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Folclore y mitología en la novela del fin de siglo: «Morsamor» de Valera


Leonardo Romero Tobar


Universidad de Zaragoza



Don Juan Valera presidió el jurado que, el día uno de enero de 1900, concedía a José Nogales el premio de cuentos convocado por el diario madrileño El Liberal. Las circunstancias e implicaciones de este famoso concurso literario -e, incluso, las posteriores relaciones habidas entre los dos escritores- fueron estudiadas detenidamente por Amelia García-Valdecasas en su Memoria de Licenciatura; mi intervención en aquel trabajo motiva, ahora, una nueva aproximación entre los dos autores andaluces, literariamente próximos -a pesar de sus distancias generacionales y estéticas- por el papel relevante que ambos concedieron a la materia folclórica en su respectivo trabajo; al recuerdo de aquellos años de formación universitaria van dedicadas las siguientes páginas, que no son sino un apunte aproximativo sobre una faceta relevante de la tendencia literaria del fin de siglo que, con la expresión de los Goncourt, bien podría denominarse «l’écriture d’artiste».

1-. Desde sus primeros escritos mostró don Juan Valera una despierta curiosidad por el folclore y siempre lo consideró desde las más variadas perspectivas subyacentes a compleja naturaleza, ya se tratase de los grandes temas del folclore internacional o de las modestas troquelaciones de la cultura andaluza, ya fuesen fórmulas fijadas por la oralidad popular o ya fuesen los ecos de tradiciones literarias de larga duración. Los estudios de Chevalier, McGrady y Freeman dedicados a los textos valerianos que muestran una implicación más directa con los temas y arquetipos del folclore internacional, la tesis inédita de Margarita Almela que esclarece solapamientos de la tradición folclórica y las literaturas antiguas en los relatos cortos del autor y la propuesta de Germán Gullón, cuando interpreta la estructura de Morsamor a la luz del cuento maravilloso -exactamente, del Märchen- son contribuciones que fundan1 la interpretación de una obra literaria como la de Valera a la luz de la innovadora corriente de creación literaria que, desde el primer romanticismo, rescató para el arte individual lo que había sido durante siglos un producto cultural para la fruición colectiva.

La crítica y la historiografía de la moderna literatura española admiten la existencia de una fecunda interacción entre las tradiciones literarias de consumo popular y las obras de creación individual, si bien aún quedan muchos casos por estudiar y, especialmente, aún no se ha apurado el análisis de cuál era el grado de genuina folclorización que poseía el material incorporado por los escritores del XIX y cómo se producía el proceso de reelaboración de la materia folclórica en el taller de cada escritor. Problema hermenéutico de envergadura aún no resuelto y para cuyo planteamiento correcto son necesarias abundantes aproximaciones parciales.

Morsamor, la última novela escrita por Valera, incita de suyo a la indagación sobre el modo de operar de estos sugestivos procesos en un texto privilegiado del fin de siglo, y no tanto por la peculiar condición de folclorista del autor -motivo ya de por sí suficiente-, como por la situación ejemplar que ocupa esta obra en la historia externa del género narrativo, ya que, como es sabido, fue publicada en un momento clave (1899) en el proceso evolutivo de las literaturas occidentales y, singularmente, de la narrativa postnaturalista2.

Desde luego, Morsamor fue escrita tras un penoso y prolongado esfuerzo de su autor, que, una vez concluido, fue interpretado por él mismo en las abundantes cartas que solía escribir a sus amigos; en la que dirigió a José María Carpio justificaba la caracterización de la novela como «un libro de caballerías a la moderna»3 y en la hasta ahora inédita, enviada a su amigo el diplomático Greindl insistía en su dependencia respecto al cuento de don Juan Manuel:

Como apenas salgo de casa, me paso horas y horas sentado en un sillón, casi sin moverme y sin poder leer siquiera, me entretengo dictando, y el fruto de esta dictadura es la novela que le anuncio. Su valer es para mí un enigma. A menudo temo que se parezca a las célebres homilías del arzobispo de Granada y a veces presumo también que es mi Morsamor la menos mala de todas mis obras. Pero ya sea mala, ya sea buena, de lo que yo no dudo es de su marcada originalidad; de que no se parece a ninguno de los géneros de las novelas que hoy se escriben, por más que lo fundamental de su argumento esté tomado de una antiquísima narración, que ha de haber pasado por todas las literaturas de Europa desde que el infante don Juan Manuel la tomó de los árabes, quienes probablemente la tomaron de los persas o de los indios. Como quiera que sea, yo entiendo que sobre el caneva (cañamazo) presentado por el Patronio del Conde Lucanor, he puesto yo multitud de bordados disparatadísimos sin duda los más de ellos, aunque en su conjunto tal vez diviertan y hasta sorprendan por su extrañeza, tanto más cuanto que yo no me he esforzado por ser extraño en mi libro. El libro ha salido así natural y espontáneamente. Esto debe conocerse de sobra. Y si el libro tiene interés y atractivo en esto consiste.4



Aunque don Juan solía comunicar a sus amigos y familiares las variadas circunstancias de la redacción de sus obras, la insistencia con la que alude a Morsamor en su correspondencia de los años últimos del siglo es indicio de que la novela ocupó su voluntad artística y su menesteroso tiempo de invidente. Resultó una obra compleja en la que el recamado de temas y motivos que le dan cuerpo -las «mil curiosidades» a que el autor alude irónicamente en la dedicatoria- han estimulado el afán de los críticos5, si bien la función que ejerce la materia folclórica en su estructura no ha sido aún objetivo destacado en sus indagaciones. Este aspecto, en mi opinión, tiene entidad propia en obra tan característica de la literatura finisecular y en la que un asombroso catálogo de alusiones culturales destaca como en ninguna otra ficción del autor. Dentro de ese catálogo, uno de sus componentes es el de la materia folclórica.

A fin de contribuir al esclarecimiento de cómo don Juan Valera reelabora literariamente el material de origen folclórico dedicaré las páginas que siguen, en las que considero cómo los protagonistas de la obra -el aventurero Morsamor y la bella Urbasi- son figuras que Valera tomó de dos tradiciones folclóricas distantes y distintas y les aplicó a ambas la metamorfosis de su arte de escritor.

2.- Como es sabido, una maravillosa transformación del tiempo convierte al desilusionado anciano fray Miguel de Zuheros en un dinámico partícipe de las hazañas portuguesas en el lejano Oriente. El romántico tema de las ilusiones perdidas y el mucho más arcaico del engañoso rescate de la juventud traban la estructura de la novela, en la que Valera proyectó lecturas de toda su vida y vivencias profundamente instaladas en su conciencia. Mínima prueba de ello es el nombre del protagonista -feliz conjunción de dos palabras latinas, mors amor-, ideado por él bastantes años antes de ponerse a la composición de la novela. En todo este proceso de transformación artística de los datos de su experiencia biográfica, Valera reproduce la fórmula que había empleado en sus novelas anteriores, en las que incluso los nombres de los personajes procedían de la onomástica de personas reales y conocidas. No es exactamente este el caso de Morsamor, cuya procedencia resulta hasta cierto punto intrigante.

En fecha muy difícil de precisar, que debe situarse entre 1877 y 1892, escribió nuestro autor el muñón de un relato que quedó inédito entre sus manuscritos hasta que fue rescatado para la imprenta por el profesor DeCoster6. El texto es muy breve y evoca un viaje del escritor al Monasterio de Piedra -«hace ya muchos años»-, el estado de ánimo en que él se encontraba -«me forjaba un porvenir brillante, y, sin hacerme mucho de rogar, contaba a quien quería oírme mis planes ambiciosos»- y la conversación mantenida, en el paraje aragonés, con un sacerdote que le narró «una tradición popular, conocida aún probablemente en aquella comarca». El paisaje contemplado le debió de impresionar tan vivamente que todavía, en 1885, lo recordaba de forma ponderativa: «el Niágara, por ejemplo, es magnífico, pero a mí me encantó más el Monasterio de Piedra cuando le vi»7.

Por otro lado, según reconoce, la fascinante «leyenda» de Morsamor, contada por su mefistofélico interlocutor, procuró reproducirla desprovista del «arte verdaderamente diabólico que empleó el clérigo para contármela». Con todo, en el fragmento manuscrito consigna escasísima información sobre la tal leyenda; observa el novelista que con ella «podría yo componer una preciosa y extensa novela histórica», para solamente limitarse a destacar rasgos muy genéricos del protagonista -un personaje medieval, en su juventud «poeta y guerrero»- que prefiguran al de la novela de 1899, sobre la que también se solapa el retrato que hace Valera del moderno relator que le contó la historia: «ya se me antojaba que tendría el clérigo poco más de treinta años, ya que contaba siglos. En las facciones y en la tez, ora veía yo la firmeza y consistencia del bronce de la estatua, ora el acartonamiento de la momia».

