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Falsificación, política e historia literaria: Mateo Alemán, el padre Isla y Moratín1

Joaquín Álvarez Barrientos





Los hombres de la Ilustración se encontraron ante el hecho de tener que dar sentido a un pasado histórico y estético que, a menudo, entraba en conflicto con sus principios. Resultado de ese conflicto son las valoraciones que sobre la arquitectura, la literatura y el arte medievales y barrocos hicieron muchos de ellos al enfrentarse a esas realidades que se escapaban a las reglas del buen gusto; si bien, en las décadas finales del siglo XVIII, ese punto de vista se hizo más comprensivo y la mirada se acomodó, históricamente, a conceptos como lo irracional, lo gótico y otros antes negados.

Pero la asunción de ese pasado no fue fácil y a menudo se necesitó intervenir sobre el patrimonio para hacerlo comprensible y aceptable. Un ejemplo de esta actitud intervencionista es el modo como se recibió el teatro clásico español durante parte del siglo y del siguiente, que consistió en aplicarle correctivos, en «refundirlo»; acción que significaba suprimir tiradas de versos, situaciones, escenas, personajes, lenguaje difícil y vulgar, y sustituir todo eso por nuevos momentos, personajes y lenguaje. En general, se tendía a simplificar la acción y la lengua poética, de forma que se proyectaran mensajes, actuales, y de manera que fueran entendidos por el público. Se trataba de reinterpretar el legado teatral español mediante su actualización ideológica y su adaptación ético-estética a las normas del ya señalado buen gusto.

No hay que detenerse en consideraciones sobre el respeto, más bien falta de respeto, a la obra literaria, ni sobre la manipulación de la función del autor que tal acción supone. Sólo recordaré que fue práctica habitual, además de lucrativa, mientras se producía un debate sobre el reconocimiento de los derechos de autor y se gestionaba la interpretación de ese patrimonio.

Esta práctica, aunque menos conocida, se dio también respecto de la prosa narrativa. Un caso de sumo interés es lo que Leandro Fernández de Moratín intentó con dos importantes novelas españolas: Guzmán de Alfarache y Fray Gerundio de Campazas, ambas unidas por el uso del exemplum como estrategia narrativa y signadas por objetivos morales y educativos que se presentan de un modo antiguo y prolijo, poco grato a los gustos del siglo XVIII. Las de Moratín son dos intervenciones en las que confluyen diversos objetivos, desde didácticos a políticos, pasando por la señalada necesidad de interpretar el pasado. Sus dos proyectos parecen responder a un plan más amplio de reinterpretación de los «monumentos» de la narrativa española, para acercarlos al gusto de la época. Aunque no hay certeza sobre cuándo se embarcó en ellos, hay algunos elementos que ayudan a datarlos y los sitúan en los años de la Guerra de la Independencia. Por una carta de 1815, que cita García Lara (1999: 206) al estudiar el caso del Guzmán de Alfarache, en la que pide que le envíen a Francia la novela, hay que suponer que llevaba tiempo trabajando sobre ella; por su parte, Pérez Magallón fecha el intento de Fray Gerundio hacia 1811 (Fernández de Moratín, 2008: 1359). Nos encontramos, por tanto, ante proyectos pensados en los mismos años, durante la dominación francesa, que no se llevan a cabo seguramente por su salida de Madrid con las tropas josefinas, en los que pretende, para conseguir el efecto actualizador, aligerar el peso didáctico a la antigua de las obras, sus digresiones, en beneficio de una narración más directa, ya que considera, como otros en épocas anteriores, que esos excursos ejemplares son precisamente gravosos al lector y, por lo tanto, dificultan el logro de los fines perseguidos.

