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Francisco Ayala

(Presentación de sus Obras Completas Biblioteca Nacional, 19 de octubre, 1993)1

Fernando Lázaro Carreter


Real Academia Española



Me siento muy honrado por intervenir en esta presentación del libro que, según el título, reúne la Narrativa completa de nuestro admirado Francisco Ayala. Y agradezco a Alianza Editorial que me invitara a pronunciar el introito de esta liturgia bibliográfica, cuyos oficiantes principales son el autor y su penetrante escrutadora Rosa Navarro. Yo estoy aquí casi sólo para poner los atriles, y no por falta de ganas de meterme de lleno en el asunto, sino por exceso de asuntos en los que me veo obligado a picar tan sólo, y a quedarme con las ganas.

Pero no con la de decir, como, de seguro, hacen mentalmente ustedes, que, al título de Narrativa Completa debería adjuntarse el complemento adverbial «por ahora». Que ni siquiera es por ahora. No teniendo a mano el volumen, pregunté hace unos días a don Francisco si su cierre le había dado tiempo a incluir un cuento que acababa de leer en una publicación de mucha altura: nada menos que en la revista de la Compañía aérea «Iberia». No le había sido ya posible. Por tanto, no son todas sus obras las reunidas, para felicidad de sus lectores y de sus amigos; para felicidad de la literatura española. Incidentalmente, el cuento versa sobre un perro que acompañó en la niñez a quien ahora lo evoca. Un cuento melancólico, de tono muy distinto a otros suyos también de perros, en que estos han servido para satirizar a sus dueños. En éste, verdaderamente bello, el amo, más amigo que amo, trasluce profundo cariño al recordarlo. Su lectura me conmovió el miércoles pasado; mi perro estaba muriéndose ese día; hubo que sacrificarlo el sábado. Era también un perro grande, noble y blanco, aunque sin manchas de color canela.

Con esa salvedad, pues, de que no está, porque no puede materialmente estar, algún que otro relato que ha seguido fluyendo de la fértil inventiva de Ayala, y aún menos -es de Perogrullo decirlo- otros muchos que seguirán fluyendo, sus lectores coincidiremos en celebrar la aparición de este volumen, tan hermoso, tan digno de Alianza Editorial, que nos permite tener al alcance de una sola mano, junto con las de más fácil acceso, obras a las que resultaba dificultoso llegar: las de su más temprana juventud, dado que, apenas salido de la adolescencia, publicó las primeras narraciones, Tragicomedia de un hombre sin espíritu e Historia de un amanecer a los 19 y 20 años, respectivamente.

Se ha repetido mucho -yo mismo la he citado en alguna ocasión-, la confesión que hace Ayala sobre su actividad intelectual preferida: el cultivo de la prosa narrativa, género al que pertenecen varias obras suyas dotadas, dice, «de alguna perennidad». Quizá, y aun sin quizá, se deba a ese fervor con que vive su vida de creador, el afán de ver juntas, puestos a salvo para siempre bajo su propia vigilancia, los relatos que ha compuesto. No resulta, ciertamente, excepcional ese afán: son muchos los escritores que, muy tempranamente, han querido acariciar con sus manos el cuerpo supuestamente total de sus obras. Sin ir muy lejos, ahí está Alberti, que las publicó en Losada hace 32 años. Pero es que Ayala dio a luz otras «obras completas» hace 24, y ya me dirán ustedes si uno y otro demostraban alguna capacidad de cálculo para saber cuándo un quehacer literario está entero. Por fortuna, entonces como ahora, las obras de ambos distaban mucho de estarlo.

El libro a cuyo nacimiento asistimos es un elegante volumen, muy abarcable, a pesar de sus casi 1.300 páginas, y lo protege una bella sobrecubierta con una imagen que los lectores del eminente granadino, hacemos consustancial con él: la de uno de los ángeles de Bernini que flanquean el Ponte de Sant'Angelo, en Roma. Aquella criatura celeste, ambigua y mórbida, que soporta con languidez nada menos que un inri. De ella estuvo -y está- enamorado un narrador de El jardín de las delicias, el cual tuvo la suerte de encontrarla un día, hecha decididamente una mujer que lo amó, y a la que, como alegoría del ciclo sin fin del amor, dejó de querer, para enseguida esperar el retorno de otra nueva encarnación del ángel. Es ese Eros tan sensual, tan carnal, y, a la vez tan irónico que pulula originalmente por no pocas páginas de Ayala.

