esto en cotejo de la correspondencia del tierno cariño de Eudoxia, a que ella había dado honesta y virtuosa soltura con la esperanza de su vecino casamiento.

     No podía por lo mismo poner fin a sus lágrimas y desconsuelo, a pesar de los consejos de Domitila, que se esmeraba en aliviar su dolor y la fiera incertidumbre en que se hallaba viendo pasar varios días sin saber del paradero de su fiel amante y sin saber de quién valerse para salir de las tormentosas dudas que la angustiaban. Pudieran servirse de los vecinos labradores, como lo hacían en otras cosas sirviéndoles ellos con sumo afecto y cordialidad, ¿mas a dónde enviarlos para saber nuevas de Maximio sino a la casa de sus padres? Pero esto era cabalmente lo que no les estaba bien, aunque sugiriesen a los vecinos labradores alguna estratagema para que sin nota se informasen si por ventura se hallaba detenido en casa de sus padres, y si ellos eran la causa de su ausencia.

     Mas lo que Belisario y Eudoxia no se atrevían hacer en sus angustias lo hizo Flacila, ofreciéndose a ir a la ciudad para certificarles si de hecho se hallaba Maximio en casa de sus padres, pues ésta era su mayor sospecha, persuadiéndose que ningún otro accidente hubiera podido retardar tanto su vuelta sin hacerlas saber el motivo de su ausencia. No pudo dejar de manifestar Eudoxia su sumo aprecio al ofrecimiento de Flacila, abrazándola con lágrimas y agradeciéndola con tiernas expresiones tan singular servicio. Y aunque Belisario, a pesar de su reconocimiento, estaba indeciso de aceptar la oferta de la labradora por justos recelos, venció la determinación de la misma, encaminándose a la ciudad a este fin, con que avivó la confianza de Eudoxia, a quien entretanto se le hacían siglos los momentos de la tardanza de Flacila.

     Pero la vuelta de ésta sólo contribuyó para agravar mucho más su dolor, no pudiendo ya dudar por la relación que les hizo Flacila de que Maximio no se hallaba en casa de sus padres ni había puesto los pies en ella desde la última que estuvo disfrazado en labrador, según se lo había asegurado el esclavo Evanio, a quien se lo preguntó con el pretexto de venderle unos pollos que había llevado a este fin. Creció con esto el llanto y desconsuelo de Eudoxia y el sentimiento de Belisario, llegando casi a desesperar de volver a ver a Maximio, pues no sabían atinar ningún otro motivo de su ausencia, sin atreverse a poner dudas en los honrados sentimientos del mismo ni en la constancia de su amor. ¿Cómo era posible que recayese sospecha alguna ofensiva en quien tales y tantas pruebas les había dado de amor tan puro y tan desinteresado?

     ¡Ah, si ellos supieran que Maximio se hallaba preso! ¡Si tuvieran noticia del dolor y melancólica desesperación a que se había entregado su ánimo en aquel seno del oprobrio, de los continuos sollozos y lamentos con que hacía resonar sus negras paredes, repitiendo de continuo el dulce nombre de su amada Eudoxia entre aquellos horrores y tinieblas que agravaban su mortal abatimiento! Fiado sin embargo en su inocencia, no viendo en sí ningún delito digno de aquellas penas e ignominia sino el solo engaño que usó con sus padres, se persuadía que éstos, habiendo sabido que se hallaba con Belisario, le habían hecho prender. Esto confortaba su ánimo sin salir de sus penosas dudas, hasta que pasados muchos días fue llamado al tribunal. Allí, infiriendo por las preguntas que el juez le hacía sobre el collar de perlas que era éste el motivo de su prisión, aunque respiró aliviada su inocencia, se irritó mucho más contra su adversa suerte.

     Temiendo no obstante las consecuencias funestas que pudiera tener su supuesto robo si no confesaba enteramente la verdad y todas las circunstancias que la acompañaban, dijo que había recibido aquel collar de la hija de Belisario para que lo vendiese, como lo podían confirmar la misma Eudoxia y Belisario. Declaró a más de esto que no era labrador como lo parecía el traje sino hijo de Septimio, de cuya casa se había ausentado en fuerza de la pasión que tenía a la hija de Belisario, a quien servía movido a compasión de su desgracia. Sorprendido el juez de la declaración de aquel supuesto reo, no dudó de la verdad de lo que decía, pero para certificarse quiso hacer presentar primero el collar de perlas al senador robado para que reconociese si era alhaja que le faltase.

     Asegurado por el senador que aquellas perlas no le habían pertenecido, resolvió el juez pasar a las otras pruebas que le faltaban para corroborar la verdad de la declaración, es a saber si era el preso hijo de Septimio y si la hija de Belisario le había entregado el collar para vender. Para lo primero fue preciso hacer comparecer en el tribunal a Septimio, comunicándole antes el juez, en atención a su nobleza, el motivo por que era llamado. El triste y sensible padre, que vivía en continuas angustias por su hijo desde el día en que éste le contó el embuste de la muerte de Mondomio, temiendo que cayese en manos de la justicia, estuvo a punto de desfallecer de dolor cuando recibió el aviso del juez rogándole que se presentase a reconocer a su hijo preso.

     Agravaba mucho más su fiero sentimiento la sospecha del feo delito sobre el supuesto hurto del collar que el juez le insinuaba, haciéndole estar indeciso si se presentaría a la cárcel para declarar reo a su hijo con su paterno testimonio. Mas siéndole forzoso obedecer, se encaminó trastornado de su dolor y angustias al tribunal, a que se presentó. Mas luego que reconoció a su hijo atado y traído como malhechor en el mismo traje de labrador con que se le presentó en su casa, no pudo resistir a la fuerza del sentimiento, que lo privó de repente de sentidos, sin poder contestar con la voz a lo que mejor que con ella confirmaba su desfallecimiento.

     Diole tiempo el juez para que pudiese volver en sí, y luego que confirmó ser aquél su hijo Maximio, se le dio libertad para que se restituyera a su casa, dejando allí mucho más consternado y afligido a Maximio, a quien llevaron otra vez al calabozo, faltando la declaración de Eudoxia y de Belisario sobre la entrega del collar para declararle enteramente inocente y darle la libertad. No pudiendo comparecer en el tribunal Eudoxia y Belisario, por reputarse desterrados por el Emperador al sitio en que se hallaban, hubo de ir el juez en persona a tomarles declaración.

     Tuvo entretanto harta ocasión Eudoxia para experimentar que los consejos y máximas de la virtud, aunque cuestan ponerse en práctica en las cosas más sensibles, contribuyen sin embargo para alivio de ellas. Así su corazón se había enteramente conformado con las disposiciones del cielo, desconfiada de volver a ver su perdido Maximio, cuando llegó el juez a la casilla preguntando por Belisario y por su hija Eudoxia. Cabalmente se hallaba ella delante de la casa, ocupada con Domitila y con la labradora Flacila en limpiar las legumbres que habían recogido. Belisario estaba cerca de ellas sentado sobre una piedra que había bajo un manzano, y apoyado en su bastón.

     Reconoció luego el juez a Belisario, ni pudo dejar de compungirse a tal vista, pero no conocía a Eudoxia ni se podía imaginar que fuese la misma aquella a quien se lo preguntaba, empleada en aquella humilde ocupación. La llegada y vista inesperada del juez y su pregunta le infundieron luego algún temor atento a Maximio, y aunque algo turbada, respondió ser ella Eudoxia y que allí tenía a su padre Belisario. Disimuló el juez el enternecimiento y compasión que le causó la vista de una doncella poco antes tan rica y tan ilustre, forzada de la suerte a emplearse en aquel humilde trabajo, diciéndola que tenía que hablar con ella y con Belisario.

     Eudoxia acudió entonces a prevenir a su padre y a darle la mano para conducirle a la casa, donde sentados fue el primero el juez en preguntarles si había estado con ellos un mozo llamado Maximio. Necesitó Eudoxia de todo el esfuerzo de sus virtuosos sentimientos para no desfallecer a tal pregunta. Respondió Belisario haber estado con ellos algunos días, pero que no le habían vuelto a ver desde que se encaminó a la ciudad a vender un collar de perlas, única alhaja que le había quedado a su hija Eudoxia de su antigua fortuna. El juez, oído esto, preguntó a Eudoxia si, caso que viese el collar de perlas, le reconocería. A esta pregunta no pudo disimular Eudoxia el sobresalto, la turbación, los temores y dudas que padecía por el paradero de Maximio, sin saber acertar en lo que respondería al juez.

     Éste, reparando la consternación de la doncella, la hubo de renovar la pregunta, a que satisfizo ella diciendo que le reconocería si lo viese. El juez le presentó entonces el collar, que conoció Eudoxia con angustiada sorpresa, diciendo ser aquel mismo el que le había entregado a Maximio. Mas aunque sentía vivísimas ansias de saber cómo había llegado a manos del juez, ni se atrevió a preguntarlo ni el juez la sacó de la acerba incertidumbre en que quedaba, sino que se despidió inmediatamente diciendo que puesto que lo reconocía por suyo, que allí lo tenía, que se sirviese de él. Con esto volvieron a suscitarse de nuevo en el pecho de Eudoxia los afanes y temores por su desgraciado amante, sospechando con razón que aquél podía haber sido causa que cayese en manos de la justicia.

     A pesar, sin embargo, de sus afanadas dudas, nacían en su corazón las lisonjas de volver a verle, pues no en balde el juez se había tomado la pena de venir con formalidad a pedirles declaración, atento a Maximio y sobre la entrega del collar hecha al mismo. Veía Eudoxia, no sin asomo de gozo, confirmadas estas sus lisonjas por su padre Belisario, que fomentaba mayores esperanzas que su hija de ver comparecer cuanto antes a Maximio, imaginándose una equivocación semejante a la que sucedió en la venta de las perlas, que sin duda dio motivo a su prisión por sospechas de que fuese hurto, atendida la belleza y grandeza de las perlas, llevadas a vender por un boyero cuando apenas el Emperador mismo tenía otras semejantes.

     Mientras crecían con mayor gozo de Eudoxia estas sospechas, confirmolas el juez luego que llegó a Constantinopla dando la libertad al inocente Maximio, y haciéndole entregar el mismo carro y bueyes, en que quiso fuese públicamente conducido hasta la tienda del platero en que fue preso para hacer así más pública su inocencia, a que parece tener justo derecho el honor de todo reo preso por solas graves sospechas, y que le debe restituir toda bien regulada justicia.

     Acabada la ceremonia, como estuviese sumamente ansioso Maximio de hallarse en su entera libertad para volar hacia su amada Eudoxia, atendió a esto solo dándose prisa en salir cuanto antes de la ciudad sobre su recobrado carro, sin atreverse a dejarse ver de sus padres, a quienes suponía sumamente resentidos después que su padre le vio aherrojado en la cárcel, aunque se hubiese publicado su inocencia. Pudo así llegar en poco tiempo al término suspirado y en hora que Belisario, Eudoxia y Domitila habían dejado la casilla y se encaminaban al bosque, de que distaban poco.

