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ArribaAbajoEl pavo y el gallo

Un pavo estaba pegando una tremenda soba a su pobre compañera; y un gallo le preguntó el por qué de tanto furor.

Resolló un tanto el pavo, y secándose el sudor:

-¿No ve -dijo-, que fue esa pava a contar por todas partes un secreto que yo le había confiado?

-¿Y por esto le pegas? -dijo el gallo-. Pues, amigo, otra vez no la maltrates, que será más decente: ni le confíes tus secretos, que será más prudente.




ArribaAbajoLas vizcachas

Hubo un momento de gran alboroto entre las vizcachas, cuando cundió la voz de que el dueño del campo había resuelto hacer destruir a pala las vizcacheras: y debía de ser cierta la noticia, pues una noche que el capataz de la estancia volvía de la pulpería bastante alegre, rodó su caballo en una cueva, y las vizcachas, que estaban todas pasteando alrededor, clarito le oyeron que rezongaba: «La suerte que mañana llega la cuadrilla de napolitanos que nos va a librar de esa plaga».

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Las vizcachas se juntaron en asamblea, y después de decidir ésta que por ser la lucha por demás desigual, no había más remedio que emigrar en masa, el presidente dijo: «La mudanza empezará mañana», y levantó la sesión.

El día siguiente llegó la cuadrilla, pero tarde, y se lo pasaron los napolitanos reconociendo el campo, dejando el trabajo para el día siguiente. Y las vizcachas, siguiendo el ejemplo, dijeron otra vez: «Mañana».

Los hombres no hicieron más, el día siguiente, que contar con prolijidad las vizcacheras que había; y las vizcachas pensaron que la mudanza lo mismo se podría hacer «mañana».

Empezó el trabajo; pero, justamente en la otra punta del campo, de modo que los jefes de las vizcachas que se habían juntado, volvieron a decir: «Mañana».

Comenzaron a llegar vizcachas escapadas de la matanza, muchas de ellas heridas por los perros, sembrando el espanto en las vizcacheras indemnes aún. Asimismo, como todavía antes de muchos días, no estaría la cuadrilla en esta loma, parecía inútil mudarse este mismo día. ¿Para qué tanto apuro? «Mañana será lo mismo», dijeron y se quedaron así días y días, hablando siempre de mañana, acostumbrándose a oír noticias amenazadoras, a ver acercarse el día del peligro, sin por esto moverse, pensando que siempre habría tiempo: mañana.

Y cuando llegó por fin ese terrible mañana, era tarde ya para mudarse, porque no habían preparado donde; era tarde ya hasta para huir, y todas perecieron.

A veces tarda un año, pero siempre viene mañana.



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ArribaAbajoEl pavo real, la urraca y el hornero

¡Pero, mire, ¡qué lindo está el pavo real! -decía el hornero sin envidia a su comadre la urraca.

Es un gusto verle abrir su magnífica cola, y gozo al ver llevada tanta riqueza con tanta elegancia. Debe de ser feliz el pavo real: hermoso, elegante, rico, amado, no hay duda; y el espectáculo de la felicidad siempre me ha dado placer.

-Pues a mí me revienta -contestó la urraca-; y lo encuentro a su pavo real, un orgulloso, chocante y tilingo.

-De envidiosa, no más, comadre; por no saber apreciar sino las cualidades que también puede usted tener. Mal hecho; no sienta a cualquiera cualquier adorno. Míreme a mí, por ejemplo. ¿Cree usted por un momento que quisiera tener la riqueza del pavo real? ¡Dios me libre!, pues no la sabría aprovechar; si la escondiese por timidez, renegarían todos de mí; me tratarían de avaro, y si la quisiera lucir, ¡pobre de mí!, en qué ridículo caería, y como se burlarían todos del medrado orgulloso.

La hermosura y la riqueza, efímeras ambas, juntas, están bien y se completan; mientras que el que no nació para rico siempre vive, cuando adquirió fortuna, sin poderla gozar, entre el deseo de aumentarla y el miedo de perderla.



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ArribaAbajoLa araña y el sapo

Un sapo andaba en desgracia. Ninguna mosca se le acercaba y empezaba a tener una de esas hambres que quitan la vergüenza al más honrado. Al levantar los ojos, vio que en la tela de la araña, su vecina, estaban presas tantas moscas de todos tamaños, que en dos o tres días no las iba a poder comer todas.

Con un grito o dos de su voz simpática llamó a la araña y le pidió prestadas algunas moscas, prometiéndole que pronto se las devolvería.

La araña, sabedora de que el que presta pierde el dinero y las amistades, primero hizo la que no oía.

Después hizo la que no entendía.

Contestó en fin que tenía pocas.

Dijo que no eran todas de ella.

Agregó que no podía despegarlas.

También afirmó que, habiéndose ya negado a prestar a la rana, no podía, sin crear conflictos, prestar al sapo.

Y cuando éste ya se dio vuelta, enojado, diciéndole que todo esto no eran más que malos pretextos: «Serán malos pretextos, dijo entre sí, la araña; pero las moscas son buenas».



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ArribaAbajoCaridad

Sucedió un horrible accidente; se desplomó el techo de una casa abandonada, hiriendo de gravedad a muchas ratas; y entre todos los animales inscriptos en la sociedad de socorros mutuos se inició una subscripción, para proveer camas que era lo más urgente; y todos se apresuraron a dar pruebas efectivas de solidaridad.

El mismo hurón que, días antes, se había comido todos los hijos de una de las ratas heridas, no vaciló en traer su óbolo, y para ello se sacó de la espesa cola un puñado de pelos. Y todos, enternecidos por este rasgo de generosidad, susurraron con los ojos llenos de lágrimas: «¡Qué bien! ¡mire que con las ratas andaba algo distanciado. Y asimismo, ya ve!».

La oveja se lució. Era unos días antes de la esquila; llevaba cinco libras de lana, los calores empezaban, y su poncho la tenía molesta. Se arrancó un gran mechón de lana y lo entregó al comité. Todos los presentes echaron el grito al cielo: «¡Qué generosidad! ¡qué desprendimiento!».

Y como Damián, el venado, que sin tener mayor relación con las ratas, pero llevado por su buen corazón, traía en aquel momento un puñadito de pelos cortos, que sólo con pelarse casi toda la paleta había podido conseguir, lo miraron con bastante desprecio.

Sólo Cristo supo valorar el óbolo de la viuda.



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ArribaAbajoEl hurón y el zorro en sociedad

El zorro hizo, una vez, sociedad con el hurón. Éste entraba en las conejeras; el zorro se quedaba afuera, espiando, y con diente ligero, cazaba a los conejos asustados que asomaban a la puerta.

Al hurón le daba parte de la presa, lo menos posible y de los peores pedazos: el cogote, la cabeza, las patas.

Pero el hurón quedaba muy conforme así; y el zorro no tenía boca para ponderar a su socio, su compañero y su amigo. Cierto que le mezquinaba un tanto la carne, pero los elogios llovían: era fuerte, valiente, sin pereza, dócil, fiel, honrado, franco, sin orgullo... un tesoro.

Un día, asimismo, ¿quién sabe por qué sería? tuvieron un disgusto y el hurón pidió la cuenta. El zorro se la arregló: y después de contar, no se sabe bien qué, con las uñas, le hizo ver al hurón que él era quien quedaba debiendo, y lo despidió, perdonándole la deuda, pero tratándolo de desagradecido.

El hurón se fue y empezó a trabajar por su cuenta; le fue bien, no más: engordó, mientras que el zorro, que ya casi no podía cazar, enflaquecía a ojos vistas.

Un día el zorrino le preguntaba al zorro por qué no trabajaban ya juntos con el hurón: «¿Qué quieres, amigo? Contestó don Juan, ¡si no sirve para nada!».

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¡Es un flojo, un cobarde, un haragán, un vanidoso, un desobediente, un sin palabra... un cachafaz!».

Las cualidades ajenas fácilmente se vuelven odiosas para el que ha dejado de aprovecharlas.




ArribaAbajoEl ruiseñor y los gansos

Un ganso se había enriquecido vendiendo plumas, y todos sus hijos seguían con el mismo oficio, enriqueciéndose más y más. Una tarde que, después de comer hasta más no poder, tomaban el fresco, cambiando de vez en cuando graznidos insulsos sobre los negocios del día, oyeron los simpáticos trinos del ruiseñor.

El padre ganso lo llamó y le declaró que, deseoso de proteger el arte, lo que le permitía hacer su gran fortuna, había resuelto ofrecerle el puesto de maestro de música de sus hijos, remunerándolo generosamente con la casa y la comida.

El ruiseñor no necesita mucha casa, ni mucha comida; pero, artista incipiente, era tan pobre que aceptó.

Empezaron las lecciones: pero por mucho que hiciera, nunca pudo conseguir de sus discípulos otra cosa que el estridente grito: «¡Juan, Juan!» y desanimado, se retiró diciéndole al padre: «Mire» señor; mejor es renunciar; sus hijos han nacido sólo para ganar plata, no trate de hacer de ellos artistas».



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ArribaAbajoEl burro

El burro había nacido bueno, alegre, sumiso, lleno de buena voluntad. Era feo, es cierto, pero se reía con tan buena gana, que a pesar de su voz horrenda, su rebuzno parecía canto. Se burlaban de él y de su facha: él sacudía las orejas y se reía, bonachón.

Pero, porque era bueno, empezaron a abusar de él. Era fuerte, por ser tan chico, lo cargaron demasiado; era sobrio, casi no le dieron de comer; era resistente, le hicieron trabajar más de lo que era posible. Y cuando ya no daba más, lo empezaron a maltratar.

Se le avinagró el genio; sus orejas no se movían ya risueñas, sino que las echaba para atrás, enojado, enseñando los dientes y aprontaba las patas.

Y el amo, desconfiando, a pesar de tener en la mano el palo amenazador, decía: «¡Qué malo es el burro!».




ArribaAbajoLa vizcacha y el zorrino

La vizcacha tendrá sus defectos; pero es afincada, vive con su familia en casa propia; es ordenada, le gustan el ahorro y la limpieza, y todo bien mirado, es persona decente.