En el texto editado por DeCoster no hay una sola afirmación digna de confianza por su exactitud, salvo la inicial referencia al viaje aragonés. Ni a partir de 1887, fecha que el citado estudioso supone como más verosímil para la redacción del fragmento8, estaba don Juan Valera «en lo más florido de mi edad», ni en la comarca del río Piedra se conservan hoy huellas de una tradición popular que tenga por protagonista a un trovador legendario. La única referencia segura que da el texto es la de la estancia del escritor en el pintoresco paraje, estancia que respondía a una iniciativa publicitaria del propietario del lugar, Federico Muntadas, y que inauguró, en España, una modalidad de turismo tendente a la recuperación de paisajes singularmente dotados por la naturaleza y por las arquitecturas del pasado histórico. «De presumir es, pues, que dentro de poco cunda la afición de ir a Piedra y otros lugares semejantes a pasar el verano, si bien es difícil hallar ni en España ni fuera de España lugar semejante; pero si Piedra se pusiese más en moda, bien podría albergar con toda comodidad y holgura, bajo los anchos techos del Monasterio, un centenar de personas» auguraba Valera en las páginas descriptivas que dedicó, en 1877, a comentar su visita9.

La literatura, entre arqueológica y propagandística, que difundió durante el último cuarto del XIX las noticias sobre el Monasterio de Piedra mezclaba los datos históricos y la tonalidad expresiva de las guías de viaje de la época con algunos relatos fantásticos relacionados con la fundación del cenobio o con el origen de algunos de sus accidentes paisajísticos, como el monte de la Lastra, la gruta de los Muertos o la Peña del Diablo. La fórmula, generosamente aplicada por los escritores de libros de viaje del siglo XIX, experimentó su amplio desarrollo a partir de la literatura contrarrevolucionaria de los primeros años de la centuria y del auge del interés folclórico de los escritores románticos. En qué medida había en estas notas turísticas respeto riguroso por las tradiciones orales e invención poética inducida por la materia folclórica es asunto confuso en la mayoría de los casos y, por supuesto, lo es también en las leyendas sobre el Monasterio de Piedra que he podido recoger a propósito de Morsamor.

El primer testimonio moderno que he encontrado sobre la leyenda de la Peña del Diablo es de 1845; se trata de un poema poliestrófico firmado por F. M. que apareció en la revista literaria El Español de 184510. El texto desarrolla una leyenda romántica de diablos y prodigios, vertida en la fórmula métrica más prestigiada del momento; las iniciales de su autor pueden remitir a Federico de Muntadas. El texto tiene un interés sustantivo para la historia de la moderna recuperación del Monasterio de Piedra, y a los efectos que aquí interesan datan en fechas muy tempranas la vinculación de Muntadas con el lugar. Relativamente más conocidas son las versiones que, a partir de 1871, se pueden localizar sobre la leyenda de la Peña del Diablo; versiones todas escritas y que, sin coincidir directamente con el personaje Morsamor de los dos textos de Valera, sí presentan contaminaciones de rasgos que nos invitan a suponer una posible tradición oral pre-existente que sería reelaborada por los escritores de la época. En cualquier caso, esto es una mera hipótesis; no tengo constancia de que recientemente se hayan verificado investigaciones folclóricas en la comarca del río Piedra en las que se hayan recogido estadios menos literaturizados de la leyenda de fundación diabólica a que remite el relato evocado por los autores del XIX, por lo cual sólo podemos conjeturar el trabajo de «folclorización» de Valera a través de los textos escritos de otros contemporáneos suyos11.

