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ArribaAbajoParte segunda

Del estilo


Antes de discurrir sobre los tres géneros del estilo oratorio, vamos a tratar de sus calidades generales, que forman la segunda parte de la elocución; y son: orden, claridad, naturalidad, facilidad, variedad, precisión y dignidad.

El estilo en general no es otra cosa que el aire o manera de enunciar las ideas; la que diferencia y caracteriza los escritores, como la fisionomía las personas. Así uno es fluido, y otro duro; uno conciso, y otro difuso; aquel claro, y éste oscuro, etc.

Todo estilo debe ser correcto, claro, preciso, y natural; pero el estilo oratorio; a más de esto, ha de ser fácil, variado, elegante, harmonioso, y congruente: calidades en que se cifra el talento del escritor, y por lo mismo más particulares, raras y difíciles.

El estilo, que es el alma de toda elocuencia, distingue al orador del filósofo, y del historiador, pues, como dice un célebre hombre, el filósofo debe sentir y pensar, el historiador pintar y sentir; mas el orador debe sentir, pensar y pintar. El raciocinio basta el primero, las imágenes al segundo; pero el tercero no puede pasar sin el sentimiento.


ArribaAbajoI. Orden

No basta mostrar al alma muchas cosas, si no se le muestran con orden. De este modo, acordándonos de lo que hemos oído, empezamos a imaginar lo que oiremos; y entonces nuestro entendimiento se complace, digámoslo así, de su capacidad y penetración.

Pero en el discurso en que no reina orden, el alma ve que el que ella quiere ponerle se confunde a cada instante. A este orden general de todo estilo, que hasta nuestros tiempos había sido poco observado casi de todos los escritores, se puede añadir la coordinación oratoria de las palabras, de donde la expresión saca cierta energía y aire de novedad, que no se pueden siempre definir.


ArribaAbajoCoordinación oratoria

Nadie creyera el poder de un término puesto en término opuesto en este u esotro lugar de la frase. Esta feliz combinación de los signos de nuestras ideas comunica al estilo cierta viveza, cierta fuerza, que no nace ni de la propiedad, ni de las imágenes, sino del lugar que las palabras ocupan en el discurso.

En nuestra lengua el orden de las palabras sigue comúnmente, más que en otras, el de la generación de las ideas: orden apreciable para la claridad, y el mérito didáctico; y que cuando se observa con rigorosa uniformidad, hace lánguido el estilo. Pero las inversiones retóricas que admite la elocuencia, pueden quitar esta sujeción.

Ejemplo del orden natural: La justicia la verdad son los primeros oficios del hombre, y la humanidad y la patria sus primeros sentimientos. -Orden oratorio: Justicia y verdad: he aquí los primeros oficios del hombre; humanidad y patria: he aquí sus primeros sentimientos. -Orden natural: Vemos a los orgullosos Califas, cobardes sucesores de Mahoma, temblar en medio de su grandeza. - Orden oratorio: Vemos estos cobardes sucesores de Mahoma estos orgullosos Califas, temblar en medio de su grandeza. ¿Qué distinta fuerza, y energía tienen estas palabras justicia y verdad, y la otra, estos Califas, puestas por un modo demostrativo, o como emblemático en un lugar que llama la atención del lector?

Otras veces no se causa menor efecto poniendo una suspensión, aunque sea momentánea, para invertir el orden lógico que debieran seguir los miembros del discurso. Ejemplo de orden natural: Los Grandes benéficos y afables pueden gozar de las dulzuras de la sociedad, que son el mayor bien de la vida humana. -Orden oratorio: Los Grandes benéficos y afables pueden gozar del mayor bien de la vida humana; sí... de las dulzuras de la sociedad.

En fin hay términos que tienen su fuerza particular, y que por la misma razón deben ocupar en la frase un lugar distinguido, a fin de que causen un efecto mas sensible. En las quejas que Clytemnestra da al famoso Agamenón le dice: Esta sed de reinar inextinguible, el orgullo de ver veinte Reyes que te sirven y te temen, todos los derechos del imperio confiados en tus manos, ¡CRUEL, los sacrificas a los Dioses! Esta palabra cruel está de tal modo puesta en su lugar, que perderla su valor en otro cualquiera.

Véase la impresión que puede causar una palabra puesta en lugar señalado de esta frase: Romanos! ¡Qué fuerza no tuvo esta palabra en boca de César! apaciguó una legión. Dígase por un orden común y natural: ¡Qué fuerza no tuvo en boca de César esta palabra, Romanos! que apaciguó una legión!

¿Cuánto adorna y ennoblece al discurso este orden oratorio, que coloca las palabras en el lugar preciso, para que logren todo su efecto? ¿No se dá con esta ingeniosa discreción una forma nueva a lo que es muy común y muy antiguo?






ArribaAbajoII. Claridad

El hombre elocuente siempre huye de las expresiones afectadas, que embarazan y confunden el estilo. y de los discursos enredados y oscuros, que parece que dicen mucho, y al fin nada dicen.

Algunos, queriendo parecer profundos, se hacen oscuros, y no presentan a la razón un sentido perceptible. Todos los que quieren tratar la materia que no entienden, gastan una expresión oscura; porque nadie puede enunciar clara, limpia y distintamente sino las ideas que concibe con claridad, limpieza y distinción. Esta es la razón por que vemos en las composiciones de los jóvenes retóricos tanta confusión y oscuridad; pues pocos maestros han querido entender, que es imposible que escriban bien unos hombres que aún no han aprendido a pensar.

Otros también se hacen oscuros a fuerza de querer ser brillantes, cuando expresan con términos demasiado figurados y estudiados, lo que sólo pide natural simplicidad. Así los que sin haber estudiado los grandes modelos de la elocución, ni analizado el gusto puro y natural, pretenden distinguirse por un estilo brillante, se exponen a deslumbrarse a sí mismos; porque es fácil que juzguen del mérito de su obra por el trabajo que les cuesta.

Otra de las calidades principales del estilo oratorio en general es la perspicuidad, quiero decir, aquella enunciación limpia, despejada y luminosa que hace visibles nuestras ideas al mayor número de los oyentes. Esta calidad, pues, consiste en disponer de tal modo las ideas que concurren a probar una verdad o ilustrar una proposición, que se hagan, si es posible, comprensibles a todos.

Por esto el orador allanará los asuntos por sí arduos y profundos, formando, por decirlo así, una línea de comunicación entre sus pensamientos y la capacidad de los oyentes; porque el pensamiento muy nuevo o muy peregrino, es como la cuña, que nunca podrá penetrar por el lomo.

Tampoco basta que las ideas sean claras y grandes: es menester además una expresión despejada y enérgica para comunicarlas. Y como los términos son signos representativos de nuestras ideas, éstas serán oscuras siempre que lo sean aquellos; quiero decir, siempre que su significación no sea exactamente determinada.

Generalmente todo lo que llamamos expresiones felices son los modos mas propios para producir limpiamente un pensamiento. Así podemos decir que casi todas-las reglas del estilo en general se reducen a la claridad. Pues si los equívocos son reputados en cualquiera escrito por un vicio capital, es porque lo equívoco de la palabra se extiende a la idea, y la oscurece oponiéndose a la viva impresión que causaría. Si se pide a un escritor variedad en el estilo, ligereza y rapidez en la frase; es porque los rodeos monótonos y uniformes fatigan la atención; y una vez entorpecida, las ideas y las imágenes se presentan menos claras y vivas al entendimiento, y hacen en nosotros una impresión muy débil. ¿Por qué se requiere precisión en el estilo, sino porque la expresión más corta, siendo propia, es siempre la más clara? Así todo lo que se le añade es siempre insípido y repugnante. ¿Por qué se exige pureza y corrección, sino porque ambas cosas traen consigo la claridad? ¿Por qué en fin los escritores que producen sus ideas con imágenes brillantes gustan tanto, sino porque haciendo más palpables y distintos sus pensamientos, precisamente los hacen más claros?

En fin este espíritu de claridad o perspicuidad no es otra cosa que el talento de saber acercar las ideas unas a otras, enlazar las más conocidas con las que lo son menos, y producirlas con las expresiones más precisas.




ArribaAbajoIII. Naturalidad

El estilo natural nos encanta con razón, porque, como dice un insigne escritor, esperamos hallar un autor, y hallamos un hombre. La expresión más brillante pierde su mérito siempre que descubra el arte, porque este estudio nos manifiesta un escritor más ocupado de sí, que del asunto que trata; y como la afectación del estilo daña también a la expresión del sentimiento, padece necesariamente la verdad.

El mejor medio para conocer si el estilo tiene aquella naturalidad rara y preciosa es ponerse primeramente en lugar del autor y suponiendo que hubiésemos de producir el mismo pensamiento, ver si sin esfuerzo ni aliño lo enunciaríamos del mismo modo. Un hombre vulgar teniendo que producir un sentimiento noble, lo expresará con un adorno estudiado, porque sólo el hombre grande halla los sentimientos sublimes dentro de su alma. Por lo mismo los rasgos verdaderamente elocuentes, como ya hemos dicho, son los más fáciles de traducir, porque la grandeza de su pensamiento subsiste de cualquiera modo que se presente, y no hay lengua que se niegue a la expresión natural de un sentimiento sublime.

Pero aquí conviene que distingamos la naturalidad de la sencillez. Lo sencillo nace del asunto, y por consiguiente nace sin esfuerzo; y como sólo debe ser inspirado por el sentimiento, se opone a todo lo que exige reflexión. Así podremos decir, que todo pensamiento sencillo es natural; mas no todo el que es natural es sencillo: este es el que menos debe al arte; así no puede sujetarse a reglas.

