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Sazón, según el contexto, parece exigir el significado de «estación del año», aunque su significado habitual sea, según Covarrubias, el de «tiempo acomodado, o cosa que está ya en su punto o madurez», Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, [1611], Madrid, Turner, 1979, col. 930 b. (Modernizamos las grafías de este conocido diccionario áureo).



 

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Enjere (de enjerir o injerir), en el sentido de «injerta». La forma con e- es frecuente en la época: «Mancháis la clara estirpe y descendencia / y enjerís en el tronco generoso / una incurable plaga», Alonso de Ercilla, La Araucana, ed. de Marcos A. Morínigo e Isaías Lerner, Madrid, Castalia, 1979, I, p. 183 y nota.



 

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Jara, «saeta o flecha», envenenada, según indica a continuación, que sirve para cazar los animales mencionados en el fragmento. «Es una especie de saeta que se tira con la ballesta», Covarrubias, Tesoro, op. cit., col. 712 a. Barahona proporciona una descripción precisa de la manera de obtener este utensilio de caza: «Las jaras deben ser de palo de jara, de donde por ventura tomaron ellas el nombre, cortadas en el mes de Enero antes que la madera sude, y en solana antes que en umbría porque sale la madera más tiesa y se defiende mejor de la humedad; y porque es de suyo el palo tuerto, se debe enderezar en una muesca hecha en otro palo recio, metiéndole primero en el rescoldo para ablandarle; en cuanto a lo largo se guardará el orden que dimos en los virotes; los casquillos deben ser cortos porque no descabecen, y bien herrado?, [Luis Barahona de Soto], Diálogos de la montería. Manuscrito inédito de la Academia de la Historia, ed., Francisco R. de Huagón, Madrid, Sociedad de Bibliófilos Españoles, 1890, p. 445.



 

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Acopados, «árboles con copa». El término está en Covarrubias: «Cualquier cosa redonda y tendida llamamos copa, como copa de sombrero, copa de árbol, cuando es tendido, y por la mesma razón dicho acopado», Covarrubias Tesoro, op. cit., col. 354 b.



 

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La flor colorada, etc., referencia mitológica a Jacinto y a la flor del mismo nombre. El personaje era amigo íntimo de Apolo, que le había enseñado a tocar el arco y el laúd. El viento Céfiro sentía también por el joven especial estima, pero Jacinto no le hacía caso, de tal manera que tomó venganza; para ello desvió el disco con el que jugaban Apolo y Jacinto, que fue a dar en la sien del joven matándolo. Apolo no pudo curarlo, y poco momentos después de expirar fue transformado en flor, cfr. Ovidio, Metamorfosis, ed. Consuelo Álvarez y Rosa María Iglesias, Madrid, Cátedra, 1995, pp. 561-564. El color del jacinto suele ser rojizo, porque surgió de la sangre del muchacho muerto.

Es un tema poco frecuente entre los escritores españoles, quizás por sus connotaciones paidofílicas, por lo que incluimos aquí un soneto inédito del barroco tardío:

[f. 32 v.] A la fábula de Jacinto, muerto involuntariamente por Apolo.




Soneto


    De su querido el infeliz Jacinto  1010
no ha sido sólo Apolo el homicida,
que el hado oculto fue el que hizo a su vida
que de la muerte hollase el laberinto.
   De más duro metal que el de Corinto
fue el globo que acabó su edad florida  1015
transformándole en flor, y de la herida
la indicación en su quejoso instinto.
   Murió en flor, vive en flor y porque ejercite
a la justa querella el dolor grave
de su desgracia eterno el ¡ay! repite.  1020
    Quéjese eternamente el que no sabe
ser más que flor sin fruto que acredite
el noble ser que en lo mortal no cabe.

Gonzalo Enríquez de Arana y Puerto, El cisne andaluz. Segunda parte, libro I, ms., f. 32 v.



 

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La que de polo a polo..., referencia mitológica a la ninfa Clicia, o Clicie, como suele ser más frecuente en los textos del Siglo de Oro. Clicie era amada de Apolo, el sol, pero después la abandonó por otra, Leucotoe, hija del rey de Babilonia. Clicie marchó al desierto, donde se sustentaba de alimentos groseros; tendida en la arena, los ojos siempre mirando a su amado Apolo, la ninfa acabó por morir, aunque Apolo, para premiar su fidelidad, la convirtió en heliotropo o girasol, que mira constantemente hacia el astro rey. Cfr. Ovidio, Metamorfosis, op. cit., pp. 324-325.

Es referencia frecuente en textos áureos: «tu piedad agradecida, que me ha dado la suerte de ser Clicie de tu sol, Argos de tu belleza», Antonio Cruz Casado, Los amantes peregrinos Angelia y Lucenrique, un libro de aventuras peregrinas inédito, Madrid, Universidad Complutense, 1989, II, pp. 834-835; largamente comentada en Juan de Mena: «Al tiempo surgí penoso / que Cliçie volvie temprano / la cara contra su esposo, / que salía muy fermoso», Feliciano Delgado, ed., La Coronación de Juan de Mena, Córdoba, Monte de Piedad, 1978, pp. 93-94; «El vestido era de tornasol; en la tatJeta traía pintada la flor llamada heliotropo, que siempre mira atenta la luz del sol, y que dicen que fue en ella convertida Clicie», Lope de Vega, La Arcadia, ed. Edwin S. Morby, Madrid, Castalia, 1975, p. 368; Góngora, en las Soledades, aplica el término a las naves: «el campo undoso en mal nacido pino, / vaga Clicie del viento, / en telas hecho -antes que en flor- en lino», Luis de Góngora, Obras completas, ed., Juan e Isabel Giménez Millé, Madrid, Aguilar, 1972, p. 644, lugar que Andrés de Almansa comenta: «Clicie, gigantea, jira o mirasol son nombres de aquella flor que va volviendo al sol [...], llama don Luis a la vela del navío Clicie porque se vuelve y gira a la parte que el viento corre», Andrés de Almansa y Mendoza, «Advertencia para la inteligencia de las Soledades de don Luis de Góngora», en Ana Martínez Arancón, La batalla en torno a Góngora, Barcelona, Antoni Bosch, 1978, p. 37, etc.



