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Fidelidad de las mujeres a Jesús

Concepción Gimeno de Flaquer

No tuvo Jesucristo en el sexo femenino un Judas traidor, un Pedro que le negase y un Pilatos que le condenara.

Mientras todos sus discípulos le abandonan a excepción de San Juan, la mujer, acusada de voluble, frívola y ligera, sigue a Jesús por todas partes recogiendo sus doctrinas, aparece al pie de la cruz, y después junto a su sepultura.

Las mujeres prestaron a Jesucristo importantes servicios durante su pasión: la Samaritana apagó su sed, la Verónica enjugó el sudor de su frente, la Magdalena le ungió los pies con ricas esencias; mas la mujer debe enorgullecerse de haber sido premiada por el Salvador. A la piadosa mujer de Berenice, le dejó impreso el rostro en la batista con que le secó el sudor, concedió a Marta la resurrección de su hermano Lázaro, curó a la hija de la Cananea, perdonó a la mujer adúltera y dignificó a Magdalena, ante el pueblo que la escarnecía.

Interesante es el tipo de la pecadora de Magdala: dotada de gran belleza, de imaginación exaltada y de temperamento ardiente, fue muy célebre por su vida licenciosa; pero la celebridad de su arrepentimiento eclipsó la celebridad de sus pecados.

Habiendo oído hablar de las virtudes de Jesús, de sus raras perfecciones, quiso conocerle porque a su fantasía encantaba lo maravilloso, y al escuchar la sublime moral de sus preceptos, sintió el deseo de regenerarse, el deseo de imitar al Intachable.

La Magdalena hizo algo más que redimirse de sus culpas, convirtió a un sinnúmero de mujeres que cual ella, habían vivido en la disolución. Abrasolas en su fe y las llevó tras Jesús desde Getsemaní hasta el Calvario. A Magdalena se la ve al pie de la cruz llena de dolor, y en el santo sepulcro llena de esperanza. Jesús le había dicho que resucitaría, y no dudó de la palabra de Jesús. Magdalena que embalsamó el divino cuerpo de Jesucristo, fue recompensada con la aparición del Redentor. En vez de presentarse a ella cual le había visto en la cruz, quiso tomar aspecto risueño y se presentó en traje de jardinero. Magdalena sentía pasión por las flores: la primera cruz florida que se vio en la Judea, fue obra de aquella hermosa mujer a quien se puede denominar, poesía del pecado.

La resurrección del Salvador, divulgada por las mujeres, aumentó el número de prosélitos para la idea cristiana.

¿Cómo no había de fascinar a las mujeres la sublime moral de Jesucristo que tan alto habla al espíritu, si las mujeres fueron siempre más espiritualistas que los hombres?

Incomparable es la doctrina en que aparece la sublimidad del Dios en la sencillez del hombre, la divinidad del sentimiento en la sinceridad de la expresión, la manifestación de la verdad, sin pompa augusta, en sencilla forma.

No tuvo la antigüedad moralistas tan puros y perfectos como Jesús; ni Sócrates, santo entre los sabios, ni Aristóteles, ni Séneca, ni Platón se le parecen.

La famosa moral de los estoicos era una moral fastuosa, vana; la moral de los esenios, a cuya secta pertenecía Jesús, era una moral humilde y pura.

Las mujeres enaltecidas por aquellas nobles doctrinas, comprendieron que el cristianismo era muy superior a la religión pagana y abrazaron con ardor la moral del Crucificado.

Mientras en la época de Augusto llegó un día en que no se encontraban jóvenes que quisieran consagrarse a Vesta, hubo doncellas cristianas que se mataron al ver amenazada su virginidad.

El paganismo había sido el halago de los sentidos, el desarrollo de la voluptuosidad, la divinización de la materia, y a este antropomorfismo, oponía la idea cristiana con la apoteosis del espíritu, con la glorificación del alma, el menosprecio del cuerpo.

Amad el alma, decían los propagadores de la sublime religión, no mirando los cuerpos sino como una estatua cuya belleza hace pensar en el escultor.

María, la elegida del Señor, libertó de la esclavitud al sexo humillado, y la mujer alternó en Judea con los Profetas; profetizó y bautizó, intervino en las Asambleas, participando de la instrucción del sacrificio y del Ministerio.

Desde los tiempos de la primitiva Iglesia, el cristianismo tuvo sacerdotisas ordenadas de un modo semejante a los diáconos. Los Apóstoles formaron un cuerpo de diaconisas, y en la epístola de San Pablo a los romanos son mencionadas. Las diaconisas denominábanse viadutus, derivándose este nombre del estado a que pertenecían, porque las viudas ejecutaban las órdenes del obispo en todo cuanto se relacionaba con las mujeres, adornaban el templo, consolaban a las prisioneras, cuidaban a las enfermas, y como antes de entrar en la orden habían vivido en el seno de la familia, hallándose dotadas de experiencia aconsejaban con la mayor sensatez. La diaconisa tuvo la importancia que más tarde debía alcanzar el confesor.

