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Expresividad de los sonidos del lenguaje, ¿también en su producción?

Sebastián Mariner Bigorra



Comunicación leída en el XV Simposio de la Sociedad (Córdoba, 17-XII-1985). Su texto actual se beneficia de las observaciones formuladas a su exposición oral por los señores Fuente, Moralejo, Narbona, Raya y Rodríguez Adrados. Cónsteles explícitamente mi reconocida gratitud.






- I -

El estudio científico de la expresividad de los sonidos del lenguaje parece que no puede darse por alcanzado hasta ya pleno siglo XX, con las obras de Grammont, ejemplar y recíprocamente complementarias. El estudio sobre Le vers français1 servía, a la vez, de cantera de materiales, taller de contraste y acicate de observación e interpretación; el Traité de Phonétique2; era la teorización discreta y globalizada de aquellos y otros datos concretos, decantación de sus aparentes discrepancias hasta la consecución de una doctrina para el lenguaje universal. Inútil sería ponderar aquí, por ya sabido, cuánto pudieron deber estas descripciones generales a los hallazgos de la boyante Fonética experimental, consolidada ya después de la intensa brega de un par de generaciones, y consagrada incluso para los hasta entonces y casi desde todo el siglo XIX omnipresentes estudios diacrónicos, luego que, en pos de las descripciones comprobadas a partir de Rousselot, había aprovechado Juret los movimientos de los órganos bucales para explicar evoluciones de la conjugación latina3, patentes y archiconocidas, pero nada justificadas hasta entonces.

Lo curioso es que, en lo que atañe a la expresividad de los tales sonidos, no parece que la nueva precisión de los conocimientos de cómo se producían -tanto en la época heroica de los palatogramas como en la ya opípara de los rayos X, que permitían ver lo que pasaba no ya sólo en la boca, sino hasta en la glotis del hablante- sirviera para mucho: todo lo que se conseguía racionalizar de los efectos expresivos se refería a su impacto en los oídos, cuando de la Fonética acústica apenas habían empezado los rudimentos: ni siquiera se hablaba de bemoladas ni de segundo formarte cuando ya la armonía imitativa, el choque de las oclusivas, las agradables sensaciones de las sibilantes servían para explicar a Zorrilla y a Virgilio, del mismo modo que la monotonía de las oes daba cuenta del verlainiano.

les sanglots longs des violons de l'automne.



Con ello, seguramente nadie extrañará que, a dos milenios de distancia, las intuiciones precientíficas de la Retórica clásica hubieran andado por la misma vía. En este sentido, el estudio de la expresividad de los sonidos en el Traité de Marouzeau -que, antes de ser de Stylistique latine, lo había sido de Stylistique appliquée aux textes latins4-, basado en Grammont, a quien cita explícitamente5, está casi en su conjunto referido al acopio y hermenéutica de las fuentes antiguas alusivas a la cualidad agradable o desagradable de las litterae, y a la detección de armonías imitativas en la poesía, proyectando sobre la latina los hallazgos grammontianos respecto de la francesa, que se daban por buenos -y por aplicables- porque ofrecían la innegable ventaja de poderse corroborar mediante la experimentación en oyentes modernos; bien entendido que se trataba de armonías según éstos podían percibirlas acústicamente y, así, retrotraerse a los romanos.

Algo, quizá, podrá decirse tocante a aquellos testimonios coetáneos acerca de las «letras» agradables y desagradables, lo mismo que de sus combinaciones. En cuanto a éstas, nos atañe muy de cerca la renuencia de varios geógrafos antiguos a los topónimos hispánicos, especialmente del N. de la Península, por lo mal que sonaban a sus oídos refinados6; en cuanto a las simples letras en sí, la «canina» r7 puede servir de ejemplo de cuán básica era la «acusticidad» para su desaprobación. A lo mejor, sobre la f, insuauissima littera8, quepa basar el «casi» con que esta preponderancia de lo acústico hubo de ser aquí paliada poco antes. Pues a mí, al menos, a la vista de cómo les arrobaban a los romanos los sonidos de las letras griegas de que ellos carecían9, me entra la sospecha de que con la f haya pasado en esos helenizados oradores y retóricos exactamente la viceversa: que la encontraran desagradable porque los griegos (todavía) no la tenían. Hasta el punto de que no acabaría de convencerme quien pretendiese ver un primer atisbo de expresividad de producción en el intento de Quintiliano10 para razonar esa disfemia: «hay que soplarla por entre los intersticios de los dientes casi no con dicción humana, o mejor, sin voz de ninguna clase». O ¿es que no había otras sordas en latín? O ¿acaso no era «suauissima» otra fricativa también sin voz, la sibilante, que se filtraba asimismo nada menos que por donde los dientes hunden sus raíces? Como fuese, habrá que reconocer que nada se dice de la sensación que aquella emisión «no humana» hubiese de producir en el propio hablante. Más bien, pues, algo parecido al otro curioso tipo de expresividad que ha hecho escribir aquel «casi»: expresividad tal vez increíble -y, de hecho, poco creída-; pero que nuevamente es de percepción y no de producción; no acústica, cierto, sino visual. Es la divertida noticia11 de que la Z perdió su uso y lugar primitivo en el abecedario latino, eliminada por orden -o por influencia- de Apio Claudio el Ciego, porque «en su emisión se imitaba el rictus de un cadáver»12. Aquí la cuestión de si hay referencia o no a sensación en el emisor no parece ni planteable siquiera: por definición, un cadáver carece de sensaciones.

