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«Facundo» y la lucha por el sentido

Julio Schvartzman



Un robo se ha ejecutado durante la noche; no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama en seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: «¡Este es!».


Facundo, capítulo II, «Originalidad y caracteres argentinos».                






Preocupado por una módica Babel vernácula, el Profeta de la Pampa no sospecha aún la gigantesca Babel que desencadenará su profecía inmigratoria. Pero eso será más tarde. Por ahora -1845-, habrá que despejar otra confusión, un espejismo en que han incurrido los que no comprenden lo americano. León fue nombre europeo para «un miserable gato llamado puma». Por un mecanismo análogo, la revolución en estas tierras «está desfigurada por palabras del diccionario civil, que la disfrazan y ocultan, creando ideas erróneas».

Las ciudades, no sin candor, bautizaron con los nombres de los partidos que las dividían el «movimiento espontáneo de las campañas pastoras». Y no. Buenos Aires y Córdoba resumen urbanísticamente la pugna de ideas revolucionarias y conservadoras. Las campañas pastoras son otra cosa.

La confusión se exporta también a la Banda Oriental. Oribe es un general de Rosas. Estamos ante una «conquista disfrazada con nombres especiosos». Hay que desconfiar de las palabras.

El fenómeno configura una verdadera patología de la lengua, que desquicia los sistemas de nomenclatura. Para Sarmiento, el sistema de nomenclatura original del Estado rosista es el de la estancia. Coteja los códigos estatal y ganadero. Entiende. Es el intérprete. Y está en condiciones de traducir. Fiesta: yerra. Cinta colorada: marca. Degüello de opositores: degüello de reses. Prisión: rodeo. Azotes: doma.

Facundo puede leerse como crónica de la batalla de dos textos: «On en tue point les idées» y ¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes, inmundos, asquerosos unitarios!». El primero es una cita que Sarmiento lanza, ante todo, en su lengua original, para que derive en desconcierto y provocación, y que luego traduce: «A los hombres se degüella; a las ideas, no». El segundo texto es creación nacional.

La traducción es menos libre de lo que parece. En ella Sarmiento pone en juego su conocimiento de la revolución argentina. Si, como admite dolorosamente, Rosas construye su poder a partir de su saber sobre la sociedad sudamericana, el saber de Sarmiento sobre Rosas podría permitirle acumular fuerzas hacia un futuro poder y, desde ya, producir una versión de lo europeo más original que la ensayada por los unitarios. Hay ecos echeverrianos en la propuesta.

Su teoría de la traducción impregna el fragmento del capítulo V de Facundo que relata la revuelta de oficiales españoles en la cárcel de San Luis. Facundo, también preso, diezma a sus liberadores godos usando como única arma «el macho de los grillos» (es decir, el perno que atraviesa los grilletes). Sarmiento procede a la crítica de las fuentes orales de esta información. ¿Catorce muertos o tres? ¿Macho de los grillos o bayoneta? Curiosamente, opta por la versión de Quiroga e interpreta: «acaso la historia de los grillos es una traducción argentina de la quijada de Sansón, el Hércules hebreo».

«On ne tue point les idées». Paul Verdevoye ha rectificado a Sarmiento, que había atribuido la frase a Fortoul; el original sería de Diderot, citado a su vez en un artículo de la Révue Encyclopédique, y diría, en realidad, «On ne tire pas de coups de fusils aux idées» (ver las «Notas sobre Facundo» de Ricardo Piglia, en Punto de Vista, año III, n.º 8, marzo-junio de 1980). Así, coups de fusils (literalmente, «fusilazos», y con tirer, fusilar). ha recibido, con «degüello», una traducción argentina, esto es, se ha nacionalizado. De paso, Sarmiento consuma un fusilamiento imaginario, si tenemos en cuenta que fusilar, en el diccionario, segunda acepción, figurado y familiar, es «copiar trozos o ideas de un original sin citar el nombre del autor», Diderot o Rosas.

Y bien, la posibilidad de esta traducción argentina deriva de la comprensión del rosismo. Como en la estancia a las reses, en el Estado de Rosas se degüella a la oposición. Esta es una creación institucional de Rosas, frente al plagio, la copia de instituciones europeas propugnada por el bando liberal. «Como mi ánimo es sólo mostrar el nuevo orden de instituciones que suplantan a las que estamos copiando de la Europa, necesito acumular las principales, sin atender a las fechas. La ejecución que llamamos fusilar queda, desde luego, sustituida por la de degollar. [...] el cuchillo se hace el instrumento de la Justicia» (capítulo XIV).

Rosas, por consiguiente, ocupa el lugar de la creación, de la poética. Monstruo, sí, pero a la vez, «manifestación social», «fórmula de una manera de ser de un pueblo», pareciera una emanación de ese «fondo de poesía que nace de los accidentes naturales del país y de las costumbres excepcionales que engendra. La poesía, para despertarse [...] necesita del espectáculo de lo bello, del poder terrible, de la inmensidad, de la extensión, de lo vago, de lo inconmensurable; porque sólo donde acaba lo palpable y vulgar empiezan las mentiras de la imaginación, el mundo ideal». Rosas-Napoleón. O mejor: Rosas-Byron, atacado de un vitalismo irrefrenable que lo hace galopar hasta reventar el caballo.