Lo natural también pertenece al asunto, mas no se descubre sino con la reflexión, y sólo se opone a lo afectado. Por lo mismo este estilo puro y noble condena los equívocos, los retruécanos, las paranomasias, los reparos, las paradojas, todos los conceptos y sutilezas ingeniosas, enigmas misteriosos, y retorsiones que violentan la naturaleza y atormentan la razón.




ArribaAbajoIV. Facilidad

No basta que el estilo sea metódico, claro y natural; debe también ser fácil, esto es, no debe descubrir trabajo alguno. Entre las principales gracias de Cicerón se cuenta la facilidad de su estilo; donde si alguna vez se trasluce algún leve estudio, es en la colocación de las palabras para componer la armonía.

No hay cola mas opuesta al estilo fácil que el lenguaje figurado y poético, cargado de un enorme fárrago de metáforas y de continuos antítesis. Este es el más opuesto, principalmente a la elocuencia del pálpito, aquella que debe ser el tierno y sencillo lenguaje de un corazón penetrado de las verdades que va a predicar a los hombres.




ArribaAbajoV. Variedad

Si es menester orden en la expresión, no es menos necesaria cierta variedad, sin la cual el alma se fastidia y pierde la atención. Los hombres quieren ser movidos; así todos buscan objetos nuevos que varíen sus sensaciones. El perezoso negro se sienta al pie de un arroyo para divertir y ocupar la vista con la rápida sucesión de las ondas; y la agitación continua de la llama hace preferir el fuego de las chimeneas: por esto se dice muchos siglos ha, que la lumbre hace compañía.

No basta que una obra sea nueva en el plan, si es posible, debe serlo en todas sus partes. El lector quisiera que cada pasaje, cada período, cada línea, cada palabra le excitase una impresión nueva: así vemos que la elegancia, la corrección, y la misma armonía cansan; mas no cuando cada expresión presenta una imagen, o idea nueva.

Si la parte de una pintura que se nos descubre se pareciera a la que acabamos de ver, este objeto sería realmente nuevo sin parecerlo, y nunca nos podría deleitar. Mas como todas las hermosuras del arte, igualmente que de la naturaleza, solo consistan en el placer que nos causan, es necesario que sean variadas, para que el alma sienta nuevos gustos en las nuevas ideas que reciba. Por esto los que quieren instruir deleitando, modifican lo más que pueden el tono siempre uniforme de la instrucción.

Una larga uniformidad lo hace todo insoportable. La repetición de la misma palabra en un corto espacio del discurso, el mismo orden de períodos mucho tiempo continuado cantan en cualquiera escrito, del modo que los mismos números y cadencias fastidian en un poema. Por esto el que caminase todo un día entre dos calles uniformes de álamos se rendiría de tristeza; muy diferente de otro que atravesase los Alpes, siempre embelesado entre aquella variedad de deliciosas situaciones, y puntos de vista que encantan al caminante.

Hay estilos que parecen variados y no lo son; y otros que lo son y no lo parecen. El estilo matizado de florecitas y sentencillas, bordado de menudas sutilezas, de énfasis y antítesis imperceptibles embaraza al alma por su oscuridad y confusión: así como un edificio de orden gótico, por la variedad y enredo de sus laborcitas, y pequeñez de sus adornos es una fatiga para la atención, y para la vista un enigma.

Al contrario, el estilo tejido de frases claras, períodos llenos, términos nobles y sencillos, magníficas transiciones, y pensamientos grandes deleita a las personas de todos los siglos y países. Este estilo, por no salir de la misma comparación, es como la arquitectura griega, que parece uniforme y tiene las divisiones necesarias para ver precisamente todo lo que podemos sin fatigarnos, y lo que basta para tenernos ocupados.

Es menester que las grandes cosas tengan grandes partes: los gigantes tienen grandes brazos, los cedros grandes ramas, y los Alpes se forman de grandes montañas. El estilo noble en los objetos magníficos debe tener pocas divisiones, pero grandes: y esto comunica al discurso cierta majestad que no puede dejar de percibirla el alma.

Muchas veces el orador, queriendo hacer variado el discurso por medio de las contraposiciones, al paso que le pone cierta simetría, también le da una viciosa uniformidad. Pues algunos piensan a fuerza de situaciones contrarias animar un discurso por sí frío, disponiendo el principio de cada frase en oposición con el fin: defecto muy común en los autores de la baja latinidad.

Además, este estilo no es natural; porque le hallamos tan poca variedad, que cuando hemos visto una parte de la frase, adivinamos siempre la otra que sigue. Es verdad que hay en él palabras opuestas, pero opuestas de una misma manera: vemos una contraposición en la frase, mas siempre la misma; ¿y ésta tomada en general, no es una fastidiosa uniformidad?

Así como se observan en el estilo ciertas calidades esenciales y fundamentales, hay otras secundarias, y por decirlo así, accidentales que hoy distinguen más que nunca a los escritores, y son precisión y nobleza.




ArribaAbajoVI. Precisión

La precisión, hija de la exactitud y claridad de entendimiento, necesarias para no cargar de impertinencias el asunto, separa las cosas verdaderamente distintas, a fin de evitar la confusión que nace de la mezcla de las ideas: por consiguiente es una calidad apreciable en todos los asuntos, y que conviene a todos los géneros de estilos y de obras.

Las ideas precisas dan fuerza hasta al lenguaje común y ordinario, y le comunican cierto sublime: pues cuanto más simples y sensibles son las verdades, más precisión requieren. Dígalo la geometría, que por ser la ciencia más cierta y clara, busca el mayor rigor de la precisión.

Pero es menester que distingamos la precisión de la concisión: ésta mira a la expresión como la otra a las ideas; desecha los términos superfluos, condena los circunloquios inútiles, y siempre se sirve de las palabras más propias y vivas. En fin podemos decir, que así como el objeto de la precisión es la cosa que se dice, el de la concisión es la manera con que se dice: la primera se dirige al hecho, y la segunda abrevia su expresión.

La concisión debe reinar en las definiciones, en la argumentación, en las breves narraciones, sentencias, etc. porque lo difuso es tan contrario de lo conciso, como lo prolijo de lo preciso, y lo extenso de lo sucinto.

Últimamente para dar una breve idea de lo preciso, conciso, y sucinto, podemos decir, que a lo preciso nada puede añadírsele que no lo haga prolijo, y a lo sucinto nada quitársele sin hacerlo oscuro; pero lo conciso, siempre que se le quite o añada, quedará oscuro o difuso.




ArribaAbajoVII. Dignidad.

No basta que la dicción sea decente: debe ser noble. El discurso oratorio respira siempre dignidad, desechando las locuciones bajas, populares o demasiado comunes.

Este vicio común a muchos escritores, célebres por otra parte, se nota palpablemente en estas expresiones: Estos mismos varones, que vemos hoy en los cuernos de la luna, pudiendo haber dicho con dignidad: que vemos hoy ensalzados, o bien en la cumbre de la fortuna, etc. Lo mismo diremos de estotra: el vicio señorea, la virtud anda por los suelos; pudiendo decir con más nobleza: la virtud está abatida, u hollada, etc.

Esta desigualdad, que se nota en muchos escritores antiguos muy acreditados, nació de que no querían castigar su estilo, o de que la poca delicadeza en las costumbres influía directamente en el lenguaje.




ArribaAbajoArtículo I. De los pensamientos

Como el estilo en general puede ser considerado por dos respetos diferentes, o por el modo más o menos feliz de expresar los pensamientos, de que hemos ya tratado, o por el de concebirlos y producirlos juntamente, le analizaremos aquí en este último sentido.

Para escribir bien es menester moblar la memoria de una infinidad de ideas accesorias al asunto que se trata; y en este concepto sólo carece de estilo el que carece de ideas. Por esto vemos muchos hombres que escriben con excelencia en un género, y en otro con infelicidad; no porque ignoren el aire de la frase, ni la corrección del lenguaje en general; sino porque están destituidos de ideas en aquella materia.

Los pensamientos vienen a ser el cuerpo del discurso, y la elocución su vestido; porque las palabras siendo para las cosas, sólo son destinadas para enunciar, y cuando más, para hermosear las ideas. Entonces las expresiones mas brillantes, si carecen de sentido, se han de mirar como sonidos vanos y despreciables.

Al contrario, un pensamiento puede ser sólido y grande aunque le falten los adornos porque lo verdadero, de cualquiera modo que se presente, siempre es estimable; así, cuando el orador ponga algún cuidado en las palabras, sea después de haberlo puesto él las cosas; pues aquellas no pueden ser propias y exactas, si no nacen de los mismos objetos que se tratan.


ArribaAbajoPensamientos verdaderos

La primera y fundamental virtud de los pensamientos ha sido siempre la verdad, sin la cual los más nobles, o que lo parecen, son intrínsecamente viciosos. Y como las ideas vienen a ser las imágenes de los objetos, del modo que de las ideas lo son las palabras, y por otra parte los retratos sólo se llaman fieles en cuanto semejantes al original, todo pensamiento será verdadero cuando represente las cosas como son en sí mismas.

Aunque la verdad es indivisible, los pensamientos serán más o menos verdaderos, según la mayor o menor conformidad que guarden con los objetos. La entera conformidad constituye lo que llamamos exactitud del pensamiento, como la de un vestido perfectamente ajustado al cuerpo. Así todo pensamiento, para ser exacto ha de ser verdadero contemplado todas sus caras, y examinado desde todas las distancias.

El pensamiento que sólo cuadra con el objeto por el lado que lo toma el autor, y a una distancia remota, nunca será sólido; porque a la verdad, hay pensamientos que deslumbran a primera vista, pero examinados de cerca desaparecen como el humo.

