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ArribaAbajo- VII -

La idea... la pícara idea



ArribaAbajo- I -

Guillermina vivía, como antes se ha dicho, en la calle de Pontejos, pared por medio con los de Santa Cruz. Era aquella la antigua casa de los Morenos; allí estuvo la banca de este nombre desde tiempos remotos, y allí está todavía con la razón social de Ruiz Ochoa y Compañía. El edificio, por lo angosto y alto, parecía una torre. El jefe actual de la banca no vivía allí; pero tenía su escritorio en el entresuelo; en el principal moraba D. Manuel Moreno-Isla, cuando venía a Madrid, su hermana doña Patrocinio, viuda, y su tía Guillermina Pacheco; en el segundo vivía Zalamero, casado con la hija de Ruiz Ochoa, y en el tercero, dos señoras ancianas, también de la familia, hermanas del obispo de Plasencia, Fray Luis Moreno-Isla y Bonilla.

Entró Guillermina en su casa a las nueve y media de aquel día que debía de ser memorable. Tan temprano, y ya había andado aquella mujer medio mundo, oído tres misas y visitado el asilo viejo y el que estaba en construcción,   —357→   despachando de paso algunas diligencias. Llegose un instante a su gabinete, pensando en la visita que aquel día esperaba, pero el interés de este asunto no le hizo olvidar los suyos propios, y sin quitarse el manto, volvió a salir y fue al despacho de su sobrino. «¿Se puede?» preguntó abriendo suavemente la puerta.

«Pasa, rata» replicó Moreno, que se acababa de dar un baño y estaba sentado, escribiendo en su pupitre, con bata y gorro, clavados los lentes de oro en el caballete de la nariz.

-Buenos días -dijo la santa entrando; él la miraba por encima de los quevedos-. No vengo a molestarte... Pero ante todo. ¿Cómo estás hoy? ¿No se ha repetido el ahoguillo?

-Estoy bien. Anoche he dormido. Me parece mentira que haya descansado una noche. Todo lo llevo con paciencia; pero esos desvelos horribles me matan. Hoy, ya lo ves, hablo un rato seguido y no me canso.

-Vaya... cosas de los nervios... y resultado también de la vida ociosa que llevas... Pero vamos a mi pleito. Solo te quería decir que ya que no me acabes el piso, me des siquiera unas vigas viejas que tienes en tu solar de la calle de Relatores... Ayer fui a verlas. Si me las das, yo las mandaré aserrar...

-Vaya por las vigas, que no son viejas.

-¡Si están medio podridas!

-¡Qué han de estar! Pero en fin, tarasca, tuyas   —358→   son -replicó Moreno volviendo a escribir-. ¡Cuándo querrá Dios que acabes tu dichoso asilo, a ver si descansa el género humano! Mira, no sabes lo antipática que te haces con tus petitorios. Eres la pesadilla de todas las familias y cuando te ven entrar, no lo dudes, aunque te pongan buena cara, ¡te echan de dientes adentro cada maldición...!

A estas palabras, dichas con seriedad que más bien parecía broma, contestole Guillermina sentándose junto al pupitre, apoyando un codo en él, y mirando frente a frente al sobrino, cuya barba acarició con sus dedos, entre los cuales tenía enredado aún el rosario.

«Todo eso lo dices por buscarme la lengua. Eres muy pillincito. Por de pronto vengan esos maderos que no te sirven para nada».

-Carga con ellos y así te perniquiebres -repuso D. Manuel sonriendo.

-Pero no basta eso. Es preciso que pongas una orden a tu administrador para que me los entregue. Aquí, en este papelito... Ya que tienes la pluma en la mano no me voy sin la orden. Luego acabarás tu carta.

Diciendo esto, cogía de la papelera un pliego timbrado y se lo ponía delante, apartando con su propia mano la carta que estaba a medio escribir.

-¡Dios tenga compasión de mí! Y el diablo cargue con estas santas cursis, con estas fundadoras   —359→   de establecimientos que no sirven para nada.

-Escribe, tontito. Si todo eso que hablas es bulla. ¡Si eres lo más bueno... y lo más cristiano...!

-¡Cristiano yo! -exclamó el caballero enmascarando su benevolencia con una fiereza histriónica-. ¡Cristiano yo! ¡Mal pecado! Para que no te vuelvas a acercar más a mí, me voy a hacer protestante, judío, mormón... Quiero que huyas de mí como de la peste.

-Vamos, no tontees. Te advierto que de ninguna manera te has de librar de mí, pues aunque te vuelvas el mismo Demonio, te he de pedir dinero y te lo he de sacar. Vamos; ponme eso.

-No me da la gana.

Y diciéndolo empezaba a redactar la orden.

-Así, así... -decía Guillermina dictando-. «Sr. D... haga usted el favor de dar los palos...».

-Por ahí... los palos... Leña, que te den leña es lo que a ti te viene bien.

Durante el silencio de la escritura, oyose en el pasillo próximo rumor de faldas, voces de mujeres y estallido de besos. Moreno levantó la pluma diciendo: «¿Quién es?».

-No te interrumpas... ¿Qué te importa a ti? Debe de ser Jacinta. Sigue.

-Pues que pase aquí. ¿Por qué no pasa?

-Está hablando con tu hermana. ¡Jacinta, Jacintilla!, entra: el monstruo quiere verte.

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Abriose la puerta y aparecieron Jacinta y Patrocinio, la hermana de Moreno. Esta se reía de ver a su hermano enzarzado con la santa, y riéndose se retiró.

-Venga usted... Jacinta por Dios -dijo Moreno echando la firma al documento-, y sáqueme de este Calvario. Crea usted que su amiguita me está crucificando.

«Calle usted, cicatero -le contestó la joven avanzando hacia la mesa-. Usted es el que la crucifica a ella, porque pudiendo darle todo lo que le pide, que bien de sobra lo tiene, no se lo da: y hace muy mal en atormentarla si piensa dárselo al fin».

-Vamos, usted se me ha pasado al enemigo. Ya no hay salvación -afirmó él quitándose los lentes y frotándose los ojos, cansados de tanto escribir-. Estamos perdidos.

-¿Eh?, ¿qué tal? ¿Tengo buenos abogados? -dijo Guillermina recogiendo su papel.

-¡Cicatero! -repitió Jacinta-. ¡Negarle tres o cuatro mil tristes duros para acabar el piso...!, ¡un hombre que no tiene hijos, que está nadando en dinero! ¡Usted que antes era tan bueno, tan caritativo...!

-Es que me he vuelto protestante, hereje, y me voy a volver judío, a ver si esta calamidad me deja en paz.

-No, no le dejaremos, ¿verdad? -insistió la santa-. Mira, Manolo: Jacinta y yo pedimos   —361→   ahora juntas. Aunque te vuelvas turco, ya te cayó que hacer.

-No, Jacinta no se mete en esos enredos -dijo Moreno mirándola fijamente en los ojos.

-Vaya que sí me meto. El asilo es mío; lo he comprado.

-¿Sí?, pues si ha dado usted dos pesetas por él ha hecho un mal negocio. Todavía está a la mitad y ya se está cayendo.

-Primero te caerás tú.

-Es mío -afirmó la señora de Santa Cruz avanzando más y poniendo la palma de la mano sobre el pupitre-. A ver, rico avariento, dé usted para la obra de Dios.

-¡Otra! Ya he dado unas vigas que valen cualquier cosa -replicó Manolo, mirando embelesado, tan pronto la cara de la mendicante como su mano de ángel, sonrosada y gordita.

-Eso no basta. Necesitamos acabar el piso principal, y...

-Eso... eso... -interrumpió Guillermina-. Pero no te dará ni una mota. ¿Sabes? Se va a hacer mormón, y necesita el dinero para tantísimas mujeres como tendrá que mantener.

-Poco a poco, señoras mías -observó el rico avariento, echándose sobre el respaldo del sillón-. La cosa varía de aspecto. ¡Jacinta metida a santa fundadora! ¡Qué compromiso! Ahora sí que no sé cómo salir del paso, porque ahora sí que me condeno de veras, si me obstino   —362→   en la negativa. Porque no hay duda de que esta mano que pide, mano del Cielo es...

-Y tan del Cielo -indicó la propia Delfina sacudiendo la mano-. Decidirse pronto, caballero. Es la primera vez que ejerzo de santa. Si me echa la limosnita, usted me estrena.

-¿Sí?... -dijo él moviéndose en el sillón con gran desasosiego-. Pues doy, pues doy.

Guillermina empezó a dar palmadas, gritando: «Hosanna... ya le tenemos cogido». Y con vivacidad, semejante a la de una jovenzuela, echó mano a la llave que estaba puesta en uno de los cajones de la mesa.

-Eh... ¿qué libertades son estas? -gritó su sobrino sujetándole la mano.

-El talonario del Banco... -decía la rata eclesiástica, luchando por desasirse y por sofocar la risa-. Aquí, aquí lo tienes, perro hereje... sácalo pronto y pon cuatro números, cuatro letras y el garabato de tu firma. Jacinta, abre... sácalo... no tengas miedo.

-Orden, orden, señoras -arguyó Moreno a quien la risa cortaba la respiración-. Esto ya es un allanamiento, un escalo. Tengan calma, porque si no me veré en el caso de llamar a una pareja.

-¡El talonario, el talonario! -chillaba Jacinta, dando también palmadas.

-Paciencia, paciencia. No tengo aquí el talonario. Está abajo, en el escritorio. Luego...

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-¡Bah!... ¡se está burlando de nosotras!...

-No, no -dijo Guillermina con ardor-, ya no puede volverse atrás.

-Yo no me voy ya sin la firma.

-Más que la firma -manifestó Moreno muy serio, poniéndose la mano sobre aquel corazón que no valía ya dos cuartos-, vale mi palabra.

Estaba pálido, casi blanco, del color del papel en que escribía.

«¿De veras?».

-No hay más que hablar.

-Eso sí -dijo la santa-, él es un pillo, un hereje; pero lo que es palabra, la tiene...

Dichas otras cuantas bromas, retiráronse las dos santas fundadoras, dejando al hereje con su médico. Iban tan contentas, que cuando entraron en el cuarto de Guillermina, a esta le faltaba poco para ponerse a bailar.

«¿Pero de veras nos mandará el talón?» preguntó Jacinta, incrédula.

-Como tenerlo en la mano... Has estado muy hábil... Como tiene conmigo tanta confianza, se pone muy pesado. Pero a ti no te había de negar... ¡Qué alegría!... ¡Ya tenemos piso principal! ¡Viva San José bendito! ¡Vivaaaa!... ¡Viva la Virgen del Carmen!... ¡Vivaaaa! Porque a ellos se le debe todo. Tarde o temprano, Manolo me habría dado esos cuartos. ¡Ah!, yo le conozco bien. ¡Si es un angelote, un bendito, un alma de Dios...!



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ArribaAbajo- II -

No les duró mucho el regocijo, porque oyeron el reloj de la Puerta del Sol dando las diez, y ambas mudaron súbitamente la expresión de su rostro. «Las diez, ya veremos si viene -dijo Guillermina, que aún conservaba resplandores de alegría en su cara-. Prometió venir; pero esa palabra no debe de ser tan de fiar como la de Manolo».

Y permaneciendo ambas en pie, la fundadora dijo a su amiguita:

«Esto no lo hago yo más que por ti... ¡meterme en vidas ajenas! La impresión que saqué el otro día es que por el momento no es ella quien te le distrae. Sería una actriz consumada si así no fuese. Como venga hoy, le echaremos la sonda más abajo a ver si sale algo. De todas suertes, ya la sermonearé bien para que le reciba a cajas destempladas, si él intentara... ¿Creerás una cosa? ¿Que esa mujer no me parece enteramente mala?».

-Podrá ser... Pero si usted hubiera visto la cara que me puso el otro día, una cara de rencor como usted no puede figurarse...

-Dice que después le pesó...

-¡Bribona! -exclamó Jacinta, frunciendo los labios y apretando los puños.

-Pero, en fin, hoy la tantearemos otra vez.   —365→   Como quiera que sea, su sermoncito no hay quien se lo quite. Y por si viene pronto... quedamos en que de diez a once... debes marcharte ya, no sea que te pille aquí.

Después de un rato de silencio, la Delfina dijo con resolución: «Yo no me voy».

-¡Hija, qué me dices!... ¿Estás loca?

-Yo no me voy. Me esconderé en la alcoba. Quiero oír lo que diga...

-Eso sí que no te lo consiento. ¿En mi casa escenas de comedia? No, no lo esperes.

-¡Pero qué tonta, y qué exagerada, y qué puntillosa es usted, hija! ¿Qué mal hay en eso?, a ver... Le digo a usted que no me voy.

-Pues te quedas aquí... ¡Ah!, no, eso tampoco. Márchate, niña de mi alma, y no me pongas en tan mal paso. No es de mi carácter eso.

-Déjeme... ¡por Dios! ¿Pero qué le importa a usted?... vaya... Yo me meto en la alcoba y me estoy allí como en misa.

-Hija, ni en los teatros resulta eso con sentido común... Para salir diciendo luego con voz hueca: «¡lo he oído todo!».

-Yo no chistaré. No haré más que oír... Vamos, remilgada, déjeme usted.

-Ya me figuraba yo que habías de salir con alguna tontería. Eres una voluntariosa. De esa manera me agradeces lo que hago por ti...

-¿Pero qué mal hay?... Vaya, que es usted terca. Pues que no me voy, que no me voy.

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Sonó la campanilla.

«¿Apostamos a que es ella?... Lo siento» dijo Guillermina, asomándose a la puerta.

Jacinta no creyó prudente discutir más, y sin decir nada metiose en la alcoba, cerrando cuidadosamente las vidrieras. Guillermina, no conformándose con el escondite, quiso salir con ánimo de recibir la visita en otra habitación; mas dispuso la fatalidad que su prima Patrocinio, al ver entrar a Fortunata, la tomara por una de las muchas personas que iban allí a pedir socorros, y la introdujese, como si dijéramos, a boca de jarro, en el gabinete de la santa. Esta se vio algo confusa, sin saber cómo salir de aquel atolladero. «¡Ah!, ¿era usted?... No la esperaba... Pase y tome asiento».

Fortunata, que iba vestida con mucha sencillez, entró como entraría una planchadora que va a entregar la ropa. Avanzaba tímidamente, deteniéndose a cada palabra del saludo, y fue preciso que Guillermina la mandase dos o tres veces sentarse para que lo hiciera. Su aire de modestia, su encogimiento, que era el mejor signo de la conciencia de su inferioridad, hacíanla en aquel instante verdadero tipo de mujer del pueblo, que por incidencia se encuentra mano a mano con las personas de clase superior. Mucho la cohibía el temor de no saber usar términos en consonancia con los que emplearía la confesora, pues en todas las ocasiones   —367→   difíciles recobraba su popular rudeza, y se le iban de la memoria las pocas enseñanzas de lenguaje y modales que había recibido en su corta y accidentada vida de señora.

Pero lo verdaderamente singular era que Guillermina, tan dueña de su palabra normalmente, estaba también azorada aquel día, y no sabía cómo desenvolverse. El escondite de su amiga la llenaba de confusión, porque era un engaño, un fraude, una superchería indigna de personas formales. Lo primero que a la santa se le ocurrió, para empezar, fue una ampliación de lo que había dicho en la casa de Severiana. «Si quiere usted que seamos amigas y que le dé buenos consejos, es preciso que tenga conmigo mucha confianza y no me oculte nada, por feo y malo que sea. Hay en su vida de usted un punto muy oscuro. Usted está casada y no quiere a su marido; así me lo confesó el otro día. Crea que esto me ha dado qué pensar. Dice usted que se casó sin saber lo que hacía... Explicación escurridiza. Tengamos sinceridad, y hablemos claro. La sinceridad es difícil; pero así como los niños, que confiesan por primera vez, no confesarían si el cura no les sacara los pecadillos con cuchara, así yo voy a ayudarle a usted preguntando y echándole el anzuelo de la respuesta. Veremos si pica... Cuando usted se determinó a casarse, ¿no hizo allá en el fondo de su pensamiento, la reserva   —368→   de que el matrimonio le permitiera pecar libremente, no digo que con este y con el otro, sino con el que usted quería?».

Fortunata miraba al techo, recordando.

«¿No había esa reserva? A ver... busque usted bien; busque más adentro, más abajo».

-Puede que sí la hubiera -dijo la otra al fin, con voz muy apagada y trémula-. Puede que sí...

-¿Ve usted cómo salen las heces cuando se las quiere sacar?

-Pero también le diré a usted que yo no contaba con volverle a ver... Pensé que no se acordaba de mí. Yo me llegué a creer que podría ser buena y honrada... me lo tragué. ¿Pero cómo fue ello?, que él me buscó... sí señora, me buscó y me encontró. Sin saber cómo, de repente, el casamiento y mi marido se me pusieron a cien mil leguas de distancia. Yo no sé explicarlo, no sé explicarlo.

En cuanto la conversación se corría del lado de Juanito Santa Cruz, Guillermina se aterraba. Quería apartarla de aquel extremo peligroso, y no sabía cómo llevar a su penitente a un terreno puramente ideal.

«Pero su conciencia... eso es lo que quiero saber».

-¡Mi conciencia!... esto sí que es raro... se lo cuento a usted como pasó... no se me alborotaba cuando cometía yo aquellos pecados tan   —369→   refeos... Le diré a usted más, aunque se horrorice... mi conciencia me aprobaba... vamos al caso, me decía una cosa muy atroz, me decía que mi verdadero marido...

-No siga usted -interrumpió la santa alarmadísima, creyendo sentir ruido en la alcoba-. Es horrible. No siga usted. ¡Virgen del Carmen! Está usted muy dañada.

-Parecíame a mí -prosiguió la penitente sin poder contener la efusión de su sinceridad-, que aquel hombre me pertenecía a mí y que yo no pertenecía al otro... que mi boda era un engaño, una ilusión, como lo que sacan en los teatros.

-Calle, cállese por Dios...

-Pero aguárdese usted... A mí me había dado palabra de casamiento... como esta es luz... Y me la había dado antes de casarse... Y yo había tenido un niño... Y a mí me parecía que estábamos los dos atados para siempre, y que lo demás que vino después no vale... eso es.

Guillermina se llevó las manos a la cabeza... Discurrió que lo mejor era diferir la conferencia para otro día, pretextando que tenía que salir. «Eso es muy grave. Hay que tratarlo despacio. Cierto que una promesa liga algo... No sostendré yo que ese joven se portó bien con usted. Pero el tiempo, la sociedad... Y sobre todo, los derechos que usted podría tener, los ha perdido con su mala conducta».

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-Yo no habría sido mala -dijo la de Rubín envalentonándose, al ver en su confesora un inexplicable aturdimiento-, si él no me hubiera plantado en medio del arroyo con un hijo dentro de mí -la santa vacilaba; no sabía por dónde romper. ¡Ah!, sin aquel peligroso testigo de Jacinta ya se habría explicado ella bien, enseñando a la atrevida cuántas son cinco.