Sarmiento, crítico de Rosas: entiéndase desde la literatura. Rosas escritor: breve, conciso, económico, eficaz. «Es el Estado una tabla rasa en la que él va a escribir una cosa nueva, original: es él un poeta, un Platón que va a realizar su república ideal según él la ha concebido». También dirá en otro lugar: ningún poeta está con Rosas. Claro: ningún poeta, tampoco, en la República de Platón, es decir, en la República cuyo Poeta es Platón. Aunque a Rosas pueda imputársele el plagio de los métodos de la Inquisición o del duque de Borgoña, lo que predomina en él es la creación, mientras que los otros «nos esforzamos por todas partes por copiar [las instituciones] a la Europa».

La obsesión con la escritura de Rosas es recurrente. En un artículo de 1849 en que traza un paralelo notable entre su propia actuación, puesta en tercera persona, y la del gobernador de Buenos Aires, Sarmiento compara: «Ambos son escritores. Rosas produce volúmenes de notas oficiales...». (Ahora la concisión deviene proliferación burocrática. Habrá que remitirse, más adelante, a la prosa del Sarmiento estadista). Por otro lado, «Sarmiento escribe, traduce...» («¡Rosas en paz con todo el mundo!», Obras, VI, 230).

Para que las paralelas se toquen, se articulan dos componentes conflictivos de la ideología sarmientina: el voluntarismo y el determinismo. El primero le hace gritar, en medio de la adversidad y el triunfo aparente de un bando despótico: «¡No! [...] ¡Las contradicciones se acaban a fuerza de contradecirlas!» (Introducción a Facundo). Pero este énfasis -en una negación cuya clave no es precisamente hegeliana- tiene bases sólidas, las mismas que harán de su megalomanía presidencial -utopía o locura, para la mirada de los otros- un proyecto posible, adaptable a un país donde «las vacas dirigen la política». ¿Cómo dudar de esas bases? Aquí interviene el determinismo: si por su configuración geográfica y su puerto único la Argentina tiende a la unidad, Rosas -postula Sarmiento- expresa a su pesar y con otros nombres (otra vez el desorden de nomenclaturas) una fuerza providencial unitaria. «La República argentina está geográficamente constituida de tal manera, que ha de ser unitaria siempre, aunque el rótulo de la botella diga lo contrario» (capítulo VII).

Rosas original, Rosas inédito («Nada igual me presenta la Historia»), da vuelta el epíteto de salvaje que le arrojan sus enemigos y lo impone a fuerza de repetirlo. «Es admirable la paciencia que ha mostrado Rosas en fijar el sentido de ciertas palabras y el tesón de repetirlas».

Pero al grito de muerte a los unitarios, ha construido la República unitaria; ha liquidado la fuerza de la campaña que lo encaramó en el poder; ha construido -nueva originalidad- un Estado central omnímodo y represivo. El degüello también se ha ensañado contra los cuereadores de la campaña. Seamos objetivos: «Esto es laudable». El rastreador -genio intuitivo puesto al servicio del orden central, recuperable así para la consolidación del Estado- permitirá dar con los restos de quienes se resistan.

¿Qué hacer con esa gigantesca maquinaria? Ocupar su centro operativo. «La idea de los unitarios está realizada; sólo está de más el tirano» (capítulo XV).

De ahí la política de Sarmiento, desde Chile, hacia los gobernadores provinciales. En un movimiento «realista», advierte que habrá que contar con ellos, puesto que sólo sobra Rosas. Y hacia ellos viajan varios ejemplares del Facundo. Del mismo modo, Argirópolis será dedicada a Urquiza, «la más alta gloria de la Federación». Claro que, cuando sea convalidado en exceso por la realidad (Caseros será obra de este representante de las campañas pastoras y no del «europeo» general Paz), ese realismo se replegará hacia su fondo doctrinario liberal, y de allí surgirán el nuevo exilio chileno, la Campaña en el Ejército Grande, la Carta de Yungay, Las ciento y una y otros textos de esos años.

Pero, en 1845, todavía Rosas es la esfinge. Y hacia él (contra él) debe apuntar la respuesta al enigma argentino. El destinatario del Facundo no sería, así, el «honrado» general Paz. Facundo va hacia Rosas. Ese Rosas a quien Sarmiento, en el artículo ya citado de 1849, «le envidia el puesto admirable que ocupa» y a quien, de suplantarlo, «lo haría su consejero de Estado, por la mucha experiencia en los negocios que ha adquirido en tantos años, por su conocimiento de los hombres, su rara astucia, su energía indomable...».

Rosas, ministro de Sarmiento: una boutade harto significativa. Emblemáticamente, en el 52, adelantándose a la entrada de las fuerzas de Urquiza en Buenos Aires, Sarmiento correrá a Palermo, al escritorio del otro, del creador, a ocupar su envidiable lugar, a invertir todas las marcas de la enunciación del exilio; a hacer del allí, el aquí; del destinatario argentino, el remitente vuelto del exilio en Chile; de la marginación, el centro.

«En la noche -se lee en la Campaña- fui a Palermo, tomé papel de la mesa de Rosas y una de sus plumas, y escribí cuatro palabras a mis amigos de Chile, con esta fecha: Palermo de San Benito, febrero 4 de 1852. Era ésta una satisfacción que me debía. [...] Había cumplido la tarea».

Rosas ha demostrado la eficacia de su discurso. Ha dado una lección. Las palabras sirven para confundir. De resultas de una historia de guerras y revoluciones, «apenas hay un pueblo en América que tenga menos fe que el argentino en un pacto escrito». ¿La Constitución? «Unitaria, federal, mixta, ella ha de salir de los hechos consumados» (capítulo XV).

Ahora urge hablar el lenguaje de la acción.





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