     Eudoxia, que tenía siempre presente a Maximio, lisonjeándose de verlo comparecer cuanto antes, presintió que fuese el mismo al ruido del apresurado carro que oía, sin poderle ver por impedírselo los interpuestos árboles. Mas reconociéndole al instante por las voces que daba llamando a Eudoxia y a Belisario, acudieron desaladas a su encuentro Eudoxia y Domitila, sin acordarse una y otra, enajenadas del gozo, que dejaban solo y desamparado a Belisario. Maximio al verlas, sin esperar que parasen los bueyes salta del carro y corre a precipitarse en los brazos de Eudoxia, sin que ésta pudiese defenderse del abrazo que le dio llevado del ímpetu de su júbilo, diciendo:

     «A tantas y a tan mortales angustias padecidas, permitid, amada Eudoxia, esta demostración del amor más constante y puro. Mas, ¿qué fue todo lo pasado en cotejo del consuelo y satisfacción presente?»

     Con iguales expresiones, mal pronunciadas del sumo gozo que probaba, correspondió Eudoxia a su recobrado amante, que la dejó para ir a hacer demostración igual con Belisario, que de algunos pasos atrás lo llamaba, conociendo por sus voces y por la de Eudoxia que era él que llegaba. Abrazáronse estrechamente los dos, dándose los dulces nombres de padre y de hijo, con que mutuamente desahogaban el júbilo de sus corazones por su recobro. Luego entraron todos juntos en la casilla, deseosos de saber de él la desgracia que le había sucedido y la pérdida del collar. Hízoles él la relación, con que satisfizo a su ansiosa curiosidad y acabó de disipar de sus pechos las dudas y afanes que por tanto tiempo los habían angustiado, substituyendo en vez de ellos el sumo consuelo que experimentaban con su llegada.



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Libro VI

     Cuanto fueron más tiernas las demostraciones con que Eudoxia y Belisario manifestaron su amor a Maximio, tanto más creció la confianza del mismo y las ansias de poseer a su amada Eudoxia, de suerte que resolvió no dejar enfriar la memoria de sus padecidas penas sin hacerlas servir de medio para ver efectuado cuanto antes su casamiento. No quiso a este fin que llegase el siguiente día, sino que con el motivo de conducir a Belisario a su estancia, después de la alegre cena que tuvieron, le habló de esta manera:

     «Fuera muy ajeno, Belisario, y no menos impropio de la confianza y seguridad que puse en la promesa que me hicisteis de concederme a Eudoxia por esposa, el renovaros los títulos que pudiera yo alegar para hacerme reconocer por acreedor a una gracia tan singular. Joya tan preciosa cual es Eudoxia no reputaré jamás haberla merecido con mis servicios, sino por exceso de vuestra bondad y por la dignación con que quisisteis concedérmela por esposa. Pero prometida ya, permitid que alegue todas mis pasadas angustias y trabajos para que no dilate poner el colmo a mi mayor y más ansiada felicidad.

     Todas las circunstancias de nuestro estado y de la situación en que nos hallamos hácense otros tantos intercesores de mis ardientes deseos. Habitamos bajo un mismo techo, permitiéndomelo la confianza que os dignasteis hacer de mis honrados sentimientos y de mi respeto para con Eudoxia, no menos que de la virtud de la misma. Mas esto cabalmente se convierte en mayor pena de la pasión, que tanto más arde y sufre cuanto de más cerca tiene el estimable objeto que la aviva sin llegar a poseerlo enteramente. A trueque de conseguirlo volviera a pasar de buena gana por toda la ignominia y oprobrio que padecí, si sólo de este modo pudiera obtenerla».

     Iba a proseguir Maximio su discurso, pero Belisario le interrumpió diciendo:

     «Hijo, yo no esperara a mañana a poner el colmo a vuestros deseos, ni para ello necesitara de elocuente razonamiento sugerido del amor, sino que desde el instante en que os quitasteis el disfraz de Damasio y en que os prometí a Eudoxia por esposa os la hubiera concedido, si debiera atender solamente a los impulsos de mi afecto reconocido. Mas éste no es el solo árbitro de mi voluntad. Mis mismos deseos deben estar sujetos a las conveniencias que nos imponen las leyes de la sociedad, de la patria y de la naturaleza. Ellas me advierten que sois hijo de Septimio y que dependéis de su paterno querer, el cual es anterior al vuestro y también al mío y al de Eudoxia. Puede ésta disponer de su corazón y yo confirmar su voluntad con la mía. Una y otra os son favorables. Tenéis ya mi promesa, y Belisario no la revocará jamás. Pero conviene, hijo mío, que obtengáis antes el beneplácito de vuestro padre».

     «¡Oh, cielo! ¿Qué escucho?, exclamó Maximio con dolor, ajeno de oír tal proposición. Ah, Belisario, ¿cómo podía esperar yo de vuestra boca este funesto rayo?»

     «Mas, ¿por qué, hijo?»

     «¿Podéis ignorar la oposición que manifestaron mis padres a mi declarado amor para con Eudoxia, aun cuando ella se hallaba en su mayor fortuna, y queréis que condesciendan ahora con mi pretensión en la mayor desgracia y pobreza de vuestra hija?»

     «Si ha de durar, pues, su oposición, Maximio, os lo digo con dolor, tampoco yo puedo permitir vuestro casamiento».

     «¡Oh, día el más funesto para mí, cuando esperaba que fuese el más fausto y alegre de mi vida! ¡Ah, Belisario, cubrís de tinieblas mi corazón y amargáis cruelmente a mi alma!»

     «¡Oh, Maximio! No sabes cuanto padece también mi corazón con este forzoso sacrificio que exigen de mi voluntad las leyes de la patria y de la naturaleza que os insinué».

     «Mas esas leyes, ¿dónde están? La patria, autorizando mi edad competente, concedió el derecho a mi corazón para que se determine a la elección del objeto que más me agrade. Otra no es tampoco la ley de la naturaleza que solicita mi pasión. Aunque ésta y aquélla me sometan a la autoridad y voluntad de mis padres, no por eso les dan también el derecho de oponerse a la elección, cuyo derecho conceden las mismas a los hijos».

     «El derecho de la elección es de éstos, no hay duda; mas debe quedar subordinado a la aprobación de los padres. Éstos deben ser los jueces de aquélla. La pasión no puede ser juez en causa que la interesa y deslumbra».

     «En causa en que debe tener parte el amor y el dichoso estado de los hijos, éstos solos deben ser los jueces de ella».

     «El amor, Maximio, no conoce siempre su verdadero bien y felicidad, aunque tal lo parezca. La pasión se engaña por lo común en sus propias elecciones, especialmente en las que son más libres».

     «Y cuánto más no se engañan, y más comúnmente, la vanidad, el interés y la ambición de los padres en los casamientos de sus hijos? ¿Cuántos de éstos se ven víctimas sacrificadas al antojo de sus padres, que forzaron su elección haciendo al amor de los hijos dependiente de sus vanas etiquetas y caprichos? Si debe ir a razones, no esperéis, Belisario, que quede en ellas corto el elocuente amor de Maximio».

     «Las razones sirven, no hay duda, para convencer al entendimiento, pero deben callar ellas ante la primera de las leyes, cual es la subordinación de los hijos a los padres».

     «Nada tiene que ver la autoridad de los padres sobre la honesta elección de sus hijos en el casamiento. Podrán bien, sí, valerse de su autoridad para impedir la ejecución, mas serán responsables de sus fatales consecuencias, ni podrán jamás forzar la voluntad interior de los hijos, ni su inclinación ni afecto».

     «Ni es posible tampoco, si de grado no se convence y se somete la voluntad. Ésta es cabalmente la obligación de los hijos».

     «¿Obligación debe ser someterse a lo que el amor repugna?»

     «¿Y a las leyes del cielo no repugnan las pasiones?¿Se habrán de eximir por eso de someterse a ellas y de obedecerlas? En fin, perderemos el tiempo en disputas. Breve, pues; venid con el beneplácito de vuestros padres, y Eudoxia será vuestra».

     «¡Ah, por qué no me mandáis antes purgar la tierra de sus monstruos y pasar a nado, no ese vecino estrecho de Abido, como Leandro, sino el ancho mar en que Jove abrió a Europa el temible y ondoso sendero! Esto me fuera más fácil que obtener el consentimiento de mis padres a mi casamiento con Eudoxia. Mas ya que a fuerza de imposibles debo llevar adelante mi amor, tentaré de hacer lo que de mí exigís. ¿Pero podré saber cuál será el premio que ha de obtener su ejecución? Si mis padres se niegan, ¿cuál será entonces vuestra determinación?»

     «La heroica constancia de vuestro amor obtendrá tal vez lo que ahora os parece imposible».

     «Mas, si es tanta mi desventura que no consiga de ellos lo que tan fácil os parece, ¿qué decidiréis?»

     «No debo acrecentar la desconfianza que manifestáis. Belisario es honrado, no faltará a su honradez».

     «¡Oh, infeliz de mí! Os entiendo, Belisario. ¡Cruel destino el de Maximio, hecho el dechado mayor en la tierra de la constancia y fidelidad del amor!...»

     Dicho esto, prorrumpe en llanto y se ausenta de la estancia, dejando solo a Belisario en la suya y haciendo resonar con sus sollozos la casilla. Eudoxia y Domitila, que no se habían acostado todavía, conmovidas de aquellos repentinos sollozos y lamentos acuden afanadas a saber la causa a la estancia de Belisario, que les dijo el motivo. Eudoxia, sumamente enternecida, sintió impulsos a consolar al lloroso Maximio y unir sus lágrimas con las del mismo; pero detenida de su modestia, sofocó los impulsos de su ternura sacrificándolos a su decoro. Suplió por ella Domitila, la cual, temiendo que la resentida pasión de Maximio le indujese a algún arrojo, aconsejó a Belisario a que fuese a consolarle. Vino bien Belisario en lo que Domitila le aconsejaba, y conducido por la misma se sentó junto a la cama en que Maximio se había tendido, continuando en sus inconsolables lamentos.

     Belisario, asiéndole de la mano le dijo:

     «¿Qué viene a ser esto, Maximio? ¿A qué fin esta pueril aflicción?»

     «¡Oh, Belisario, no queráis agravar la desesperación en que me veo y que vos mismo causasteis! Abandonadme, os ruego, a mi dolor y a mis crueles penas. Mucho más piadosa será para mí vuestra crueldad que estas demostraciones y que los inútiles consejos con que pretenderéis en vano darme algún consuelo».

     «Maximio, hijo mío, ¿es posible que nazcan tales expresiones de vuestro noble corazón y que vuestro pecho ceda tan fácilmente a un inconsiderado sentimiento?»

     «¿Inconsiderado lo llamáis? Y qué mal peor, aunque sea la misma muerte y los horrores del calabozo en que me vi, pudierais acarrearme que el hallar pretextos tales para negarme lo que tan solemnemente me tenéis prometido después que... ¡Oh, desventurado Maximio!»

     «Hijo, lo que te tengo prometido te lo vuelvo a prometer. Eudoxia será tuya o no lo será de ningún otro».

