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Fray Gaspar de Villarroel

Estudio y selecciones

Gonzalo Zaldumbide



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ArribaAbajo Introducción al conocimiento de fray Gaspar de Villarroel

A comienzos del siglo XVII, la historia deja literatura ecuatoriana se honra con un gran nombre, el de uno de los escritores más importantes, más singulares y más amenos de cuantos produjo la América colonial. Tal es fray Gaspar de Villarroel, nacido en Quito a fines del XVI.

«Nací en Quito, dice él mismo, en una casa pobre, sin tener mi madre un pañal en qué envolverme, porque se había ido a España mi padre. Dicen que era yo entonces muy bonito, y a título de eso me criaron con poco castigo. Entreme fraile y nunca entró en mi la frailía; porteme vano, y aunque estudié mucho, supe menos de lo que de mí juzgaban otros. Tuve oficios en que me puso, no la santidad sino la solicitud; salió la administración del porte de la raíz. Llevome a España la ambición; compuse unos librillos, juzgando que cada uno habría de ser un escalón para subir. Hiciéronme obispo de Santiago de Chile; y fui tan vano que para no aceptar el Obispado, no bastó conmigo el ejemplo de cuatro frailes agustinos, que electos en aquella ocasión, no quisieron aceptar. Goberné el obispado de Santiago de Chile, y por mis pecados envió Dios un terremoto. Ponderaron lo que   —22→   trabajé en aquellas aflicciones comunes, y el Consejo (de Indias) que es tan contentadizo, me dio en premio este Obispado (el de Arequipa) que es uno de los mejores de este Reino...».



Y continúa en este tono dándole noticias suyas al padre Bernardo de Torres, segundo Cronista de la Orden de Ermitaños de San Agustín, que le había pedido datos biográficos para completar la Crónica Moralizada que dejó inconclusa el profuso y heteróclito fray Antonio de la Calancha.

Fray Gaspar le respondió: «Su carta de vuestra Paternidad fue para mí de mucho gusto por lo que de corazón le amo; que donde ha echado raíces el amor, no deja de fructificar aunque falten los riegos del escribir. Pídeme vuestra Paternidad noticias de mi persona para honrarme con lo que escribiere. Ahora veinte años enviara yo a vuestra Paternidad un cohecho para que me pintara en su historia con muy delgadas líneas, aunque faltase a la verdad del escribir, pero en tan crecida edad, bastantemente persuadido a que no puedo vivir mucho, le diré a vuestra Paternidad lo que sé de mí».

Muy poco le dice, casi nada. Tan «desengañado de las vanidades del mundo» se hallaba por entonces, que, como lo cuenta él mismo en su respuesta al analista vallisoletano, la carta de éste le llegó precisamente un día en que estaba haciendo borrar sus armas, esculpidas sin su permiso en lo más alto de una de las bóvedas de la Catedral, edificada por él en Arequipa. De entre las muchas prebendas y oficios que honraron sus días, así como de sus pruebas en saber y gobierno, apenas si hace mención de lo más saliente, como de vagas etapas de su carrera. Y con sonrisa desencantada, aunque siempre cordial e ingenua, despoja a las cosas que rememora de la importancia que les diera su juvenil ambición, ambición que no fue en él, seguramente, sino ardor de sus mocedades por conocer y abarcar.

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Y termina su respuesta excusándose: «Si yo, mi padre Maestro, hubiera merecido de Dios en tan prolongada edad que me diera mucha virtud, dejara buena memoria de mí; pero no habiendo de ser buena, no haya memoria de mí. Vuestra Paternidad, pues me quiere bien, tenga memoria de mí en el coro y en el altar, y créame que no es desestimación de la merced que me quiere hacer, esta dimidiada confesión que no va cabal, no porque no se escandalice, sino porque no me hallo digno de que ingiera mi nombre entre tantos santos como habrá en esos libros»1.

Lástima grande es que, fraile tan amable, no haya escrito él mismo su propia biografía y comentario, como nos ha contado, con tan simpática cordura y sonrisa tan advertida, algunos pasos de su vida y experiencia, pocos por desgracia y en lugares dispersos. Habría sido obra deleitosa. Porque es, ante todo, un conteur de gran raza. Nunca perdió, a pesar de su ascensión continua en dignidades y en sabiduría, esa especie de encantadora simplicidad y maliciosa ironía de su inocencia, que tan sápida frescura conserva en sus relatos.

Y, hombre feliz como fue, y de mucho mundo, y de muy varias letras, no sólo hubiera tenido interesantes cosas que contarnos, sino que nos las habría narrado embebidas todas en su añeja gracia nativa.