Algunas mujeres cicatrizaban las heridas de los mártires, recogían sus huesos y su sangre; otras más valerosas les disputaban la dicha de morir por Dios. Llevadas al martirio fueron más heroicas que los hombres, pues ellos solo tenían que soportar dolores físicos, mientras que ellas además de estos, sufrían grandes dolores morales, al verse ultrajadas en su pudor.

En la época del martirio de los cristianos, quedó desmentido el injusto dictado de débil que siempre ha dado el hombre al sexo femenino; y al participar la mujer de los heroísmos del hombre, al ser igualada a este en los suplicios, se constituyó igual en derechos morales y selló con su sangre la libertad que alcanzara en los tiempos civiles. Sabido es que entre los mártires el número de mujeres excedió al de hombres.

Las mujeres cristianas querían expiar con sus penitencias los crímenes de las que se prostituían por los dioses: Fermina, Hilaria, Severina, Ciriaca, Lucina y Justa, daban ejemplo de virtudes cristianas. Desdeñaban sus riquezas para socorrer a los pobres, como lo hicieron Marcela y Asela, Paula, Lea, Albinia, Eustoquia, Melania y Fabiola, que fue fundadora del primer hospital.

El patriciado antiguo descansaba en las divisiones de clase, germen del orgullo; los sentimientos de fraternidad nacieron de la idea cristiana. La familia de Priscila fue la primera que empezó a tratar con humanidad a los siervos.

El triunfo definitivo del cristianismo se debió a una mujer, a la piadosa Elena, madre de Constantino. Flaccilla esparció la semilla de la fe en el corazón de su marido el gran Teodosio; San Basilio fue regenerado por su madre; San Juan Crisóstomo por la suya; la conversión de San Agustín se debió a Mónica, y más tarde Blanca de Castilla educó a San Luis, y Berenguela a San Fernando.

Los beneficios del cristianismo extensivos a todas las criaturas, son más perceptibles con relación a la mujer, pues la antigua Roma que se envaneció de sus sabias leyes las tuvo despóticas y absurdas para la mujer lo mismo que la culta Grecia. No hablamos de los horrores a que estaba condenada entre los egipcios, babilonios, cartagineses y númidas: baste decir que el marido tenía derecho de vida y muerte sobre ella.

Los decenviros al igualar la mujer a una propiedad mobiliaria, establecían para mayor afrenta, que era prescriptible.

La legislación de las famosas Doce Tablas, da por resultado la opresión y el envilecimiento de la mujer y del hijo, el despotismo marital y paternal, y la nulificación del esclavo ante el amo.

La ley del divorcio hizo a la mujer juguete de las inconstantes pasiones del hombre; amparados en esa ley, practicaron las mayores inmoralidades Augusto y Catón, reformador el uno, censor el otro.

El libertinaje degradando la santa institución de la familia, degradó el Estado por medio de la corrupción de costumbres.

Desmembrada la población por las inmoralidades cometidas, tuvieron que promulgarse aquellas famosas leyes denominadas Ley Julia Poppea y Ley Papia Poppea, que tenían por objeto la obligación del matrimonio para multiplicar los ciudadanos.

Como se ve la sociedad doméstica no pudo tener peor aspecto en el reinado de Augusto, personificación genuina del paganismo.

La madre, tan venerada entre los cristianos, no inspiró respeto alguno entre los paganos; si tenía pocos hijos era repudiada, si tenía muchos le eran arrebatados para ser un día gladiadores en el anfiteatro y divertir con sus heridas a un público feroz anhelante de sangre.

 No alcanzó mejor suerte el hijo que la madre, por eso exclama Tertuliano: ¿Si pregunto a este pueblo que tiene sed de sangre de cristianos, y hasta a sus jueces, tan equitativos para él y tan crueles para nosotros, por qué hay tantos que matan a sus hijos en el momento de nacer, qué responderá su conciencia?

En el paganismo los niños mutilados o débiles, se arrojaban a un antro, la religión cristiana les abrió asilos para fortalecerles el alma y el cuerpo. La regeneración de la familia por el cristianismo, es una verdad incontrovertible, como lo es la rehabilitación de la mujer. Esta, denominada ser impuro y colocada al frente del mal, es llamada más tarde llena de gracia, es elegida para Reina de los ángeles y Madre de Dios.

Dotadas las mujeres de una sensibilidad más exquisita que la del hombre, fueron las primeras que abrazaron la religión que nivela al indigente con el potentado, consuela al triste, ampara al anciano, vela por el desvalido, protege al débil y derrama en el corazón el bálsamo de la caridad y la esperanza. Las mujeres presintieron la divinidad de Jesucristo; mientras el Sanedrín, formado por jueces, ancianos y príncipes de los sacerdotes, pidió a Poncio Pilato que condenara a Jesús; Claudia, mujer del Pretor, esforzábase en probar la inocencia del acusado, afirmando que creía en su divinidad. Claudia tuvo fe en ella como la tuvieron Marta, Magdalena, Salomé, la Cananea, María de Bethania, y todas las galileas.

En el sexo femenino no hubo una voz que se alzase contra Él, no hubo quien dudara de su palabra.

¡Felicítese la mujer de no haber tenido en su sexo fariseos!

México, abril de 1889.

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