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ArribaAbajoEl chancho gordo

Un cerdo a medio cebar no tenía más que gruñir un rato, al despertarse, para que al momento viniera un peón con dos baldes llenos de suero, una ración de afrecho y otra de maíz, sin contar algunos zapallos y restos de cocina. Con la panza siempre llena y nada que hacer sino dormir, el excelente animal se consideraba feliz y siquiera tenía el tino de no pedir más.

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Era en invierno, con tiempo de sequía, grandes heladas, y los campos estaban en muy mal estado: a tal punto que los caballos, lo mismo que las vacas y las ovejas, estaban sumamente flacos y con miras de volverse osamentas.

Se quejaban, pues, de su mala suerte y no teniendo que comer, se lo pasaban maldiciendo del hombre, su amo, que no se acordaba de ellos y los dejaba abandonados, sin hacer nada en su favor; y no dejaban de mirar con envidia al cerdo a quien no se mezquinaba la comida, dándole de todo a él, como si fuera más que ellos.

El cerdo los oía y sin dejar de moler maíz y de chupar con avidez la leche espesada con afrecho, murmuraba con profundo desprecio... y algo de inquietud:

-¡Gente envidiosa, que nunca está contenta! ¡Socialistas!




ArribaAbajoFlores quemadas

El fuego devastador había pasado por allí; destruyendo, arrasando todo y dejando en lugar de la lozana y tupida vegetación, una extensa mancha negra, de aspecto fúnebre.

La oveja, asimismo, a los pocos días, ya empezaba a recorrer el campo quemado, encontrando entre los troncos calcinados de las pajas brotes verdes que saboreaba con tanto mayor deleite, cuanto más tiernos eran.

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Alcanzaba ya a saciar su hambre con relativa facilidad y pensaba que las quemazones no son, por fin, tan temibles como lo suelen ponderar algunos.

Y justamente encontró a la mariposa que andaba revoloteando por todos lados, triste como alma en pena que busca, sin poderla encontrar, la puerta del cielo, y lamentando el terrible desastre causado por el fuego.

La oveja le preguntó, entre dos bocados, por qué lloraba tanto; y contestó ella entre dos sollozos: «por las flores».

La oveja se echó a reír, encontrando peregrina esta idea de llorar por las flores, cuando con sólo dos noches de rocío volvía a crecer el pasto con tanta fuerza.

-Cierto es que las flores son bonitas -dijo-, con sus colores tan variados, y su perfume tan suave; pero aunque me guste también comerlas porque dan más sabor al pasto, creo que muy bien puede uno pasarlo sin ellas, y que no porque falten, se debe dejar de comer ni deshacerse en llanto.

-¡Ay! -contestó la mariposa-. El pasto volverá a crecer seguramente y las ovejas a llenarse; pero las flores, ellas no volverán en todo el año con sus colores hermosos y su delicioso perfume; siempre habrá de comer para la hacienda, pero no ya para las mariposas.



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ArribaAbajoEl médano y el pantano

Justamente por donde pasaba el camino carretero, un médano amontonaba arena siempre tan removida por el viento, que nunca podía crecer en ella una mata de pasto. El médano sentía verse tan inútil, la cosa peor y más humillante en este mundo; y cuando por las lluvias se había puesto intransitable el pantano que se extendía a sus pies, y que los carreros tenían por fuerza que cruzar por la arena para evitar de dos males el peor, sufría al oírlos renegar contra él.

La suerte del pantano no era mejor: los carreros lo cruzaban con el Jesús en la boca, por poca agua que hubiera caído, casi seguros de quedarse atascados en él, y poco cariño le podían tener a semejante estorbo. Aun en verano, cuando estaba seco, y que no presentaba más que su área polvorosa y desnuda, lo miraban de reojo, acordándose de los malos ratos pasados en él.

Pero, a fuerza de vivir juntos y de contarse sus penas, empezaron el médano y el pantano a prestarse mutuo auxilio. Ayudado por el viento travieso, el médano desparramó poco a poco su arena sobre el pantano, tapando con ella los pozos cavados en éste por el médano, y que ambos se cubrieron con pastos finos y tupidos, sin que en uno se estancara el agua, sin que en el otro se moviera ya el piso con el soplo del viento.

Y vino el día en que quedaron parejos el pantano y   —70→   el pasar de los carros.

En ambos podían pastar los rebaños y cruzar las tropas de carros, sin que los carreros renegasen, incontrastable prueba de lo acertada que había sido su alianza.




ArribaAbajoMaledicencias

Mientras desfilaba la majada, al salir del corral, un carnero que caminaba solo, escuchaba la conversación de dos ovejas que iban detrás de él. Hablaban de sus compañeras y criticaban sin piedad a todas las que pasaban cerca de ellas. «¡Qué facha! ¡Qué modo de caminar! ¡Qué lana fea! ¡Qué gorda! ¡Qué flaca!» y mil otras cosas peores, algunas.

El carnero, pensando al oírlas, que quienes así hablaban no podían ser sino un compendio de la hermosura ovejuna, se dio vuelta, dispuesto a admirar, y se encontró con dos caches horrorosos que casi lo asustaron.



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ArribaAbajoLa mulita indiscreta

Al pasar, de noche, cerca de la cueva de unos peludos, una mulita oyó el ruido de la conversación, y como es bastante curiosa por naturaleza, se acercó despacio y paró la oreja para escuchar mejor. Primer no oyó más que el murmullo confuso del cuchicheo; y pensó que no debían hablar de religión ni de política, pues parecían muy sosegados; concentró su atención y empezó a distinguir las palabras cuando comprendió que de ella misma y de su familia se trataba.

Pensó, pues parecen ser bastante amigos, aunque parientes, los peludos con las mulitas, que estarían haciendo su elogio, y ya se preparó a saborear alabanzas que tanto mayor valor tendrían, cuanto más sinceras tenían que ser.

Había vivido poco, ignorando todavía que a los ausentes, lo mejor que les pueda suceder, es que no se acuerde nadie de ellos, y prestando más y más el oído, oyó que uno tras otro, como frailes en responso, los peludos cantaban sus glorias y las de su familia, pero de singular modo, no dejando un vicio, un defecto, un ridículo, que no atribuyeran a ella o a alguno de sus más queridos deudos. Oyó cosas terribles, que nunca se hubiera pensado que pudiesen salir de la boca más odiada, invenciones pestilenciales, calumnias ponzoñosas,   —72→   pérfidas exageraciones y restricciones peores, alegres votos de muerte, de ruina, de deshonra para ella y para los suyos; y se fue corriendo a su cueva, a contarlo todo a su madre, aniquilada por el dolor de haber oído tamañas cosas.

-¡Bien hecho! -le dijo la madre-, bien hecho, por indiscreta. Guarda tu oído de las rendijas, pues no acostumbran ellas cantar alabanzas ni tampoco tienen para qué guardar la boca.




ArribaAbajoVae soli!

5

Cazadores de todas clases hacían estragos entre los bichos silvestres de la Pampa. Unos con escopetas mataban a larga distancia perdices, patos y palomas; otros con boleadoras perseguían al avestruz y al venado; las mulitas y los peludos, en las noches de luna, eran degollados por centenares; no escapaba ningún animal de ser víctima de la codicia o sólo del instinto destructor del hombre.

Formaron una sociedad para tratar de aminorar sus males, y cada uno de los socios se comprometió a avisar a los demás por señales apropiadas a sus medios, de cualquier peligro de que tuviera noticia.

Por cierto que esto no impidió del todo la matanza, pues siempre hay incautos o malévolos, pero la hizo disminuir en grandes proporciones.

Al mirasol le propusieron entrar en la sociedad; pero no quiso él. Alegó que no tenía enemigos; que   —73→   sus relaciones con el sol lo elevaban demasiado encima de los demás habitantes de la tierra, para que pudiera rebajarse a ser un simple miembro de cualquier asociación; que su género de vida, puramente contemplativa, no admitía que se pudiese molestar en avisar a los demás de peligros que para él no existían; que no podía desprender su atención ni un momento de la adoración perpetua del astro del día, al cual había consagrado su vida; y que por fin, siendo él de una flacura tan extrema, la misma muerte temería mellar su guadaña en sus huesos y no corría personalmente ni el más remoto riesgo de incitar la codicia de los cazadores. En vano don Damián, el venado, persona muy prudente, le hizo observar que nadie en este mundo puede guarecerse a la sombra de su propio cuerpo; le opuso el mirasol los invencibles argumentos del egoísmo.

Pero sucedió que entró la moda entre las mujeres, de llevar de adorno plumas en la cabeza, y particularmente copetes delgados y finos. Pronto se les ocurrió a los cazadores que el copetito blanco del mirasol era lo más apropiado para el objeto; y la matanza empezó.

¿A quién hubiera podido ser más útil el aviso del peligro que a este eterno soñador cuya vista siempre queda perdida en las regiones etéreas y que parece olvidarse de que la tierra existe?

No se había querido dar por solitario de sus semejantes; y dejaron éstos, indiferentes, que perdiera la vida.

Cada uno, en este mundo, de todos necesita.



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ArribaAbajoLa gran conejera

Parecían haberse olvidado los conejos de que los repollos y las zanahorias no crecen en la conejera; y se habían amontonado en ella, cavando cada día más cuevas, y también encontrando la vida, cada día más difícil. Como nadie se ocupaba de sembrar ni de plantar, los precios de los alimentos habían subido enormemente, y a pesar de cavarse cuevas y más cuevas, éstas no alcanzaban para la población siempre creciente de la conejera, y los precios de los alquileres iban por las nubes.

Todo estaba repleto, desbordaba; siempre había que fundar más escuelas, crear más hospitales, abrir nuevas vías. Tanto para todo esto como para impedir que siguiese esa aglomeración anormal, las autoridades inventaron impuestos nuevos y perjudiciales al desarrollo de la fortuna pública, y como se quejaban muchos de que no había trabajo para ellos, la miseria era grande, y pocos eran los que alcanzaban a satisfacer su apetito.

La situación era lo más tirante, y hasta disturbios graves se hubieran podido producir, cuando un conejo, iluminado, no hay duda, por una luz divina, un conejo de genio, se acordó que fuera de la conejera había campos inmensos, despoblados y fértiles, donde la vida abundante quedaría asegurada para cualquier número   —75→   de conejos que fueran allá a plantar repollos y sembrar zanahorias.