     «¡Ah, no me dejo deslumbrar de palabras especiosas cuando se exigen de mí hechos tan imposibles para no alcanzar jamás lo que a tal coste se me promete!»

     «¿Hecho imposible llamáis el obtener el consentimiento de vuestros padres? Eres su hijo, Maximio, y creo que no serán ellos tan crueles como pensáis, ni vos hijo tan descomedido con ellos. Nada os debiera costar un paso tan justo. Si después de dado se niegan ellos a vuestra honesta pretensión, tendréis entonces motivo para abandonaros a vuestro sentimiento. Mas antes de saber su voluntad, paréceme un desacierto el entristecerse y desesperarse tanto como lo hacéis, anticipándoos una aflicción que no tiene motivo asegurado y cierto sino en vuestro engañado concepto; y a más de esto sois causa de que Eudoxia llore y se entristezca».

     «¿Eudoxia llora, y yo soy el motivo de su llanto? ¡Oh, lumbreras del cielo! ¡Ah, no podíais, Belisario, encontrar alivio más eficaz a mi dolor y desesperación!»

     «Venid, pues, a consolarla».

     «No es posible resistir a tan delicioso envite. Aquí me tenéis».

     Diciendo esto dejó Maximio la cama, y conduciendo él mismo a Belisario fueron a la estancia donde se hallaba Eudoxia con Domitila. Maximio, al verla en ademán triste y dolorido, se la inclina en postura respetuosa y la dice con ternura que si la obstinación que acababa de manifestar a la declarada voluntad de Belisario era causa de su sentimiento, venía a borrarla con nueva determinación de rendirse a su insinuación más leve, y que así la declarase.

     Eudoxia, sin descomponer su aspecto triste y serio, le respondió que se había dejado llevar de sus desacertados sentimientos, mal aconsejados de su pasión. Que no era la sola voluntad de sus padres la que ponía estorbo a su casamiento, sino también la nota del engaño que había usado con ellos, y cuya memoria renovada la tenía desazonada y afligida por cuanto desacreditaba la honradez y entereza de su corazón, que sólo podía purgar pidiendo perdón a sus mismos padres de tal proceder.

     Conmovido mucho más Maximio de esta nueva y terrible pretensión de Eudoxia, aunque se le hacía mucho más sensible, respondió sin embargo que había prometido obedecer a lo que insinuase y que la mantendría la palabra; que, antes bien, la pondría entonces mismo en ejecución si la noche le permitiese ponerse en camino, pero que la vería cumplida al día siguiente.

     Belisario dio entonces en tono festivo las gracias a Eudoxia por haber recabado con dos palabras lo que él no había podido con mil razones, y dándoles las buenas noches se retiró con Maximio, resuelto a cumplir al otro día con la promesa, que fue causa de la desasosegada noche que pasó, temiendo que sus padres se negasen a su petición. Amanecido el siguiente día y levantados todos, se despidió de ellos para ir a verse con sus padres como había prometido, y diciendo a Eudoxia con los ojos empañados del llanto que iba a darle la mayor prueba de cuantas hasta entonces le había dado de su constante y ardiente amor, que sola su voluntad manifestada podía darle esfuerzo para ejecutar tan sensible separación, luego, profiriendo una dolorosa exclamación contra su cruel destino, se salió precipitadamente llorando y tomó a pie el camino de la ciudad.

     Pero al paso que se iba acercando a ella fatigaba su fantasía pensando el mejor modo como pudiera salir bien de aquella empresa, la más terrible de cuantas hasta entonces había acometido; y aunque su pensamiento acostumbrado a tramar engaños le aconsejaba urdir otro igual entonces, lo desechaba como cosa reprendida y afeada por Eudoxia, pues tan grande fue la impresión que hizo en su ánimo el justo y honesto reproche de su amada. Resuelto, pues, a proceder con sinceridad, que no le sugería medios a su satisfacción, esperaba que su misma obediencia le sacaría felizmente de aquel lance y que sus padres cederían a sus ruegos. Mas al estar ya cerca de su casa, le acometió tal repugnancia de llegar a ella que estuvo a punto de volver atrás, recurriendo a sus embustes.

     Representósele vivamente la indignación de su padre por haberle visto preso en la cárcel por ladrón, el desfallecimiento al verle atado, la ficción que había usado con él de la muerte de Mondomio, y finalmente todo lo que más podía acobardarle y retraerle para que no se presentase a él. Pero por otra parte lo retraía mucho más la falta de la palabra dada a Eudoxia de pedir perdón a sus padres, el no saber qué decirles a ella y a Belisario si volvía sin haber cumplido con su promesa, y la negativa que seguramente tendría del mismo y de Eudoxia acerca de su casamiento, que al contrario podía esperar ver efectuado si sus padres, apiadados de su desgracia, venían bien en perdonarle lo pasado y en consentir en su matrimonio.

     Los vivos impulsos que le dio esta lisonja hízole atropellar con todos sus reparos y dio consigo en el zaguán; viéndole allí accidentalmente un esclavo hizo que llamase a su fiel Evanio. Llegado apenas éste le reconoce, pues llevaba el mismo traje de labrador que antes, y le dice muy afligido:

     «¡Oh, Maximio! ¿Qué habéis hecho? ¿A Evanio debía tocar el dolor de haceros saber el orden que nos dio a todos vuestro padre de no recibiros de ningún modo, antes bien de echaros de casa si comparecierais?»

     Dicho esto prorrumpe en llanto, dejando aturdido a Maximio, que no sabía qué responder a tan impensada y cruel intimación. ¡Oh, Eudoxia, a qué terrible lance expuso tu virtud a tu fiel amante!

     A su aturdido sentimiento y confusión sucedió sin embargo la confianza que un hijo arrepentido no podía dejar de poner en el amor paterno, que le hizo esperar poder merecer con su llanto el perdón de su padre. Para esto deseó saber de Evanio si sus padres se hallaban en casa. Oyendo que se encontraba sola su madre, nada le pudo contener para que no tomase la escalera y penetrase en las estancias de su madre hasta presentarse a la misma. Sorprendida ésta y conmovida de la vista repentina de aquel mozo labrador, pues no le permitió conocer luego a su hijo la turbación, le dijo muy alterada:

     «¿Qué queréis?¿A quién buscáis?», y llama al instante a una de sus esclavas.

     Aunque se acobardó a vista de su madre alterada la atrevida confianza de Maximio, no le faltó aliento a su respeto para ponerse de rodillas como lo hizo, y levantando las manos la dijo:

     «¡Oh, madre mía! ¿No reconocéis a vuestro hijo, el infeliz Maximio?»

     Cómo pintar los encontrados afectos y movimientos que caracterizaron de repente el corazón de la madre; la sorpresa, el amor, la indignación, el desdén, el enojo trocado en cruel frialdad que señoreó a los demás sentimientos y con que, oído apenas el nombre de su hijo y reconocídole en aquel traje, le respondió, ya levantada de su asiento:

     «No tengo ningún hijo llamado Maximio; os engañáis, mozo. Cualquiera que seáis, volved a salir por donde vinisteis. Nada tenéis que ver aquí».

     A tantos rayos disparados a una de la boca de una madre no pudo resistir el sensible corazón de Maximio, y hubiera desfallecido si el sobrevenido llanto no hubiera contribuido a desahogar su dolor, diciendo entre sollozos:

     «¡Oh, madre mía! ¿No reconocéis al arrepentido Maximio, que os pide perdón con el más tierno y respetuoso rendimiento? El amor de hijo es el que me trajo a obtener de vuestra materna piedad el perdón que os vuelvo a pedir con estos ardientes sollozos».

     Mientras esto decía sollozando Maximio, le lanzaba la madre terribles miradas llenas de acerba indignación, y sin darle respuesta dijo a la esclava que compareció a su llamamiento:

     «Intimad a ese mozo atrevido que se guarde de volver a poner los pies en esta casa».

     Esto dicho, vuelve la espalda y entra en otra estancia que cerró tras sí, dejando en su humilde postura al triste Maximio, que en vano imploró su piedad con los brazos levantados, pero desistió luego que la esclava le dijo que no tenía que esperar piedad de sus padres, que le habían desheredado.

     «¡Ah, lo veo!, dijo Maximio. ¡Mas no quiera el cielo tratarles como tratan ellos a su hijo, que otra cosa no les pide que el perdón de sus desaciertos!»

     Dicho esto se sale poniendo su memoria en Eudoxia, resuelto de volver a ella en derechura para hallar algún alivio a su dolor, y si le desechaba también ésta, darse la muerte. Con esta determinación sale exasperado con paso violento de las estancias, baja la escalera sin acordarse ni de Evanio ni de su padre, cuando al tiempo de ir a salir del zaguán se encuentra con su padre Septimio, que entraba en casa. A su inesperada vista cúbrese al instante de tinieblas el ánimo de Maximio, mas casi sin advertir en lo que hacía, impelido de la confianza de su amor filial, postrase de rodillas en el suelo a los pies de su padre, y con las manos sobre el pecho, en ademán muy humilde y llorando le dice:

     «¡Oh, padre mío! Tenéis a vuestros pies al arrepentido Maximio, a quien acaba de desechar su propia madre, negándole el perdón que sólo la pedía como os lo pido también a vos, padre mío».

     Fuese efecto de la sorpresa o de lo que debía hacer el padre, viendo repentinamente ante sí de rodillas a su hijo se paró un instante, mirándole sin desplegar sus labios. Mas luego, determinado en su indignación y desprecio, puso la mano en la faltriquera, y sacando una moneda, como limosna que se da a un mendigo desconocido no se la entregó en las manos sino que la dejó caer en el suelo y prosiguió su camino, dejando a Maximio más horriblemente consternado y confuso en aquel acto de cruel y desapiadada misericordia que su misma madre en el arrogante desprecio que le manifestó.

     A vista de esto nació en el ánimo de Maximio un vivo resentido despecho mezclado de enojo y de indignación, que le enjugó el llanto. Procuró sin embargo sufocarlo, en fuerza del respeto y amor que tenía a quien debía su ser. Mas reconociéndose luego oprobriosamente desamparado de su padre, que continuaba en subir la escalera, se levanta despechado, y desdeñando recoger la moneda que le tiró en el suelo sale de la casa y de la ciudad, tomando el camino de la casilla de Belisario, que regaba con sus rabiosas lágrimas arrojando quejas contra los que le habían tratado peor que si le fueran extraño enemigo.

     Pero luego la imagen de Eudoxia se le presentó a la mente como sol que disipó las tinieblas de su horrible confusión y de su rabioso sentimiento, y que avivando su confianza le hacía apresurar el paso, lisonjeándose que el mismo cruel desdén y desamparo de sus padres contribuiría para que ella y Belisario se apiadasen de él y de su desventura. Con estas lisonjas continuaba su camino mientras Eudoxia le esperaba solícita por el éxito de su ida a la casa de sus padres. Aunque Maximio se esforzó en disimular el sentimiento que traía, tomando de prestado una aparente jovialidad para no afligir a Eudoxia, pero no iba acompañada como las otras veces de los transportes de alborozo y vivo consuelo que manifestaba cuando se le presentaba de vuelta.