-Usted, hija mía, está como trastornada -le dijo, buscando modos de hacer insignificante la conversación-. El otro día me pareció usted más razonable... ¿qué mosca la ha picado...?

-¿Qué mosca? -dijo Fortunata con cierto extravío en la mirada-. ¿Qué mosca?, pues una.

-Porque usted no se hace cargo de que ha pasado tiempo, de que ese hombre está casado con una mujer angelical, y que...

En la fisonomía de la prójima se encendió de improviso una luz vivísima. Fue como una aureola de inspiración que le envolvía toda la cara. Más hermosa que nunca, sacó de su cabeza un gallardísimo argumento, y se lo soltó a la otra como se suelta una bomba explosiva.

¡Pruuun! Guillermina se quedó atontada cuando oyó esta atrocidad:

«¡Angelical!... sí, todo lo angelical que usted quiera; pero no tiene hijos. Esposa que no tiene hijos, no es tal esposa».

Guillermina se quedó tan pasmada, que no pudo responder.

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«Es idea mía -prosiguió la otra con la inspiración de un apóstol y la audacia criminal de un anarquista-. Dirá usted lo que guste; pero es idea mía, y no hay quien me la quite de la cabeza... Virtuosa, sí; estamos en ello; pero no le puede dar un heredero... Yo, yo, yo se lo he dado, y se lo puedo volver a dar...».

-Por Dios... cállese usted... no he visto otro caso... ¡Qué idea!... ¡qué atrevimiento! Está usted condenada.

Y la virgen y confesora llegó a tal grado de confusión, que no daba ya pie con bola.

«Yo estaré todo lo condenada que usted quiera... pero es mi idea; con esta idea me iré al Infierno, al Cielo o a donde Dios disponga que me vaya... Porque eso de que yo sea mala, muy mala, todavía está por ver».

La santa la miraba con verdadero espanto. Fortunata parecía estar fuera de sí y como el exaltado artista que no tiene conciencia de lo que dice o canta.

«¿Por qué he de ser yo tan mala como parece?... ¿porque tengo una idea? ¿No puede una tener una idea?... ¿Dice usted que la otra es un ángel? Yo no lo niego, yo no pretendo quitarle su mérito... Si a mí me gusta, si quisiera parecerme a ella en algunas cosas, en otras no, porque ella será para usted todo lo santa que se quiera, pero está por debajo de mí en una cosa: no tiene hijos, y cuando tocan a tener hijos, no me   —372→   rebajo a ella, y levanto mi cabeza, sí señora... Y no los tendrá ya, porque está probado, y por lo que hace a que yo los puedo tener, también muy probado está. Es mi idea, es una idea mía. Y otra vez lo digo: la esposa que no da hijos, no vale... Sin nosotras las que los damos, se acabaría el mundo... Luego nosotras...».

«Nada, nada, esta mujer está loca y no tendré más remedio que ponerla en la calle -pensó Guillermina-. ¡Y qué trago estará pasando la otra pobre, oyendo tales lindezas!».

Notaba en ella cierta exaltación insana. No era la misma mujer con quien había hablado dos días antes. Ya tenía la palabra en la boca para despedirla con buen modo, cuando se sintió ruido como de mano golpeando en los cristales de un mirador, y luego una voz que llamaba a Guillermina. Asomose esta. Fortunata oyó claramente la voz de doña Bárbara preguntando: «¿Está ahí Jacinta?».




ArribaAbajo- III -

La santa vaciló antes de dar respuesta. Por fin la dio: «¿Jacinta?... No, aquí no está». Poco más hablaron las dos damas, y Guillermina volvió al lado de la visita; pero la falsedad que se había visto obligada a decir trastornaba de tal modo su espíritu, que no parecía la misma mujer de siempre, segura, impávida y tan   —373→   dueña de su palabra como de sus actos. La mentira y el escondite escénico de su amiga pusiéronla en la situación más crítica del mundo, porque se había hecho a la verdad, y vivía en ella como los peces en el agua. Estaba la pobre señora, con aquellos escrúpulos, como pez a quien sacan de su elemento, y aún le pasó por el magín la pavorosa idea: ¡pecado mortal! En fin que aquello se tenía que concluir.

«Hija mía, usted está hoy un poco alucinada. Bien quisiera poderla oír, consolarla... pero tiene que dispensarme por hoy... Otro día...».

-¿Tiene usted que salir? -dijo la anarquista con pena-. Bueno, volveré; yo tengo que contarle a usted una cosa... Si no se la cuento a usted, lo sentiré... ¡Ay!, una cosa que me ha pasado ayer... ¡tremenda, muy tremenda!

Guillermina permaneció en pie, diciendo para sí: «¿qué será?».

«Si persiste usted -agregó en voz alta-, en tener esas ideas estrambóticas, es difícil que yo la consuele. No nos entenderemos nunca».

En aquel momento la pecadora clavaba sus ojos en la santa. Se le estaba pareciendo a Mauricia. La cara no era la misma; pero la expresión sí... y la voz, se le había enronquecido como la de las personas que beben aguardiente.

«¿En qué piensa usted? ¿Por qué me mira tanto?» le preguntó Guillermina, que ya estaba impaciente por terminar.

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-La miro a usted porque me gusta mirarla... Anoche y anteanoche, y todos los días desde aquel en que hablamos, la tengo a usted metidita dentro de mis ojos, la veo cuando duermo y cuando no duermo. Ayer, cuando me pasó lo que me pasó, dije: «No tengo sosiego hasta que no se lo cuente a la señora».

Guillermina, movida de gran curiosidad, se sentó, y tomándole una mano, le dijo en voz queda: «Cuente usted... Ya oigo».

«Pues ayer -refirió la joven con los ojos bajos, alzándolos al final de cada frase, como si pusiera con ellos las comas, más que con el acento-, pues ayer... iba yo tan tranquila por la calle de la Magdalena, pensando en usted... porque siempre estoy pensando en usted y... me paré a ver el escaparate de una tienda donde hay tubos y llaves de agua... Ni sé por qué me paré allí, pues ¿qué me importan a mí los tubos?... cuando sentí a mi espalda... mejor dicho aquí en el cuello, una voz... ¡Ay, señora!, la voz me sonó aquí detrás junto a estos pelitos que tenemos donde nace la cabellera, y fue como si me entraran una aguja muy fina y muy fría... Me quedé helada... volvime... le vi... se sonreía».

Guillermina extendió la mano para taparle la boca; pero sin resultado.

«Yo no podía hablar... Me quedé como una estatua; me dieron ganas de llorar, de echar a correr o de no sé qué».

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-No le diría a usted nada de particular -indicó la santa muy asustada, quitando gravedad al asunto-. Nada más que un saludo...

-¿Qué saludo?... Verá usted. Me dijo: «¿Chiquilla, qué es de tu vida?...». Yo no le pude contestar... Di media vuelta, y él me cogió una mano.

-Vamos, vamos, esto ya es demasiado -declaró Guillermina, levantándose turbadísima-. Otro día me contará usted eso...

-No, si no hay más... Yo retiré mi mano, y me fui sin decirle nada... No tuve alma para seguir adelante sin mirar para atrás, y miré y le vi... Me seguía, distante. Apresuré el paso y me metí en mi casa...

-Muy bien hecho, muy bien hecho...

-Pero aguárdese usted -dijo Fortunata que ya no estaba exaltada, sino en un grado de humildad lastimosa, y su tono era el de los penitentes muy afligidos, que no pueden con el peso de sus culpas-. Aún falta lo mejor. Después que le vi, se me ha clavado de tal manera en el pensamiento la idea de... Es una idea mía, idea mala, señora... pero usted es una santa, y me la quitará de la cabeza... Por eso no tengo sosiego hasta no decírsela...

-Basta, basta; no quiero, no quiero.

-Que sí quiere -insistió la joven reteniéndola por ambas manos, pues la confesora hizo ademán de apartarse de ella.

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-Una idea infame... la idea de pecar otra vez... -dijo Guillermina, balbuciente-. ¿Es eso?...

-Eso es... pero verá la señora. Yo quiero echarla de mí; pero a veces se me ocurre que no debo echarla, que no peco...

-¡Jesús!

-Que así debe ser, que así está dispuesto -añadió la señora de Rubín, volviendo a exaltarse y a tomar la expresión del anarquista que arroja la bomba explosiva para hacer saltar a los poderes de la tierra. Es una idea mía, una idea muy perra, una idea negra como las niñas de los ojos de Satanás... y no me la puedo arrancar.

-Cállese usted...

Guillermina puso cara de consternación y dio algunos pasos, vacilando como una persona que se va a caer. Tiempo hacía, mucho tiempo, que la insigne fundadora no se había encontrado en compromiso semejante. Sentíase atada y sin libertad, y esto la ponía fuera de sí, destruyendo aquella serenidad soberana que normalmente tenía. Aún intentó un esfuerzo para dominar situación tan penosa, y echando miradas de alarma a la vidriera de su alcoba, dijo: «Pero usted... no reflexiona... que...».

No pudo concluir esta frase trivial. La otra, que siendo cifra de todas las debilidades humanas, parecía más fuerte que la gran doctora   —377→   y santa, se permitió sonreír oyéndola. «¿Y qué saco de reflexionar? Mientras más reflexiono peor».

-Veo que usted no tiene atadero... Con esas ideas, pronto volveríamos al estado salvaje.

Con sonrisa sarcástica y un expresivo alzar de hombros, dio a entender Fortunata que por ella no había inconveniente en que la sociedad volviera al estado salvaje...

«Usted no tiene sentido moral; usted no puede tener nunca principios, porque es anterior a la civilización; usted es una salvaje y pertenece de lleno a los pueblos primitivos». Esto o cosa parecida le habría dicho Guillermina si su espíritu hubiera estado en otra disposición. Únicamente expresó algo que se relacionaba vagamente con aquellas ideas: «Tiene usted las pasiones del pueblo, brutales y como un canto sin labrar».

Así era la verdad, porque el pueblo, en nuestras sociedades, conserva las ideas y los sentimientos elementales en su tosca plenitud, como la cantera contiene el mármol, materia de la forma. El pueblo posee las verdades grandes y en bloque, y a él acude la civilización conforme se le van gastando las menudas, de que vive.

De repente Fortunata vaciló en su ánimo. Parecía una fuerza nerviosa que caía en brusca sedación. La otra, en cambio, se creció de repente por una sacudida de su conciencia. «Ya   —378→   no más, no más mentira. No puedo, no puedo...».

Alzó los ojos al techo, cruzó las manos, su cara se puso muy encendida y sus ojos iluminados. Quedose atónita la anarquista oyéndole decir estas palabras con un acento que parecía ser de otro mundo:

«Salva, Jesús mío, esta alma que se quiere perder, y apártame a mí de la mentira». Después se llegó a ella y le cogió una mano, diciéndole con profunda lástima: «¡Pobre mujer!, yo tengo la culpa de las atrocidades que ha dicho usted, yo, yo, Dios me lo perdone, y la causa ha sido una farsa, una mentira... La verdad ante todo. La verdad me ha salvado siempre y me salvará ahora. Usted ha dicho cosas infernales que desgarran el corazón de mi amiga, y las ha dicho porque creía que hablaba solo conmigo. Pues la he engañado a usted, porque Jacinta está escondida en aquella alcoba».

Diciéndolo, corrió hacia la puerta vidriera y la empujó. Fortunata, que estaba sentada frente a la puerta aquella, levantose de golpe, quedándose yerta y muda. Jacinta no aparecía. Se oyeron tan solo sus sollozos. Estaba sentada en una silla, apoyando la cabeza en la cama de la santa. Esta se fue a ella y le dijo: «Perdónala, querida mía, que no sabe lo que se dice».

-Y usted... -añadió, saliendo a la puerta-, bien comprenderá que debe retirarse. Hágame el favor...

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Quizás todo habría concluido de un modo pacífico; pero la Delfina se levantó de repente, poseída de la rabia de paloma que en ocasiones le entraba. ¡Ánimas benditas! De un salto salió al gabinete. Estaba amoratada de tanto llorar y de tantísima cólera como sentía... No podía hablar... se ahogaba. Tuvo que hacer como que escupía las palabras para poder decir con gritos intermitentes: «¡Bribona... infame, tiene el valor de creerse!... no comprende que no se la ha mandado... a la galera, porque la justicia... porque no hay justicia... Y usted... (por Guillermina) no sé cómo consiente, no sé cómo ha podido creer... ¡Qué ignominia!... Esta mujerzuela aquí, en esta casa... ¡qué afrenta!... ¡Ladrona...!».

Fortunata, en el primer movimiento de sorpresa y temor, había dado una vuelta y puéstose tras el sillón en que poco antes estaba sentada. Apoyando las manos en el respaldo, agachó el cuerpo y meneó las caderas como los tigres que van a dar el salto. Mirola Guillermina, sintiendo el espanto más grande que en su vida había sentido... Fortunata agachó más la cabeza... Sus ojos negros, situados contra la claridad del balcón, parecía que se le volvían verdes, arrojando un resplandor de luz eléctrica. Al propio tiempo dejó oír una voz ronca y terrible que decía: «¡La ladrona eres tú... tú! Y ahora mismo...».

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La ira, la pasión y la grosería del pueblo se manifestaron en ella de golpe, con explosión formidable. Volvió a la niñez, a aquella época en que trabándose de palabras con alguna otra zagalona de la plazuela, se agarraban por el moño y se sacudían de firme, hasta que los mayores las separaban. No parecía ser quien era, ni debía de tener conciencia de lo que hacía. Jacinta y Guillermina se acobardaron un momento; pero luego la primera lanzó un grito de angustia, y la santa salió a pedir socorro. No tuvo tiempo Fortunata de prolongar su altercado ni de volver en sí, porque apareció en la puerta el criado de Moreno, que era un inglesote como un castillo, y a poco vino también doña Patrocinio, y después el mismo Moreno.

La señora de Rubín no se dio cuenta de lo demás... Tenía después una idea incierta de que la mano dura del inglés la había cogido por un brazo, apretándoselo tanto que aún le dolía al día siguiente; de que la sacaron del gabinete, de que le abrieron la puerta y de que se vio bajando la escalera.

Todos acudieron a la señora de Santa Cruz que había perdido el conocimiento, y Moreno, poniendo una cara entre burlesca y consternada, se dejó decir: «Estas cosas le pasan a mi querida tía por meterse a redentora».



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ArribaAbajo- IV -

Bajó Fortunata los peldaños riendo... Era una risa estúpida salpicada de interjecciones. «¡A mí, decirme...! Si no me echan, la cojo... le levanto... pero no sé, no recuerdo bien si le arañé la cara. ¡A mí decirme! Si le pego un bocado no la suelto... Ja, ja, ja...». Le temblaban tanto las piernas, que al llegar a la calle apenas podía andar. La luz y el aire parecía que le despejaban algo la cabeza, y empezó a darse cuenta de la situación. ¿Pero era verdad lo que había dicho y hecho? No estaba segura de haberle pegado; pero sí de que le dijo algo. ¿Y para qué la otra la había llamado a ella ladrona?... Subió por la calle de la Paz, pasando a cada instante de una acera a otra sin saber lo que hacía.

«¿Pero yo qué he hecho?... ¡Oh!, bien hecho está... ¡Llamarme a mí ladrona, ella que me ha robado lo mío!». Se volvió para atrás, y como quien echa una maldición, dijo entre dientes: «Tú me llamarás lo que quieras... Llámame tal o cual y tendrás razón... Tú serás un ángel... pero tú no has tenido hijos. Los ángeles no los tienen. Y yo sí... Es mi idea, una idea mía. Rabia, rabia, rabia... Y no los tendrás, no los tendrás nunca, y yo sí... Rabia, rabia, rabia...».

Más allá del Banco volvió a reírse. Su monólogo era así: «¡Lo mismo que la otra, la señora   —382→   del Espíritu Santo...! Doña Mauricia, digo, Guillermina la Dura... Quiere hacernos creer que es santa... ¡buen peine está! Harta de retozar con los curas, se quiere hacer la obispa catoliquísima y meterse en el confesonario... ¡Perdida, borrachona, hipocritona!... púa de sacristía, amancebada con todos los clérigos... con el Nuncio y con San José...».

De pronto sus ideas variaron, y sintiendo dolorosa angustia en su alma, como impresión de horrible vacío, pensaba así: «¿Pero a quién me volveré ahora? ¡Dios mío, qué sola estoy! ¡Por qué te me has muerto, amiga de mi alma, Mauricia!... Por más que digan, tú eras un ángel en la tierra, y ahora estás divirtiéndote con los del Cielo; ¡y yo aquí tan solita! ¿Por qué te has muerto? Vuélvete acá... ¿Qué es de mí? ¿Qué me aconsejas? ¿Qué me dices?... ¡Qué ganas siento de llorar! Sola, sin nadie que me diga una palabra de consuelo... ¡Oh!, ¡qué amiga me he perdido!... Mauricia, no estés más entre las ánimas benditas, y vuelve a vivir... Mira que estoy huérfana, y yo y los huerfanitos de tu asilo estamos llorando por ti... Los pobres que tú socorrías te llaman. Ven, ven... Señor Pepe te ha hecho los gatillos... le vi esta mañana en la fragua, machacando, tin, tan... Mauricia, amiga de mi alma, ven y las dos juntas nos contaremos nuestras penas, hablaremos de cuando nos querían nuestros hombres, y de lo   —383→   que nos decían cuando nos arrullaban, y luego beberemos aguardiente las dos, porque yo también quiero el aguardientito, como tú, que estás en la gloria, y lo beberé contigo para que se me duerman mis penas, sí, para que se me emborrachen mis penas».

Entró por fin en casa. Enteramente trastornada, andaba como una máquina. No había nadie más que Papitos, a quien vio, mas no le dijo nada. Encerrose en su alcoba, tiró el manto y se echó en el sofá, dando un rugido. Después de revolcarse como las fieras heridas, se puso boca abajo, oprimiendo el vientre contra los muelles del sofá, y clavando los dedos en un cojín. No tardó en caer en penoso letargo, lleno de visiones disparatadas y horribles, sin darse cuenta del tiempo que estuvo en tal disposición. Cuando volvió en sí, había poca luz en el cuarto. Fijándose bien, pudo distinguir la cara escrutadora de doña Lupe que la observaba... «¿Qué tienes?... Me has asustado. ¡Dabas unos mugidos...!, y de pronto te echabas a reír, ¡y se te escapaban unas palabritas...!». A las reiteradas y capciosas preguntas de su tía, contestaba evasivamente y con mucha torpeza. «¿En dónde has estado hoy? Tú has salido». -«Fui a comprar aquella tela...». -«¿Y dónde está?». -«¿Que dónde está la tela?... Pues no sé...». -«Parece que estás en Babia. A ti te pasa algo. Levántate de ese sofá».