Lo que caracteriza el trabajo de Moratín en ambos casos es su objetivo de reducir los relatos y obviar las digresiones morales, no porque ambos elementos (ficción y moral) sean incompatibles, sino por el modo en que se formula la enseñanza ética: de forma cercana a los sermones y, desde luego, desafiando la preceptiva clasicista, a base de interrupciones, interpolaciones, narraciones episódicas, etc. Las intervenciones sobre la novela de Mateo Alemán se dieron desde pronto, sobre todo a la hora de las traducciones, como muestran la ampliada versión al francés de Gabriel Brémond y más tarde la de Le Sage, que recorta las «moralités superflues» (cit. por Cros, 1967: 30), y conformó sin duda las intenciones de Moratín. Moreno Báez vio bien el modo en que el siglo XVIII entendió el Guzmán y comprendió su necesidad de transformarlo, pues era testimonio representativo y característico de una época de conflictiva aceptación:

Una obra tan eminentemente representativa de la época en que se produjo tenía que ser vista de una manera muy diferente desde el momento en que cambiara la actitud vital y se alterara la relación entre los valores, estéticos, políticos y religiosos, que habían determinado un tipo de cultura [...]. Por eso no es extraño que un escritor francés y de principios del siglo XVIII gustara del Guzmán de Alfarache como narración pero hallara excesiva e impertinente la vehemencia con que el autor interrumpe el relato para fustigar con tono y estilo de predicador las flaquezas de sus lectores.


(1948: 31- 32)                


Para reformar la novela de Mateo Alemán, Moratín trabajó sobre un ejemplar de la edición madrileña de 1661, en el que expurgó, tachó páginas y suprimió cuanto le pareció oportuno (y fue mucho) para conseguir una narración más ajustada. Ese ejemplar, conservado en la Biblioteca Nacional de España, contiene además un índice al final, autógrafo de Moratín, que responde a cómo debía resultar el libro tras su poda, una nota biográfica sobre el autor, también autógrafa, y una carta apócrifa, en la que, supuestamente, Mateo Alemán explica las razones de su nueva versión. Esta carta no es autógrafa de Inarco Celenio, pero su contenido complementa bien algunas reflexiones, que se comentan a continuación, hechas en la reseña biográfica. Ambas, carta y nota biográfica, conforman el marco explicativo de la falsificación, pues se quiere hacer pasar el nuevo texto por de Mateo Alemán. Esta es la carta:

He cumplido a lo que me parece con el mandamiento de Vuestra Excelencia, reduciendo la Vida de Guzmán a menor volumen, habiéndola descargado de las muchas consideraciones de moralidad que corren en lo impresso y que yo tube por muy esenciales para el uso común a fin de que no produxese en los flacos ánimos aquello mismo que se ordenó para su corrección y enseñanza. Pero como sea cierto que las personas en virtud criadas y nacidas no hayan menester que se las guíe de la mano para apartallas de la imitación del vicio, que ellas por sí lo saben hacer, así he creído que mi Señora la Duquesa podrá ya recibir en la lectura de esta mi obra todo el contento que se prometía y, si Dios plugiese de darme holgura y salud que no tengo, acaso daría nuevamente a la estampa la Vida de Guzmán en la misma forma en que a Vuestra Excelencia la presento, desataviada de algunas digresiones y de no pocos documentos que aunque mui saludables en sí se hacen inútiles para los buenos porque los saben y los practican y para los que no son tales, suelen ser enojosos y de ningún provecho.

En Madrid, a    de Hebrero de 16..

Mateo Alemán2.


Como complemento de la impostura, en la nota biográfica señala que el autor del libro trató de mejorarlo «suprimiendo en él las digresiones largas y enfadosas que le hacen a cada paso insufrible. Ha conservado el texto en toda su pureza original sin añadir en él una sola sílaba. Con tal respeto debían tratarse composiciones de tanto mérito, y la presente (si ha logrado el editor3 acertar en su empresa) conservará a la literatura española una novela de ingeniosa invención, objeto moral aplicable a las varias situaciones que ofrece en todos los tratados la vida humana, y escrita en castizo lenguaje español, sin los defectos que hasta ahora han advertido en ella los inteligentes». Además de la idea ético-estética que está detrás del proyecto, interesa el uso de lo falso para justificar o autorizar las manipulaciones que llevan a incorporar un nuevo canon. En cuanto al primer aspecto, la reducción del relato implica actualizar el modo de ofrecer la doctrina moral, que tan importante había sido en la narrativa dieciochesca, apartando las digresiones y cuanto, desde el punto de vista estético, se alejara de la preceptiva clasicista. Por otro lado, la intervención de Moratín se hace sobre una importante novela, que ya desde el siglo XVII había sufrido alteraciones y manipulaciones -las más famosas, la de Gabriel Brémond y la de Le Sage en 1777, bajo el título Histoire de Guzmán d'Alfarache, nouvellemente traduite et purgée de moralités superflues-, pero que no se consideraba un clásico o un emblema intocable, como si ocurría con el Quijote y el Lazarillo de Tormes, de los que no consta que se quisieran «adaptar». La tendencia del siglo era condensar, sintetizar, abreviar, de manera que el efecto fuera más inmediato; lo cual iba en sintonía con los tiempos, puesto que son innumerables los testimonios (no sólo españoles) acerca de reducir el tamaño de los libros y su extensión, pues el público gustaba más de dimensiones menores. De ahí, en parte, el triunfo del periodismo, que dosifica la lectura.