Su biografía, (entiendo el trasunto de su vida íntima y no sólo la externa cronología) importaríanos ahora sobremanera para interpretación más comprensiva de su obra.

Felizmente es ésta, de las más personales, y no únicamente en el sentido de la originalidad, incomunicable, o de su arte, no aprendido, de la expresión, sino también el de su espontaneidad humana, de su sinceridad de primer brote, que van dejando inconscientemente,   —24→   reflejos y toques del alma en la palabra escrita.

Innumerables son; y son las más vivientes, las páginas que nos dan su acento familiar, el de su conversación: todavía se le oye, pues escribe cual si conversara con el lector. Y a tal punto, que, cuando está en vena de anécdotas, uno quisiera llevarle cariñosamente a confidencias íntimas; no ya para elucidar aparentes complicaciones de espíritu o secretas penumbras sentimentales, que no aparecen de su obra ni las tuvo acaso en su vida, sino simplemente para regalo y acrecentamiento de la simpatía.



Era, pues, a la sazón, obispo de Arequipa. Antes de llegar a tan elevada dignidad, había corrido no poco mundo y deshojado no pocos goces compatibles con su estado y con su natural virtud, llegando tempranamente al desprendimiento de vanidades.

De no haber salido de su ciudad natal, habría muerto oscuro, sin revelarse quizás a sí mismo ni ejercitar ciertos dones suyos, los mejores, que sus altos puestos y deberes hubieron de poner en juego, contrariando la modestia, y, a veces, la índole abnegada y meditativa del estudioso fraile.

Nació en Quito, tal vez en 1592, o hacia 1587, según lo afirman la mayor parte de sus biógrafos. Allí cursó las primeras letras, y en el Colegio Seminario las primeras humanidades.

Pero sus padres, el Licenciado guatemalteco y su madre doña Ana Ordóñez de Cárdenas, le llevaron a Lima de temprana edad. Después «llevole a España la ambición».

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Si de niño era muy bonito, como se lo contaron y nos lo cuenta añadiendo que, «a título de tal le criaron con poco castigo», así vivió hasta viejo, sin más castigo que los que él se daba en sus excesos de caridad y celo apostólico. «Adolescente de figura seductora», como dicen de él en otra parte, continuó sus estudios en Lima, con tesón y singular lucimiento. Pero, a pesar de ser desde entonces «la admiración de muchos y el agrado de todos», se metió fraile.

«Entreme fraile y nunca entró en mí la frailía», confiesa ingenuamente, quizá con humildad de santo, quizá con sonrisa de hombre condescendiente.

Obedeció, es evidente, a inclinación natural. De sus virtudes monásticas, de su franciscano desprendimiento y ardiente generosidad, dio a lo largo de su vida pruebas. Pero fueron, sin duda, buena parte a persuadirle los consejos de su padre, quien, a pesar de ser jurisconsulto notable -«era -dice su hijo- de los mayores letrados que se vieron en las Indias»- vivió en pobreza y estrechez.

Si los conventos eran el refugio del saber, la carrera eclesiástica era, en la Colonia, la única abierta a la ambición de puestos y dignidades; para los criollos, la única en que la igualdad de grandes y pequeños, de españoles y americanos, existía por lo menos en principio, mientras en el orden de las actividades políticas y civiles los nativos languidecían sumidos en torpor de vida inútil, sistemáticamente excluidos de todos los cargos de viso, y supeditados, aún en los empleíllos accesibles a su corto y siempre incierto alcance, por los arrogantes peninsulares. En cambio frailes y clérigos de misa y olla, a menudo ejercían ministerios en que, de ser bien dotados personalmente, podían acrecentar en provecho propio el ascendiente de su situación; e iban a lueñes tierras, llevados por la circulación disciplinaria de sus conventos; vivían, por lo menos, vidas coordinadas y regulares en medio de una sociedad hija del azar, que todo lo iba improvisando, desde su asiento y conformación, hasta sus   —26→   jerarquías advenedizas. Superpuestas todas al americano, por la fuerza misma de las cosas, quedaba éste, mestizo o no, condenado a anulación perpetua. Excepción y buen ejemplo de vida ascendente por obra propia, pero al amparo del claustro, fue la carrera de fray Gaspar.

Tomó en Lima el hábito de San Agustín, y profesó allí mismo, en 1608. De par con la Teología cultivó las letras; muy joven todavía, aún antes de ordenarse in sacris, brilló en la cátedra de Artes y Teología de su convento, y luego en la de Prima en la Universidad; y no tardó en adquirir desde el púlpito esa fama de elocuencia, que le llevó a sus más altos triunfos.