Convenció a las autoridades; éstas dejaron por un momento de atormentar su imaginación exhausta, y en vez de seguir buscando nuevas fuentes de impuestos, regalaron a cada conejo que quisiese ir a plantar repollos, una pequeña área de tierra desierta.

La abundancia renació como por encanto, y hasta los que quedaron en la conejera tuvieron con qué comer a sus anchas, pues los que de ella habían salido producían para comer, vender, dar, prestar y tirar.




ArribaAbajoLos zánganos en la colmena

Las abejas, un día, creyeron que andaría mejor el gobierno de la colmena si estableciesen impuestos para costear los servicios públicos. Viendo que los zánganos andaban ociosos, les ofrecieron encargarles la cobranza, lo que éstos aceptaron gustosos, ya que era trabajo liviano y bien remunerado.

Pero, poco a poco, indujeron éstos a las abejas a aumentar el número de los cobradores, consiguiendo así colocar a una cantidad tan considerable de sus amigos, que hubo que aumentar los mismos impuestos para pagarles, y que toda la miel de la colmena amenazaba ser poca para tanta gente.

Las abejas se dieron cuenta del peligro y decretaron la inmediata expulsión de los zánganos. Hubo llantos,   —76→   y los zánganos preguntaron llorosos a las abejas qué iba a ser de ellos, una vez en la calle, y las abejas les contestaron: «¡Que hagan miel, pues, ustedes también!».




ArribaAbajoLa gallina y el cuchillo

Hacía tiempo que la gallina soñaba con vengar de la tiránica crueldad del hombre a todos los de su raza que había visto degollar, cuando un día quiso a casualidad que encontrase en el suelo un cuchillo.

Ignoraba que el débil, después de esperar a veces siglos, todavía tiene, cuando le parece haber llegado la hora de la justicia, que aprender el manejo de la espada puesta por ésta en sus manos; quiso apoderarse del arma y no hizo más que cortarse las patas lastimosamente.



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ArribaAbajoFlores marchitas

¡Oh! flores hermosas, las del Deseo ¡purpúreas, enormes, y de perfume embriagador! El viajero anheloso se apura, sube, se trepa sin sentir el cansancio hasta la cima, de donde parecen inclinarse hacia él, iluminando el horizonte. Extiende la mano, toma de ellas un ramillete...

...El ramillete ya está ajado; sus colores han palidecido, sus pétalos se cierran, su perfume se evapora; ya no es la flor atrayente del Deseo; es la flor severa de la Realidad.

Las conserva el viajero; y mucho tiempo después, las volverá a ver, incoloras, con su perfume tenue y deliciosamente apagado de flores marchitas del Recuerdo.

Y si se da vuelta, verá que en la planta han quedado otras, purpúreas todavía, pero de una púrpura deslucida, triste, y cuyo perfume, a la vez suave y amargo, desconsuela. Son las flores del Pesar; también, en otro tiempo hermosas flores del deseo, dejadas ahí por descuido, por desdén o por olvido, por no haber podido o por no haber querido, también por no haberse atrevido quizá, o por no haber sabido.



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ArribaAbajoInteresante sesión

No se sabe muy bien por qué fue, pero una parte de los animales resolvió protestar enérgicamente contra su gobierno, y se llamó por carteles a una gran reunión para cambiar ideas, elaborar programas y echar, por fin, si cuajaba, las bases de alguna revolucioncita, aunque no fuera más que para pasar un rato.

La reunión fue numerosa; muchos oradores enérgicos, unos, o imperiosos, insinuantes otros, o irónicos, y también fastidiosos, trataron de hacerse oír, pero les era imposible dominar el tumulto.

El burro, en ese trance, pensó que sólo él podría imponer su voz y que esto seguramente lo haría elegir jefe del nuevo partido.

Subió, pues, a la tribuna; frunció las cejas, paró las orejas, tomó una actitud tan seria, tan imponente, tan doctoral, que todos, creyendo que iba a rugir, se callaron.

No hizo más que rebuznar: y se disolvió la asamblea en medio de risas.



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ArribaAbajoLa oveja merina y las ovejas criollas

Llovía: acurrucadas las ovejas tiritaban de frío. Una oveja merina, de lana fina, larga y tupida, a pesar del magnífico y espeso manto que la cubría, parecía sufrir más que las que la rodeaban, mal tapadas éstas, sin embargo, y sólo en parte, por unos mechones ralos que dejaban pasar el agua hasta el cutis.

La merina se quejaba y las otras se admiraban de que se quejase, vestida como estaba, por una mojadura, cuando ellas, casi desnudas, soportaban lluvias y fríos sin decir nada.

Una oveja vieja, que habiendo vivido mucho, sabía muchas cosas, les dijo: «No extrañen se encuentre tan desgraciada: es hija de ricos; y la pobreza, madrastra como es, mejor que la prosperidad, entiende de educación».




ArribaAbajoLas dos manos

¿No ve? ¡otro golpe! -dijo, sacudiéndose, la mano izquierda a la mano derecha, que armada de un martillo, iba a seguir pegando como si   —80→   ni tal cosa, y declaró que, cansada ya de ser siempre la víctima, también ella quería manejar el martillo, el serrucho, el hacha y el cuchillo, y que a su vez, la derecha tendría parado el clavo o asentaría la tabla, el trozo de leña o el pedazo de carne.

La mano derecha, sonriéndose, asintió, y teniendo derecho el clavo, entregó a la izquierda el martillo. Ésta lo levantó con esfuerzo, no pudiendo hacer menos que susurrar: «¡Qué pesado!» y dio con él varios golpes con tanta torpeza, que el clavo voló y la mano derecha hubiera quedado destrozada si no hubiera estado sobre aviso.

Se burló de la izquierda, que ya no podía más, sin haber todavía hecho trabajo útil, y la dejó convencida de que si bien estaba hecha para ayudar, no era capaz de manejar las herramientas.

-Uno que otro golpe o tajo recibes, es cierto -le dijo-; pero tu tarea no es tan penosa como la mía, y lo mejor, en este mundo, es hacer lo que uno puede, sin meterse en lo demás.




ArribaAbajoEl gato blanco

Un gato blanco se sentía orgulloso por su magnífico pelaje. Todos lo admiraban y sus amos lo cuidaban con todo esmero, manteniéndolo en la abundancia.

Pero le sucedió lo que a muchos; los amos, en una mudanza, lo dejaron olvidado, y tuvo que andar vagando   —81→   y buscarse la vida. Quiso hacer lo mismo que los demás gatos pobres y cazar ratones, lauchas y pájaros para mantenerse; pero no podía nunca agarrar nada, a pesar de no ser de los más torpes, sin explicarse el porqué de su poca suerte.

Un gato gris, hábil y afortunado al punto de no envidiar a sus semejantes, descubrió el secreto de su mala fortuna y le aconsejó para poder encontrar de comer en cualquier parte, rebajar un poco el brillo de su traje; que fuera revolcándose en el polvo, porque por su pelaje blanco, los ratones, las lauchas y los pájaros de lejos lo veían venir y se escondían o se mandaban mudar, y que por esto era que no cazaba nada. -No sienta bien -agregó-, un traje demasiado vistoso al que tiene que vivir de su trabajo.




ArribaAbajoEl entierro del perro

No hay como ser finado para ser bueno. Un perro muy querido de sus amos había muerto: lo enterraron en el jardín los niños de la familia, y casi lloraban al recordarse unos a otros todas las cualidades del finado.

-¡Qué bien cuidaba la casa! -dijo uno.

-¡Tan valiente que era! -contestó otro.

-Tan fiel.

-¡Tan bueno!

-Tan obediente.

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Y mientras deshilaban ese rosario de alabanzas, el hijo del jardinero se acordaba que con el pretexto de cuidar la casa, el perro lo había mordido a él en la mano, sin la menor provocación.

Una lechuza al oír que trataban de valiente al muerto, no pudo hacer menos que reírse, acordándose que un día ella lo había asustado con sólo rozarlo a la pasada, corriéndolo después a gritos, un gran trecho.

¡Fiel! pensaba el gato, encogiéndose de hombros, ¡sí! cuando le daban de comer; y muy bien se acordaba que el perro se había quedado todo un día en casa del vecino, por haber sido agasajado con un pedazo de carne.

¿Bueno, él? escuchaba con asombro una oveja. Es que nunca habrán sabido por quién fue muerto el cordero que una vez encontraron destrozado.

¡Obediente! ¡qué rico!, cacareó la gallina. Sí, cuando lo llamaban a comer; pero cuántas veces, a pesar del reto que un día le dieron, me robó a mí los huevos. Es cierto que desde entonces, se sabía esconder bien para comérselos.

Asimismo siguieron los niños celebrando las virtudes del finado, sin querer oír nada de sus defectos; porque siempre dura más, y por suerte, el recuerdo de lo bueno que se ha perdido, que el del mal que ha dejado de causar dolencia.



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ArribaAbajoEl chajá y los patos

Una bandada de patos estaba a punto de volar para otros pagos; pero unos querían ir al sur, diciendo que en vista de la estación calurosa que se acercaba, se estaría mucho mejor allá, con grandes lagos siempre llenos de agua, aun en los días más fuertes del verano.

Los otros porfiaban que, acercándose la cosecha del trigo, era mucho mejor irse al norte, a Santa Fe (habían leído sus informaciones en los diarios), donde, decían, hay inmensos sembrados; allá se podría anidar y empollar en las mejores condiciones, por la abundancia de grano que siempre queda en los rastrojos. Ambas partes daban excelentes razones a favor de su opinión, pero ninguna podía convencer a la otra, probando una vez más que, aunque digan, toda discusión es inútil entre gente de opinión contraria.

Por suerte apareció por el cañadón un chajá, y los patos convinieron en someterle el caso, comprometiéndose cada bando a acatar su laudo sin más trámite. Los patos que querían irse al sur, se acercaron los primeros, y después de saludar al chajá, le dijeron:

-¿No es cierto, señor chajá, que es al sur a donde debemos ir?

-¡Chajá, chajá! -contestó sin vacilar el interpelado6, y con un tono de convicción que no admitía   —84→   réplica. Los patos, agradecidos, se pusieron en marcha con rumbo al sur, gritando a los compañeros:

-¿No ven?

Pero los que querían ir al norte los dejaron salir solos y preguntaron también al chajá:

-¿No es cierto, señor chajá, que es al norte a donde debemos ir?