Estos tomos recopiladores de la obra hecha hasta el momento en que aparecen, permiten recorrer la biografía artística del escritor sin esfuerzos ociosos. La biografía artística, es decir, el curso de su arte, que es la que importa. En el volumen de Alianza, se transita, sin más trabajo que el de pasar unas páginas, por más de sesenta años que, en cambio, sí que han sido de esfuerzo, de perplejidades, de resoluciones, de situaciones personales difíciles para el autor (su vida casi, un trozo grande, por lo menos, de lo más importante de ella, está en ese poliedro de papel); años en que sus obras han ido recibiendo la huella del tiempo y de los azares de su vida, desde que, instalado como estudiante en Madrid a los 19 años, empieza a sentirse escritor y a respirar el aire del tiempo, que demandaba un arte extremadamente puro, el cual debía descartar cualquier asomo de autobiografía sentimental o ideológica directa o traspuesta; un arte no muy denso sino más bien juguetón o, por lo menos, sin pretensiones trascendentes. Es la atmósfera de Madrid y de Berlín, extrañamente homogénea, como la de París, Barcelona o Roma, para quienes, además de artistas, eran jóvenes. La que aquí o en Berlín respira Ayala. Época feliz y despreocupada de lo que iba a sobrevenir, durante la cual nuestro novelista ha ido escribiendo los relatos de El boxeador y un ángel o de Cazador en el alba.

Pero la guerra vino, y el proyecto vital tan claro de aquel Catedrático de Derecho Político y ya escritor de talento reconocido, se vio sometido a correcciones importantes. Por lo pronto, tuvo que aplazarse; el mundo de aquí y el de la América que lo acogió en su exilio eran otros, enormemente dramáticos o excitantemente tragicómicos. Y no valía desentenderse de él, porque el mundo no se desentendía -no se desentiende nunca- de quienes lo habitan. Pero la estética que profesaba no servía ya para responder a sus provocaciones, y Ayala tiene que recomponerla durante años de meditación bonaerense. Él lo ha explicado mejor que nadie, y en la mente de todos está su explicación. Basta ahora con pasar de la página 338 de esta Narrativa completa a la 339, un movimiento sencillo del dedo, para saltar sobre casi dos decenios de experiencias graves (el nazismo, que vio de cerca; la guerra civil vista más de cerca aún), y vicisitudes individuales importantes, y sacudidoras en el arte, en el pensamiento, en la política, en la jerarquía de los valores. El Ayala que sale de tales experiencias, con Los usurpadores y La cabeza del cordero, nacidas en 1949, es el Ayala definitivamente nuestro, el que admiramos, el que muchos queremos porque nos reconocemos en él.

Y, a partir de esos títulos, el volumen va enhebrando obras sucesivas, obviando los saltos cronológicos del quehacer ayalino, y, por tanto, librando a sus nuevos o futuros lectores de las esperas a que nos sometió el autor a quienes le seguíamos, porque cambiaba de lugar y carecía de tiempo, muchas veces, para recluirse dentro de sí. Y de ese modo, ya están juntas para siempre en un confortable hogar, Historia de macacos, de 1955, con su erotismo, con su denuncia de la falsa respetabilidad, y con su final asado de mono; Muertes de perro, de 1958, donde, como el propio Ayala ha declarado, una imaginaria sociedad subdesarrollada le ofrece el medio «para revelar ciertos rasgos ingratos de la condición humana». El fondo del vaso, cuatro años más tardío, en que esa sociedad ya adelantada no cuenta con progresos parecidos en la condición de sus miembros.

Y, en fin, todo lo escrito por él hasta 1992, en que se fecha el último relato corto recopilado, titulado El turista dormido, breve aventura onírica en que el narrador acaba preguntando si no será mejor estar dormido, pregunta que jamás se formuló Francisco Ayala, pues tuvo siempre bien claro que le era imperiosa la necesidad de estar despierto, bien despierto, para observar y declarar su pensamiento, nunca militante, y, por consiguiente libre, acerca de la literatura, como crítico; de la sociedad y de la política, como sociólogo; del hombre, como observador de la humanidad; y, lo que ahora nos importa, como artista, consagrándose a unas obras narrativas, donde la transparencia de su estilo, consustancial con la transparencia de su mente, le ha permitido, le permite y le permitirá dar testimonio de sí, con gravedad o lo que es en él tan frecuente, con ironía y hasta sarcasmo; dar fe de su espíritu liberal, que si bien está comprometido con lo mejor de los humanos, se manifiesta impiadoso con lo mucho que tenemos de deleznable.

Francisco Ayala, creo interpretar el sentir de todos los presentes manifestándote nuestra admiración y nuestra gratitud.





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