Curioso de su palabra en temprana boga, fray Pedro de la Madriz (y no «de la Madrid», como escriben Herrera, Medina y otros), que se hallaba en el Perú de Visitador y Reformador General de la Provincia, quiso oírle; y tanto le sedujo, que le nombró secretario suyo y le llevó en la visita que hizo de la Provincia.

«Supliendo la falta de canas por haberse en él adelantado la senectud en el obrar a la del vivir», nombráronle Definidor, en el Capítulo Provincial de 1622; y al año siguiente le hicieron Prior del convento del Cuzco, y luego Vicario del de Lima y de su distrito. Pruebas de esta «senectud» eran sus escritos. Según el testimonio del mismo padre de la Madriz, Villarroel tenía compuestos ya, no sólo sus Comentarios y Discursos sobre la Cuaresma, sino también un libro sobre los Cantares. Lo declara la licencia de imprimir, «dada en este nuestro convento de Lima en 31 de marzo de mil y seiscientos y veinte y dos años».

Sus primeras obras fueron, pues, escritas antes de los 30 o 35 de edad.

No las publicó todas. Y varias se le perdieron, así de las obras de su juventud como de la edad madura. Ninguna es más de lamentar que la pérdida del libro   —27→   aquel sobre los Cantares. Si más tarde, después de «espumado el ingenio», eligió para comentarlo, «por lo dulce, por lo entretenido, por lo sospechoso» el Libro de los Jueces, y si lo hizo, según el padre Torres, «con mucha elegancia y agudos picantes», ¡cuál no sería, en el ardor de su mocedad, el deleite con que sin duda demoró en rebuscar sentidos al amoroso poema!

Menos de sentir es la ignorancia en que hemos quedado de unas Cuestiones quodlibéticas, escolásticas y positivas, «que dispuso en esta Universidad Real de la dicha ciudad de los Reyes, cuando hubo de recibir en ella el grado de Teología». Tal vez no fue más que un árido ejercicio, de esos con que se excitaba bizantinamente la manía ergotista de la época.

Sus ardientes estudios y prédicas, sus lecturas iluminadas fuéronle continua incitación a escribir. «Otros dicen que han escrito importunados. Yo de aquesa rama no me podré valer; -declara en la dedicatoria de su Gobierno Eclesiástico al rey- porque el escribir ha sido en mí una tentación continua desde mi tierna edad». Pero fue sin duda en el Cuzco donde pudo escuchar mejor las instancias de su vocación de escritor. Dio allí por lo menos una amplia segunda mano a sus ensayos de juventud. El alto sosiego andino de ese convento le brinda ahí con la calma que quizá le hizo falta en Lima.

Echando tal vez de menos la ligera embriaguez de los primeros triunfos, que le envolvió en la mundana Lima, se dio a soñar con otra mayor: ir a España, presentarse en la Corte con algunos libros, en abono y muestra de su saber. «Compuse -dice en su carta al padre Torres- unos librillos juzgando que cada uno de ellos había de ser un escalón para subir». Y con los manuscritos en la maleta emprendió el viaje a España, por la vía de Buenos Aires.

Detúvose en Lisboa hasta publicar el primer tomo, que salió a luz en 1631, de sus Comentarios, dificultades y discursos literales y místicos sobre los Evangelios   —28→   de la Cuaresma. Y, precedido por este heraldo, llegó a Madrid, en donde, un año más tarde, publicó el tomo segundo.

Tan halagüeña le fue la primera acogida a sus dos primeros volúmenes, que se apresuró a dar el tercero. «Prometí -le dice "al lector" en la advertencia que sirve de prólogo a este último (Sevilla, 1634)- sacar a luz, con mucha brevedad, los dos tomos de mis Comentarios, cuando saqué el primero, y ya para este último no me solicitó tanto la obligación a la palabra, como la en que me puso ver que en Madrid les han hecho a esos libros tanto honor, que desaparecida, casi en un momento, una impresión entera, se comienza a disponer ya otra». El novicio que más tarde declarará haberse «portado vano», dice ahora, cual si su modestia luchara con el mareo del éxito: «Buena cabeza ha menester si en la Corte se declara por el que escribe el favor». Y acude al ejemplo de Séneca, para repetir con él: «No me persuadirá que soy docto ver que se desean mis libros mucho, que fuera tanta simplicidad como pensarme hermoso a título de que pedían algunos mi retrato».