-¡Chajá, chajá! -volvió a gritar el chajá con la misma convicción, y los patos se fueron al norte, persuadidos de que el chajá les daba la razón.

El chajá, muy prudente, había sabido evitar compromisos y quedarse bien con todos.




ArribaAbajoLa ostra madreperla y la ostra común

Con la misma ola vinieron a dar en la misma roca dos ostras, hijas de la misma madre, bien iguales al parecer, y se arreglaron lo mejor posible, pegándose en la piedra para vivir allí. Y crecieron, juntas, sin que nunca se les ocurriera a ninguno de los innumerables peces que diariamente pasaban por cerca de ellas y tan bien creían conocerlas, que pudiera haber entre ambas la mínima diferencia.

-Son dos ostras, y nada más -decían los peces, con una mueca de desdén-. Hasta que vinieron los pescadores; al llegar a nuestras ostras se abalanzaron ambos sobre una de ellas, despreciando del todo la otra, y pelearon cuchillo en mano para disputarse el único objeto de su ambición.

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Los pescados asistían atónitos a semejante trance, llamándoles la atención, primero que tanto pelearan esos hombres por una ostra, y más, que fuera por una sola y no por la otra.

-¿Por qué no toman cada uno una, ya que son iguales? -decían.

-Es que -contestó una almeja muy versada en ciencias sociales-, no son de ningún modo iguales, aunque así lo parezcan. La igualdad no es cosa de este mundo; y siempre la madre perla, aun cuando su cáscara sea vulgar y fea, valdrá más ella sola que toda una multitud de ostras comunes.




ArribaAbajoLa babosa

Deslizándose pesadamente entre las sombras de la noche, evitando con mucho cuidado el atravesar en descubierto las sendas iluminadas por los rayos de la luna, la babosa se arrastraba por el suelo, buscando en qué planta dejaría caer su baba asquerosa.

Plantas espinosas de abrojo, plantas grises y feas de cepa-caballo o de chamico hediondo, ortigas y yuyos venenosos parecían solicitar sus repugnantes abrazos,   —86→   pero pasaba ella como despreciándolas. Algo mejor quería. Ensuciar lo sucio ¿para qué?, hubiera sido gastar en vano la baba de que anda tan bien provista.

Y siguió su camino hasta encontrar un rosal cargado de flores en el que trepó, recorriendo todas las ramas; trabajo le dio, por cierto, pero ¡qué gloria, qué gusto, qué deleite!, pudo ensuciar, sin dejar indemne una sola, todas las hermosas rosas espléndidamente abiertas por la primavera y perfumadas por el sol.




ArribaAbajoCóndor y chingolo

El cóndor en su poderoso vuelo remontó a la cima de la montaña, se asentó en ella, torció su horrible pescuezo desplumado y recorriendo todo el horizonte con una orgullosa ojeada, exclamó:

-¡Yo, buitre, soy el centro del orbe!

Un gavilán, amodorrado en la punta de un poste del telégrafo en plena Pampa, contemplaba entre los párpados a medio cerrar el horizonte lejano que por todas partes a igual distancia lo envolvía, y despertándose, también exclamó: ¡Yo, gavilán, soy el centro del orbe!

Pero también el carancho, asentado en la cima de un sauce, viendo el horizonte amplio de la llanura extenderse por igual trecho a todos lados, gritó: ¡El centro del orbe soy yo, carancho!

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El chimango, mientras tanto, dejó durante un rato de rascarse los piojos para cerciorarse desde lo alto de un poste del corral, de que, sin la menor duda el centro del orbe era él, pues no había más que fijarse en el horizonte para comprobar el hecho. Y tanto se convenció de que así era, que se lo dijo al chingolo.

Pero el chingolo, que no tiene ni una pluma de zonzo, no se la quiso tragar sin ver; voló para arriba, hasta lo más alto que le fue posible, y cuando volvió a bajar, le gritó al chimango: ¡Mentira, el centro del orbe soy yo, bien lo acabo de ver!

Y no hay pájaro en este mundo, por chico que sea, que no crea ser el eje de alguna cosa.




ArribaAbajoLa vizcacha inexperta

Criticando, y con mucha razón, a sus padres, que pudiéndola hacer grande y cómoda, pues para ello habían tenido campo a discreción, habían cavado una vizcachera que no alcanzaba siquiera para toda la familia, una vizcacha joven y entusiasta del progreso exclamaba: «¡Pero si es una barbaridad!, haber hecho tan pocos cuartos, tan pequeños, con puertas tan angostas que no puede uno pasar sino de sesgo. Los zaguanes parecen hechos en terreno dado de limosna, y es preciso haber tenido poca previsión para no pensar en que algún día la familia aumentaría. Yo, cuando me establezca, voy a cavar una vizcachera tan grande que ni en todo un siglo la van a llenar mis descendientes».

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Así hizo, y habiéndose casado, empezó a cavar una cueva inmensa, con bocas muy grandes por todos lados, zaguanes anchos como para pasar tres vizcachas de frente, cuartos enormes, y en tal cantidad que hubieran cabido diez familias de vizcachas, con todos sus trastos y los mil cachivaches inútiles que suele amontonar ese animal.

Y lo bueno fue que nuestra vizcacha no tuvo hijos, de modo que parecía cementerio ese gran caserón vacío. Nada más que para tenerlo limpio, se hubiera necesitado una multitud de sirvientes, y pronto se cansó de tanto trabajo. Se tuvo que limitar a vivir en cuatro de las piezas más reducidas y abandonó el resto de la cueva. No faltaron entonces alimañas de todas clases para apoderarse de lo que quedaba desocupado; atorrantes y vagos, gente de dudosas costumbres, bullangueros y ladrones, sucios y de mal vivir, que eran un peligro constante para la dueña de la cueva.

No prever ciertas necesidades del porvenir es malo, sin duda; pero anticiparse a ellas sin cordura, es peor.




ArribaAbajoAmor sincero

La nutria, con incontrastable emoción, se había fijado en que el terú-terú, cada vez que ella salía del agua y empezaba a cavar en la orilla del cañadón, para buscar raíces o por cualquier otro motivo, se venía disparando para estar a su lado. Le hacía mil saludos, estirando el pescuezo y moviendo la cabeza   —89→   como títere, gritando de alegría y no dejándola ni un rato, mientras quedaba ella en tierra firme.

No tenía ni la menor duda de ser dueña absoluta del corazón del terú-terú, y pensaba que si él no se había todavía declarado, sólo debía de ser por timidez.

Cuando la nutria volvía a zambullirse, el terú volaba hasta la loma más próxima, donde vivía otra gran amiga de él, que era la vizcacha. Y allí se quedaba, cerca de la cueva, esperando la oración, hora en que salía la vizcacha a tomar el fresco, a comer y a cavar la tierra. Cuando empezaba ella su trabajo, la rodeaba de atenciones, rascando también el suelo, como para ayudarla, diciéndole mil cosas, haciéndole la corte.

Pero un día, la nutria lo sorprendió; no pudo dejar de manifestarle su despecho; y requirió de él declarase de una vez a cuál de ellas prefería.

El terú tuvo que confesar que a ninguna de ellas, y que sólo apreciaba como era debido la fineza que para con él tenían ambas de proporcionarle gusanos de todas clases, con escarbar la tierra, la nutria en los bajos húmedos y la vizcacha en la loma.

La boca da besos a la cuchara, pero no son de amor.




ArribaAbajoPelea de gallos

Dos gallos peleaban: alrededor de ellos, las gallinas, en rueda, seguían las peripecias del combate, ignorantes del motivo que podrían haber tenido para   —90→   andar tan enojados.

Y cuando, ensangrentados, ambos dejaron de combatir y se retiraron, rodeado cada uno de las gallinas que más quería, éstas, tímidas, les preguntaron por qué habían peleado con tanto encarnizamiento.

Y cada uno por su lado, erguido, contestó: «porque tenemos púas».

De la cintura a la mano salta solo el cuchillo; mejor dejarlo en casa.




ArribaAbajoEl hornero y la palma

Una paloma doméstica alababa su habitación, tan cómoda y tan abrigada y hasta con nidos hechos de antemano. El agua, la comida abundante y variada, allí nada le faltaba, y sin trabajo casi, podía pasar en su casa la vida más feliz y más tranquila.

Entre los que la escuchaban estaba el hornero, ese pájaro tan modesto en el vestir, tan hábil y tan asiduo en el trabajo, de costumbres tan sencillas y tan francas, que nunca pide nada a nadie y todo lo espera de sí mismo, y cuya risa sonora tan lindamente celebra sus alegrías, cuán abiertamente se burla de las necedades del prójimo. Y con riesgo de escandalizar a los que con los ojos, redondos de admiración, quedaban considerando a la paloma como un ser digno de envidia, se rió a carcajadas de lo que ella decía. Él, dijo, no tenía más que una casita de barro, edificada con   —91→   mucho trabajo en un poste del telégrafo, y que siempre necesitaba composturas; a veces tenía que ir lejos a buscar los materiales; nadie, por supuesto, pensaba en prepararle la comida y vivía de lo que encontraba por allí. Tenía que formar nido para sus pichones y no podía costear sirvienta, ni cuando su señora estaba empollando; y asimismo no cambiaría, decía, su suerte por la de esta pobre paloma con su vivienda edificada a todo costo y con todas las comodidades de que la rodeaba el hombre. «Mi casa es un rancho, agregó, pero el rancho es mío; no viene el dueño de casa a apoderarse de mis pichones, como si fuesen de él, con el pretexto de que da de comer a los padres».

«Del palacio ajeno que a tan alto precio arrienda la pobre esclava, la echarán cuando quieran; mientras defenderé yo, dueño, hasta la muerte, mi pobre rancho de barro».

Aun pequeña, la propiedad enaltece.




ArribaAbajoLas colmenas

No hay peor enemigo que el de tu oficio.

En el fondo de un jardín había tres colmenas, cuyas abejas trabajaban con igual empeño, pero no con igual éxito, sencillamente por estar una de las colmenas un poco más al reparo del sol y del viento que las otras.

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Los tres enjambres eran del mismo origen, y todas las abejas parientas; pero no por esto se ayudaban de colmena a colmena, y cada familia trabajaba sola para sí, con guiñadas de envidia, más bien que de cariño, a las vecinas.