Para dar una prueba de cuan sujetos están al error aun los ingenios más eminentes, citaré algunos ejemplos del siglo en que la manía de los emblemas dispensó a muchos el pensar. Nace el valor, no se adquiere: patrimonio es del alma. Este pensamiento es falso. El hombre nace cobarde, porque nace endeble e ignorante. La experiencia de sus fuerzas, de su habilidad, o de su fortuna en los peligros le da confianza, y de ésta nace el valor: así la diferencia del soldado veterano al visoño no consiste en otra cosa. Por otra parte la necesidad hace al hombre valiente: tal defiende con intrepidez su casa, que no embestiría la agena. Hay héroes que fueron cobardes la primera mitad de la vida, y valientes la otra mitad. ¿Dónde está el valor innato? ¿Qué cosas no podríamos decir sobre esta sentencia magistral y otras innumerables, que cien autores repiten ciegamente, y cien mil lectores adoptan sin reflexión?

Es muy común, decir en elogios de algunos personajes ilustres: Sus generosas acciones eran hijas de la sangre que corría por sus venas. Para que este pensamiento fuese verdadero era menester antes examinar: 1.º Si todos los nobles obran generosas acciones. 2.º Si los que no lo son se hallan incapaces de ellas. 3.º Si la sangre del héroe no es la misma que la del porquero. 4.º Si la sangre puede tener alguna influencia en la moralidad de las acciones del hombre. 5.º Si la sangre es susceptible de honor o de infamia. 6.º Si la nobleza es otra cosa que una distinción civil, y no una calidad física o moral inherente al individuo. 7.º Si el concepto de la nobleza se hereda de otro modo que por la opinión pública, y por la memoria que de ella conserva el que la goza. 8.º Si cuando la nobleza fuese una virtud, no siendo sino su recompensa, las virtudes se propagan, y propagan por la generación. 9.º Si el noble es veraz, justo y generoso porque es noble, y no porque se acuerda que necesita de estas prendas para no perder el aprecio de su estado. 10. Si la buena opinión que formamos de la conducta de los nobles se funda en otra cosa que en la suposición de una crianza superior a la de la plebe. En fin si cuando la nobleza o sus efectos residiesen en la sangre, el hombre ya en edad de obrar virtuosamente, no la hubiera renovado muchas veces. ¿Quién no ve que esta expresión no puede ser mas que una metáfora, y que las metáforas prueban poco?

Hay otros pensamientos que cansan y fastidian por demasiado verdaderos, quiero decir, por comunes y triviales, como cuando leemos: Las pasiones tienen ciego al hombre.- La mayor victoria es vencerse a sí mismo.- La muerte acaba los males de este mundo: así de otros infinitos.




ArribaAbajoPensamientos extraordinarios

Para que un pensamiento sea relevante, no hasta que sea verdadero en todas sus partes; a veces a fuerza de verdadero es insípido y trivial, como hemos visto en los tres últimos. Es menester que a más de la verdad, que contenta siempre al entendimiento, encierre alguna cosa que le hiera y sobrecoja por lo nuevo y extraordinario. La verdad es para los pensamientos lo que son los cimientos para los edificios: hacen la solidez y firmeza, mas no la magestad y hermosura. Porque, aunque la verdad desnuda se adapta para la instrucción al estilo didáctico, pide al orador, cuando se trata de mover y deleitar, cierto esplendor, cierta nobleza.

Dígalo este ejemplo: Los pobres Romanos vencieron a los ricos Asiáticos. Éste es un pensamiento verdadero, pero sencillo y ordinario. Para hacerle más relevante, y darle un aire de novedad, dice otro: La pobreza Romana pisó los cetros de oro del Asia. Véase estotro pensamiento verdadero, pero común: La virtud es de todos los puestos: este mismo le veremos menos ordinario y más brillante sin perder la verdad, diciendo: La virtud brilla igualmente cubierta del pellico que de la púrpura.




ArribaAbajoPensamientos graciosos

Hay pensamientos que sacando todo su mérito de cierto carácter lleno de gracia y hermosura, son como aquellas pinturas que nos encantan por lo tierno, suave, y agraciado. No sin razón se puede aplicar a esta casta de pensamientos el molle, atque facetum, que Horacio da a Virgilio; y consiste en cierta gracia indefinible.

Así habla un autor moderno de una mujer hermosa, y sabia al mismo tiempo: Ella juntaba todos los embelesos de una mujer con todos los conocimientos de un hombre, y tenía el mérito cuando hablaba de hacer olvidar su hermosura.

Hablando del Emperador Trajano dice un escritor juicioso: El panegírico de Plinio desluciría a Trajano, si a fuerza de merecerle, no hubiese borrado el héroe la flaqueza de haberle oído.




ArribaAbajoPensamientos delicados

Hay otra especie de pensamientos, que a lo extraordinario y gracioso unen lo delicado. Cierto autor así habla de un sabio que murió en la extrema indigencia: Murió tan pobre, que no pudo dejar a sus hijos sino el honor de haber tenido tan virtuoso padre.

Pintado el estado de la Francia cuando Sully fue injustamente perseguido, dice otro escritor: las cosas habían llegado a tal punto, que las virtudes de un grande hombre no servían sino para hacer mas culpuble a su siglo.

Para encarecer la virtud de un áulico, dice otro en su elogio: Tuvo la dulce satisfacción de haber hecho la fortuna a sus amigos, y la gloria de no haberse acordado de la suya.




ArribaAbajoPensamientos sublimes

Lo que principalmente hace elevado el discurso son los pensamientos sublimes, que no presentan al entendimiento sino cosas grandes. La elevación y grandeza roban nuestra atención, con tal que sean proporcionadas al objeto; porque es regla general, que se debe pensar confirme al asunto que se trata. ¿Quién referiría el incendio de Roma por Nerón con un estilo frío y sencillo?

Véase como habla Cicerón porque habla de Julio Cesar: El mayor presente que te ha hecho la nuturaleza es la voluntad de hacer bien, ya que de la fortuna recibiste el poder de hacerlo. No menos sublimidad tiene éste que se ha dicho en elogio de Carlomagno: El Imperio se mantenía por la grandeza del Emperador, que siendo hombre tan grande, fue todavía mayor Príncipe.

Véase la majestad de éste de Valerio Máximo, hablando de Pompeyo vencedor y restaurador de Tigránes: Le restituyó su primera dignidad, juzgando tan glorioso hacer como vencer Reyes.

De los Romanos en el siglo VIII, habla así un historiador: Los Romanos, cargados de la pompa de sus títulos, y vacios de gloria y de vigor, no eran más que la sombra de sí mismos. Él mismo habla de Tiberio de esta suerte: Del tercer César hablo, de este Tiberio, que desdeñó ver los hombres, sin tener valor para dejar de oprimirlos.




ArribaAbajoPensamientos grandes

Comúnmente es grande un pensamiento, cuando decimos una cosa que nos hace ver otras muchas, y descubrir de un golpe lo que no podríamos esperar sino después de larga lectura.

Lucio Floro nos representa en pocas palabras el espectáculo de toda la vida de Scipión, cuando dice de su niñez: Éste será el Scipión que crece para destruir a Cartago. Parece que vemos un niño que crece y sube como un gigante para la grande empresa que algún día había de acabar.

Él mismo nos manifiesta el gran carácter de Aníbal, la situación del universo, y el poder de Roma, cuando dice: Aníbal fugitivo corría toda la tierra, buscando un enemigo al pueblo Romano.

De este mismo Aníbal dice un escritor moderno: Aníbal vencido en Zama, viendo a su patria aún entera recibir la ley del vencedor, la vuelve la espalda, huye, y va a perecer en Asia. Aquí descubrimos la dignidad de Aníbal, apartando la vista de un Imperio entero, como un padre la quita de un hijo que abandona; vemos la desolación de Cartago, desamparada del único hombre que podía salvarla. En fin parece que vemos, no un hombre, sino un gran río, que va a morir en el océano a mil leguas de su origen.

Estas ideas vastas nos agradan por la curiosidad que tenemos todos los hombres de percibir de una ojeada muchos objetos que se enlazan, pues no podemos tener el uno sin desear el otro; del modo que en la pintura no gustamos tanto de un jardín regular como de un paisaje, porque nuestra vista siempre quiere extenderse hasta el término más remoto.

El escritor elocuente se distingue, no sólo en la gracia, delicadeza y energía de la expresión, más también en la grandeza y profundidad de las ideas. Esta feliz reunión inmortaliza una obra; porque un idioma, además que insensiblemente se envejece, las locuciones más pulidas y selectas pasan a ser de las muy comunes, perdiendo con el tiempo que muda los gustos y las costumbres, aquella fuerza y frescura de colorido que las hacía agradables. Pero como la grandeza de los pensamientos es de todos los hombres, tiempos, y países, sólo ella es de todas las lenguas; sólo ella pueda sufrir una fiel traducción.

Las obras que han de pasar a la posteridad, mas deben fundarse en la elección y grandeza de las ideas, que en el gusto y elegancia del estilo. Las que posean este último merito, podrán lograr una aceptación más rápida, pero menos general; más brillante, pero menos durable; porque como casi todos los hombres, según lo prueba la experiencia mas han sentido que visto, y más han visto que reflexionado, la mayor parte son mas movidos de la hermosura de una expresión que de la profundidad de un pensamiento. Por esto en todos los países el siglo de los poetas ha precedido al de los filósofos.

Entre los pensamientos propios para agradar a todos los tiempos y pueblos se cuentan los sentimientos y las ideas admiradas en ciertos pasajes de Homero, Virgilio, Taso, etc. donde estos célebres escritores no se ciñen a la pintura de una nación o de un siglo en particular, sino de la humanidad entera.

Tales son las grandes imágenes que brillan en los símiles con que algunos insignes autores han enriquecido su elocución. Para ponderar la grandeza e impasibilidad de nuestro Dios, dice un escritor elocuente: Este Criador supremo de todos los seres, que con los mismos ojos ve perecer un insecto que un héroe, deshacerse un cometa que un átomo.