Y anuncia asimismo, impaciente, que suspendiendo su tratado, «en que no tiene trabajo poco», sobre las Domínicas y Fiestas de los Santos -(lo publicó mucho más tarde en 1661)- y «doblando las tareas, y hurtando algunos ratos al púlpito y a otras, ocupaciones», resolvió sacar a luz primeramente sus comentarios latinos al Libro de los Jueces, tan «apetecido por los predicadores para muchos sermones vespertinos». Empezó a trabajar en ellos desde que entró a España. Son, pues, obra de madurez, y así dice: «que es grande recomendación de la doctrina haber hervido el ingenio al calor de la juventud, y estar espumado ya. No parezca grosería -advierte-, que es de Séneca la comparación». Escribiolo en latín por no perder el hábito de la lengua sabia, después de tres o más volúmenes escritos en vulgar.

Si temió que «con el poco uso (del latín) apenas se le pudiese acordar», era más de temer que tanto   —29→   comentarista farragoso como leía, extraviándole en el verbalismo medieval la noción del arte de razonar y componer, le frustrara el beneficio de los libros clásicos.

Mas su fino instinto literario se impregnó mejor de la virtud de los grandes maestros, y guardó siempre algo del gusto y método de conducir el entendimiento por camino estricto, si bien con paso elegante y fácil.

No puede decirse que Villarroel ignorase o no practicase del todo este arte. Si de algo peca la estructura de sus obras es más bien de prolijidad y mecánica monotonía. Sin embargo, la uniformidad es más aparente que interna. Basta ver, por ejemplo, el «índice de casas notables», puesto a algunas de ellas, para darse cuenta de la multitud y diversidad de objetos que ha ido tocando de paso. Son un verdadero repertorio de sugestiones, eficacísimo para guiar o inspirar a predicadores o ilustrar a lectores profanos. Como tal consultábanlo, sin duda alguna; y para ofrecerles facilidades de dar con el contenido, llevó Villarroel el recuento clasificador al extremo de venirle muy poco holgados los tres índices diferentes en que lo repartió.

Fue extraordinaria su fecundidad. Nada más que de exégesis bíblica, son cinco los tomos publicados, sin contar lo que de ello tendrían los manuscritos perdidos. Además de los ya citados con el testimonio de la Madriz, hubo otros cuatro, muy posteriores, de que habla el mismo Villarroel: «yo estoy muy persuadido -dice- que fueran de provecho». (En total, fueron doce los volúmenes que publicó, de gran tamaño.)

Lo que estos libros suyos suponen de conocimiento de la Patrística es sorprendente. Mas no le agobia el cúmulo de autoridades. Parece que quisiera rehacer por su cuenta el descubrimiento de la materia más agotada, reanimar con su propio fervor, renovar con su sinceridad la más gastada interpretación. Y a fe que lo consigue. La vivacidad de su impresión remoza   —30→   los viejos textos. Los evangelios viven para su imaginación. Y de la maravilla que le causara en su iniciación la sabiduría de los Santos Padres, buena porción le queda de amor y asombro para convertir su veneración en inteligencia viva y voluntaria fe, que no en pasiva repetición.

Acumula, en verdad, demasiadas citas. Tan preciosas le parecen, que no se resigna a perderlas. Páginas hay, sobre todo en el tercer tomo de los Comentarios -sin duda por cansancio y mecanización de su trabajo muy largo y muy seguido- en las que no se avanza sino a trompicones. Apenas en los pasajes que llaman a fervor o mueven a afectos patéticos, se desembaraza de la ajena sabiduría para hacer cantar su reconocimiento, para dar vado a su caridad. Mas la abundancia de citas parece en él (como en Montaigne, cuya lectura quizá frecuentó como la de un amigo de su misma índole) un goce de pródigo, la satisfacción casi sensual de remover un tesoro. Si es lástima verle cortar a cada paso el discurso para realzarlo con autoridades, se le perdona; porque su afán no es el pedantesco de predicadores que pretenden demostrar la verdad de la Iglesia con el inventario de sus textos, como un comerciante muestra lo bien surtido de su depósito, sino el ingenuo de sentirse a la sombra de grandes nombres.

Y no sólo toma de los Santos Padres y comentaristas, sí que también de los antiguos clásicos, griegos y latinos. Y es de ver cómo, hombre (y no sólo en eso) del Renacimiento, pone a un andar a Plutarco con San Agustín, corrobora con Séneca las opiniones de San Jerónimo, sostiene a San Gregorio Magno con Marcial o Plinio, mezcla, en fin, con tranquila cordura, las letras profanas a las sagradas, ayudando a su Teología con sus copiosas humanidades.

Así, en la interpretación de los textos bíblicos, será la suya la más adaptable a la universalidad del entendimiento, la menos escolástica y abstracta, la más natural al hombre. El humanista mitiga al teólogo. La   —31→   esencial virtud de las letras clásicas humaniza su comentario canónico, convierte al sentido común la mente abstrusa del alegorista o la estrechez del escoliasta servilmente apegado a la letra.