Era, por otro lado, el modo de actualizar la tradición y el patrimonio cultural para darle vigencia y hacerlo comprensible al público contemporáneo; era un modo de apropiarse de esa tradición que, convertida en vehículo de los valores contemporáneos, daba valor a la España que nacía de la revolución española, después llamada Guerra de la Independencia. Porque, y se verá luego, el plan moratiniano tenía su dimensión política.

Por otra parte, esta actitud «correctora» de Leandro Fernández de Moratín no es extraña, ni en sus colegas ni en él. Recuérdese cómo corrige los versos de su padre, por ejemplo, y cómo opina en los Orígenes del teatro español que La Celestina es una obra extraordinaria, pero que lo sería aún más si se hicieran desaparecer sus defectos. Curiosamente, en las páginas que le dedica en ese trabajo también especula sobre cuestiones de autoría, lo que le acerca a la actitud falsificadora que tiene ante el Guzmán, y también, como en éste, insiste en que esos defectos se pueden corregir «sin añadir una sílaba al texto», que es la base de su método corrector (Álvarez Barrientos, 2001).

Lo llamativo es que, para justificar las transformaciones que pretende, finge un falso y, además, crea un nuevo tipo de lector, conveniente al nuevo producto que ofrece. Cros y García Lara han reparado en ello al señalar la distancia que existe entre «el discreto lector» de Mateo Alemán y «las personas en virtud criadas y nacidas», del apócrifo. Creo, por mi parte, que hay que reparar en que este nuevo lector tiene su antecedente en el receptor de la traducción de Le Sage, al que se refiere en su prefacio como «plusieurs personnes d'esprit», que son las que le empujan a purgar las moralidades superfluas. Es seguro que Moratín conocía esa traducción, muchas veces reimpresa4.

Ahora bien, una vez que entra en el territorio de la falsificación, lo que hace encaja a la perfección con las estrategias de los falsarios, aunque el texto que produce -la carta- no sea de la mejor calidad. Por un lado, de acuerdo con las necesidades de la falsificación, la epístola funciona como preliminar o marco que quiere explicar y autenticar el nuevo texto; por otro, a éste se le da un título nuevo, con la consiguiente revalorización de la obra y lo que eso supone de reclamo publicitario. La carta, al mismo tiempo, legitima el producto y contribuye a modificar el valor de la historia literaria y el del canon a los que la novela pertenece, pues matiza los presupuestos desde los que fue escrita. Si se hubiera publicado, Leandro se habría convertido en el descubridor de un testimonio literario que, al igual que quiso hacer Nasarre con las comedias de Cervantes, servía para mostrar que la literatura española tenía, en su Siglo de Oro barroco, ejemplos destacados de producción clasicista. Pero, obviamente, la superchería estaba abocada al fracaso, cuando a Moratín le pidieran que enseñara el manuscrito; aunque no hay que explicar que no se editase porque pensara en las complicaciones que podía traerle. Más seguro es achacarlo a que su salida de Madrid, camino de Valencia, acabara con el proyecto.

Un proyecto que, en mi opinión, formaba parte de un plan más amplio estético-político, que tanto tenía que ver con reinterpretar el pasado literario, como con que esa tradición cultural pudiera apropiársela el gobierno josefino, o, lo que es lo mismo, la nueva España que se pretendía. Sabido es que el rey José promulgó varios decretos destinados a este fin, algunos de ellos relacionados con el teatro y la fiesta de los toros, otros con las ciencias y la ordenación de las instituciones que habían de gestionar todo ese patrimonio. Parte de ese plan sería la edición, también expurgada, de Fray Gerundio de Campazas, de la que queda el prólogo que había de ir al frente de la misma5. Este prólogo tiene una importante dimensión política y teórica, que sirve para explicar los presupuestos desde los que trabajaba a la hora de reinventar la narrativa española.