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Pero no se levantaba. Empezó a sospechar la viuda que aquel espíritu estaba perturbado, y tembló. Vinieron a su pensamiento pasadas vergüenzas y desdichas, y se prometió vigilar mucho. Estuvo la señora de morros toda la noche, y Fortunata de más morros todavía, sintiendo que se apoderaba de su alma la aversión a toda aquella familia. No les podía ver. Eran sus carceleros, sus enemigos, sus espías. A cualquier parte de la casa que fuese, seguíala doña Lupe. Se sentía vigilada, y el rechinar de las zapatillas de su tía le causaba violentísima ira. Al día siguiente, después de almorzar, y cuando Maxi se había marchado a la botica, tuvo tanto miedo Fortunata a que la ira estallase, que para evitarlo se ató una venda a la cabeza, fingiendo jaqueca, y encerrándose en su alcoba, acostose en su cama. A la media hora le entró, como el día anterior, la embriaguez aquella, el desvanecimiento de las ideas, que se emborrachaban con tragos de dolor y se dormían.

En tal situación siente vivos impulsos de salir a la calle; se levanta, se viste, pero no está segura de haberse quitado la venda. Sale, se dirige a la calle de la Magdalena, y se para ante el escaparate de la tienda de tubos, obedeciendo a esa rutina del instinto por la cual, cuando tenemos un encuentro feliz en determinado sitio, volvemos al propio sitio creyendo que lo tendremos   —385→   por segunda vez. ¡Cuánto tubo!, llaves de bronce, grifos, y multitud de cosas para llevar y traer el agua... Detiénese allí mediano rato viendo y esperando. Después sigue hacia la plaza del Progreso. En la calle de Barrionuevo, se detiene en la puerta de una tienda donde hay piezas de tela desenvueltas y colgadas haciendo ondas. Fortunata las examina, y coge algunas telas entre los dedos para apreciarlas por el tacto. «¡Qué bonita es esta cretona!». Dentro hay un enano, un monstruo, vestido con balandrán rojo y turbante, alimaña de transición que se ha quedado a la mitad del camino darwinista por donde los orangutanes vinieron a ser hombres. Aquel adefesio hace allí mil extravagancias para atraer a la gente, y en la calle se apelmazaban los chiquillos para verle y reírse de él. Fortunata sigue y pasa junto a la taberna en cuya puerta está la gran parrilla de asar chuletas, y debajo el enorme hogar lleno de fuego. La tal taberna tiene para ella recuerdos que le sacan tiras del corazón... Entra por la Concepción Jerónima; sube después por el callejón del Verdugo a la plaza de Provincia; ve los puestos de flores, y allí duda si tirar hacia Pontejos, a donde la empuja su pícara idea, o correrse hacia la calle de Toledo. Opta por esta última dirección, sin saber por qué. Déjase ir por la calle Imperial, y se detiene frente al portal del Fiel Contraste a oír un pianito que está tocando   —386→   una música muy preciosa. Éntranle ganas de bailar, y quizás baila algo: no está segura de ello. Ocurre entonces una de estas obstrucciones que tan frecuentes son en las calles de Madrid. Sube un carromato de siete mulas ensartadas formando rosario. La delantera se insubordina metiéndose en la acera, y las otras toman aquello por pretexto para no tirar más. El vehículo, cargado de pellejos de aceite, con un perro atado al eje, la sartén de las migas colgando por detrás, se planta, a punto que llega por detrás el carro de la carne con los cuartos de vaca chorreando sangre, y ambos carreteros empiezan a echar por aquellas bocas las finuras de costumbre. No hay medio de abrir paso, porque el rosario de mulas hace una curva, y dentro de ella es cogido un simón que baja con dos señoras. Éramos pocos... A poco llega un coche de lujo con un caballero muy gordo. Que si pasas tú, que si te apartas, que sí y que no. El carretero de la carne pone a Dios de vuelta y media. Palo a las mulas, que empiezan a respingar, y una de estas coces coge la portezuela del simón y la deshace... Gritos, leña, y el carromatero empeñado en que la cosa se arregla poniendo a Dios, a la Virgen, a la hostia y al Espíritu Santo que no hay por dónde cogerlos.

Y el pianito sigue tocando aires populares, que parecen encender con sus acentos de pelea   —387→   la sangre de toda aquella chusma. Varias mujeres que tienen en la cuneta puestos ambulantes de pañuelos, recogen a escape su comercio, y lo mismo hacen los de la gran liquidación por saldo, a real y medio la pieza. Un individuo que sobre una mesilla de tijera exhibe el gran invento para cortar cristal, tiene que salir a espeta perros; otro que vende los lápices más fuertes del mundo (como que da con ellos tremendos picotazos en la madera sin que se les rompa la punta), también recoge los bártulos, porque la mula delantera se le va encima. Fortunata mira todo esto y se ríe. El piso está húmedo y los pies se resbalan. De repente, ¡ay!, cree que le clavan un dardo. Bajando por la calle Imperial, en dirección al gran pelmazo de gente que se ha formado, viene Juanito Santa Cruz. Ella se empina sobre las puntas de los pies para verle y ser vista. Milagro fuera que no la viese. La ve al instante y se va derecho a ella. Tiembla Fortunata, y él le coge una mano preguntándole por su salud. Como el pianito sigue blasfemando y los carreteros tocando, ambos tienen que alzar la voz para hacerse oír. Al mismo tiempo Juan pone una cara muy afligida, y llevándola dentro del portal del Fiel Contraste, le dice: «Me he arruinado, chica, y para mantener a mis padres y a mi mujer, estoy trabajando de escribiente en una oficina... Pretendo una plaza de   —388→   cobrador del tranvía. ¿No ves lo mal trajeado que estoy?» Fortunata le mira, y siente un dolor tan vivo como si le dieran una puñalada. En efecto; la capa del señorito de Santa Cruz tiene un siete tremendo, y debajo de ella asoma la americana con los ribetes deshilachados, corbata mugrienta, y el cuello de la camisa de dos semanas... Entonces ella se deja caer sobre él, y le dice con efusión cariñosa: «Alma mía, yo trabajaré para ti; yo tengo costumbre, tú no; sé planchar, sé repasar, sé servir... tú no tienes que trabajar... yo para ti... Con que me sirvas para ir a entregar, basta... no más. Viviremos en un sotabanco, solos y tan contentos».

Entonces empieza a ver que las casas y el cielo se desvanecen, y Juan no está ya de capa sino con un gabán muy majo. Edificios y carros se van, y en su lugar ve Fortunata algo que conoce muy bien, la ropa de Maxi, colgada de una percha, la ropa suya en otra, con una cortina de percal por encima; luego ve la cama, va reconociendo pedazo a pedazo su alcoba; y la voz de doña Lupe ensordece la casa riñendo a Papitos porque, al aviar las lámparas, ha vertido casi todo el mineral... y gracias que es de día, que si es de noche y hay luz, incendio seguro.



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ArribaAbajo- V -

Lo que había soñado se le quedó a la señora de Rubín tan impreso en la mente cual si hubiera sido realidad. Le había visto, le había hablado. Completó su pensamiento, amenazando con el puño cerrado a un ser invisible: «Tiene que volver... ¿Pues tú qué creías? Y si él no me busca, le buscaré yo... Yo tengo mi idea, y no hay quien me la quite». Incorporose después, quedándose apoyada en un codo y mirando a los ladrillos. Sus ojos se fijaron en un punto del suelo. Con rápido impulso saltó hacia aquel punto y recogió un objeto. Era un botón... Mirolo tristemente, y después lo arrojó con fuerza lejos de sí, diciendo: «es negro y de tres aujeritos. Mala sombra». Vuelta otra vez a la cavilación: «Porque si le encuentro y no quiere venir, me mato, juro que me mato. No vivo más así, Señor; te digo que no me da la gana de vivir más así. Yo veré el modo de buscar en la botica un veneno cualquiera que acabe pronto... Me lo trago, y me voy con Mauricia». Esta idea parecía darle cierto aplomo, y salió del cuarto. En pocas palabras la puso doña Lupe al tanto de la gran burrada que había hecho Papitos. «Nada, hija, que si es de noche y se vierte el mineral con la luz encendida, aquí perecemos todos achicharrados... Es muy perra esta chica, y me va a consumir la vida».

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Pasado el berrinche, se fijó en la cara de su sobrina, encontrando en ella un oscurísimo jeroglífico que no podía descifrar: «Pero estate sin cuidado que ya te lo acertaré yo... Conmigo no juegas tú».

Aquella noche hizo Maxi mil extravagancias, y a la mañana siguiente se puso tan encalabrinado y vidrioso, que no se le podía aguantar. «Hay que tener mucha paciencia -dijo doña Lupe a Fortunata-. ¿Sabes lo que te aconsejo? Que no le lleves la contraria en nada. Hay que decirle a todo que sí, sin perjuicio de hacer lo que se deba. El pobrecito está mal. Me ha dicho esta mañana Ballester que tiene algo de reblandecimiento cerebral. Dios nos tenga de su mano». Sentía Fortunata vivos deseos de salir a la calle, y no sabía qué pretexto inventar para procurarse escapatorias. Ofrecíase a hacer compras de que doña Lupe tenía necesidad, e inventaba menesteres que motivaran una salidita. La taimada viuda de Jáuregui comprendió que una sujeción absoluta sería perjudicial, y empezó a darle libertad. Un día le leyó la cartilla en estos términos: «Puedes salir; no eres una chiquilla y ya sabes lo que haces. Yo creo que no nos darás ningún disgusto, y que has de mirar por el decoro de la familia lo mismo que miro yo. La dignidad, hija, la dignidad es lo primero». Pero doña Lupe empezaba a hacérsele horriblemente antipática, y por nada   —391→   del mundo le habría hecho una confidencia. Hablando con verdad, lo que más disgustada tenía a doña Lupe era, no que Fortunata saliese, sino que no le comunicase nada de lo que pensaba o sentía. El pensar que tal vez estaría a la sazón la señora de Rubín jugando una gran trastada al decoro de la familia, la mortificaba, sí, pero no tanto como el ver que no la consultaba ni le pedía consejo sobre aquello desconocido y oscuro que sin duda le ocurría. «El tapujito es lo que me revienta. Como yo lo descubra va a ser sonada. En hora maldita entró aquí esta loquinaria. No, yo nunca la tragué, el Señor es testigo... siempre me dio la cara. El ganso de Nicolás fue quien lo echó a perder tomándolo por lo religioso... Si al menos se llegara a mí y me dijera: «tía, yo me veo en este conflicto, yo he faltado o voy a faltar, o puede que falte si no me atajan...». Demasiado sabe ella que con este mundo que yo tengo y con lo bien que discurro, gracias a Dios, le abriría camino para poner a salvo el honor de la familia. Pero no... la muy bestia se empeña en gobernarse sola, ¿y qué hará?... Alguna barbaridad, pero gorda. Si no, allá lo veremos».

Fortunata se echó a la calle, y en la Plaza del Progreso vio muchos coches; pero muchos. Era un entierro, que iba por la calle del Duque de Alba hacia la de Toledo. Por las caras conocidas que fue viendo mientras el fúnebre   —392→   séquito pasaba, vino a comprender que el entierro era el de Arnaiz el Gordo, que se había muerto el día antes. Pasaron los Villuendas, los Trujillos, los Samaniegos, Moreno-Isla... Pues irían también D. Baldomero y su hijo... quizás en los coches de delante, haciendo cabecera... «Toma; también Estupiñá». Desde el simón en que iba con uno de los chicos, el gran Plácido le echó una mirada de indignación y desdén. Siguió ella tras el entierro, y al llegar a la parte baja de la calle de Toledo, tomó a la derecha por la calle de la Ventosa y se fue a la explanada del Portillo de Gilimón, desde donde se descubre toda la vega del Manzanares. Harto conocía aquel sitio, porque cuando vivía en la calle de Tabernillas, íbase muchas tardes de paseo a Gilimón, y sentándose en un sillar de los que allí hay, y que no se sabe si son restos o preparativos de obras municipales, estábase largo rato contemplando las bonitas vistas del río. Pues lo mismo hizo aquel día. El cielo, el horizonte, las fantásticas formas de la sierra azul, revueltas con las masas de nubes, le sugerían vagas ideas de un mundo desconocido, quizás mejor que este en que estamos; pero seguramente distinto. El paisaje es ancho y hermoso, limitado al Sur por la fila de cementerios, cuyos mausoleos blanquean entre el verde oscuro de los cipreses. Fortunata vio largo rosario de coches como culebra que avanzaba ondeando;   —393→   y al mismo tiempo otro entierro subía por la rampa de San Isidro, y otro por la de San Justo. Como el viento venía de aquella parte, oyó claramente la campana de San Justo que anunciaba cadáver.

«Estará con su papá -pensó ella-, y aunque al volver me vea, no ha de decirme nada».

Después de permanecer allí largo rato, fue a la Virgen de la Paloma, a quien dijo cuatro cosas, y estaba rezándole, cuando sus ojos, al resbalar por el suelo, tropezaron con un objeto que brillaba en medio de los baldosines de mármol. Púsose un momento a gatas para cogerlo. Era un botón. «¡Es blanco y de cuatro aujeritos! Buena sombra» dijo guardándolo.

Se fue a su casa, y al día siguiente salió a comprar tela para un vestido. Estuvo en dos tiendas de la Plaza Mayor, tomó después por la calle de Toledo, con su paquete en la mano, y al volver la esquina de la calle de la Colegiata para tomar la dirección de su casa, recibió como un pistoletazo esta voz que sonó a su lado: «¡Negra!».

¡Ay Dios mío!, encontrársele así tan de sopetón, ¡precisamente en uno de los pocos instantes en que no estaba pensando en él! Como que iba discurriendo la combinación que le pondría al vestido. ¿Azul o plata vieja? Le miró y se puso del color de la cera blanca. Él entonces detuvo un simón que pasaba. Abrió la portezuela, y   —394→   miró a su antigua amiga, sonriendo; sonrisa que quería decir: ¿Vienes o no? Si estás rabiando por venir... ¿a qué esa vacilación?

La vacilación duraría como un par de segundos. Y después Fortunata se metió en el coche, de cabeza, como quien se tira en un pozo. Él entró detrás, diciendo al cochero: «Mira, te vas hacia las Rondas... paseo de los Olmos... el Canal».

Durante un rato se miraban, sonreían y no decían nada. A ratos Fortunata se inclinaba hacia atrás, como deseando no ser vista de los transeúntes; a ratos parecía tan tranquila, como si fuera en compañía de su marido.

«Ayer te vi... digo, no te vi... Vi el entierro y me figuré que irías en los coches de delante».

Los ojos de ella le envolvían en una mirada suave y cariñosa.

«¡Ah!, sí, el entierro del pobre Arnaiz... Dime una cosa, ¿me guardas rencor?».

La mirada se volvió húmeda.

-¿Yo?... ninguno.

-¿A pesar de lo mal que me porté contigo?...

-Ya te lo perdoné.

-¿Cuándo?

-¡Cuándo! ¡Qué gracia! Pues el mismo día.

-Hace tiempo, nena negra, que me estoy acordando mucho de ti -dijo Santa Cruz con cariño que no parecía fingido, clavándole una mano en un muslo.

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-¡Y yo!... Te vi en la calle Imperial... no, digo, soñé que te vi.

-Yo te vi en la calle de la Magdalena.

-¡Ah!, sí... la tienda de tubos; muchos tubos.

Aun con este lenguaje amistoso, no se rompió la reserva hasta que no salieron a la Ronda. Allí el aislamiento les invadía. El coche penetraba en el silencio y en la soledad, como un buque que avanza en alta mar.

-¡Tanto tiempo sin vernos! -exclamó Juan pasándole el brazo por la espalda.

-¡Tenía que ser, tenía que ser! -dijo ella inclinando su cabeza sobre el hombro de él-. Es mi destino.

-¡Qué guapa estás! ¡Cada día más hermosa!

-Para ti toda -afirmó ella, poniendo toda su alma en una frase.

-Para mí toda -dijo él, y las dos caras se estrujaron una contra otra-. Y no me la merezco, no me la merezco. Francamente, chica, no sé cómo me miras.

-Mi destino, hijo, mi destino. Y no me pesa, porque yo tengo acá mi idea, ¿sabes?

Santa Cruz no pensó en rogarle que explicara su idea. La suya era esta: «¡Pero qué hermosa estás! ¿Has hecho alguna picardía en el tiempo que ha pasado sin que nos veamos?».

-¿Picardías yo?... (extrañando mucho la pregunta).

-Quiero decir: después que volviste con tu marido, ¿no has tenido por ahí algún devaneo...?

-¡Yo! -exclamó ella con el acento de la dignidad ofendida-; ¡pero estás loco! Yo no tengo devaneos más que contigo...

-¿De cuánto tiempo puedes disponer?

-De todo el que tú quieras.

-Podrías tener un disgusto en tu casa.

-Es verdad... pero ¿y qué?

Y en el acto se acordó de las amonestaciones de Feijoo. Claro; no había necesidad de descomponerse, ni de faltar a la religión de las apariencias.

-Pues dispongo de una hora.

-¿Y mañana?

-¿Nos veremos mañana? No me engañes, pero no me engañes -dijo ella suplicante-. Estoy acostumbrada a tus papas...

-No, ahora no... ¿Me quieres?

-¡Qué pregunta!... Bien lo sabes tú, y por eso abusas. Yo soy muy tonta contigo; pero no lo puedo remediar. Aunque me pegaras, te querría siempre. ¡Qué burrada! Pero Dios me ha hecho así, ¿qué culpa tengo?

Tanta ingenuidad, ya conocida del incrédulo Delfín, era una de las cosas que más le encantaban en ella. Tiempo hacía que él notaba cierta sequedad en su alma, y ansiaba sumergirla en la frescura de aquel afecto primitivo y salvaje, pura esencia de los sentimientos del pueblo rudo.

-¿Me engañarás otra vez, farsantuelo? (clavándole a su vez los dedos en la rodilla).

-No claves tanto, hija, que duele. Y ahora gocemos del momento presente, sin pensar en lo que se hará o no se hará después. Eso depende de las circunstancias.

-¡Ah!, esas señoras circunstancias son las que me cargan a mí. Y yo digo: «¿Pero, Señor, para qué hay en el mundo circunstancias?». No debe haber más que quererse y a vivir.

-Tienes razón -abrazándola con nervioso frenesí y dándole la mar de besos-. Quererse y a vivir. Eres el corazón más grande que existe.

Fortunata se acordó otra vez de su amigo y maestro Feijoo. El corazón grande era un mal y había que recortarlo.

-Reconozco -prosiguió el Delfín-, que vales mucho más que yo, como corazón; pero mucho más. Soy al lado tuyo muy poca cosa, nena negra. No sé qué tienes en esos condenados ojos. Te andan dentro de ellos todas las auroras de la gloria celestial y todas las llamas del Infierno... Quiéreme, aunque no me lo merezco.

-¡Me muero por ti! -tirándole suavemente de las barbas-. Si no me quieres, te irás al Infierno... para que lo sepas; te irás conmigo... te llevaré yo, arrastrándote por estas barbas.