Por donde su exégesis no es la de un escueto escriturario, la de un comentador maniatado por la superstición ortodoxa, sino una exposición viviente, animada por fervor interno; y su abundante sabiduría, cordial, humana, su sinceridad, en fin, hacen la lectura de los Comentarios posible siempre, cuando no agradable.

Sigue un plan sencillo: comienza por una «parafrástica explicación» del evangelio del día. Viene en seguida un «comentario a la letra» en que la explana más a sabor. Suscita luego, él mismo, «dificultades al comentario», para darse el lujo de resolverlas haciendo maniobrar su ciencia o su perspicacia. Y termina con «discursos literales y místicos» (a dos columnas; las demás partes van impresas a plana entera). Cada uno va precedido de la aserción que desarrollará; y en ellos el movimiento es más oratorio. Se adivinan, a ratos, las actitudes del púlpito; y aún donde el estilo es más «hablado», adviértese la costumbre de la homilía esmaltada de citas, sostenida por el gradual desenvolver del texto, simbolizada en parábolas.

Preciso es recordar la vacua y vertiginosa erudición escolástica o la sosería moralizante de predicadores que no tenían vuelo ni para los alardes y sutilezas gongóricas, o la pedantería equivoquista y la maraña de los Paravicinos a la moda, si queremos apreciar la virtud animadora y simpática de los Comentarios de fray Gaspar. Contribuye a ella grandemente la soltura ingenua del estilo, tan lejos del encrestado cultiparlar como del tanteo (no pocas veces timidez adorable, pero muchas, poquedad insípida) de los que entonces llamábanse ingenios legos.

Por halagüeño que fuese el éxito de sus libros, no todo lo debió a ellos ni les fío su fortuna: llevábala en su palabra. Y, sin duda, en aquel don de simpatía   —32→   y amenidad de que abundan pruebas. Refiriéndose a algunas de ellas dice nuestro Herrera: «La interesante fisonomía del orador, sus maneras nobles y cultas, su lenguaje y expresión agradables, llamaron la atención de los que le oían».

Y un poeta de corte nos lo describe, celebrándolo como orador en boga:


«Su viva acción, tan fiel y verdadera,
discípula es del alto pensamiento
en los límites breves de su esfera;
la mano (con airoso movimiento
que el arte dicta y la razón impera)
lengua es sin voz o alma sin acento;
que el más sutil concepto que suspende,
parece que lo dice o que lo entiende».



Cobró, pues, en Madrid fama de orador. Su elocuencia natural, grave con llaneza, persuasiva y fácil, alumbrada a menudo por ese inconfundible ardor del alma que hace la clara alegría de los santos, contrastaba con el crespo estilo triunfante. Parece que seducía a los oyentes. Así sedujo a don García de Haro, gentilhombre influyente en la Corte. Pidiole un día que predicase en el convento de Constantinopla; y como pública manifestación del agrado con que le oyera, hízole conducir en su propio coche hasta el convento de San Felipe, donde moraba. No paró luego hasta lograr que predicase ante la real familia y se le nombrase predicador de Su Majestad, «cosa (dice Villarroel en la dedicatoria de sus Historias Sagradas y Eclesiásticas Morales, al mismo conde del Castrillo, recordando con gratitud el favor de haber «honrado tanto sus cortas letras»), «que ese supremo Consejo de las Indias no hizo con otra persona».«Y no contento con eso - añade Villarroel- me sacó de la humildad de mi celda y de la pobreza de mi convento para un tan honroso Obispado» (el de Santiago).

Con su prestigio de predicador de la real capilla; le buscan a porfía para solemnidades y panegíricos.   —33→   Y tan seguro está de sí para permitirse bromas, o tan sincero es para no detenerse en miramientos, que habiéndole la corporación de actores y demás gentes de teatro encomendado su elogio en la fiesta de su patrona, Nuestra Señora de la Encarnación, díjoles verdades tan a destiempo, que «lo que me valió el sermón -cuenta Villarroel- fue quererme apedrear». Oigámosle la historia: «Prediqué yo en Madrid la gran fiesta que celebran los comediantes... Y hallándome embarazado entre aquella canalla y misterio de tan gran pureza (el de la Encarnación), en que vemos a María que prefiere su virginidad a la dignidad altísima de Madre de Dios, aunque me habían prevenido que alabase a los comediantes mucho y que así podrá crecer la limosna del sermón, y el año antes, se lo oí predicar al Doctor Juan Rodríguez de León, que, con su grande ingenio y agudeza rara, halló mil elogios de ellos en la Sagrada Escritura; yo, sin embargo, no pude acabar conmigo, ni pronunciar una palabra de aquesta gente perdida; y lo que me valió el sermón fue quererme apedrear. Y los curas de aquella parroquia interesados en su cofradía me dieron por baldado para su púlpito».