Y no parece que haya sido planteada en general, ni tan sólo al compás de los grandes adelantos que las nuevas bases de la Estilística postsaussureana de un Bailly13 y de un Dámaso Alonso determinaron en la fonostilística, como tampoco de las precisiones que les supuso la aportación del concepto desconvergencia de estilemas» por parte de nuestro añorado V.-E. Hernández Vista y de E. Rifaterre. Que, cuando nuestro malogrado amigo le justificaba a Dámaso Alonso el porqué de la «obscuridad» de la u en su análisis magistral de la

infame turba de nocturnas aves14



gongorina, arguyendo que esta vocal es la única de la palabra que designa en el propio castellano lo más claro que cabe pensar en este mundo, luz, no se movían ni uno ni otro de la misma faceta acústica de la percepción.




- II -

Y, sin embargo, no ya entre Cicerón o Quintiliano, sino entre Grammont o Bailly y ellos había llovido. Y mucho. Nada menos que la tricotomía -de momento- de las funciones bühlerianas del lenguaje. Una de las cuales era, precisamente, el síntoma, no en balde llamada también entre nosotros «expresiva» por antonomasia: el hablante no notifica nada, no trata de influir en la voluntad del interlocutor; simplemente, se exterioriza. Es el «¡Dios!» del ateo estupefacto o contrariado, o el «¡madre mía!» del soldado que se desangra a miles de kilómetros de su casa; es, en una gran parte, el terreno de las interjecciones. ¿Sólo de ello y análogos? ¿No habrá también en la emisión misma la posibilidad de «desfogarse» un poco y de «desahogarse» también poco o mucho? Quienes pueden exteriorizar su euforia mediante la prolongación de la -o en el andaluz « ¡góooo...!» o de la -l en el cast. general «¡golll...!» -especialmente ya no en la dicción sobria de Matías Prats, padre, sino en la efectista de los discípulos e imitadores de Bobi Deglané-, ¿no gozan más alargando -l que alargando -o, porque con aquélla, además, aprietan su lengua contra los alvéolos, en vez de tenería inertemente inmóvil curvada hacia atrás, sin sentirla? Sin ir más lejos -mejor: sin ir nada lejos-: en la preparación de este Simposio, ante un cuadro con dificultades para acabar de «cuadrar» porque se supone que quedan aún algunos nombres repetidos, la señora Cantarero alarga inesperadamente las -n- trabadas en «hace un momento creí ver por ahí a otro Fuente...»15. Repreguntada, aclara que, mientras las prolongaba, «ganaba tiempo» para reseguir el cuadro con la vista y hallar el apellido duplicado. N larga, «gesto» de detención, dibujo sobre la cuartilla que se tiene delante mientras se está con la atención en otra cosa, actividad suspensiva en tanto que se procura «estar quieto» para no distraerse de lo principal... ¿Sí? ¿Posible(s) algunas) de estas «salidas al exterior»?




- III -

Justamente por ser el síntoma una función tan esencialmente subjetiva, el peligro de verse engañado por la subjetividad puede ser, aquí, grande, y cualquier precaución parece poca para procurar evitarlo.

Quede reconocido, pues, ante todo, que no cabe desconocer que el hablante, en condiciones normales, es también oyente suyo, de modo que convendrá extremar los cuidados para no tomar como sensaciones musculares lo que cabría que no fuese sino una nueva prueba de la expresividad acústica de las largas. Pero, de modo análogo a como el «¡madre mía!» del ejemplo pocas veces habrá sido pronunciado para escuchárselo uno mismo, e incluso cabe que se haya dicho y repetido entre el estruendo de obuses y bombas, de modo que ni siquiera el emisor haya podido oírlo, así también pueden darse -y aun procurarse experimentalmente- disposiciones en que se pueda analizar si realmente son o no los músculos o el tímpano los que producen la sensación de demora, el gusto, el desahogo en el uso de la interjección, de la onomatopeya, del insulto o del piropo.

