Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

«Facundo», un libro americano: fundar en el desierto, escribir (desde) la frontera

Mónica E. Scarano



No vaya el escalpelo del historiador que busca la verdad gráfica,
a herir en las carnes de Facundo, que está vivo; no lo toquéis1...


D. F. Sarmiento                






Nuestro itinerario de lectura comienza con el Facundo, del argentino Domingo Faustino Sarmiento, un texto clásico y excepcional a la vez, aparecido en su primera versión por entregas, en la sección «Folletín» del diario El Progreso. Diario comercial, político i literario, de Santiago de Chile, desde el 2 de mayo hasta el 21 de junio de 18452, y publicado en forma de libro, en el mes de julio de ese mismo año, con pie de imprenta de El Progreso. El título de esa primera edición como volumen, Civilización i barbarie-Vida de Juan Facundo Quiroga i aspecto físico, costumbres y ábitos de la República Arjentina [sic], anticipaba ya su doble condición argumentativo-explicativa (ensayo de interpretación cultural) y narrativo-descriptiva (biografía de un personaje histórico, de ejemplaridad negativa -exemplum in contrarium- y relato pedagógico de los aspectos más distintivos de nuestra incipiente nación). Si bien la crítica privilegió, por lo general, su papel de libro fundador de la cultura y la literatura nacional, nos interesa aquí releerlo desde otra perspectiva, como un libro americano, y buscar las razones que lo convirtieron en uno de los grandes textos de la cultura latinoamericana en su vertiente rioplatense. Partiremos de la premisa de considerarlo un discurso cultural, vale decir, un acontecimiento discursivo altamente significativo en la historia de la cultura y la escritura latinoamericanas y, en particular, el texto fundador del ensayo en Latinoamérica.

Quizá siguiendo cierto impulso compulsivo a la escritura y sin tener pleno conocimiento de la retórica persuasiva y los modos enunciativos propios de ese nuevo tipo discursivo, Sarmiento abrió con el Facundo la historia de la ensayística latinoamericana, con un gesto marcadamente provocativo, y la inauguró como una categoría inquietante y problemática. Su libro provocó tantas apologías como rechazos, cuando irrumpió en la conflictiva escena política y cultural del extremo sur del continente, agitada en esos tiempos por las turbulencias políticas y sociales emanadas del poder despótico que ejercía don Juan Manuel de Rosas en la Argentina. Generó críticas y polémicas que excedieron el nivel exclusivamente ideológico de la interpretación, para atravesar el montaje mismo de la enunciación, la desconcertante falta de encuadre, los modos elocutivos y las formas argumentativas utilizadas. Como era de prever, la inscripción discursiva -si lo planteamos en términos más amplios- del Facundo en una zona ambigua, indefinida y heterogénea, despertó entre sus contemporáneos no pocas reacciones e incomodidades que desataron un largo y, en cierto sentido, fútil debate en los numerosos estudios dedicados a dirimir su identidad genérica, por lo atípico de la modalidad que inauguraba, muy diferente de otros escritos coetáneos que ya se presentaban como ensayos o compartían alguno de sus rasgos3.

Un breve recorrido por las reveladoras observaciones metatextuales del autor sobre la escritura del Facundo, bastará para constatar el grado de conciencia que tuvo Sarmiento de la ruptura iniciada por su libro: «Ensayo i revelacion [sic] para mí mismo de mis ideas», obra «informe», de «fisonomía primitiva» y «mal disciplinada concepcion»4. En estos términos, el escritor sanjuanino se refería a su libro, haciéndose cargo explícitamente de su peculiar heterogeneidad formal. Años más tarde, en ocasión de la cuarta edición publicada en París, en 1874, seguía describiéndolo como un discurso híbrido: «una especie de poema, panfleto, historia»5, y en el prólogo a su traducción al italiano, lo presentó como un libro inclasificable, «sin pies ni cabeza, informe»6, que rompía cánones y esquemas rígidos.

Justamente esa dificultad para encuadrarlo dentro de los moldes discursivos tradicionales nos mueve a postular en él, la superación de los modelos genéricos vigentes en su época, a partir de la irrupción de un nuevo tipo discursivo en la aún naciente literatura sudamericana. De ahí que se lo pueda leer como un «ensayo disciplinariamente descentrado»7, cuyas implicaciones formales merecen ser desentrañadas. Algunas señales nos inducen a pensar que existía en Sarmiento cierta deliberación, no del todo programática, para salirse de los cauces discursivos de su época, aunque sin someterse sumisamente a la imitación de modelos prestigiosos de los países centrales8. Ya en el «Anuncio de la Vida de Quiroga» (El Progreso, 1.V.1845), cuando solicitaba la publicación de sus manuscritos en las columnas del folletín de ese semanario, Sarmiento adelantó que había «creido necesario hacinar sobre el papel mis ideas tales como se me presentan, sacrificando toda pretension literaria a la necesidad de atajar un mal que puede ser trascendental para nosotros» (1), en velada alusión al propósito de Rosas de ganarse el favor del país trasandino. Y en la «Advertencia del autor», incluida en la primera edición en volumen (1845), introdujo una serie de tópicos referidos a marcas y condiciones de producción específicas que hoy asociamos a ese tipo discursivo, reforzadas en el texto por abundantes digresiones y el aspecto, a primera vista, caótico del libro: escritura improvisada, provisional, hecha «de prisa, léjos del teatro de los acontecimientos» (5), sin documentos o pruebas exhaustivas, y con la promesa nunca cumplida de escribir más adelante, con mayor detenimiento y tranquilidad, una versión más acabada y extensa de esta obra, más cercana al discurso histórico, cuando, «desembarazado de las preocupaciones que han precipitado la redacción de esta obrita», la refunda en un plan nuevo, «desnudándola de toda digresion accidental, i apoyándola en numerosos documentos oficiales, a que solo hago ahora una lijera referencia» (5). En la carta a Alsina (1851), retomó las condiciones y características de su escritura, al reconocer algunos «lunares» señalados por su amigo, y justificar los «defectos» de su obra por ser «fruto de la inspiración del momento, sin el auxilio de documentos a la mano, i ejecutada no bien era concebida, léjos del teatro de los sucesos y sin propósitos de acción inmediata i militante» (23).

El énfasis en el posicionamiento enunciativo y la organización discursiva tan peculiares del Facundo se justifican, además, por ciertos actos significativos como la reiterada decisión de no completar los blancos ni hacer rectificaciones sustanciales ni incinerar las páginas escritas precipitadamente, dejando incumplida la promesa expresa de escribir más adelante la historia de su patria, sin la premura y la urgencia de las dos primeras versiones en folletín y en formato de libro. Asimismo, la deliberación de la fisonomía anómala del libro se verifica en la reincidencia del autor en reeditar los errores históricos -pese a que le fueron señalados por Alsina en sus «Notas» (1850)- como también las citas mal atribuidas, sin incorporar nuevas fuentes ni utilizar instrumentos más apropiados que, a la hora de escribir el Facundo, había lamentado no poseer, pero que en los últimos decenios del XIX ya fueron adoptados por los incipientes científicos sociales autóctonos.

Sin desestimar los estudios dedicados a leerlo preferentemente como un relato o fábula de la identidad nacional, como una manifestación discursiva de la construcción de la nación argentina, optamos por interrogar al Facundo en su carácter de puesta en enunciación americana y representación configuradora de una subjetividad colectiva en formación que empezaba a percibirse a sí misma como tal, desde una posición personal y discutible, aún contradiciendo su voluntad más evidente9. Desde este punto de vista, se torna significativo el sintagma al que Sarmiento recurrió para definirse a sí mismo, en la carta a Valentín Alsina: «este pobre narrador americano» (25). Forjada tras su viaje a Europa, África y América, que le había sido encomendado por el gobierno para estudiar la organización escolar en Europa y Estados Unidos, esa imagen registra el distanciamiento desde el cual el autor se percibía por primera vez a sí mismo como un otro y, bajo el tópico estratégico de la falsa modestia, lograba autorretratarse como un sujeto marginal, estigmatizado con la marca de la carencia que a menudo se torna retórica, ocultando una ambición de grandeza y de gloria que la desbordan10.

Puede inferirse entonces que el autor había tomado conciencia de su peculiar lugar de enunciación y había construido desde el discurso ciertas señas de identidad particulares de un saber o de un pensar americano en aquel estadio desértico inicial, tal como se evidencia, por ejemplo, en la imagen con la que describe la situación cultural preparada por la «misión civilizadora» (N. Elías): la pampa presentada como el desierto o -según se verá- como el analogon del mar, con una mirada mediada por los relatos de viajeros extranjeros11. No obstante, cabe aclarar que, como veremos más adelante, la utilización del término americano asume en Sarmiento un sentido muy personal, diferente de la acepción que se le asignara en el discurso rosista y federal. Desde este ángulo, es posible reconocer en Facundo un proyecto que trasciende tanto las fronteras territoriales como las disciplinarias, en términos geopolíticos, discursivos y semiótico-culturales, a contrapelo del programa explícitamente antiamericanista de su autor. Así registramos en su entramado heterogéneo, algunos núcleos y zonas de cruce que generan ese otro sentido condensado en el libro de un modo tan singular y violento como fascinante y productivo, hasta el punto de convertirlo en un texto discursivamente denso que pone en signo, con un valor estético innegable -como pocos textos de su época lo lograron-, las tensiones del complejo sistema cultural del que forma parte.

Esta impronta americana presente en el texto en forma subrepticia, por una serie de razones que discutiremos más adelante, subsistió negada o desplazada en las lecturas -aún cuando ya se había insinuado en otros libros de este autor- hasta hacerse explícita en sus últimos textos, como en los prolegómenos del primer volumen de Conflicto y armonías de las razas en América (1883), donde Sarmiento se preguntaba por el enigma y los alcances de nuestra identidad12. Encontramos también en este volumen una nueva semejanza con otras obras de su etapa chilena: la matriz mestiza o híbrida de su composición textual que persistió en sus textos más conocidos, como Viajes (1849), Recuerdos de provincia (1850), Campaña en el Ejército Grande... (1852). En definitiva, la elección reiterada y consecuente de la forma ensayística para configurar en el Facundo una entidad histórica, geográfica y cultural, América, como el lugar de enunciación diferenciado desde donde se escribe, presentándola en sus aristas más problemáticas como una cuestión abierta, nos permite postular un gesto singular en el proceso de producción de sentido. Por ende, podría conjeturarse cierta motivación en la relación planteada entre forma y objeto representado, entre modalidad enunciativa y referente de la reflexión.

Por otra parte, es de notar que, al escribir el Facundo, Sarmiento confesó de antemano que carecía de la ciencia y de los instrumentos necesarios para hacerlo con el rigor y la precisión que requería esa empresa13, pero a pesar de ello ensayó espontáneamente y con los únicos medios asequibles, un trazado discursivo de territorios en el campo de la sociedad y la cultura americanas, y una toma de posición en la batalla simbólica que acompañaba el conflicto material y visible en el terreno de los enfrentamientos armados, donde tempranamente se vio involucrado ya en su tierra natal. Por consiguiente, uno de los propósitos de nuestro análisis consistirá en dilucidar ese trazado y ese posicionamiento. Para ello dejaremos de lado algunas afirmaciones aquilatadas por la crítica sarmientina más clásica, buscando avanzar en una lectura del texto en filigrana, a través de sus fisuras, intersticios e incongruencias, allí donde el sujeto y el espacio-tiempo representado estallan, en un trabajo del lenguaje que escapa a la actitud voluntarista y egocéntrica de control que «don Yo» -como solían apodarlo sus detractores y como él mismo se autodefinió desde una banca del Senado nacional, en 1879- intentó sostener empecinadamente a lo largo del Facundo.

En suma, este texto aparece como un libro inaugural de un nuevo modo de reflexionar e interpelar narrativamente, o de narrar argumentando y discurriendo, y -anticipando la tesis que desarrollaremos en los próximos apartados- podemos aventurar que el Facundo introduce, con un estilo extremadamente personal, una modalidad radicalmente diferente, señalada -aún con contradicciones y más allá de las pretensiones del programa esbozado por su autor- como una alternativa de la forma de escritura y de organización de los saberes europeos, tomados como modelos deliberadamente al sesgo.