Una primavera de muchas flores, la colmena mejor situada se apresuró a desparramar en los alrededores su ejército de obreras y dio tal empuje a los trabajos, que se llenó de miel hasta más no poder, afirmando victoriosamente su ya afamada prosperidad.

No pudo hacer lo mismo la que estaba a su lado, porque, no siendo su exposición tan favorable, no tuvo bastante calor para apresurar el nacimiento de sus obreras; y cuando éstas ya pudieron salir, las flores escaseaban. Apenas se pudo juntar en esa colmena bastante miel para evitar el hambre durante el invierno, y las abejas de la colmena rica, al ver a sus vecinas cabizbajas y flacas, pronto dieron a conocer su indiscreta alegría que no tanto su propia prosperidad, como la desgracia ajena, las llenaba de gozo.

Y quizá se mueren de tristeza las abejas pobres a no ver al otro lado, completamente arruinada, la tercera colmena, con sus habitantes muriéndose de necesidad, lo que fue para ellas el gran consuelo que les permitió sobrellevar su propia pobreza.



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ArribaAbajoEl escarabajo y el picaflor

Cada uno, en este mundo, tiene su modo de ser, sus cualidades y sus defectos. El escarabajo es útil, el picaflor es bonito.

Pero el escarabajo no se contentaba con ser útil, y que se tuviera consideración por su trabajo; envidiaba al picaflor, de quien todos ponderaban la gracia y la gentileza, la hermosura y el brillante plumaje; no perdía ocasión de rebajar sus méritos, creyendo seguramente así ensalzar los propios. Todo lo que hacía el picaflor era criticado por el escarabajo, y hasta sus buenas acciones eran dictadas, al oírle, por la vanidad o por el interés.

-Es un haragán presumido; incapaz de trabajar; saquea a las flores, pero no sabe hacer miel. Bien mirado, no sirve para nada; dicen que es bonito; será, pero no piensa sino en lucirse y acaba por dar rabia el ver a ese atolondrado andar de flor en flor, festejándolas a todas y haciéndose el delicado hasta no tocarlas sino con la punta del pico. Yo no soy así, señor -agregaba-; siempre trabajo calladito, sin tratar de lucirme más que por mis esfuerzos en llevar a cabo mi ruda tarea de estercolero. Pero también todo el mundo sabe cuánto más vale un escarabajo que un picaflor.

Y así lo creía él.



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ArribaAbajoLa lechuza y el zorro

Durante una ausencia de la lechuza, el zorro le comió los huevos. Al volver ella a la cueva donde tenía el nido, hizo mil conjeturas sobre quién podría haber sido. El lagarto le era sospechoso y también la comadreja; el zorrino era muy capaz y el hurón bastante aficionado; varios otros bichos había a cual más ladrón y para quienes especialmente los huevos eran un manjar predilecto, y la pobre lechuza, deplorando su descuido, no sabía a quién echar la culpa.

No dejó de cruzar por su mente dolorida como una fugitiva idea que bien podía ser el zorro, pero la rechazó casi con indignación contra sí misma, al acordarse que el zorro era su propio compadre, y aunque algunos le aseguraron que era un gran cachafaz, no lo quiso creer capaz de semejante fechoría.

Y lo consultó, al contrario, sobre las medidas más conducentes a evitar en el porvenir la misma desgracia.

El zorro, muy comedido, se prestó a ello con la mejor voluntad, indicó mil medios, precauciones complicadas combinaciones de puertas y de cerraduras, y de estas últimas se guardó, sin decir nada, las llaves duplicadas.



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ArribaAbajoEl zorrino manso

Amanzado desde cachorrito, un zorrino vivía en una casa, en medio de la familia y de los animales domésticos, causando la admiración de todos por la decencia con que se portaba, sin dejar escapar jamás el mínimo olor a... zorrino.

Dedicaba su mayor amistad a los niños de la casa y a un cusquito que siempre andaba con ellos.

Y con la cabecita levantada como si buscara algo, olfateando, corría el zorrino por todas partes, se dejaba acariciar, comía carne en la mano del amo, entraba en el rancho, todo sin dejar sospechar siquiera que fuese capaz de hacer lo que tan bien hacen sus semejantes.

Pero un día, mientras estaban jugando los niños, el cusco y él, revolcándose en un montón en la tierra del patio, los vio un perro grande de afuera, que había venido con una visita; y se quiso entrometer y jugar él también.

Toscamente se abalanzó y ladró. El cusco, creyendo que lo quería morder, se asustó, los niños echaron el grito al cielo y quisieron disparar, y el zorrino, olvidándose de su esmerada educación para acordarse sólo del peligro inminente, soltó por todas partes su chorro hediondo, perfumando con él lo mismo al intruso que a los niños y al cusco; y el amo, que estaba en la   —96→   cocina tomando mate con la visita, frunció la nariz y dijo: «¡Qué olor a zorrino!» sin acordarse en el primer momento de que al zorrino mejor amansado le puede volver la maña el día menos pensado.




ArribaAbajoLa rosa, el picaflor y la mariposa

El ruiseñor, cansado de pasar hambre, había llevado a otros pagos su guitarra y sus cantos; la rosa, el picaflor y la mariposa, no teniendo los medios de seguirlo, habían pensado en sacar de sus dotes naturales la fortuna que tanta gente sin talento saca de oficios deslucidos y sin arte. Pensaron en ofrecer a los seres desprovistos de los adornos que embellecen, las pedrerías y el esmalte, los perfumes y la gracia que con prodigalidad les había deparado la Naturaleza.

No dudaban del éxito y calculaban de antemano los montones de dinero que les iba a valer esa luminosa idea. Pensaban desquitarse pronto del desprecio que les manifestaban todos los insectos que fabrican o producen algo de lo que se vende, y los que saben aprovechar el trabajo ajeno.

Abrieron un bazar de artículos de lujo, y la mariposa ofreció polvos de oro al gusano de seda. Éste, buen obrero, pero de toscos modales, contestó con una mueca: «¿Para qué quiero yo polvos de oro?».

La rosa les ofreció algo de su perfume a las flores del repollo, buenas campesinas ignorantes y groseras, que se taparon las narices como escandalizadas.

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El picaflor recorrió las calles con una caja llena de pedrerías hermosas, ofreciéndoselas a los chingolos que encontraba. Pero los chingolos, muchachos locos y sin instrucción, les preguntaban si eran para comer; y al saber que no eran granos, alzaban el vuelo mofándose del importuno.

Pronto se fundió el boliche; se tiraron en remate por menos que nada las preciosas obras de arte de los socios; y los tres estuvieron en la miseria.

Muchos años después, comprendió la gente lo que se les debía y consagró su memoria.

Consuelo desconsolador para los artistas hambrientos.




ArribaAbajoEl gato montés y la nutria

La nutria aseguró un día al gato montés que podría ella pescar muchos más peces de lo que hacía, y que, si se contentaba con pescar sólo los que necesitaba para su consumo, era porque no sabía dónde guardarlos. Confesó, que le daba lástima tener que desperdiciar tanta riqueza, pero todavía le parecía mejor dejar vivos los peces que tirarlos sin provecho para nadie. Asimismo suspiró, «¡cuánto siento no poder guardar algo de lo que hoy podría economizar para cuando la vejez me impida trabajar!».

El gato, a quien tanto gusta el pescado y que casi nunca puede lograrlo, al momento comprendió qué   —98→   horizontes se abrían ante él, y dijo: «¿Podría usted cazar los peces sin matarlos?». -¡Cómo no! -contestó la nutria; casi sin lastimarlos. -Bien; entonces, dijo el gato; hagamos un negocio. Conozco yo un vivero natural, escondido entre las rocas, inaccesible para los pescadores, a donde me comprometo a llevar los pescados que usted me entregue; y allá se reproducirán de tal modo, que cuando la vejez le impida trabajar, usted tendrá a mano pescado para toda la vida.

-¿De veras se reproducirán tanto?

-¡Quién lo duda! -contestó el gato con el entusiasmo arrebatador de un cuentero del tío-. ¡Ciento por ciento! y garantido por mil exclamó, no sin orgullo.

La nutria quedó convencida; la ilusión embriaga, y contentándose con esa garantía que tan generosa como verbalmente le daba el gato, empezó a entregarle con regularidad cada día el más lindo pescado de los que había tomado. El gato se lo llevaba; se internaba en el monte, y ¡quién, entonces, lo hubiera visto almorzar!

Cuando asomó la vejez, la nutria quiso conocer el vivero y empezar a aprovechar su reserva de pescados, que el gato siempre le ponderaba.

Pero, un día con un pretexto, otro día con otro7, el gato siempre prorrogaba la inauguración, y cuando ya no le fue más posible echarse atrás, desapareció.

La nutria se convenció, algo tarde, de que cuanto más fuerte es el interés, menos seguro está el capital.



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ArribaAbajoLos gatitos en la escuela

Una gata vieja, experimentada profesora, con los anteojos bien asentados sobre la ñata, explicaba a toda una aula de gatitos que era muy feo el mentir; que un gatito bien educado nunca debía robar la leche; que era un gran pecado el ser goloso, y que si era muy bien el cazar lauchas y aun comerlas, se debía evitar en lo posible hacerlas sufrir inútilmente, como lo solían hacer tantos gatos chicos y grandes.

Y la maestra agregó: «Bien segura estoy de que nunca en casa de sus padres, ninguno de ustedes ha visto tan malos ejemplos...». -¡Nunca, jamás! señorita -exclamaron a la vez todos los gatitos-. Bien -dijo la maestra-; pero puede ser que por casualidad los hayan visto en otras partes... -¡Sí, señorita, los hemos visto! -gritaron-. ¡Oh! ¿y dónde? -preguntó la gata, con una sonrisa-. En casa de Fulano, señorita-. Y cada gatito nombró la familia de algún otro alumno.

Los ojos a la casa del vecino, las espaldas a la propia.



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ArribaAbajoEl toro y la argolla

Un toro, de abolengo regular no más, había nacido con un genio temible; desde chico todo lo volteaba en el tambo y en el pesebre: nadie se le podía acercar, y el amo, al verlo tan indomable, desesperaba de poderlo jamás preparar para la venta.

Pero se le ocurrió, un día, hacerle ver que todos los toros más finos del rodeo tenían de adorno una argolla en la nariz; y hasta le dejó entender, mintiendo, que era de oro y que era la señal para distinguir a la torada decente de la de medio pelo.