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Una tarde que iba troteando por el cardal, la saludó con mucha cortesía el zorrino y se le puso a la par, entablando conversación y siguiendo viaje con ella. Aunque la vizcacha sólo lo conociera de vista, no lo quiso desairar y le contestó atentamente. Pero pronto se fijó en que todos los conocidos a quienes saludaba por el camino se hacían los ciegos o los despreocupados y no le contestaban el saludo; primero se resintió y después reflexionó; y pensó que, no pudiendo ser para ella la afrenta, debía de ser por su compañero. Lo miró de reojo, no le vio nada de particular, pero le tomó como un olorcillo raro. Olfateó más fuerte y ya se dio cuenta de que andaba mal acompañada; pronto, con un pretexto cualquiera, dio media vuelta, se paró, saludó al zorrino:

Mucho gusto -le dijo- en conocer a usted. Pero no le ofreció la casa.




ArribaAbajoEl loro muerto

El loro llenaba en la corte tres empleos: anunciaba la visita de los altos personajes, tenía el encargo de recrear a Su Excelencia en sus momentos de ocio con cuentos amenos y de atajar a los solicitantes con el grito consagrado: «¡No hay vacante!». Y como es justo, teniendo tres empleos, cobraba tres sueldos, como quien dice nada.

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Murió, y pocas horas después del triste acontecimiento, estaban conversando el chajá, la urraca y el bien-te-veo, ponderando a cual más las cualidades del finado: -¡Pobre señor loro!, decía uno con aflicción. -¡Qué muerte tan repentina-, contestó otro tristemente! -¡Es un gran vacío!, observó el tercero compungido. -¡Y una gran vacante!, murmuró la urraca. Y el chajá se sonrió y también el bien-te-veo, y los tres, mirándose con ojos de candidato: ¡Qué vacante linda, che!, susurraron los tres.




ArribaAbajoManiobras militares

El buitre, no pudiendo saciar su hambre en la comarca montañosa y pobre en la cual la naturaleza lo había relegado, resolvió invadir la llanura poblada de hacienda donde tan bien vivían los gavilanes y caranchos. Pero, como eran muchos aquellos y bastante guapos para defenderse, conchabó dos mil chimangos, creyéndolos aves de presa, y formó con ellos un ejército.

Bien mantenidos, aquéllos se prestaban a la prueba, y cuando supieron volar por batallón y compañía, el buitre les hizo hacer maniobras militares. Fueron soberbios los chimangos, de disciplina, de pericia y de valor; pero, cuando al felicitarlos el buitre les anunció que con semejantes tropas ya no vacilaba en invadir los valles apetecidos, volaron todos para sus pagos, graznándole: ¡Adiós, que otra cosa es con guitarra!



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ArribaAbajoEl perro, el cimarrón y los guanacos

Los huanacos, amenazados en sus bienes y en su vida por un cimarrón hambriento, pidieron al perro su protección.

Éste, por pereza, para evitar compromisos, se hizo el desentendido y dejó al cimarrón dueño de hacer lo que quisiera.

Atorrante, ladrón, con el cuero todo roto y el pelo haraposo, endeble y flaco, éste no se hubiera metido con el perro, ni por cuatro huanacos; pero, absteniéndose el otro, los atacó, los degolló, y con su carne engordó y crió fuerzas; con sus despojos se enriqueció. Y cuando se sintió poderoso, mostró los colmillos al mismo perro.

Aun por propio interés el fuerte debe ayudar al débil.




ArribaAbajoLa vaca empantanada

Una vaca flaca como un estacón de ñandubay, quiso tomar agua en un charco y quedó empantanada. Debilitada por el hambre, viendo que no podía   —144→   salir sola del paso, esperaba sin moverse la muerte, cuando por allí pasó el caballo.

Con mugido triste y mirada lánguida lo llamó en su auxilio, y el caballo, servicial por naturaleza, entró en el barro y empezó a ayudarla.

En la loma apareció en aquel momento el zorro. Se sentó, y de aficionado no más, contempló ese espectáculo tan raro de un servicio prestado con todo desinterés.

El caballo se tornó un trabajo bárbaro; levantó, tiró, empujó al animal embarrado. Se ensució de los pies a la cabeza; pero por fin, sacó a la vaca del pantano.

Y apenas estuvo ésta en piso firme, agachó la cabeza y lo quiso cornear.

El caballo, en su noble candidez, quedó estupefacto ante tal ingratitud; mientras que silencioso, con una sonrisa sardónica, se retiraba el zorro.




ArribaAbajoLas pértigas y la barrica

Dos pértigas, paseando, vieron pasar la barrica, y cimbrándose de risa, las dos juntas exclamaron: ¡Mirá, che, qué barbaridad!

La barrica las miró y con su voz profunda dijo: ¡Menos risa les causaría mi redondez si no fueran ustedes de tan risible flacura!



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ArribaAbajo¡Ya no soy poeta!

Un cabecita negra cansado de cantar gratis, fastidiado de llenar de melodías las frondosidades del monte y de celebrar las bodas de todas las avecillas con sus poéticos gorjeos, sin nunca recibir un peso, resolvió buscar otros medios de vida.

Un día que se le acercó un gorrión con su gorriona, rogándole tuviera la amabilidad de componer su epitalamio, bruscamente les contestó: ¡Ya no soy poeta! El gorrión, incrédulo, se sonrió y también la gorriona.

Era cierto, sin embargo; el cabecita negra se había vuelto vendedor de perfumes, por cuenta de las flores que crecían en las orillas del monte, y para probárselo, ofreció a la gorriona venderle un elegante frasquito de esencia. Pero antes que le dijera el precio, la gorriona coqueta miró al cabecita negra con unos ojos tan tiernos, que éste no pudo resistir al deseo de regalarle el frasco, y de yapa le dedicó un delicioso madrigal.

El gorrión no dijo nada; pero la mueca que con el pico hizo, bien dejaba entender que para él el que nace poeta, poeta muere, y que no tardaría el cantorcito comerciante en pedir moratorias.



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ArribaAbajoLa cúspide y el valle

Cuando llegó el sauce a la comarca buscando fortuna, la cúspide y el valle se apresuraron a hacerle sus ofrecimientos. La primera, codiciando tan admirable adorno para su calva cabeza, lo buscó por la vanidad. Le ponderó la gloria que sería para él dominar desde lo alto de tan imperiosa cima todas las tierras encerradas en el horizonte, con todas sus plantas, grandes y pequeñas, y sus habitantes, desde el insecto imperceptible hasta el hombre orgulloso.

Se dejó tentar el sauce y quiso subir hasta la cúspide. Pero cuanto más subía, más iba sufriendo de la sed y de la violencia del viento; se marchitaban sus hojas; sus mejores ramas se quebraban; y cuando vio lo que todavía tenía que arrostrar para llegar, le gritó a la cúspide que no lo esperase, pues encontraba por demás áspera la senda de la gloria.

Bajó hasta el valle. Allí lo saludó discretamente el arroyuelo cantor, propinándole sin reserva las aguas de su curso. El viento, atajado por las montañas vecinas, apenas era un céfiro acariciador que le refrescaba suavemente la melena, y los pájaros, alegres, venían por bandadas a reñir y a gorjear entre su follaje.

El valle le ofreció la hospitalidad: modesta y retirada, sin gloria y sin honores; era la vida que en él se   —147→   hacía, pero vida tranquila, de paz profunda. El sauce allí se quedó.

En las alturas sólo resiste el árbol inquebrantable o la planta rastrera.




ArribaAbajoEl ñandubay la paja

Un pequeño trozo de ñandubay, entre las cenizas del fogón, lentamente se iba consumiendo. Poca llama salía de sus ascuas, pero cantaba suavemente el agua de la pava, y podría seguir cantando así durante muchas horas, antes de que se apagase el fuego.

No muy lejos estaba un gran montón de paja; y la misma brisa que, al correr por la llanura, de vez en cuando avivaba el resplandor de la brasa, susurró al oído del trozo de leña lo que en tono de desprecio venía diciendo él de la paja:

-No sé cómo se llamará esto -decía-, pero seguramente da más compasión que calor. Casi tengo ganas de ofrecerle mi ayuda para enseñarle lo que es fuego.

De acuerdo con el ñandubay, la brisa, soplando fuerte, echó encima del fogón todo el montón de paja.

Soberbia fue la llamarada, pero tan rápida pasó y se extinguió tan pronto, que dejó apenas una ceniza liviana, sin haber siquiera conseguido hacer hervir el agua. Y con calma se siguió consumiendo el pequeño trozo de leña, haciendo suavemente cantar durante muchas horas todavía el agua en la pava.

Lo que vale en la vida es el esfuerzo que dura.



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ArribaAbajoEl picaflor enojado

En un jardín donde acostumbraba merodear un joven picaflor, una tarde, colocaron un gran espejo en forma de globo, para que en él se miraran las flores coquetas y las mariposas presumidas.

Como siempre, el picaflor, el día siguiente, luego que empezó el sol a calentar, entró como flecha en el jardín, en busca de miel, pinchando aquí, pinchando allá, en su vibrante aleteo de arco iris viviente, dando a la flor vencida los crueles besos de su largo pico.

De repente, vio relumbrar en el gran globo de cristal las mil flores coloradas de la misma planta que estaba saqueando, y dejando pasmarse en inútiles deseos las elegantes campanillas que le pedían su amor, fue a dar de picotazos a la sombra de ellas.

Hubiera debido ver que se equivocaba; pero, acostumbrado a no encontrar resistencia, se dejó enceguecer por la ira, y siguió picoteando, enojado, enfurecido, hasta romperse el pico en la dura pared de pintadas ilusiones, y caer moribundo, víctima de su locura.

La reflexión y la ira son enemigas mortales, y siempre una de ellas mata a la otra.



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ArribaAbajoLa hormiga alada

Vino la primavera, y con ella le salieron alas a una hormiga negra, acostumbrada hasta entonces a caminar por el suelo, sin que jamás hubiera pensado en mirar hacia el cielo. Al sentirse tan liviana, se creyó dueña del orbe; miró con desprecio a sus compañeras que seguían arrastrándose en la senda del trabajo, con su pesada carga; y tomando su vuelo, partió para conquistar el mundo.