Violencias textuales: adaptaciones, mutilaciones y restituciones

La imagen de Murena que aludía a la existencia en Latinoamérica de una paradójica tradición literaria «no literaria», la de subordinar el arte de la escritura a las urgencias y fascinaciones de la «Gorgona de la política»14, encontró seguramente en el Facundo una de sus más conspicuas fuentes de inspiración. Esa práctica de «una equitación de vida o muerte» que no dejaba tiempo para ocuparse del estilo -de acuerdo con la idea muy particular que Murena tenía acerca de éste- y le arrancaba aullidos a su jinete, puede reconocerse inequívocamente en las sucesivas y reiteradas violencias que el autor sanjuanino ejerció sobre su libro, en cada una de sus reapariciones. Estas profundas transformaciones -mutilaciones, autocensuras y restituciones- que sufrió el texto a lo largo de la historia de sus reediciones, a la vez que ponen de manifiesto su contextura dinámica que llevó al extremo la versatilidad discursiva propia del ensayo, revelan el vínculo que unía esas mutaciones con las diferentes escenas enunciativas en que habían salido a la luz. En efecto, el Facundo reapareció una y otra vez, con notorias variaciones, en las cuatro ediciones publicadas en vida de su autor, exhibiendo su insólita espectacularidad, al metamorfosearse reiteradamente con la pretensión de adaptarse a las condiciones fluctuantes de cada nueva puesta en escena. Pocos libros en la historia cultural de Latinoamérica presentan la complejidad y riqueza de alteraciones y reacomodos que entretejieron el intrincado historial de las ediciones de Civilización y barbarie... Entre esos cambios tuvieron lugar mutilaciones premeditadas por el propio autor, supresiones sugeridas por lectores calificados, leves rectificaciones en respuesta a esas observaciones, nuevas reposiciones de partes suprimidas y restituciones definitivas.

Una mirada atenta al aspecto filológico del texto nos permitirá examinar y valorar cabalmente la optimización que hizo Sarmiento de la maleabilidad y la heterogeneidad formal admitidas por el ensayo, y del fragmentarismo que lo identifica como un modelo a armar, por cuanto en cada montaje y desmontaje proponía nuevos pactos de lectura, con efectos muy variados en el también cambiante público lector. Sin duda, estos rasgos tipológicos contribuyeron a crear una fluida interacción del discurso con las diferentes coyunturas históricas de cada nueva instancia enunciativa, en la segunda mitad del siglo.

En cuanto a la circunstancia inicial de la escritura, sabemos que el examen casi inédito del fenómeno del caudillismo en el sector más austral de Hispanoamérica, y de los efectos de la instalación con Rosas de una siniestra inflexión regional del despotismo en la Argentina15, fijada en la letra impresa por el Facundo y difundida a través de la prensa, no hubiera podido hacerse público dentro de los límites de la patria natal de su autor. De modo que ese proyecto recién pudo concretarse, cuando Sarmiento se encontró finalmente a buen resguardo, «del otro lado de los Andes», fuera del territorio donde la république des lettres había sido interdicta y desterrados, sus más eximios ciudadanos letrados. Durante su segundo exilio chileno, iniciado a fines de 1840, Sarmiento pudo hallar en el refugio de la nación trasandina las condiciones más favorables para concretar una tarea de gran envergadura, en los dominios fronterizos y agitados de la prensa chilena. Dos años antes, se había iniciado en la actividad periodística de agitación en San Juan, donde dirigió la única imprenta oficial de su provincia y fue el principal responsable del periódico hebdomadario que había fundado en 1839, El Zonda, del que salieron sólo seis números16. Ya por esos años, tanto en la práctica periodística como en el magisterio, canalizó la vocación y el compromiso por la educación y la política que lo acompañaron hasta el final de su vida.

A los efectos de nuestra lectura, revisaremos las diferentes situaciones de enunciación/argumentación, donde el Facundo irrumpió en las ediciones aparecidas entre 1845 y 1874, tomando distancia, una vez más, de la tendencia más generalizada en la crítica sarmientina que privilegió la dimensión fictiva en este libro, para centrarnos en su estructura fuertemente argumentativa que incorpora la ficcionalización como estrategia retórica al servicio de la seducción y el encantamiento del lector. Algunas de las variaciones más importantes durante las tres décadas en que se publicaron las primeras cuatro ediciones, se relacionan directamente con marcas y operaciones textuales que, en las sucesivas mutaciones formales, experimentaron cambios sustanciales, especialmente en la disposición textual. En cada nueva edición, el Facundo activó estrategias de captación y de persuasión, orientadas hacia distintos tipos de destinatarios, con propósitos también muy variados. En cada caso, la fuerte vinculación entre el marco de enunciación y la situación de recepción, aparece como una constante textual, en virtud de la indiscutible naturaleza mudable del libro.

En la primera edición de 1845, tres circunstancias actuaron en forma decisiva en las dos modalidades editoriales iniciales (en folletín y en libro). En primer lugar, cuando Sarmiento escribió el Facundo por sugerencia de su amigo chileno, el ministro Manuel Montt, la revolución de la independencia en la República Argentina ya estaba terminada y sólo estorbaba el tirano que ella había engendrado, ya que a pesar de haber obtenido logros envidiables para otros pueblos americanos, la carrera hacia el progreso y la civilización quedaba interrumpida. En el presente de la enunciación del relato-argumento de la dramática lucha entre civilización y barbarie, el bárbaro Rosas ocupaba el centro de la escena y del poder, en tanto que los pocos letrados civilizados habían sido dominados y limitados en su libertad de pensamiento y de acción, o expulsados de la polis hacia Uruguay y Chile, donde encontraron patrias alternativas para dar forma a sus nuevos proyectos y perfilar estrategias mediatas de rebelión. Hacia 1845, Sarmiento había desarrollado una intensa actividad en la prensa chilena con una excelente acogida y era ya un hombre público. En la portada del volumen aparecido en 1845, se lo presentaba como catedrático de la Universidad de Chile y Director de la Escuela Normal. Conocido por algunos libros y sobre todo por los artículos periodísticos publicados desde 1841 en medios de prensa de Valparaíso y Santiago, participó activamente en numerosas polémicas periodísticas (sobre la lengua, el romanticismo, las belles lettres y la cultura), donde se vio enfrentado con personalidades de la talla de Bello, Lastarria, Rafael Minvielle, Francisco Bilbao y los demás redactores de El Semanario, entre otros, además de otras polémicas pedagógicas y parlamentarias. También desde Chile, Sarmiento vaticinó para sí y para los demás miembros de su grupo -en su mayoría, jóvenes letrados exiliados-, una posición elevada y central, desde donde él mismo se propuso escribir17.

En segundo lugar, el movimiento de expansión de la figura de Rosas en Chile, impulsado por la llegada de su enviado, Baldomero García, potenció la motivación inicial de Sarmiento, originada en su condición de exiliado. Bajo el pretexto de preservar las relaciones entre ambos países, García había llegado a Chile para desacreditar a los emigrados argentinos y exigir al gobierno chileno que contuviera la acción de los proscriptos. Frente a esto, el Facundo constituye en sí mismo un acto de posicionamiento decisivo ante la amenaza concreta que suponía la inminente presencia del enviado de Rosas en Chile: los representantes de los intereses del tirano de inmediato esparcieron ecos rosistas en el país trasandino, con el rumor de su propósito de comprar prensas y ganar escritores para contrarrestar las campañas de oposición impulsadas por los proscriptos argentinos que veían a Rosas como el espíritu de la contrarrevolución y el reivindicador de las tradiciones coloniales18.

Y en tercera instancia, el peligro latente de la pretensión de Rosas de ganar simpatías en Europa para la causa americana aceleraba la iniciativa de emprender una campaña decidida para modificar o frustrar ese intento y desarticular el plan. En este contexto, la estrategia de escritura del Facundo creaba, a la vez, un efecto de prevención e incoación, en un plan pergeñado como táctica agonística para ingresar en un campo de confrontación cuasi bélica. Un día antes de la publicación de la primera entrega del folletín, en el «Anuncio...» que apareció en la tercera página de El Progreso, Sarmiento promocionó su «obrita», tratando de captar el interés del momento y alentando la curiosidad de los lectores con «la rareza de ciertos detalles» (5). Resulta extraño comprobar que en las ediciones subsiguientes, posteriores a Caseros, cuando Rosas ya había sido arrojado definitivamente fuera de la escena política sudamericana, aún permanecían las marcas de esa escritura signada por los tópicos de la carencia y la urgencia del momento: curiosamente el cuadro persistía inacabado, con la premura del primer trazado, en el que se había sacrificado «toda pretension literaria a la necesidad de atajar un mal que puede ser trascendental para nosotros» (1).

Si en la primera escenificación de 1845 se hizo visible la condición reactiva del texto que actuó como un instrumento desafiante de intervención y oposición, un arma contra el monstruo y sus enviados, en la campaña antirrosista sostenida por los emigrados argentinos19, volvemos a encontrar allí mismo un rasgo que distingue el Facundo del resto de los escritos publicados bajo la forma del folletín periódico, lo que pudo incidir -como veremos más adelante- en el relativo desinterés del pasaje del folletín al volumen que se observa, con algunas excepciones, en la mayoría de los trabajos críticos sobre el Facundo, a pesar de la fuerte impronta de esa materialidad inicial en la fisonomía y la estructura que mantuvo el libro en sus diferentes ediciones posteriores20. El pasaje casi inmediato del folletín al libro estuvo marcado por el apuro por sacar el volumen a la luz pública. Por otra parte, la prisa estuvo precedida por un cambio de formato en el diario que no dejaba lugar para el Facundo en la nueva edición del periódico, ya que debería haber ocupado más de un pliego con las consiguientes incomodidades para los lectores (El Progreso, 6.VI.1845)21. Por esta razón se lo ofreció en un suplemento del mismo tamaño de los números anteriores y probablemente haya terminado con la entrega 25.ª (El Progreso, n.º 799, 21.VI.1845)22.

De no confirmarse la hipótesis sugerida por Elizabeth Garrels, podemos afirmar que entre ambas versiones no hubo mayores cambios estructurales, excepto en el comienzo del libro donde se interpoló la «Advertencia del autor», seguida por la sentencia en francés «On ne tue point les idées» y su correspondiente traducción. El plan textual de la edición de 1845 comprendía además una introducción que en el folletín daba inicio al texto, y tres partes que, a su vez, se dividían en un total de quince capítulos. La primera parte se titulaba «Aspecto físico de la República Argentina y caracteres, hábitos e ideas que engendra» (capítulos I al IV); la segunda, «Vida de Juan Facundo Quiroga» (capítulos V al XIII), y la tercera, «Gobierno unitario y presente y porvenir» (capítulos XIV y XV)23.

En 1851, se publicó la segunda edición de Facundo en la imprenta de Julio Belin y Cía., de Santiago de Chile, después del viaje de su autor a Europa, África y los Estados Unidos, en la inminencia de la caída de Rosas en la batalla de Caseros, corolario de la campaña del Ejército Grande Aliado de Sudamérica, y un año después de la publicación de Recuerdos de provincia y Argirópolis. Ya por esos años, Sarmiento reconocía el Facundo como su «escrito más peculiar» («Carta a Matías Calandrelli», 1851). En esta edición, el libro estaba dirigido a Francia, Inglaterra y otros países que defendían a Rosas, y dedicado expresamente a Valentín Alsina, destinatario de la carta-prólogo que se incluye en algunas ediciones. Los principales cambios con respecto a la primera edición se introdujeron por la oportuna y explícita decisión de su autor, en su mayoría, en atención a las observaciones y enmiendas de lectores calificados como su amigo Valentín Alsina, quien desde su exilio montevideano le envió cincuenta y una notas a la primera edición, en respuesta al pedido que le hiciera el mismo Sarmiento24. Además de la exclusión de la «Advertencia...» y del epígrafe y su traducción -sólo permaneció el episodio del joven Sarmiento desterrado, atravesando la frontera argentino-chilena, que se introdujo en esta edición con el título de «Prólogo» y en una versión más precisa-, con las supresiones estructurales de la «Introducción» y los dos últimos capítulos (indudablemente atribuibles a razones políticas, no estéticas), el libro fue -al decir de Alberto Palcos- «cruelmente cercenado por el propio autor», quien no obstante expuso sucintamente las razones que motivaron dichas «mutilaciones», centrándose en las «Notas» de Alsina25. Alegando la inutilidad de la introducción y el carácter «ocioso» de los dos capítulos finales que coronaban la edición de 1845, Sarmiento respondía así la indicación de su amigo, quien ya en 1846 le había sugerido que el libro estaba terminado con la muerte de Quiroga (Palcos: XVIII).

Aunque en la edición príncipe el autor había expresado que su libro quedaría trunco e incompleto si terminaba allí26, curiosamente esas partes fueron suprimidas en la segunda edición. Como sugirió Palcos, existieron motivos más fuertes y de índole política, además de las meras indicaciones de Alsina, que explicaban aquellas supresiones por la necesidad de adecuar el texto al cambio del panorama político de la República. Sin duda, el inminente derrumbe de la tiranía de Rosas fue uno de ellos. Sarmiento ya había escrito Argirópolis con esa misma convicción. Y efectivamente la supresión de aquellos elementos irritativos -derivados del carácter polémico de la introducción, del intertexto del libro y del sesgo anticipatorio y programático-político de la tercera parte- colaboró para acercar y reconciliar a los argentinos en un proyecto de unidad nacional, más allá de las diferencias que los separaban, y contribuyó a que el autor pudiese ganarse las simpatías tanto de los viejos unitarios como de los federales.