Risas. «¡Qué feliz soy, pero qué feliz soy hoy, Dios mío! -exclamó la joven, con semblante y ojos iluminados-. No me cambiaría por todos los ángeles y serafines que están brincando delante de su Divina Majestad en el Cielo; no me cambiaría, no me cambiaría».

-Ni yo... hace tiempo que yo necesitaba una alegría. Estaba triste, y decía: «A mí me falta algo; ¿pero qué es lo que me falta a mí?».

-Yo también estaba triste. Pero el corazón me está diciendo hace tiempo: «Tú volverás, tú volverás...». Y si una no volviera, ¿para qué es vivir? Vivir para que llegue un día así; lo demás es estarse muriendo siempre.

-Es tarde, y no quiero que te comprometas. Precaución, chica. No hagamos tonterías.

Volviendo a acordarse de Feijoo, repitió ella: «Lo principal es no hacer tonterías».

-Quedamos en que...

-Mañana, a la hora que te venga mejor.

-Cochero, vuelva usted.

-Déjame a la entrada de la calle de Valencia.

-Donde tú quieras.

-Y pasado mañana también -dijo tras una pausa y con ansiedad la insensata mujer.

-Y al otro, y al otro... Pero no muerdas...

Miraba ella al porvenir, y su radiante felicidad se nublaba con la idea de que los días venideros desmintieran aquel en que estaba.

-Porque ahora no serás tan malito como antes. ¿Verdad, pillín mío?... ¿No serás, no, verdad, rico mío?

  —399→  

-Que no, que no... Vas a ver... Tú te convencerás...

-Júramelo... ¡Ah!, ¡qué tonta!, ¡como si los juramentos valieran! En fin, que ahora tomaré mis precauciones... Si mi idea se cumple...

-¿Y cuál es tu idea?, ¿qué idea es esa?

-No te lo quiero decir... Es una idea mía: si te la dijera, te parecería una barbaridad. No lo entenderías... ¿Pero qué te crees tú, que yo no tengo también mi talento?

-Lo que tú tienes, nena negra, es toda la sal de Dios (besándola con romanticismo).

-Pues eso... junto con la sal está la idea... Si mi idea se cumple... No te quiero decir más.

-Mañana me lo dirás.

-No, mañana tampoco... El año que viene.

-Ya llegó el instante fiero...

-Silvia de la despedida. Déjame aquí. Adiós, hijo de mi vida. Acuérdate de mí. ¡Que no fueran los minutos horas! Adiós... me muero por ti.

-Que no faltes. Y no te olvides del número.

-¿Qué me he de olvidar, hombre? Primero me olvidaré de mi nombre.

-A la una en punto. Adiós, negra salada.

-Hasta mañana.

-Hasta mañana.





Madrid.-Diciembre de 1886.




 
 
FIN DE LA PARTE TERCERA
 
 


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ArribaAbajoParte cuarta


ArribaAbajo- I -

En la calle del Ave-María



ArribaAbajo- I -

Segismundo Ballester (el licenciado en Farmacia que estaba al frente de la botica de Samaniego) tenía frecuentes altercados con Maxi por los garrafales errores en que este incurría. Llegó el caso de prohibirle que hiciese por sí solo ningún medicamento de cuidado. «¡Carambita, hijo, si da usted en confundirme los alcoholatos con las tinturas alcohólicas, apaga y vámonos. Este frasco es el alcohol de coclearia, y este otro la tintura de acónito... Vea usted la receta y fíjese bien... Si seguimos así, lo mejor sería que doña Casta cerrase el establecimiento».

Y expresándose así, con ínfulas y asperezas de dómine, Ballester le quitó de las manos a su subalterno lo que entre ellas tenía. «Pero ¿qué demonios ha echado usted aquí? -dijo luego con enojo, llevándose el potingue a la nariz-. O esto es valeriana o no sé lo que me pesco.   —6→   ¡Cuando digo...! Hoy está usted muy malo. Más vale que se retire a su casa. Yo me las arreglo mejor solo. Cuidarse; llévese usted un derivativo... Mire, mire, llévese también un preparado de hierro. El derivativo se lo zampa en ayunas... Luego en cada comida se atiza una píldora de hierro reducido por el hidrógeno, con extracto de ajenjos... por la noche al acostarse se atiza usted otra... Con estos calores, conviene no abusar mucho del hierro, ¿sabe?, y sobre todo, paséese usted y no lea tanto».

Relevado por su regente de la obligación de trabajar, Rubín se fue al laboratorio, y tomando de debajo de la silla un librote, se puso a leer. Profundísima tristeza se revelaba en su rostro enjuto y granuloso. Caía en la lectura como en una cisterna; tan abstraído estaba y tan apartado de todo lo que no fuera el torbellino de letras en que nadaban sus ojos y con sus ojos su espíritu. Tomaba extrañas e increíbles posturas. A veces las piernas en cruz subían por un tablero próximo hasta mucho más arriba de donde estaba la cabeza; a veces una de ellas se metía dentro de la estantería baja por entre dos garrafas de drogas. En los dobleces del cuerpo, las rodillas juntábanse a ratos con el pecho, y una de las manos servía de almohada a la nuca. Ya se apoyaba en la mesa sobre el codo izquierdo, ya el sobaco derecho montaba sobre el respaldo de la silla, como si esta fuera   —7→   una muleta, ya en fin, las piernas se extendían sobre la mesa cual si fueran brazos. La silla, sustentada en las patas de atrás, anunciaba con lastimeros crujidos sus intenciones de deshacerse; y en tanto el libro cambiaba de disposición con aquellos extravagantes escorzos del cuerpo del lector. Tan pronto aparecía por arriba, sostenido en una sola mano, como agarrado con las dos, más abajo de donde estaban las rodillas; ya se le veía abierto con las hojas al viento como si quisiera volar, ya doblado violentamente a riesgo de desencuadernarse. Lo que nunca variaba ni disminuía era la atención del lector, siempre intensa y fija al través de todos los sacudimientos de la materia muscular, como el principio que sobrevive a las revoluciones.

Ballester iba y venía, trabajando sin cesar, y cantaba entre dientes estribillos de zarzuelas populares. Era un hombre simpático, no muy limpio, de barba inculta, la nariz muy gruesa, personalidad negligente, terminada por arriba en una caballera de matorral, que debía de tener muy poco trato con los peines, y por abajo en anchas y muy usadas pantuflas de pana, que iba arrastrando por los ladrillos de la rebotica y laboratorio.

«Pero, alma de Dios, ya que no trabaja usted... al menos despache menudencias -dijo, parándose ante Rubín-. Mire, allí está esa mujer   —8→   esperando hace un cuarto de hora... Diez céntimos de diaquilón. En aquella gaveta está. Vamos, menéese».

Rubín salía a la tienda y despachaba.

«¿En dónde están los frascos de Emulsión Scott?».

-Mírelos, mírelos; si los tiene casi en la mano. Dígole que es preciso cuidar esa cabeza... ¡Otra vez a leer! Bueno; usted se acordará de mí... leer, leer, y el aparato cerebro-espinal que lo parta un rayo... Tararí, tararí...

Seguía cantando y el otro ¡plum!, se chapuzaba otra vez en su lectura.

«¿Y qué lee?... vamos a ver -dijo Ballester mirando el libro-. La pluralidad de mundos habitados... Bueno va... ¡Cualquier día me iba yo a ocupar de si había personas en Júpiter! Cuando digo que usted, amigo Rubín, va a acabar mal. Aquí para entre los dos: ¿a usted qué le va ni qué le viene con que haya gente en Marte o deje de haberla? ¿Le van a dar a usted algo por el descubrimiento? Tararí... tararí. Yo doy de barato -añadió luego, poniéndose a machacar en el mortero-, yo doy de barato que haya familia en las estrellas; es más, declaro que la hay. Bueno, ¿y qué? La consecuencia es que estarían tan jorobados como nosotros».

Rubín no contestaba. A cierta hora, dejó el libro, metiéndolo en un rincón de la anaquelería, que apestaba a fénico, entre dos potes   —9→   de este líquido; después se restregaba los ojos y estiraba los brazos y el cuerpo todo, tardando lo menos cinco minutos en aquel desperezo que activaba la circulación de su poca sangre. Cogía el hongo que de una percha colgaba, y a la calle. Poco tenía que andar por ella para ir a su casa. Entró en esta con la cabeza baja, las cejas fruncidas. Su tía le dijo que Fortunata no había venido aún y que le esperarían para comer. Maxi ocupó su sitio en la mesa, doña Lupe le recogió el sombrero, y volviendo al poco rato, sentose en el sofá de paja; ambos esperaron un rato en silencio.

«Cuidado que hoy tarda más que nunca» observó doña Lupe; y como notase en el rostro de su sobrino señales de desasosiego, se apresuró a entablar conversación más amena.

«Todo el día me he estado acordando de lo que hablamos anoche. ¡Ah!, si tú fueras otro, si tú tuvieras ambición, pronto seríamos todos ricos. El farmacéutico que no hace dinero en estos tiempos es porque tiene vocación de pobre. Tú sabes bastante, y con un poco de trastienda y otro poco de farsa y mucho anuncio, mucho anuncio, negocio hecho. Créeme, yo te ayudaría».

-No crea usted, tía, yo también he pensado en eso. Ayer se me ocurría una aplicación del hierro dializado a sin fin de medicamentos... Creo que encontraría una fórmula nueva.

  —10→  

-Estas cosas, hijo, o se hacen en gordo o no se hacen. Si inventas algo, que sea panacea, una cosa que lo cure todo, absolutamente todo, y que se pueda vender en líquido, en píldoras, pastillas, cápsulas, jarabe, emplasto y en cigarros aspiradores. Pero hombre, en tantísima droga como tenéis ¿no hay tres o cuatro que bien combinadas sirvan para todos los enfermos? Es un dolor que teniendo la fortuna tan a la mano, no se la coja. Mira el doctor Perpiñá, de la calle de Cañizares. Ha hecho un capitalazo con ese jarabe... no recuerdo bien el nombre; es algo así como latro-faccioso...

-El lacto-fosfato de cal perfeccionado -dijo Maxi-. En cuanto a las panaceas, la moral farmacéutica no las admite.

-¡Qué tonto!... ¿Y qué tiene que ver la moral con esto? Lo que digo; no saldrás de pobre en toda tu vida... Lo mismo que el tontaina de Ballester: también me salió el otro día con esa música. ¿Nada os dice la experiencia? Ya veis: el pobre Samaniego no dejó capital a su familia, porque también tocaba la misma tecla. Como que en su tiempo no se vendían en su farmacia sino muy contados específicos. Casta bufaba con esto. También ella desea que entre tú y Ballester le inventéis algo, y deis nombre a la casa, y llenéis bien el cajón del dinero... Pero buen par de sosos tiene en su establecimiento...

  —11→  

Charla que te charla, doña Lupe miraba al reloj del comedor, mas no expresaba su impaciencia con palabras. Por fin sonó la campanilla débilmente. Era Fortunata que, cuando iba tarde, llamaba con timidez y cautela, como si quisiera que hasta la campanilla comentase lo menos posible su tardío regreso al hogar doméstico. Papitos corrió a abrir, y doña Lupe fue a la cocina. Maxi habló con su mujer en un tono que indicaba la complacencia de verla, y se quejó suavemente de que no hubiese entrado antes. Tenía ella los ojos encendidos como de haber llorado, y no era difícil conocer que disimulaba una gran pena. Pero Rubín no reparaba en lo cabizbaja y suspirona que estaba su mujer aquella noche. Hacía algún tiempo que la facultad de observación se eclipsaba en él; vivía de sí mismo, y todas sus ideas y sentimientos procedían de la elaboración interior. La impulsión objetiva era casi nula, resultando de esto una existencia enteramente soñadora.

A doña Lupe sí que no se le escapaba nada, y de todo iba tomando notas. Hablose en la mesa del tiempo, del gran calor que se había metido, impropio de la estación, porque todavía no había entrado Julio, aunque faltaban pocos días; de los trenes de ida y vuelta, y de la mucha gente que salía para las provincias del Norte. Con cierta timidez, se aventuró Fortunata a decir que su marido debía dejarse de píldoras,   —12→   y decidirse a ir a San Sebastián a tomar baños de mar. Mostrándose muy apático, dijo el pobre chico que lo mismo era tomarlos en Madrid con las algas marinas del Cantábrico, a lo que respondió su mujer con energía: «Eso de las algas es conversación, y aunque no lo fuera, lo que más importa es tomar las brisas».

Picando con el tenedor en el plato, para coger los garbanzos uno a uno, la señora de Jáuregui se decía lo siguiente: «Te veo venir... buena pieza. Ya sé yo las brisas que tú quieres. Después de zarandearte aquí, quieres zarandearte allá, porque se te va el amigo... Sí, lo sé por Casta. Los señores de la Plazuela de Pontejos se marchan mañana. Pero yo te respondo, picaronaza, de que con esa no te sales... ¡A San Sebastián nada menos! Estás fresca... Ya te daré yo brisas...».

Vino luego doña Casta con Olimpia a proponerles dar un paseo al Prado. Rubín vacilaba; pero su mujer se negó resueltamente a salir. Fuese doña Lupe con sus amigas, y Fortunata y Maxi estuvieron solos hasta media noche en la sala, a oscuras, con los balcones abiertos, a causa del calor que reinaba, hablando de cosas enteramente apartadas de la realidad. Él proponía los temas más extravagantes, por ejemplo: «¿Cuál de nosotros dos se morirá primero? Porque yo estoy muy delicado; pero con estos achaques, quizás tenga tela para muchos   —13→   años. Los temperamentos delicados son los que más viven, y los robustos están más expuestos a dar un estallido». Hacía ella esfuerzos por sostener plática tan soporífera y desagradable. Otra proposición de Maxi: «Mira una cosa; si yo no estuviera casado contigo, me consagraría por entero a la vida religiosa. No sabes tú cómo me seduce, cómo me llama... Abstraerse, renunciar a todo, anular por completo la vida exterior, y vivir solo para adentro... este es el único bien positivo; lo demás es darle vueltas a una noria de la cual no sale nunca una gota de agua».

Fortunata decía a todo que sí, y aparentando ocuparse de aquello, pensaba en lo suyo, meciéndose en la dulce oscuridad y la tibia atmósfera de la sala. Por los balcones entraba muy debilitada la luz de los faroles de la calle. Dicha luz reproducía en el techo de la habitación el foco de los candelabros, con las sombras de su armadura, y esta imagen fantástica, temblando sobre la superficie blanca del cielo raso, atraía las miradas de la triste joven, que estaba tendida en una butaca con la cabeza echada hacia atrás. Maxi volvió a machacar: «Si no fuera por ti, no se me importaría nada morirme. Es más, la idea de la muerte es grata en mi alma. La muerte es la esperanza de realizar en otra parte lo que aquí no ha sido más que una tentativa. Si nos aseguraran que no nos moriríamos   —14→   nunca, pronto se convertiría uno en bestia, ¿no te parece a ti?».

-¿Pues qué duda tiene? -respondía la otra maquinalmente, dejando a su idea revolotear por el techo.

-Yo pienso mucho en esto, y me entregaría desde luego a la vida interior, si no fuera porque está uno atado a un carro de afectos, del cual hay que tirar.

-¡Ay, Dios mío, la que me espera mañana! -pensó la esposa. Era probado: Siempre que su marido estaba por las noches muy dado a la somnolencia espiritual, al día siguiente le entraba la desconfianza furibunda y la manía de que todos se conjuraban contra él.

Poco después de esto, dijo Maxi que se quería acostar. Fortunata encendió luz, y él fue hacia la alcoba, arrastrando los pies como un viejo. Mientras su mujer le desnudaba, el pobre chico la sorprendió con estas palabras, que a ella le parecieron infernal inspiración de un cerebro dado a los demonios: «Veremos si esta noche sueño lo mismo que soñé anoche. ¿No te lo he contado? Verás. Pues soñé que estaba yo en el laboratorio, y que me entretenía en distribuir bromuro potásico en papeletas de un gramo... a ojo. Estaba afligido, y me acordaba de ti. Puse lo menos cien papeletas, y después sentí en mí una sed muy rara, sed espiritual que no se aplaca en fuentes de agua. Me   —15→   fui hacia el frasco del clorhidrato de morfina y me lo bebí todo. Caí al suelo, y en aquel sopor... Tú vete haciendo cargo... en aquel sopor se me apareció un ángel y me dijo, dice: "José, no tengas celos, que si tu mujer está encinta, es por obra del Pensamiento puro...". ¿Ves qué disparates? Es que ayer tarde trinqué la Biblia y leí el pasaje aquel de...».

Maxi se estiró en la cama, y cerrando los ojos, cayó al instante en profundo sueño, cual si se hubiera bebido todo el láudano de la farmacia.




ArribaAbajo- II -

Fortunata no se acostó en la cama, porque hacía mucho calor. Echose medio vestida en el sofá, y a la madrugada, después de haber dormido algunos ratos, sintió que su marido estaba despierto. Oíale dar suspiros y gruñir como una persona sofocada por la cólera. Sintiole palpar en la mesa de noche buscando la caja de cerillas. Esta se cayó al suelo, y en el suelo vio Fortunata la claridad lívida que los fósforos despiden en la oscuridad. La mano de Maxi descendió buscando la caja, y al fin pudo apoderarse de ella. Fortunata vio subir el azulado resplandor, como difusa humareda. Este fenómeno desapareció con el restallido del fósforo y la instantánea presencia de la luz alumbrando la estancia. Los ojos del joven se esparcieron   —16→   ansiosos por ella, y viendo a su mujer acostada, dijo: «¡Ah!... estás ahí... ¡qué bien haces el papel!».

Para evitar cuestiones tan a deshora, la esposa fingió que dormía. Pero entreabriendo los ojos le vio encender la vela. Púsose Maxi la ropa necesaria para no levantarse desnudo, y se bajó de la cama cautelosamente. Cogiendo la vela, salió al pasillo. Fortunata le sintió reconociendo el cerrojo de la puerta, registrando el cuarto en que ella tenía su ropa, y después el comedor y la cocina. Tantas veces había hecho Maxi aquello mismo, que su mujer se había acostumbrado a tal extravagancia. Era que le acometía la pícara idea de que alguien entraba o quería entrar en la casa con intenciones de robarle su honor.

Cuando Maxi volvió a la alcoba, ya principiaba a apuntar el día. «Si no te cojo hoy, te cojo mañana -rezongaba-. No hay nada; pero yo sentí pasos, yo sentí cuchicheos; tú saliste de aquí... Has vuelto a entrar y estás ahí haciéndote la dormida para engañarme... Déjate estar... Yo estoy con mucho ojo, y aunque parezca que no veo nada, lo veo todo... A buena parte vienes... Que andaba un hombre por los pasillos, no tiene duda. No vale el jurarme que no había nadie. Pues qué, ¿no tengo yo oídos?... ¿Estoy yo tonto?».