De la primera guerra púnica dice así una valiente pluma: Los Cartagineses, dueños de las costas del África, consiguieron luego hacer de la Sicilia un puente para pasar a Italia. ¡Qué grandeza de puente!

De las irrupciones de los Vándalos, y Suevos dice así otro: Son pueblos que transmigran, destruyen, y se sientan sobre ruinas; mas luego son empujados por otros extraños y enemigos suyos, como la ola impelida por la que sigue, huye y le cede su lugar. Otro ejemplo, pondremos para ver la grandeza de un símil, que pinta la aniquilación del Imperio de Oriente: Sólo diremos, dice el historiador, que ya en tiempo de los últimos Emperadores el Imperio reducido a los arrabales de Constantinopla, acabó como el Rhin, que cuando se pierde en el océano no es más que un arroyo.

En prueba de que en cualquier género hay hermosuras propias para agradar universalmente, escojo estas mismas imágenes y símiles, y digo: que la grandeza en las pinturas es la causa universal del gusto. En efecto, sea que el deseo habitual e impaciente dé la felicidad, que nos hace anhelar todas las perfecciones, nos haga agradables estos objetos grandes, de cuya contemplación parece que toman más ensanche nuestra alma, y nuestras ideas más fuerza y elevación; sea en fin por otra cualquiera causa, nosotros experimentamos, que la vista aborrece todo lo que la estrecha; que se halla oprimida en las gargantas de las montañas, o en el recinto de unas altas paredes; y que al contrario apetece una llanura inmensa, ya extendiéndose sobre la superficie de los mares, ya perdiéndose en un horizonte remoto.

Todo lo que es grande precisamente ha de deleitar la vista o imaginación de los hombres. Estas especies de hermosuras en las descripciones son infinitamente superiores a todas las demás, que dependiendo, por ejemplo, de la exactitud de las proporciones, no pueden ser ni tan vivas, ni tan generalmente sentidas, porque no tienen todas las naciones unas mismas ideas de proporción. En efecto, si se contraponen a las cascadas que el arte construye, a los subterráneos que excava, a los terraplenes que levanta, las cataratas del río de San Lorenzo, las profundas cavernas del Ethna, y las enormes masas de peñascos desordenadamente amontonadas sobre los Alpes, ¿quién no sentirá que el placer que produce esta prodigalidad, esta ruda magnificencia que la naturaleza pone en sus obras, es infinitamente superior al que resulta de la exactitud de las proporciones?

Para convencernos de esta verdad, un hombre suba de noche a la cumbre de una montaña para contemplar desde allí el firmamento. ¿Es la agradable simetría con que están distribuidos los astros lo que le arropa? No: porque aquí vemos la vía láctea sembrada de un número infinito de estrellas confusamente amontonadas, y mas allá se presentan vastas espacios. ¿De dónde proviene el placer que experimenta el contemplador? De la misma inmensidad de los cielos.

En efecto, ¿qué idea no nos debemos formar de esta inmensidad, cuando innumerables mundos inflamados no parecen sino puntos confusamente esparcidos en los espacios del éter? ¿Cuándo otros soles muchos millones de veces mayores que nuestro globo, y más retirados en los abismos del firmamento apenas son divisados? La imaginación entonces, que se arroja desde estas últimas esferas para recorrer todos los mundos posibles, ¿no ha de sumergirse en las vastas e inmensurables concavidades de los cielos, y elevarse con aquel arrebatamiento producido por la contemplación de un objeto, en que se ocupa el alma toda entera sin fatigarse?

Por eso la grandeza de estas decoraciones hizo decir en el género descriptivo, que la naturaleza era tan superior al arte; o, lo que es lo mismo, que dos grandes retratos son superiores a los pequeños.




ArribaAbajoPensamientos fuertes

Pensamiento fuerte será siempre el que nos cause la más viva impresión, que puede nacer, o de la misma idea o del modo expresarla. Por esto la idea más común, siendo enunciada con vivas imágenes, podrá causarnos una fuerte conmoción.

Así hemos de entender por fuerte todo lo que nos hace impresión viva pero como todo lo grande la causa también, para no confundir ambas cosas, es necesario comprehender por idea grande el pensamiento cuya impresión es más universal, y por consiguiente menos viva. Los axiomas del Pórtico y del Liceo, importantes a los hombres en general, y como tales a los Atenienses, parece sin embargo que no hacían en éstos la impresión de las arengas de Demóstenes; porque el oyente siempre será más movido de aquellas ideas más conformes con su situación presente, y por lo mismo más interesantes, que de las que, por la razón de ser grandes y generales, miran menos directa e inmediatamente al estado y circunstancias en que se hallan los hombres.

Por esta ciertos rasgos de elocuencia de la antigüedad, que entonces inflamaban las almas, y algunas arengas fuertes en que se debatían los intereses actuales de un estado, no son de una aceptación tan general como los descubrimientos de los políticos y filósofos, que convienen a todos los tiempos, países y gobiernos. En los papeles públicos lo vemos, por lo poco dudosas e interesantes que se nos hacen las relaciones de una guerra encendida en el Indostán, respecto de otra encendida en Italia.

En materia de ideas, la única diferencia entre lo fuerte y lo grande consiste en que lo uno es más viva, y lo otro más generalmente interesante. Así ¿cuándo decimos que una proposición es fuerte? Cuando se trata de un objeto que nos interesa. Por la misma razón no damos este nombre a las demostraciones de geometría, porque son unas proposiciones que no tocando a los oyentes personalmente, ninguno tiene interés ni corre peligro en no creerlas.

Cuando se trata de pinturas hermosas de estas imágenes o descripciones hechas para herir la imaginación, lo fuerte y lo grande tienen entonces esto de común, y es que no deben presentar sino objetos magníficos. Todo lo que por sí es pequeño, o que se hace tal por comparación con las cosas grandes, casi no nos hace impresión alguna. Toda la intrepidez de Hércules desaparece si le pintarnos al lado de Briareo, que poniendo una montaña sobre otra sube a escalar el cielo.

Mas si lo fuerte es siempre grande, lo grande no es siempre fuerte: dos cosas que sólo las reúnen las verdades de nuestra santa Religión. Así siguiendo el gusto poético, podemos decir, que una decoración del templo del sol, del himeneo de los dioses, o de la inmensidad de los cielos, puede ser grande, majestuosa, y aún sublime, mas nunca nos causará una impresión tan fuerte como la pintura del negro Tártaro. La pintura de la Gloria de los Santos asombra menos la imaginación que el juicio final de Miguel Ángel, porque parece que cuando se trata de lo terrible, la imaginación no tiene la misma necesidad de inventar: el infierno es siempre bastante formidable por sí. Luego parece que lo fuerte no es mas que el Producto de lo grande unido a lo terrible.

Determinada una vez la idea de lo fuerte, hombres no pudiéndose comunicar sus ideas sino por palabras, si la fuerza de la expresión no corresponde a la del pensamiento, por fuerte que éste sea, parecerá siempre flojo y débil, a lo menos a los que no están dotados de aquel vigor de entendimiento que suple a la languidez de la expresión.

Para causar una impresión fuerte es menester que el pensamiento se revista de una imagen, que, a más de su exacta propiedad, debe ser grande sin ser gigantesca, y noble sin ser hinchada.

Del tiempo de las guerras civiles de Roma habla así un historiador: Entonces fue menester arrancar a las provincias la sombra de libertad que les había quedado, y entregarlas a los Pretores, estos tigres sedientos de sangre y de rapiñas, precisados a volver a su patria cargados de crímenes y tesoros.

Del descubrimiento y conquista del nuevo Mundo, dice un observador: ¿Qué antiguo jamás hubiera concebido, que un mismo planeta tuviese dos emisferios tan diferentes, que el uno había de ser subyugado y como tragado por el otro después de una serie de siglos que se pierden en las tinieblas y abismos de los tiempos?

Del tremendo día del juicio universal habla así un moderno orador: O! Señor eterno, en el último día de los siglos, cuando el velo del firmamento será rasgado; cuando tu brazo invencible detendrá el sol en su carrera; cuando resucitadas todas las generaciones, dependerá el destino del género humano de una palabra de tu boca; ¿podremos ver sin terror las convulsiones de la naturaleza moribunda?

La excesiva grandeza de una imagen muchas veces hace ridículo el pensamiento (a lo menos en la oratoria) y siempre causa una impresión débil; porque habrá pocos hombres de una imaginación tan fuerte que puedan representarse, por ejemplo, los Alpes saltando como venados.

Con todas las imágenes en movimiento siempre serán las más sensibles. Esta pintura, siempre preferible a la de un objeto en reposo, excitando más sensaciones por su continuada sucesión, nos causa una impresión más viva y más durable. Menos nos mueve el mar en calma que una tempestad deshecha; menos el cielo sereno y sembrado de estrellas, que iluminado de relámpagos y agitado de nubes; menos una laguna cristalina, que un rápido torrente que arranca las árboles e inunda los campos. La acción y no el reposo, constituye la fuerza de nuestra alma. "En este océano de la vida, dice un autor, por donde navegamos de tantos modos, la razón es nuestra brújula, y las pasiones nuestros vientos. Tampoco Dios se muestra siempre en una perpetua quietud: el espíritu del Señor cabalga los aquilones y corre por la tempestad.




ArribaAbajoPensamientos nuevos

Muchas veces los pensamientos no solamente gustan por la grandeza de la imagen, sino por su novedad, que sobrecogiendo en algún modo el ánimo del oyente, y fijando por lo mismo toda su atención a una idea, le deja tiempo para que haga en su imaginación la impresión más fuerte.