     Por lo mismo nacieron en el corazón de Eudoxia afectos encontrados a su vista, mas predominó la complacencia de verlo otra vez y la confianza que le daba de traer buen despacho, no por otro motivo que por verle de vuelta. Confirmó él mismo Maximio esta lisonja diciéndola con alegre despejo:

     «Eudoxia, Maximio es vuestro. Ninguna cosa impide ya a mi amor la posesión que tanto me costó».

     Creyendo de contado Eudoxia por estas expresiones que sus padres hubiesen condescendido a su casamiento, aunque por otra parte le parecía imposible, deseó que la sacase de estas dudas, rogándole contase el modo cómo sus padres le habían recibido cuando se les presentó. Esto mismo mostró también desear saber y oír Belisario.

     Convirtiose entonces de repente la fingida alegría de Maximio en no esperado llanto, en que prorumpió con sorpresa de Eudoxia y de Belisario, diciendo entre sollozos:

     «¡Oh, Belisario, no le queda otro padre a Maximio que el padre de Eudoxia Espero que no desecharéis a quien tantas pruebas os dio de su amor y de su ardiente ternura».

     Belisario, a pesar de la sorpresa que le causó el llanto de Maximio, le respondió:

     «Siempre te miré como hijo, Maximio; ¿por qué quieres que ahora te deseche? ¿Qué significa ese discurso?»

     Maximio respondió, continuando en su llanto:

     «Mis padres me han desheredado y echádome de su casa, ni quieren saber más de mí. No me queda en la tierra otro amparo que vos ni otro bien que Eudoxia. Si éste pierdo, si vos me desamparáis también, no me queda otro expediente que la muerte para poner fin a una vida que sin vos y sin Eudoxia me será aborrecible».

     «Tus padres te han desheredado y echádote de su casa? Cuéntame cómo ha sido».

     Por el tono de admirada compasión con que Belisario le preguntó esto, echando de ver Maximio que el padre de Eudoxia no estaba ajeno de condescender con sus deseos, le contó con confianza más enérgica el desdeñoso y cruel recibimiento de sus padres con todas las circunstancias que lo acompañaron. Penetrado de compasión Belisario, no menos que Eudoxia que le oía en triste silencio, le abrió inmediatamente los brazos diciéndole:

     «Ven acá, hijo, ven al seno de Belisario, que te ha sido y te será siempre padre, en premio de tu constante y sincero amor. Y puesto que tus padres no quieren saber más de ti, no debo ya diferir mi promesa, y con ella el cumplimiento del gozo a tus deseos. Eudoxia, hija mía, ven acá también, deja que entregue tu mano a Maximio, que tan merecida la tiene. Aquí tienes, Maximio, a tu esposa. Belisario te da prenda con ella que te será buen padre, aunque pobre y desgraciado».

     ¿Quién sabrá expresar la súbita mutación de la mayor aflicción que probaba Maximio en el más vivo y sublime gozo que le infundió Belisario con aquella inesperada demostración, con que ponía el colmo a la suspirada felicidad del amante de su hija? ¿Ni quién la tierna y dulce sorpresa de ésta al oír a su padre que la llamaba para declararla esposa de Maximio con la entrega de su mano?

     Maximio, enajenado de alborozo, exclama:

     «¡Oh, cielo, nada, nada más me queda que desear en la tierra! ¡Oh, momento el más dichoso de mi vida! Testigo este tierno llanto que me saca mi sumo reconocimiento a la mayor prueba de vuestro amor con la mano de Eudoxia que beso y adoro, postrado aquí de rodillas ante el padre que me la entrega».

     «Ea, pues, consolaos, hijos míos; deja, Maximio, que te manifieste también con este abrazo mi gozo y los deseos que alimento de vuestra más pura y constante fidelidad. Éste es tu esposo, Eudoxia; tu padre te lo entrega seguro de que su amor y tu virtud suplirán a las riquezas de que me despojó la fortuna, y en que no os puedo dejar heredados. Vanos fueran todos otros consejos, y así levantaos, hijos, y comencemos a tomar las disposiciones para que cuanto antes se celebre solemnemente vuestro casamiento».

     No pudo contener Eudoxia el llanto que le exigieron el gozo y ternura que le causó el amoroso y breve discurso de su buen padre, a quien agradeció aquella prueba de su cariño, interrumpiéndola las expresiones de Maximio con que no acababa de manifestar su sumo reconocimiento y gozo a Belisario y a la misma Eudoxia, a quien abrazó luego Domitila dándole sus más tiernos parabienes acompañados de lágrimas de júbilo y de complacencia.

     Maximio, fuera de sí de contento, fue inmediatamente a la aldea más vecina para prevenir lo necesario a la celebración de su casamiento, que determinaron solemnizar al siguiente día, convidando para ello a los vecinos labradores, de quienes habían tenido tantas muestras de afecto y de compasión. Comparecieron éstos en la casilla antes que amaneciese, para acompañar los esposos a la vecina aldea. Estaban ya todos levantados; con esto, se encaminaron alumbrados del resplandor de la luna, que con su dulce claridad parecía envidiar el gozo de aquella comitiva. Eudoxia no llevaba otro adorno nupcial que el rico collar de perlas salvado del naufragio de su grandeza y del riesgo y desgracia que había corrido de nuevo, poniéndoselo por complacer a su esposo Maximio.

     La misma quiso también tener la complacencia de conducir por su mano a su ilustre padre hasta que llegaron al templo donde se efectuaron sus desposorios, no sin declarada ternura y llanto de todos los presentes a vista de las sagradas ceremonias, acordándoles éstas que aquella doncella, que poco antes hubiera visto su casamiento solemnizado con la mayor pompa y con las aclamaciones y honores del pueblo y de los grandes del Imperio, en nada ahora se diferenciaba de una pobre labradora, aunque ella prefiriese su presente estado al de sus perdidos honores y riquezas. Acabada la ceremonia, fue el primero Belisario en abrazar a sus hijos; recibieron luego los parabienes de los circunstantes y volvieron a su casilla, donde se renovaron con mayor libertad y ternura las demostraciones de su mutuo contento.

     Pareció que la fortuna, arrepentida de su cruel inconstancia, esperase la ejecución del casamiento de Eudoxia y de Maximio para hacer entera prueba de sus heroicos sentimientos, y en recompensa de su virtud y constancia en los trabajos padecidos hacerles probar de nuevo su favor, lo que rara vez acontece. Ni quiso retardarles el consuelo que podrían probar, sino que se valió de Flavio, aquel mismo amigo de Maximio que fue el primero en comunicarles la desgracia de Belisario, para participarles también las disposiciones de la corte en favor del mismo. Nada sabía Flavio del efectuado casamiento de Maximio con Eudoxia, aunque había sabido su vuelta a la casilla después que salió de la cárcel declarado inocente; mas como este mismo caso de su prisión, divulgado en Constantinopla, dio tanto que hablar en ella, así de él como de Eudoxia y de Belisario, dio también ocasión a Flavio para oír decir a sus padres que el Emperador estaba persuadido de la inocencia de Belisario y resuelto a devolverle cuanto antes sus honores y riquezas.

     Oído apenas esto, nada pudo contener a Flavio para no ir a participar a Maximio esta alegre noticia, que tanto le podía consolar, como también al mismo Belisario y a su hija Eudoxia. Muy ajeno estaba Maximio de ver comparecer a su amigo Flavio, habiendo ya puesto en olvido la ciudad, empeñado solamente su ánimo en su presente estado campesino y en lo que exigía de sus industriosos desvelos la dignidad de esposo de Eudoxia, la cual acababa de poner el colmo a su dicha. Fue por lo mismo mejor su sorpresa viendo comparecer a Flavio, que después de haberle abrazado le dice la fausta noticia que traía.

     Maximio, transportado de gozo, no quiso diferírsela a Eudoxia y a Belisario, haciendo que la oyesen de boca del mismo Flavio. Agradeciéronsela aquellos ilustres desgraciados sin manifestar otro alborozo por ella que aquel que debían a la atención del que se había tomado aquel trabajo para participársela. Belisario había resuelto acabar sus días en el campo aunque la fortuna le restituyese su antigua grandeza y honores, prefiriendo en su corazón aquel apacible estado de vida campesina al bullicio de la ciudad y a las molestias y disgustos de la corte, de la cual acababa de recibir tan terrible desengaño. Tuvo motivo con esto Flavio de admirar sus sentimientos en aquella pobre situación y alojamiento en que lo veía, no menos que el amor de Maximio en preferir aquella vida humilde en compañía de Eudoxia al noble estado en que le hizo nacer la fortuna, aunque no muy rico. Diole no obstante los parabienes por su casamiento con Eudoxia, y a todos dejó en esperanzas de que se mudase su suerte.

     Partido Flavio, Belisario, que estaba muy ajeno de fomentar tales esperanzas y que deseaba llegase el momento para ir a manifestar a Scipión la gratitud que conservaba a su beneficencia, le acordó a Maximio la obligación en que estaban, y con la cual les era forzoso cumplir cuanto antes. Remitiéronlo para el siguiente día, ajenos de encontrar la novedad, que oyeron con sorpresa y sentimiento, de haber muerto su hijo Mucio de resultas de una caída de caballo que le derribó en un foso. Sintió sumamente Belisario esta inesperada nueva, que le tuvo suspenso y dudoso si le haría avisar de su llegada, temiendo agravarle su dolor. Mas movido de los deseos de consolarle si podía, le hizo pasar el recado de su llegada.

     Aunque el afligido Scipión no se dejaba ver de ninguno, luego que oyó la llegada de Belisario mandó fuese acompañado a su estancia. Estaba en ella el mismo a obscuras y la hacía resonar de sus sollozos, especialmente cuando llegó a él Belisario, conducido de Maximio, a quienes fue el primero a decir, llorando amargamente:

     «¡Oh, Belisario, soy el hombre más infeliz de la tierra! ¡Acabo de perder al hijo único que tenía, en quien se acaba enteramente la familia de los Scipiones, después de haber subsistido de padres a hijos por tiempo inmemorial! ¡Oh, qué golpe funesto! ¡Oh, desdichado de mí! ¡Esto debía tocarme a mí, ver acabada una familia tan antigua!».

     De esta manera proseguía Lucio Scipión lamentándose de su suerte, haciendo recaer su dolor sobre la extinción de su familia, que mil veces repetía sin casi mencionar el amor de su hijo. Belisario, después de haber dejado que desahogase su sentimiento le dijo:

     «Tomo toda la parte que debo en vuestro justo dolor, ¡Oh, generoso Scipión!, reconocido sumamente como lo estoy a vuestra singular beneficencia. Hubiera deseado venir antes a manifestaros mi agradecimiento, mas no lo pude hacer no teniendo quien me acompañase. Lo hago sólo ahora en que puedo, aunque sumamente afligido por la desgracia de vuestro hijo Mucio, de que nada sabía».

     «¿Cómo? ¿No llegó a vuestra noticia la muerte de mi hijo Mucio Scipión?»