Corto fue el viaje: pasó una nube, cayó un aguacero, y la hormiga alada pronto quedó muerta entre el barro del camino.

Los favores de la suerte suelen traer consigo sus peligros.




ArribaAbajoLas opiniones del gallo

El gallo canta claro y no disimula lo que piensa.

Dice la verdad, y la dice toda: pondera sin zalamería lo que le parece bien, y critica sin acritud lo que le parece mal.

Así debería tener puros amigos, pues a cada uno le ha de gustar saber que aprecian sus cualidades, y también,   —150→   por otro lado, le ha de gustar conocer sus defectos, para tratar de corregirlos.

Pues no parece que así sea; y muchos, al contrario, acusan al gallo de ser mala lengua, o injusto, y le tienen rabia.

La oveja, por ejemplo, no lo puede ver: es cierto que en varias ocasiones ponderó el gallo en excelentes términos el gran valor de su vellón y su amor materno; pero también se permitió una vez insinuar que era algo corta de espíritu; miren ¡si será!

La cabra, sin duda, le habría conservado su amistad, si se hubiera contentado con hablar de su sobriedad y de la excelencia de su leche; pero también dijo que ella tenía el genio algo caprichoso: ¡una mentira sin igual!

El chajá había quedado muy conforme al oír que el gallo alababa lo abundante de su pluma, lo discreto de su color gris y el buen gusto de su traje; pero no le pudo perdonar el haber criticado su canto.

El burro también quedó con el gallo en muy buenas relaciones mientras se concretó éste a hacer justicia a su templanza y a su amor al trabajo; pero tuvieron que quebrar, pues un día se atrevió el otro a decirle que sus modales eran toscos: ¡Figúrese!

La vizcacha, ella, no quiere saber nada con el gallo, y lo mantiene a distancia, pues la juzgará este señor de bien poco mérito, cuando ni siquiera se ha dignado acordarse de ella nunca.

Por suave que sea el almíbar de la alabanza, cualquier átomo de crítica lo vuelve amargo; pero más amarga aún que la critica, es la indiferencia.



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ArribaAbajoLos burros y el eco

Cualquier acontecimiento que en la Pampa ocurriere, era, lo mismo que en todas partes, objeto de los comentarios de cuanto bicho viviente hubiera. Cada uno daba su opinión según su propio temperamento, su posición o sus intereses: y las aves de rapiña, ni las fieras, podían apreciar un hecho social o un decreto del gobierno con el mismo criterio que las ovejas o las liebres.

Sucedió que unos cuantos burros, habiéndose juntado por casualidad, al pie de unas piedras altas, el eco hacía retumbar de tal modo sus rebuznos, que tapaban éstos el murmullo de las mil voces cuchicheando en la llanura; y aprovechando la coincidencia, exclamaron a un tiempo, para que los oyeran bien todos y repitieron hasta cansarse: «¡Nosotros somos la opinión!».

Acabando por creerlo así ellos mismos, y también muchos otros; pero no todos...



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ArribaAbajoEl carnero filósofo

Un carnero, viendo cuánto bien producía a la gente ovejuna su modo de vivir en sociedad, quiso generalizar el sistema y reformar en ese sentido las costumbres de todos los animales. Trató, por una propaganda incansable, de juntarlos en una sola familia, demostrándoles que para todos sería de gran provecho.

Empezó por querer asociar a todos los pájaros con las aves; pero pronto vio cuán difícil le sería casar al avestruz con la gallina.

Y cuando trató de juntar a los cuadrúpedos entre sí, y a éstos con la gente que vuela, fue peor; pues cada uno tenía sus costumbres y sus mañas, andando ligero unos y otros despacio; volando, caminando o nadando; comiendo carne o comiendo pasto; éstos bien vestidos, aquéllos desnudos; unos con dos patas, otros con cuatro; acostumbrados algunos a no llevar cola, y muchos queriéndola conservar; los pájaros queriendo imponer la pluma a todos, y los cuadrúpedos el pelo.

Hasta hubo grandes riñas, por haber nacido vivos, fuertes y bien parecidos unos cuantos, y no querer ellos volverse tontos, débiles y feos, para hacerles el gusto a los demás.

Renunció el carnero a poner en práctica su teoría, y se conformó con haber agregado uno más a los sistemas filosóficos ya fracasados o por fracasar.



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ArribaAbajoLa luciérnaga y las arañas

Una luciérnaga, entre los yuyos, brillaba, y esta luz ofuscaba a las arañas escondidas en sus rincones obscuros.

Tácitamente se coaligaron las envidiosas para siquiera tapar, ya que no la podían apagar, esa lámpara molesta; sin ruido, la fueron envolviendo poco a poco con tantas y tan espesas telas, que, aunque siguiese prendida, no podían sus rayos traspasar el velo, y que para todos quedó como si no existiera.

El silencio suele ser a veces arma tan malévola como la maledicencia.




ArribaAbajoEl cordero negro

En la majada nació un cordero negro; y el pastor lo miraba con desprecio, por ser su vellón de escaso valor. Al repartir entre los corderos la ración de grano, siempre trataba de que no pudiera comer su parte; y una mañana que el negro, quejándose, lo ensordecía con sus balidos: «cállate, le dijo, haraposo, que gritas como si fueras blanco y bien vestido», y   —154→   el cordero le contestó: «Es que el hambre no hace diferencia, y lo mismo necesita comer el negro haraposo como el blanco bien vestido».




ArribaAbajoEl águila y el gorrión

El gorrión, con imprudencia de cortesano novel, criticaba en voz alta, en un círculo de muchos otros pájaros, el gobierno del águila. Aseguraba que los impuestos eran excesivos y estaban mal repartidos; que se derrochaban los dineros públicos; que la justicia era pésimamente administrada; que las elecciones, falseadas, mandaban al congreso puros politiqueros ignorantes; que todo se volvía negocio; que el verdadero mérito nunca era recompensado, y que sólo conseguían los puestos públicos los que para nada servían.

Y muchas otras cosas se disponía a criticar, Cuando el águila que, sin que hubiera sentido el gorrión, se había aproximado al grupo, le preguntó de qué gobierno estaba haciendo la historia.

El gorrión no se inmutó:

-Del gobierno del abuelo de Vuestra Majestad -contestó sin vacilar, saludando al águila con toda cortesía.

Y el monarca no pidió más, recapacitando que, efectivamente, todo aquello, desde entonces, había mejorado muchísimo.



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ArribaAbajoEl tutor y la planta

Una planta delicada recién colocada en un jardín, necesitaba tutor para resistir los asaltos del viento; y el jardinero, no teniendo a mano ninguna rama seca, cortó un gajo de sauce, y lo clavó en la tierra para sostener a la planta débil.

Durante algún tiempo, todo anduvo bien; pero cuando vino la primavera, la rama de sauce se cubrió de hojas, aparentando proteger con ellas a su pupila, quitándole en realidad todo el sol y echando raíces tan grandes que pronto chuparon toda la savia del suelo. A los pocos meses se marchitó la plantita y murió, mientras que el tutor seguía creciendo; ¡como si para crecer él lo hubieran colocado en ese sitio!

No lo hizo por maldad; fue casi sin pensar, y la culpa era del jardinero, por no haber sabido elegir el tutor.




ArribaAbajoLos patos caseros y los patos silvestres

En un corro de patos caseros se conversaba juzgando con severidad, entre charlas a gritos, la cobarde comportación de los mismos patos caseros, en general, y la propia en particular. Con expresiones fuertes   —156→   castigaban todos la sumisión incondicional de que daban al hombre tantas pruebas, dejando que dispusiera de ellos y de sus familias a su antojo.

-Es una vergüenza -decían- que vivamos en semejante abyección, presos voluntarios de nuestro tirano, contentándonos con ruidosas e inútiles protestas, cuando le vemos matar sin piedad a nuestros hijos, sin que nunca hagamos un gesto de rebelión, sin que campeemos por nuestros fueros, o siquiera emprendamos la fuga, dejándolo plantado y recuperando nuestra independencia.

Sus gritos eran tan fuertes, que un pato silvestre que pasaba por allí volando en libertad, los oyó; y dejándose livianamente caer cerca de ellos, se mezcló en la conversación.

Escuchó con atención todo lo que decían los patos caseros: sus quejas contra el tirano y sus protestas, y aprobó sus amagos de rebelión.

Los patos caseros lo miraron, primero, de rabo de ojo cuando manifestó su conformidad con lo que ellos mismos decían; pero siguieron conversando.

Impugnó uno de ellos su falta de unión para sacudir el yugo que sobre los patos caseros pesaba. Aplaudió el forastero... Le contestó un murmullo rezongón.

Otro pato casero trató a sus compañeros y a sí mismo de cobardes.

-Tiene razón -dijo el forastero.

Un repiqueteo de picos enojados se dejó oír en el corral.

-Somos todos unos sinvergüenzas -gritó un orador; y el pato silvestre, entusiasmado por tanta elocuencia,   —157→   dejó escapar un: «¡Es cierto!» que si no hubiera tenido buenas alas, le cuesta la vida; pues, una cosa es ser patos caseros y confesárselo entre sí, y otra que un forastero se lo venga a decir.




ArribaAbajoEl chajá y los mensajeros

Para evitar en lo posible a los habitantes de la Pampa los perjuicios que les podría causar su venida repentina, la lluvia siempre, antes de llegar a alguna parte, se hace anunciar por el chajá, cuya voz estentórea y cuyo vuelo poderoso le permiten cumplir muy bien y ligero con su misión.

Un día que el chajá andaba en amores, pensó que, por una vez, podría, sin que lo supiera nadie, hacerse reemplazar. Llamó, pues, al cisne que volaba por los aires, y le pidió que por donde pasara tuviese la bondad de avisar a todos que ya venía la lluvia. El cisne prometió, y siguió viaje.

Para mayor seguridad, el chajá le pidió el mismo servicio a la gaviota, cuya voz gritona se oye de lejos; al flamenco, que viaja mucho; a la paloma, que viaja todavía más; y a la cigüeña, que es persona servicial y conoce a medio mundo.