Si era tal el menosprecio en que tenía, a los comediantes, su opinión sobre las comedias era, sin embargo, de las más tolerantes, vale decir, para su época, de las atrevidas y libres. No admitía que a Lope de Vega, por ejemplo, con tan bello ingenio cómo tenía, y «habiendo dado a Dios (al mismo tiempo que al teatro) lo asentado y sesudo de su edad», pudiera «ponérsele en el infierno», por haber escrito tan lindas piezas. «Hizo sus comedias -agrega- a vista del arzobispo de Toledo, cuya oveja era, a ojos de los nuncios de Su Santidad; y no es de persuadir que personas tan santas ni el Consejo Supremo de Castilla dejaran ensordecer un clérigo en un pecado tan público».

Mucho gustó Villarroel del teatro. Expúsose, de novicio, a gran bochorno y desgracia, por acudir, saliéndose de su convento clandestinamente con un compañero,   —34→   a ver una comedia que le habían alabado mucho. «Y entré en tantas ansias de verla, que rompiendo por el recato, dispuse la entrada. Pagose una celosía, que, en tiempo que era yo tan pobre que me reía del rey Baltazar cuando hacia a mis amigos un banquete que costaba seis reales y ponía unas conclusiones por manteles, era gran negocio cinco patacones. Este fue el primer trabajo de aquel mi divertimiento...». No fue el único. Varios percances le sobrevinieron, y a punto que no fue el mayor haber quedado sin ver la dichosa comedia, pues «estando ya lleno el teatro, y en el tablado la loa, comenzó a temblar la tierra. Estaba en alto mi triste celosía, y el edificio era de tablas. Era tal el ruido, que parecía que se nos caía el cielo. Si nos quedábamos encerrados, peligraba la vida; si huíamos a vista de tanto pueblo, se perdía la honra; y viéndonos entre dos bajíos, pudiéramos decir con Plauto: inter saxum sacrumque sto; neque quid faciam scio. Pudo conmigo más el pundonor que el deseo de vivir; y pasé mi penalidad con aquel pavor que podrá entender el que sabe qué es temblor». Sigue, en sabrosos detalles, el relato de la aventura, «con que fuera tragicomedia, si la infelice comedia se acabara; pero dejase para otro día». «De esta larga relación -concluye- saquemos la moralidad y un buen retazo de probanza de mi sentencia; porque este recato, estos sudores, aquel dejarme morir por no dejarme ver en el temblor y todo lo referido, son indicaciones claras de que se afrentan los religiosos de que se sepa que ven comedias».

Con todo, tan vivo placer hallaba en ellas, que, para festejar su elevación al Obispado, quiso recrear a sus hermanos de hábito con tres comedias, y costeó de su peculio la representación, que debió darse en una parte del claustro no reservada exclusivamente a los reclusos. La función no llegó a celebrarse por faltar la licencia del Presidente del Consejo de Castilla; pero los frailes fueron a verla en otra parte.

Sostenía que frailes y clérigos regulares pueden asistir sin daño de su conciencia, a condición de hacerlo   —35→   encubiertamente, a la figuración de fábulas honestas, así fuesen de amores, que tal espectáculo era peligroso tan sólo para las mujeres, a causa de la ligereza cándida e ilusa con que se enamoran de los comediantes; y en este temor prevenía a padres y maridos, a fin de que se abstuvieren de exponerlas al falaz prestigio. «Diré con lágrimas -añade- aduciendo un acaecido ejemplarizador, diré con lágrimas una miserable tragedia de una doncella principalísima. Criose sin madre, colocó su padre en ella unas grandes esperanzas. Tenía cien mil ducados que darle en dote. Fue a una comedia y aficionose a un farsante. Desatose un listón de una jervilla (adorno de la zapatilla), y enviósela con una criada. Y díjole de parte de su señora que en la primera comedia que representara, se la pusiese en la gorra. Estimó el favor de la dama, pero temió por su vida. Perseguíale ella. Pidiome consejo: dile el que debía, pero vencieron la codicia y la hermosura».



Cerca de diez años permaneció Villarroel en España. ¿Quiso regresar a América? «Mucho hace quien en una gran Corte se descuella», dice en el tomo tercero de los Comentarios; «y son poquísimos los que saben desasirse de un aplauso; y a la verdad huirlos es duplicarlos». Haya o no querido arrancarse a tan alto halago, venciérale o no la ambición, aceptó la Sede de Santiago para la cual Felipe IV le propusiera en 1637.