     «No, ciertamente. Sin duda, los vecinos labradores se recataron de dármela para no afligirme ni agravar mi desgracia, que si no me engaño, es algo más dolorosa y sensible que la vuestra».

     «¡Ah! Belisario, ¿qué decís? No, no sabéis lo que es perder un hijo único en quien se acaba para siempre una familia ilustre».

     «No perdí a la verdad ningún hijo único, pero perdí mis riquezas, los honores y la vista, y me hallo sin ella reducido a la miseria y pobreza, que hubiera sido más terrible si vos no me hubierais socorrido».

     «¡Terribles males! ¡Grande desgracia a la verdad! Pero permitid que os diga que nada tiene que ver con la pérdida de un hijo único y con la extinción de una familia como la mía».

     «La mía no será de mucho tan ilustre como la vuestra, pero se acaba también conmigo, y mucho antes se acabaron las familias de Régulo, de Fabricio, la del gran Pompeyo, las de los Césares, la de Trajano, la de Teodosio y las de los mayores hombres del mundo. Nada hay duradero en la tierra; las mismas ciudades, los más fuertes y soberbios edificios caen y desaparecen del sitio que ocupaban. Es lástima, no hay duda, que se acabe vuestra familia; pero me parece que debierais sacar antes motivo de algún consuelo que tan grande aflicción por lo mismo que ha durado tanto, llevando vos en ella tantas ventajas a las de los hombres más ilustres que duraron tanto menos. Yo me figuré siempre que mi familia comenzase y acabase conmigo. Ni nuestros mayores ni nuestros descendientes somos nosotros. Para vos, para mí se acaba el mundo cuando acabamos. ¿Qué interés tan grande podéis tener en que dure o no vuestra familia después de vuestra muerte?

     «¡Ah! Tenéis razón, Belisario. A las veces una palabra sola desengaña más que mil razones. Pruebo gran consuelo en oíros, y por lo mismo gustaría que quedaseis aquí conmigo por algunos días. Vuestra compañía me serviría de gran alivio y consuelo en la triste soledad en que me veo».

     «Si debiera ser así, me alegraría de poder contribuir a vuestro alivio, para manifestaros en ello mi reconocimiento, pero temo que un ciego os será antes de embarazo que de consuelo».

     «No lo creáis, Belisario, antes bien me haréis en ello un singular favor y gracia, que os pido».

     «Ea, pues, Maximio, podéis ir a casa y avisar a Eudoxia de mi quedada con el generoso Scipión».

     «¿Maximio se llama ese mozo?»

     «Maximio se llama, y acaba también el pobre de padecer una desgracia semejante a la vuestra. Sus padres le han desheredado, y cual lo veis, es hijo de Septimio, de familia senatoria».

     «Oh, cielo! ¿Qué decís? ¿Hijo de Septimio? ¿Y éste le ha desheredado?»

     «Así es».

     «¡Ved los accidentes de este suelo! Vuestra desgracia y la mía, Maximio, podían repararse de algún modo dejándoos yo heredado en mis bienes y tomando vos mi apellido de Scipión».

     «Desde ahora mismo, dijo el alegre y sorprendido Maximio, quiero llamarme Maximio Scipión, aunque no me dejéis sino parte de vuestra hacienda».

     «No, no, toda entera, para que podáis mantener el lustre de tal nombre».

     «El cielo os lo remunere; tanto mejor para mí y para mi esposa Eudoxia, que estará muy ajena de esperar esta fortuna».

     «¿Cómo? ¿Eudoxia es vuestra esposa? ¿No me dijisteis, Belisario, que la queríais casar con aquel mendigo que os servía de lazarillo?»

     «Cabalmente, aquel roto mendigo que visteis era este mismo Maximio, que aquí veis vestido de labrador y que tomó aquel disfraz para servirme en mi desgracia y merecer a Eudoxia con su constante amor».

     «No extraño ya, pues, que me la negaseis para mi infeliz hijo Mucio, cuya muerte... ¡Ah, perdonad si su renovada memoria renueva también mi llanto y mi dolor!»

     «Os debe ser sensible tal pérdida. Mas puesto que queréis declarar heredero vuestro a Maximio, os debéis hacer cuenta de haber encontrado en él al hijo perdido, pues os puedo asegurar que no degenerará de tal padre y bienhechor».

     «Así lo espero; pero ya que habéis resuelto quedar aquí conmigo, y que Maximio se halla casado con vuestra hija Eudoxia, pudiera también volver aquí con ella, pues así no quedaría en pena la misma por vuestra ausencia, y yo tendría el consuelo de disfrutar su amable compañía».

     «Como queráis, Scipión, pues es siempre nuevo favor que añadís a los que tengo ya recibidos».

     «Voy, pues, volando, dijo Maximio, a satisfacer a vuestros deseos, ¡oh, generoso Scipión!, para traer cuanto antes a Eudoxia».

     Dicho esto, parte Maximio, fuera de sí de contento por aquella repentina e inesperada fortuna, que le avivaba las ansias de llegar cuanto antes a la casilla para comunicársela a Eudoxia. Pero llegado a ella, no encontró ni a Eudoxia ni a Domitila. Sorprendido de aquella novedad las buscó en el huerto y en el bosque, las dio voces por los vecinos campos, todo en vano. Acudió a la casa de los vecinos labradores, donde sosegó sus temores el viejo labrador diciéndole que su hija Flacila se las había llevado a la dehesa real, que estaba algo distante, a donde había de ir ella a ver una hermana suya, mujer que era de uno de los jardineros de aquel sitio, y que sabiendo que él y Belisario se habían ido a la aldea a ver a Scipión, quiso Flacila aprovecharse de aquel entretiempo para conducirlas a los reales jardines.

     Era así que Eudoxia y Domitila, importunadas de las instancias de Flacila, que les dijo estar vecino aquel sitio, se habían ido con ella, persuadidas que Belisario tardaría en volver aquella mañana. Todas ignoraban que se hallase cabalmente el Emperador en aquel sitio, a donde dejó de ir después que hizo edificar un palacio magnífico cerca de la playa del mar Euxino, y en sitio mucho más delicioso que aquel donde entonces se hallaba. Sea que el Emperador Justiniano fuese a él accidentalmente, o con intención de hacer que se le proporcionase el encuentro con Belisario con el motivo de aquella cercanía, pareció que la fortuna hiciese servir la determinación de Flacila para resarcir sus agravios, conduciendo a Eudoxia a aquel sitio y proporcionándola el encuentro con Justiniano.

     Debía pasar ella, Domitila y Flacila por un espeso bosque comprehendido en aquel real sitio, para llegar a la habitación del jardinero a donde se encaminaban. El Emperador acababa de salir solo y sin acompañamiento, queriendo solazarse con libertad por aquel bosque que estaba inmediato a su palacio, Convidado allí de la caída de una fuente que se despeñaba con grato murmullo bajo la sombra de altos fresnos, se sentó junto a ella, donde desahogaba su ánimo de los graves cuidados del Imperio con aquellas dulces imágenes de la naturaleza, que le hacían tal vez envidiar la suerte de aquellos que gozaban aquella deliciosa quietud que recreaba a su augusto pecho; y viendo llegar aquellas tres labradoras deseó usar con ellas de la familiaridad que le permitía el sitio y el traje casero y de confianza que llevaba, de modo que no pudiera ser conocido por Emperador.

     Luego, pues, que iban a pasar por cerca del lugar donde estaba sentado, fue el primero en decirles:

     «¿Muchachas, a dónde vais por aquí? Debéis venir de lejos, pues os veo acaloradas».

     «De algo lejos venimos, respondió Domitila, y vamos a ver a Faustino, jardinero de este sitio».

     «No le encontraréis. Acaba de pasar por aquí con su mujer, y por aquí volverán a pasar. Sentaos aquí entretanto, y descansad bajo esta deliciosa sombra».

     Oído esto por ellas, consultan mutuamente en sus rostros lo que debían hacer, y mostrándose todas deseosas de aceptar el envite de aquella persona que no conocían, lo ejecutan, diciendo Domitila:

     «Nos podemos sentar entre tanto».

     El Emperador fijando entonces en ella los ojos, y en Eudoxia, les dirigió la palabra, diciendo:

     «No parece que vosotras dos seáis labradoras».

     «Si no lo parecemos lo somos, responde Domitila, gracias a la fortuna que nos proporcionó este honesto y quieto estado, aunque humilde».

     «¿Gracias le dais por haberos reducido a estado de labradoras? No lo comprehendo; ¿pues qué erais antes?»

     «Yo soy viuda de un oficial que sirvió al Emperador bajo las órdenes de Belisario en la guerra de África contra Gelimer, en que perdió la vida. Y esta mi buena amiga es hija del mismo Belisario».

     «¿Hija de Belisario?»

     «Del mismo».

     «A la verdad, quedo sorprendido... ¿Y su nombre?»

     «Eudoxia», respondió la misma entonces.

     «¿Dónde dejasteis a vuestro padre?»

     «Fue a dar gracias a un rico aldeano que le socorrió y alivió su pobreza».

     «¿Tan necesitado se hallaba?»

     «Tanto, que nos vimos en estado de ir a mendigar nuestro sustento».

     «¡Ah, quién lo hubiera creído jamás de un hombre tan singular! A la verdad experimentó muy ingrata a su fortuna».

     «No lo extrañéis; quien experimenta sus favores está también expuesto a probar sus crueles reveses».

     «Mucho debisteis sentir la pérdida de vuestros bienes, de vuestros honores y comodidades».

     «Ninguna cosa de esas echamos menos en nuestro estado presente de pobreza. Antes bien, vivimos más quietos y contentos en ella que en la grandeza que perdimos y en los palacios que habitábamos».

     «Doncella, me interesa vuestro discurso. Por lo mismo me permitiréis que os diga que no sé comprehender cómo podáis vivir más contentos en la pobreza que en la riqueza y abundancia, mucho más teniendo Belisario, vuestro padre, tantos haberes como dicen que adquirió con sus victorias».

     «La virtuosa resignación en la desgracia y la constancia del ánimo en padecerla suplen a todos los bienes perdidos. De su falta puede sacar el alma más pura satisfacción que aquella que infunden naturalmente las riquezas a quien las posee».

     «No acabo de admiraros. Dudo que vuestro padre Belisario se explique así, especialmente acerca del Emperador, que le condenó a esa pobreza en que os veis».

     «Os puedo asegurar que jamás oí de su boca queja alguna contra el Emperador. Su ánimo es mayor que su perdida grandeza y honores para que se abatiese a quejarse de haberlos perdido, aun con su propia hija. Su misma ceguera y pobreza le hacen más respetable en su desgracia que coronado de laurel sobre el carro del triunfo en que presentó al Emperador al cautivo Gelimer y su familia. Lejos de quejarse del Emperador, no me acuerdo habérselo oído nombrar jamás».

     «Mucho es, después que hizo al Imperio tan señalados servicios y que el Emperador se los pagó tan mal, pues oí decir que le hizo privar de la vista».

     «Es así, pero mi padre conocía muy bien al mundo y a la corte, y lo que más es, la instabilidad de las cosas humanas, para dejar de prever el exceso de los males a que le podía condenar la fortuna, y para extrañarlos después de venidos sobre su corazón, aunque honrado e inocente».