La resurrección de la carne es expresada por un orador con esta imagen nueva y viva: El sepulcro restituirá su presa. De un privado caído y perseguido en todas partes dice otro: Prófugo por la Europa parece que llevaba la persecución atado a su sombra. De un Monarca sabio dice otro escritor: Rey que ha hecho sentar la filosofía en el trono. A los hombres afectos a las cosas temporales dice un orador: Salid del tiempo, y aspirad a la eternidad. Para ponderar la grande antigüedad de Egipto, así se explica otro: Las pirámides de Egipto parece que hacen tocar al viajero los primeros siglos del mundo. Un astrónomo hablando de la revolución de los astros, de la de las estrellas más remotas de nuestro sistema, y del tardo período de los sistemas juntos, dice: Estos tiempos son tan enormes, tan cercanos a lo infinito, que se podrían llamar momentos de la eternidad. Dice un historiador hablando de Oriente: En todas las historias del Asia no hallamos un pasaje que manifieste una alma libre, sino el heroismo de la esclavitud.

Toda la impresión en estas locuciones viene de la novedad de unir ciertas palabras, que nunca se habían visto juntas: la presa del sepulcro, salir del tiempo, atar la sombra, sentarse la filosofía, tocar como con las manos los siglos, dar momentos a la eternidad, y heroísmo a la esclavitud, todas estas expresiones no pueden dejar de sorprender por su novedad.




ArribaAbajoPensamientos variados

Hay otra especie de pensamientos, que a más de lo grande y nuevo, incluyen la variedad, otro de los principales placeres que experimenta la imaginación del oyente en las pinturas y descripciones. Si, por ejemplo, la vista o pintura de una grande laguna nos es agradable, la de un mar sin límites y en bonanza nos agrada aún más; porque esta inmensidad es origen de un placer nuevo, aunque su uniformidad, por hermoso que sea este espectáculo, luego nos enfada.

Pero si la tempestad personificada vuela con las alas del Aquilón envuelto en negros nublados, y precipitada desde el Sur, lleva arrolladas por delante las fuidas montañas del océano, ¿quién duda que la sucesión rápida y variada de las formidables pinturas que representa el trastorno de los mares, nos haba a cada instante impresiones nuevas en nuestra imaginación? Mas si la noche se agrega para aumentar los horrores de esta misma tempestad, y las montañas de agua, cuyas cumbres cierran el horizonte, se iluminan de repente con la repetida reverberación de los relámpagos, ¿quién duda también que este mar oscuro mudado en un instante en otro mar de fuego, no forme por esta variedad unida a la grandeza y novedad, una de las pinturas más propias para asombrar nuestra imaginación?

En este género descriptivo todo el arte se reduce a no ofrecer a la vista sino objetos en movimiento, y aun a herir muchos sentidos juntos, si es posible. La pintura del bramido de las olas, del silbido de los vientos, y del estruendo de los rayos, ¿cómo dejará de aumentar nuestro terror secreto, y el deleite que al mismo tiempo sentimos de ver el mar enfurecido?




ArribaAbajoPensamientos brillantes

Hay otra especie de pensamientos que anuncian la corrupción de la verdadera elocuencia, y consisten en ciertas expresiones breves, vivas y brillantes, sólo agradables por lo agudas; cuya impresión depende en parte de lo nuevo y atrevido, y en parte de lo ingenioso y oscuro de la frase.

Estos pensamientos no son condenables en sí mismos; lo sin sólo por la afección y el abuso: pues si se pueden considerar como ojos del discurso, al cual alguna vez dan gracia y viveza, todo un cuerpo no debe estar embutido de ojos. En este caso se dañan y sofocan recíprocamente, como sucede a los personajes de una pintura, que por su multiplicidad confunden la composición.

Además, como estas suertes de pensamientos, cuya hermosura proviene de cierta viveza y novedad, separados entre sí forman cada uno un sentido completo; sucede que el discurso, sin conexión y como desenlazado, saca un estilo cortado y muy conciso, siempre opuesto al número, fluidez, y armonía oratoria.

Véase el de este escritor, que ciertamente no carecía de ingenio: A nadie deberás comodidad sino a los libros. Son una comida que satisface y no harta. Son una visita que despedirás cuando quisieres. Unos enseñan a vivir; otros enseñan lo que se ha de vivir. Todo lo que te doctrina te vivifican. Podemos decir que estos pensamientos brillantes hacen lo que las chispillas entre la espesura del humo.

Además es difícil derramar sentencias con tanta prodigalidad, y tener mucha delicadeza discernimiento en su elección; y casi imposible que entre un número excesivo no se hallen muchas triviales o falsas, insípidas o pueriles, y a veces ridículas. Tan necesarios son el buen gusto y el juicio para sazonar las producciones del ingenio y la invención.

Esta profusión de sentencias sueltas, al paso que dejan uniforme el estilo, lo hacen fastidioso mayormente cuando los períodos terminan en una especie de agudeza: así vemos que en las obras formadas por este gusto es insoportable una lectura larga y seguida. Muchos escritores ingeniosos, temiendo que un pensamiento bello por sí mismo, no haga toda su impresión, se esfuerzan en presentarlo por todas las caras por donde puede ser visto, y adornarle con todos los colores que puedan hacerle agradable.

El mismo pensamiento, así repetido y producido con diversa expresión, se gasta; y aun con todo y muchos no satisfechos de haber dicho bien una cosa la primera vez, tanto hacen que nunca la dicen bien. Por otra parte, aun cuando los pensamientos sean hermosos y sólidos en sí, cansan el alma por su profusión. Hay escritores, que queriendo hacer brillantes sus pensamientos, los oscurecen, y otros los hacen imperceptibles a fuerza de una expresión demasiado delicada. Estas especies de pensamientos delgados y enfáticos escapan a la penetración del oyente, saltando las ideas intermedias, indispensables para hacer concebir lo que ofrecemos. Estos pensamientos que ordinariamente son expresados con una frase oscura, sutil, y afectada, forman un estilo abominable. ¿Qué quiso decir aquel autor, cuando por hacerse brillante dijo: Es de tan extraño linaje la envidia, que ensangrienta en los motivos de la piedad las tiranías del odio? Compárese este depravado gusto de echar sentencias con el pulso juicioso de otro escritor que mide y pesa las cosas. Los bienes mas son de los que saben pasar sin ellos, que de los mismos que los poseen. - Hay males inevitables; y todo lo que puede el hombre justo, es no merecer los suyos.






ArribaAbajoArtículo II. Del estilo oratorio considerado en sus tres géneros

Hombre elocuente es el que sabe decir las cosas pequeñas con sencillez, las grandes con moción y grandeza, y las medianas con cierta templanza. Esta atención de parte de los oradores produjo en la elocución, pública los tres géneros, que los retóricos llaman estilo sencillo, sublime, y mediano.


ArribaAbajoEstilo Sencillo

Este género, cuyo carácter principal consiste en la claridad, precisión, y sencillez, conviene con más propiedad a la narración y prueba del discurso oratorio; porque es un estilo, que desechando toda afectación y compostura, condena en general los adornos, y sólo admite los sencillos y naturales. A la verdad no es una hermosura viva y brillante; antes como modesta y suave saca su mayor realce de la misma negligencia y desaliño que a veces le acompañan. Cierta sencillez en los pensamientos, cierta elegancia y pureza en el lenguaje, que más se dejan gustar que conocer, componen todos sus adornos, sin necesitar de la pompa y composición de las figuras.

La sencillez es la partija ordinaria de la elevación de los sentimientos, porque como consiste en mostrarse tal como uno es, las almas nobles ganan siempre en ser conocidas. Por esto mismo no podemos entender por estilo sencillo una frase baja, grosera, y demasiado vulgar; ésta nunca fue digna de la majestad oratoria, que busca a veces lo sencillo, pero jamás lo humilde.

El estilo sencillo, aunque perfcto en su género, y lleno de ciertas gracias a veces inimitables, puede ser más propio para instruir, probar, y aún deleitar, que para producir aquellos efectos grandes de admiración y terror que constituyen la fuerza y calor de la elocuencia: una hermosura sencilla tendrá naturalidad, tendrá su gracia particular, mas nunca cosa grande que arrebate.

El estilo que por su igualdad deja tranquilo al orador, nunca conmoverá ni inflamará el alma del oyente: pues como la persuasión va derechamente al entendimiento, y la moción al corazón, no todos los que se dejan persuadir se dejan mover. Las verdades se proponen a los primeros para que las conozcan, sacando de los principios las conclusiones; a los segundos para que las amen, empleando a este fin el juego de los afectos. Las de la primera especie pueden necesitar de pruebas largas y dificiles; mas las de la segunda raras veces las necesitan, y aún entonces deben ser fáciles y breves; porque se prueba muy bien con principios que una cosa es verdadera, pero para hacerla amar, es necesario hacer sentir que es amable.

Uno de los motivos por que casi siempre nos agrada lo sencillo, es por ser lo más natural, y en la que nada puede el arte. Sin embargo es el estilo más difícil de acertar, porque precisamente entre lo noble y lo bajo, y tan cerca de lo último, que es muy dificultoso no rozarse con el. Oígase la sencillez y claridad de esta narración, en que un escritor habla de las guerras del último Triunvirato: Lépido queda sólo en Roma: Antonio parte con Octavio al encuentro de Bruto y Casio, y los halló en aquellos parajes, donde se combatió tres veces por el imperio del mundo. Bruto y Casio se dan la muerte con una precipitación que no es excusable; y este paraje de su vida no se puede leer sin compadecer la República que dejaron así desamparada.