Todos prometieron, y el chajá, bien tranquilo, volvió a sus amores. Pero el cisne andaba muy apurado, como siempre, y callado; y pasaba sin decir nada a nadie, y sin dar ningún aviso. La gaviota salió llena de buena   —158→   voluntad; pero encontró a unos hombres que araban, y tantos gusanos se revolcaban en la tierra removida, que allí se detuvo, olvidándose completamente del encargo. El flamenco dio con una laguna tan transparente que no pudo resistir a las ganas de admirar en el agua su hermoso pelaje rosado, y tanto tiempo se quedó allí que no pudo después cumplir su promesa.

La paloma, llevada por su instinto invencible, volvió, a pesar suyo, al palomar, y allí la detuvieron, mientras que la cigüeña se quedaba pescando en cuanto cañadón encontraba a su paso; de modo que cuando la lluvia llegó, nadie había podido tomar sus medidas para evitar perjuicios.

El chajá recibió un terrible reto, casi lo destituyeron, y vio que lo mejor es hacer uno mismo sus cosas, sin contar con nadie; pues, resulta chasco todo lo que a otro se confía.




ArribaAbajoEl águila, el chimango y las urracas

Las urracas, habiéndose reído al pasar el águila, ésta, en un arranque impetuoso, se abalanzó sobre ellas, mató dos o tres y remontó el vuelo, dejándolas para siempre curadas de las ganas de burlarse de ella.

El chimango asistía de lejos a la escena; y también quiso un día imponerles respeto a las urracas. Pretexto no le faltaba, pues siempre de él se mofaban ellas y lo perseguían, riéndose a carcajadas.

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Majestuosamente, pues, desplegó sus alas, y dejándose caer sobre el grupo de las más gritonas, las amenazó con las uñas y el pico. ¡Pobre de él!

Las urracas se juntaron en bandadas, y de tal modo lo hostigaron, que tuvo que salir disparando, no sin haber perdido parte del plumaje. Y a doña Chimanga, que le preguntaba por qué se había metido con esa gente:

-Me quise hacer respetar -dijo.

-Y saliste chiflado -le contestó la compañera.




ArribaAbajoEl zorro y la vizcacha

El zorro se aprovechó de que la vizcacha había ido a veranear con la familia en la costa de un cañadón, para apoderarse de su habitación en la loma.

Y cuando volvió la dueña, le declaró con toda desfachatez que, aunque conocía perfectamente que ella tenía para sí todo el derecho, se negaba a entregarle la cueva.

Protestó la vizcacha enérgicamente, y juró que haría valer su derecho.

-Para valer, el derecho necesita ayuda -le dijo el zorro-. Y agregó, riéndose: -¿Por qué no lo ve al perro?

La vizcacha rabió, pataleó; pero acabó por conformarse con hacer otra cueva, pues pronto se dio cuenta de que el zorro tenía razón: que el derecho, sin ayuda, poco vale, y que la ayuda, a veces, puede costar caro.



  —160→  

ArribaAbajoEl perro gritón

El tigre y el puma, con el cimarrón y el zorro, habían entre todos muerto a un buey, y como la presa era grande, no peleaban entre sí, demasiado ocupados por acordarse de impedir que cada cual voracease a su gusto.

Pero la muchedumbre de los animales pequeños que también viven de carne, los rodeaba con envidia, admirando las ganas con que comían.

Más de uno había tratado de agarrar un bocado, pero tan severo había sido el castigo, manotón o mordisco, que ya ninguno se animaba, y se contentaban con rezongar; viendo lo cual un perro, trató, ladrando fuerte y sin cesar, de fomentar una sublevación.

En el mismo momento en que estaba gritando con más ahínco, el zorro con una guiñada al tigre que ya sacaba las uñas, le tiró justito en la boca, con destreza y discreción, un buen pedazo de carne que le hizo callar en seguida.

El que come no grita.



  —161→  

ArribaAbajoEl cisne y la gallareta

Lleno de orgullo, se dignaba aceptar el cisne los homenajes de la gallareta, humilde y pobre, dejándole desdeñosamente los restos de su opulenta mesa.

Sucedió que un día la gallareta, habiéndose comido por error una mojarrita de la reserva del cisne, entró éste en un furor desmedido. La insultó groseramente, ofendiéndola en lo más íntimo de su dignidad de pájaro, injuriándola a ella y a su familia, tratándola de tal modo que la gallareta, indignada, resolvió retirarse a otros pagos.

Pero la miseria al cabo de algún tiempo fue tal, que un pato comedido le ofreció interceder en su favor cerca del cisne, y la pobre aceptó.

Primero el cisne no quiso oír nada. «Se fue, dijo, ¡que se quede donde está!», hasta que, poco a poco, se apaciguó y acabó por consentir en recibir otra vez a la desgraciada, dignándose, generoso, perdonar las injurias... por él mismo inferidas.



  —162→  

ArribaAbajoLos cimarrones y el tigre

El tigre, cansado de ver que los pumas venían hasta el corral donde encerraba las ovejas para su consumo, a matárselas, resolvió salir en busca de gente para dar a estos ladrones un escarmiento tal, que por toda la vida se acordaran.

Y se fue, dejando encargado al cimarrón de vigilar bien el corral hasta que volviera.

El cimarrón, desconfiando de sí mismo y temeroso de la ira del amo, si sucediese alguna desgracia, no se animó a cuidar solo y fue a buscar a algunos amigos suyos, todos gente de pelea y guapos, para ayudarle.

En la misma noche de haberse ido el tigre los pumas vinieron numerosos a pegar malón, aprovechando la ausencia del temible dueño de casa. Pero los cimarrones estaban ya en sus puestos, y si muchos fueron los pumas que en el corral entraron, bien pocos pudieron salir.

Antes que hubiesen degollado una sola oveja, fueron atropellados, envueltos, deshechos a mordiscones, pereciendo casi todos.

A los pocos días volvió el tigre con todo un ejército de jaguares y de onzas, de gatos monteses y demás felinos, gente sanguinaria y traicionera, parientes pobres de su misma familia.

El cimarrón los fue a recibir, presentando al tigre a los que tan bien le habían ayudado en su hazaña, y   —163→   le enseñó los cadáveres de los pumas que yacían en el corral.

El tigre elogió su valor, dándoles a todos las gracias por el inestimable servicio prestado, y los cimarrones se retiraron a su aposento, llenos de contento, soñando con las grandes recompensas que no podían menos de serles otorgadas por el magnífico cumplimiento de su deber. Pero durante la noche, y mientras estaban durmiendo, el tigre los hizo degollar a todos, pensando, quizá con razón, que, vencidos ya sus enemigos, podrían a su vez volverse peligrosos los vencedores.

Un servidor poderoso es, más que ayuda, peligro.




ArribaAbajoEl bien-te-veo y la comadreja

El zorro, muy ocupado en cazar perdices, iba deslizándose en un surco, tan despacio y con tanto disimulo, que ni un terrón se movía a su paso. Pero por bien que se confundiese con el color del suelo el color de su pelaje, el bien-te-veo desde su nido lo vio y no pudo contener las ganas de hacerlo saber a todos.

-¡Bien te veo, bien te veo! -gritó a voz en cuello-. El zorro se paró, y renegando a media voz:

-¡Imbécil, dijo, que se quiere hacer el vivo!

Y se arrasó en una depresión del terreno, esperando que pasase la tormenta.

Mientras tanto, una comadreja overa había oído los gritos del bien-te-veo, fijándose inmediatamente en el sitio de donde salían.

  —164→  

El bien-te-veo dejó el nido y se vino a reír del zorro: -¡Bien te veo, y bien te veo, y bien te veo!

Y la comadreja, haciéndose la zonza, le preguntó con aire inocente a quién gritaba así. El pájaro le enseñó al zorro escondido; pero la comadreja se hacía la ciega y buscaba al zorro sin quererlo ver, persiguiendo a preguntas al bien-te-veo, pidiéndole que se lo señalase mejor; y el bien-te-veo se lo enseñaba, entreteniéndose en burlarse de la comadreja, tan corta de vista o tan tonta, decía.

Hasta que se acordó de los pichones que había dejado abandonados en el nido, y volvió allá con su vuelo de relámpago amarillo, en tres enviones de armoniosas curvas.

No encontró ya a los pichones; se los había llevado la compañera de la comadreja overa, temible trepadora de árboles, mientras su consorte la entretenía con mil preguntas.

¡Pobre del zonzo que se quiere hacer el vivo, en vez de cuidarse del vivo que se está haciendo el zonzo!




ArribaAbajoLa fiesta del águila

El águila, rey de los pájaros, resolvió juntar en una gran fiesta a todas las personalidades más distinguidas de su reino en todos los ramos, y todos acudieron, deseosos de figurar en la Vida Social, que seguramente publicaría la lista de los concurrentes.

  —165→  

Hubo militares, como el cóndor y el carancho, el halcón y muchos otros; oradores, como el loro y la urraca; viajeros, como la golondrina y el pato; cantores, como el cardenal y la calandria; arquitectos, como el hornero; industriales, como el ganso, y no faltaron los amantes de lo bello, el pavo real, el picaflor y el cisne, ni muchas otras celebridades que anduvieron recorriendo los salones, luciendo cada cual su merecida reputación, el avestruz y la lechuza, y el chajá, y el flamenco, y en fin, todos: el pavo también estaba.

La fiesta fue espléndida; se cambiaron elocuentes brindis, algo largos algunos, pero llenos de palabras entusiastas y de altos conceptos, y todos quedaron al parecer encantados.

Y sin embargo, al tomar su vuelo para sus respectivos pagos, a todos les parecía que algo les había faltado. Y era simplemente que, habiendo venido cada cual únicamente para hacerse admirar por los demás, todos se habían chasqueado, desde el águila hasta el chingolo.




ArribaAbajoEl novillo

Un invernador, ayudado por sus peones, estaba llenando de pasto seco unos grandes pesebres para que de noche los novillos pudiesen comer a su gusto, cuando de repente vino corriendo contra él un novillo con las astas agachadas, enfurecido.