     «Mas el Emperador, ¿se certificó de su culpa, antes de condenarle a la cruel privación de la vista y de todos sus bienes?»

     «Nada de todo eso interesa ya a mi padre, ni creo que se cuide tampoco de ello, sino que atiende a acabar sus días en la tierra con tranquilidad de ánimo, pasándolos con fuerte resignación en su estado presente».

     Diciendo esto Eudoxia, advirtió que llegaba a pasar cerca de donde estaban Maximio, con paso muy apresurado, sin reparar él que estuviese allí Eudoxia y Domitila, medio encubiertas de la frondosidad que rodeaba el sitio de la fuente, hasta que Eudoxia, admirada de verle, interrumpió su discurso con el Emperador para llamarlo, diciéndole:

     «Maximio, Maximio, ¿qué sucede, qué es de mi padre, dónde le dejáis?»

     Maximio repara entonces en ella y se acerca, diciéndola con transporte de gozo, sin hacer caso del Emperador que estaba allí con ellas:

     «Albricias, Eudoxia, albricias. Lucio Scipión acaba de declararme heredero, en vez de su hijo Mucio que murió.

     El mismo nos espera en su casa, donde quedó vuestro padre Belisario. Desde que mis padres me desheredaron, parece que la fortuna se esmera en colmarme de favores».

     El Emperador, admirado de la llegada de aquel lindo mozo, que aunque en traje de labrador no lo parecía, y que hablaba con tal confianza con Eudoxia, extrañó por lo mismo oír que le hubiesen desheredado sus padres, y movido a curiosidad le dijo:

     «¿Vuestros padres os han desheredado? ¿Por qué motivo?»

     Pero Maximio, ansioso de volver cuanto antes con Eudoxia, sin querer perder tiempo en dar respuesta cabal al Emperador, que le pareció algún rico aldeano de aquellos contornos, le respondió:

     «Eso es largo de contar, y no hay tiempo que perder. Vamos Eudoxia, que Scipión y Belisario nos esperan».

     «Venís cansado, según parece, dijo entonces Eudoxia; por lo mismo, descansad un poco. Esperamos a Faustino y a su mujer, y pueden tardar poco en llegar».

     «Descansemos, pues, un poco. A la verdad estoy reventado. El ansia de daros cuanto antes la noticia de la herencia de Scipión me hizo apresurar el paso. Él quedó pasmado cuando supo que era yo aquel mismo mendigo que servía de lazarillo a Belisario, y se maravilló mucho más al oír que era hijo de Septimio y marido vuestro».

     Mucho más maravillado el Emperador al oír esto, le volvió a decir a Maximio:

     «¿Hijo sois de Septimio, y estáis casado con Eudoxia? Según eso debéis ser aquel mismo Maximio a quien pocos días hace pusieron en la cárcel en Constantinopla por el supuesto hurto de un rico collar de perlas».

     «Ese mismo soy, como veis declarado inocente de ese hurto».

     «¿Y qué se hizo el collar de perlas? Oí decir que era precioso».

     «El juez, certificado que pertenecía a Eudoxia, se lo devolvió, y ella lo tiene.»

     «¿Lo tenéis ahí, Eudoxia? Mucho lo deseara ver».

     «Aquí lo tengo», respondió Eudoxia; y sacándolo de la faltriquera en que lo llevaba se lo presentó al Emperador, el cual, admirado de ver la grandeza de aquellas perlas, dijo:

     «Precioso collar es, por vida mía. De buena gana lo compraría si me lo quisieseis vender».

     «No es collar para vos, respondió entonces Maximio, vale mucho más de lo que os pensáis».

     «Eso no lo debéis decidir vos, sino el dinero. Por ahora me hallo sin él, pero si lo quisieseis traer mañana, os contaré todo el precio que me pidáis, sea cual fuere. Os esperaré en este mismo lugar. Si queréis prenda de mi palabra, ahí tenéis este bolsillo, que servirá de socorro para Belisario, por cuya desgracia me intereso».

     Sorprendido Maximio de la generosidad de aquella persona que no conocía, y que le presentaba el bolsillo para socorro de Belisario, lo creyó otro Scipión, y lo recibió diciéndole:

     «El cielo remunere vuestra beneficencia. Se lo entregaré a Belisario, y mañana vendremos a traeros el collar».

     Mas Eudoxia, penetrada de reconocimiento para con aquella persona que socorría a su padre, quiso manifestarle su gratitud diciéndole, en ademán de ofrecerle el collar para que lo aceptase:

     «El collar aquí lo tenéis; quedaos con él y os servirá de prenda de mi reconocimiento a la generosidad que os habéis dignado de usar con mi buen padre».

     «No, no, traedlo mañana, y me daríais mayor complacencia si trajeseis también a vuestro padre, a quien deseo conocer. Fuera yo mismo en persona a verle si no me detuviese aquí un negocio importante. Mañana os esperaré en este mismo sitio y a la misma hora; quedad con Dios».

     Decía esto el Emperador puesto ya en pie para partir luego, como lo ejecutó queriendo evitar la vista del jardinero, a quien vio venir de lejos, para que no le descubriese a Eudoxia y a Maximio, a quienes deseaba ocultarse puesto que no le habían conocido, dejándoles sorprendidos con la generosidad que acababa de usar con ellos. Llegó luego la hermana de Flacila con su marido, con quienes no quiso Maximio detenerse, deseoso de volver a casa de Scipión, como lo hizo en compañía de Eudoxia, de Domitila y Flacila, encaminándose primero a la casilla para conducir a Eudoxia y a Domitila en el carro con sus bueyes, que habían quedado en el establo y que quiso llevar también consigo, no teniendo quien cuidase de ellos.

     Unciolos, pues, al carro, y colocadas en él Eudoxia y Domitila partieron para la aldea de Scipión, que les esperaba con no menor solicitud que Belisario, los cuales se alegraron de su llegada y de oír el encuentro que habían tenido con aquella persona que tan generosamente les había socorrido. El agradecido Belisario mostró deseos de ir a dar las gracias a tal bienhechor que quería conocerle, remitiéndolo para el siguiente día y hora que les había insinuado. Tuvo motivo de complacerse Eudoxia por las sinceras demostraciones que le hizo Scipión, ofreciéndole su casa y hacienda como si fuese propia, pues la reconocía como hija. Agradeciole ella el exceso de tan grande beneficencia, con que ponía fin a la desgracia de su padre Belisario, sacándole de las estrecheces y necesidades, y juntamente a ella y a su marido Maximio.

     El sabio no preferirá la mendicidad y pobreza a una honesta medianía, pero si a ella le redujere la suerte la llevará con fuerte resignación y constancia, aunque se halle mejor con una decente conveniencia que con la falta de lo necesario para el sustento de la vida. No de balde, pues, se consolaba Eudoxia con la generosa acogida de Lucio Scipión, que le ofrecía su casa y sus haberes, destinados ya en herencia por adopción a su marido Maximio; mas en vez de abandonarse como éste al excesivo contento y júbilo por ello, contenía al contrario su complacencia con el freno de la moderación, acordándose siempre de la incertidumbre de la posesión de los bienes de este suelo, expuestos a perderse de un momento a otro.

     Fue también de grande alivio para el doliente Scipión la llegada a su casa de Eudoxia y de Maximio, cuya vista borraba en parte la memoria de su perdido hijo Mucio. Mas como habían dado palabra de comparecer al otro día en el bosque y de conducir a Belisario, no se pudo oponer a su ida, obteniendo que se quedase con él Domitila, que no era esperada, para que le ahorrase el atender a los cuidados caseros mientras ellos volvían. Vino también en ello de grado Domitila para complacer al buen viejo que se lo rogó, y ellos partieron en el mismo carro de Maximio, y conducidos de sus bueyes, que él se complacía de regir, mereciéndole particular afición y cariño como principales medios de su subsistencia, como también por los afanes que le había costado su compra.

     Llegaron así al bosque y al lugar donde ya los estaba esperando el Emperador, en el cual advirtiendo Maximio, sin conocerle, paró los bueyes y bajó del carro para dar la mano a Eudoxia y a Belisario. Conmoviose sumamente el Emperador al ver a aquel ciego ilustre reducido por él a tal estado de pobreza bajando a tientas del carro y necesitado de ajena mano para llegarse a él. Disimuló, sin embargo, su conmoción y la ternura que le causó viendo a la hija que conducía a su padre por la mano, mientras Maximio desuncía los bueyes para que paciesen por aquel recinto del bosque. Luego que Eudoxia y Belisario se acercaron al Emperador, fue éste el primero en darles la bienvenida, a que ellos correspondieron.

     Eudoxia dijo entonces a su padre ser aquella persona con quien hablaban la que le había generosamente socorrido el día antes. Belisario, oído esto, le dirigió la palabra diciéndole:

     «Os agradezco, amigo, la generosidad que habéis querido usar conmigo ausente, la que al tiempo que me acarrea suma complacencia me deja con el sentimiento de no poder conoceros, por cuanto ni Eudoxia ni Maximio me supieron decir quién sois, ni mi ceguera me permite conoceros. No queráis negarme a lo menos el consuelo de saber vuestro nombre».

     «Nada importa que lo sepáis, respondió el Emperador. Me basta saber que hayáis aceptado mi buena voluntad, y que vuestro reconocimiento me haya proporcionado el gusto de conoceros, como mucho lo deseaba atendido al gran renombre que os adquirieron vuestras victorias».

     «Ese gran renombre, amigo (pues no sé qué mejor nombre daros), bien podéis ver en lo que ha parado».

     «Ah, lo veo! ¡A la verdad fue bien injusto para con vos el Emperador!

     «Antes bien, es digno de compadecer. Los jueces no son injustos, porque condenan y obran según las delaciones que se les hacen».

     «Mas hay delaciones tales que llevan en sí mismas la falsedad manifiesta. Por tal reputo la que se os hizo de querer alzaros con el reino de Italia».

     «Todo eso, amigo, lo olvidé ya; nada me puede interesar ya en esta vida más que mi buena hija Eudoxia y su marido Maximio».

     «Sin embargo, me parece que os debiera interesar también vuestra inocencia y vuestra perdida fama».

     «Sin la satisfacción de mi propia inocencia fuera yo el hombre más infeliz y miserable de la tierra. Es ella sola la que no me deja ser tal. Mi fama creo que no se perderá tan fácilmente como pensáis».

     «No lo digo por las victorias alcanzadas, sino por lo que os imputaron de quereros alzar con el reino de Vitiges».

     «¿Y puedo dar mejor justificación de no haber soñado en pretenderlo que el no haberlo ejecutado? Me bastaba para ser rey el haberlo querido ser. Si Belisario no lo fue es sólo porque no quiso. Un ánimo honrado, aunque fuerte, no será jamás usurpador».

     «No obstante, según me dijeron algunos oficiales, desobedecisteis a los órdenes del Emperador, que os mandó hacer la paz con Vitiges, y vos continuasteis la guerra, tomando a Rávena y haciendo en ella prisionero al mismo rey Vitiges y su familia».