Hay también otro estilo cuya simplicidad saca su fuerza y hermosura de los sentimientos tiernos y profundos: oígase al afligido Príamo echado a los pies de Aquiles, después de haberle éste quitado la vida a su hijo: Aquiles, acuérdate de tu padre que tiene la misma edad que yo, y ambos suspirarnos con el peso de los años. Ah! tal vez es acometido por los vecinos enemigos suyos, sin tener a su lado quien pueda librarse del peligro.... Mas si ha oído decir que tú vives; su corazón se llena de esperanza y de gozo aguardando el momento en que vuelva a ver a su hijo... ¡Qué diferencia de su suerte a la mía! Yo tenía mis hijos, y los he perdido todos.... Cincuenta contaba alrededor de mí cuando llegaron los Griegos, y el único que me restaba, hoy acaba de perecer por tu mano al pie de los muros de Troya. Vuélveme su cuerpo, recibe mis presentes, respeta a los dioses, acuérdate de tu padre, y lastímate de mí... mira a lo que estoy reducido.... ¿Ha habido Monarca más humillado, hombre más digno de compasión? Estoy a tus plantas, y beso tus manos teñidas con la sangre de mi hijo.

En este discurso no se descubre ni la pompa de las figuras, ni la ostentación de sentencias, ni la afectación del sentimiento, sino la verdad, la ternura, y la naturalidad, que cada uno fuera capaz de hallar como el mismo Homero. En otra parte nos pinta la sagrada Escritura un joven Príncipe en la hora de morir. He dicho: en medio de mis días voy a morir, y he buscado el resto de mis años.... He dicho,: yo no veré más a mi pueblo, y mis ojos cansados de volverse hacia al cielo, se han cerrado.

En el estilo sencillo la elevación y majestad siempre estén en el asunto, porque la grandeza de un pensamiento dispensa el artificio de una relevante expresión. De aquí viene que el carácter dominante de los Libros sagrados es la sencillez: calidad correspondiente a la grandeza de les asuntos. Pues si, a pesar de esta sencillez de la Escritura, hay pasajes hermosos y brillantes, es evidente que esta hermosura y brillantez no provienen de una elocución estudiada, sino del mismo fondo de las cosas que allí se tratan.

¡Qué majestad y simplicidad al mismo tiempo no encierra el primer pasaje del Génesis? Al principio crió Dios el cielo y la tierra? ¿Qué hombre, habiendo de tratar cosas tan grandes, hubiera empezado como Moisés? ¿No se conoce que es el mismo Dios quien nos instruye de una maravilla, que no le admira, porque es muy inferior a su poder? Un hombre común habría hecho los últimos esfuerzos para corresponder con la pompa de las expresiones a la grandeza y dignidad del asunto. Mas la Sabiduría eterna, que jugando ha hecho un mundo, lo refiere sin conmoverse.

Al contrario: los Profetas, que se proponen el fin de hacernos admirar las maravillas de la creación, hablan de esta obra en un tono muy diferente. Luego las distintas circunstancias, que determinan el intento del que escribe o habla, son las que pueden decidir del estilo que se debe adoptar para tratar un mismo asunto.




ArribaAbajoEstilo sublime

Si como algunos creen, lo sublime consistiese en una dicción cargada de epítetos ociosos, y en pinturas frías y triviales de los objetos que se nos deben imprimir, en vano buscaríamos alma y vida en la elocuencia, cuyo mérito no depende de vanos adornos. Mas si entendemos por sublime un estilo lleno de calor, y de grandes imágenes, entonces veremos que no tiene necesidad del curso uniforme de los períodos, ni de una elegancia cadenciada.

El género sublime es un estilo rico, lleno de grandeza, de vehemencia, fuego, y energía, y por esta razón el que constituye la verdadera elocuencia, la dominadora de los ánimos en Atenas y Roma, donde fue tanto tiempo árbitra en las deliberaciones públicas; la que arranca las lágrimas, y el consentimiento, robando la admiración y los aplausos.

Un discurso puede ser elegante, claro, preciso, abundante, y no ser por esto elocuente. Tampoco es necesario que en todo el discurso reine exclusivamente, lo sublime para darle este carácter y nombre; basta que el orador mezcle con tal discreción los tres géneros en los asuntos que corresponden a cada uno de ellos, que el sublime reluzca sobre todos, y nazca del objeto principal del discurso.

Como el verdadero estilo sublime consiste en un modo de pensar noble, elevado, grande, y valiente, supone siempre en el que habla una alma llena de altas ideas, de sentimientos generosos, y de cierta arrogancia. Esta elevación de pensamientos casi siempre es hija de la magnanimidad, o de la fuerza: así vamos en las arengas, y dichos de los grandes Príncipes y Capitanes insignes de la antigüedad un lenguaje verdaderamente heroico.

Habiendo Eucrates prevenido a Sila que su vida, tan odiosa a innumerables familias Romanas, peligraba después que renunció la dictadura, le responde el arrogante Sila: Me queda el nombre, y éste me basta para mi seguridad, y la del pueblo romano. Este nombre detiene todos los atentados, hiela todos los brazos, y aterra la ambición. Sila respira aún, y le rodean los trofeos de Cheronea, Orchomena, y Signion. Cada ciudadano de Roma me tendrá continuamente delante de sus ojos; hasta en sus sueños se le aparecerá mi terrible imagen bañada en sangre, y leerá su nombre en la tabla de los proscritos.

Parece que la esencia de lo sublime, como hemos visto, no consiste en decir cosas pequeñas con un estilo remontado y florido, sin cosas grandes con una expresión simple y natural. La grandeza debe estar en el asunto, y por esta causa el trabajo de buscar la expresión relevante. ¡Qué sublime inscripción la del sepulcro de los trescientos Lacedemonios, que se sacrificaron en la garganta o paso de Thermópiles! Caminante, ve a decir a Esparta que hemos muerto aquí por obedecer a sus santas leyes.

Oígase a Esdrubál, que enviado a Roma para estipular la paz entre las dos Repúblicas, y preguntado, ¿por qué dioses, después de haber Cartago quebrantado tantos juramentos, se podría jurar este nuevo tratado? responde: Por estos mismos dioses, que se vengan tan severamente de los perjuros. ¡Qué expresión tan digna de las derrotas y arrepentimiento de los Cartagineses!

¡Qué sublime y simple expresión la del Salmista cuando dice: Los cielos cuentan la gloria del Señor y el firmamento publica la obra de sus manos!

DIVISIÓN DEL SUBLIME.

Lo sublime en todas las cosas es lo que hace en nosotros la impresión más fuerte, por la razón que siempre envuelve un sentimiento profundo de admiración o respeto, nacido de la terribilidad de los objetos, por sus circunstancias o caracteres.

Sublime de imagen.- Como el efecto de esta impresión proviene a veces de dos causas diferentes, podemos distinguir aquí dos especies de sublime: el uno de imagen, y el otro de sentimiento. Al primero pertenecen aquellas sensaciones profundas de una admiración o estupor secreto, causado por la grandeza de las cosas. Así lo vemos en la naturaleza, donde los objetos que excitan sensaciones más fuertes son siempre las profundidades de los cielos, la inmensidad de los mares, las erupciones de los volcanes, etc. por razón de las grandes fuerzas que en ella suponen, y por la comparación que involuntariamente hacemos de estas mismas fuerzas con nuestra debilidad al tiempo de observarlas. En la contemplación de unas cosas por sí formidables, ¿qué hombre no se sentirá poseído del más tímido y profundo respeto?

Esta es, pues, la causa, porque siempre merecerá el nombre de sublime el pincel que nos represente los Titanes en el campo de batalla, y no el que nos retrate las Gracias en el tocador de Venus. Cuando contemplamos los juegos de los amores, sentimos la suave y halagüeña impresión de unos objetos graciosos: mas cuando miramos las actitudes y brios de los hijos de la tierra poniendo a Ossa sobre Pelión, tocados de lo grande y formidable de este espectáculo, comparamos sin querer nuestras fuerzas con las de los gigantes; y convencidos entonces de nuestra imbecilidad nos sentimos embargados de un terror secreto, que nos pasma y complace. Efecto tan natural, que los niños, como necesitan siempre sensaciones fuertes que les ocupen, ansian por cuentos de ladrones, redivivos, y otros objetos medrosos.

Un astrónomo, sintiendo cuan mezquina, poco digna de la Majestad adorable del Creador parecería la fábrica del universo, si estuviese encerrada en los estrechos límites de este montón de tierra por donde arrastramos, dice: Ensanchemos nuestro entendimiento retirando los limites del universo. Mas allá del vasto anillo de Saturno donde millones de tierras como la nuestra se perdieran de vista, descubro un espacio infinito sembrado de manantiales de fuego; allí, otros globos mucho más enorme que el nuestro ruedan con círculos mayores por rutas más asombroso, y con movimientos más variados. Cuanto más me avanzo, más me alejo de alejo de los confines del mundo. En vano me hundo en el espacio: Por todas partes millones de cielos me rodean.... mi imaginación se rinde bajo el peso de la creación.

¡Otro elocuente escritor así apostrofa a las inteligencias celestiales. Mundos planetarios! Celestiales Jerarquías, vosotros os anonadáis delante del ETERNO, Vuestra existencia es por él, el ETERNO es por sí. Él es quién es: sólo él posee la plenitud de ser, y vosotros no poseéis sino su sombra. Vuestras perfecciones son arroyos y el SER infinitamente perfecto es un océano, es un abismo, en que el Cherubin no osa mirar.

Pero cuando por boca de Moisés Dios dice: Sea la luz, y la luz fue1 vemos entonces una imagen divinamente sublime, semejante a otras muchas de los escritores sagrados, que refiriendo con tanta sencillez como frescura los mayores portentos, manifiestan cuanto les ocupaba la verdad, y cuan poco su propio individuo. Pues cuando se trata de Dios es sublime el decir, que él quiere, y la casa es. Para criar la luz en todo el universo ha bastado que Dios hablase; aún es demasiado, ha bastado que quisiese: la voz de Dios es su voluntad.

Por otra parte esta imagen es verdaderamente sublime, porque mayor pintura que la del universo repentinamente iluminado no la hay; lo es en otro respeto, porque no nos pueden dejar de imprimir un sentimiento secreto de terror, a que necesariamente asociamos la idea de omnipotencia del Criador de un tal prodigio; idea que, sin querer, nos llena de un profundo respeto, y rendimiento hacia el Autor de la luz.