«Fui tan vano -le dice al padre Torres- que para no aceptar el obispado no bastó conmigo el ejemplo de cuatro frailes agustinos, que, electos en aquella circunstancia, no quisieron aceptar». Años antes había   —36→   ya escrito: «Ninguno de estos (de los cuatro frailes) quiso ser obispo, y sólo yo, aconsejado de mi poca edad y apadrinando mi ambición la corta experiencia del tamaño de la carga, me eché al hombro un peso con que castigado gimo».

Tomó posesión de la silla episcopal en 1637, y fue consagrado en Lima el año siguiente2. Al despedirse para su diócesis, recibió de labios del Virrey, conde de Chinchón, un consejo sabio. Lo cuenta él mismo, en el Gobierno Eclesiástico: «Hízome un discreto preámbulo como paladeándome el gusto para darme un consejo. Cargó la mano en alabarme mucho, como el diestro barbero que antes de picar con la lanceta, la trae por el brazo. Tanto amarga en el mundo un buen consejo, que le pareció al Virrey que era bien almibararlo, siendo de tanta importancia uno que traía. Díjome que en España ya eran conocidas mis letras, que el Supremo Consejo me había visto en el púlpito, que mis escritos andaban impresos, y a estos añadió otros favores como captando la benevolencia del oyente: "Yo soy ya -me dijo- gobernador viejo: Vuestra Señoría es en España conocido por las partidas todas referidas; lo que no se puede saber es si sabrá gobernar. Y así quiero darle un consejo brevísimo, en que se cifra toda razón de Estado que cabe en un buen gobierno: no lo vea todo, ni lo entienda todo, ni lo castigue todo". «He procurado -añade Villarroel- seguir este consejo y débole a él toda la paz que he gozado».

Debiola, sin duda, más que al taimado y cuerdo consejo del Virrey, a su natural de condición pacífica, y a la suave ironía con que miraba la vanidad querellosa de los dignatarios. Difícil era el puesto por aquel entonces. Fresca estaba en Santiago la memoria de las disensiones y rivalidades entre la autoridad eclesiástica y la civil; cosa frecuente en las vanas y puntillosas Audiencias, pero que en la más lejana de las   —37→   colonias se agravaba en razón misma de la distancia y degeneraba, de mero escándalo social, en anarquía administrativa. Villarroel gobernó, sin embargo, con grande cordura y felicidad. Y aunque dice que «por su pecado mandó Dios un terremoto» (el famoso en Chile en 1647, en que se portó como un héroe y como un santo de otras edades), no pudo dejar de reconocer él mismo que contribuyó a la paz del hecho de «no ser litigioso». «Siempre fui -agrega- enemigo de competencias»; «por eso -observa Medina- nada de raro nos parecerá que los oidores de Santiago estuvieron siempre unánimes en rendir honroso testimonio al obispo en sus comunicaciones al Consejo de Indias».

Y no es que les cediese el paso en los pequeños encuentros, ni que resolviese, con sólo eludirlas, las cuestiones de quisquillosa etiqueta y vanagloriosa prelación de asientos o precedencia de títulos u otras de más substancia; sino que sabía sonreír tan inteligentemente de los manejos de la vanidad y deshacerlos con tan sutiles trazas, que desarmaba a sus competidores sin humillarlos ni darse el aire de triunfar de ellos. La maña con que regló su misma entrada a Santiago, la historia de su sitial en las tres comedias en el cementerio de la Merced y otros casos que refiere en su Gobierno Eclesiástico, están ahí a probar qui'il avait la manière.

De esta experiencia y del arte de gobernar, como de su ciencia de los dos derechos, político y canónico, brotó su obra capital, bajo el título de Gobierno Eclesiástico Pacífico y Unión de los dos cuchillos, pontificio y regio. (Dos volúmenes, 1656-1657).

Su objeto es la conciliación de entrambas potestades, o como él dice «de los dos cuchillos», que halló en Indias «no sólo divididos sino encontrados». Y pues escribe con tanto pulso como gobierna y su ciencia es tanta como su celo, nadie mejor que él para empresa tan delicada.

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Exaltábanse a tanto los puntillos de ceremonial, los pequeños conflictos de jurisdicción, las cuestioncillas de fuero, que es de imaginar la necesidad de un deslinde cuerdo en problemas de más trascendencia. Villarroel no sólo señaló, con singular lucidez, y con ecuanimidad difícil en su estado y época, las esferas de acción de los dos poderes, sino que dio a luz cantidad de cédulas más o menos ignoradas y cuyo desconocimiento, o interesada relegación al olvido, originaba arrogaciones y disputas. Así fue cómo su obra, no sólo en lo tocante a la política de la Iglesia en las Indias, sino también en el ejercicio de la magistratura, hizo ley más allá de su tiempo. En sus Regalías de España recordó Campomanes que Villarroel había dejado «admirales documentos para el uso e inteligencia del derecho de patronato real».