El toro, que ya se disponía a cornear, se contuvo, miró, observó y vio que era cierto, y se quedó quieto durante un rato para permitir que el amo le colocase a él también la argolla. Cuando la tuvo puesta, quiso seguir embromando, pero sintió que de la argolla, a cada gesto, lo tironeaban y tanto le dolía que pronto tuvo que aflojar y someterse.

La lisonja es un gran domador.



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ArribaAbajoLos dos carneros

Los carneros, en una majada, celosos y peleadores, habían criado uno para con el otro un odio tremendo. No se podían ver; hablaban pestes uno de otro y no se podían encontrar sin soltarse alguna grosería o por lo menos una ojeada de esas que morderían si los ojos tuvieran dientes.

Asimismo nunca se habían atrevido a pelear uno con otro, y quizá por no haberse descargado la tormenta, era por lo que andaba tan pesada la atmósfera.

Un día por fin reventó. Una palabra más fuerte, una mirada más insultante, o quizá sencillamente el viento norte, y se desplomó una tempestad de topadas.

¡Y fuertes!, no de esas topaditas de carnero mocho que son de pura parada, sino topadas de carneros aspudos, que suenan y duelen. Al fin ambos se cansaron sin haber cedido ninguno; y desde entonces mantuvieron entre sí una amistad inviolable y hasta edificante por lo desinteresada que era.

De la topada, la amistad.



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ArribaAbajoEl capón flaco

En el chiquero disparaban por todos lados los capones, sintiéndose amenazados por el ojo certero y la mano vigorosa del resero; y tanto más gordos se sentían, más asustados andaban.

Entre ellos estaba un capón bastante viejo, que los compañeros se admiraban de ver tan tranquilo en semejante trance.

¿Por qué privilegio singular había llegado a su edad sin haber caído jamás en la volteada? Su lana era linda, su tamaño regular; sólo su estado de gordura quizá dejaría que desear; y efectivamente parecía más bien delgado.

El resero ni lo revisó siquiera; a la simple vista se dio cuenta de que no valía la pena mirarlo de más cerca, y lo dejó tranquilo.

Un caponcito de los a quienes todavía no podía tocar la suerte, oyó entonces que el dueño de la majada decía al resero, señalando al capón viejo: «A ese animal le voy a poner cencerro, pues nunca lo podré vender; nunca lo he visto gordo; apenas a veces ha llegado a ser regular. No sé lo que tendrá, pues no parece enfermo».

Y preguntó el caponcito al capón viejo cuál era su secreto para haber evitado la suerte de todos los demás.

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El viejo le contestó que, habiéndose fijado en que cuanto más llamaban la atención sus compañeros por su estado de prosperidad, más expuestos estaban a ser apartados por gente desconocida que no podía tener buenas intenciones, había formado desde chico la resolución de no lucirse nunca demasiado, de comer solamente para sostenerse en buena salud y quedar en un estado modesto, casi humilde, para no atraerse desgracias. «Y ya ves el resultado; he pasado la vida muy tranquila, sin sobresaltos de ningún género, y hasta honores me van a conceder, ya que está el amo por ponerme campanilla».




ArribaAbajoLa araña

La araña había tendido su tela en lugar muy propicio para cazar moscas. Al cabo de un rato cayó en la tela, no una mosca, sino un soberbio moscón, y la araña, alegremente ansiosa, lo miraba con toda su atención, estirando los hilos de la tela, esperando el momento oportuno para abalanzarse sobre el cautivo y despedazarlo.

Pero el moscón era bravo y fuerte; empezó a sacudir toda la tela, como Sansón el templo de Baal, y pronto vio la araña que para conservar la presa era de toda necesidad tender sin demora otros dos hilos principales, de la orilla de la tela hasta la rama en que estaba atada.

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La araña es mezquina; le pareció mucho el gasto. Es cierto que el moscón era lindo y valía la pena; presas así no se agarran todos los días; pero también dos hilos más, y de los gruesos, ¡amigo! es mucha plata, y quiso creer que podía pasarlo sin ellos.

No esperó mucho rato el resultado; el moscón se fue con tela y todo, y la araña quedó colgando de un hilo, por suerte.

Ni voraz, ni mezquino: ni loco, ni tonto; sólo es juicioso el que sabe medir el gasto con el provecho.




ArribaAbajoLa víbora y el zorro

En medio de una majada en parición andaba la víbora buscando cómo colgarse de la teta de alguna oveja para llenarse de leche, dando de chupar al cordero, como suele hacer, la punta de la cola para engañarlo, cuando oyó el balido de un cordero que se acababa de despertar; y al ratito, la voz de la madre que le contestaba.

No veía a la oveja; estaría detrás de una mata de paja que allí había, y la víbora se deslizó despacio para mirar y topó con el zorro, quien, imitando a las mil maravillas el balido de la oveja parida, trataba de hacerse seguir por el corderito hasta alguna cueva de donde éste no saldría más.

Al ver la cara atónita de la víbora, soltó la risa el zorro: «¿Qué le parece la ovejita, comadre?...».

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«¡Eh! ¿Qué quiere?, cada uno se las compone como puede».

Algunos días después, el zorro, en ayunas, oyó el canto de un pájaro entre el matorral: «más vale, pensó, chingolo que nada» y fue despacito hasta donde oía el canto. Y topó con la víbora, quien, imitando a las mil maravillas el silbido de los pajaritos, trataba de indicarles el camino de su garganta.

Al ver la cara atónita del zorro, la víbora soltó la risa: «¿Qué le parece la calandria, compadre?... ¡Eh! ¿qué quiere? cada uno se las compone como puede».

-¿De qué vive Fulano? -De trampas. -¿Y tú? -También.

Hasta el pícaro tiene que vivir en este mundo.




ArribaAbajoEl perro y el zorro

El zorro, viendo que se hacía cada día más difícil penetrar en los gallineros por lo bien que los perros los guardaban, trató de utilizar los recursos de su diplomacia para conseguir por astucia lo que la violencia ya no le podía dar. Se acercó con mil zalamerías al guardián de un gallinero, que lo era un gran perro danés con cara de pocos amigos. Gruñó el perro al verle; no se levantó, pero le indicó, mostrándole sus soberbios colmillos, que tenía muy poco gusto en recibir su visita. El zorro se hizo tan humilde, tan pequeño, lo saludó con tanta urbanidad, pidiéndole con insistencia que le permitiese una palabra, que   —106→   el perro al fin le dijo que hablara. Y después de muchas circunlocuciones, el zorro le insinuó que podrían hacer juntos un brillante negocio; que lo único que tendría que hacer el perro sería fingir el sueño, mientras él sacaría del gallinero las gallinas y los pavos, dándole después al perro su parte en dinero o de cualquier otro modo.

El perro se hubiera podido levantar indignado y pegarle algo más que un susto al zorro; pero, como sabía que el abrojo no produce rosas, la propuesta no lo tomaba de sorpresa; se contentó con decirle que no era pan para él y le enseñó el campo.

El zorro se mandó mudar, más bien un poco ligero, por lo que podía suceder; y una vez en la cueva, pensó que un perro de tanta honradez debía de ser de poca viveza.

Con esta idea en la cabeza, lo fue a ver otro día. Se acercó a él arrastrando una bolsa bien cerrada y bastante pesada, y le dijo: «Señor perro, aquí traigo un pavo gordo que me acaban de regalar; como mi cueva está algo retirada y tengo que hacer una diligencia, le pido por favor que me lo guarde; si no lo vengo a reclamar mañana, será suyo sin más trámite. Lo que sí, como garantía, le pediré que me entregue un pollo que le devolveré cuando le venga a pedir el pavo».

El perro olfateó un momento la bolsa y tomándole olor a osamenta vieja, se levantó enojado: «¡So pícaro!» le gritó.

El zorro ya estaba lejos. Una vez en la cueva, pensé que debía de ser un caso raro el de ese perro danés, honrado bastante para no engañar a nadie, y bastante vivo para no dejarse engañar.



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ArribaAbajoEl cuis y la lechuza

Un cuis, bien incapaz por cierto de hacer a nadie ningún perjuicio, había establecido su domicilio en una modesta cuevita vecina de una vizcachera abandonada, en la cual vivía la lechuza con su numerosa familia.

El cuis, apenas amanecía, iba a sus quehaceres, sin ruido, sin llamar para nada la atención, yendo de mata en mata con asombrosa rapidez, tratando de evitar que algún mal intencionado, perro, hombre o gavilán, lo viera a la pasada. Se mantenía con los brotes nuevos del pasto del campo, viviendo asimismo en los mejores términos con la oveja, que es de genio muy sociable. Ni siquiera probaba carne, ni comía insectos, y por consiguiente la lechuza no se podía quejar de que le hiciera competencia. Pues, asimismo, y a pesar de que cuando la veía, soñando en la puerta de su casa, acurrucada e inmóvil, la saludaba siempre con la mayor urbanidad, esa señora atrabiliaria, gritona, irascible y molesta, se despertaba por un largo rato de sus fúnebres pensamientos, movía la cabeza como si se le fuese a destornillar, abría sus ojos redondos, amarillos y escudriñadores, y mirándolo con rabia, lo perseguía con sus gritos fatídicos, insultándolo como si hubiera sido un criminal, un sinvergüenza8, un cachafaz, un ladrón, un asesino, en vez de ser el pobre,   —108→   como en realidad era, un buen padre de familia, modesto, trabajador e inofensivo. Tanto que el terú-terú le preguntó un día a la lechuza qué diablos le había hecho el cuis para que le tuviera tanta rabia.

-Nada -contestó ella-; pero ¿no basta que sea mi vecino.




ArribaAbajoLos dos gallos y la polla

Un gallo hermoso y amable, comedido y de buenos modos, festejaba a una polla; no desperdiciaba ocasión de probarle su cariño, escarbando el suelo para ella, dejándole las mejores presas de las que podía lograr, todo con el solo anhelo de conseguir en recompensa de sus atenciones una mirada de aprecio.

Ni siquiera le hacía caso la polla; si, por casualidad, le prestaba atención, era para burlarse de él con sus compañeras.

Otro gallo que las frecuentaba, grosero, feo y mal educado, incapaz de prestar un servicio, brutal en sus modos, también festejaba a la polla, si festejo se puede llamar el trato que le daba, humillándola, haciéndola llorar de vergüenza y de rabia, burlándose de ella, hasta atropellándola.

¡Misterios del corazón de las pollas!, con éste fue con quien se casó.