Entre las características que más fácilmente parecen poder atribuirse a sensación muscular predominante sobre la acústica que puede acompañarla en el hablante mismo cabe contar algunos alargamientos expresivos de vocales y de consonantes, o el equivalente de éste en uno de los casos seguramente más claros, dado que se ha podido representar gráficamente con facilidad por parte de los escritores que han querido reflejarlo en la pronunciación de sus personajes: el número de vibraciones de la r múltiple, más allá de las seis admitidas como todavía «normales» en castellano16.

Naturalmente, si la hipótesis cuajara, las consecuencias iban a ser de largo recorrido. Lo de menos parece que sería la comprobación, dado que, por tratarse de algo observable en lenguas usuales, permite un recurso a la introspección del lingüista mismo y a la encuesta de otras personas de la propia comunidad lingüística o de otra ajena, a fin de evitar la terriblemente peligrosa subjetividad ya aludida.

En cambio, ya sería mucho más largo el análisis a este respecto del material de cada lengua, aun limitándose a lo que, de entrada, parece que habría de resultar más productivo según ya consta arriba: interjecciones, onomatopeyas, etc. A continuación tocaría la tarea comparativista de confrontar si las preferencias coinciden o no entre usuarios de lenguas distintas, de modo que cupiera o no señalar algunas tendencias generales.

No parece adecuado ir proponiendo tareas sin, al menos, arrimar el hombro. De momento, y para que valga, al menos, como ejemplificación, me atrevo a adelantar que, en igualdad del resto de las circunstancias, la expresividad muscular parece poder ser mayor en vocablos agudos, acabados en consonante, y más si ésta es de las continuas, y que el esfuerzo de las labiodentales -la f en general y la v donde lo sea- es capaz de descargar mucho más el ánimo alterado por cualquier pasión. Pueden corroborarlo comparaciones entre onomatopeyas del bofetón (plaf y plan, con ventaja innegable para la primera a los efectos indicados), del tenis sobre mesa (pim pom, mucho más incitantes que los correctos ping pong -y éstos más que los neutralizados pin pon-); para quien sea capaz de compararlos en su boca, como es mi caso, un betacista y yeísta «no bui!» no tiene equiparación con el pletóricamente rebelde «no vull!», en las mismas condiciones de intensidad, altura, entonación y cantidad.

Pero no todo tiene que ser trabajo. De llegar a confirmarse estas osadas sospechas, bien parece que valdría la pena el esfuerzo empleado: con esta expresividad en la producción encontrarían explicación razonada procedimientos que, de momento, no han pasado, en los estudios diacrónicos, de ser reconocidos como expresivos y correctamente delimitados como tales. Así, p. ej., la llamada «geminación afectiva» del latín17. De sus dos grandes grupos, uno -la de términos del vocabulario infantil- no necesita explicaciones: su mismo epíteto es razonador; al menos, lo que en esa lengua se halla en mamma, atta, nonnus, etc., no parece distinto de lo que presentan análogamente gr. pa/ppa, hebr. abba, etc. En cambio, la presencia de geminadas en designaciones de partes del cuerpo, por así decir, «fácilmente caricaturizables», como nassus (frente al no expresivo nares), bucca «moflete», etc., y, sobre todo, en nombres de defectos físicos fácilmente empleables como insulto o befa -en un pueblo que no se recataba de imponer a algunos vástagos suyos cognombres como Brutus y Bestia-, del tipo de flaccus «flaco», gibbus «jorobado», lippus «legañoso», etc., no parece ya poder justificarse mediante una referencia al balbuceo infantil. Una atención a esta expresividad de empleo infamante o insultante o, al menos, despectivo, parece más capaz de encontrar razones para el esfuerzo de tensión que una geminada supone.

Ir más allá, hoy por hoy, me parecería ya muy arriesgado. Caminos seductores no faltan, como la persecución de si algunos términos forjados de gran éxito -desde Emmanuel y demás sacros en -el, hasta Strogoff y Rebull, mucho más plenos que otros de unos mismos autores que no refinen las características que he apuntado, como, respectivamente, Yahvé, capitán Nemo o Rius- han podido deber parte de esa plenitud a sus acentuaciones oxítonas y consonantes continuas finales, con independencia de la voluntad de sus creadores y de la conciencia de sus lectores y usuarios. Pero adentrarse por esas rotas debo dejarlo, en las condiciones actuales, en pura tentación.





 
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