Yo confieso que todos los hombres no serán movidos por esta grande imagen, porque todos no podrán representársela con la misma vivacidad; pero si de lo conocido subimos a lo desconocido, para ver toda la grandeza de esta imagen, represéntese cualquiera la de una cuando a las tinieblas se agrega la espesura de los nublados, y que a la luz repetida y momentánea de los relámpagos se vean los mares, las olas, las campiñas, las selvas, las montañas, los valles, y el universo entero desaparecerse y reproducirse, digámoslo así, a cada instante. Si no hay hombre a quien esta imagen no asombre, ¿qué terrible impresión no hubiera sentido aquel que careciendo de toda idea de luz, hubiese visto el primer instante en que dio de repente la forma y los colores al mundo? ¡Qué admiración! qué terror! qué humilde respeto al que había criado tan gran portento!

Finalmente esta imagen debe gran parte de su valor a la brevedad de la expresión; porque cuanto más corta es ésta, al paso que causa una impresión más repentina, y menos prevista, aumenta la admiración y el pasmo. Dios dijo: Sea la luz, y la luz fue: todo el sentido de la frase se desenvuelve, digámoslo así, en esta última palabra fue, pues como su pronunciación es casi tan rápida como el efecto de la luz, y no supone sucesión de actos ni de tiempo, presenta de pronto la mayor pintura que el hombre puede imaginar.

Sublime de sentimiento.- Si en lo físico lo grande supone grandes fuerzas, y éstas, como hemos visto, nos atemorizan; en lo moral también lo grande, esto es, la grandeza y fuerza de los caracteres, constituye lo sublime. No es Tirsis caído a los pies de su amante, sino Scévola con la mano puesta en el brasero, lo que inspira un tímido respeto, una terrible admiración. Así todo gran carácter producirá este profundo y secreto sentimiento; tal es el efecto causado por la confianza que Ayax tiene de sus fuerzas y valor, cuando envuelto entre las tinieblas con que Júpiter ha cubierto el campo de batalla para proteger los Troyanos al favor de la oscuridad, levanta los ojos al cielo, y en una actitud de dolor y desesperación, dice: Gran Dios! vuélvenos la luz, y pelea después contra nosotros. Esta confianza y audacia pasma los corazones más intrépidos.

Este género de sublime reluce siempre en ciertos rasgos heroicos de las almas grandes y llenas de fortaleza, porque nacen del corazón y no de una reflexión fría y mesurada. Este sublime, que casi enteramente depende de una situación que inspire estos sentimientos, se expresa con locuciones sucintas, y discursos concisos; pues pierde su fuerza cuando se extiende a razonamiento.

Oigamos a Calístenes, que encerrado en una jaula de hierro, con las narices, orejas y pies cortados de orden de Alejandro, responde a su amigo Lysímaco, que le visitó compadeciendo su desgracia: Cuando me veo en una situación que pide valor y fortaleza, parece que me hallo en mi lugar. A la verdad, si los Dioses me

hubiesen echado sobre la tierra sólo para el deleite, en vano me habrían dado una alma grande e inmortal.

Sublime fue el dicho de aquel esclavo, cuando atado a un árbol, y no acabando de morir a los repetidos saetazos que le enderezaba su vencedor, éste levantó la espada para quitarle la vida de un golpe, y en esta actitud el paciente le dice: Detente.... prosigue, no te avergüences, tendrás mas tiempo de aprender como muere un hombre.

Terrible es el discurso que Armida, vencida y prisionera en un combate por su antigua amante Raynaldo, Capitán de los Cruzados en Siria, dirige a este General, cuando atormentada de los celos, la indignación, y el despecho, le dice: Sin duda tu gloria quedaría deslucida, si no viese el mundo atada a tu carro una mujer, engañada antes por tus juramentos, y aquí rendida por tu fuerza.... En otro tiempo yo te pedí la paz y la vida.... hoy sólo la muerte puede aliviar mi dolor.... mas ésta no te la pido a ti. Bárbaro! La misma muerte sería para mí horrorosa, si fuese menester recibirla de tu mano.

El dolor de un hombre hace más impresión que el de una mujer, y el de un héroe es más patético que el de un hombre ordinario. Oigamos al Tasso que recurrió a esta fuente del sublime. Jerusalén es tomada: en medio del saqueo Tancredo divisa a Argante rodeado de un tropel de enemigos, que iban a quitarle la vid; corre a librarle de las manos de la soldadesca, cúbrelo con su broquel, y se lo lleva fuera los muros de la ciudad, como víctima que reserva para sí. Caminan juntos, llegan al Tancredo prepara sus armas, y el terrible Argante, olvidando el riesgo y la vida, suelta las suyas, y vuelve los ojos llenos de dolor y sobresalto hacia las torres de Jerusalén incendiadas. ¿En qué piensas? le dice Tancredo. ¿En qué llegó tu hora? Si esta reflexión causa tu acobardamiento, es ya tarde. Pienso, responde Argante, en esta deplorable ciudad, antes reina de la Palestina, y ahora cautiva y asolada; cuya ruina en vano me he esforzado a retardar; pienso en que tu cabeza, que sin duda el cielo me reserva, no basta a su venganza y la mía.

No es menos sublime la respuesta de Poro Rey de India, vencido por Alejandro, y hecho su prisionero. El Macedón le hace traer a su presencia, y le pregunta, ¿cómo quiere ser tratado? Como Rey, responde impávido.

Estilo Patético.- Al género de estilo que acabamos de tratar pertenece la moción de los afectos, porque lo patético y lo sublime se identifican. El oyente se halla bien con todas las cosas que le mueven, y en algún modo crece con la grandeza de los objetos: halla delicioso el terror, y dulce la misma tristeza. Las pinturas lastimosas, los discursos tiernos, y los espectáculos más horrorosos ablandándole, y estremeciéndole, le dan un continuo testimonio de la sensibilidad de su corazón, y de la bondad de su alma. El que se enternece se siente siempre mejor que antes: llora, y sus mismas lágrimas le dan buena opinión de sí mismo: se horroriza, y no sabe apartar la vista del objeto de su horror, porque no sabe dejar de ser hombre.

El primer precepto en esta materia es estar herido antes de herir a los demás; y para conseguirlo es necesario que el orador penetre profundamente el asunto que trata, se convenza plenamente de su objeto, sienta toda su verdad e importancia, se grabe fuertemente la imagen de las cosas que quiere emplear para mover al oyente, y las pinte con tanta naturalidad como energía.

Parece que basta hoy los que mejor han conocido los verdaderos principios del arte sublime de inspirar las pasiones han sido los grandes hombres en la guerra y la política. Las pasiones reunidas, y avivadas con el amor de la libertad, más que la habilidad de los ingenieros, hicieron las célebres y porfiadas defensas de Sagunto, Cartago y Numancia.

Alejandro fue sin duda el genio más excelente entre todos los grandes Capitanes de la antigüedad para inspirar los afectos. Idos, ingratos, huid, cobardes, dice a las tropas Macedonias que querían desampararle: sin vosotros subyugaré el universo; y Alejandro hallará soldados donde encuentre hombres. ¿Qué vergüenza no les infundiría?

¿Qué vergüenza y emulación al mismo tiempo, no inspiraría a sus soldados el heroico denuedo de Enrique IV de Francia en la batalla, cuando al ver sus tropas desordenadas y fugitivas, corre a ellas, y al tiempo de irse a meter en lo más espeso de los escuadrones enemigos, les grita: Volved la cara: y si no queréis pelear, alomenos me veréis morir?

Los discursos fuertes y vehementes siempre son proferidos por hombres apasionados. El ingenio en esta ocasión no puede suplir el sentimiento, porque el que no ha probado una pasión ignora su idioma. Las pasiones deben ser miradas como la semilla productiva de los grandes pensamientos: ellas son las que mantienen una perpetua fermentación en nuestras ideas, y fecundan en la imaginación las que serían estériles en una alma tibia. Las pasiones en fin siempre serán el alma del discurso elocuente, pues le dan la fuerza que necesita para arrebatarlo todo.

Con el movimiento de los afectos un hombre elocuente puede arrancar a sus oyentes de aquella inercia, digámoslo así, contraria a la acción del espíritu, y haciendo interesante la materia que propone, levanta al hombre de su pereza e indolencia, tan naturales cuando las cosas no les tocan de muy cerca.

Así el que quiera dominar a los demás, inspirándoles la pasión de que está animado, aprovecha con sagacidad, una veces la propensión o disposición favorables que halla en los ánimos, otras la situación en que varias circunstancias ponen a los hombres, otras en fin las mismas preocupaciones que los gobiernan. Todo discurso que pinte los horrores del despotismo inflamará hoy los corazones en Filadelfia, los dejará tibios en Hispaban.

En la situación en que estaban las tropas de Cartago antes de empezar la batalla del Tessino, ¿qué confianza y valor no les inspiraría este discurso de Aníbal? Compañeros, los Romanos deben temblar, no vosotros. Pasad la vista por este campo de batalla; y no veréis retirada para los cobardes: todos perecemos hoy si quedamos vencidos. ¿Pero qué prenda más segura del triunfo? ¿Qué señal más visible de la protección de los dioses, que el habernos colocado entra la victoria y la muerte?