Desde el punto de vista estilístico y compositivo, esos cambios le otorgaron mayor sugerencia y moderación al texto y lo alejaron del tono panfletario, político y programático que primaba en la edición de 1845. Asimismo, en la segunda edición se suprimió la división en partes, dejando sólo la disposición en capítulos con numeración corrida, y se hicieron diferentes retoques a la redacción de la edición anterior, tales como el reemplazo de galicismos, los cambios en la sintaxis para mejorar el texto, el agregado y la exclusión de párrafos, vocablos y notas, la corrección de errores tipográficos, la supresión de sarcasmos excesivos, críticas innecesarias y datos inoportunos o incorrectos, la actualización de expresiones y referencias temporales anacrónicas -pasados ya seis años desde la edición anterior-, ajustes léxicos y el añadido del párrafo final, entre otros.

A partir de esta segunda edición, la biografía de Facundo Quiroga pasó a ser el corazón del Facundo, el núcleo donde el valor estético resistía y establecía su dominio, y la ficción ganaba protagonismo, mientras otras partes más lábiles se adaptaban, se quitaban o se reponían. Por esta razón se comprende que en la portada de esa edición se imprimiera el siguiente título: Vida de Facundo Quiroga i aspecto físico costumbres i hábitos de la República Argentina. El relato de la vida del caudillo riojano fue la única parte que permaneció inamovible en todas las ediciones, con algunas ligeras rectificaciones en la edición de 1852, en respuesta parcial a las notas solicitadas a su amigo.

La tercera edición del libro en español se publicó en la casa Appleton de Nueva York, con el siguiente título: Facundo; Civilización i barbarie en las pampas arjentinas. Salió a la luz en 1868, al mismo tiempo que la traducción al inglés, hecha por Mary Mann, y estuvo prologada también por ella misma27. Se mantuvieron allí las modificaciones estructurales de la segunda, salvo la exclusión del episodio inicial (Sarmiento marchando hacia el exilio trasandino, tras escribir la sentencia en francés en clave civilizatoria y con carbón, a modo de graffiti revolucionario), algunos cambios en los títulos de los capítulos y apartados, y la omisión de las transcripciones y referencias a las observaciones de Alsina. Se incorporaron además las correcciones formales indicadas por el gramático cubano Mantilla, quien revisó las pruebas a pedido del autor e introdujo cambios tendentes a mejorar la sintaxis y clarificar el sentido de la expresión. Aunque las mutilaciones se conservaban sin explicaciones, en cierto modo, eran predecibles: Sarmiento lanzó la edición en Nueva York, siendo ministro plenipotenciario de la República Argentina en los Estados Unidos, donde residía desde 1865, y en esa instancia, nuevos y diferentes motivos políticos lo obligaron a mantenerlas. Recordemos que 1868 fue el año de las elecciones presidenciales en la Argentina, en las que Sarmiento era candidato por el partido autonomista. El líder de este partido, Adolfo Alsina, se oponía a la federalización de Bs. As., propuesta en el Facundo, y a ello obedeció seguramente la supresión de los dos últimos capítulos que sostenían la tesis de la configuración unitaria de la república y postulaban a Buenos Aires como la única capital posible del país. Por otro lado, es indudable que la publicación del libro apuntaba también a prestigiar la candidatura de su autor, quien ya contaba con una trayectoria prestigiosa, puesto que había ocupado varios cargos oficiales en la Argentina y se había ganado un merecido reconocimiento como periodista y escritor. De hecho, la traducción y publicación de su libro por Hurd y Houghton, además de hacerlo conocer por lectores ingleses y norteamericanos, culminó sus denodados esfuerzos por colocarse en el centro de la vida cultural norteamericana.

En la cuarta edición, publicada en la editorial Hachette de París, en 1874, con el título: Facundo ó Civilización i Barbarie en las pampas argentinas, se restituyó finalmente el texto íntegro, excepto la «Advertencia del autor». Fue la última edición publicada en vida del autor y constituye, según Palcos, la edición «definitiva» sobre la cual preparó su edición crítica. Sarmiento le encargó la supervisión a su nieto, Augusto Belín Sarmiento, quien restituyó las partes eliminadas durante veintitrés años y el episodio inicial del destierro con la versión de 1845. Asimismo se agregaron algunos cambios leves junto con unos pocos errores tipográficos. También en esa ocasión existieron razones políticas que autorizaron la reposición: en ese tiempo, Sarmiento era uno de los «padres de la patria» (J. Ludmer), ya no un outlaw ni un disidente marginado, y había llegado a ocupar la cúspide del poder; su obra presidencial acababa de concluir ese mismo año y ya se había ratificado y cumplido en parte el proyecto de progreso soñado y rubricado desde el exilio en el capítulo final del libro. De modo que la restitución era esperable, entonces, en la medida en que el Facundo había perdido su compromiso inmediato y su capacidad interpelativa más virulenta, en tanto que había ganado relieve como obra literaria, con un estilo reconocible y cierta autonomía estética. A la vez, la cuestión capital estaba muy próxima a ser resuelta y era conveniente restituir las partes censuradas, porque así el público podría comparar el programa de gobierno esbozado en el último capítulo con el que el autor llevó a cabo desde el poder, y así podría evaluar su consecuencia con los principios proclamados desde el exilio.

Finalmente, en 1889, el año siguiente a la muerte de Sarmiento, apareció el Facundo en el tomo séptimo de la edición de las Obras del autor sanjuanino, publicada por la Editorial Luz del Día. Allí se restituyó además la «Advertencia al lector» y se retornó a la partitio inicial en capítulos, obviando la división en partes para restablecer lo más fielmente posible el texto de la primera edición y apoyándose en el carácter intempestivo e improvisado de la escritura sarmientina que pasaba directamente de la hoja manuscrita a la máquina. Sin embargo, se olvidaba al editor Luis Montt, hijo del amigo y protector chileno del autor, que cuando Sarmiento reeditaba, introducía muchas variantes formales en sus textos, preocupado por preservar su fama literaria. En consecuencia, la edición de 1889 significó un retroceso considerable en el proceso editorial de esta obra, debido a que el editor ignoró las correcciones posteriores, no advirtió muchas erratas de imprenta y suprimió párrafos sin motivo aparente. Palcos sostuvo que en esta quinta edición -la primera, póstuma- se cometieron varios errores: se dejaron de lado las modificaciones impresas mantenidas en las otras dos ediciones publicadas en vida del autor, al desconocer las diferencias entre ellas por no haberlas cotejado previamente y, por esa misma razón, se reintrodujeron frases ya eliminadas que empeoraron notablemente el texto. Muchos de estos yerros fueron repetidos en las ediciones posteriores que continuaron desmejorando y desfigurando el texto, por ejemplo: se volvieron a incluir expresiones eliminadas por erróneas o anacrónicas y se introdujeron otros leves cambios.

En síntesis, por la trayectoria mudable de su historia editorial que deviene un rasgo sustancial, en sintonía con los cambios en la escena política y cultural de la que es imposible sustraerlo, advertimos que aún hoy el Facundo sorprende y desconcierta, incluso a un lector crítico actual, lo que nos lleva a preguntarnos: ¿qué texto es, en definitiva, el que tenemos en nuestras manos?, ¿cuál de las diferentes versiones que se fueron sumando en las sucesivas entradas a escena, es la que leemos hoy en día? y ¿desde qué red de relaciones nos interpela? Visto desde este ángulo, se nos presenta extremadamente lábil y versátil, como un texto que se desarma y se rearma, se contrae y se expande como un organismo vivo, se mutila y autocensura para luego restituirse y recomponerse nuevamente. Con una lógica guiada por la oportunidad y la adecuación a los contextos de producción, circulación y recepción28, en función de los cuales el sujeto de la enunciación ejerció un control obsesivo sobre su plan textual y sus efectos de lectura, el Facundo exhibe el fuerte impacto de la marca de la modernidad, a través de la inscripción de su temporalidad cambiante en el cuerpo textual y en sus constantes mutaciones. Hay aquí otro elemento que merece ser considerado: la preocupación por la función conativa29 del texto, decisiva en el ensayo y ligada a su retórica envolvente de seducción que no anula -pero excede- el propósito de convencer al lector.

El horizonte complejo que hemos trazado justifica que, para considerar los aspectos más diversos del libro, hayamos optado por trabajar con la edición crítica establecida por Alberto Palcos, donde se incorpora la totalidad de las partes trashumantes del texto, incluso aquellas secciones paratextuales como el «Anuncio...», la «Advertencia del autor», los epígrafes, la escena inicial y las cartas, entre otros. Esos reacomodos textuales han sido posibles por la permeabilidad de los límites borrosos que delimitan el ensayo. Por otra parte, el texto se metamorfosea de acuerdo con los cambios registrados en el contexto político y las diferentes elecciones del ensayista (estilísticas, de énfasis, de adecuación a la verdad histórica o a la época, etc.), con lo que se pone de relieve el poderoso vínculo referencial de ida y vuelta entre éste y sus contextos, a lo largo de su historia editorial.

Una vez establecida la estrecha ligazón entre los cambios formales y las situaciones históricas correspondientes, trasladaremos la indagación hacia otras relaciones establecidas con espacios y géneros discursivos, registros y modos de producción, circulación y recepción ligados al ejercicio de la práctica periodística y a una zona discursiva organizada desde diferentes premisas como la literatura de ideas y el discurso político.




De la protesta en carbón al 'libro extraño': el germen panfletario

Al revisar las sucesivas transformaciones que expandieron o redujeron el Facundo en sus sucesivas ediciones, se hace evidente la fuerte impronta de su singular formato inicial. Para nuestro estudio, importa considerar el condicionamiento y la imbricación de la textura con su hábitat primitivo de inserción, y examinar los aspectos materiales del texto como objeto cultural. Por ello nos detendremos en su inscripción formal como folletín del semanario santiaguino El Progreso. Esa primera versión que lo asocia al periodismo constituye de por sí una instancia genotextual insoslayable, por la poderosa incidencia del soporte material en la forma y la estructura del texto. La materialidad, el ritmo y los estilos de la página periódica -aspectos con los que Sarmiento estaba muy familiarizado- dejaron rastros en la escritura literaria que explican sus características y fórmulas compositivas más notables. Así encontramos en el Facundo, signos inequívocos de su sintonía con el medio de publicación originario, tales como la urgencia como tópico y condición del proceso de escritura, el carácter panfletario del texto, la actualidad y variedad de los temas, la peculiar mixtura discursiva, entre otros.

La inserción del ensayo en el periódico nos reenvía a la histórica relación ensayo-periodismo, a la que nos hemos referido en la primera parte de nuestro estudio. Como se sabe, el periódico surgió bajo el signo de lo efímero, para satisfacer intereses que variaban diariamente. Producto de las nuevas demandas sociales y de las posibilidades técnicas que habilitaron la transformación de su formato y sus fórmulas más frecuentes, su materialidad estuvo siempre vinculada a un contexto modelado por libros y volúmenes producidos bajo otras circunstancias. Los cambios tecnológicos aceleraron los tiempos de utilidad, producción, circulación y consumo de los escritos e introdujeron diferentes criterios de durabilidad, valor y conservación entre el periódico y el libro, además de variantes en la calidad de la impresión, del papel y de la organización de su superficie. Es sabido también que en el siglo XIX el periódico era reconocido socialmente como un discurso portador y propagador de ideas en el horizonte de la tradición letrada moderna, un espacio propicio para incitar polémicas y debates, y promover el análisis de los hechos, esgrimiendo verdades y razones construidas con argumentos y estrategias propias de una retórica empeñada en convencer.