El hacendado apenas tuvo tiempo de esconderse detrás del carro, los peones dispararon hacia los caballos,   —166→   y el novillo hizo un revoltijo bárbaro con las horquillas, el pasto, las carretillas y un recado que estaba en el suelo.

Y como al patrón que desde el carro lo estaba mirando, le oyera decir: «¡Pues, es como para darte pasto, animal!» se paró, irguió la cabeza, escarbó el suelo y haciendo volar tierra, mugió: «¡Claro! agradecimiento quisieras todavía por el pasto que nos das... con tanto desprendimiento».




ArribaAbajoEl caballo enriquecido

Cultivando tierra virgen se enriqueció un caballo; y para disfrutar su fortuna como la gente, resolvió proteger a los artistas.

Se rodeó de cantores y los probó con mucha paciencia, acabando por desechar a los que, como la cabecita negra, cantaban tan finito que apenas se oían, para quedarse con una orquesta de urracas y chimangos, que siquiera con sus gritos suplían perfectamente la conversación... y también cobraban menos.

Mandó llamar a los tapiceros para adornar su casa, y después de enojarse con la chinchilla porque le pedía un precio loco por cada metro cuadrado, trató con la vizcacha que, por muchísima menos plata le hizo un trabajo muy bueno, a su parecer.

Hizo venir a la mariposa; y quería que le pintase toda una pared con dibujitos iguales al de sus alas, prometiendo   —167→   pagarle bien. La mariposa se rió y le hizo un cálculo de lo que podría valer que lo dejó pasmado.

Y nunca pudo comprender que ciertos artistas fueran tan exigentes por obras tan pequeñas, cuando tantos, por mucho menos, hacen trabajos de gran tamaño.




ArribaAbajoEl perro y las pulgas

Un perro muy grande, fortachón y peleador, había conseguido infundir a sus más poderosos contrarios tal temor por sus colmillos, que luego que lo divisaban, se deshacían todos en humildes saludos. Lo aborrecían, pero no se hubieran atrevido a decirlo, ni siquiera a dejarlo ver, y se había vuelto el más orgulloso de los perros.

Una pulga, asimismo, tan poco miedo le tuvo, que se instaló entre su pelo, con su numerosa prole y con una caterva de parientes pobres; convidó a sus amigas y allí mismo dieron fiestas y bailes, sin incomodarse siquiera por los mordiscos del perro. Se reían de sus rabietas, y tanto mayor era su furor mayor alegría les causaba.

Llegó el pobre a tal desesperación que todos, menos ellas, le tenían lástima; y comprendió que más vale tener unos cuantos enemigos fuertes que muchos pequeños, inasibles a menudo, y tenaces siempre.



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ArribaAbajoEl chajá

El chajá es pájaro muy juicioso y muy ponderoso, que si bien tiene sus defectos como cualquier otro, se sabe manejar en la vida como es debido.

Y como llamase la atención al bien-te-veo, que sin trabajar mucho, al parecer, ni darse mucho movimiento, consiguiera estar siempre bastante gordo y vestido, si no con lujo, con mucha decencia, éste le preguntó al hornero su parecer:

-¿Habrá tenido el chajá alguna herencia, o tendrá bienes escondidos, o se habrá sacado la grande, o habrá hecho algún negocio bueno? siempre parece rico, y casi nunca se le ve trabajar. ¿Cómo diablos será esto?

-Y el hornero contestó: -Sencillamente, mi amigo, porque sus necesidades son pocas y siempre resultan superiores a ellas sus pequeños recursos.




ArribaAbajoLa perdiz y la gaviota

La gaviota, un día se burlaba de la perdiz de su traje color de tierra, de su timidez absurda, y parangoneándose con ella, hacía valer a gritos su hermoso traje blanco y su vuelo audaz, acabando por   —169→   decir que de veras, en este mundo, había gente que para bien poco servía. Hasta que la perdiz, a pesar de su genio pacífico, le contestó, medio enfadada, que menos aun servía cierta otra, pura pluma y puro pico.




ArribaAbajoLas dos plantas

Dos plantas, iguales, nacieron al mismo tiempo, y a pocos metros de distancia una de otra, de dos semillas hermanas.

Una brotó en la orilla de un camino, siendo a veces cubierta de polvo, otras de lodo, quemada por el sol, en los días de verano, helada por el frío en las noches de invierno, azotada por la lluvia, batida por el viento, y creció bien verde, vivaz y lozana.

La otra brotó al reparo de un techito que allí estaba, al pie de una pared, y no tuvo que luchar contra viento alguno; la lluvia no la mojaba, ni la quemaba el sol, y apenas sentía un poco de frío durante las noches largas de agosto; y por esto mismo, creció delgada endeble y descolorida.

Es que el luchar y sufrir conservan la vida.



  —170→  

ArribaAbajoEl águila

Cuando tuvieron los pájaros que elegir un rey, no pocos fueron los candidatos; y bien desprovisto de méritos se sentiría aquél que no pensó entonces, siquiera por un rato, en solicitar para sí los votos de los demás.

Se juntaron primero para designar candidato los más copetudos con los más inquietos y los más gritones. Pero pronto conocieron que cada cual tendría un solo voto, el propio, y se disolvió la asamblea, dejando que el pueblo eligiese a su gusto y nombrase al que más quisiera.

Y el pueblo, acariciado por muchos candidatos zalameros y prometedores, pero cansado ya de gritos huecos y de agitaciones estériles, no vaciló en confiar sus destinos, a pesar de temblarle, al águila, que vuela en lo alto, solitario y callado, majestuoso y dominador.

Una pequeña liga de temor a veces hace más resistente el blando metal de la popularidad.



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ArribaAbajoEl caballo y el burro

Un burro cargado con grandes canastas llenas de verdura, se metió en un pantano. Mientras estaba haciendo mil esfuerzos para salir a la orilla, pasó un caballo tirando con toda facilidad de un carrito vacío. Bien hubiera podido ayudar al burro; pero miró y pasó. El burro siguió penando, callado, resignado, hasta librarse solo del mal paso.

Algún tiempo después, el burro, desensillado, estaba paciendo con toda tranquilidad, cuando pasó el caballo atado a una volanta tan llena de gente, que apenas le daban las fuerzas para caminar al tranco. El burro levantó la cabeza, miró y siguió comiendo.

El caballo no pudo contener su indignación y lanzó tres o cuatro relinchos expresivos a ese grosero, egoísta, mal criado, que no era capaz de ayudarle, viéndolo tan mal parado. El burro se hizo el desentendido, acordándose de lo de antes, y pensando, con razón, que al rico que no ayuda al pobre, hay que negarle la cuarta en medio del pantano.



  —172→  

ArribaAbajoLas abejas en sus comicios

Nunca puede haber dos reinas en una colmena, y si por casualidad así sucede, una de ellas tiene que desaparecer en seguida disparando con algún enjambre o muriendo. Así reza la Constitución, y para cumplir con ese mandato procedieron una vez a votar los habitantes de una colmena.

La lucha fue recia, pues cada una de ambas reinas tenía sus partidarias acérrimas; tanto que una abeja quiso aprovechar el tumulto para votar dos veces. Pero todas al momento se dieron cuenta de lo que había hecho, y sin más trámite la mataron a aguijonazos.

... ¡Pues, amigo,...




ArribaAbajoEl pavo real y sus admiradores

El pavo real, con la cola desplegada, erguido en un delicioso cuadro de prados verdes, de aguas relucientes y de arbustos, parecía sacudir alrededor suyo, bajo los rayos del sol, una lluvia de pedrerías, un rocío de esmeraldas, de zafiros y de oro.

Le rodeaba un espeso círculo de admiradores extasiados, y él gozaba de veras.

  —173→  

Pero se le ocurrió a uno de los que allí estaban decir en voz alta que también era muy lindo el faisán dorado. Por cierto, no le quitaba al pavo real nada de su mérito, y sin embargo se quedó éste tan triste, casi como si le hubieran llamado feo.

Muchos pavos, que no siempre son reales, así piensan que el mérito ajeno rebaja el de ellos.




ArribaAbajoEl gaucho y el potro

Un gaucho iba a domar un potro. No le faltaban huascas y hasta las tenía de sobra, pero se le ocurrió, para compadrear quizá, que lo ensillaría sin manearle las patas. El apadrinador le aconsejó de no hacerse el zonzo, haciéndole observar que el animal era bellaco y que sin manearlo antes, iba a ser muy trabajoso el lidiar con él.

El hombre no quiso entender nada, y como si hubiera sido apuesta, empezó la operación.

Por supuesto que diez veces volaron las bajeras y las caronillas y que para alcanzar a colocarle los bastos fue trabajo sin igual; pero fue peor cuando se trató de apretarle la cincha. El gaucho era vivo, fuerte, ágil; le conocía las mañas al más diablo, pero asimismo no pudo acabar de ensillar al potro y resultó pateado.

No hay duda que a veces bien se llegaría a ensillar sin manear; pero teniendo huascas, es pavada no usarlas.



  —174→  

ArribaAbajoZorro viejo

Un zorro entrado en años y medio tullido, que ya no sabía cómo hacer para ganarse la vida, tuvo una inspiración genial, divina.

Colocó en un hoyito tapado con dos hojas de tuna un maslo de maíz, y esperó hincado por delante.

No tardó en pasar un perro cimarrón, y el zorro levantó los ojos al cielo, moviendo los labios y golpeándose el pecho. El cimarrón, admirado de tanta devoción se acercó a las hojas de tuna para ver, y se pinchó el hocico, al mismo tiempo que le gritaba el zorro:

-¡Impío! ¡Desgraciado! ¡Sacrílego! ¡Pobre de ti si no le pides perdón!

-¿A quién? -preguntó el cimarrón todo asustado.

-Al que está ahí encerrado, dueño y señor de nuestras vidas, árbitro de nuestra suerte. Rezá y no preguntes más -contestó el zorro.

El cimarrón se hincó y, atemorizado, rezó.