Decía esto sentado al borde del lecho, la   —17→   vela en la mano, mirando a su mujer, que continuaba fingiéndose dormida, con la esperanza de que se aplacara. Pero esto no era fácil, y una vez desatada la insana manía, ya había jaqueca para un rato. Acabando de vestirse, empezó a dar trancos por la habitación, manoteando y hablando solo.

«No, no, no... Si creen que me la dan, se equivocan. Lo más horrible es que mi tía es encubridora... Pues qué, ¿entraría nadie en la casa si ella no lo consintiera? Y Papitos también es encubridora. Buenas propinas se calzará. Pero ya te arreglaré yo, celestina menuda. Que no me vengan con tonterías. Ayer noté yo bien marcadas en el felpudo de la entrada las suelas de unas botas de persona fina. Dicen que el aguador... ¡Qué aguador ni qué niño muerto!... Y anteayer había en esa misma alcoba la impresión, sí, la impresión de una persona que aquí estuvo. No lo puedo explicar; era como huellas dejadas en el aire, como un olor, como el molde de un cuerpo en el ambiente. No me equivoco; aquí entró alguien. Lucido, lucido papel estoy haciendo. ¡Dios mío! ¿De qué le vale a uno el poner su honor por encima de todas las cosas? Viene un cualquiera y lo pisotea, y lo llena de inmundicia. Y no le basta a uno vigilar, vigilar, vigilar. Yo no duermo nada, y sin embargo... Pero es preciso vigilar más todavía y no perder de vista ni un momento   —18→   a mi mujer, a mi tía, a Papitos... Esta condenada Papitos es la que abre la puerta, y yo la voy a reventar».

Fortunata creyó al fin que convenía hacer que despertaba. Lo particular era que en aquella crisis el desventurado joven no pasaba de las extravagancias de lenguaje a las violencias de obra; todo era quejas acerbísimas, afán angustioso por su honor y amenazas de que iba a hacer y acontecer.

«¿Qué disparates estás hablando ahí? -le dijo su mujer-. ¿Por qué no te acuestas? Ya que tú no duermes, déjame dormir a mí».

-¿Te parece que después de lo que has hecho, se puede dormir? ¡Qué conciencias, válgame Dios, qué conciencias estas!... Tú lo negarás ahora... ¿Quién andaba por los pasillos? Claro, el gato. El pobre minino paga todas las culpas. ¿Y tú a qué saliste?, a jugar con el gato, ¿verdad?, justo. ¡Y eso me lo he de tragar yo! Lo que me anonada es que mi tía consienta esto, mi tía que me quiere tanto. ¡Tú, ya sé que no me quieres; pero mi tía...! Vamos que... Pues esa víbora de Papitos, con su cara de mona... ¡Qué humanidad, Dios mío! El hombre honrado no tiene defensa contra tanto enemigo; la traición le rodea; la deslealtad le acecha. Aquellos en quienes más confía le venden. Donde menos lo piensa, en el seno de la familia, salta un Judas. En la tierra no hay ni puede haber   —19→   honor. En el Cielo únicamente, porque Dios es el único que no nos engaña, el único que no se pone careta de amor para darnos la puñalada.

Fortunata se vistió a toda prisa. Sabía por experiencia que mientras más le contradecía era peor. Un rato estuvo sentada en el sofá, oyéndole disparatar y aguardando a que avanzara un poco la mañana para avisar a doña Lupe. Antes de ir a lavarse, pasó por la alcoba de su tía, que ya estaba vistiendo, y le dijo: «Hoy está atroz... ¡pobrecito!... A ver si usted le puede calmar».

-Voy, voy allá... Veo que sin mí no os podéis gobernar. Si yo faltara... no quiero pensarlo. Mira, pon en planta a Papitos, y que encienda lumbre... Le haremos chocolate en seguida; porque la debilidad es lo que le pone así, y hay que meterle lastre en aquel pobre cuerpo. Toma las llaves, saca de aquel chocolate que nos dio Ballester, chocolate con hierro dializado... ¡Qué chico, vaya por dónde le da...! Salgo al momento.

Cuando su tía entró con el chocolate, Maxi seguía tan disparado como antes. «Lo que yo extraño, tía, lo que yo no puedo explicarme -dijo clavando en ella sus ojos que relampagueaban-, es que usted consienta esto y lo encubra y me quiera matar, porque sépalo usted, para mí el honor es primero que la vida».

-Hijo de mi alma -le contestó doña Lupe   —20→   poniendo el chocolate sobre la mesa-, después hablaremos de eso... Yo te explicaré lo que hay, y te convencerás de que todo es una figuración tuya. Toma primero el chocolate, que estás muy débil...

El joven se dejó caer en el sofá, inclinándose hacia la mesa próxima, en que el desayuno estaba, y tomando un bizcocho lo mojó en el líquido espeso. Antes de probarlo, se le fue la lengua otra vez acerca de lo mismo, si bien en tono más tranquilo. «No sé cómo me va usted a convencer, cuando yo tengo oídos, yo tengo ojos, y ante la evidencia, no valen...».

Hizo un gesto de repugnancia y horror al probar el bizcocho mojado.

«Tía... ¡Fortunata!... ¿qué es esto?, ¿qué me dan?... Este chocolate tiene arsénico».

-¡Hijo, por María Santísima! -exclamó doña Lupe consternada, a punto que entraba su sobrina.

-¿Pero ustedes creen que a mí se me puede ocultar el gusto del arsénico?... -dijo enteramente descompuesto, los ojos extraviados-. Y no son tontas; ponen poca dosis... un centigramo, para irme matando lentamente... Y apuesto a que ha sido Ballester el que les ha dado el ácido arsenioso... porque también él está contra mí... ¿Qué infierno es este, Dios mío?...

-Vamos, esto no se puede sufrir. ¡Decir que le hemos envenenado el chocolate...!

  —21→  

-¡Gusto a arsénico... clavado... ¡pero tan clavado...!

Levantose en actitud de desesperación y volvió a la inquietud delirante de sus paseos...

«Tendré que dejarme morir de hambre... es horrible... Mi casa llena de enemigos. Las personas que más me querían antes, ahora desean mi muerte».

-¡Conque arsénico...! -dijo Fortunata tomándolo a broma, con esperanza de obtener así mejor efecto-. Para que veas que eres un simple y un majadero, voy a tomarme yo el chocolate.

Y en el acto empezó a tomarlo. Su marido la miraba atónito.

«A ver si espichamos de una vez... Él podrá tener veneno, pero bien rico está... ¿Te convences ahora?... Me tomaría otra jícara. No creas, me vendría bien que esto matara, porque así me iba pronto de este mundo, que maldita la gracia que tiene, con las jaquecas que me das y lo mucho que nos haces sufrir».

Doña Lupe, en tanto, trajo la cocinilla económica para hacer en presencia de Maxi otro chocolate. Aun así, fue preciso sostener una lucha penosa para que se decidiera a probarlo, pues insistía en que también aquel tenía gusto a arsénico... «Aunque no tanto, convengo en que no es tanto». Después, tomando tonos de transacción, les dijo: «Yo creo que todo ello es   —22→   cosa de Papitos... porque ustedes no saben lo mala que es y la inquina que me tiene».

-Vamos, que es para pegarte -le contestó doña Lupe-. ¡Tomarla así con la pobre Papitos!... Mira, cuando te den manías, échame a mí toda la culpa. Yo sé desenvolverme y probar mi inocencia. Y ahora, ¿por qué no os vais los dos a dar un paseíto por el Retiro? Hasta las nueve no hace calor; la mañana está deliciosa.

Fortunata apoyó esta proposición, pero él no tenía ganas de salir. Continuaba en el sofá, apoyado el codo en la mesilla y la cabeza en la mano, mirando al suelo como si quisiera contar los juncos de la esterita que había junto al sofá. Las dos mujeres se miraban, comunicándose con los ojos malas impresiones.

«Eso -murmuró él de una manera torva y recelosa-. Quieren echarme a la calle, para...».

-Pero alma de Dios, si va ella contigo...

-¿Y a dónde me quiere llevar? Sabe Dios... Alguna trampa que me quieren armar. Si solo fuera para asesinarme, pase; ¡pero si es para atentar al sagrado de mi honor...!

-Todo sea por Dios.

-¿No sabe usted, tía, que hace tres meses...? la Correspondencia lo trajo... una mujer llevó a su marido al Retiro, y cuando iban por un paseo solitario salió el cómplice... sí, el cómplice, que estaba escondido tras unas matas, y entre ella y aquel tuno cogieron al pobre marido, le   —23→   ataron de pies y manos y le arrojaron al estanque...

-¡Jesús, qué barbaridad! ¿De dónde has sacado esos desatinos?

-La Correspondencia no ha traído tal cosa -dijo Fortunata.

-Vamos, lo habrás soñado tú.

-Yo no lo he soñado -gritó él levantándose con golpe de resorte-. Es verdad; lo he leído en la Correspondencia... y... ¡También me llaman embustero! Yo no digo más que la verdad. Las embusteras son ustedes... ustedes, con esas conciencias cargadas de crímenes...

Doña Lupe cruzaba las manos y miraba al Cielo, invocando la justicia divina. Fortunata expresaba un gran abatimiento, cual si su paciencia tocase ya al punto en que agotarse debía.

«Mira -dijo la viuda-, vete a la botica, ponte a trabajar, y con la distracción se te despejará la cabeza».

Sabía por experiencia la señora de Jáuregui que en los ataques fuertes de su sobrino, Ballester era la única persona que le hacía entrar en razón, desplegando ante él, ya la burla descarada, ya la autoridad seca y hasta cruel. Las personas de la familia, a quienes él quería, eran las más ineptas para dominarle, pues contra ellas iba la descarga de su recelo furibundo. «Bueno, bajaré -dijo Maxi tomando su   —24→   sombrero-. Tengo que ajustarle las cuentas al señor de Ballester. De mí no se ríe más... Y en último caso, que me lo diga cara a cara. ¿A que no se atreve? Es un cobarde y un traidor, que vendiendo amistad, hiere por la espalda».

Tía y esposa no le dijeron nada, y fueron tras él. Cogiendo de la percha del recibimiento la caña que usaba, salió dando un fuerte portazo. Bajó rápidamente y estuvo hablando un rato con la portera. Desde el balcón le vieron las dos señoras salir a la calle, pasar la acera de enfrente, mirar hacia la casa... Ocultáronse ellas entonces, y asomándose con cautela por entre los hierros, viéronle seguir, gesticulando y haciendo molinete con el bastón. A cada instante se paraba y volvía hacia atrás. Daba unos cuantos pasos y otra vez por la calle arriba. En una de estas vueltas, salió Ballester a la puerta de la botica y le llamó con gesto imperativo: «Aquí pronto... ¡Me gusta...! Venga usted aquí.»

En actitud semejante a la de un perro que ante el palo de su amo agacha las orejas y arrastra el rabo por el suelo, entró Rubín en la botica diciendo a su regente: «Buenos días, amigo Ballester. No le había visto. Iba a tomar un poco el aire. Y usted, ¿qué tal?».




ArribaAbajo- III -

«Yo, bueno... conque a tomar el aire... -contestó Segismundo con cara de muy mal genio-.   —25→   El aire que me va usted a tomar ahora es ponerle las etiquetas a estos frascos de jarabes... Y cuidado con equivocarse. Las etiquetas rojas son las del jarabe de corteza de naranja amarga con yoduro potásico; las verdes el mismo con hierro dializado. Como usted me trueque las papeletas, le trituro».

Poníase a trabajar, y, cosa por demás extraña, a pesar del desorden de su cabeza, no cometía una sola equivocación, ni aun cuando le dieron seis clases más de jarabes con sus correspondientes letreros de diferentes colores. Ballester, que ya tenía noticia, por una esquelita de doña Lupe, del rudo acceso de aquella mañana, le vigilaba disimuladamente, mirándole por el rabillo del ojo, pero en una de las vueltas que dio al laboratorio, Maxi dejó bruscamente el trabajo y se fue a la calle sin sombrero. Al volver a la tienda y notar la ausencia del joven, el regente se quedó muy tranquilo y no dijo más que: «Ya voló... buena va». Tomaba con calma las extravagancias de su colega, y su deseo era que una de aquellas escapatorias fuera la del humo. «Pero no tendré yo esa suerte -decía-, y ya me lo volverán a traer para que le amanse».

Maxi subió a su casa. Al abrirle la puerta, no se admiró Fortunata de lo descompuesto que venía, porque ya no eran nuevas aquellas inesperadas apariciones. «Supongo -dijo él con   —26→   trémulo labio-, que no me lo negarás ahora... Puede que mi tía lo niegue... ¡es tan hipócrita...! Pero tú no, tú eres mala y sincera. Cuando das el golpe mortal lo dices, ¿verdad? Y ahora ante los hechos palpables, evidentes, ¿qué tenéis que decir?».

«Otra vez... pero hijo...» chilló doña Lupe, saliendo al recibimiento.

-Usted, tía, se empeñará en negarlo ahora... pero esta no lo niega. Cierto que no le cogeré; porque habrá saltado por el balcón; pero no me negarán que entró... Le he visto yo, le he visto pasar por delante de la botica... En la escalera ha dejado su huella, su rastro, rastro y huella, señores, que no se pueden confundir con nada... pero con nada.

-¡Pues estamos divertidas! -dijo doña Lupe a Fortunata, que daba suspiros mirando a su marido con lástima intensísima.

-La que me las va a pagar todas juntas es esa indecente de Papitos -gritó él, dando algunos pasos hacia la cocina.

-¡Papitos!, está en la compra. ¡Pobre chica!... Ea, ya estamos hartas. A ver si nos dejas en paz. Le encargaremos a Ballester que te amarre... Niño, niño, se acabaron las tonterías.

Diciendo esto le cogía por un brazo y le sacudía con ira materna y correccional. «Mira que no te podemos sufrir... Lo que tú tienes es mucho mimo».

  —27→  

El desgraciado joven se dejó caer en un banco que en el recibimiento había, el cual semejaba banco de iglesia, y allí se transformó la máscara insana de su rostro, pasando de la furia a la consternación. «Garantíceme usted... pues... que mi honor está... lo que llaman intacto... y yo me tranquilizaré».

«¡Tu honor! ¿Pero quién diablos se ha metido con él? Si todo es humo, humo que hay dentro de esta cabeza».

-¡Humo!... ¡ah!...

-Sí, todo humo -dijo Fortunata, poniéndole cariñosamente la mano en el hombro-. No pienses y no temerás nada. Es la imaginación, nada más que la imaginación... la loca de la casa, como decía tu hermano Nicolás.

-¿Sabes lo que vamos a hacer? -indicó doña Lupe, algún tiempo después, aprovechando la relativa calma que en su sobrino se notaba-. Pues vamos a darle de almorzar.

Su mujer le agarró por un brazo para llevarle a la mesa, y él no hizo ninguna resistencia. Temían una y otra que no quisiese tomar nada, fundándose en que la comida estaba envenenada; pero con gran sorpresa de ambas, Maxi no manifestó recelo alguno sobre este particular. Tenía poco apetito, y para que pasara algo, las dos hubieron de hacer a competencia considerable gasto de palabras tiernas. Tan cariñosas se mostraron, que Maxi comió más que   —28→   otros días, sin hacer observación alguna ni quejarse de lo mal condimentado que estaba todo. Hiciéronle café y esto fue lo único que tomó con gana. De sobremesa, trató doña Lupe de alegrarse los espíritus, charlando de cosas enteramente contrarias a aquella monserga del honor; mas él daba a conocer con suspiros profundos que la tormenta de su alma no estaba del todo extinguida. Pero la fuerza del ataque había pasado, y pronto vendría la completa serenidad. Al despedirse para volver a la botica, llevó a su mujer aparte y le dijo: «Prométeme no salir esta tarde... prométeme no salir nunca sino conmigo».

-¡Salir yo!, ¡qué disparates se te ocurren! No pienso en tal cosa -replicó ella sonriendo-. Aquí me estaré esperándote. A la noche iremos a casa de doña Casta. ¿Quieres? O a paseo.

Mientras esto decía, doña Lupe, acechándola desde un rincón del pasillo, fijaba en ella una mirada astuta.

Aquella tarde estuvo Maxi en la botica bastante más calmado. En un rato que tuvo libre, se fue al rincón del laboratorio en que guardaba sus libros, y cogió uno disponiéndose a sumergirse en la lectura. Pero Ballester tomó una vara; se fue derecho a él, y arrebatándole el libro, le amenazó con castigarle. «Ea, dejémonos de sabidurías, que eso es lo que nos trastorna. ¿A ver qué es esto?... ¡Hombre, qué bonito!   —29→   Errores de la teogonía egipcia y persa... Esto reza el epígrafe del capítulo... Pero, criatura, ¿que siempre ha de estar usted metiéndose en lo que no le importa? ¿Qué le va a usted ni qué le viene con que aquellos bárbaros, que ya se murieron hace miles de años, adoraran muchos dioses?... Es gana de meterse en vidas ajenas. ¡Que tenían los dioses por gruesas! Bueno, ¿y qué? ¿Acaso los tiene usted que mantener? Lo que yo digo: es gana de entrometerse. No puedo ver tanta tontería (exaltándose más a cada frase y llegando hasta la cólera); no puedo ver que un cristiano se queme las cejas por averiguar cosas de las cuales ha de sacar lo que el negro del sermón... Que le escondo los libros, que se los quemo... Voy al momento».

Esto último se lo decía a un parroquiano que mostraba una receta.

«A ver, marmolillo (por Maxi) menéese usted. Alcánceme el alcanfor, el nitro dulce, el polvo de regaliz...».

Confeccionada la medicina en un dos por tres, volvió Ballester a coger la vara, y continuó la filípica de este modo:

«Lo mismo que la tontería en que ahora ha dado... que le van a quitar su honor; que entran hombres en la casa... que por todas partes se le tienden asechanzas a su honor... ¡Qué melodramáticos estamos y qué simples semos! Parece mentira que tales absurdos se le ocurran a   —30→   quien está casado con una mujer, que es la casta Susana, sí señor, me ratifico, la casta Susana, mujer que antes se dejaría descuartizar que mirarle a la cara a un hombre. ¿Y si lo sabe usted, para qué arma esas tragedias? ¡Ah!, si yo tuviera una hembra así, tan hermosa, tan virtuosa; si yo tuviera a mi lado una virgen como esa, la adoraría de rodillas y primero me apaleaban que darle un disgusto. ¡Su honor! Si tiene usted más honor que... vamos, no sé con qué compararlo. Tiene usted un honor más limpio que el sol... ¿qué digo sol, si el sol tiene manchas? Más limpio que la limpieza. Y todavía se queja... Nada, yo le voy a curar a usted con esta vara. En cuanto hable del honor, ¡zas!... No hay otra manera. Lo que yo digo: esas cosas las hace usted por lo muy mimadito que está. Tía que le cuida, mujer guapa que le mima también y que se mira en las niñas de sus ojos... Como que es la verdad... Carambita, pues si yo tuviera una mujer así...».