Por otra parte, la página del periódico no reproducía divisiones demasiado marcadas, sino que representaba fronteras móviles entre pasado y presente, datos y valoraciones, información y formación. Y aunque ese código en gestación no contaba todavía a mediados del XIX con un lenguaje periodístico solidificado, ya tenía un rol protagónico en la prensa del período. Ofrecía una discursividad híbrida que albergaba columnas sociales, crítica de arte y literatura, ensayos literarios, biografías y artículos de costumbres, reseñas bibliográficas, y en la que convergían distintas operaciones indiferenciadas: informar, formar, divulgar, discutir, opinar. No es extraño entonces que un tono ensayístico-disertativo impregnara los diarios de la época, encargados de aleccionar a los lectores en cuestiones de doctrina, de carácter histórico y cultural, y modelados por un nuevo perfil de sujeto productor, cristalizado en la figura del periodista-redactor polifacético (polígrafo, crítico de arte y de teatro, ensayista, cronista local) que oficiaba también de traductor-compilador-divulgador de lo que leía en periódicos y revistas extranjeras, dada la dificultad de establecer contacto directo y obtener información de primera mano30. Por esta razón, como señala Julio Ramos, la hibridez y la polivalencia del Facundo no son anómalas sino congruentes con su situación de enunciación31. En esta perspectiva, entonces, la ubicuidad genérica del Facundo puede ser vista como una marca discursiva de su inscripción en la modernidad, en diálogo con la prensa de la época que inicialmente le sirvió de marco y en correspondencia con la indeterminación general del discurso periodístico, incluidos el folletín y la página impresa en general32.

Desde sus inicios como periodista, Sarmiento reflexionó insistentemente sobre el diarismo, un fenómeno de su tiempo que le interesó en particular: «Por el diarismo el genio tiene por patria el mundo, y por testigos la humanidad civilizada [...]. Por el diarismo los pueblos mandan, la opinión se forma y los gobiernos la siguen mal de su grado»33. Veía en el diario una tribuna cuya finalidad era persuadir, un «arma de civilización i progreso» que contribuía a desarrollar la cultura, las artes y el comercio (59-60), y valoraba la posibilidad que ofrecía para recriminar, reprobar, amenazar. Para Sarmiento, el diario era un producto inseparable de la ciudad, en esos tiempos de publicidad y pujante vida periodística, impensable fuera de la modernidad y del espacio urbano y estrechamente conectado con el progreso material de un pueblo y las posibilidades abiertas por la civilización y la libertad. Formalmente, un periódico era un collage de retazos diversos, de bagatelas de momento, una obra sin capítulos, sin prólogos. En suma, concluía:

Un periódico es, pues, todo, el gobierno, la administración, el pueblo, el comercio, la junta, el bloqueo, la Patria, la ciencia, la Europa, el Asia, el mundo entero, todo. Un periódico es el hombre, el ciudadano, la civilización, el cielo, la tierra, lo pasado, el presente, las crónicas, las grandes acciones, la buena o la mala administración, las necesidades del individuo, la misión del gobierno, la historia contemporánea, la historia de todos los tiempos, el siglo presente, la humanidad en general, la medida de la civilización de un pueblo34.



Sin embargo, aunque la heterogeneidad del Facundo sea una marca heredada de su formato original y el libro parezca carecer de un plan armado previamente, una mirada atenta reconoce en él una clara organización formal (introducción, epígrafes, partes, capítulos, conclusiones, disposición cronológica y sucesiva de la biografía del caudillo, crítica del presente y programa para el futuro), con algunos elementos que ya estaban presentes en el folletín, vinculados con las posibilidades técnicas habilitadas por ese formato inicial.

El Progreso era un periódico de Santiago, fundado por Sarmiento en 1842 y dirigido por él hasta octubre de 1845, cuando dejó de ser su redactor para partir a Europa. Era de formato pequeño -el más común en esa época- y de magras dimensiones (cuatro páginas de cuatro columnas cada una), lo que facilitaba su encuadernación para coleccionarlo. Era tribuna y escuela a la vez: reflejaba el presente, compendiaba el pasado y tramaba el futuro. Desde su aparición, introdujo una serie de cambios novedosos en la prensa chilena: incorporó la sección del folletín diario, un elemento de la modernización capitalista, particularmente eficaz para estimular las ventas y con un fuerte poder ideológico, que respondió a una necesidad del momento y llegó a ser una de las secciones de mayor influencia35. Ofrecía un repertorio lo suficientemente diverso que ampliaba los tópicos tradicionalmente tratados en un periódico36.

A través del folletín, el diario retornaba al libro y así ambos mundos quedaban religados no sin conflictos. Tanto en la composición textual cuanto en la gráfica, por la duplicidad de sus usos, el folletín se ubicó en una zona híbrida entre la fugacidad y la permanencia, el suelto y el volumen, el fragmento y la totalidad. En lo que respecta específicamente al folletín de ese período, la disposición, la diversidad y el tempus37 eran diferentes de los que distinguieron al folletín del siglo XX. Cada entrega consistía en una unidad mínima que debía ser renovada pero, a diferencia de la página impresa diariamente, debía ofrecer algo nuevo y de interés. Esto hizo lugar para la no ficción en el folletín y paradójicamente para la ficción en el cuerpo del diario, lo que favoreció el cultivo del folletín de tema histórico, que terminó imponiéndose38. Por lo común, esta modalidad estuvo asociada a lo meramente circunstancial, por su carácter de instrumento de acción inmediata y directa. Asimismo, el folletín se caracterizó por estar escrito día a día, a medida que la publicación iba avanzando, de acuerdo con la azarosa acogida del público39.

Es evidente que la inserción atípica y menor del panfleto -Facundo- como novela de folletín en el espacio discursivo de las dos o tres páginas que le ofrecía el periódico, precipitada por las circunstancias ya mencionadas, resultó la más oportuna y conveniente, aunque tal vez en otro momento la publicación se hubiera dilatado. No hay dudas de que el periódico fue un medio de difusión sumamente eficaz y acorde con las necesidades de la época. Al día siguiente del «Anuncio...», empezaron a sucederse las entregas, con algunas interrupciones y algún cambio ligero de formato hasta la última publicación. En consecuencia, el apuro fue responsable y a la vez complementario del carácter exaltado y combativo del texto, concebido como el arma contra el «monstruo» y su enviado. Sin embargo, el soporte material y la estructura del que fuera el primer vehículo del Facundo eran permeables y congruentes con esa modalidad compositiva de la obra.

Así las consecuencias de la tecnología del folletín se pusieron de manifiesto en esta primera transformación textual (del diario al libro atípico), con escasos retoques. El cambio de estatuto trasladó al libro rasgos estilísticos y estructurales propios del formato inicial y del medio originario de difusión40, y marcó definitivamente la interacción y la correspondencia con la prensa de su tiempo, lo que nos permite reformular la atipicidad del texto migrante, en el tránsito ni demasiado brusco ni demasiado traumático del diario al libro. Dan muestra de ello, por ejemplo, la naturaleza episódica, truculenta y melodramática de los materiales incluidos, la mezcla de registros y medios de distintas formas de la literatura popular (además del melodrama, el artículo de costumbres y la tragedia heroica, concebidos desde la óptica del drama romántico), el encadenamiento sucesivo de la secuencia narrada, el modo de plantear los cortes, dosificar la intriga y mantener el suspenso para convocar la atención del lector al final de cada entrega y despertarle el deseo de seguir leyendo. También podrían atribuirse a ese pasado folletinesco las constantes mudanzas textuales y las transformaciones abruptas que enumeramos en el apartado anterior, ya que cortar y recomponer libremente los textos utilizados en los folletines solía ser una práctica habitual entre sus redactores. Por otra parte, en la medida en que cada capítulo o segmento delimitaba los contornos de un volumen virtual, vale decir, que el libro acentuaba su condición ensayística de parergon (de Obaldía), de obra en proceso, adelantando su próxima fase editorial, el periódico se convertía en un objeto independiente y coleccionable.

No obstante, el Facundo no podía ser confundido con otros materiales que circulaban con ese mismo formato en las páginas del periódico, tales como el roman-feuilleton, el serial que salía diariamente con una modalidad cuyo ejemplo más clásico es el texto Los misterios de París, de Eugenio Sue, publicado en el Journal des Débats, entre junio y octubre de 1843 (Bory, 13-41). En primer lugar, las diferencias aparecen porque sus condiciones y su modo de producción fueron otros: ni el acuerdo productivo con el público lector a medida que leía las entregas, ni la escritura improvisada día a día están estrictamente presentes en el libro que nos ocupa. Como advirtió Ana María Barrenechea, en su perspicaz trabajo sobre la configuración del Facundo, Sarmiento tenía previamente a su redacción la clara intuición de un plan coherente para su libro, que sólo por motivos circunstanciales fue publicado como folletín. Sabía que corría el riesgo de que el lector, por lo general distraído y perezoso, no siguiera paso a paso la explicación planeada en el libro,

[P]or eso parecería que se apodera de él desde los primeros capítulos y no lo suelta. Por una parte, excita su interés con un diálogo constante que no le deja desviar la atención, con preguntas, respuestas, exclamaciones, recursos que subrayan las opiniones, sacudimientos y virajes súbitos, respiros y sorpresas, pausas y nuevas arremetidas. Por otra parte, temiendo que se extravíe entre tantas digresiones y no mantenga el hilo de su razonamiento, le recuerda a cada paso el plan que lo guía para que al final quede claro el camino recorrido41.



Sin embargo, muchos de estos rasgos que aseguraron la coherencia interna del libro coincidían con los trazos distintivos de la estética del roman-feuilleton -centrífugo, discontinuo, ligado a una visión voluntariamente incoherente y fragmentaria del mundo- (Bory, 16-17), que Sarmiento aprovechó para atraer al lector. Esa dispersión controlada, efecto del esfuerzo por captar y mantener el interés del lector, formaba parte de la estética del Facundo pero, a diferencia del roman, allí lo que primaba era la unidad42. El mismo origen folletinesco tenían los ingredientes truculentos (desgracias y peligros, muerte y violencia: puñaladas, descuartizamientos y degüellos, azotes y balazos, ejecuciones y fusilamientos), cuyo alto potencial melodramático buscaba saciar la sed de violencia que caracterizaba el gusto del lector medio del folletín, además de los cuadros costumbristas como los cuatro tipos retratados en los primeros capítulos, el mayor Navarro y el general La Madrid, entre otros. Indudablemente, la inclusión de estos elementos tan apropiados para la sección donde se publicaba el Facundo, cumplió el propósito de no decepcionar a los lectores habituales y de justificar su inserción en esa parte del diario, indispensable para estimular las ventas.

Finalmente, la relación que el Facundo construyó con los lectores se inscribe en esta misma línea. En un artículo publicado unos años después de la segunda edición del libro, Sarmiento destacaba la peculiaridad de este texto que rompía con el «divorcio entre lector y libro», dominante en América: «El lector se hace a su turno autor también, pudiendo corregir un hecho mal narrado, o un efecto atribuido a causa diferente de la verdadera...»43. Desde este ángulo, son visibles los vínculos entre ensayo y novela convocados en el libro. Pero, si bien encontramos allí elementos netamente novelísticos -caracteres, cierta conciencia de mundo, acción e intriga que habilitan un espacio para el suspenso y la tensión dramática, apertura y agenericidad, aptitud para combinar modos literarios heterogéneos, conjunción de lo histórico con lo filosófico-, la parcial fusión entre ensayista y autor no llega a ser reemplazada, como sucede en la novela, por la distancia estética propia de un narrador plenamente maduro, excepto en las ediciones donde sólo prevalece el relato biográfico. Por otro lado, si consideramos la relación ensayo-novela como una progresión, lo netamente ensayístico pasaría a ser en la segunda y tercera edición un suplemento descartable o secundario -sin despojarse del valor estético-, cumplida la meta inmediata que lo hacía imprescindible para dejar lugar al despliegue ficcional en la narración de la vida y la muerte del caudillo riojano44.

Asimismo, aunque los propósitos que animaron la redacción del Facundo excedieron el mero entretenimiento del lector, la finalidad de escribir un texto con eficacia política y con cierto valor científico-social, le planteó a Sarmiento la necesidad de utilizar recursos artísticos y melodramáticos de la novela popular y del teatro, que le permitirían divertir y al mismo tiempo persuadir al mayor número de lectores45. A su vez, el carácter episódico, perecedero y efímero de la entrega del folletín, de corto plazo pero urgente, concordaba con la impronta contestataria e insurgente de la cita en francés y su traducción autóctona en lenguaje gaucho, que se colocó debajo del nombre y apellido del autor en el frontispicio de la primera edición y que reapareció -convertida en graffiti inscripto «en carbón» por el joven Sarmiento, en el camino trasandino hacia el destierro- en el episodio que ofició de prólogo del libro en la segunda edición. Ambos anunciarían estructuralmente también el corte panfletario de la introducción y de algunos párrafos de los capítulos iniciales.

Cabe aclarar que, de acuerdo con la sistematización de los discursos doxológicos y persuasivos que propone Marc Angenot dentro de la topología del campo ideológico, el Facundo se perfila como un texto más cercano al ensayo-meditaciónessai-méditation») a lo Montaigne -pero con un marcado sesgo programático y propositivo-, que a la otra modalidad del ensayo, representada por la vertiente baconiana. Se reconocen en él los rasgos más salientes de ese tipo ensayístico, como la fuerte presencia de la subjetividad de quien lleva adelante la reflexión -un yo omnipresente como conciencia y medida de su valor-, que deja ver los rastros de un pensamiento que se arma sobre la marcha, como una «deliberación interior», interrogativa, de estructura zigzagueante y no preformada, con un desarrollo discontinuo y aparentemente desordenado, tramado con proposiciones a menudo unidas por junturas accesorias, aleatorias, donde la imagen intuitiva suele tener más fuerza persuasiva que el puro silogismo, y la demostración aparece cargada de un poderoso potencial afectivo y pasional46.