Vinieron después un peludo, un hurón, un gato montés, una comadreja y varios otros bichos, y a todos los convenció el zorro de que si no imploraban al ser misterioso allí escondido, toda clase de males les iban a caer encima, pudiendo al contrario esperar de él mil favores con tal que se los pidieran en buena forma. Y cada cual pronto trajo consigo a otros, viniendo todos   —175→   en procesión a implorar al ser invisible, encerrado debajo de las hojas de tuna, por miedo a los golpes unos, otros para conseguir bienes.

Un día trajo el zorro y depositó al lado de las hojas, cuidadosamente renovadas por él durante la noche, a una gallina degollada; y cuando hubo bastante gente junta, la ofreció con palabra trémula de emoción al Ser, a la vez terrible y protector, pidiéndole en cambio su ayuda en este mundo de penas y su protección en el otro... para después, retirarse todo compungido.

Y desde el día siguiente ninguno dejó de traer también alguna cosa: un cordero, un cuis, o una perdiz, o huevos, pollos, etc., tanto que ya pudo vivir el zorro opíparamente sin salir de su cueva más que para recoger de noche las ofrendas de los fieles y cambiar las hojas de tuna de vez en cuando.

Al poco tiempo otro zorro quiso saber lo que había en el agujero y aprovechó una corta ausencia del zorro viejo para examinarlo de cerca. Entreabrió, miró, volvió a cerrar, y se fue con una sonrisa de profunda admiración.

Pronto supo el zorro viejo que se le había establecido una competencia, y a pesar de que el negocio daba para dos, no dejó de fulminar a los herejes bastante atrevidos para no dar exclusiva preferencia al único ser divino en quien se pudiera tener fe, decía..., el de las hojas de tuna, por supuesto.

A pesar de lo cual, volviéndose cada vez más lucrativo el oficio, no faltaron zorros para abrir otros boliches parecidos, cambiando sólo el maslo por una piedra o por una astilla de leña, un torniquete viejo de alambrado, algún cráneo de oveja o cualquier otra cosa, y   —176→   las hojas de tuna por matas de paja, o bien hojas de repollo; y cada cual ponderaba la eficacia de su altar y rebajaba los demás con tan elocuente convicción que parecía verdad.




ArribaAbajoLas hormigas

Fue la cosa más natural del mundo y nadie se opuso, quedando constituido el gobierno con las cien hormigas más grandes y fuertes que se encontraron en el hormiguero. Pero pronto sucedió que estas señoras ya no quisieron trabajar, dejando que sus compañeras más débiles reventaran bajo el peso abrumador de cargas enormes. Sin cansarse mucho, habrían ellas podido aliviarlas, pero ni un gesto hicieron para ello, y contemplaban con desprecio, no sin fruncir las narices por el olor a sudor que despedían, a estas trabajadoras que peleaban empeñosas.

Y como eran más grandes, también pidieron más comida, obligando a las hormigas pequeñas a traérsela, y tantas fueron al fin las exigencias de estas pocas señoras haraganas y vividoras, que la multitud de las hormigas pequeñas empezó a resistirse.

Se negaron a trabajar, se juntaron amenazadoras, y como eran muchas, pronto consiguieron imponer una justa repartición de las cargas, a cada una según sus fuerzas.



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ArribaAbajoParentesco póstumo

Hubo en otros tiempos un caballo célebre, como él ninguno corrió jamás, y para que su nombre viviese eternamente en el recuerdo de la gente, decidieron las autoridades erigir a su memoria un grandioso monumento.

Se hizo una subscripción popular entre todos los cuadrúpedos; se llamó a concurso a los mejores artistas, y para el día de la inauguración del monumento se resolvió convidar, además de las autoridades, a todos los descendientes del ilustre prócer.

No alcanzaron las tarjetas, pues no hubo ese día mancarrón inservible que no se diera por pariente de aquel gran caballo. Y cuando ya se iba a cerrar el registro, todavía se presentó el burro, asegurando que él también tenía con el célebre caballo cierto parentesco lejano.




ArribaAbajoLos tres durazneros

¡Qué hermosura! gritaron una mañana de agosto todos los árboles de una huerta al ver cubierto de flores aun duraznero precoz.

  —178→  

Otros dos durazneros estaban allí también, pero sin flores todavía; y creyendo el peral que por envidia no aplaudían, se lo reprochó.

-¿Cómo quiere usted que celebremos la desgracia de este desdichado? -contestaron ellos.

Y efectivamente, pocos días después vino una helada que hizo caer al suelo, quemadas, todas las frutitas apenas cuajadas.

Otro de los durazneros floreció entonces y se apuró a dar en la fuerza del verano una enorme cantidad de frutas, pero pequeñas, comunes y de poco valor por su misma abundancia.

El último esperó para florecer que el sol fuera más fuerte y dejó que durante todo el verano creciesen sus frutas, almacenando despacio en ellas todo el calor posible para ostentar en el otoño la admirable cosecha de sus hermosas frutas, grandes, sabrosas y bien sazonadas.

La precocidad es siempre peligrosa.




ArribaAbajoEl bien-te-veo

El bien-te-veo es un tipo singular. No pierde ocasión de burlarse de la gente, y de su pico incansable salen a cada rato, en carcajadas retumbantes, críticas acerbas de cualquier obra ajena.

Los demás pájaros y todos los animales y bichos de la Pampa demasiado lo conocen para hacerle mucho caso, pero poca simpatía le tienen, y si no se lo hacen   —179→   sentir muy abiertamente, es por el muy legítimo temor de tener que sufrir insultos, callados, o de crearse conflictos si contestan.

Un día, en una numerosa reunión de toda clase de animales y pájaros, el bien-te-veo entabló en voz gritona, para llamar la atención, una gran conversación con algunos de los presentes. Y, cosa rara, en vez de ensañarse en criticarlo todo, como de costumbre, empezó por alabar a varios personajes, celebrando las altas cualidades de algunas personalidades políticas, la inteligencia, así la llamó, de otros, y el desprendimiento de unos cuantos que nombró, no sin cierto discreto asombro de los oyentes y de los mismos favorecidos; y pasó después a elogiar a personas conocidas de la sociedad, ponderando el talento de unas, las virtudes domésticas de otras, llegando a encontrar méritos hasta en los más humildes habitantes del campo.

Todos escuchaban admirados, cambiando guiñadas interrogativas, como preguntándose:

-¿Adónde nos lleva? ¿Qué sucede? ¿Qué le pasa?

Pronto se supo; agotada la lista de los presentes y de algunos más, y la proclamación encomiástica de sus méritos, empezó el bien-te-veo a contar los propios, su gracia para volar, la agudeza de sus gritos, el color hermoso de su plumaje, los servicios que presta, etc.

Pero la asamblea se quedó callada; y el bien-te-veo comprendió que el aplauso de buena ley dispara cuando lo llaman.



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ArribaAbajoEl cuis en el entierro del perro

Un magnífico perro, de gran precio, había muerto en la estancia, y su amo, para consagrar su memoria, le hizo edificar un soberbio sepulcro a donde lo llevaron en solemne procesión.

Al ver pasar el acompañamiento, en el cual figuraban todos los animales de la estancia, el cuis, que es pobre y vive como puede, en su miserable cuevita, siguió también, de curioso y no sin sentir cierta envidia hacia esos ricos que, aun muertos, parecen otra cosa que la demás gente.

Pero cuando lo hubo visto encerrar en el monumento aquel, volvió, curado ya de envidia, a su casa, pensando con razón que más vale un pobre cuis en su miserable cueva, que cualquier perro rico en su bóveda de gran lujo.




ArribaAbajoEl ganso

Pocos son los pájaros que no tengan alguna pretensión musical, y no se crean cantores, cuando muchos de ellos no son más que gritones insoportables.

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Se le ocurrió al águila, rey progresista y generoso, abrir, entre los de sus súbditos que quisieran disputar el premio, un concurso de música, y eligió él mismo al jurado, compuesto de pájaros de reconocida competencia y de perfecta imparcialidad.

Tomaron parte en el certamen aves de toda laya y tamaño, domésticos y silvestres, y después de haberse cansado los oídos, durante varios días, escuchando cantos... y gritos, los jurados adjudicaron el premio al pájaro que les pareció realmente haberlo merecido... No fue el ganso, lo que nadie extrañará.

Pero éste no quiso acatar el fallo del jurado, y se fue diciendo por todas partes que los jurados eran unos imbéciles o unos tramposos, y que sólo él, y nadie más, había merecido el premio.

Los jurados quedaban así malparados.

-¡Miren! tramposos e imbéciles; y quizá ambas cosas a la vez -decían algunas buenas lenguas; hasta que un amigo de ellos aconsejó al ganso dar una prueba pública de su talento.

No vaciló el muy vanidoso, y después de haber juntado a mucha gente y explicado el caso, cantó... La disparada fue general, y el asunto quedó juzgado.




ArribaAbajoJustas quejas

Cansado Dios de oír desde su trono de nubes un confuso y continuo rumor de gritos y de rezongos, de reniegos y de quejas, mandó hasta la tierra a   —182→   un emisario de su confianza, para que estudiara el caso e informara sobre las reformas que le pareciesen más urgentes.

Al llegar, oyó el emisario una disputa entre el zorro y la vizcacha. El zorro era el que gritaba más fuerte, tratando a la vizcacha de toda clase de cosas, y a la vizcachera de cueva inmunda y de infame choza.

Preguntó el emisario a la vizcacha qué perjuicio le había hecho al zorro para que la tratase tan mal.

-¿Perjuicio yo a él? ¡pues, señor, está lindo! -contestó la vizcacha-. Le alquilé una pieza, y como le fuera a cobrar el alquiler, rompió la puerta, y de yapa me insulta.

Estaba tomando sus apuntes el emisario, cuando oyó quejarse del modo más lastimero la rueda de un carro. Chillaba como para rajarle a uno los oídos. Se acercó, y viendo que la otra rueda no decía nada, preguntó al carrero por qué se quejaba aquélla y ésta no.

-Es que la primera -contestó el hombre-, ya no sirve para nada, mientras que la otra anda como es debido.