Al llegar a esta parte de la reprimenda que Segismundo le espetaba más en serio que un ladrillo, Rubín se había tranquilizado tanto, que casi estaba dispuesto a oírle con benevolencia y hasta con jovialidad. Y concluyó por sonreír, y al cabo de un gran rato le dijo:

«Amigo Ballester, le convido a usted a Variedades esta noche. ¿Quiere?».

-¿Pues no he de querer? Bueno va. Pedradas   —31→   de esas vengan todos los días, ilustre amigo mío. Iremos... en el bien entendido de que venga Padilla esta noche a quedarse de guardia. Vamos ahora, mi queridísimo colega, a hacer estas píldoras de protoioduro de mercurio. Prepare usted el regaliz y el mucílago de goma arábiga. Receta de cuidado. Mucho ojo... Le digo a usted que no hay ciencia más sublime que la Farmacia. ¡Cuánto más bonita que averiguar si hubo o no tantas o cuántas docenas de dioses! Vamos allá; mucho cuidado con este precioso mercurial. Aviado estará el enfermo para quien sea. No, no le arriendo la ganancia. Pero a fe que se habrá divertido bastante en este mundo con las mozas guapas, y si buenos azotes le cuesta ahora, buenas ínsulas se habrá calzado. ¡Eh!... cuidado con las dosis. No sea usted tan vivo de genio. Mire que va a jorobar al paciente, y la saliva que eche va a llegar hasta aquí... ¡Qué hermosa es la Farmacia! Para mí hay dos artes, la Farmacia y la Música. Ambas curan a la humanidad. La Música es la Farmacia del alma, y la... viceversa, ya usted me entiende. Nosotros, ¿qué somos si no los compositores del cuerpo? Usted es un Rossini, por ejemplo, yo un Beethoven. En uno y otro arte todo es combinar, combinar. Llámanse notas allá, aquí las llamamos drogas, sustancias; allá sonatas, oratorios y cuartetos... aquí vomitivos, diuréticos, tónicos, etc... El quid está en saber   —32→   herir con la composición la parte sensible... ¿Qué le parecen a usted estas teorías?... Cuando desafinamos, el enfermo se muere.

A poco llegó el practicante que solo hacía servicio en la botica por las noches, y llevándole aparte, le dijo Segismundo: «Amigo Padilla, hoy mismo le voy a proponer a doña Casta que vengas de día, porque esta calamidad de Rubín tiene la cabeza como un cesto, y me temo que si se queda solo envenene a toda la parroquia».




ArribaAbajo- IV -

Aquella noche, después de comer, fueron todos a casa de doña Casta, donde debían reunirse para ir a paseo. Pero a poco de estar allí, entró Ballester diciendo que se había levantado un airote muy fuerte y amenazaba tormenta, por lo que unánimemente se acordó no salir; se encendió luz en la sala, y doña Casta dijo a Olimpia que tocara la pieza para que la oyeran Maximiliano y Ballester.

Olimpia era la menor de las hijas de Samaniego, y hubiera causado gran admiración en la época en que era de moda ser tísico, o al menos parecerlo. Delgada, espiritual, ojerosa, con un corte de cara fino y de expresión romántica, la niña aquella habría sido perfecta beldad cincuenta años ha, en tiempo de los tirabuzones   —33→   y de los talles de sílfide. Quería doña Casta que sus niñas tuvieran un medio de ganarse la vida para el día en que por cualquier contingencia empobreciesen, y Olimpia fue llevada al Conservatorio desde edad temprana. Siete años estuvo tecleando, y después tecleaba en casa bajo la dirección de un reputado maestro que iba dos veces por semana. Tratábase de que ganara premio en los exámenes, y para esto la niña estuvo por espacio de tres años estudiando una dichosa pieza, que no acababa de dominar nunca. Pieza por la mañana, pieza por tarde y noche. Ballester se la sabía ya de memoria sin perder nota. No había logrado Olimpia decir toda, toda la pieza, desde el adagio patético hasta el presto con fuoco, sin equivocarse alguna vez, y siempre que tocaba delante de gente, se embarullaba y hacía un pisto de notas que ni Cristo lo entendía. Por eso doña Casta la mandaba tocar cuando había personas extrañas, para que fuese perdiendo el miedo al público.

La determinación de no salir a paseo puso a la señorita de mal talante, porque no podía hablar con su novio, que a aquella hora estaba clavado en la esquina de la calle de los Tres Peces, esperando a que saliese la familia para incorporarse. Era un chico de mérito, que estudiaba el último año de no sé qué carrera, y escribía artículos de crítica (gratis) en diferentes periódicos. A pesar de sus notables prendas,   —34→   doña Casta no le veía con buenos ojos, porque la crítica, francamente, como oficio para mantener una familia, no le parecía de lo más lucrativo. Pero Olimpia estaba muy apasionada; leía todos los artículos de su novio, que este le llevaba recortados de los periódicos y pegados en cuartillas, y con esta lectura se iba ilustrando considerablemente. Todo aquel fárrago de sentencias estéticas lo guardaba con las cartas y los mechones de pelo. Doña Casta no permitía aún al apreciable joven entrar en la casa.

Tocó la niña su pieza con no poca fatiga, a ratos aporreando las teclas como si las quisiera castigar por alguna falta que habían cometido, a ratos acariciándolas para que sonaran suavemente con ayuda de pedal, arqueando el cuerpo, ya de un lado, ya de otro, y poniendo cara afligida o de mal genio, según el pasaje. Parecía que los dedos eran bocas, y que estas bocas tenían hambre atrasada por las muchas notas que se comían. En ciertas escalas difíciles algunas notas se anticipaban a sus predecesoras y otras se quedaban rezagadas; pero cuando llegaba un efecto fácil, la pianista decía «aquí que no peco», y se indemnizaba de las pifias que cometiera antes. Durante el largo martirio de las teclas, las exclamaciones de admiración no cesaban. «¡Qué dedos los de esta chica!... Me río yo de Guelbenzu... ¡Y qué talento artístico, qué expresión!» decía el gran tuno de Ballester.   —35→   Y doña Casta: «Ahora viene el paso difícil, ahora... En este trozo no tiene pero... ¡Qué limpieza... qué manera de frasear!...». Doña Lupe también hacía aspavientos, y Fortunata se veía obligada a expresar su entusiasmo, aunque no entendía una palabra de tal cencerrada, y en su interior se pasmaba de que aquello se llamase arte sublime, y de que las personas formales aplaudiesen música semejante a la de un taller de calderería. Cualquier tonadilla de los pianitos de ruedas que van por la calle le gustaba y la conmovía más.

Olimpia tocaba con fe y emoción, presumiendo que el espejo de los críticos la oía desde la calle. Cuando concluyó, estaba rendida, sudorosa, le dolían todos los huesos y apenas podía respirar. Ni siquiera tenía aliento para dar las gracias por las flores que todos le echaban. La tos que le entró parecía anunciar un ataque de hemoptisis. «Hija mía -le dijo su mamá, viéndola ir hacia el balcón-, no te asomes, que estás sudando. Toma, ponte esta toquilla».

Y se la ponía, y no pudiendo refrenar las ganas de salir al balcón, salió con Fortunata, y ambas estuvieron contemplando el alma en pena que se paseaba en la acera de enfrente.

Al poco rato entró Aurora, la mayor de las Samaniegas, que era muy distinta de su hermana, pelinegra, bien parecida sin ser una hermosura,   —36→   de esas que a un color anémico unen cierta robustez fofa y lozanía de carnes incoloras. Su pecho era desproporcionadamente abultado, su cuello corto, las caderas y el talle bien torneados, y las costuras de las mangas parecían próximas a reventar por causa de la gordura creciente de los brazos. La cabeza era bonita, de poco pelo y muy bien arreglada. Tenía más entendimiento que su hermana; vestía con esa sencillez airosa de las mujeres extranjeras que se ganan la vida en un mostrador de tienda elegante, o llevando la contabilidad de un restaurant. Su traje era siempre de un solo color, sin combinaciones, de un corte severo y como expeditivo, traje de mujer joven que sale sola a la calle y trabaja honradamente.

Expliquemos esto. Aurora Samaniego tenía treinta años y era viuda de un francés, que vino a España representando casas extranjeras de droguería. A poco de casarse, allá por el 65, el francés se fue con su mujer a Burdeos y allí heredó de sus padres un establecimiento de ropa blanca, que mejoró a fuerza de trabajo, poniendo en él las bases de una fortuna. Pero entre Bismark y Napoleón III lo echaron todo a perder, pues por causa de estos dos personajes sobrevino la guerra de 1870, que tantas esperanzas había de segar en flor. Fenelón, que era hombre bonísimo y de inteligencia mercantil, tenía el defecto del chauvinisme. Empuñó   —37→   las armas, se agregó a un cuerpo de ejército, y a los primeros disparos, los prusianos le dejaron seco.

Viuda y con poco dinero, aunque también sin hijos, Aurora volvió a Madrid, donde las disposiciones y hábitos de trabajo que había adquirido no pudieron tener empleo por no existir aquí grandes almacenes, y los que hay, están servidos por esos gandulones de horteras, que usurpan a las muchachas el único medio decoroso de ganarse la vida. Había aprendido la viuda de Fenelón cuanto hay que saber en lo concerniente al ramo de ropa blanca; estaba fuerte en contabilidad; tenía nociones claras del orden económico y del régimen a que debe sujetarse un negocio bien montado, y hablaba el francés a la perfección. Pero todos estos méritos habrían sido inútiles hasta el fin del mundo, si no se le ocurriera a Pepe Samaniego establecer el comercio de ropa blanca con arreglo a los últimos adelantos del extranjero, y llevar a él a persona tan inteligente y para el caso como su prima. El plan era vastísimo. Aurora estaría al frente del departamento de equipos de boda y canastillas de bautizo, ropa de niños y de señora. El capital para la instalación de esta importante industria habíalo facilitado D. Manuel Moreno-Isla, que tenía confianza en la honradez y tino de Pepe Samaniego. La tienda estaría en una casa nueva de la   —38→   subida a Santa Cruz, frente por frente a la calle de Pontejos, y sus escaparates serían de seguro los más vistosos y elegantes de Madrid. Inauguración, el 1º de Setiembre.

Samaniego estaba en París haciendo compras, y en la fecha a que esto se refiere, ya empezaban a venir algunas cajas. En la tienda provisional, que estaba próxima a la definitiva, había ya mucho trabajo. Aurora, al frente de una graciosa pléyade de oficiales habilísimas, estaba disponiendo las piezas-modelo que se habían de presentar en los primeros días, como muestras de las ricas confecciones de la casa. De sol a sol vivía entre oleadas de batista con espuma de encajes riquísimos, cortando y probando, puntada aquí, tijeretazo allá, gobernando su hato de cosedoras con tanta inteligencia como autoridad.

Por las noches, cuando llegaba a su casa, rendida, su madre gustaba de que estuvieran presentes doña Lupe, Fortunata o las demás amigas, para dar rienda suelta a su vanidad. En cuanto la veía entrar, se le iluminaba el rostro, y ya no se hablaba más que del establecimiento nuevo, y de las cosas no vistas que en él admiraría el Madrid elegante. Las cuatro mujeres no paraban el pico hasta las doce, y por eso Ballester, aquella noche, al ver que se armaba el nublado de ropa blanca, cogió por un brazo a Maxi y le dijo: «Nosotros nos vamos a   —39→   ver una piececita en Variedades». Dicho se está que Olimpia, no participando de la presunción ni del entusiasmo mercantil de su mamá, seguía posada en el antepecho del balcón del gabinete, viendo pasar la sombra melancólica del aburrido Aristarco, y arrojándole desde arriba alguna palabrilla, para que endulzara el plantón.

«Estarás muy cansada, siéntate -decía doña Casta a su hija, armando el corrillo-. ¿Cómo va eso?».

-Hoy han estado probando el gas en la nueva tienda. Será una cosa espléndida. Ya están llegando cajas de novedades, cosas, ¡ay!, por ejemplo, tan bonitas, que en Madrid no se ha visto nada igual. Aquí no saben poner escaparates. Verán, verán el nuestro, con todo lo que hay de más lindo, para llamar la atención, y hacer que la gente se pare y entre a comprar algo. Después que entran, se les enseña más, se les hace ver esta y la otra cosa de precio, se les engatusa, y al fin caen. Los tenderos de aquí apenas tienen el arte del etalaje, y en cuanto al arte de vender, pocos lo poseen. Hay muchos que pertenecen todavía a la escuela de Estupiñá, que reñía a los que iban a comprar.

-Yo creo -dijo doña Lupe con expresión avariciosa-, que Pepe Samaniego va a hacer un gran negocio. Madrid está por explotar. Todo consiste en tener pesquis. ¡Oh!, pues en   —40→   el ramo de Farmacia, Dios mío, hay una verdadera mina. Yo estoy bregando con Maxi para que invente, para que salga por ahí con su poco de panacea. Pero nos hemos vuelto todos muy morales y muy rigoristas. Vean por qué esta nación no adelanta, y los extranjeros nos explotan llevándose todo el dinero.

Esta última frase llevó la conversación al primitivo terreno, del cual se había desviado un poco con aquello de la panacea.

«Por eso -dijo doña Casta-, un establecimiento montado como los mejores del extranjero, no puede menos de hacerse de oro, pues habiéndolo aquí, las señoras de la grandeza no tendrán que ir a Bayona y a Biarritz a comprar la última novedad».

Aurora vestía un traje de percal, azul claro, con cinturón de cuero, y en este una gran hebilla. Su atavío era todo frescura, sencillez de obrera elegante. Fue un rato para adentro a tomarse la colación o golosina que su madre le guardaba siempre, y volvió con un platito en una mano y una cucharilla en la otra. Era compota de ciruelas lo que tomaba, con un pedazo de rosca.

«¿Ustedes gustan?... Pues decía que en las cajas que están ahora en la Aduana de Irún, vienen unos trajecitos de niño, de punto, que han de hacer sensación. El modelo llegó ayer en gran velocidad, y también vino un fichú del   —41→   cual estamos haciendo imitaciones de clase inferior, con puntilla ordinaria. Verán, verán ustedes... Pues el faldón de bautizo, por ejemplo, que estamos arreglando con encaje valenciennes, no se podrá poner menos de quinientos francos. (Aurora tenía la costumbre de contar siempre por francos). Es verdaderamente encantador. Lo traeré aquí cuando esté acabado para que lo vean ustedes».

-Mejor será que vayamos nosotras allá -dijo doña Lupe-, y así veremos y hociquearemos todo antes de que se abra al público.

Fortunata decía también algo, aunque no mucho, porque lo de la tienda no despertaba en ella gran interés. Después que apuró el platillo de la compota, volvió Aurora para adentro, y trajo unas yemas en un papel. ¡Qué golosa era! Ofreció una a Fortunata, que la tomó, y doña Casta se dispuso a obsequiar a sus amigos con vasos de agua. Ponía esta señora sus cinco sentidos en los botijos para enfriar el agua, y tenía a gala el que en ninguna parte la hubiese tan fresca y rica como en su casa. Después de traer un plato con azucarillos, fue a escanciar el precioso contenido de los botijos, pues eran varios, y en ellos graduaba la temperatura, poniéndolos o no en el balcón, Doña Lupe la ayudaba en la traída de aguas, y en tanto Aurora le pasó a Fortunata el brazo por la cintura y ambas salieron al balcón de la sala.   —42→   Cada cual se comía una yema de chocolate, y después tomaron otra de coco.

Lejos del oído impertinente de doña Lupe y doña Casta, Aurora se secreteó con Fortunata: «Se han ido todos esta tarde... El primo Manolo va también con ellos».




ArribaAbajo- V -

Aquí cuadra bien decir que Fortunata y la viuda de Fenelón se habían hecho muy amigas. Esta mostraba a la de Rubín una gran simpatía, y con esta simpatía, la dulce confianza que de ella emanaba, y por fin, con el verdadero derroche de indulgencia que en favor de sus faltas hacía, apoderose poco a poco de todos sus secretos. Por de contado, estas intimidades solo tenían lugar a espaldas de doña Lupe y muy lejos de doña Casta, pues ni una ni otra habrían consentido que tales temas se trajesen a las honestas y decorosas conversaciones de aquella casa.

Enlazadas por la cintura, brazo con brazo, estuvieron un rato las dos mujeres sin decirse nada, comiéndose las yemas y mirando a la calle. De pronto se echó a reír Aurora.

«Mira el tonto de Ponce, haciéndole cucamonas a Olimpia. Yo creo que mi hermana es la única mujer que en el mundo existe capaz de querer a un crítico. Merecería en castigo casarse   —43→   con él. Solamente, que como es mi hermana, no le deseo esta catástrofe».

«Vaya, que está apurado el hombre -decía Fortunata, riendo también-. Le hace señas para que baje... Sí, ahora va a bajar. Estás tú fresco... Será que quiere darle uno de esos artículos que escribe y en los cuales cuenta el argumento de los dramas para que nos enteremos. Vaya, hombre, no te apures, que ya le hablarás otra noche. Ahora no puede ser... ¡Qué pesados son estos novios!, ¿verdad?».

Pasado otro rato, y cuando los brazos soltaron las cinturas y ambas estaban limpiándose los dedos en sus respectivos pañuelos, Aurora volvió a decir: «Pues sí, todos partieron esta tarde y el primo Moreno con ellos. Creo que van a San Juan de Luz».

Fortunata volvió la cara para el balcón del gabinete, donde estaba Olimpia. Después miró a su amiga, diciéndole en tono muy seco: «Van a San Sebastián y a Biarritz, y a principios de Setiembre irán todos a París».

-Niñas -dijo doña Casta, tocándoles en los hombros-. ¿De qué agua quieren ustedes?... ¿Progreso o Lozoya?

-Lo mismo me da -replicó Fortunata.

-Toma Lozoya, y créeme -insinuó doña Lupe, con su vaso en la mano-. Por más que diga esta, Progreso es un poquito salobre.

-Eso va en gustos... Y también influye el   —44→   hábito -arguyó Casta con la suficiencia y formalidad de un catador de vinos-. Como yo me he criado bebiendo el agua de Pontejos, que es la misma que la de la Merced, que hoy llaman Progreso, toda otra agua me parece que sabe a fango.

No insistiré en lo mucho que se dijo sobre este tratado de las aguas de Madrid. Mientras las dos señoras mayores cotorreaban dentro, Fortunata y Aurora lo hacían en el balcón. Las once y media serían cuando sintieron la voz de Ballester. Este y Maxi las miraban desde la acera de enfrente. «Si bajan ustedes -dijo Rubín-, las espero aquí».

-Olimpia -gritó Ballester-. Venimos de ver la obra que se estrenó anteanoche. ¡Qué mala es! ¿Tiene usted ya noticias de ella?

-¿Yo?... ¿Qué está usted diciendo?

-Como usted se trata con autoridades...

Al decir esto pasaba el crítico junto a él.

«Oiga usted, Olimpa... La obra es una ferocidad; pero ciertos amigos del autor la pondrán en las nubes. Quisiera yo verles para que me dijeran a mí por qué engañan de este modo al público».