Sin embargo, no se puede dejar de reconocer en este libro la fuerte presencia de la impronta del panfleto, como era corriente identificarlo en su época. Dentro del discurso entimemático47, Angenot le asigna al panfleto un lugar entre las formas doxológicas del discurso persuasivo, cuando lo define como una forma histórica del discurso agonístico que supone un contradiscurso implicado en la trama del discurso social coetáneo, y reúne modos axiomáticos y entimemáticos, en una doble estrategia de demostración de una tesis y de refutación para descalificar la tesis adversa (Angenot, 12), buscando generar un efecto perturbador en el marco de un combate ideológico48. Como lo señalamos, con el Facundo Sarmiento respondió con premura a una situación que vivenció como un escándalo: la presencia concreta del representante del tirano en Chile, que había sido enviado allí para ganar el favor de la prensa y la sociedad chilena hacia su persona y su gobierno, y para desprestigiar a sus enemigos que superpoblaban la prensa de ese país. De ahí, el carácter polémico y personal que nació del anhelo ferviente de revertir la situación: anunciar su caída y derrota final, y ocupar su lugar o tal vez desplazarse del margen hacia el centro para acceder a un lugar de poder. En este sentido, el libro le sirvió a su autor -como, años más tarde, lo hizo Recuerdos de provincia- de plataforma de lanzamiento y carta de presentación en Europa49.

Ahora bien, entre aquellos elementos paratextuales antes mencionados -la sentencia y el episodio contiguo-, antepuestos a la entrada del libro, se perfilan ciertos ingredientes que nos permiten identificar desde el inicio embrionario del texto, el germen panfletario que adelanta el franco dominio de esa forma discursiva especialmente en la «Introducción» y los capítulos finales, las partes menos estables que fueron suprimidas cuando el autor las juzgó inoportunas. Desde el «Anuncio...» y, ya en el libro, la escena posterior al epígrafe, se revela toda una táctica de combate: prudencia en el lanzamiento, reserva en la gradación, cautela en la embestida, en tanto que las páginas introductorias y en los capítulos que le sirven de epílogo se lanza a fondo y abiertamente contra Rosas, poniendo en escena todos los recursos del gran juego patético50. De este modo, el discurso oscila entre la intensificación performativa controlada por el yo y la atenuación de las aserciones por vía de la ironía.

Además, otros trazos discursivos descubren la dimensión panfletaria que se anuncia sobre todo en el cuadro de la huida y el cruce. Ellos son, entre otros, la estructura entimemática del texto, el grado asertivo de sus argumentos, los síntomas ideológicos51. Simultáneamente aquellos paratextos actúan como filtros textuales, mediadores, que orientan y organizan la lectura de los segmentos posteriores, mientras que el aforismo en francés y su traducción en léxico regional funcionan como contraseñas para el lector «civilizado» o «ilustrado», a quien se le asigna el rol de «prodestinatario» o «paradestinatario» del mensaje52. La escena inicial del letrado marchando hacia el destierro es, en suma, funcional a la operatoria del panfleto: instituir, de acuerdo con la lógica del género, una imagen del enunciador y resaltar la figura central de quien embate sobreexpuesto en el convulsionado campo ideológico-político de la región, en un período muy particular, y al mismo tiempo las imágenes de sus adversarios y sus destinatarios, inmersos todos en un campo imaginario de antagonismos sociales.

De un modo análogo había operado esa misma frase con los destinatarios reales. Recordemos que el episodio autobiográfico aparecía a continuación de la sentencia que se repetía para ser explicada y situada en el contexto de la persecución ideológico-política y la violencia física y simbólica ejercidas durante la tiranía rosista. En el apartado que sigue abordaremos este mismo pasaje desde otras aristas53.

Nos interesa advertir aquí que el graffiti de por sí comportaba una «protesta» (6) -como la llama Sarmiento-, fundada en la férrea y temeraria adscripción a la Verdad y ejercida en soledad -tal como se lo presentaba en ese episodio-, que expresaba elípticamente para unos, crípticamente para otros, en una cita mal atribuida a Fortoul54, la invulnerabilidad de las ideas, un tópico que en el volumen se desarrolla in extenso, al mismo tiempo que adelantaba y concentraba -insistimos- la dimensión panfletaria de la «Introducción» y del libro en general, hasta el punto de intensificarla en la edición donde sería suprimida. Es de notar que la referencia a la violencia incluida en ese episodio conecta, en una misma operación de «glosa» de esta anécdota en la totalidad del texto -tal como la describe Diana Sorensen-, las marcas infligidas en el cuerpo del joven letrado, como resultado de los ataques con saña de los que había sido víctima el propio autor poco antes de su huida, según se relata en esas líneas iniciales («[...] estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes...»), con la descripción más detallada e insistente de las prácticas bárbaras que ocupa gran parte del libro. A su vez, la violencia ejercida en el cuerpo paterno del autor refracta en las sucesivas violencias practicadas en el cuerpo textual del hijo de papel, siguiendo la dinámica de amputación salvaje que acompaña su sinuosa trayectoria editorial, no ajena a los bruscos y repentinos cambios políticos y sociales donde reaparece sucesivamente.

Definido por una pluralidad de registros, marcas genéricas y planos articulatorios semánticamente correlativos, y atravesado por diferentes exigencias, en el deseo de incorporarlo todo, el Facundo está animado por una concepción de la escritura donde predomina la tendencia romántica a la mezcla, aún cuando ésta le reste eficacia persuasiva. Precisamente esta persistencia en la mezcla distingue su potencial literario: diferentes códigos entretejidos y continuos, con articulaciones que generan breves cortes de distinto tipo (de lo filosófico a lo costumbrista, de lo científico a lo periodístico, de lo político a lo gramatical, de lo histórico general a lo anecdótico individual), superposición de recursos y modalidades enunciativas muy diversas: pequeños relatos o apólogos, escenificaciones y explicaciones pseudocientíficas, imágenes y modos elocutivos poéticos intercalados, tomados de textos europeos con distintos fines y por diferentes motivos, cuadros de costumbres (tableaux vivants), testimonios orales, rumores, leyendas, anécdotas, recuerdos, etc. Biografía negativa, discurso sociológico-político, incipiente novela histórica, arenga política, discurso pseudorreligioso (paródico, herético), ensayo de explicación sociológico y filosófico-político y, al mismo tiempo, ilustración y prueba verificadora de lo enunciado, el Facundo reúne historiografía, literatura, sociología avant la lettre y política, y las entrelaza en la escritura, en una dispositio indisciplinada y desprolija, con una sintaxis argumentativa propensa a las inconsistencias y al «vértigo argumentativo»55, y un análisis carente de exhaustividad y de rigor en muchas páginas, pero provisto de una agudísima visión prospectiva. Ese mismo modo compositivo ya había sido anunciado en la «Advertencia». El eclecticismo, aún cuando no era privativo del Facundo, apareció en él con toda su complejidad, como resultado de reacomodos y de mezclas, de entrecruzamientos de elementos objetivos y subjetivos que aparecían en una misma frase como evidencia del acopio de innumerables y variadas lecturas tempranas y del deseo de emular la fama de reconocidos escritores de la estirpe de Walter Scott, Mariano José de Larra y James Fenimore Cooper.

En suma, detenernos en ese detalle de la puesta en discurso inaugurada por el Facundo y en los rasgos formales más salientes de su composición, nos permite leer metafóricamente los trazos más reconocibles de esa fundación.




Destierro, frontera y fundación: una poética de combate

Considerado en su materialidad más inmediata, este libro se distingue por la movilidad de sus márgenes, el nomadismo de sus partes y la inestabilidad de su comienzo y su final56. Cabría preguntarse, entonces, dónde comienza el Facundo. La partitio de la cuarta edición (epígrafe y escena-prólogo, introducción y quince capítulos), a la que Palcos le antepuso en su edición crítica la advertencia del autor, estableció finalmente en forma definitiva el incipit del libro, con la restitución de los componentes textuales preliminares. De modo que el axioma en francés, la traducción libre del propio autor -«A los ombres [sic] se degüella: a las ideas no» (6)-, y el breve episodio autobiográfico (con el sucinto relato de la golpiza que le propinó la Mazorca al autor y la escena del cruce de los Andes hacia el exilio) que los enmarca, se convirtieron desde entonces en la instancia textual liminar. El dato no es menor, puesto que la escenificación exhibe su propia ratio, la que sostiene la transformación del graffiti en el libro «intratable» (A. Candido), raro, heterogéneo. Esa emblemática escena inicial que condiciona y orienta su lectura, forma un pliegue textual significativo donde se concentran y ocultan los actores principales, las nociones y los dilemas básicos que protagonizarán la dramática lucha entre la civilización y la barbarie representada en la totalidad del volumen57. A lo largo de éste se prolongan y expanden ciertos signos presentes en aquella escena del destierro y la protesta en francés, tales como el valor y la fuerza de las ideas, la denuncia de la violencia y el despotismo por la exhibición de su modus operandi y sus efectos, y los pares oposicionales que articulan su planteo. Civilización y barbarie, orden y caos, progreso y atraso, libertad y esclavitud, paz y guerra, luces y oscuridad, don de lenguas y saber letrado vs. incomunicación e ignorancia bárbaras, son algunos de los núcleos significativos desarrollados y ampliados en las otras partes del libro.

Por consiguiente, leer el Facundo con ese comienzo, allí donde lo fija la edición de Palcos, supone reconocer desde la entrada misma del texto un fuerte posicionamiento enunciativo frente a un problema anunciado y denunciado en ese mismo segmento preliminar. Así, el libro se ancla como reacción personal de su autor ante el ataque a su propia persona por parte del gobierno de Rosas, «en una de esas bacanales sangrientas de soldadesca i mazorqueros» (6), y como respuesta en forma de protesta iluminadora a los «cardenales» recibidos, oscuros signos escritos sobre su cuerpo por el otro/los otros -los enviados del tirano- a quien/es se identificará en el curso de la lectura con la barbarie, el segundo término del sintagma anticipado en el título del volumen, donde se cifra la clave ideológica del texto.

De este modo, al situarse egocéntricamente y sin eufemismos en el centro de la escena, instala en ese mismo lugar su propia subjetividad como enunciador/autor y se introduce como actor de un personaje presentado con dos notas románticas inconfundibles: la condición de desterrado (exiliado de la polis) y de víctima expoliada de los abusos de quien ejerce el poder en su patria, dos rasgos definitorios que aparecen en la escena enunciativa, en un tono contenido pero confesional. Podría decirse que el episodio inicial del cruce opera a modo de margen u orilla textual y da inicio a una presencia que será continua durante todo el texto y que aparecerá bajo diferentes morfemas gramaticales de persona (pronombres personales y adjetivos posesivos, verbos conjugados en primera persona del singular), todas ellas, marcas netamente románticas y expresiones de «Don Yo». El recurso literario, ostensiblemente presente, se distancia de lo conceptual, aunque lo contiene concentrado en la oposición entre ensayo meditativo y panfleto político, cuyos rasgos y componentes -como hemos visto- están simultáneamente presentes en este texto.

La escena del destierro resulta, entonces, emblemática de la semiosis dinámica y singular del texto sarmientino y sus errancias, por cuanto se vincula con la totalidad del volumen que precede y anticipa. Las fechas y precisiones geográficas presentan la situación del destierro como una experiencia efectivamente vivida por el joven Sarmiento, quien en un gesto pulsional, casi instintivo, inscribió de puño y letra su protesta «en carbón», debajo del escudo de armas de la patria, sobre la pared de una choza en los baños de Zonda58, y la escribió cautelosamente en clave (en francés, la lengua de la civilización y de las nuevas ideas, cuyo solo dominio confería prestigio cultural a quien lo poseía), a modo de salvoconducto para desconcertar y ocultar (cifrar, contrabandear) su mensaje ante el enemigo no ilustrado y para alertar a quienes pudieran comprenderlo (descifrarlo, traducirlo).