Manuel Pérez Villamil, en 1873, recoge el relato en la forma más esquemática:

a consecuencia de haber librado los monjes de esta comunidad, a costa de acerbas penitencias y fervorosas oraciones, a una joven de Soria de los espíritus malignos que se alojaban en su cuerpo, determinaron estos desposeídos huéspedes prender fuego al monasterio (...). Era que los infernales incendiarios, al oír los tañidos de la campana volteada por la mano del ángel, huían en precipitada fuga del convento, y uno de los más formidables, que traía entre sus manos un peñasco para arrojarlo sobre sus cenizas, lo había soltado en el inmediato valle, que se había estremecido bajo el fragoroso golpe de la Peña del diablo.12



Pero poco tiempo antes «Leandro Jornet», en 1871, había escrito un cuento sobre el mismo asunto -«La energúmena»- en el que se repiten los mismos componentes estructurales, pormenorizados mucho más en detalle13; las otras leyendas que recoge este autor -singularmente las tituladas «El blasfemo» y «El lego de la brasa»- destacan la figura oscura de un acogido a la caridad del convento, que bien pudiera ser el germen de otro fraile misterioso, protagonista a su vez en el relato corto de Víctor Balaguer «La Peña del diablo», incluido en su libro sobre el Monasterio14.

Este último cuento es un cruce de la leyenda de la Peña del Diablo y las de las figuras misteriosas acogidas a la hospitalidad del cenobio. Mantiene el motivo geográfico de la leyenda de la Peña, pero su autor modifica sustancialmente los rasgos caracterizadores de los personajes. La posesa soriana es ahora una infeliz perturbada que solicita el amor de un fraile del Monasterio, «monje misterioso, a quien el pueblo llamaba el monje inspirado» y que, bastardo de una casa nobiliaria, había sido «el mejor y más apuesto caballero que manejaba lanza y embarazaba escudo en toda la comarca de Huesca»; la roca precipitada por los demonios enfurecidos «hay quien dice y afirma que Satán no se tomó la molestia de ir a buscarla (...) a los Pirineos, sino que la arrancó buenamente, teniéndola a mano, del vecino monte de la Lastra. El lector podrá aceptar la versión que mejor le parezca». Balaguer, en 1882, escribe una historia alejada del motivo estrictamente folclórico de la construcción diabólica y traza una historia en la que el lector puede interpretar libremente la materia fantástica que se le ofrece y en la que el relieve principal se otorga a la identificación particular de los personajes, como ocurría en las novelas contemporáneas.

El breve fragmento de Valera, dadas sus inverosimilitudes enunciativas propias de la estrategia de un relato literaturizado, no es, desde luego, el severo registro de un estudioso del material folclórico. Parece, más bien, una invención suscitada con motivo del viaje del escritor al cenobio y, posiblemente, sea la reelaboración de alguno de los relatos -¿procedente de la tradición popular hoy no registrada? ¿el reelaborado por Muntadas?- que oyó o leyó durante el escaso tiempo que permaneció en el Monasterio de Piedra. Como quiera que ello fuese, en la novela de 1899 no queda ningún rastro identificable de aquel remoto texto germinal, que no sean las inquietantes alusiones demoníacas de la sucinta versión manuscrita y un eco verbal tan significativo como el párrafo del capítulo I («Fray Miguel había sido soldado y poeta, que eran las dos profesiones por las cuales no siendo clérigo o fraile, podía un hombre del estado llano en aquella edad encumbrarse o darse a conocer al menos»), evidente ampliación de las sucintas frases del fragmento primigenio: «Morsamor había sido poeta y guerrero. Había tomado nombre tan raro con la esperanza de hacerle glorioso».

3.- La figura de Morsamor es el centro de la novela y la ocupa en toda su extensión como metáfora y suma de las inquietudes de don Juan Valera. Ninguno de los otros personajes del relato consigue el grado de protagonismo absoluto que tiene el fraile metamorfoseado; a lo más, llegan a ser eficaces auxiliares de su transformación y sus peregrinaciones. Por ello, las figuras femeninas dibujan un friso de varia tipología en el que Valera esboza los varios arquetipos de mujeres que había ido construyendo en su carrera de narrador: la mujer inaccesible en la infanta doña Beatriz, la dama de sociedad en doña Sol de Quiñones, el eco de la jovialidad juvenil en Beatricica, el refinamiento de las hetairas en donna Olimpia y Teletusa y el modelo de todas las excelencias en la juvenil Urbasi. Pero este personaje, precisamente, es el contra punto de otra referencia folclórica que bien merece un comentario15.