Y pasó en este momento, montado en un soberbio caballo, un maturrango, quien, lastimado en asentaderas y bamboleándose en el recado, insultaba al animal, tratándolo de mancarrón.

Los miró pasar el emisario y se sonrió con discreción.

A poco andar, encontró a un gaucho muy jinete, que, paciente, galopaba como podía en un animal bichoco. Y se quejaba el mancarrón de que el hombre era pesado y no sabía andar.

Pasaba en este momento el emisario por cerca de un corral donde un ovejero curaba de la sarna su majada,   —183→   y vio que una oveja, una sola, se había cortado de las demás; y que aunque la persiguiesen todos los perros, por nada quería entrar en el chiquero; tanto que enderezó a los lienzos con tal fuerza que quebró uno por el medio.

Se fijó el emisario en la oveja, y vio que era la más sarnosa de toda la majada.

Agregó en su libreta un apunte más y se fue a dar cuenta de su misión.




ArribaAbajoLa chicharra y la rana

Entre las tupidas hojas de un árbol la chicharra chirriaba. De repente se calló, dejando sordos a todos su mismo silencio; y la rana aprovechó la ocasión para contestarle con su graznido.

Oyendo esto, la chicharra volvió a chirriar. La rana, ella, siguió, como si tal cosa, y durante horas, ambas cantaron así juntas, sin hacerse caso una a otra. Hasta que, cansadas de tanto gritar, se callaron, exclamando ambas a la vez, en son de crítica: «¡Qué lata tiene!».



  —184→  

ArribaAbajoGallos y gallinas

Un gallo joven y fuerte se pavoneaba rodeado de su corte de gallinas.

De repente se vino a entrometer un gallito, casi un pollo todavía, y quiso también galantear, escarbando y haciéndose el bonito.

Lo corrió el gallo y le pegó una soba de mi flor, tan bien, que hasta las gallinas le vinieron a ayudar a pelar al intruso.

Hay que ser oportuno para ciertas cosas.




ArribaAbajoEl mal tropero

Un tropero tenía, heredadas de su padre, muchas mulas muy buenas, fuertes y mansas. La clientela era numerosa, y todos acudían a dar su carga al hijo, como siempre la habían dado al padre.

Pero el joven, olvidándose de lo que le había enseñado éste, cargaba mal y sin cuidado. Aplastaba las mulas más chicas con las cargas más pesadas, dejando que las mayores anduvieran casi sin llevar nada; colocaba sin tino las maletas, canastos y cajones, llenando   —185→   con artículos pesados envases grandes, y envases pequeños con mercaderías livianas, de modo que tan mal estaba repartido el peso, que pataleaban las mulas y se empacaban, caían o se revolcaban, destrozándolo todo, y los clientes pronto llevaron la carga a otra parte.

Sólo a cargas iguales y bien repartidas nadie se resiste.




ArribaAbajoDecreto moralizador

Entre los hombres, unos tienen mucha tierra y gozan de la vida sin trabajar; otros no tienen ninguna y trabajan sin gozar; bien pocos son los que la tienen justito para gozar trabajando.

Si tuviera cada cual que arar la tierra que tiene, preferirían unos cuantos, sin duda, cederla a otros.

El tigre, al ver que algunos de sus súbditos voraceaban, mientras otros casi se morían de hambre, quiso obligarlos por un edicto a comerse cada cual todo lo que cazara.

El zorro se tuvo que comer enterita la gallina que había robado y quedó repleto; lo mismo el gato con una gran rata y dos lauchas, y así de otros, sufriendo no pocos regular indigestión.

Pero quedaron sin comer muchos perros cimarrones, hambrientos y flacos, que por esto mismo nada habían podido cazar. Y miraban éstos, envidiosos, al puma ocupado por orden superior en devorar las diez ovejas que en la noche había muerto.

Su envidia duró poco: después de la primera oveja, el puma no podía más; y al acabar la segunda, obligado por el decreto, reventó.

Los perros flacos eran tantos que pudieron, sin llenarse, comer las ovejas que quedaban y también el puma muerto.



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ArribaAbajoEl avestruz y el ganso

El avestruz y el ganso, teniendo que recorrer juntos cierta distancia, caminaban a la par. Al cabo de muy poco tiempo, el ganso, todo cansado, le dijo al avestruz:

-¡Pero usted anda demasiado ligero, amigo!

-Si voy al tranco -le contestó el avestruz.

Y después de andar algún trecho más, se dio vuelta el ganso, exclamando:

-¡Mire, cuánto hemos andado ya!

-Mire más bien -le dijo el avestruz-, cuánto tenemos que andar todavía.

Para el ave de patas cortas cualquier paso es rápido y cualquier paseo es un viaje. Y para gente de vistas cortas cualquier adelanto también es incomparable progreso.



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ArribaAbajoLos dos tigres y el zorro

Dos tigres cazaban juntos. El zorro, desde lejos, cautelosamente los seguía, para tratar de conseguir, si fuera posible, sin peligro su modesta parte de la presa que cayese.

Al llegar a un pajonal, divisaron los tigres una gama con su cervatillo, dormidos en la orilla. De un brinco estuvieron encima; de un zarpazo los mataron.

El zorro, acurrucado entre los yuyos, seguía con interés la operación, listo para aprovechar los restos, una vez saciados los tigres. Pero pronto vio que estos señores se disputaban la gama grande; ambos la querían, y esta sola, despreciando la otra por ser más pequeña; y tanto pelearon que uno murió allí mismo, teniendo el otro que retirarse mal herido a su guarida con muy pocas ganas de comer.

De modo que con todo sosiego pudo el zorro aprovechar los bocados más sabrosos de las dos gamas muertas y aferrarse en su opinión de que disputar la mejor presa es cosa de poderosos, haciéndole más cuenta al débil contentarse con lo que dejen aquéllos.



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ArribaAbajoEl caballo y la mula

Una mula, liviana, nerviosa, ágil y de pie firme, había atravesado sin mayor dificultad un pantano muy pegajoso.

Un caballo percherón, muy pesado, que andaba con ella, también hubiera querido pasar, pero tenía miedo de quedarse empantanado, y estaba en la orilla consultando con la mula.

La mula, criolla vieja, no quería comprometer opinión y se contentaba con decirle:

-Si no puedes, no te metas.

-Pero, ¿podré, amiga? -preguntaba el caballo.

-¿Quién sabe? -contestaba la mula.

Hasta que el caballo pensó que, fuerte como era, de cualquier modo pasaría; y se metió.

Pero después de algunos pasos vio que por su peso entraba en el barro hasta el encuentro, y en vez de moverse ligero y de chapalear para salir, vaciló, se dejó estar, y se atascó del todo.

Y la mula le decía:

-Ya que te metiste, no te hubieras parado.

O no meterse, o tirar fuerte.



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ArribaAbajoEl cencerro y la campana

Un cencerro, colgado de un hilo en la puerta de un zaguán, no hacía más, cada vez que se movía la puerta o lo acariciaba el aire, que conversar y charlar, diciendo nimiedades, y riéndose como un loco, con esa boca que tienen los cencerros, abierta hasta las orejas.

Una campana grande, también estaba allí, sosegada en su sitio, hablando muy poco, ella, sólo cuando era necesario, y siempre con importancia y en tono grave.

Por supuesto que se pasaban la vida burlándose el cencerro de la campana, y retando ésta al cencerro.

-¿Sabe que algo de mi alegría no le vendría mal?, señora campana -decía el primero.

Y la otra contestaba diciendo al cencerro que haría muy bien él en tomar algo de su formalidad.

El portero, que todo el día los escuchaba, pensó, como era cierto, que ambos tenían razón. Pero al querer aprovechar para sí el consejo, en vez de aprender a decir con gracia cosas graves, aprendió, el muy zonzo, a decir nimiedades con aires importantes.



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ArribaAbajoLos pajaritos y la luciérnaga

Cuatro pajaritos recién emancipados del nido dormían en un monte muy tupido, con la madre. A las doce de la noche fueron despertados por una luz y rompieron a gorjear.

La madre, sobresaltada, preguntó lo que les pasaba y contestaron en coro que ya había salido el sol. Y la madre les hizo ver que no era más que una pequeña luciérnaga.

A muchos les pasa lo mismo, que ven genios en todas partes y gritan: «¡Aquí está el sol!», al prenderse cualquier vela.




ArribaAbajoAyuda oportuna

Una vizcacha había tenido la desgracia de ver destruida su cueva por el hombre. Por suerte había podido escapar con vida, pero andaba errante, arruinada, sin casa, sin nada. Había acudido a varias vizcacheras, pidiendo ayuda para rehacer su cueva, prometiendo pagar poco a poco el trabajo de las compañeras que vinieran en su auxilio; pero, al verla   —191→   tan pobre, todas le cerraron la puerta, echándola a pasear, en muchas partes, con palabras de desprecio.

La pobre apeló entonces a su sola energía; trabajó con afán, luchó, peleó, conquistó tierra, volvió a cavar su cueva, la agrandó paulatinamente, se creó una familia que poco a poco se hizo poderosa.

Y vinieron entonces a ofrecerse todas las vizcachas del pago, con mil zalamerías, poniendo a su disposición elementos de todas clases para cualquier cosa que se le ocurriera.

Dio las gracias. Ya no necesitaba nada.

Al pobre que pide ayuda: ¡palos!, que sólo cuando ya no la precise, se la vendrán a ofrecer.




ArribaAbajoLa selva

Una planta recién importada eligió por domicilio la orilla de una selva poblada de magníficos árboles. Como le preguntase una de sus vecinas, humilde criolla, el porqué de su decisión: -Es que, dijo ella, veo que aquí prosperan todos admirablemente. Mire ¡qué lindos árboles! ¡tan grandes y corpulentos! ¡qué troncos enormes! ¡cuán numerosas son sus ramas y cuán extendidas! ¡qué espléndido y tupido follaje! Bien se conoce que todos en esta comarca aprovechan a sus anchas la savia de la tierra, que cada cual recibe su parte de la lluvia que fecunda, y que para todos hay luz y calor.