-Déjeme usted en paz... ¡Qué tonto es usted! -replicó Olimpia, y se metió para adentro.

-¿Bajáis o no? -dijo Maxi; y su mujer le contestó que esperase en la botica, que ellas bajarían. Aurora y Fortunata se reían mirando   —45→   a Ponce, que iba escapado por la calle arriba, como alma que lleva el diablo.

Retiráronse las de Rubín a su domicilio, teniendo ambas señoras la satisfacción de ver a Maxi tan mejorado de los desórdenes cerebrales de aquella mañana, que no parecía el mismo hombre. Síntomas favorables eran la obediencia a cuanto se le mandaba, y lo juicioso y sosegado de sus respuestas. Aquella noche durmió con tranquilidad, y nada ocurrió que saliera del canon ordinario. A la tarde siguiente convinieron marido y mujer en dar un paseo a prima noche. Fue ella a buscarle a la botica a la hora concertada, y no le encontró. «Ha ido a cortarse el pelo -le dijo Ballester, ofreciéndole una silla-. Con las murrias de estos últimos tiempos, el pobre chico no caía en la cuenta de que se iba pareciendo a los poetas melenudos... Le he mandado que se trasquilase esta misma tarde. Tenga usted presente una cosa: hay que imponérsele, combatirle el abandono, las lecturas y no consentir que se ensimisme. Antes que dejarle caer en las melancolías, vale más darle un disgusto. Yo siempre le hablo gordo, y crea usted... me ha cogido miedo. Es lo que hace falta».

-¡Pobrecito!... -exclamó Fortunata-. ¿Pero ve usted por dónde le ha dado?... Yo no he visto un desatinar semejante.

Segismundo, que en aquel momento tenía   —46→   poco que hacer, dejolo todo por atender cortésmente a la señora de su amigo y serle grato en lo que de él dependiera. Era hombre que tenía que contenerse mucho para no ser galante y aun atrevido con cualquier mujer en cuya presencia estuviese. Con Fortunata se había permitido alguna vez tal cual broma; aquel día se corrió más. Llevándose los dedos a su rebelde cabellera para hacer con ellos púas de peine, se la atusó, y arqueando el cuerpo, inclinose hacia la señora para decirle con retintín:

«Muy triste está usted desde ayer... No, no me lo niegue... ¿Pues yo no veo lo que pasa? Leo en las caras».

-Pues en la mía poco habrá leído usted.

-Más de lo que se piensa... Leo pasajes tiernísimos... estrofas de despedida... ayes de soledad...

-¡Ay, qué majadero!

-¡Oh!, a mí no se me escapa nada. Convengo en que no hay motivos para que usted esté tan patética... Pero hay otra cosa... a mí me gusta remontarme a los orígenes, me gusta buscar el porqué, y francamente, cuando miro ese porqué, no puedo menos que lamentar la equivocación de que usted viene padeciendo desde tiempos remotos.

Fortunata le miraba sonriendo, pues no creía que debía enojarse.

«Sí, no puedo menos de deplorar -prosiguió   —47→   el regente inflándose-, que usted sea tan consecuente con personas que no lo merecen... Habiendo en el mundo tanto corazón leal, ir a buscar precisamente el más inconstante y...».

-¿Qué disparates está usted diciendo?

-¡Oh!, no son disparates -replicó el farmacéutico, dando algunos pasos delante de ella y procurando que dichos pasos fueran todo lo airosos posible-. Perdóneme usted mi atrevimiento. Yo las gasto así; siempre he sido Juan Claridades, y cuando una idea quiere salir de mí, le abro la puerta para que salga, porque si la dejo dentro, estallo... Pues decía... ¿Se va usted a enfadar?

-No, hombre, ¿qué me voy a enfadar yo? Suéltela, suéltela.

-Pues decía... (Ballester tomaba una actitud que a él le parecía aristocrática), decía que a quien debiera usted querer es a mí... Ya ve usted que no me muerdo la lengua.

-¡Ay, qué gracia! Me gusta usted por lo corto de genio.

-Al pan pan y al vino vino. Queriéndome a mí, verá lo que es corazón amante, consecuente y tropical. Pero le advierto una cosa...

-¿Qué?

-Que si se decide a quererme... usted no se decidirá, pero si se decide, tenga cuidado de no decírmelo de sopetón... porque me moriré de gusto... Sería como una descarga eléctrica.

  —48→  

-Estese tranquilo... Sí, se lo iré diciendo poco a poco... preparándole, como cuando se dan malas noticias...

-No tanto, no tanto...

-Vaya que es usted malo... Aquí, entre tanta medicina, ¿no hay nada que le cure la cabeza?

-¡Pues si lo hubiera, amiga mía, si lo hubiera...! Y creen muchos que la peor cabeza de esta casa es la del pobre Maxi, cuando la mía es una pajarera. Verdad que dos palabras de quien yo me sé me harían la persona más cuerda y más feliz de la tierra...

Viendo en esto que entraba Rubín, dio otro giro a su charla. «Aquí le estaba diciendo a su cara mitad, que le voy a dar unas píldoras... ¡Dios, qué píldoras!».

-¿Para ella?

-No hombre, para usted.

-¿Y de qué son?

-Bueno va; ya quiere saber de qué son. Carambita, cuando uno discurre algo nuevo, debe reservarse el secreto. Es un específico.

-Este Segismundo está ido -dijo Fortunata-. Vámonos.

-Yo no tomo píldoras sin saber la composición -indicó Maxi con la mayor buena fe.

-Estos hombres felices son muy impertinentes. Todo lo quieren averiguar... ¡Y ahora se va de paseíto con su tórtola! ¡Qué babosos... semos! ¡Luego se queja el nene!... (tirándole de   —49→   una oreja), se queja de vicio... el niño mimado de la Providencia... Abur, divertirse.

Salió a despedirles a la puerta de la botica, se puso muy tieso, y estirándose todo lo posible sobre la base de sus zapatillas, les siguió con la vista hasta que desaparecieron en lo alto de la calle.




ArribaAbajo- VI -

Iban pasando los cansados días del verano, que es en Madrid la estación de las tristezas, porque el sueño y el apetito escasean, la sociedad disminuye, y los que aquí se quedan parece que comen el pan de la emigración. En la familia de Rubín nada ocurría de particular, pues Maxi no empeoraba, aunque todas las mañanas tenía su excitación correspondiente, más o menos aparatosa; pero mientras no llegase a un grado de furor como el de la célebre mañanita del arsénico, las dos mujeres podían llevarlo con paciencia. De noche, las depresiones se manifestaban levemente, y a veces no se conocían. Ballester había conseguido, combinando la persuasión con la severidad, apartarle en absoluto de toda lectura favorable a la concentración del ánimo.

Entre Fortunata y doña Lupe no era todo concordia, como se puede haber comprendido, pues la señora de Jáuregui, observadora sagaz,   —50→   había comprendido que desde principios de Junio su sobrina andaba en malos pasos. Todas las personas relacionadas con la familia de Rubín sabían la historia de la mujer de Maxi, y el dramático papel que desempeñaba en ella el señorito de Santa Cruz. Algunas, quizás, tenían conocimiento de aquella tercera salida de la aventurera al campo de su loca ilusión; pero nadie se atrevió a llevar el cuento a la de los Pavos. Esta, no obstante, lo sabía por obra del puro cálculo y de sus facultades olfatorias. Arrancose una vez a armar la gorda «para que no crea -pensaba- que me trago sus mentiras y que estoy aquí haciendo el papamoscas». Pero Fortunata, recordando al instante las lecciones de su amigo Feijoo, trazó la raya divisoria que este le recomendara, y vino a decir en sustancia: «de aquí para allá, señora, gobierna usted; de aquí para acá, están mis cosas y en ellas no tiene usted que meterse».

No se dio por vencida la orgullosa viuda del alabardero, y volvió a la carga dos o tres veces en esta forma: «Si el pobre Maxi estuviera bueno, él te arreglaba como cumple a todo hombre que se estima; pero no lo está, y tengo que tomar yo a mi cargo el decoro de la familia. Me he dicho mil veces: "¿daré el estallido o no daré el estallido?". En la situación de ese pobrecito, mi estallido sería su muerte. Por eso me contengo y me trago todo el veneno. ¿Ves?, mi   —51→   cabeza se está llenando de canas desde que veo estas ignominias sin poderlas remediar...».

Fortunata volvió el rostro para ocultar sus lágrimas. Esta escena ocurría en el gabinete, hallándose las dos cosiendo sus trajes de verano.

«Después de lo que pasó en Noviembre del año pasado -prosiguió la viuda con serenidad que espantaba-, después de tu enmienda verdadera o falsa; después que se te perdonó (y por mi voto no se te habría perdonado); después que echamos tierra al horrible crimen, me parece que estabas obligada a portarte de otra manera. No vengas ahora con lagrimitas que han de parecer de hipocresía. Porque yo digo una cosa. Óyeme atentamente».

Doña Lupe dejó la costura y se preparó a hablar, como los oradores de profesión. «Yo me pongo en el caso de una mujer que siente una pasión antigua, con raigones muy hondos y que no se pueden arrancar. Hay casos, y verdaderamente, esto es para mirarlo despacio. Pues si tú hubieras venido a mí y me hubieras dicho: "Tía, esto me pasa. Me persiguen; yo no sé si podré defenderme; soy débil; ayúdeme usted...". ¡Oh!, la cosa variaba mucho. Porque yo te habría dirigido, yo te habría dado fortaleza, consuelo... Pero no; se te antoja campar por tus respetos, y hacer y acontecer, como una mozuela sin juicio... Eso es un disparate: ahí tienes, ahí tienes el motivo de todas tus desgracias   —52→   al no contar para nada con las personas que deben guiarte. Total; que cuando acudas pidiendo socorro ya será tarde, y esas personas te dirán: "Entiéndete ahora, húndete, y cúbrete de vergüenza y date a los demonios"».

Pronunciada esta elocuente filípica, continuó la señora un buen espacio de tiempo dando resoplidos, y Fortunata no levantaba los ojos de su costura. Discurría sobre la extrañeza de aquellos conceptos de la viuda, que parecía dispuesta a ciertos temperamentos indulgentes en caso de que se la consultara, y de que se la tuviera por dispensadora infalible de protección y por sancionadora de las acciones. «Esta mujer quiere ser el Papa -pensaba-, y con tal que la hagan Papa, se aviene a todo. Pero lo que es por mí...». A Fortunata le repugnaba la moral despótica de doña Lupe, en la cual entreveía más soberbia que rectitud, o una rectitud adaptada jesuíticamente a la soberbia. No se conformaba esto con las ideas absolutas de la joven criminal. Ella quería para sus actos la absolución completa o la completa condenación. Infierno o Cielo, y nada más. Tenía su idea y para nada necesitaba de consejos ni de la protección de nadie. Se las componía sola mucho mejor, y cualquiera que fuese su cruz, no le hacía falta Cirineo. Sus acciones eran decisivas, rectilíneas, iba a ellas disparada como proyectil que sale del cañón.

  —53→  

Enterada doña Lupe, en aquellos secreteos que con su amiga Casta tenía, de que los de Santa Cruz se habían marchado a veranear, tomó pie de esta circunstancia para endilgarle a su sobrina otro discurso, aunque en tono menos catilinario que los anteriores.

Era aquella señora esencialmente gubernamental y edificaba siempre sobre la base sólida de los hechos consumados todos sus planes y raciocinios. «Mira tú por dónde podríamos llegar a entendernos -le dijo una tarde que la volvió a coger a mano para el caso-. He sabido que la persona que te trae dislocada no está ya en Madrid. ¿Qué mejor ocasión quieres para emprender la reforma de tu estado interior, que está como una casa en ruinas? Yo estoy dispuesta a ayudarte todo lo que pueda. No debiera hacerlo; pero tengo caridad y me hago cargo de las flaquezas humanas. Otra tomaría por la calle de en medio; yo creo que en cosas tan delicadas se debe proceder con cierto ten con ten. Habrías de empezar por ponerme en antecedentes, por confiarme hasta los menores detalles, entiéndelo bien, hasta los menores detalles; por ponerme al tanto de lo que piensas, de lo que sientes, de las tentaciones que te dan por la mañana, por la tarde y por la noche; en fin, habías de declarar todos, toditos los síntomas de esa maldita enfermedad, y darme palabra de hacer cuanto yo te mandare». Hablaba,   —54→   pues, la viuda como si tuviera en el bolsillo las recetas para todos los casos patológicos del alma.

Por cumplir, más que por gusto, Fortunata tuvo la condescendencia de decir algo, reservando, como es natural lo más delicado. Doña Lupe se entusiasmó tanto con aquella muestra de sumisión, que hizo gala de sus facultades profesionales, y terminó así: «Te aseguro que si me obedeces, te quitaré eso de la cabeza y serás lo que no eres, un modelo de mujeres casadas. Por de pronto, me comprometo a que no vuelvas a caer, aun en el caso de que se te tendiera el lazo otra vez. ¡Vaya, con el caballerito! Es cosa de dar parte a la policía. Tú déjate llevar; pon el pleito en mis manos, déjame a mí... y verás. ¿Apuestas a que me planto un día en casa de doña Bárbara y le canto clarito? Tú no sabes quién soy, tú no me conoces. ¡Y has sido tan tonta que no has querido valerte de mí...! Bien merecido tienes lo que te pasa. Pues lo que es ahora, que quieras que no, tomo cartas en el asunto... Has de concluir por adorarme como se adora a una madre».

Y al finalizar estaba doña Lupe radiante. Casi casi se aventuró a hacer a su sobrina una maternal caricia; tales eran su gozo y satisfacción. Un pensamiento se le salía del magín a cada instante; pero lo reservaba en la hoja más escondida de su gramática parda. Ni la sombra de este pensamiento dejaba entrever a Fortunata.   —55→   Guardábalo para sí y se recreaba con él a solas. «¿Le habrá dado dinero?». Siempre que se hacía esta pregunta, se contestaba afirmativamente. «Tiene que haberle dado algo, quizás grandes cantidades. ¿Pero dónde demonios las tiene? ¿Qué hace que no me las da para que se las coloque?... Como si lo viera: es que tiene vergüenza de poner en mis manos dinero adquirido por tales medios. Esta delicadeza la honra... Y no es otra cosa; le da vergüenza de decírmelo. Pero al fin ello saldrá».

Y una tarde que el matrimonio había ido a paseo, la gran capitalista, no pudiendo enfrenar por más tiempo su curiosidad, mandó a Papitos a un recado, por quedarse sola, y con determinación admirable hizo un registro en la cómoda y baúl de Fortunata. Valiéndose del sin fin de llaves que tenía, abrió todos los cajones y revolvió en ellos cuidadosamente, esmerándose en dejar las cosas, después de bien examinadas, en la misma disposición que antes tenían. Este proceder jesuítico lo practicaba siempre que metía sus manos escudriñadoras en donde no debían estar. Busca por allí, busca por allá, y nada. Los billetes se esconden tan fácilmente, que no hay manera de encontrarlos. Pero tenía doña Lupe tan fino olfato para descubrir dinero, que estaba segura de dar con los billetes si los había. «¿Tendralos cosidos en la ropa? -pensó-. Puede ser. Esa socarrona parece   —56→   que no sabe jota, ¡y sabe más...!». En la cómoda no había nada que a dinero se pareciese, ni tampoco cartas. Algunas joyas y chucherías vio, que le parecieron recuerdo o prenda de amores; pero lo que es guano, ni el olor.

«Es muy particular -gruñía la viuda, registrando el baúl, después del reconocimiento minucioso que en la cómoda hizo-. ¡Y no se comprende que siendo él tan rico y ella una pobre...!». El baúl, que solo contenía ropas viejas, no dio tampoco nada de sí. «Pues tiene que haber algo... -rezongó la señora-, tiene que haber algo. En alguna parte está el escondrijo. Dinero hay, o no hay dinero en el mundo».

Cansada de su inútil escrutinio y guardando las llaves, que formaban apretado racimo, digno del arsenal de una compañía de ladrones, doña Lupe se sentó a meditar, y poniéndose una mano sobre el pecho de algodón y acariciándoselo, se rascó con los dedos de la otra la frente, allí donde principia el cabello, como quien estimula la generación de una idea, y dijo: «Pues si efectivamente no le ha dado nada, hay que reconocer que ese hombre es el mayor de los indecentes».




ArribaAbajo- VII -

Apretaba el calor, y las escenas que he descrito se repetían, reproduciéndose con ese amaneramiento   —57→   que suele tomar la vida humana en ciertos periodos, cual fatigado artista que descuida la renovación de la forma. Los paseítos por la noche para tomar el tranvía del barrio; las excursiones a algún teatro de verano; las tertulias en casa de Samaniego o de Rubín; las garatusas del crítico en la calle; la romántica figura de Olimpia colgada en el balcón como una muestra o insignia que dijera: «aquí se ama por lo fino»; las extravagancias de Ballester; los espasmos de Maxi, todo continuaba repitiéndose de día en día con regularidad de programa.

En Agosto ocurrió algo que no estaba en los papeles, y fue del modo siguiente. Una mañana fue Torquemada a ver a doña Lupe para tratar de negocios. Con su traje de verano, tenía el buen D. Francisco aspecto semejante al de los militares que vienen de Cuba, pues a más del trajecito azul, se había encasquetado un sombrero de paja de ala ancha. Su camisa, de rayas coloradas, parecía la bandera de los Estados Unidos; y para recalcar más su facha americana, llevaba una joya en la corbata y una cadena de reloj interminable, que le daba muchas vueltas de una parte a otra del pecho. Los pantalones eran tan cortos, que al sentarse se le veía media pierna. Allí venía bien decir que el difunto era más chico. Todo ello parecía prendas heredadas, o venidas a su poder por embargo   —58→   judicial, o cogidas a algún filibustero. Servíale el sombrero de abanico, cuando estaba en visita, con la ventaja de que las personas circunstantes participaban de la ventilación que daba aquella prenda tropical tan bien manejada.

Un rato llevaban de interesante conferencia, cuando sonó la campanilla, y a poco entró Maxi en el gabinete, que era donde su tía y don Francisco estaban. Fortunata estaba planchando. En cuanto vio llegar a su marido, fue a ver qué se le ofrecía, pues algo desusado debía de ser. A tal hora, las diez de la mañana, no venía jamás a casa el pobre chico. Echándose un pañuelo por los hombros, porque el calor de la plancha la obligaba a estar al fresco, pasó al gabinete. Lo mismo ella que su tía se pasmaron de ver en el semblante del joven una alegría inusitada, Los ojos le brillaban, y hasta en la manera de saludar a D. Francisco advirtieron algo extraño, que las llenó de alarma. «Hola, D. Paco; yo bien, ¿y usted?... Y doña Silvia y Rufinita, ¿siguen tomando los baños del Manzanares?». Este lenguaje tan confianzudo, era lo más contrario al temperamento y a la timidez de Maxi.