Por otra parte, el espacio geográfico donde tiene lugar la escena, la frontera argentino-chilena en los Andes, nos reenvía simbólicamente a otras franjas intersticiales de delimitación que se trazan en el texto59. En primer lugar, las que están convocadas ya desde la misma contextura discursiva del ensayo que -como se expuso en la primera parte de este estudio- reúne saberes, disciplinas, géneros y modalidades diferentes. A su vez, la imagen liminar evoca las condiciones de enunciación contrastantes y opuestas, en un lado y otro de los Andes, que hacían posible o no la escritura y la publicación del Facundo. Recordemos que el autor confesó en ese mismo pasaje, entre otros, que sólo en «el otro lado de los Andes» -en Chile- había podido hallar el ambiente propicio para ejercer la prensa libre y expresarse sin trabas que lo silenciaran.

Ese mismo fragmento nos permite además extraer otras inferencias. Al pasar por los baños del Zonda, el desterrado maltrecho y herido, con las marcas violentas de la barbarie inscriptas en su propio cuerpo, deja también su marca bajo las Armas de la Patria que en días más alegres había pintado en una sala, en un gesto que confirma su clandestinidad. Y -como apunta Ricardo Piglia- en su marca «impone su diferencia y su distancia: escribe para no ser entendido» (Piglia 1980: 15). Así establece, desde ese lugar estratégico, su perspectiva para dar cuenta de los hechos y adelantar su programa. Y en ese mismo acto traza la línea demarcatoria de los dos campos semánticos que se adelantan en el título: civilización y barbarie, cristalizados en el enfrentamiento entre quienes efectivamente podrían o no leer y decodificar esa frase escrita en otro idioma. Sarmiento como letrado posee el código para comprenderla e interpretarla y, como tal, exhibe esa competencia que, en la instancia del cruce, asume el papel de ardid, de escaramuza o reaseguro de la exclusión del otro, en complicidad con el conjunto de los letrados perseguidos o expulsados de la patria. Por consiguiente, los que, por ignorancia y por carecer del «don de lenguas»60, sólo pueden preguntarse por el sentido de esas palabras, las malinterpretan o conjeturan con desconfianza, desde la violencia verbal que el hombre civilizado dejaba explícita con su huida, aparecen representados en su malogrado intento interpretativo, en la versión más extensa de esa anécdota anticipada en una carta dirigida por Sarmiento a su amigo Manuel Quiroga Rosas, dueño de la biblioteca donde tomó contacto con las nuevas ideas en su ciudad natal:

Una ocurrencia original. ¿Se acuerda de mi cuarto en los baños de Zonda, tan pintado con las armas de la patria en un frente con banderas y trofeos? Pues bien, el día que me degollaron, lancearon, etc., en San Juan, al pasar a mi destierro, entré en el cuarto y bajo el trofeo nacional escribí estas célebres palabras: «On ne tue pas les idées», y seguí mi camino. Como nadie lo entendiese, la ignorancia, madre de la desconfianza, sospechó que podría decir: «Hijos de una gran puta, montoneros, un día me la pagarán». Y esta traducción corrió de boca en boca; pero cuando llegó el Gobierno era no sólo aquello sino los insultos más groseros, con un plan de conspiración, y de llapa, que la Teléfora (éste era el nombre de la esposa del Gobernador) era una ballena en aceite61...


A continuación del relato del envío por parte del Gobierno de una «COMISIÓN DE SABIOS para que descifrasen el enigma» -en rigor, «el jeroglífico, que se decía contener desahogos innobles, insultos y amenazas» (6) era jeroglífico para el otro, que no podía comprenderlo-, en la anécdota se agrega el dato del presunto resultado del informe sobre «los horrores que estaban contenidos en aquellas siniestras palabras» (cfr. Verdevoye, 75). Además es curioso que en la escena de la protesta, Sarmiento no se limite solamente a registrar el desconcierto de sus interlocutores enemigos -«[...] Oida la traduccion, "¡I bien!", dijeron, "¿qué significa esto?..."» (6-7)-, sino que, una vez restituido el sentido de la sentencia, interponga tipográficamente una suerte de barrera formada por una sucesión de puntos suspensivos que abarcan varias líneas, representando e incorporando en el cuerpo mismo del texto, el silencio o las suposiciones maliciosas de los otros y la distancia respecto de su propio saber y el de quienes podían leer aquella cita. Inmediatamente repone su interpretación personal de la frase: «Significaba, simplemente, que venia a Chile, donde la libertad brillaba aun, i me proponia hacer proyectar los rayos de las luces de su prensa hasta el otro lado de los Andes...» (7).

De modo que el cruce y las acciones antes realizadas instalan definitivamente la noción de frontera, pasaje, puente que comunica o separa dos territorios diferentes y que, a la vez, hace posible imaginar un desplazamiento, un cambio, una reterritorialización, una transposición que, en este caso, estará representada por el deseo de trasplantar/transportar y arraigar el proyecto de la modernidad deseada en estas latitudes62. La noción actualizada por la imagen del cruce de los Andes hacia el destierro chileno anticipa también otras travesías que se realizarán en otros órdenes del texto: cruces lingüísticos, discursivos, de registros y tonos, de campos de saber, como lo ejemplifican la introducción de citas textuales colocadas como epígrafes, la inscripción en la letra escrita de la palabra oral -rumor, palabra hablada o cantada, anécdotas, dichos, leyendas-, y otras. El Facundo se transmuta en una zona limítrofe de tensiones, cruces y negociaciones entre dos espacios culturales -europeo y latino(/hispano/indo)americano-, ambos pensados o deseados como occidentales. La frontera instalada imaginariamente en la escena inicial opera en la totalidad del cuerpo textual como un lugar de fundación de identidades, donde elementos heterogéneos cohabitan o coexisten conflictivamente. Ese mismo gesto es el que alienta las remisiones intertextuales que marcan idas y vueltas, instalando mediadores textuales. Y es ese mismo procedimiento el que anima las traducciones, comparaciones y confrontaciones, las antítesis, las oposiciones binarias y las interpretaciones por analogía o por contraste de una realidad a la luz de la otra que son frecuentes en este libro63.

Por último, la escena de comunicación que antepone aquel episodio en la entrada del libro asume rápidamente el carácter de una contienda verbal, donde el diálogo se imposibilita por la violencia física que lo precede. De este modo, el incipit del Facundo anticipa una primera pareja de antagonistas en el campo de batalla en el que transcurre la trama narrativa del texto: yo (el letrado desterrado, el joven Sarmiento) y el/los otro/s (el gobierno rosista, «esfinge» compleja pero escrutable, y misterio que cederá en manos de las facultades exegéticas del yo). Aparecen también nombrados allí los actores principales de la contienda: Sarmiento y Rosas, y en el comienzo de la «Introducción», un tercero que oficiará de mediador: Facundo, invocado para terciar en lo que puede ser visto como un acto de autoinvocación, desde la perspectiva introducida por la lectura alberdiana que descubre en Sarmiento un «segundo Facundo».

Por otra parte, los términos en los que se plantea la oposición no dejan dudas sobre la división del campo de batalla ideológico: civilizados y bárbaros, enfrentados en una relación asimétrica en los órdenes del saber y del poder, ya que la superioridad cognitiva y hermenéutica del yo resulta insuficiente frente al otro que ostenta el ejercicio de un poder exorbitado. En este esquema, tras la constancia de la censura y la opción de la autocensura, la violencia verbal desplegada junto con la inequívoca impronta panfletaria del libro será el sucedáneo verbal compensatorio para la posición de franca desventaja frente a la violencia física ejercida desde el poder. A esa diferencia inicial de fuerzas y de espacios, se sumará el creciente deseo del autor de ocupar el territorio que, cuando escribió esa «obrita», pertenecía a su adversario, en su empecinada obsesión por reunir en su misma persona fuerzas dispersas y territorios escindidos. Estos proyectos implicaban realizar cambios sustanciales en la estructura y el estatuto del poder de ese momento, cuando Rosas representaba la fuerza sin límites y el poder absoluto en la ilegitimidad y la palabra oral, en tanto que el yo, por el contrario, la promesa de una autoridad de otro orden, con una legalidad objetivada en reglas escritas.

Resumiendo, se configura aquí la posición fronteriza de ese sujeto expatriado, herido y maltratado en su patria, y recibido con admiración y afecto en la tierra chilena que lo cobija, desde donde se enuncia, se organiza y se dispone el texto y desde donde se arroja como llamado de alerta e instrumento de ataque que vale, para su autor, lo que «un escuadrón de coraceros», o un «verdadero fragmento de peñasco que se lanzan a la cabeza los titanes»64. A ese locus de enunciación desterritorializado y atravesado de tensiones, se añaden otras oposiciones como la de los materiales, los lugares, los signos y los valores de la escritura y las incisiones: sangre o carbón y tinta; sobre el cuerpo, la pared o el papel; palabras bajas o palabras cultas (en lengua elevada y de prestigio); jeroglíficos ilegibles para unos o enigmas descifrables para otros. Este conjunto de diferencias establecen una primera asimetría entre los sujetos del relato, que consagra la supremacía interpretativa del yo. Sin embargo, la paradoja que desata el conflicto radica en que ese yo investido de saber que se construye y se exhibe como tal, está despojado de poder y muy lejos de dirigir los negocios de la República, que permanece en manos del poder omnímodo de don Juan Manuel de Rosas, quien reúne en su persona las mezquindades y caprichos que guiaban a los caudillos provincianos. Desde esta óptica, se insinúa también el conflicto de intereses entre Buenos Aires y el interior, las ciudades y las campañas pastoras.

La voz fronteriza «polígrafo» que designaba en esa época el rol social que le correspondía a Sarmiento como sujeto enunciador, en virtud de las prácticas culturales y escriturarias que desempeñaba, perfila otra frontera que se resiste a disociar ciencia y arte, entreviendo en esa intersección el futuro de las letras contemporáneas, resultante de la tensión entre los muy diversos dominios epistémicos, genéricos, retóricos y lexicográficos involucrados. Al superponerse la entrada del texto con el inicio de un cruce definitivo y cargado de múltiples sentidos (no el primero en la biografía del protagonista, pero sí el que dará comienzo a su actividad periodística y de escritor, académico, político y educador en Chile), se establece allí el horizonte de expectativas del proyecto perseguido con la travesía que había emprendido hacia su exilio como letrado opositor -contracara de las posibilidades que le ofrece la realidad de la que decide alejarse-: prensa libre, producción iluminista y liberal, programa civilizador, utópico, revolucionario.

En ese mismo pasaje se cifra la posibilidad de cambio y de ingreso a la civilización, al trazarse los dos polos contrapuestos del espacio cultural representado: orden-caos, luces-oscuridad, saber-ignorancia, libertad-represión. Siendo en el siglo XIX las ideas el núcleo rector y teniéndolas como tales, Sarmiento asume su papel de narrador y como un gran manipulador, convierte con el poder fáctico de las palabras, la nada en un instrumento todopoderoso: «¡Nada!, escepto ideas, escepto consuelos, escepto estímulos...» (17), mientras proclama las ventajas de la prensa libre, como única arma para resistir atacando que ofrece a los combatientes y los hombres libres en Chile. Así, a mediados de ese siglo, exclama en la «Introducción»: «¡La prensa! ¡La prensa! Hé aquí, tirano, el enemigo que sofocaste entre nosotros; hé aquí el bellocino de oro que tratamos de conquistar...» (18).

En ese contexto, la imagen de la frontera adelanta en el orden semiótico del texto una función de mixtura o fusión, cuando borra la división entre lo literario y lo filosófico-sociológico, órdenes que coexisten conflictiva pero productivamente en ese libro. Así se nos presenta el Facundo como un texto disruptivo que pone de manifiesto la imposibilidad de hacer literatura por separado de la política, en la Argentina del siglo XIX65, y la necesidad de concebirla como una práctica ni tan específica ni tan particular, en su momento, y mucho menos, autónoma, como querrán verla los finiseculares. Efectivamente, la noción amplia y vigente de belles lettres era más comprensiva que lo que hoy entendemos por literatura, en su sentido más restringido. En síntesis, si consideramos la frontera -parafraseando a Heidegger- no tanto como el lugar donde algo termina o se detiene sino, por lo contrario, como el lugar a partir del cual algo nuevo comienza a manifestarse66, encontraremos en esa zona altamente productiva, nuevos signos de identidad dentro del mensaje cifrado en el Facundo, que redefinen lindes y territorios, categorías y condensaciones, imágenes y consignas. La figura liminar que abre el texto anticipa, de este modo, un trazado que se desplegará -como dijimos- en otros niveles que entretejen la semiosis textual, a través de categorías que se revelan en su desarrollo discursivo a lo largo del espacio textual, como no unívocas ni homogéneas, tal como ocurre con los términos de la oposición básica que postula el texto: civilización-barbarie67, y también en relación con el escenario más amplio donde se inscribe esa dupla en el marco del aún sangriento drama nacional que ocupará el centro de la reflexión: cultura (letrada)(occidental), América, americanismo, entre otros.