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ArribaAbajoEl oso hormiguero

Tendido al sol, inmóvil entre los yuyos, bien envuelto en su espeso traje negro listado de blanco, luciendo magnífica cola del mismo género, el oso hormiguero gozaba de la vida. Su mayor placer era, siendo él muy haragán, observar el trabajo de las hormigas afanosas. Pasaba las horas enteras mirándolas; admiraba su ingenio, su constancia, su actividad, su destreza, su fuerza, sus cualidades de administración y de economía; pero, aunque sinceramente las admirase, nunca le había venido a la mente la idea de imitarlas. Le parecía tan natural que otros trabajasen y él no; la ley del trabajo no existía, según él, más que para cierta gente, predestinada probablemente por la Naturaleza a penar en este mundo para la mayor satisfacción de unos pocos privilegiados de la suerte.

Los hormigueros, de esto no cabía duda, no habían sido creados para trabajar. Sus uñas largas, su pesadez natural para caminar, claramente lo indicaban, y también, aseguraba él, su instintiva falta de ganas.

Pero hay que vivir, y aunque no trabaje uno, tiene que comer. No lo ignoraba el hormiguero, y bien sabía que el que no produce tiene que vivir del productor; que sólo se precisa encontrar para ello un medio que cuaje: y no se había quedado atrás.

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Habiendo oído decir que a otros les bastaba vestir traje, lo mismo que él, negro con algo de blanco, y tener, también como él, la lengua melosa, para vivir bien sin hacer nada, tomó la costumbre, cuando tenía apetito, de estirar la lengua entre las hormigas; y éstas, creyendo que era azúcar, se le pegaban en tropel y las tragaba con toda tranquilidad.




ArribaAbajoJerarquía

En este mundo, amigo, tiene que haber poderosos y débiles, ricos y pobres, gordos y flacos, hermosos y feos, amos y sirvientes, mandones y mandados. Ha sido, es así y será así siempre y en todas partes del mundo.

Así le decía un cerdo cebado, gordo y lustroso, a un pobre cerdo de campo, puro huesos y cuero peludo, para infundirle el respeto que consideraba serle merecido, por el permiso generosamente otorgado de tomar de su comedera una que otra espiga de maíz. Y el cerdo flaco, haciéndose el convencido, miraba con inmensas ganas de reírse a ese ser informe, incapaz de moverse; y pensaba entre sí: «¡Si será posible que ese fenómeno críe orgullo! ¡No te hinches, que vas a reventar!». Pero quedaba muy serio, y el cerdo cebado no podía leer semejante pensamiento en sus ojos humildes.

Mientras tanto, en el patio, un perro grande miraba desdeñosamente a un cusquito que pasaba cerca   —111→   de él, la cola entre las piernas y los ojos suplicantes para que no le pegase. Y una vez evitado el peligro, el cusquito se fue algo lejos a echarse, y miraba de reojo al otro, diciendo entre sí: «¡Qué lástima que seas tan tonto como sois de grande, de grueso y de fuerte!». Y en el fondo de sus ojos brillaba una lucecita burlona y alegre que por la distancia no podía ver el perro grande, no siendo tampoco bastante perspicaz para adivinarla...

En los montes, el tigre llamó al gato de servicio para darle una orden, que más que orden, por el tono parecía reprensión, y respetuosamente se cuadró el gato, escuchando con atención lo que le gritaba el superior; y éste ni nadie hubiera podido ver, ni siquiera, sospechar, que detrás de esos ojos inmóviles y fríos había todo un poema de burla íntima, impenetrable y penetrante.

El gusano, al esconderse en el leño se mofa del bien-te-veo y de su grito amenazador; y la lombriz, humilde y fea, se burla de la mariposa, joya de la naturaleza; y la lechuza, del águila; el enano, del gigante; el jorobado, del Adonis.

Demasiado desgraciados serían los pequeños, los débiles, los humildes, los pobres, los feos, los que siempre obedecen y nunca mandan, si no tuvieran el inocente consuelo de poderse reír a su gusto, solos o entre sí, de los grandes y de los fuertes, de los orgullosos y de los que lucen su belleza, de los que siempre mandan y siempre son obedecidos.

-¡Ríanse, ríanse...! ¡Pero que no los vayan a ver!



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ArribaAbajoEl mono y la cinta elástica

Un mono entró por una ventana abierta en casa ajena y encontró colgada de un clavo una cinta elástica. La tomó de la punta, la estiró, y al soltarla sin pensar, vio que pegaba fuerte en la pared. Le gustó el juego; la estiró más y más, pegando así cada vez más fuerte en la pared.

Entonces pensó en estirarla con toda su fuerza para ver hasta dónde podría alcanzar y quién sería más fuerte, si él o la cinta. Estiró, estiró; la cinta se iba poniendo larga y más larga, pero se adelgazaba y también empezaba a resistir. El mono tiraba siempre, pero algo como un recelo íntimo le aconsejaba la prudencia, y parecía decirle no abusar, no tirar hasta el último límite. La cinta ya casi no daba; el mono se sentía a la vez, y no sin cierto deleite, tentado de seguir y con cuidado; daba tirones todavía, pero pequeños, y el instintivo temor de algo que, sin que supiera bien qué, le parecía poder ocurrir, exacerbaba su gozo.

Al fin, y cediendo a ganas casi enfermizas de tentar la suerte, dio una sacudida más y ¡zas! recibió en un ojo, con una fuerza bárbara, el clavo sacado de la pared por la cinta elástica.

Quedó tuerto, pero un poco más juicioso... dicen. ¿Quién sabe?



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ArribaAbajoLa hormiga y su fortuna

La hormiga, después de haber trabajado muchos años, con constancia y empeño sin igual, ella y toda la familia, se encontró con una gran fortuna. En los primeros tiempos, a medida que iba levantándose su posición, iba también creciendo el clamor de los fieles amigos, de estos que no pudiendo jamás alcanzar el éxito, siempre le ladran por detrás; encontrando bien culpables por cierto los medios que tenía de enriquecerse, ya que no sabían ellos emplearlos.

Cuando de rica se hizo poderosa, los clamores hubieran podido ser peligrosos y se volvieron simples cuchicheos; pues, si bien hay que rebajar siempre un poco lo que no se puede igualar, es preciso hacerlo con prudencia. Y cuando se hubo cansado la gente de machacar sin cesar las mismas maledicencias se le ocurrió a la lombriz exclamar una vez en una reunión: «¡Cuando pienso que a mí me debe la hormiga todo lo que tiene!». Los circunstantes la miraron con cierto asombro, y ella prosiguió: «¡Y cómo no! ¿no se acuerdan ustedes que cuando llegó aquí, pobre, sin nada, desamparada, le facilité para que descansara, un agujero que yo misma acababa de hacer?».

-Es cierto, dijeron todos, y pronto se acordaron de lo que habían hecho para la hormiga, en otros tiempos, cundiendo en la mente de cada uno la idea de que a él   —114→   le debía, si no toda su fortuna, por lo menos gran parte de ella. Hasta la misma araña se alabó de haberla dejado trabajar en paz, cuando muy bien la hubiera podido prender en su tela; y no hubo mosca, moscón o mosquito, gusano ni escarabajo, que no se atreviese a afirmar que sin él la hormiga todavía sería pobre.




ArribaAbajoLos dos perros y el ladrón

Los perros habían sido encargados de cuidar una casa durante la ausencia de los amos. Uno de ellos, creyendo así hacerse valer, no perdía ocasión de ladrar furiosamente. Cualquier pretexto le era bueno. Si alguno pasaba por la calle, agachaba la cabeza hasta el suelo, metía el hocico contra la rendija de la puerta y se desgañitaba ladrando.

El otro perro, después de comer su ración, se había pacíficamente arrollado en un rincón del patio, de donde podía, de una ojeada, ver todo lo que pasaba en la casa y se quedaba dormitando, sin hacerle caso al compañero, ni a sus gritos.

De repente apareció en el patio un hombre con un palo en la mano; era un ladrón, que sabiendo que los amos no estaban en la casa, había saltado por la pared del fondo y venía a ejercer sus talentos.

El perro gritón, al verlo, corrió hacia él, ladrando más fuerte que nunca; pero el ladrón levantó el palo y antes que lo hubiera dejado caer, el perro había   —115→   disparado hasta el fondo del jardín, no con ladridos de guapo ya, sino con gritos agudos y despavoridos, como si estuviera herido de muerte.

Se sonrió el intruso y se dirigió hacia el otro perro que, parado y gruñendo, mostraba los colmillos. Éste no caviló mucho tiempo; al ver al hombre cerca, con el palo levantado, se abalanzó sobre él, y agarrándolo de la garganta, lo volteó enseñándole que más muerde el perro callado que el que mucho ladra.




ArribaAbajoLa comadreja y el zorro

La comadreja vivía muy tranquila en una cueva donde había establecido su comercio de huevos; siempre tenía buen surtido, completo y variado de huevos frescos. No faltaban malas lenguas para asegurar que iba al mercado... de noche, y que todo lo que vendía era robado; pero nadie lo podía probar, y por fin el comercio es comercio. Lo cierto es que con todos se entendía muy bien, sabiendo evitar disputas y pleitos hasta con sus competidores: el zorrino, el hurón, el lagarto y demás negociantes en huevos. Buena madre, por lo demás, criaba con esmero a su numerosa prole, dando así el más alto ejemplo de moralidad.

Un día cundió la noticia entre el vecindario de que el zorro, de oficio procurador, muy versado en leyes, más aún, avezado en trampas, iba a honrar la población con fijar en ella su domicilio; famoso era el zorro   —116→   por los pleitos que había ganado, algunos contra toda justicia; y los vecinos, alborotados, contaban maravillas de su astucia y de sus vivezas, y de su ciencia de jurisconsulto, capaz de enredar al juez más recto.

La comadreja no aplaudía con los demás. Se puso los cachorros en la panza y se mandó mudar a otra parte. «Buen abogado, mal vecino», contestó a los que le preguntaban por qué se iba.




ArribaAbajoEl triunfo del zorro

Volvían de una guerra sangrienta todos los animales de pelea y se dirigían al sitio donde se debía hacer la distribución de medallas. Al frente del ejército marchaba el tigre rodeado de su brillante estado mayor; pero muchos de los más valientes guerreros faltaban de las filas, habiendo muerto en rudos combates.