La muchachita hindú por la que Morsamor concibe un amor exaltado interviene en una breve sección de la segunda parte de la obra -Las aventuras, caps. XXXIII a XXIX-, en extensión suficiente como para provocar dos arriesgadas aventuras del protagonista y condicionar su comportamiento posterior. La muchacha -heredera de los richis, «héroes y monarcas celebrados en leyendas divinas y en inmortales epopeyas»- reúne todas las perfecciones de la padmini16 y está esperando desde siempre la llegada de Morsamor. Su acendrado amor por el protagonista -«desdeñaría por ti, no solo a Balarán, sino a Indra, a Varuna y a los demás dioses, que desde el Baikounta bajasen a pretenderla»- sólo florece durante una corta etapa de su viaje; un brutal asalto de los enemigos termina con su existencia y deja a Morsamor arrojado de nuevo en la soledad.

Desde luego, el nombre de la muchacha y los rasgos básicos de su carácter y comportamiento repiten el de una figura mítica de los viejos libros religiosos de la India. La apsara o ninfa del mismo nombre que el personaje novelesco reproduce es figura que interviene en el Mahabharata, donde se enamora de Arjuna para ser definitivamente rechazada17, y también en el Rig-Veda, en versión más conocida que la presenta como enamorada del hijo de Budha ella, Pururvas. En esta leyenda, la apsara impone a su galán tres condiciones para que la relación amorosa pueda durar, pero los dioses Gandarva y Shiva dificultan las relaciones hasta el punto que Pururvas se ve obligado a incumplir su promesa, lo que provoca la huida de Urbasi18. El arquetipo mítico al que remite esta leyenda -prohibición conyugal transgredida por el varón y que la hembra sanciona con su alejamiento- tiene amplia formulación en las tradiciones mitológicas y folclóricas de Oriente y Occidente; piénsese en sus equivalencias con el mito de Psiquis y Cupido, la leyenda de Numa y la ninfa Egeria, la historia de Melusina o la más familiar leyenda peninsular de la dama de pie de cabra19, casi todas ellas aludidas o consideradas por Valera en diversas ocasiones.

No puede pensarse que la analogía entre el personaje de la novela y la apsara de la cultura indostánica es un mero azar. La coincidencia onomástica, las equivalencias entre la naturaleza casi divina de las dos Urbasis y el desamparo en el que quedan los protagonistas masculinos del relato del Rig-Veda y de la novela de Valera son indicios reveladores del más que posible estímulo legendario que generó a la delicada figura femenina de la moderna ficción; ciertamente que en esta no se explicita la prohibición conyugal y su subsiguiente quebrantamiento, pero el frecuente uso que Valera hizo de los mitos paralelos en las culturas occidentales -Psiquis y Cupido, Numa y Egeria- y su temprano conocimiento de los más antiguos textos de la cultura hindú20, inducen a suponer que detrás del episodio narrado en Morsamor está la conmovedora leyenda evocada en el drama de Kalidasa Vikramorvashiyam y en el Rig-Veda21, textos a los que se acercó el escritor español como poeta que buscaba estímulos artísticos y como intelectual inquieto que descubría nuevos horizontes antropológicos en los textos clásicos del lejano Oriente. Pese a su carencia de competencia técnica adecuada, el Oriente de Valera no fue el espacio inventado por los artistas del XIX sino otra elocuente provincia de la Historia de la Humanidad que él empleó artísticamente en más de una ocasión.

4.- Dos tradiciones distintas y distantes aportan sendos modelos para las figuras centrales de Morsamor. El escritor integra este fondo de cultura venerable en un sistema de simbolización coincidente con determinadas tendencias de la novela del fin del siglo XIX, aunque aquí no haya sido atendido este aspecto revelador. Las referencias folclóricas y míticas que se ocultan en los dos personajes centrales de la última novela de Valera vuelven a presentar a un escritor que solapa sus ficciones con el más diverso material cultural, ya procediera de las fuentes escritas o de las tradiciones orales. Este ejercicio de pleguerías alusivas es un recurso permanente en la prosa de don Juan, prosa que, aparentemente, no ofrece prima facie mayores dificultades de comprensión, pero que, una vez leída desde el ángulo de las alusiones implícitas, suscita en el lector el estímulo de la obra abierta. Estímulo que es juego ingenioso y laberíntico en el que reside quizás una de las claves del misterio literario de Valera y que, en los años del fin de siglo y de su vida, él llevó a sus últimas consecuencias, en parte como testimonio de fidelidad a una forma personal de escribir y, en parte, como contribución -¿involuntaria?- a los caminos que estaba siguiendo la narrativa europea del fin de siglo.





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