El primer capítulo del libro sitúa, con un tono inconfundiblemente magisterial, la República Argentina (Confederación Argentina o, antes, las Provincias Unidas del Río de la Plata) dentro del mapa continental. La elección no parece azarosa y da cuenta de una preocupación que trasciende los límites del estado-nación y que estará presente lateralmente a lo largo del volumen, sin que el autor se desentienda de ella totalmente, aunque nunca llegue a formularla explícitamente ni alcance el primer plano del discurrir ensayístico. Esta estrategia facilita el cotejo entre diferentes zonas y países, y sostiene la localización de dos alternativas en América del Sur, frente a la dupla que articula el tópico central y su profuso despliegue entimemático en el texto. Hay así una América bárbara, rosista (identificada por la tiranía, la violencia, la falta de libertad, muy cercana al exótico despotismo oriental) y una América civilizada o civilizable (caracterizada por la libertad, la justicia, la paz, asociada a la forma de gobierno republicana y a la tolerancia). A esta duplicidad estará naturalmente ligada la oscilación en el uso de la doble acepción del lexema «americano» en el Facundo. Si la acepción negativa prima a causa de la apropiación del término por el discurso rosista, equiparado en su propuesta política y cultural a bárbaro, reaccionario, atrasado, atávico, el otro uso del mismo asume un sentido positivo, por ejemplo, cuando el mismo autor se define a sí mismo como un escritor «americano».

Sin embargo, podemos afirmar con certeza que no existe en Sarmiento un desentendimiento total frente a esta cuestión americana. En el Facundo, como en otros textos del autor, la representación y la reflexión sobre lo americano se restringen al estudio o explicación -desentrañamiento- de la realidad de su patria-nación («la República Argentina»), pero contemplada como una de las fases de la realidad americana, mientras que Chile encarna «el otro lado de los Andes»68, su contracara, la América civilizable y civilizada, como potencialidad realizada. No hay que olvidar que Sarmiento escribe desde el exilio, a la distancia, desterrado de la polis, en condiciones que permiten la prensa libre (punto insistentemente declamado en la polémica «Introducción») y desde donde es posible imaginar y concretar -merced a las «luces» de la prensa- la regeneración y reorganización de su patria. El interés exclusivamente circunscrito a la cuestión nacional es sólo aparente. Las circunstancias que rodearon la escritura del Facundo revelan que su autor no se desentendió, desde la primera aparición del libro, del debate sobre el sentido y alcance de la cuestión americana y del americanismo como ideología continentalista. Por lo contrario, esas preocupaciones estuvieron siempre presentes como telón de fondo del texto. Desde las primeras ediciones del Facundo, contamos con suficientes elementos para reinterpretar el posicionamiento crítico de Sarmiento ante la cuestión, como escritor y letrado patricio, lo que permite reevaluar la importancia del tópico en el horizonte ideológico del autor y reconsiderar la aparente indiferencia que se le adjudica ante la causa subcontinental69.

Por otro lado, un segundo dato que suele dejarse de lado en las reconstrucciones históricas de la situación enunciativa de este libro es la posición francamente explícita de Sarmiento en contra de las expectativas surgidas de la convocatoria a un Congreso Americano, que se difundió en varios periódicos sudamericanos, un año antes de la publicación del Facundo. En 1844, el Ministro del Interior de Chile propuso realizar un congreso de repúblicas sudamericanas, para concretar la incumplida utopía bolivariana y, pese a ser partidario del gobierno del general Bulnes y amigo del Ministro Manuel Montt, Sarmiento combatió duramente esa idea en dos artículos, arguyendo que por el estado político rudimentario de las naciones sudamericanas -la mayoría, en plena anarquía o despotismo-, la participación de las que tenían gobiernos regulares en ese congreso implicaría la legitimación de gobiernos como el de Rosas, lo que obstaculizaría la ilustración de la opinión, por las exigencias que impondrían tales tiranos a los países donde se refugiaban sus adversarios70. Al mismo tiempo, a lo largo de su obra y ya previamente a la escritura del Facundo, se había instalado en este autor la inquietud acerca de la literatura continental o, al menos, de la América del Sur71.

Ahora bien, en lo que respecta al rol fundador que se le asigna a este libro, hay que considerar que, desechada la idea de un surgimiento natural de las entidades político-culturales, cuando las elites letradas de la Argentina naciente emprendieron la tarea de «construir una identidad nacional», se enfrentaron con un legado particularmente problemático la verdadera «paradoja del romanticismo en el Plata», como la define Óscar Terán: en las naciones hispanoamericanas, la necesidad de imaginar una nación se cimentó sobre un vacío de nacionalidad. Y puesto que, siguiendo este esquema, una nación debía derivarse de una cultura autóctona, los jóvenes discípulos de Víctor Hugo y de Lamartine partieron en su búsqueda para encontrarse con que aquello que remitía a un legado nativo era o bien inexistente (el caso de Esteban Echeverría, persiguiendo canciones populares sin hallarlas), o bien despreciable (y es el caso de Alberdi, sosteniendo que «en América todo lo que no es europeo es bárbaro»72). Pero una vez alcanzada la independencia, la flamante generación argentina necesitó urgentemente diferenciarse al mismo tiempo de la colonia española y del pasado anterior del mundo indígena, de modo que «ni indios ni españoles, apelaron entonces a la más amplia identidad de los europeos» (Terán, 279). Se plantea entonces el problema de cómo imaginar ese vacío de tradiciones, cómo representar la carencia, la orfandad de huellas culturales y de lugares comunes y de dónde aferrarse para proyectar y forjar una identidad.

Buscando una respuesta para estas cuestiones, se nos presentan dos imágenes del Facundo tan sugestivas como potentes, y con la eficacia simbólica suficiente para ordenar el caos e instaurar un sentido posible, en un texto que muy pronto habría de ser leído como un verdadero hito fundacional. Nos referimos a las imágenes de la frontera y el desierto. Si, como se dijo, la imagen de la frontera prefigura una estética transida de pasajes, traducciones, desciframientos y desplazamientos, y perfila un espacio entretejido de ambigüedades y contrastes, tensiones y dualidades, siempre presentes en la superficie textual, más adelante, al comienzo del primer capítulo, irrumpe la imagen del desierto que tendrá en la historia patria una perdurabilidad semejante, pero cargada de mayor tragicidad, y tiene en la literatura argentina una tradición que el mismo Sarmiento se encarga de reconocer y registrar. Había aparecido en el Fausto de Estanislao del Campo y en el largo poema de Esteban Echeverría, La Cautiva, titulando en forma homónima el primer canto:


[...]
Era la tarde, y la hora
en que el sol la cresta dora
de los Andes. El Desierto
inconmensurable, abierto,
y misterioso a sus pies
se extiende, triste el semblante,
solitario y taciturno
como el mar...


El reconocimiento de Sarmiento a Echeverría73 le sirvió también para señalar un precedente local y legitimar la nueva estética que introdujo en la prosa americana, donde el sentimiento de lo sublime se abría a la percepción de la naturaleza autóctona, según los dictados del discurso romántico francés. Su hallazgo le permitió presentar un nuevo objeto de inspiración cercana y local, donde se descubrían notables semejanzas con las notas que distinguían los espacios exóticos, tan lejanos, que aparecían insistentemente en las obras más representativas de las corrientes imaginativas de moda, en esa época, como Las ruinas de Palmira del conde de Volney, Los Orientales de Víctor Hugo y Atala de Chateaubriand, entre otras. Pero pudo también -como lo declaraba el propio autor en ese mismo pasaje- extraer de él un valor agregado exportable, que sumaba algo diferente al caudal de capital simbólico importado.

Además, en ambos, la categoría del desierto aludía, en última instancia, a la ausencia total de textualidad, en el sentido restringido de registros escritos que dieran cuenta de ese hábitat, lo que guarda directa relación con la inexistencia de inscripciones o huellas perdurables en esa dimensión espacial. En una de las primeras menciones sobre esta cuestión en el Facundo, se alude al único registro de índole oral de los acontecimientos que serían la materia central del libro y que curiosamente se recogieron en ese ámbito de desarraigo, nomadismo y dispersión:

Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: «¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!» (El énfasis es nuestro).


(55)                


Era el inasible espacio de la oralidad, del decir de las tradiciones populares, los rumores y las consejas, de los cuentos «de fogón»; una construcción que devolvía una originalidad previa al lenguaje del letrado. Y es ese espacio, ignorado o desconocido para el saber europeo o para sus difusores locales, el que resultaba imperioso representar y fijar para poderlo dominar. De ahí que se pueda describir al Facundo, como lo hace Julio Ramos, como «un depósito de voces, relatos orales, anécdotas, cuentos de otros que Sarmiento 'transcribe' y acomoda en su representación de la barbarie» (J. Ramos 1989, 29), como si la escritura de la voz resolviera en la misma superficie de su forma la contradicción generada por el caos. Sin embargo -como también sugiere Ramos-, habría que reparar sobre todo en el modo de la representación y en los cambios que se introducen en la transcripción. No hay dudas de que la visión de Sarmiento desborda en contradicciones y es justamente en este punto donde nos interesa ahondar.

Volviendo al plano de lo espacial, se podría trasladar esa misma inquietud al modo de composición de la imagen del desierto y de otras afines, casi homólogas, que se presentan en el Facundo, como la pampa, la llanura, la planicie, donde hallamos también una zona de tensiones y fuerzas contrarias semejante a la que configura el eje escritura-oralidad. Paradójicamente, la tarea inédita emprendida esos jóvenes escritores americanos, escribir el desierto, fue la condición necesaria para conquistarlo y también para modernizarlo. Y si, por cierto, la tarea consistía en «llenar el vacío»74, era imperioso conceptualizar, nombrar, 'escribir el vacío' («desierto») y así fijarlo, ordenarlo, delimitarlo, para poder recién entonces 'poblarlo de signos' y otorgarle un sentido, cultivarlo, civilizarlo. La función y el encuadre ideológicos de esa empresa son por demás evidentes: la denostación del despotismo, el caudillismo y la barbarie, principales obstáculos para la misión civilizadora y la concreción del proyecto modernizador soñado, por un lado, y por otro, la legitimación del expansionismo europeo como empresa de civilización, en la que Sarmiento se empeña en inscribirse, pese a no ser europeo, dentro de las líneas que definen la ideología neocolonial.

Puede inferirse que la cartografía simbólica trazada sobre la nación proyectada asume el sentido deleuziano de 'deslinde demarcatorio' de territorios físicos, espacio-temporales y culturales, en una doble articulación: como programa ideológico y como política concreta de escritura75. Y, en este sentido, cabe llamar la atención sobre el papel rector de la geografía en el montaje de esa «escena de identidad» (J. J. Brunner 1994, 195). La doble motivación que señalamos -ideológica y estética- rige la composición del paisaje en el Facundo y obedece a un doble movimiento. Si se apela al «archivo orientalista» para establecer analogías y comparaciones, y al prestigio del color local y la lejanía para barbarizar poéticamente los escenarios y los personajes locales, acudiendo a un saber universal siguiendo un modelo bastante más general76, esos mismos procedimientos son utilizados para enmarcar y situar de un modo inequívoco el despotismo y a su agente, el déspota Rosas.

En efecto, la figuración estética del desierto en el Facundo no escapa a las convenciones del modelo romántico de la época y comparte casi todas las marcas que distinguen la construcción estereotipada de los espacios bárbaros: inmensidad, soledad, extensión llana e inmensurable, aridez, lejanía, ciudades decadentes o en ruinas y presencia furtiva de «beduinos americanos» que surcaban esos lugares «inhabitados», pero no deja de vincularse con el otro móvil, por cuanto permite presentar el mal político del poder absoluto mediante la imaginería orientalista, de acuerdo con la tesis del despotismo que Montesquieu desarrolla en El espíritu de las leyes, donde presenta el Asia como el medio natural de esa forma de gobierno.

La primera descripción del desierto aparece en el libro en un elocuente y extenso pasaje que sirve para ilustrar la importancia de la composición del paisaje americano en la organización de la obra77. En ella se destaca la descripción del desierto que acecha en los bordes y se insinúa también en las entrañas del país, confundiéndose con otras zonas geográficas que no responden estrictamente a la fisonomía de aquél. En especial, llamaremos la atención sobre el modo que asume en ese espacio la composición de los 'salvajes', precisamente uno de los componentes que sospechamos más conspicuos pero que ha sido menos analizado por la crítica. El calificativo se repite en tres ocasiones en este pasaje, para hacer alusión a lo temido («los bultos siniestros de la horda salvaje»), refiriéndose a las tribus de indígenas que atraviesan y deambulan por ese espacio, sin llegar a habitarlo ni poblarlo, de acuerdo con la condición animal que se les atribuye y a juzgar por los epítetos que acompañan sus escasas menciones o por las otras alimañas con las que se los equipara. En ambos casos, se recurre a una estrategia que pondrá en evidencia el carácter ficticio o artificioso de esa construcción política y cultural, ideológicamente fundada.

