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ArribaAbajo El último vuelo del Halcón Milenario

Joaquín Juan Penalva


Luis Bagué Quílez


Han Solo y la Princesa Leia han envejecido; Chewbacca es una atracción de feria para los comerciantes de Tatooine. El Halcón Milenario, abandonado en las heladas frondas de Hoth, espera con estoicismo la hora del desguace. En algún lugar de la galaxia, las naves invasoras se mueven con hilos torpes y espejean sus metales sobre la mesa de montaje. George Lucas, como antes Leone, Spielberg y Scorsese, escribe su versión del Nuevo Testamento: «Ite, missa est».

«Podrá dioses no haber..., pero siempre habrá Olimpo», le espetó el maestro Yoda al Emperador. Mas éste le replicó: «Tus palabras son aire y van al aire, tus victorias humo y van a la ceniza». Obi-Wan, de naturaleza pragmática, veía la situación desde otro prisma: «Más se perdió en las guerras Clon». La noche perpetua se cernía sobre Coruscant mientras los personajes levantaban la trampilla y descubrían el tinglado de la antigua farsa. ¡Qué mala cosa es haber hecho un decorado demasiado pequeño!

Otro emperador, Ming, toma el té entre bambalinas; la máscara se ha convertido en rostro. Una sombra recorre Gotham City y se desvanece en los cráteres lejanos de Kriptón. Éste es el camino que conduce a Oz; más allá sólo existen los sueños.

Alguien se despierta y bosteza; comprueba con horror que no hay pasta de dientes y que han cortado el agua por impago. No le queda dinero para la hipoteca y lo único que llegan son facturas. Hoy, entre ellas, asoman los bordes amarillentos de una carta. En el matasellos, una inscripción, unas muescas, acaso un enigma: «Otro chalado con sus monsergas; perra profesión la de poeta». Vuelve a la cama, se quita los calcetines y le cuesta conciliar el sueño. Quedan tres días para que se cumpla el plazo: un mínimo de quinientos versos y él sólo lleva trece. Las esquivas musas no se dejan ordeñar como antaño y el Diablo anda demasiado ocupado dejándose tentar por promotores inmobiliarios.

Sale a la calle. Camina con las manos en los bolsillos, como en un viejo drama neorrealista. En un parque cercano, una anciana dialoga con la estatua de Riego y un mimo tuerto obsequia a los transeúntes con iconoclastas cortes de mangas. Unos niños juegan a disciplinarse con las cadenas de los columpios y descienden de cabeza por el vértigo azul de los toboganes. Otros, algo mayores, se afanan en arrancar por su base al simpático caracol con muelles que habitualmente les sirve de potro   —36→   de tortura. Al otro lado, una joven sentada en un banco con impostada delicuescencia abandona por un momento su libro de Fichte para esgrimir una tijera curva con la que descabeza la uña del dedo gordo del pie, siempre rebelde a estos rigores. El poeta no sabe si ofrecerle su sabia conversación a la anciana, si escupirle al mimo en el ojo bueno, si ahorcar a los críos pequeños, si ayudar a los mayores, si leer el libro de Fichte o si, por fin, abandonarse a las dulces mieles del cortejo. Abúlico, opta por volver a su piso. Esta vez no tiene miedo a enfrentarse con el casero -al fin y al cabo, sólo mide metro cincuenta y uno-. Cumple religiosamente la liturgia diaria: archiva las facturas en el fondo del cubo de basura. Desde la escuálida compañía de una raspa de sardina, el rúnico y desteñido sobre se pronuncia. No recuerda haber pertenecido nunca a ninguna asociación. Con manos temblorosas, rompe el lacre que encierra aquel arcano; un pergamino anuncia maravillas: «Obras completas de Tolkien forradas en piel de mofeta albina. Mucho más cómodo para usted. Entrega a domicilio. 12'03 euros mensuales, pagaderos en tres generaciones. Lo disfrutarán sus nietos antes del meteorito. Mapa coloreable de Tierra Media enmarcado con polietileno y diseñado por Mariscal. Figurilla de Frodo con cabeza extraíble para que sus hijos puedan meter sus ahorros. Muñeco hinchable de Gandalf el Gris (no se rompe, no se pincha, no es tóxico y sabe a fresa). Puede devolverlo en diez días sin compromiso».

El poeta acaba de ver la luz. En los anaqueles de la biblioteca, un antiguo futurista ruso, Vledimir I Khlebnikov, el rey del tiempo, sonríe con barbas proféticas: «Creo en la Fuerza Todopoderosa, que irradia desde el Centro hasta los planetas del Borde Exterior. Creo en los Jedis de la Antigua República. Creo en las irisaciones de una espada de luz. Creo en las palabras de Yoda y Qui Gon-Jinn, su fiel discípulo. Creo que el Imperio es aburrido y derrelicto, y Palpatine, su Sumo Pontífice, un sátrapa irredento. Creo en Darth Vader y su único hijo varón, que camina sobre los cielos y, en tiempos de Han Solo, descendió a los infiernos y robó el Fuego Oscuro. Creo en el Reverso Tenebroso, señor y dador de dudas, de todo lo eterno y lo inmutable, de todo lo perdido en el hiperespacio. Creo que debe existir una nueva esperanza y que siempre nos quedará la galaxia. Ave, Skywalker, los que van a navegar te saludan».

En un arrebato de capa y espada, el poeta desenfunda la capucha mordida de su bic y aterriza sobre la superficie de una página en blanco. «¡Más cuartillas, que es la guerra!». El Halcón Milenario remonta el vuelo. Es su último viaje y todos los pasajeros muestran su tarjeta de embarque. Allí aguardan su turno Spiderman, Bond, Marilyn, Cotten, Morfeo, Lee (Christopher y Bruce), Joker, Hepburn (Katharine y Audrey), e incluso un viejo con sombrero ladeado al que todos conocen   —37→   con el nombre de Rick. El capitán Solo maneja el timón y la nave va surcando el celuloide: Casablanca, Gotham City, la Torre de Londres, Matrix... Sobre el papel se cierne el rastro de una estela perpetua. El poeta se despereza. Tiene las manos manchadas de tinta, barba de tres días y el cabello despeinado. Contempla las picudas grafías de un lugar que acaso nunca existió. «Contad si son quinientos, y está hecho». Llama a la sección de anuncios por palabras del periódico local: «Ya no voy a necesitar sus servicios; pueden retirar mis dos anuncios: 'Se ponen títulos', 'Se reparan poemas'». Esa misma tarde, en la biblioteca municipal de rigor, después de sobornar a un jovencito imberbe que había reservado el ordenador para ostentar sus vicios, asiste de incógnito a un brindis privado entre Frankenstein y King Kong, entre Peter Pan y Caperucita Roja, entre Moriarty y Poirot: «He aquí la vida, quien la probó lo sabe».

El poeta se aleja sin amaneceres, canales ni música. En sus manos esconde un secreto. «Todo esto tiene un nombre: la versión Vader».