Muy cerca del tigre caminaba el zorro, tomando aires de conquistador que poco concordaban con la fama de... prudente que tenía, y todos, al ver pasar la comitiva, se admiraban de verlo tan erguido y dándose tanto corte como los animales de más reconocido valor.

¿Habrá realmente peleado mucho? se preguntaban todos. Y hasta se atrevió a preguntarle a él mismo el zorrino si de veras era candidato a la medalla, y en qué hechos de guerra se había distinguido.

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-Amigo -le contestó el zorro-, la guerra ya pasó; cada cual ha cumplido con su deber. Decirle los hechos sería largo y molestaría mi natural modestia. Bástele saber que aquí estoy entre los sobrevivientes, y que sólo los muertos no caben en la lista de ascensos.




ArribaAbajoLa gallina y la perdiz

Fuera del cerco de la quinta, como para tomarle, siquiera una vez por casualidad, el olor a la libertad del campo abierto, andaba la gallina. No sin un pequeño recelo al zorro, lo justito para aguzar el gusto, escarbaba la tierra virgen, gozando el raro placer, en medio de su vida abundante, de arrancar con mucho trabajo el escaso alimento que puede proporcionar el suelo sin cultivo: algún pequeño grano de hierba silvestre y amarga, algún insecto flaco, de más cáscara que carne.

No muy lejos del palenque, atreviéndose casi en el dominio del hombre cruel y de los perros sin piedad, en la esperanza de lograr algunos de esos productos ricos del trabajo humano, un grano de maíz, trigo o cebada, o algunos de estos insectos gordos y repletos, de pura carne blanda y sabrosa que sólo se crían en tierra bien abonada y que el arado saca al sol, andaba la perdiz, temerosa, sabiendo que al dejarse llevar así por el hambre, arriesgaba la vida en medio de mil peligros.

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Ambas se encontraron, y después de pasado el período de las miradas filiadoras y más bien malévolas, que nunca faltan entre gente desconocida, empezaron a conversar, haciéndose primero preguntas y bien pronto confidencias.

La gallina le contó a la perdiz como desgracia sin igual, que una comadreja le había llevado un pollo; pero la perdiz le dijo que esto era poca cosa, pues ella más de una vez había perdido, robados por el zorro y demás bandidos de la misma laya, no un pichón, sino todos; y esto sin contar los huevos que desaparecían del nido a cada rato.

La gallina insistió en que su desgracia era mayor, ya que el mismo hombre le quitaba los huevos, los pollos y hasta la vida, a veces; pero la perdiz le contestó que siquiera le daba algo en cambio, y no la mataba sin necesidad mientras que de ella hacía hecatombes, por puro gusto.

La gallina se quejó amargamente de que en el gallinero donde la encerraban de noche, faltaba un vidrio; pero la perdiz le dijo que por allí no entraría más que un chiflón, mientras que en el campo raso donde vivía ella, no era nada el viento mientras no alcanzaba a huracán. -«Es cierto, dijo riéndose, que por mucho que sople, nunca podrá voltear el techo de mi casa».

Algo enfadada, la gallina le declaró a la perdiz que un chiflón era más peligroso para la salud que cualquier viento fuerte y la prueba es, agregó, que este invierno estuve a punto de morir de una pulmonía.

-Pero la cuidaron, ¿no? -contestó la perdiz-, y la curaron. Pues nosotras cuando caemos enfermas,   —119→   nos tenemos que cuidar solas y a la de Dios es grande.

-Tengo hambre -interrumpió la gallina, deseosa ya de cortar la conversación-; y me voy para la casa a ver en qué piensa esa gente, pues han dejado pasar ya la hora del almuerzo.

-No se queje, señora -le dijo la perdiz-, no se queje por tan poca cosa; mire que sin sufrir un poco en este mundo, no hay gozo; sin el hambre, la sed y el cansancio, ¿qué valdrían el comer, el beber y el dormir?




ArribaAbajoEl pato

Las gallinas y los pavos se burlaban del pato, porque no sabía correr; animal más lerdo, más pesado y menos elegante para caminar, aseguraban todos no haber visto jamás; y hasta de volar y quizá de nadar opinaban que se había vuelto incapaz, desde que se había acostumbrado a la buena vida del corral. El pato benévolamente se sonreía, sin decir nada en contra, y casi dejaba entender que la misma opinión tenía él de sus facultades locomotoras.

De repente cruzó un perro disparando por entre las aves y la fuga fue general; los pavos y las gallinas, corriendo y volando lo mejor que podían, se desparramaron, y cuando se acordaron de mirar lo que había sido del pato con asombro vieron que, de un vuelo poderoso, había ido a dar a una laguna bastante retirada y que la estaba atravesando a nado con gran rapidez,   —120→   habiendo hecho por lo menos dos veces más camino que el más liviano de ellos.

Con el susto, no hay gente lerda, y el que no corre vuela.




ArribaAbajoEl nido del carancho

Un carancho, cansado de oír tratar con el consiguiente desprecio de «nido de carancho» todo lo que en este mundo anda desordenado, resolvió quitar de encima de su raza esta vergüenza; y se desveló, cavilando, calculando, combinando, gastando tiempo y dinero en inventar y perfeccionar modelos de nido, a cual más cómodo, más higiénico, más bien arreglado bajo todo concepto, hasta conseguir uno que llenase todas las condiciones deseables.

Cuando le pareció haber completado su obra, resolvió presentarla a la gran asamblea anual de los caranchos que se suele juntar en la primavera alrededor de una laguna, en la Pampa del Sur.

Empezó por preparar los ánimos con un discurso bien pensado, sensato y ponderoso, deplorando que una rutina secular en la confección absurda de los nidos destinados a alojar el fruto de sus amores, hubiera condenado a los caranchos a servir de lema al desorden y al barullo. Y enseñó a la concurrencia el modelo de nido perfeccionado, de su invención, que tantos desvelos le había costado. Explicó cómo se debía construir, acomodar y cuidar, asegurando que el uso de este nido por todos los caranchos los pondría a la cabeza de la civilización pajarera. Creía el pobre que lo iban a   —121→   aclamar; que todos iban a celebrar entusiasmados su genio inmortal y su gloria sin par.

Primero, no hubo más que un murmullo de satisfacción cuando terminó el discurso, que había sido algo largo; y algunos tímidos elogios escasos y con restricciones, por el mucho trabajo que le había de haber costado la construcción del modelo, muy bien ideado, por cierto, pero... y empezaron las críticas, y no faltaron, entre la gente joven y poco seria algunas risas, porque siempre lo que es nuevo parece algo ridículo.

Uno encontró absurdo el tener un reparo contra la intemperie; los antepasados habían empollado al aire libre y no había más que hacer lo mismo que ellos. Por lo de tener una especie de canasto bien tejido con mimbre en vez del manojo de brusquillas mal arregladas que hasta hoy habían usado, les parecía, en general, una idea temeraria; pues no todos los caranchos sabrían tejer, y esto traería forzosamente complicaciones en los hogares y quizá en toda la república.

En cuanto a forrar con lana, cerda, pluma y hojas secas, el fondo del nido para tener mejor los huevos, y sobre todo, los pichones al nacer, ni pensarlo. Los caranchos, acostumbrados desde miles de generaciones a tener cuando empollan, palitos y espinas que les entran en las carnes por todos lados, comodidad que completan la lluvia y el sol en el lomo y las corrientes de aire por debajo, no podían, sin cometer una locura y hasta un crimen, repudiar las costumbres heredadas de los antepasados. Un orador fogoso habló de atentado a la constitución, y los ánimos se fueron sobreexcitando poco a poco de tal modo que por poco escapó el malhadado reformador de ser muerto a picotazos.



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ArribaAbajoEl cisne y la garza mora

Sin pedir nada a nadie, una garza mora, gris y flaca, tiesa en una pata, con las plumas erizadas y el pescuezo entre los hombros, miraba indiferente desde la ribera del lago las graciosas evoluciones del cisne. Éste andaba dándose corte y presumiendo alrededor de la hermosa casilla que en un islote le servía de morada.

Vio a la garza, solitaria, pobre y mal vestida, y para darse tono, más que por caridad, se aproximó a ella con aires protectores.

El cisne pensaba que la garza lo iba a saludar con el respeto que la pobreza parece deber a la fortuna, y quizá a pedirle alguna limosna: pero, a pesar de que despacio y dando vueltas se iba acercando, veía que la garza no se movía y lo seguía mirando con la mayor indiferencia.

Se le acercó del todo, y para entablar la conversación, enteró a la garza mora de quién era, de cuál era su situación en el mundo, brillante por cierto, y hasta envidiable, asegurándole que sus medios y sus relaciones le permitían ayudarle, sí como era de presumir, lo podía necesitar, con alguna concesión de pesca o cualquier otra cosa que le pudiera ser útil.

La garza no contestaba y parecía no oír o no entender estos amables ofrecimientos, por espontáneos que pareciesen. Ella no necesitaba más de lo que tenía; no   —123→   quería mayor riqueza; vivía como podía sin deber a nadie obligación alguna, ni la quería contraer, sabiendo demasiado que nadie da nada sin condición; y de ahí su silencio desdeñoso.

Y el cisne no tuvo más remedio que volver a su casilla suntuosa, sin haber logrado comprar lo que siempre había creído de tan poco valor: un orgullo de pobre.




ArribaAbajoEl pato y las gallinas

Dos gallinas se disputaban a picotazos una espiga de maíz; como si no fuera bastante el trabajo de desgranarla.

Un pato, después de considerarlas y de reflexionar un rato, expresó su opinión con su voz melodiosa, y tomando por su cuenta la espiga, empezó a golpearla con tanta fuerza que por todos lados rodaron los granos.

Las dos gallinas dejaron de pelear, para comer apuradas lo poco que pudieron agarrar, pues el pato devoraba, revolcando sin cesar la espiga en el lodo; y sintieron no haber hecho las paces antes, conociendo algo tarde que evitar un pleito es ganarlo.



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ArribaAbajoEl perro y el cabrón

El perro ovejero, viendo que, por haberse aumentado mucho la majada ya no la podía cuidar como era debido, resolvió pedir al pastor que le nombrase un ayudante. Pero antes, le participó al cabrón su intención de designarlo como candidato. Agradecido éste, le aseguró que haría todo lo posible para hacerse digno de tanta confianza y corresponder a la protección que se le dignaba conceder; y lleno de alegría, se fue a contarlo todo a las cabras, que lo contaron a las ovejas, contándolo éstas a los carneros.