Comienza con un encendido elogio del padre Isla, al que caracteriza como hombre dotado de «un talento original, de un amor extraordinario a la facultad» que profesaba, «generoso en instruir a sus semejantes», superior a la opinión común, lo que, todo ello, le hizo «víctima de su mismo celo», pues luchó «contra las preocupaciones, la costumbre, el interés, la envidia y cuantas viles pasiones rodean, fortifican y perpetúan el error» (2008: 1359); de modo que le suma a su propia causa. Relaciona después su obra con el Quijote de Cervantes, a quien pone por encima -«Cervantes no sufre rivalidad»-, y, apuntando al costumbrismo como forma de crítica que después han señalado los estudiosos, destaca su eficacia «en la pintura de los caracteres, de las costumbres y preocupaciones nacionales», por lo que mereció el aplauso de muchos y el resentimiento de quienes se vieron retratados:

Recibió el padre Isla aquel aplauso indirecto, que es tal vez el que más puede lisonjear el orgullo de un autor, aquel que resulta de las sátiras, las calumnias, los artificios viles de la envidia y del amor propio ofendido, aquel con que, a su pesar, reconoce la superioridad del ajeno mérito la turba sediciosa de los necios presumidos de doctos, que no sufren jamás que impunemente se delate al público su mentida sabiduría [...]. ¡Dichoso el autor que haya logrado merecer el odio de tan ruin caterva!


(2008: 1360- 1361)                


Cómodo en esa caracterización y conocedor del papel que desempeñaban los ataques de la ruin caterva, se identifica con Isla, con sus positivos objetivos renovadores, que él recupera para presentarlos como propios del tiempo presente, y destaca el «patriotismo» del jesuita, que, por la asimilación que realiza, es también el suyo. Pero esta explicación sirve para marcar las distancias políticas existentes entre el momento que le tocó vivir al jesuita -el del mal gobierno, la persecución del talento y la connivencia en el error- y el que vive él, pues aquel sabía «cuánto debe temer el que se atreve a combatir errores públicos, si por desgracia el gobierno que le debe animar y defender participa de ellos» (2008: 1361).

Construye una imagen del jesuita que mucho debe al mito del héroe literario, del que se inmola por su público, y así cuenta que terminó Isla la novela, a pesar de todas las dificultades y de ser prohibida por la Inquisición en 1758; que el segundo tomo corrió manuscrito, lo que creó un grave problema textual, ya que ninguna de las copias, ni de las ediciones que se hicieron ilegales en Bayona, se ajusta al original, lo que permite justificar, en parte, las mutilaciones de su intervención: «Multiplicarónse las copias [...], fueron acumulando omisiones, alteraciones y errores» que Isla no pudo corregir en su totalidad, pues, ya sexagenario, hubo de abandonar la patria (2008: 1363). A la hora de cuidar la edición que proyecta, y para recomponer el texto, muestra gran interés en comparar el mayor número posible de ediciones y manuscritos -del cotejo de las ediciones completas extranjeras, por ejemplo, resulta que el autor hizo «considerables correcciones»-; lo que se han propuesto «los editores» es subsanar equivocaciones, suprimir «todo lo que al autor no le pareció necesario conservar, omitir además uno u otro pasaje y no añadir nada a lo que escribió este ilustre literato». Y de nuevo son las mismas palabras y método -quitar, pero no añadir nada ni cambiar lo que se deja, en lo que se separa absolutamente de la técnica de las refundiciones- que empleó al hablar de Guzmán de Alfarache y de La Celestina. Pero este interés transmite otra intención, que parece tener que ver con borrar su participación en el proyecto mediante el ocultamiento de la figura del editor, pues, si con Mateo Alemán disfrazaba su «autoría» recurriendo a la carta falsa, aquí se escuda en un plural o global «los editores», que