Desde esta perspectiva, el desierto se configura a partir de la tensión entre una serie de elementos aludidos, ostentosamente unas veces y de un modo compulsivo otras, sin reparar en errores ni reiteraciones -las estepas, el llano, la llanura y la pampa como «el mar en la tierra», los beduinos, la caravana-, y otros moderada y suspicazmente eludidos. Ciertamente, si los textos y las formas de percepción y de imaginación de algunos viajeros extranjeros que visitaron estas y otras tierras de la América Meridional, como Francis Bond Head, Alexander von Humboldt, Joseph Andrews, Félix de Azara, Charles Darwin, entre otros, refractaron al ser invocados y exhibidos de un modo ostensible y sin pudor alguno, en el Facundo78, para configurar imaginativamente un espacio que el autor, en rigor, no alcanzó a conocer sino muchos años después, cuando acompañó a Urquiza como boletinero en el Ejército Grande del Sur, cabría preguntarse cómo entender o explicar la reticencia sostenida en la figuración de un elemento que podría ofrecer la oportunidad de desplegar la artillería retórica del exotismo y de la barbarie y, en consecuencia, a qué podría obedecer la compulsiva ostentación de esas 'señas de civilización'. Y por último, qué relación e implicancias se podrían establecer entre estas dos actitudes: la de nombrar profusamente lo escasamente conocido por fuentes de segunda o tercera mano, y la de mencionar con mesura o simulando ignorar lo bien conocido, cercano y tan temido.

No se pueden ignorar las profusas alusiones de citas, lecturas, vocablos, miradas e imágenes prestigiosas, procedentes de los centros culturales europeos y portadoras de los lustres de la civilización, de las luces de la razón y de las tentadoras promesas del progreso que invaden desde los epígrafes hasta las estrategias de autorización de los enunciados, las notas ampliatorias y las comparaciones, los pasajes y fragmentos traducidos, las analogías y las imágenes que remiten a referencias culturales exóticas y lejanas, pero ideológicamente motivadas. Es evidente que el saber universal que se ostenta, buscando formular un programa que se proyecta inscripto en la cultura occidental, requiere la exhibición de un repertorio bien nutrido de referentes culturales amplio y variado, así como de estrategias de presentación que lo hagan asimilable a una audiencia europea y civilizada. Como señalamos, ese saber aparecerá las más de las veces mediatizado por la retórica, los códigos culturales y la perspectiva de los viajeros, en muchos casos, haciendo un «uso salvaje de la cultura» que aquellas lecturas le pudieron proveer79.

Hay, además, en el texto elusiones de diferentes tipos como la que colectiviza al 'otro' indígena (el malón, las hordas) que atraviesa el desierto exterior o lo coloca en un segundo plano, bestializándolo, sin llegar al retrato panfletario, ni caer en descripciones tan enfáticas que descubren un innegable trasfondo racista, como lo hiciera en textos muy cercanos temporalmente donde no ahorraba improperios descalificadores -utilizados como epítetos- para establecer su denostación. Por ejemplo, caracterizaciones de una crudeza inusitada como las que Sarmiento publicó en un periódico chileno, menos de un año antes de la aparición del Facundo en folletín, en una reseña crítica a un texto de José V. Lastarria donde se ponía en tela de juicio el sistema colonial de los españoles. Así escribió en una clara toma de posición sobre el exterminio indígena, con una argumentación tan temible como falaz:

Si este procedimiento terrible de la civilización es bárbaro y cruel a los ojos de la justicia y de la razón, es, como la guerra misma, como la conquista, uno de los medios de que la providencia ha armado a las diversas razas humanas y entre éstas a las más poderosas y adelantadas, para sustituirse en lugar de aquellas que por su debilidad orgánica o su atraso en la carrera de la civilización, no pueden alcanzar los grandes destinos del hombre en la tierra. Puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que estén en posesión de un terreno privilegiado; pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de las que pueblan la tierra80...


Y en ese mismo texto -el único donde Sarmiento ofrece un juicio favorable acerca de la empresa de la conquista española y de sus gestores-, deslizaba más adelante una posible explicación a la elusión que señalamos:

[...] Creemos, pues, que no debieran ya nuestros escritores insistir sobre la crueldad de los españoles para con los salvajes de América, ahora como entonces, nuestros enemigos de raza, de color, de tendencias, de civilización; ni principiar la historia de nuestra existencia por la historia de los indígenas, que nada tienen de común con nosotros [...]. No hay amalgama posible entre un pueblo salvaje y uno civilizado. Donde éste ponga su pie, deliberada o indeliberadamente, el otro tiene que abandonar el terreno y la existencia; porque tarde o temprano ha de desaparecer de la superficie de la tierra, y si algo arguye a favor de los españoles es el que los salvajes, cuyos descendientes forman hoy nuestra plebe de color, hayan sido tolerados y protegidos. Decimos otro tanto con respecto a la violación de los principios del derecho de gentes para con los salvajes. Este derecho supone gentes, naciones que pactan entre sí, que se respetan, que reconocen derechos o los reclaman, y esto no puede tener lugar en las luchas que sostienen las naciones civilizadas con los salvajes [...].

[P]ero no podemos menos que reconocer en los países civilizados cierto odio y desprecio por los salvajes, que los hace crueles sin escrúpulo; y ese odio y ese desprecio eran tan patentes en los españoles contra los indios y los infieles, que se discutió largo tiempo entre teólogos y sabios si los indios eran hombres. Sobre todo, quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a los salvajes, por quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia, y para nosotros, Colocolo, Lautaro y Caupolicán, no obstante los ropajes civilizados y nobles de que los revistiera Ercilla, no son más que unos indios asquerosos, a quienes habríamos hecho colgar y mandaríamos colgar ahora, si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con esa canalla81...


(218-219, 220)                


Se probaría así que la deliberación de 'construir un paisaje', donde se conjuguen esos dos designios rectores del Facundo -el político y el estético- conlleva el riesgo ineludible de la contradicción que el mismo autor admitirá hacia el final de su vida82. ¿Cómo entender, sin ceder ante la tentación de desplegar un mayor potencial literario, la elección de privilegiar la representación de la llanura pampeana central y oriental como una Arcadia de rasgos orientales, surcada por carretas viajeras, arrieros y gauchos indómitos y solitarios, bajo la amenaza constante de los malones, un espacio vasto y desierto donde relevará unas catorce ciudades, cuando la descripción de aquella otra llanura «degradada de matorrales enfermizos y espinosos» de la precordillera riojana, que había sido el terruño de Quiroga, más ajustada a la tesis del determinismo mesológico, o del desierto externo, le hubiera permitido presentar con mayor dramatismo la lucha entre la civilización y la barbarie.

En suma, la elusión del 'otro' indígena pone en duda y acaba descartando la posibilidad de civilizarlo, quedando así restringida la condición de 'otro' civilizable solamente a los gauchos, esos «beduinos americanos» que deambulaban por la pampa sin afincarse definitivamente en ningún sitio. No obstante, esta resolución no está exenta de ambigüedades e inconsistencias, ya que la intención de desconocer en los «indios» los rasgos que definen a la especie humana83, lo que los dejaría fuera de la dicotomía civilización-barbarie que estructura la obra, convive con la mención de la 'barbarie indígena' que reaparece esporádicamente en el texto. Se podrían ensayar otras razones posibles para esa sospechosa elusión. Quizás una figuración más detallada de la feracidad de las temerarias tribus salvajes que atravesaban en hordas el desierto, habría colaborado para equiparar de algún modo al ilustrado Sarmiento con su bárbaro adversario, el Restaurador de las Leyes, quien tuvo una destacada actuación militar en el trazado de la frontera austral, en la línea de los fortines, luchando contra los malones que dominaban la Patagonia, lo que -de no mediar el fracaso en esa empresa- lo hubiera colocado a Rosas entre los gestores de la 'misión civilizadora'.

Pero, aún admitiendo esta tensión entre la negación o el ocultamiento de aquellos signos que desea excluir del proyecto literario, cultural y político de la nación, y la fuerte voluntad de inscripción, donde advertimos una sistemática «sobreescritura nativa de lo exótico» (Sommer, 60) por medio de sus lecturas y su ávida capacidad para apropiarse de conocimientos heterogéneos por diferentes medios, el Facundo no deja de presentarse como una épica fundacional, un discurso cultural que funda una nueva forma política y retórica americana, habiéndose ganado como tal un lugar privilegiado en la literatura nacional.

Aquí encontramos la fórmula para comprender la verdadera finalidad que encierra esa tarea política y cultural: una labor de 'poblamiento' que el autor no sólo desplegó en el orden político material, como efectivamente lo cumpliría unos años después, en su programa de colonización de las campañas bonaerenses, formulado en su famoso discurso de Chivilcoy, sino también en el orden simbólico, instalando el desierto en el naciente imaginario nacional como problema y despejando ese territorio de todo posible indicio de asentamiento 'humano' estable y de signos de cultura que pudieran haber arraigado desde tiempos inmemoriales en esa región. De modo que recién en un segundo movimiento sería factible nombrar, demarcar y fundar un nuevo orden, domesticando el vacío, la barbarie y el caos para sembrar la civilización.

Si la cultura es menos el paisaje contemplado que la mirada con que se lo mira o, dicho de otro modo, el modo de construirlo y contemplarlo, podemos concluir entonces que la escritura en conflicto que media en el Facundo entre la civilización y la barbarie, por momentos tensando y en otros, entrecruzando estas oposiciones, fragua una literatura que, desde la letra y la composición de un paisaje nacional, rubrica una voluntad de poder. Una vez más, el gesto tan argentino de construir una identidad nacional en un sutil y complejo mecanismo de reapropiaciones y negaciones, corrobora la hipótesis de Mitchell acerca de la relación entre paisaje, cultura y poder:

[...] El paisaje no sólo significa o simboliza relaciones de poder; es un instrumento de poder cultural, tal vez incluso un agente de ese poder que es (o que muchas veces es representado como si fuera) libre de las intenciones humanas. El paisaje como medio cultural tiene, pues, un papel doble con respecto a nociones como la de ideología: naturaliza una construcción cultural y social, representando a un mundo artificial como si éste estuviera dado e inevitable, y vuelve operativa esta representación interpelando a su portador desde su supuesto carácter de evidencia visual y espacial84...


Retomando el epígrafe de este capítulo, por varios motivos, se puede sostener que el Facundo resulta -como lo advirtió el propio autor en su vejez- un texto vivo, y como tal convivió con él a lo largo de toda su vida. Las palabras con que se refiere a su libro en una carta dirigida a su nieto editor, nos invitan a imaginar una semejanza con la relación de continuidad vital entre obra y autor que Montaigne señalaba a propósito de sus Essais:

[...] El libro este, es una especie de poema, panfleto, historia, que habiendo pasado el objeto con que se escribió, queda vivo no obstante y pasa a otras lenguas con veinte años de retardo, por el interés y novedad de sus ideas85.


Por cierto, si Facundo vivía en las tradiciones populares, el 'texto Facundo' siguió vivo también, a lo largo del siglo y medio transcurrido desde su publicación, activando todo tipo de mecanismos y marcas de constantes culturales que aún podemos localizar, al menos, en algunas regiones de nuestro país y del subcontinente, y que dan cuenta de la dificultad bastante generalizada en un grupo lector medianamente familiarizado con ese libro, para hablar del Facundo en forma desapasionada -como ocurre también con otros escritos sarmientinos- o simplemente para entablar un diálogo actualizado con el texto, sin caer en esquematismos o simplificaciones, o en reacciones epidérmicas de exaltación ingenua o rotundo rechazo. En suma, aún hoy el Facundo, texto complejo de nuestra historia cultural, portador de significaciones que modelan nuestra identidad individual y social, sigue problematizando y estimulando polémicas y debates. Así, al concebirlo como un organismo vivo, Sarmiento revela algunas claves de su escritura en términos programáticos y descubre bajo una formulación deóntica no sólo la relación de paternidad que lo religa con el libro sino hasta qué punto reconoce en aquel una proyección de sí mismo:

Escribir es pensar ha dicho alguno; pero yo creo que mejor habría dicho, escribir es sentir, es querer, es obrar; y nunca producirán nuestras plumas contemporáneas cosa que interese, si el corazón y simpatías no van guiando a la inteligencia en las narraciones históricas. El autor de un libro ha de dejarse apercibir más que en el título de la obra, en el perfume de las ideas. Un libro debe saber a algo y ser el hijo y la imagen de su padre86.






 
Indice