«¿Qué traes por aquí a esta hora?» le preguntó su tía, disimulando su sorpresa.

Fortunata le examinaba atentamente, sentada lejos del grupo principal, en una silla próxima   —59→   a la puerta de la alcoba de doña Lupe. Él no se sentó, y después de aquel saludo tan campechano que le echó al usurero, se puso de espaldas al balcón con las manos en los bolsillos, mirando a todos como quien espera recibir felicitaciones. «Pues nada -dijo-, que estoy de enhorabuena».

-Qué, ¿te ha caído la lotería?

-No es eso... ¿Para qué quiero yo loterías? Ni falta... Es mucho más que eso, porque he encontrado lo que buscaba. Ya le dije a usted que estaba pensando, que solo me faltaba una fórmula para completar...

-¡La combinación!... Pues qué, ¿has encontrado la panacea? -expresó la tía con incredulidad.

-No es mal nombre si usted se lo quiere dar -dijo el pobre chico, exaltándose más a cada palabra-. De pan, que significa todo... y akos que es lo mismo que decir remedio. Que lo sana y purifica todo, vamos...

-¡Gracias a Dios que haces algo de provecho! -declaró doña Lupe, recelosa, observando las miradas de Maxi, cuyo resplandor de júbilo era enteramente febril.

-Anoche estuve toda la noche discurriendo muy intranquilo, los sesos como ascuas, porque al plan, mejor dicho, al sistema no le faltaba más que una fórmula para estar completo... ¡La maldita fórmula...! Por fin, ahora, hace un ratito,   —60→   se me ocurrió; di un brinco de alegría. Ballester, que no comprende esto, ni lo comprenderá nunca, se enfadó conmigo y no me quería dar papel y tinta para escribir la fórmula y dejarla consignada... Temo que se me escape, que se me vaya de la cabeza... Mi memoria es una jaula abierta, y los pájaros... pif...

Doña Lupe y Fortunata se miraron con tristeza. «Bueno -dijo la tía, viendo que le venía encima una nube-. Tranquilízate, escribirás la fórmula, harás tu panacea, tendrá un gran éxito y ganaremos mucho dinero».

-¡Ah!... -exclamó él con la expresión que se da a toda idea de un trabajo abrumador-. No crea usted... para exponer el sistema completo con claridad bastante para que todos lo comprendan, se necesita quemarse las cejas... ¡digo! Tendré que pasar las noches de claro en claro. No importa; cuando esto empiece a correr, verán ustedes; adquiriré una reputación y una gloria tan grandes, pero tan grandes que...

-Adiós mi dinero -murmuró doña Lupe, y Fortunata dijo para sí algo parecido.

-El problema que quedaba por resolver -dijo Maxi acercándose a su tía y dando castañetazos con los dedos-, era el de la emanación de las almas. ¿De dónde emana el alma? ¿Es parte de la sustancia divina, que se encarna con la vida y se desencarna con la muerte para volver a su origen?... ¿o es una creación accidental   —61→   hecha por Dios, subsistiendo siempre impersonal? Aquí estaba el intríngulis.

Doña Lupe dio un gran suspiro, mirando a D. Francisco que guiñaba los ojos de una manera entre burlesca y compasiva.

«¡Hijo, por Dios! -dijo Fortunata acercándose-, no discurras esas cosas que dan dolor de cabeza... Sí, está muy bien; pero todo lo que hay que averiguar sobre esto, está ya averiguado... No te calientes la cabeza».

-Querida mía (rechazándola con dulzura y tomando un tonillo enfático), si en este via crucis de trabajos y persecuciones que me espera; si en el camino doloroso y glorioso de este apostolado, no me quieres acompañar tú, lo sentiré por ti más que por mí; pero tú al fin vendrás. ¿Cómo no, si eres pecadora, y para los pecadores, para su redención y para su salvación es para lo que yo pienso lo que pienso y propongo lo que propongo?

Fortunata volvió a la apartada silla en que antes estuvo, y doña Lupe, después de llevarse las manos a la cabeza, hizo un gesto de conformidad cristiana. Le faltaba poco para echarse a llorar. En este punto creyó oportuno Torquemada intervenir, con esperanza de que sus discretas razones enderezaran el torcido intellectus del desdichado joven. «Mire usted, amigo Maximiliano, yo creo que todo lo que debemos saber sobre eso, ya nos lo han enseñado. Y   —62→   lo que no, más vale que no lo sepamos... porque el mucho apurar las cosas le quita a uno la fe. Esta vida no es más que un mediano pasar: así lo encontramos y así lo hemos de dejar; y por mucho que miremos para el Cielo no ha de caer el maná... "Ganarás el pan con el sudor de tu frente», dijo quien dijo, y no hay más. ¿Qué saca usted de ponerse a cavilar sobre si el alma es esto o aquello? Si al fin nos hemos de morir... Tengamos la conciencia tranquila; no hagamos cosas malas, y ruede la bola... y no temamos el materialismo de la muerte; que al fin polvo somos, y...».

-Basta, no siga usted -dijo Maxi, ceñudo, cortándole el discurso-. Si usted es materialista, nunca nos entenderemos.

-No, si lo que yo digo es que el alma tiene el pago que merece, y como el cuerpo no es más que a la manera de un cascarón, cuando este se pudre, a mí no me asusta el materialismo de hacerse uno polvo.

-Ya... comprendido -dijo el otro con mayor exaltación, y acentuando la contrariedad que experimentaba-. Usted es de la escuela de mi hermano Juan Pablo: fuerza y materia. Ya discutiremos eso. Yo expondré mi doctrina; que exponga Juan Pablo la suya, y veremos quién se lleva tras sí a la señora humanidad.

Diciendo esto giró sobre un tacón, y rápidamente salió, marchándose a su cuarto. Su   —63→   mujer fue tras él muy afligida. Maxi se sentó en la mesilla en que tenía algunos libros y recado de escribir. Apoyando la mano en el hombro de él, su mujer miró los garrapatos que trazaba con febril mano sobre un papel.

«Ved aquí fijados los puntos capitales -balbucía él, escribiendo-. Solidaridad de sustancia espiritual. La encarnación es un estado penitenciario o de prueba. La muerte es la liberación, el indulto o sea la vida verdadera. Procuremos obtenerla pronto...».

-Chico, descansa ahora un ratito -díjole su esposa, tratando de quitarle la pluma de la mano-. Bastante has trabajado hoy con esos cálculos tan difíciles... Mañana seguirás... No, no creas que me parece mal; yo te ayudaré a pensar... hablaremos de esto. Yo también discurro.

Contra lo que esperaba, Maxi no se irritó. Tenía su semblante expresión seráfica; sus modales eran suaves y más parecía un iluminado antiguo, cuya demencia se elaboraba en la soledad claustral, que el insensato de estos tiempos, educado para el manicomio en los febriles apetitos de la sociedad presente.

«Tú también discurres -le dijo con dulzura-. Lo sé, tú piensas, porque sientes; tú me comprendes, porque amas. Has pecado, has padecido; pecar y padecer son dos aspectos de una misma cosa; por consiguiente, tienes el sentimiento   —64→   de la liberación... Usando una parábola, te escuece en las muñecas el grillete de la vida».

Fortunata se quedó en ayunas de toda esta cantinela, pero por no contrariarle, respondía que sí. «-Lo que es por padecer no ha de quedar, porque toda mi vida ha sido un puro suplicio... Pero ahora no te ocupes más de eso».

Doña Lupe miraba por el hueco de la puerta entornada.

«Tú me ayudarás -prosiguió Maxi con ráfagas de inspiración religiosa en sus ojos encandilados-, tú me ayudarás a propagar esta gran doctrina, resultado de tantas cavilaciones, y que no habría llegado a ser completamente mía sin el auxilio del Cielo. El gran misterio de la revelación se ha renovado en mí. Lo que sé, lo sé porque me lo ha dicho quien todo se lo sabe».

Observando entonces que su tía le miraba, extendió la mano para llamarla, y le dijo: «Tía, pase usted... Aquí no hablamos en secreto. También usted será conmigo en la inmensa... en la inmensa y dolorosa propaganda... Por cierto que no me explico, que no sé cómo ustedes dejan entrar aquí a ese materialista...».

-¡Don Francisco...!, hijo, ¿pues qué mal puede hacerte?

-Mucho, tía, mucho, porque todos los de esa infame secta no me pueden ver ni pintado, y si ese hombre sigue entrando en esta casa con   —65→   tanta confianza, podría intentar el descrédito de mi sistema, robándome antes mi honor.

Y miraba a Fortunata como para buscar en su rostro la aseveración o apoyo de lo que decía. Ella lo comprendió. «Tiene razón, tía... ese materialista que no entre más aquí».

-Pues no entrará, hijo, no entrará... Vaya. Yo le diré que se largue con su materialismo a los infiernos.

-¿Te sientes bien? ¿Quieres tomar algo? -le dijo su mujer con cariño.

-Me siento tan bien como nunca me he sentido, créanmelo (demostrando en su tono y semblante la placidez de su alma). Desde que di con la tan rebuscada fórmula, paréceme que soy otro... Antes mi vida era un martirio, ahora no me cambio por nadie. No me duele nada, me siento bien, y para colmo de felicidad no tengo ganas de comer ni de dormir...

-Pues es preciso que tomes algo.

-No lo necesito... créanmelo. Verán cómo no lo necesito. Si soy otro, si no tengo ya carne ni para nada la quiero. No tengo más que el esqueleto, y él se basta para llevar el alma.

A Fortunata se le humedecieron los ojos. Poco después, cuando salió un instante, encontró a doña Lupe lloriqueando. «Está perdido -le dijo la señora de Jáuregui-, enteramente perdido... Ya esto no tiene soldadura».



  —66→  

ArribaAbajo- VIII -

Aquella tarde pasaron las dos pobres mujeres ratos muy malos. Quedose él como aletargado en el sofá de la alcoba, más propiamente en éxtasis, porque tenía los ojos abiertos, y no parecía enterarse de nada de lo que a su alrededor pasaba. Fortunata tomó su costura y se le sentó al lado, esperando a ver en qué paraba aquello. Doña Lupe entraba y salía, dando suspiros y haciendo algún puchero. Al llegar la hora de comer, Maxi se despabiló un poco, resistiéndose a tomar alimento. Ellas no tenían ganas de probar bocado, y le instaban a él a que lo hiciese, empleando los más extraños medios de persuasión. Por fin, doña Lupe obtuvo resultado con este argumento: «No sé yo cómo vas a resistir esa vida de trabajos sin comer algo. Se dice de Cristo que ayunaba; pero no que estuviera días y días sin probar bocado. Al contrario, su institución fundamental, la Eucaristía, la hizo cenando...».

Con esto, Maxi se avino a tomar un plato de sopa y un poco de vino; pero de aquí no le hicieron pasar. Después parecía más exaltado. Tomándole las manos a su mujer, le dijo:

«Yo no soy más que el precursor de esta doctrina; el verdadero Mesías de ella vendrá   —67→   después, vendrá pronto; ya está en camino. Quien todo se lo sabe me lo ha dicho a mí».

Fortunata no entendía palotada.

Doña Lupe mandó recado a Ballester, que fue a verle después de anochecido. No sabía vencer el farmacéutico su genio vivo y zumbón, ni mostrarse tan habilidoso como el caso exigía, y aunque Fortunata le tiraba de los faldones de la levita para que tomase un tono más contemporizador, el maldito no se podía contener: «Vaya con la que saca ahora... Pero, hombre de Dios, ¿a usted qué le importa que el alma venga de acá o venga de allá? ¿Qué se mete usted en el bolsillo con esto? ¿Cree que le van a dar algo por el descubrimiento? Anteayer me dio usted la gran jaqueca con aquello de la cosa en sí... Pues pongamos que sea la cosa en no. Yo digo que esto es música pura; la cosa en si bemol. ¡Ah, qué tontita es la criatura y qué refistolera! Porque esto de meter las narices en la eternidad, es una cosa que a Dios le debe cargar mucho. A nadie le gusta que le estén atisbando de cerca y viendo lo que hace o deja de hacer. Por esto Dios, a todos los sobones y entrometidos que le siguen los pasos y le cuentan las arrugas, les castiga volviéndolos tontos. Conque, saque usted la consecuencia. Parece mentira que un hombre que podría ser el más feliz del mundo, casado con esta perla de Oriente y sobrino de esta tía, que es otra perla, se devane   —68→   los sesos por cosas que no le importan. ¡Si nadie se lo ha de agradecer!... En fin, que si estas señoras me autorizan, yo le curo a usted con el extracto de fresno administrado en vírgulas, uso externo, por la mañana y por la tarde».

Maxi le miraba con desdén, y el otro, viendo que sus cuchufletas no hacían el efecto de costumbre, púsose más serio y tomó por otros rumbos. Al salir, acompañado hasta la puerta por las dos señoras, les dijo: «Le voy a dar la hatchisschina, o extracto de cáñamo indiano, que es maravilloso para combatir el abatimiento del ánimo, causante de las ideas lúgubres y de la manía religiosa. Efecto inmediato. Verán ustedes... Si se le da a un anacoreta, en seguida se pone a bailar».

Como la nueva fase del trastorno de Maxi era pacífica, tía y esposa estaban en expectativa. Por las noches no se movía de la cama, y si bien es verdad que hablaba solo, hacíalo en voz baja, en el tono de los chicos que se aprenden la lección. A pesar de esto, Fortunata se ponía tan nerviosa que no podía pegar los ojos en toda la noche, durmiendo algunos ratos de día. El enfermo no iba ya a la botica, ni mostraba deseos de ir a parte alguna, pareciendo caer en profunda apatía y reconcentrar toda su existencia en el hervidero callado y recóndito de sus propias ideas. Fuera de los paseos que daba en el comedor o en la   —69→   alcoba, no hacía ejercicio alguno, y después de la inapetencia de los primeros días, le entró un apetito voraz, que las dos mujeres tuvieron por buen síntoma. A la semana, manifestó deseos de salir; pero una y otra trataron de disuadirle. Estaba tranquilo, y como hablara de algo distinto de aquellas manías de la emanación del alma y de la doctrina que iba a predicar, se expresaba con seso y hasta con donaire. Poco a poco iban siendo menos los ratos de extravío, y se pasaba largas horas completamente despejado y tratando de cualquier asunto con discreta naturalidad. Fortunata hacía que le ayudase a estirar la ropa o a devanar madejas, y él se prestaba a todo con sumisión; doña Lupe solía encargarle que le arreglase alguna cuenta, y con esto se entretenía, y nadie le tuviera por dañado en la parte más fina de la máquina humana. A principios de Setiembre, habiendo llegado a estar tres días sin mentar para nada aquel galimatías del alma, las dos señoras estaban muy alegres confiando en que pasaría pronto el ramalazo. Volvieron los paseos de noche, y por fin le permitieron salir solo, y reanudó sus trabajos en la botica, cuidadosamente vigilado por Ballester.

Fortunata tenía además otros motivos de hondísima pena. Aquel no le había escrito ni una sola carta, faltando a su solemne promesa. ¡Ingrato! ¿Qué le costaba poner dos letras diciendo, por ejemplo: Estoy bueno y te quiero siempre? Pero nada, ni siquiera esto... Revelaba estas tristezas a su única confidente, Aurora, en aquellos ratos de charla sabrosa que las señoras mayores les permitían. La inauguración de la tienda de Samaniego, que se verificó hacia el 15 de Setiembre, tuvo a la viuda de Fenelón muy atareada en aquellos días. Pocas veces se vio en un comercio de Madrid tanto movimiento ni más claras señales de que había caído bien en la gracia y atención del público. Las novedades de exquisito gusto, traídas de París por Pepe Samaniego, atraían mucha gente, y las señoras se enracimaban y caían como las moscas en la miel. Los dependientes no tenían manos para enseñar, y Aurora estaba rendida de trabajo, porque los encargos de trousseaux y ajuares se sucedían sin interrupción. Doña Casta no estaba tranquila el día en que no iba a meter las narices en la tienda y taller, para traerle luego el cuento a doña Lupe de los encargos que había, y de lo que se estaba haciendo para la Casa Real y otras que sin ser reales tienen mucho dinero. Fortunata iba poco, por propia inspiración y también por consejo de Aurora, pues no convenía que la viesen allí las de Santa Cruz, que frecuentaban mucho el taller y tienda.

Los domingos pasaban juntas las dos amigas toda la tarde en la casa de una o de otra, y   —71→   allí era el comer dulces y el contarse cositas, sentadas al balcón, viendo las idas y venidas del crítico desde la calle de los Tres Peces a la de la Magdalena. Él no tendría criterio, pero lo que es piernas...

Un domingo de los últimos de Setiembre, la Fenelón llevó a la otra una noticia importante: «Mañana vienen. Hoy ha estado Candelaria limpiando toda la casa».

Lo que Fortunata sintió era una combinación de pena y alegría que no la dejaba hablar. Porque deseando que volviese, al mismo tiempo tenía presentimientos de una nueva desgracia. ¡Cuidado que no haberle escrito ni una sola letra, pero ni una...! Aurora convenía en que era una gran bribonada. Después que pusieron a esto los comentarios propios del caso, la de Fenelón dijo a su compinche algo más que fue oído con extraordinaria curiosidad y atención: «¿Creerás que se me ha metido una cosa en la cabeza?... Ello no será; pero bien podría ser. Ayer estuvo doña Guillermina en la tienda. Pepe le había ofrecido una cantidad para su obra, si salía bien la inauguración, y nada... que se plantó allí a cobrar... Pues hablando de la familia, dijo que el primo Moreno viene también mañana con ellos. Se fue con ellos y con ellos vuelve. Yo sé que han pasado el verano en Biarritz, y después han ido todos a París... ¿Qué te parece a ti? El primo   —72→   Manolo no viene a España más que, por ejemplo, en invierno; nunca ha venido en Setiembre. Y eso de pegarse a la familia de Santa Cruz, ¡él, que gusta de andar siempre solo! Ello no será; ¡pero hay tantas cosas que parece que no pueden ser y luego son! Antes de que partieran, me pareció a mí, por ciertas cosas que vi y oí, que al buen hombre le gustaba demasiado Jacinta. ¡Si habrá algo...! ¿A ti qué te parece?».

Fortunata estaba absorta y como lela. Le parecía increíble lo que su amiga contaba.

«¡Porque es muy rara esa persecución! ¡Siempre con ellos... un hombre que no hace su nido en ninguna parte...! Yo no sé, no sé. ¿Habrá algo?... ¿Qué te parece a ti?».

-Pues... -dijo la de Rubín pensándolo mucho-, a mí me parece que no.

-Pues como haya algo, no se me ha de escapar, porque estoy allí, como quien dice, en mi garita de vigilancia. Desde la ventana de mi entresuelo, veo los miradores de la casa de Santa Cruz y los de Moreno. Como haya telégrafos, cuenta que les atrapo el juego... A ti qué te parece... ¿Habrá...?

-Me parece que no -volvió a decir Fortunata, pensándolo cada vez más.