han procedido en esto con tan escrupulosa reflexión que si aún viviera el sabio historiador de Fray Gerundio no dudarían presentarle su obra como hoy la publican y darle razón de todas las omisiones adoptadas por ellos y añadidas a las que él hizo ya. Vería que éstas recaen principalmente sobre aquellos pasajes en que se distrae, arrebatado tal vez del mismo celo o de su natural facundia, repitiendo en una parte lo que se dijo en otra; sobre aquellos en que ahora no recibiría el lector la instrucción ni el placer que hallaron nuestros padres, o porque el tiempo ha borrado ya la memoria de obras, de autores y de sucesos a que alude la crítica (y, por consecuencia, las gracias de la imitación ridícula desaparecen), o porque el progreso de las luces hace ya inútil una gran parte de la erudición que manifiesta en ellos, y aun ha descubierto equivocación en algunos de los principios que establece. Vería, en fin, que si una novela, como un drama, se alimenta de acción y ésta pide sucesiva rapidez en su movimiento para que excite con la novedad el interés, no se ha hecho supresión alguna que no haya llevado por objeto esta máxima fundamental del arte. El que sospeche que por no ser ahora tan voluminosa ha podido desmerecer en algo la Historia de Fray Gerundio, emprenda la lectura de la presente edición y la de las anteriores, y a pocas páginas llegará a conocer que solo el deseo de la celebridad del autor pudo empeñar a los editores en un trabajo de tal naturaleza.


(2008: 1364)                


Los argumentos presentados son los mismos que los empleados al justificar las supresiones en el Guzmán de Alfarache; transmiten además el objetivo claro y común de un modelo literario y político que se quiere proponer:

Por otra parte, si se considera que su publicación se hace al tiempo mismo en que una extraordinaria revolución va a mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la razón, de la justicia y del poder, y que en esta conmoción política muchos ministros del señor, desconociendo los altos designios de su providencia, que da y quita los cetros, han asegurado desde la cátedra de la verdad que una mudanza de dinastía era un conflicto de la religión, no solo no parecerá inútil, sino que será oportunísima la publicidad y la lectura de esta obra.


(2008: 1364)                


Y es oportuna porque, al igual que el escritor, el hombre de Iglesia se ha comprometido con proyectos políticos, se ha apartado de su ministerio, y, olvidado

del dogma y de la moral, únicos objetivos de la predicación, se pierde en discusiones políticas que, aprovechándose de la estupidez del vulgo, la adula y la excita, pone en movimiento las inclinaciones feroces que es de su cargo reprimir, turba la quietud que debiera recomendar como el mayor bien de los hombres, y en vez de predicar a Jesucristo, ejemplo sublime de mansedumbre, de caridad, de amor, predica sus particulares intereses, derrama en los demás la hiel de su corazón y sacrifica a la destemplanza de sus pasiones tantas víctimas cuantos son los infelices a quienes su elocuencia infernal persuade y acalora.


(2008: 1365)                


Por otro lado, el interés ecdótico que manifiesta Moratín en el prólogo, es compartido por «El editor» de 1813, quien señala que, a pesar del cuidado con que se ha procedido en la corrección, no extrañará que haya erratas y errores, «porque todas las edicciones (sic) anteriores están tan defectuosas, que en algunos pasajes apenas puede entenderse su verdadero sentido». Aun así, ha procurado subsanar los yerros y darla «al público en tamaño proporcionado para hacer más cómodo su uso» (1813, I, s. p.), lo cual es indicio también de cómo el criterio comercial se adaptaba a las preferencias ya señaladas de los nuevos lectores.

El prólogo de Moratín es un ejemplo de cómo literatura y política se complementan y apoyan, del mismo modo que lo mostró en sus Orígenes del teatro español, al utilizar un punto de vista político a la hora de hacer historia literaria, de lo que también José Marchena dejó excelentes muestras en el «Discurso preliminar» a sus Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia, aparecidas en Burdeos en 1820, donde valoraba positivamente la obra de Isla. Ambos comprendieron que tanto la literatura como la ciencia tenían su política, y que ésta era inseparable de la política general. El párrafo final del prólogo es tanto un reconocimiento a la labor de Isla -lo que muestra el deseo de aparentar continuidad y cómo el nuevo gobierno y el nuevo proyecto se apropian de una figura del pasado, perseguida por la injusticia y la sinrazón-, cuanto el canto de esperanza por la nueva España que se quiere, en cuyo advenimiento está comprometido Moratín. En cierto modo, es una arenga política escrita en el mejor estilo de las proclamas de Quintana. Los escritores reconocen su condición política y ponen su talento al servicio de verdades interesadas. Leandro Fernández de Moratín se muestra como un intelectual integrado u orgánico, que trabaja para los objetivos del gobierno, renegando de su pasado y de otros ministerios anteriores a cuya sombra medró:

Tantos años de ignorancia y de opresión no prometían mejores frutos. Cayó el trono cuya seguridad pensó establecerse en la miseria pública; la nación, engañada por sus magistrados, por sus escritores, por sus grandes, por sus caudillos, por los ministros del templo, ha combatido con el tesón que la caracteriza contra su propia felicidad. A pesar de todos sus equivocados esfuerzos, existirá en ella la religión, habrá leyes y patria, florecerán las ciencias, y su cultura la hará poderosa; no será un delito censurar errores funestos a la sociedad; y si alguno intenta seguir las huellas del esclarecido autor que con tanto celo como doctrina se declaró contra la profanación del púlpito, ni temerá que un tribunal de tinieblas le castigue, ni padecerá bajo el gobierno de un príncipe ilustrado y justo las aflicciones que turbaron el reposo de aquel sabio español. Su obra, restituida ya a la pública luz, anuncia el esplendor que se prepara a las letras, y los aplausos que reciba serán nuevas flores con que la posteridad reconocida corone su sepulcro.


(2008: 1365)                


El nuevo régimen reconocía el valor de los mejores españoles al hacerlos suyos, y preparaba el terreno para la nueva y mejor España que saldría de la «extraordinaria revolución» en que se encontraba. Las fallidas acciones de Moratín perseguían reinterpretar y valorar la historia literaria española, establecer un nuevo canon acorde con los tiempos, que incluía la revisión de los formatos antiguos, y evidenciaba la relación cada vez más fuerte entre políticos y literatos.






Bibliografía citada

  • Mateo ALEMÁN. (1661). Primera y segunda parte del Guzmán de Alfarache, Madrid, Pedro del Val [con autógrafos y amputaciones de Leandro Fernández de Moratín], Biblioteca Nacional de España, ms. 6912.
  • Joaquín ÁLVAREZ BARRIENTOS. (2001). «La Celestina, del siglo XVIII a Menéndez Pelayo», en La Celestina: recepción y herencia de un mito, ed. Gregorio Torres Nebrera, Cáceres, Un. de Extremadura, pp. 73-96.
  • ——. (2006). «El Quijote de Avellaneda en el siglo XVIII», en El Quijote en el Siglo de las Luces, ed. Enrique Giménez, Universidad de Alicante, pp. 13- 41.
  • Edmond CROS. (1967). Protée et le gueux: recherches sur le origines et la nature du recit picaresque dans Guzmán de Alfarache, Paris, Didier.
  • Leandro FERNÁNDEZ DE MORATÍN. «Prólogo para una nueva edición de Fray Gerundio», Biblioteca Nacional de España, ms.18668/4.
  • ——. (1868). «Prólogo para Fray Gerundio», en Obras póstumas de D. [...], publicadas de orden y a expensas del gobierno de S. M., III, Madrid, Imprenta y Estereotipia de Rivadeneyra, pp. 200- 210.
  • ——. (2008). [Prólogo al Fray Gerundio], en Obras completas de los Moratines. Leandro, II, ed. Jesús Pérez Magallón, Madrid, Cátedra, pp. 1359-1365.
  • Fernando GARCÍA LARA. (1999). «Moratín, fallido editor del Guzmán de Alfarache», en Ideas en sus paisajes. Homenaje al profesor Russell P. Sebold, eds. Guillermo Carnero, Ignacio Javier López y Enrique Rubio, Alicante, Universidad, pp. 203-214.
  • Francisco José de ISLA. (1813). Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas por el padre…, Madrid, Imprenta que fue de Fuentenebro, 4 vols.
  • Enrique MORENO BÁEZ. (1948). Lección y sentido de 'Guzmán de Alfarache', Madrid, CSIC.


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