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Algo ciega será usted, le contestó la vecina, ¿o mira sin fijarse? No ve que muy pocos son estos árboles poderosos, si bien alcanzan a taparlo todo, y que quitan, al contrario, en provecho propio, la luz, el calor y la savia, a la miserable turba de innumerables retoños que tratan en vano de crecer a su sombra.

Por uno que prospera cien mil vegetan, pero sólo el éxito llama la atención y los vencidos no se cuentan.




ArribaAbajoInvasión de hormigas

Magnífico era el jardín. Cuidadas con cariñoso esmero, crecían las plantas con lozanía, prometiendo una regia cosecha de flores.

Una mañana vio el jardinero un pequeño insecto negro en una de las callecitas, pero no le hizo caso. Pocos días después, vio varios otros de la misma clase. Negros eran, activos, corrían por todas partes, como inspeccionándolo todo, y el jardinero los empezó a mirar con interés. Parecían inofensivos, eran pocos y pequeños, y por lo demás, no hacían daño.

Se acostumbró a verlos y dejó que en paz hicieran una cuevita, apenas visible, de la cual salían en procesión y a la cual volvían cargados de hojas de yuyos que por allí se cortaban, cumpliendo con ciertos ritos fijados de antemano, al parecer.

Primero los creyó inteligentes y parecían en realidad serlo, pero pronto vio que sólo tenían rutina, que nunca   —193→   salían del caminito trazado por ellos y que su aparente inteligencia tenía límites estrechos que no podían franquear.

Pronto supo también el jardinero que eran dañinos.

Aunque parecieran ser todos del mismo sexo, su multiplicación iba siendo enorme y constante. Un día vio que se llevaban hojas que no eran ya de los yuyos del jardín, sino de una planta fina, nuevita, apenas brotada, y observándolos desde ese día con inquietud, vio que siempre con preferencia se apoderaban de las plantas nuevas, cortándoles las hojas para llevárselas a la cueva, donde amontonaban en secreto sus tesoros.

Y poco a poco se multiplicaron las cuevas; las procesiones se hicieron interminables y las plantas arruinadas fueron muchas y cada día más.

Vinieron otros insectos parecidos, colorados, blancos y amarillos, y todos hacían daño, aunque algo menos quizá que los negros, y se peleaban entre sí.

El jardinero no sabía cómo hacer para ahuyentar esa plaga, y mientras buscaba por qué medio lo haría, aumentaban los enemigos, destruyéndolo ya todo, no dejando una planta intacta, innumerables, insolentes e insaciables, imponiendo su dominación en todo el jardín y arruinándolo todo, cavando cuevas o edificando casillas por todas partes.

Hasta que el jardinero, no pudiendo ya sufrirlos más, resolvió destruirlos. Mucho trabajo le costó, y sólo después de mucho tiempo consiguió hacerles desaparecer de sus dominios, y sintió de veras haberles dejado entrar.



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ArribaAbajoEl lagarto

Un lagarto que andaba por entre los yuyos del campo buscando algún nido para comerse los huevos, de repente oyó el ruido de una tropa de jinetes y quiso huir. Pero se encontró, antes de poderlo hacer, rodeado por los gauchos que, habiéndolo visto, lo querían matar; y su mala suerte quiso que al disparar, uno de los caballos le pisara la cola.

Así detenido, aun por un rato corto, si hubiera vacilado, estaba perdido. No vaciló, sacrificó la cola cortándosela y se mandó mudar rabón y feo, pero salvo.

De cualquier modo, mejor es siempre sacrificar algo que perderlo todo.




ArribaAbajoLa burra y el potrillo

Una yegua de carrera dio a luz, hijo de un caballo célebre por sus triunfos, un magnífico potrillo, pero murió antes de haberlo podido criar.

En el mismo stud había una burra criando; le quitaron su pollino y le dieron el potrillo para que lo amamantara.

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Lo crió bien y de madre le sirvió. Pero le enseñó desde chiquito tantas mañas y tantas burradas, que toda su vida quedó el potrillo remolón y testarudo, y que poco faltó para que también le saliera una cruz en las espaldas y aprendiera a rebuznar. Tanto que la burra calculaba que si pudiese conseguir que se le confiaran muchos potrillos, pronto dominarían en el stud los burros.

Gobernar a la juventud es gobernar al pueblo.




ArribaAbajoLos escarabajos

Un escarabajo que debía de ser todo un personaje, pues era muy grueso y todo dorado, escarbaba con ahínco en un montón de estiércol. Lo rodeaban una cantidad de escarabajos pequeños que respetuosamente le ayudaban en su trabajo, recibiendo en pago su parte de tesoro.

Pasó un bien-te-veo volando por encima, e incomodado por el olor que despedían las materias así removidas, interpeló indignado al escarabajo: -¡Si será puerco!, le gritó. ¡Si será puerco!

Pero éste apenas se dio vuelta, siguió su repugnante trabajo, protegido por todos los demás escarabajos entre quienes repartía de sus hallazgos lo que no quería para sí, y el bien-te-veo se fue deplorando que gente altamente colocada y que siquiera debería de ser decente, no tuviera vergüenza de buscar provechos tal mal olientes.



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ArribaAbajoEl cimarrón y el zorro

Cada vez que el cimarrón encontraba al zorro, se admiraba de que éste pudiera estar tan gordo, cuando él, que era más fuerte y quizá mejor cazador, andaba siempre tan flaco. Siempre parecía el zorro recién salido de la mesa, mientras él, por lo contrario, siempre andaba buscando dónde tenderla. No se explicaba el porqué de semejante diferencia, hasta que un día se decidió a pedirle al zorro le dijese de dónde, a su parecer, podía provenir.

-¿Quién sabe? -dijo el zorro, meneando la cabeza con aire reflexivo-. Será porque no lo acompaña la suerte, pues sus méritos...

-No hay duda -asintió el otro.

-Pero -agregó el zorro-, si usted consintiese, podríamos ayudarnos uno a otro y poner en sociedad lo que encontrásemos.

-Se lo iba a proponer -interrumpió el cimarrón, y tomando aires de importante, agregó: usted conoce mi fuerza y mi viveza; sabe que no solamente cazo los animales silvestres, sino que también soy muy capaz de llevarme, de vez en cuando, una oveja.

-¡Cómo no! -dijo el zorro-. ¿Cómo no he de conocer sus méritos, si son notorios?

Y quedó en seguida cerrado el trato, con gran contento del hambriento cimarrón, que, sabiendo que el   —197→   otro era muy diablo para cazar y se llenaba pronto porque era pequeño, ya calculaba cuán ventajosa sería para él la sociedad.

Y el zorro, para dar principio a las operaciones, llevó al cimarrón a un bosquecillo donde había visto colgado un gran trozo de carne fresca. Se lo mostró desde lejos y le dijo que fuese a traerlo para comerlo juntos, con toda tranquilidad, en la orilla del monte. El cimarrón le decía que mejor harían en ir a comerlo allá no más, donde estaba colgado; pero el zorro insistió, asegurando que era prudente poder vigilar la llanura para evitar sorpresas. Y el cimarrón fue, admirando la sagacidad de su nuevo compañero.

-Es muy diablo -repetía, caminando-, es muy diablo.

El zorro seguía con mucha atención los movimientos del cimarrón, no porque temiera que, traicionándolo, se fuese con la presa, sino porque ese trozo de carne, así colgado en medio de un monte solitario, no le inspiraba ninguna confianza.

-Alguna trampa debe de ser -pensaba- o carne envenenada; mejor será que la pruebe primero mi socio.

La espera fue corta. Llegado que hubo el cimarrón, agarró la carne con los dientes y pegó un tirón. No pegó dos, porque en el acto quedó con las costillas tan apretadas entre los arcos de un armadijo, que apenas podía gritar.

El zorro vino corriendo, se apoderó con toda facilidad y sin peligro de la carne, y como seguía quejándose lastimeramente el cimarrón, le dijo, sin reírse:

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-Mire, socio, le voy a dejar la mitad de la presa para que la coma cuando vengan a libertarlo, pues seguramente han de venir; mientras tanto, paciencia.




ArribaAbajoLa nutria y la gallareta

Más de una vez la gallareta había indicado a la nutria dónde podría, en la laguna, encontrar con toda seguridad algún pez grande. La nutria iba, paseaba, comía y floreaba con sus compañeras, haciendo admirar su viveza y su suerte, sin hablar siquiera, por supuesto, de la gallareta y de sus avisos.

Un día vino ésta hacia ella, nadando a toda prisa y le indicó un punto en la laguna en el cual estaba un magnífico pejerrey. La nutria se echó a nadar, y momentos después salía a la orilla, apretando entre sus largos dientes de coral el pescado que, retorciéndose, hacía relucir al sol sus escamas de plata.

Lo empezó a comer, y tan glotonamente, que al rato se atoró con una espina y estuvo en grave peligro de morir.

Se le acercó entonces la gallareta, si no a socorrerla, lo que no podía hacer, por lo menos a consolarla.

Pero cuando la nutria volvió en sí y pudo hablar, lo primero que le dijo fue que por culpa de ella casi había muerto asfixiada, por haberle ella indicado ese maldito pejerrey; que sin eso nada hubiera sucedido.

Y la gallareta, humilde y resignada, se volvió a esconder entre los juncos, pensando que si ciertas personas   —199→   tienen todos los méritos y otras todas las culpas, es que así no más tiene que ser.




ArribaAves de rapiña y mosquitos

Entre el águila y el buitre hubo una cuestión muy grave, y no se oyó más, durante mucho tiempo, que el ruido de cacareos agresivos y graznidos amenazadores. Los corvos picos y las garras feroces se afilaban sin cesar en los peñascos majestuosos y todo hacía presagiar una terrible guerra.

Pero, por fin, todo se arregló y la cordillera, equitativamente repartida, quedó en paz.

Al poco tiempo el mosquito y la mosca pensaron que no debían ellos ser menos que las aves de rapiña, y también empezaron a disputarse la posesión de las orillas de un pantano.

También hubo mucho ruido; por lo menos así lo aseguraban ellos, pues nadie alcanzó a oírlo; y tampoco cuando convinieron en hacer la paz, nadie sabía que hubieran estado a punto de pelear.