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Monumento al dictador desconocido

Carlos Franz





Así como muchas ciudades se placen de tener su estatua al soldado desconocido, otras tienen su monumento al dictador desconocido. La gracia de un bulto así es que esté allí para que todo el mundo lo vea, pero que nadie lo mire. Madrid tiene uno de este tipo. El monumento a Franco. Les pregunto a algunos amigos y recibo respuestas contradictorias. No existe tal estatua, me responden unos. Parece que hubo una, me dicen otros, medio agraviados por esa memoria. «Pero es que no caes en la cuenta de que han pasado casi 30 años desde la muerte de Franco», se impacienta un tercero. «Vamos», protesto yo -como buen chileno, tengo el acento débil y ya se me pega el castizo-, «que el hombre os tuvo en un puño por 40 años, que vivís en una España, en alguna medida, heredada de él». Para qué les cuento la gritadera que se arma. Una de esas discusiones a voz en cuello que, en otros sitios, terminan en los puños, pero que acá son parte de la civilización mediterránea, exceso de sol en la cabeza.

Finalmente, orientándome solo, llego hasta el complejo de estilo fascista de los Nuevos Ministerios. Allí encuentro una estatua ecuestre con el jinete esmirriado y verdoso, cuyo perfil y barriguita me suenan. Recuerdo los libros de religión de mi padre, que hallé de niño, trajinando un desván. En el catecismo que los curas proveían para cuarta preparatoria, la foto del «Generalísimo, Caudillo de España, Martillo del comunismo». Comparándolo mentalmente con esa imagen de los 40, compruebo que es él, aunque en el pedestal no haya placa que lo identifique. Sólo un foso profundo y vacío lo rodea, donde diviso unas pintadas que doy por protestas políticas, hasta que descifro que son esos grafitti que adolescentes satánicos borronean en su globalizada jerga de ciencia-ficción. Acerca de quién fue el que sigue allí montado, sin ir a ninguna parte, cabalgando en la jaca de la mala memoria española, ni una palabra.

Estrategias hispanas para la supervivencia y el olvido, pienso. ¿Para qué derribar el monumento si podemos quitarle la placa? Pero si vamos a llamarlo hipocresía, quien la hereda no la hurta. Nuestra sola peculiaridad chilena es que el monumento a Pinochet anda por la calle (el otro día un amigo lo vio en una librería de Santiago). Y las letras de su placa se le van cayendo a pedazos, mientras camina. Hace poco fueron sus dineros secretos.

¿Cuánto robó Franco?, pregunto. Otra vez, la gente no lo tiene claro. Parece que no mucho: el castillo del Pazo de Meirás, en Galicia, pagado por los funcionarios públicos de la época. Y que el Estado le «donó». El yate Azor, de 32 tripulantes, donde pescaba «cetáceos», también estatal. Pero es que el Estado era él. Y esa es la gracia, ¿para qué vas a robar si todo es tuyo? Como Franco no pensaba irse, no necesitaba robar. Dicen que Fidel no ha robado: para qué, si la isla es de él y tampoco piensa marcharse.

Pinochet igual, hasta que se hizo elegir, perdió, y tuvo que meter la mano en la bolsa.

En este sentido, Pinochet fue un dictador mediocre. Hasta robar lo hizo sin gracia. Franco emparentó a su familia con la nobleza, recibió donaciones delante de todo el mundo, para que nadie las objetara después. Y no se le pasó por la cabeza proponer referendos que pudiera perder. Cuando fusiló a condenados en consejos de guerra celebrados en 1975, o sea, 36 años después de terminado el conflicto (Pinochet nunca se atrevió a tanto), tuvo la precaución de irse enseguida al más allá, donde ningún juez pudiera atraparlo. Pinochet, menos vivo que el muerto, se fue a Londres.

Ahora se dice que el último galón que diferenciaba a Pinochet, su supuesta honradez, se le ha caído. Mal análisis. El último distintivo que le resta a Pinochet es la leyenda esparcida de su astucia. Su pretendida cazurrería de huaso pillo, aplicada a la política. Sus esforzados biógrafos, y hasta sus rivales, se pasman frente a este atributo finalmente popular: nuestro caudillo habría encamado la versión nacional del pícaro Pedro Urdemales. Pamplinas. Mirando el anónimo monumento a Franco, confirmo la triste verdad. Comparado con este, el nuestro fue un dictador de segunda o tercera clase. Cruel, pero mediocre, hasta para robar. Y por eso no tendrá, ni siquiera, su monumento al dictador desconocido.





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