Todos vinieron a felicitar a su futuro jefe, a ofrecérsele y a recomendársele.

El cabrón es de poca cabeza; empezó a creerse un personaje; escuchaba las menores confidencias del menor borrego como si fueran secretos de estado, tomando aires de profunda atención, sacudiendo la cabeza y moviendo los párpados, llegando a darse con sus astas torcidas y su luenga barba blanca toda la apariencia de un sabio reverendo.

Pronto algunos animales de la majada le insinuaron que, una vez nombrado él por el pastor, le sería fácil con un poco de diplomacia suplantar al perro; y que, si había que acudir a la fuerza, allí estaban ellos.

Y el cabrón no dejó de escucharlos con cierto placer.

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Pero lo supo el perro, y sencillamente desistió de pedir ayudante al amo.

Como pasaba el tiempo sin que viniese el nombramiento, empezaron los futuros protegidos a preguntar al cabrón para cuándo sería.

-¡Ah! ¿Ese puesto -dijo-, sí, que me lo querían dar? ¡hombre! todo bien pensado, no quise.




ArribaAbajoMucho ruido, pocas nueces

Acordándose de su grandeza pasada, cuando eran gliptodontes, las mulitas, peludos y matacos, indignados de que ya todos los despreciaran, convinieron en formar un gran partido, que mimando por la base el edificio político, acabaría por derrumbarlo.

De construir otro no hablaron todavía, pensando que destruir ya era mucha ocupación, y empezaron a cavar tantos pozos, que no pudo menos el gobierno que fijar en ellos su atención.

El programa de los revolucionarios era muy sencillo y claramente anunciaba su intención: voltear al gobierno y ponerse en su lugar. Reformarían entonces las leyes, dando al país otros rumbos, naturalmente mucho mejores, y más dignos de sus grandes destinos, y de ese noble ejemplo nacerían reformas tan profundas que renovarían, no sólo al país, sino a muchos otros, a la humanidad entera, abriendo a la civilización otros horizontes, nuevos, inmensos.

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El gobierno pensó que, en presencia de un movimiento de tan amplias proyecciones, debía tomar medidas inmediatas, enérgicas y adecuadas. No vaciló: nombró al peludo más comprometido en el movimiento revolucionario, comisario en un pueblito de doscientas almas, con condición expresa de que primero se empeñara en calmar los ánimos, lo que hizo en seguida con espléndido resultado.

¿Qué más revolución hubiera querido, ya que tenía sueldo?




ArribaAbajoEl zorro y el puma

Siempre debería rebosar la fiambrera del puma; pero mata sólo por matar, sin saber conservar nada; teniéndose a menudo que contentar con cualquier cosa para no morirse de hambre.

El zorro, que también aunque no sea por tonto, conoce las duras leyes de la necesidad, un día, vio que el puma se encontraba sin nada que comer; él tenía dos perdices, y haciéndose el generoso, con todo desprendimiento le ofreció una.

Pero, el día siguiente, como su amigo había carneado varias ovejas, le pidió que le cediera por favor un cuartito para almorzar.

-¿Qué va a hacer con un cuarto, amigo? -contestó el puma-; tome, no más; sirvase, coma y llévese lo que quiera para su casa.

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El zorro bien sabía que así sería y no se hizo rogar; se llenó hasta más no poder, y en pago de su perdiz tuvo de comer por ocho días.

Es preciso saber dar en este mundo. Pero también es preciso saber prometer; y cuando se le presentó la ocasión, no la desperdició.

Los ovejeros empezaban a cuidar mucho sus corrales y la vida se hacía difícil. El zorro andaba flaco como pulga de pobre, y en ayunas, encontró a su amigo el puma con una perdiz que por suerte acababa éste de cazar.

-¿Y va a comer usted esta porquería? -le dijo el zorro al puma-; cuando allí, cerquita, tiene una majada rodeada y sin perros.

-¿Dónde? -dijo el puma.

Véngase conmigo: lo llevo.

-Bueno; entonces tiro la perdiz; es flaca, de todos modos.

-No la tire; démela: la voy a comer; a mí me gustan más las aves.

Y el zorro se comió la perdiz con pico, patas y pluma, y le dijo al otro: «Venga, no más».

Agarró por entre las pajas, dio vueltas y vueltas, hasta que en un descuido del puma, lo dejó buscar sólo las ovejas del cuento.



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ArribaAbajoLa armadura del peludo

Uno de sus vecinos tenía fastidiado al peludo con siempre querer invadir la loma de su propiedad, valiéndose de pretextos siempre nuevos y siempre ruines; y el peludo, pensando que sería prudente precaverse por si acaso, mandó hacer una armadura; pero tan pesada se la hicieron, que casi no se podía mover, y el vecino no hubiera precisado romperla para vencerlo, pues con ella encima pronto se muere.

La desechó y cambió de armero. Éste le hizo otra, fuerte y liviana, de peso tan bien repartido en todas las partes del cuerpo, tan fácil de llevar, de aliviar o de reforzar, según los casos, y al mismo tiempo de tan poco costo, que podía con ella ir, venir y trabajar sin la menor dificultad; y lo mejor era que se la había fabricado con la misma materia de las uñas con que el peludo trabaja la tierra. De por sí, el vecino dejó de embromar.

La espada de un pueblo siempre debe ser del mismo acero que las rejas del arado.



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ArribaAbajoLa sequía

Los cañadones y las lagunas estaban resecos; los arroyos se cortaban y las vertientes habían bajado tanto que ya difícilmente se podía sacar agua de los jagüeyes. Era de toda necesidad que algo se hiciera para salvar la situación: establecer represas, cavar pozos surgentes, regularizar el curso de los arroyos, poner en práctica por fin todas las buenas ideas que inspiran las apremiantes necesidades; de otro modo, se morirían todas las haciendas de la región.

Hubo un meeting y se decidió que una diputación fuera a interpelar al gobierno para increparle su desidia e impelerlo a que tomase inmediatamente las medidas que el caso requería. Pero mientras aprontaban sus discursos los comisionados, empezó a llover, y llovió a cántaros; ¡llovió! pero ¡qué llover!... Y, cuando se presentó la comisión, la recibió el ministro de Lagunas y Jagüeyes, entre burlón y orgulloso. Habló con elocuencia de las medidas enérgicas que hubiera tomado si la sequía hubiese seguido; casi habló de la lluvia como de una de ellas; y con derramar flores de retórica sobre las campiñas verdes, cubiertas ya de pasto renaciente, logró una ovación triunfante. Todos quedaron conformes y ni siquiera se acordaron de que pudiese volver la sequía.



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ArribaAbajoEl mono y el perro

Un mono, después de haberse primero asustado bastante, al oír sonar en el yunque el pesado martillo manejado por el herrero en medio de torbellinos de chispas, había quedado observando con admiración el trabajo, y poco a poco había entrado en su cabeza de buen mono el deseo loco de hacer lo mismo.

Lo que hace el hombre, ¿por qué no lo va a hacer el mono?

Y un día que el herrero estaba durmiendo la siesta, agarró un mazo de palo por haberle salido muy pesados los de hierro, y llamando la atención de un perro que guardaba la casa, le dijo: «mirá, ¡vas a ver!».

El perro miró: las pruebas del mono siempre le interesaban, pues, aunque a veces salieran pésimas, nunca dejaban de ser graciosas y de causarle risa.

Mientras se preparaba el mono, una mosca vino a fastidiar al perro, y para cazarla, éste abrió una boca enorme, pegando mandibulazos como para reventar no una mosca, sino un buey, tanto que el mono se interrumpió para decirle: «Pero amigo, no abras tamaña boca para una mosca; se debe proporcionar el esfuerzo y la herramienta al trabajo. Aprende del herrero, como aprendí yo. «¡Mirá!». Y alzando con las dos manos el martillo de palo pegó en el yunque un tremendo golpe. Ni sonó siquiera el yunque, pero se quebró el   —131→   cabo, y el martillo le vino a dar en el hocico un porrazo bárbaro; lo que hizo que el perro se desternillara de risa, por el modo tan lindo con que ponía en práctica el mono sus propias lecciones.




ArribaAbajoLas voraceadas del tigre

Por muchos que sean los recursos de que uno se pueda valer, nunca debe voracear: al que no sabe medirse todo le es poco y todo se le concluye. Así le pasó al tigre.

Creyó que las ovejas nunca se acabarían, pues el hombre las cuidaba bastante bien para que siguieran aumentando, a pesar de las muchas que él se comía. Y con esta creencia, empezó a hacer matanzas tales que pronto mermaron las majadas. Daba festines a sus amigos y más era lo que se desperdiciaba9 que lo que se consumía.

Cuando no hubo más ovejas en los alrededores, por haberse llevado el hombre las pocas que el tigre le había dejado, hizo éste con las vacas, las yeguas y los cerdos, lo mismo que con las majadas, y fue tal la mortandad que pronto los que quedaban se mandaron mudar a otra parte.

El tigre conoció días amargos: los bichos silvestres son más vivos que los animales domésticos, aun ayudados por el hombre, y no fue ya sin trabajo como pudo satisfacer su terrible apetito. Asimismo, les hizo una   —132→   guerra tan encarnizada, que pronto ni cuadrúpedos, ni siquiera avechuchos, quedaron en la llanura, y no sabiendo el tigre comer pasto, se murió de hambre.




ArribaAbajoEl vizcachón previsor

A los viejos les gusta amontonar. Será que no pudiendo ya producir, tienen miedo de quedarse de repente desamparados, y al fin, hacen muy bien.

Un vizcachón viejo, viudo, sin hijos, sin familia, amontonaba en su cueva todo lo que podía encontrar. Unos jóvenes sin experiencia creían que lo hacía por avaricia y se burlaban de él, haciéndole ver que cuando se muriese, lo que no podía tardar, por su edad avanzada, todo iba a caer en manos de indiferentes, parientes lejanos, o quién sabe quién, y que haría mucho mejor en gastarlo todo desde luego.

-¿De qué le sirve -decían- cuidarse del día de mañana, cuando probablemente no lo alcanzará usted a ver?

-Es que más me gusta, muchachos -contestó el viejo-, correr el riesgo de enriquecer por mi muerte aún a mi peor enemigo, que el de quedar, en vida, a cargo de mi mejor amigo.