     «No me dieron tiempo para justificarme de esa acusación. Estaba para dar el asalto a la ciudad cuando me llegaron, o por mejor decir, cuando me entregaron las cartas del Emperador. Hice entonces lo que otro general en iguales circunstancias: diferí abrir el pliego hasta después de la victoria».

     «¿Cómo es, pues, que el Emperador dio crédito a estas imputaciones, y os condenó por ellas sin oíros?»

     «La respuesta a eso sólo os la puede dar el Emperador».

     «Grande debió ser vuestro resentimiento contra el mismo, por privaros, siendo inocente y no siendo oído, no sólo de vuestros honores y riquezas sino de la vista también, y por condenaros a la mendicidad».

     «Ciertamente que en ello no me hizo un gran beneficio, pero nada de todo eso debe extrañar el que como yo es llevado de la fortuna a la cumbre de la mayor gloria. Desde allí nos amenaza más ruidosa caída. ¿Y qué dijerais, amigo, sí todo eso lo padecí porque quise y porque preferí mi cierta condenación a la nota de la usurpación del reino, que tan fácil me era conseguir?»

     «Mucho me interesara que me aclaráseis eso».

     «Lo aclararé yo, dijo entonces el impaciente Maximio, que hacía rato los oía sin hablar, después que desunció los bueyes. La desgracia de Belisario la supe yo mucho antes que él llegase a Constantinopla, y si él no la supo la debió a lo menos sospechar».

     «¿Vos supisteis la desgracia de Belisario? Me parece imposible», le dijo el Emperador.

     «Ahí veréis cómo van las cosas. Las saben antes los que más imposible parece que las sepan».

     «¿Y cómo lo supisteis?»

     «Oh, eso sí que no lo sabrá ni aun el mismo Emperador, aunque lo quisiese saber! Fue un secreto que me confió un amigo mío, y que ha de quedar depositado para siempre en mi pecho».

     «Pero si el Emperador desease saberlo, bien creo que se lo descubriríais».

     «No, por cierto. A más de que fuera gran bajeza en el Emperador el querer saber un secreto confiado por un amigo, pues me obligaría a cometer una traición y a faltar a mi palabra».

     «¿Y qué dijera el Emperador si os oyera?»

     «Si pensase como debe, me tendría por honrado y fiel amigo».

     «De ese mismo parecer soy yo. Y no dudo que si oyese él mismo a Belisario como yo le oí, le restituyese su gracia».

     «Os aseguro, dijo Belisario, que nada de todo eso me interesa. Jamás vi mejor la vanidad de todos esos bienes y honores que después que me faltó la vista. Contento y satisfecho ahora en el estado a que me redujo la suerte, no anhelo salir ya de él, mucho menos después que vos y el generoso Scipión me lo hicisteis mucho más llevadero con vuestra beneficencia».

     «Pero lo que no deseáis para vos, lo debéis querer por vuestra hija Eudoxia».

     «Me hallo igualmente contenta que mi padre, dijo Eudoxia, en mi presente situación. Aunque no puedo negar que me holgaría de que el Emperador le restituyese su sola gracia, sin honores y sin riquezas».

     «Si es así, pudiera yo ser el medianero».

     «¿Vos el medianero?»

     «Pues qué, ¿os parece que no lo pueda ser?»

     «Fuera menester tener con él una gran privanza»

     «¿Y no la pudiera yo tener, o valerme de algún medio para ello? Os dije ayer que deseaba comprar el collar de perlas, como os lo compraré. Con el motivo, pues, de hacer de él un regalo a la Emperatriz Teodora, ¿no pudiera interceder por vuestro padre Belisario, haciendo ver su inocencia?»

     «Son muy de apreciar vuestros deseos, mas no es tan fácil como os parece la ejecución».

     «¿No? Quiero probarla. Vamos a casa; quiero daros prenda con el precio de las perlas, que os haré entregar. Belisario, dad acá la mano, quiero usurpar a vuestra hija Eudoxia este piadoso oficio».

     «Como queráis».

     «Esperad, dijo entonces Maximio ya levantado, que ponga mis bueyes al carro, pues no los quiero dejar a la ventura en esta dehesa, y así podéis venir todos en el carro, si vuestra casa está algo lejos.»

     «Habrá quien cuide de ellos, respondió el Emperador. Vamos todos juntos y a pie, pues estamos cerca de mi casa».

     «Vamos en hora buena, dijo Maximio, aquí quedan carro y bueyes sobre vuestra palabra».

     Dicho esto se encaminan todos, conduciendo el Emperador de la mano a Belisario, queriendo compensar con esta demostración honrosa los males a que le había condenado. Continuaba a conversar con el mismo por el camino, acompañándoles Eudoxia y Maximio, muy ajenos de pensar que aquella persona fuese el mismo Emperador. Éste, que desde el día antes esperaba a Belisario, lo tenía dispuesto y combinado todo para el honor que le quería hacer, ignorando los cortesanos sus intenciones. Llegados al palacio, Eudoxia y Maximio comienzan a asombrarse viendo a los guardas hacer tales acatamientos a la persona con quien iban. Creció su admiración cuando, entrados ya en el palacio, acudieron los grandes a reverenciarle a porfía.

     Maximio, reconociendo entonces al Emperador, comenzó a temblar acordándose de lo que acababa de decirle con tanta libertad en el bosque. Eudoxia, que también lo reconoció entonces, aunque sentía haberle tratado con tanta familiaridad sin conocerle, tenía por otra parte motivo de complacerse viendo que hacía tan grande honor a su padre Belisario, a quien continuaba en llevarle por la mano. Mas éste, que nada veía, ni sabía en qué lugar se hallaba, continuaba en hablar con el Emperador con la misma familiaridad y confianza que por el camino y en el bosque, hasta que el Emperador, estando ya presentes los cortesanos, les preguntó si conocían aquel ciego. Todos a una responden afirmativamente, dándole el título de augusta majestad.

     Reconociendo entonces Belisario al Emperador, exclamó, atónito, sorprendido y confuso:

     «¡Cielos! ¿Dónde me hallo? ¿No fue por ventura el Emperador el que se dignó conducirme aquí? Eudoxia y Maximio, sacadme de esta mi asombrada incertidumbre».

     «Sí, Belisario, le respondió el Emperador, fue el Emperador mismo el que se entretuvo con vos en el bosque, y el que os condujo aquí por la mano y a vista de estos sus vasallos para declararos inocente y resarcir de algún modo los males que os hizo padecer, por haber dado fácil oído a sus malos consejeros. Aunque tarde, tengo no obstante la dulce satisfacción de hacer justicia a vuestro mérito sin par y a vuestra fidelidad».

     Belisario, oído apenas esto, postrose de rodillas diciendo:

     «Señor, la suma dignación que acabáis de usar conmigo recompensó sobrado los males y desgracia de Belisario. De buena gana volviera a pasarla a trueque de probar la suma complacencia y gozo que redundan en mi ánimo de vuestra augusta bondad y clemencia. No creo tener por qué arrepentirme de los sentimientos que os manifesté sin conoceros. Segura mi conciencia del respeto y de la estimación que os conservó mi ánimo a pesar de la contraria suerte, espero de vuestra augusta piedad que sólo tendréis que perdonarme la libertad y confianza que no me hubiera tomado si no me hubiese faltado la vista».

     «Alzaos, Belisario, le respondió el Emperador, asiéndole él mismo de la mano. Nada queda por perdonar sino el orden que privó de la vista a mi más ilustre y glorioso vasallo. Ojalá que la autoridad que os restituye vuestros honores y bienes pudiera también manifestar su poder en restituiros la vista. El daño no es sólo vuestro, lo es también del que os lo causó a vos, a sí mismo y al Imperio».

     Luego, dirigiendo la palabra a Eudoxia, que estaba sumamente confusa y enternecida:

     «Y vos, virtuosa Eudoxia, quedáis acreedora a la beneficencia del Emperador por el desinterés con que quisisteis entregarle vuestro precioso collar. Tengo ya dado orden para que os sea recompensado, como también para que vuestro marido Maximio no pierda sus bueyes ni eche menos la honradez del Emperador sobre sus secretos».

     La enternecida Eudoxia agradeció con lágrimas al Emperador su suma bondad y clemencia para con ella y para con su padre, y el turbado y atónito Maximio se postró de rodillas para pedirle perdón de su atrevimiento. El Emperador le hizo levantar y puso el colmo a su beneficencia haciendo que Belisario, Eudoxia y Maximio le siguiesen a Constantinopla en su comitiva, habiendo enviado órdenes el día antes para que les dispusiesen la propia casa que antes habitaban, y les fuesen restituidas sus haciendas y honores. Así entraron en ella todos tres, asombrados de aquella impensada y repentina mudanza de la fortuna, que tan al vivo les representaba en aquel hecho su instabilidad.

     Divulgose luego por toda la ciudad la llegada de Belisario y de su hija Eudoxia en la comitiva del Emperador, que le había restituido su gracia y sus perdidos honores y grandeza, y acudieron a porfía señores y plebeyos a manifestarles su contento y a darles los parabienes por su mudada suerte. Agradecían Belisario y Eudoxia tales demostraciones, con voluntad y sincero aprecio, pero sin dejarse deslumbrar de aquellos obsequios y favor presente, que no borraba de su memoria la padecida desgracia. Sólo Maximio disfrutaba con toda el alma de aquellos honores, alegrándose con ellos su amor por haber acertado en la elección de tal esposa y por la constancia con que venció todos los obstáculos que se oponían a su pasión ardiente, la cual parecía obtener ahora de todos ellos el triunfo más cumplido.

     Estaban entretanto muy solícitos Lucio Scipión y Domitila por no ver comparecer en todo aquel día a Belisario, Eudoxia y Maximio. No pudiendo sosegar tampoco la noche en que los esperaban sin tener noticia ni aviso alguno de los mismos, resolvieron ir los dos al siguiente día al mismo sitio donde sabían los había de esperar la persona que había socorrido a Belisario. Llegados con gran solicitud al bosque, como supiesen el caso acontecido con el Emperador, que había restituido su gracia a Belisario y conducídole consigo a Constantinopla, se pusieron inmediatamente en camino de la ciudad, ansiosos de congratularse con ellos.

     Sorprendiéronles de hecho con su inesperado arribo, por cuanto Eudoxia, no olvidándose de su amada y fiel amiga, acababa de enviarla un mensaje para participarle la novedad que les acontecía y para que fuese cuanto antes a Constantinopla. Fue con esto mucho más gustosa su llegada, dándose mutuamente las más tiernas pruebas de su constante y virtuoso cariño las dos amigas y compañeras. No fueron menores las demostraciones que se hicieron Scipión y Belisario, y las que le hizo también Maximio, a quien había declarado heredero suyo. Contribuyó esto para que Scipión aliviase su ánimo del duelo y tristeza que conservaba por la muerte de su hijo Mucio, complaciéndose sumamente por la nueva fortuna de Belisario, la que hacía mucho más dulce y agradable la compasión que le había manifestado en su desgracia y las generosas demostraciones con que había procurado aliviársela.