 

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El árbol quefue en el Pindo, referencia mitológica al laurel, árbol en el que fue convertido la ninfa Dafne, cuando

huía del dios Apolo. Cfr. Ovidio, Metamorfosis, op. cit., pp. 215-222. Es tema conocido y muy frecuente en la

poesía hispánica de] Siglo de Oro, desde Garcilaso a Quevedo. El Pindo es un monte. Termina con esta referencia al

laurel una enumeración de árboles y frutos, recurso muy empleado por Barahona, como puede verse en la siguiente

referencia, tomada del lamento de] Orco, que hace referencia a sus riquezas (en la línea del Polifemo ovidiano):

82. Ni la ciruela endrina o la melosa,

que dicen que en color vence a la cera,

ni la más tiesa, larga y generosa,

que al sol enjuta largo tiempo espera,

ni la castaña o nuez, ni la preciosa

guinda, y cereza, y la bellota, y pera,

pueden faltarte, ni la almendra y higo,

si con divido amor vives co[n]migo.

83. Pues la zamboa dulce, y menos tierno

membrillo agudo, y la peraza acerba,

el vi] madroño, y dátil casi etenlo,

y la almécina, y níspera, y la serva,

y la azofeifa blanda, y como cuerno

torcida la algarroba, y la proterva

y armada piña, y la naranja, y lima,

y cidra que yo tengo en más estima;

84. pues el durazno, albérchigo, y mestizo

melocotón, y prisco, y frutos ciento

(qu'el fértil año en varios tiempos hizo)

no faltarán, y lo que es más contento,

escúchame, que a fe que profetizo

Angélica que vas mudando intento,

y que te pesa desagradecida

de haber sido enemiga de mi vida.

Luis Barahona de Soto, Las lágrimas de Angélica, ed. José Lara Garrido, Madrid, Cátedra, 198 1, pp. 204-205.



 

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Aquella fruta, el membrillo. Solón, uno de los siete sabios de Grecia y notable poeta, había legislado, según Plutarco, «que la novia hubiera de estar encerrada con el novio, y comerse juntos un membrillo», Plutarco, «Solón», vidas paralelas, trad., Antonio Ranz Romanillos, Madrid, Calpe, 1919, I, p. 251; en nota, el traductor indica que Plutarco cita también esta ley en sus Preceptos matrimoniales y cree que significa la obligación de la esposa de ser amable y solícita con el esposo. Dacier, traductor de Plutarco al francés, señala que esta ley servía para que los esposos tomaran conciencia de que debían ayudarse mutuamente, pues el membrillo parece tener virtudes de contraveneno. Por su parte, Rodríguez Marín, Luis Barahona de Soto, op. cit., p. 622, n.º 4, añade que lo comían las mujeres griegas para tener hijos varones. Sobre el famoso legislador griego, cfr. Carlos García Gual, Los siete sabios de Grecia (y tres más), Madrid, Alianza, 1989, pp. 61-81; la producción poética de Solón en Antología de la poesía griega. Siglos VII-IV A. C., ed. y trad. Carlos García Gual, Madrid, Alianza, 1980, pp. 39-47. Con respecto a su origen, Covarrubias señala: «Fruta conocida; de latín se llama malum cydonium, de una villa de Creta llamada Cidón, de donde primero vinieron. [...] La etimología de membrillo traen algunos del diminutivo de la palabra membrum, por cierta semejanza que tienen los más dellos con el miembro genital y fememino», Covarrubias, Tesoro, op. cit., col. 798 b.



 

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El que Venus engendró, perífrasis alusiva al dios Cupido, el amor.



 

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Sátiros son divinidades menores o semidioses que forman parte del cortejo habitual del mundo pastoril y campestre. Júpiter dice con respecto a estas divinidades: «Tengo a mi servicio semidioses, tengo divinidades campestres, Ninfas y Faunos y Sátiros y también Silvanos habitantes de los montes, a los que, puesto que todavía no los juzgamos dignos del honor del cielo, ciertamente podemos permitirles vivir en aquellas tierras que les hemos concedido», Ovidio, Metamorfosis, op. cit., pp. 203-204. Covarrubias incluye diversas noticias sobre los mismos y habla de su aspecto habitual: «Un género de monstruos, o verdaderos o fingidos, que es lo más cierto, aunque Plinio, lib. 7, cap. 2, dice ser unos animales cuadrúpedos, que se crían en los montes subsolanos de las Indias, los cuales tienen rostros de hombres y corren en dos pies. A éstos honró la gentilidad por semidioses, señores de las montañas.

San Jerónimo, en la vida de San Antonio, escribe habérsele aparecido al dicho santo un hombrecillo con las narices chatas y con cuernos en la frente, del medio cuerpo abajo tenía figura de cabra; San Antonio, hecha la señal de la cruz, preguntándole quién fuese, le respondió: Mortalis ego sum, unus ex accolis heremi quos vano errore, delusa gentilitas, faunos satirosque et incubos apellat. Díjose sátiro del verbo /satirizo/, arrigo, con que se significa su mucha lujuria», Tesoro, op. cit., col. 930 a.



 
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