El poeta que se aprovechó para mover la compasión y la tristeza de la situación de Herminia, bien conocía el poder que tienen en nuestros corazones muchas veces los discursos más tiernos y suaves. Esta Princesa desgraciada, desposeída de su trono, y abandonada del infiel Tancredo su amante, se refugia en una aldea, donde toma el destino de pastora. Una tarde de julio, mientras las ovejas descansaban a la sombra, se entretiene grabando unos caracteres amorosos en la corteza de los cipreses; en ella delinea la historia y las desventuras de su pasión, y al recorrer los rasgos que su mano acaba de formar, se desmaya, y bañada en lágrimas, dice: Árboles confidentes de mi llanto, conservad la historia de mis penas. Si algún día viniese un amante fiel a reposar bajo vuestra sombra, su compasión se encenderá al leer mis tristes aventuras, y dirá sin duda: ah! el amor y la fortuna muy mal pagaron tanta constancia y fidelidad.

Las pasiones nunca se conmoverán, a menos que no sea por sí manifiesta y claramente demostrada la cosa de donde se quieren sacar: en vano nos esforzaríamos a excitar la voluntad al amor a odio de un objeto que no conocemos. Pera como el ánimo del oyente suele estar prevenido contra la fuerza descubierta, el orador sagaz sabe insinuarse tranquila y como furtivamente a fin de moverle y doblarle con más facilidad.

Aunque parece que las pasianes deben reinar por intervalos en aquellos pedazos de la composición en que es menester mover y persuadir; sin embargo el lugar más propio de su imperio es el de la peroración, que podemos llamar el foco común, donde se reúnen todos los rayos del discurso para tomar mayor actividad. Aquí es donde el hombre elocuente, para acabar de subyugar los ánimos, y arrancarles sus últimos sentimientos, emplea tumultuariamente, según la importancia y naturaleza de las cosas, ya lo más tierno, ya lo fuerte de la elocuencia.

El buen orador huye de toda ostentación y estudio, antes bien, mostrando cierto desaliño, cierto desorden, cierta perturbación, nos dice, que está vehementemente poseído del entusiasmo del la pasión; y este tumulto imita propiamente la naturaleza agitada, que busca sin rodeos la salida más corta y pronta para su desahogo.

En este concepto no habíamos aquí de aquella falsa elocuencia, tan fácil de enseñar como de practicar; quiero decir, de figuras amontonadas, de grandes palabras, que no dicen nada grande, de movimientos afectados, que no llegan al corazón porque no nacen de él. Antes bien siendo la verdadera elocuencia la efusión de una alma sencilla, fuerte, sensible y grande al mismo tiempo, sin estas calidades ¿cómó se formará un orador excelente?

La moción de las pasiones, por cuyo medio se hiere al corazón derechamente, es el arte más maravilloso que inventó la necesidad, y perfeccionó la oratoria: arte que parecería muy difícil a los fríos raciocinadores, si hubiésemos de dar aquí una definición rigorosa de todas las pasiones, con la enumeración exacta de todas sus especies.

Los retóricos cuentan hasta diez y siete: los filósofos no concuerdan en esta opinión ni con los primeros, ni consigo mismos. El corazón humano es un océano inmenso, lleno de tan diversas agitaciones, que no hay piloto, que pueda señalar todas sus tormentas.

Pero podemos decir que las más frecuentes y conocidas entre nosotros son: el amor, el odio, el deseo, la ira, la indignación, la desesperación, la vergüenza, la emulación, la venganza en la clase de fuertes; y en la de suaves, la clemencia, la confianza, el gozo, la tristeza, la compasión, el temor, y la esperanza; aunque estas dos últimas son los dos móviles del hombre, sea civil, sea salvaje, el cual naturalmente perezoso, sólo se mueve para huir de los males, o buscarse los bienes.

La oratoria, según la idea que forma de estas pasiones, nos las representa indiferentes en sí mismas, y sólo en su objeto, y por diversas causas o situaciones, la pinta honestas o criminales. Por ejemplo: el valor saca su bondad o malicia del carácter de quien posee: si es virtud en un Horacio, en Cromwel es un vicio; y la confianza de César, laudable en el Rubicón, es vituperable en el Senado.

Las pasiones, pues, son excelentes, por ejemplo: cuando se nos hace esperar lo que debe ser verdadero y digno objeto de nuestras esperanzas, temer los males que nos amenazan, aborrecer las acciones que la virtud y la religión condenan, amar la verdad y la justicia, respetar la probidad, desear el honor y la felicidad, admirar el heroísmo, emular la gloria de las buenas acciones, y avergonzarnos de la bajeza y fealdad de las nuestras, compadecer la inocencia oprimida, indignarnos contra la imprudencia y la iniquidad, perdonar al delincuente arrepentido, etc.

Así diremos que la oratoria se sirve de las pasiones útiles, ya para fortificarlas más, ya para reprimir o borrar las perniciosas. Por ira divina para excitar en nosotros el amor de la virtud, y el odio del vicio; el amor de la patria en Bruto para curarnos de los males de la ambición; la compasión y las lágrimas de Ana Bolena en el suplicio, para disponernos contra el amor criminal. Por este medio la elocuencia puede corregir las pasiones en el corazón humano combatiéndolas allí unas con otras; porque el orador las dirige, no las sufoca.

Pero como las pasiones son muy diferentes en los hombres; a quienes un mismo objeto puede agradar por lados distintos o contrarios, por esto los oradores hábiles han distinguido siempre con mucha discreción la edad, el sexo, la índole, la capacidad, el interés, y la clase de los oyentes, así como el gusto del siglo, las preocupaciones de la nación, y la forma de su gobierno. Pues quién duda que las diferentes posiciones, tiempos, y países no dispongan el hombre a dejarse impresionar de unas pasiones a objetos primero que de otros? Ésta es sin duda la razón por que algunos pasajes elocuentes de los más famosos oradores de la antigüedad, que entonces inflamaban una República, hoy dejan tibios y tranquilos a los lectores.

Los objetos de las pasiones en la oratoria deben ser siempre cosas grandes; las unas por su naturaleza, como las divinas, las celestes, el bien de la humanidad, la salud de la patria, la vida del ciudadano, el triunfo de la virtud, la defensa de la justicia, etc. Otras son grandes por convención humana, como los honores, las riquezas, la pobreza, la prosperidad, la reputación, etc.

El bien de la humanidad nos hará concebir una justa indignación contra las costumbres Romanas en esta valiente pintura del tiempo del lujo y de su corrupción. Ábranse los anales de las naciones, y veremos a los Romanos arrastrados de la voz del deleite, sacrificar sus semejantes, no digo al interés de la patria, sino a su diversión y sensualidad. Hablen aquellos viveros, en que la bárbara glotonería de los poderosos abogaba los esclavos para pasto de los peces, a fin de que criasen una carne mas delicada. Habla aquella isla del Tíber, adonde la crueldad de los amos enviaba los esclavos viejos y enfermos a parecer por el suplicio del hambre. Hablen también los fragmentos de aquellas soberbias arenas, en que están grabados los fastos de la barbarie humana; en que la nación más civilizada del universo inmolaba millares de gladiadores al placer que produce la vista da un combate adonde corrían con ansia las mismas mujeres donde este sexo delicado y dulce, que criado entre el lujo y el regalo, parece que sólo podía respirar ternura, refinaba la inhumanidad, hasta exigir de los atletas heridos, que al tiempo de espirar cayesen en una postura gentil y graciosa.




ArribaAbajoIII.- Estilo templado

La nobleza, la amenidad, y la elegancia son calidades principales del estilo templado que guardando cierto medio entre el sublime y el sencillo, tiene menos fuerza y calor que el primero, y más abundancia y brillantez que el segundo; por esta razón admite los adornos del arte, y toda la hermosura del gusto.

En este estilo, que propiamente es un género adornado y florido, puede la oratoria ostentar su pompa y majestad. Llámanse adornos en el sentido retórico aquellas locuciones, y modos figurados, que al paso que dan cierta gracia al discurso, le hacen más insinuante y persuasivo.

El orador no habla sólo para hacerse entender, pues en este caso le bastaría decir las cosas con sencillez y claridad; habla también para mover, convencer, y deleitar. Este deleite no puede entrar en el corazón, y después en el entendimiento, sin pasar primero por la imaginación del oyente, a la cual es necesario hablar su idioma. Por eso dice Quintiliano, que el placer ayuda a persuadir, porque el oyente está dispuesto a creer verdadero todo lo que encuentra agradable.

No basta que un discurso sea claro, inteligible, lleno de razones y pensamientos sólidos; algunas veces es menester, según la materia, y sus circunstancias, que reluzca en él cierta gracia, hermosura y esplendor, de que se forman los adornos. Esta habilidad distingue a un hombre facundo de un hombre elocuente. El primero, quiero decir, el que se explica con claridad, facilidad, y gracia, dejará los oyentes tibios y tranquilos, cuando el segundo les excite sentimientos de admiración y ternura, los cuales mira Cicerón como efectos de un discurso enriquecido de lo más brillante de la elocuencia, ya sea en los pensamientos, ya en las expresiones.

En este estilo entra aquel género de elocuencia, digámosla así, de aparato, cuyo fin principal es el deleite de los oyentes, o lectores; como son los discursos académicos, las arengas públicas, las dedicatorias, cumplimientos, y otras piezas semejantes, donde es más permitida la pompa del arte.

Sin embargo es menester, aún en este género de asuntos, que los adornos se usen con gusto, discreción y sobriedad; y alomenos que sean variados y modificados con maestría. Pues si esto es verdad en materias de puro aparato y ceremonia ¿cuánto más en las discursos que tienen por objeto asuntos grandes e importantes? Cuando se trate del honor, de los bienes, del reposo, de la vida de los ciudadanos, de la salud de la república, y de la salvación de almas, ¿será lícito al orador o escritor ocuparse en su propia reputación, solamente con el fin de hacer brillar su ingenio? No quiero decir con esto, que en los asuntos de esta importancia se desechen las gracias y hermosuras del estilo, sino que los adornos sean más serios, modestos, y sólidos, y que nazcan más bien de la misma sustancia de la materia que del ingenio del orador, cuya compostura debe ser noble, grave, y varonil.