     Faltaba para colmo del consuelo de Eudoxia que los padres de Maximio restituyesen también en su gracia a su hijo. Los deseos que tenía de probar cumplido gozo con tal reconciliación le sugirieron valerse de Scipión para que fuese a interceder con sus padres. Aceptó de muy buena gana este encargo Scipión, y pasó inmediatamente a casa de Septimio, que estaba enfrente de la de Belisario. Esta misma inmediación les había proporcionado el saber no solamente la llegada de Belisario sino también la de su hijo Maximio, casado ya con Eudoxia y cortejado del Emperador, lo que trocó enteramente los ánimos de sus padres para con él; pero avergonzados y confusos ahora por el cruel tratamiento y desapiadados modos con que habían recibido a su hijo, no osaban ser los primeros en manifestarle los deseos que tenían de verle y abrazarle.

     Se lo proporcionó la llegada de Scipión, que entrando en su casa les hizo avisar que tenía que comunicarles dos importantes noticias. Ellos, sospechando lo que era, le reciben inmediatamente, y juntos los tres fue el primero en decirles que sabía que tenían un hijo llamado Maximio, a quien habían echado de su casa y desheredádole, y a quien él había acogido en la suya y adoptádole por hijo y heredero. Que el mismo, habiendo casado con Eudoxia, hija de Belisario, había venido con ellos a su antigua casa y había sido atendido del Emperador.

     «¡Quién se lo había de pensar!», exclamó la madre oyendo esto.

     «Veis, pues, continuó a decir Scipión, que no conviene que los padres se desnaturalicen con sus hijos como lo hicisteis vosotros por tan frívolos motivos. La fortuna puede hacer felices a los que hizo desgraciados, y es malo atender antes a ella que a los efectos y sentimientos de la naturaleza. No quisisteis saber de vuestro hijo pobre, lo echasteis de vuestra casa porque no le queríais ver casado con la desgraciada hija de Belisario, y ahora creo os tendréis a grande honra el devolverle vuestra gracia y paterno cariño».

     «Bien se pueden recibir tales lecciones, dijo entonces Septimio, de quien quiso acoger a Maximio y declararle su hijo y heredero; por lo mismo háceseme más gustosa vuestra mediación para devolverle la gracia que me pedís y que deseo. Aquí me tenéis, Scipión, pasaré con vos a casa de Belisario para abrazarle».

     «No os está bien, Septimio, dijo entonces la madre, el ir vos a casa de Belisario. Como padre debéis esperar que venga vuestro hijo Maximio a pediros la gracia que desea».

     «¡Ah, Dantila!, exclamó Septimio oída su pretensión, ¿no vino ya el mismo Maximio a pedirnos esa gracia que cruelmente le negamos? Ved aquí el poder de la vanidad y de la ambición; pobre y amante de Eudoxia lo desechamos y desheredamos y ahora, honrado del Emperador, nos tenemos a mucho el reconocerle por hijo. Vuestras antiguas etiquetas con Antonina envolvieron insensiblemente mis sentimientos y me indujeron a degenerar de padre con Maximio. ¡Cuán bárbaramente lo traté cuando se me postró de rodillas! Mas, ¿para qué pierdo tiempo en quejas que me retardan el momento de abrazarle? Estoy con vos, vamos allá».

     Dicho esto se levanta Septimio y se encamina con Scipión a casa de Belisario, dejando mortificada a su mujer Dantila, aunque no menos deseosa de ver a su hijo Maximio. Éste, que estaba esperando las resultas del encargo de Scipión, luego que le vio venir con su padre Septimio salió su encuentro y se precipita en los brazos de su padre, llevado de la ternura de su afecto y del consuelo que le causaba su venida. Septimio, estrechándole a su seno le decía llorando:

     «Perdona, hijo mío, perdona el cruel exceso a que arrastró a tu padre la vanidad, pues la desmintió la naturaleza en el corazón paterno. La misma te vengó de nuestro proceder indigno».

     Decía Maximio, llorando también, que no le quisiese mencionar más tales cosas, sino que le dejase disfrutar de la entera complacencia y dulce satisfacción que le restituía con su devuelto cariño.

     Usó Septimio de las mismas expresiones de arrepentimiento con Eudoxia y con Belisario, que quisieron salir también a su encuentro y le introdujeron en sus estancias, donde quedaron borrados los antiguos disgustos y quejas, substituyendo en vez de ellas los más afectuosos cariños con motivo de su próspera fortuna. Tardó poco a confirmarlas Dantila, madre de Maximio, que no pudo sosegar quedando sola en su casa sin ir también a reconciliarse con su hijo y con Eudoxia, con cuya venida se renovaron las lágrimas y las expresiones de sentimiento por lo pasado, dándose mutuamente nuevas prendas de permanente amistad y de cariñosa benevolencia. El corazón de Eudoxia, casi insensible al gozo por su restituida grandeza y honores, gozaba sumamente de la reconciliación de los padres con el hijo, que era lo único que le quedaba por desear.

     Mas el Emperador Justiniano, no satisfecho de las honrosas demostraciones que hizo a Belisario, quiso dar también testimonio público de su inocencia enviándole a llamar por medio de dos señores principales de su corte. El pueblo, sabido esto, llenaba las calles, curioso de ver aquel ilustre y desgraciado ciego devuelto a la gracia del Emperador, y con el murmullo de sus voces y con las continuas expresiones de cerca manifestaba el tierno alborozo que todos probaban y que les merecía su cambiada fortuna.

     El Emperador, que esperaba a Belisario en medio de su espléndida y lucida corte, luego que llegó a su presencia fue el primero en decirle:

     «No es fácil, ¡oh, fiel e ilustre Belisario!, que pueda precaver siempre el que gobierna las malignas insinuaciones de los que, abusando de la confianza del Príncipe, atienden antes a las miras particulares de sus malvadas pasiones que a los derechos de la justicia y a la gloria del Imperio. Mas si yo, inducido de sus perversos consejos, creí sostener tales derechos y gloria en vuestra desgracia, esta misma exige de mí que, conocida la verdad de vuestra inocencia, dé público testimonio de ella a todo mi pueblo restituyéndoos mi amistad, mi estimación y gracia, y con ella todos los bienes y honores de que logró injustamente despojaros la envidia».

     Belisario, oído esto, respondió:

     «Señor, vuestra piedad augusta pone el colmo a la satisfacción de mi reconocimiento. Mas puesto que os dignasteis exceder en honrarme con tal demostración, ésta realzará siempre la grandeza de vuestros piadosos sentimientos. Vuestra gloria y la del Imperio me interesaron siempre mucho más que mi fortuna. Mi desgracia no consiguió disminuir ni mi concepto ni mi aprecio de vuestra clemencia y justicia; ni éstas creo que tuvieron parte en lo que fue antes efecto de mi adverso destino que de vuestra voluntad. De hoy en adelante Belisario ciego no echará ya menos la luz del día. ¿Qué cosa más estimable pudieran ver mis ojos en la tierra que lo que acaban de oír mis oídos?»

     No le dejó pasar adelante el Emperador, diciéndole que si la falta de la vista le impedía conducir ejércitos, no le impediría el ser su consejero en el gobierno, para lo cual le había llamado a la corte. Belisario, que enseñado de la desgracia anhelaba solamente su retiro y sosiego, oyó con algún disgusto el nuevo honor con que quería condecorarle el Emperador. Manifestole, sin embargo, el aprecio que hacía de tal honra, pero le rogó quisiese dispensar a su edad de un peso que no podían llevar sus fuerzas, y que le permitiese ir a pasar los pocos días que le quedaban de vida en la quietud del campo, que era lo que sólo competía a un ciego inválido y trabajado, y lo que sólo ansiaba.

     Tales fueron sus respetuosas instancias que el Emperador se vio precisado a condescender con ellas, dándole todos los honrosos cargos de cuyo ejercicio le eximía. Agradeció Belisario este favor con vivas expresiones y se despidió para volver a su casa, como lo hizo entre las aclamaciones del pueblo que concurría a darle los parabienes y a manifestarle el sumo aprecio y concepto que conservaba a la memoria de sus gloriosas hazañas. Recibiéronle con mayor satisfacción y más cumplido gozo Eudoxia, Domitila, Maximio y el buen Scipión, a quien Belisario manifestó luego la gratitud que conservaba a sus favores haciéndole un precioso regalo y ofreciéndole la granja que había determinado ir a habitar, en caso que quisiese ir a vivir con él, o bien que si gustaba de quedar en la ciudad le hacía dueño de la propia casa, que dejaba. Agradeciole Scipión sus generosos ofrecimientos, pues quería volver a cuidar de sus haciendas, prometiéndole de ir a pasar con ellos algunas temporadas en la granja que había escogido para su morada.

     Estaba ésta sita en un paraje delicioso sobre la playa del mar Egeo. El vasto terreno que dominaba servía antes de la desgracia de Belisario de deleite y de ostentación, sin particular utilidad en sus varios vergeles y bosquecillos que le hermoseaban, y en las costosas fuentes y estatuas que le servían de magnífico adorno. Nada de todo esto podía ya empeñar la modestia de Belisario. Aunque no eran inferiores en magnificencia otras granjas que poseía y que se le devolvieron, prefirió ésta por su mayor salubridad y por estar más distante de Constantinopla. Eudoxia, Maximio y Domitila fueron sus solos compañeros, llevando consigo pocos esclavos que le sirviesen, no queriendo ya dar cosa alguna a la ostentación en aquel delicioso asilo de su deseada tranquilidad, que le hizo tan apreciable su adversa fortuna.

     La misma contribuyó para consolidar la ternura y constancia de los amores de Eudoxia y de Maximio y para que éste se prestase a las máximas y consejos de la virtud, luego que su vivo genio, no encontrando obstáculos que vencer, se tranquilizó con la posesión de su amable esposa, que cada día se le hacía mucho más estimable y que con sus callados ejemplos de moderación y dulzura, antes que con sus consejos, perfeccionaba insensiblemente los sentimientos de su marido. ¿Cómo podía dejar de ser bueno Maximio en tal escuela, ni echar menos los honores que les devolvió la fortuna y que él pospuso a la quietud del campo? Así, mientras otros, inducidos de los ciegos anhelos de la vanidad y de la ambición, desamparan sus antiguos solares por ir a gozar del trato y divertimientos en las ciudades, Eudoxia y Maximio, instruidos de la desgracia, buscaron en el campo su más deliciosa y apreciable morada, lejos de los continuos disgustos y mareos de la sociedad, vacía de sólido provecho y llena de disgustos y congojas.

     ¡Cuán dulce era para Eudoxia aquel tranquilo estado de vida en la posesión de su buen Maximio, en compañía de su glorioso padre y de su amada Domitila! Así presentó la virtud en Eudoxia, a todas las doncellas susceptibles de honesta enseñanza, un ejemplar digno de imitación por sus virtuosos sentimientos, que preservaron su corazón de la vanidad y engreimiento en sus riquezas y abundancia, y le fortalecieron para llevar con resignación y fortaleza la pérdida de todos sus honores y grandeza.

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