«Este obispado que sirvo -dice Villarroel en la dedicatoria al Rey- tiene todas las listas de grande y los achaques todos de pequeño, con que cuando estudio no me opongo al ocio, sino al sueño; y quitándole de la vida y del descanso, escribo siempre sin faltar a las funciones de mi oficio». Y añade: «Este gobierno de que trato, es el que yo practico». Así la reconoció el Gobernador de Chile, marqués de Baides, al escribirle: «Lo que yo alabo es que Vuestra Señoría haya hallado trazas para pintar el estilo con que gobierna, y que como buen pastor ha ejercitado ocho años enteros lo que ahora escribe en estos dos libros, pues en todas las Indias nunca hemos visto un prelado tan pacífico».

Su ciencia temperada de ecuanimidad, como su ambición, de virtud monástica; su erudición vivificada, por su experiencia; y hasta su don de gentes y conocimiento de las vanidades, le servían de segura guía. En este que Toribio Medina llama «vasto arsenal de los conocimientos legales en tiempo de la Colonia», Villarroel toca todos los puntos, los más importantes y los más fútiles, igualándolos, se diría en algunos lugares, quizá por ironía trascendental, quizá por inocente optimismo.

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Las veinte cuestiones de sus dos libros se subdividen en numerosos artículos, que tratan de la conducta y dignidad de obispos y magistrados, como del vestuario de los oidores o las melenas de los religiosos; así de las prerrogativas de las Audiencias o las prohibiciones que impiden a los oidores contraer matrimonio y la manera de proceder cuando lo han hecho clandestinamente, como de los miramientos que los prelados deben tenerles, o de su asistencia a corridas de toros, teatros, o saraos, etc.

Libro utilísimo en su época, para nosotros vale, por lo agradable de leer que es; el acopio de anécdotas y narraciones con que suele solazarnos en medio de disquisiciones de un interés ya abolido, nos entretiene y nos cautiva, más que nos asombra el «arsenal de conocimientos».

Y al hacernos ver la pueril gravedad suntuaria, la pretérita importancia de complicadas futesas, es cuando nos instruye más. Hasta su estilo cobra mayor encanto en donde da suelta a su frívola seriedad.



Los pocos y breves pasajes que he tenido el gusto de ir transcribiendo, no pueden dar sino una muy vaga idea del jovial humor inocente, del malicioso candor de fray Gaspar. Su inteligencia tan apegada a las cosas de la vida, tan curiosa de los hechos y de sus lecciones, aplicaba a toda circunstancia la clara humanidad de su filosofía; la tendencia a encarnarla en la anécdota, a aplicar el sentido entrevisto en la concordancia ideal de pasos históricos semejantes o reducibles a igual significación moral; el gusto por la realidad y por los más humanos movimientos del alma; la afición a la historia como espectáculo y como   —40→   enseñanza, y otras condiciones de su espíritu, tales como la fértil vivacidad de su retentiva, arrastran a cada paso su pluma hacia el caso concreto y significativo; le llevan a ilustrar su idea con pinturas de ordinario ingenuas, a concertar sus razones en moraleja.

De ahí que para nosotros acaso sean su mejor obra esas setecientas y más Historias Sagradas y Eclesiásticas Morales, donde, en honor a la Virgen Santísima, vació de ejemplos su memoria, con un arte primitivo, con cándido asombro de hagiógrafo.

La cultura no le despojó de credulidad; dejole de candor lo bastante para mantener su frescura de imaginación. Esa frescura casi infantil de impresiones unida a una perspicacísima sagacidad; esta rara inteligencia de la vida encerrada en los libros, junto con una sensibilidad que todo lo remoza, componen aquel matiz personalísimo, que su don de estilo reproduce intacto, sin hacerle perder de su ingenuidad ni aún en los trozos de más buscada elegancia o más oratorio artificio.

Sin pedantería en la erudición ni ñoñería en la conseja, va alimentando la página de casos y citas tomados tanto de la Escritura como de la antigüedad pagana. Él ha visto cuanto ha leído. Para él los libros antiguos viven, lo repetimos. Y encarnan médula humana.

Y en el presente, la vida propia, la política en realización, le sirven también de maestros. Y si ante todo y en todo es la moral resultante lo que le interesa, interésale también el juego de los resortes humanos. Nada le hace olvidar la raíz perecedera de las virtudes; conoce la psicología de la oración, el movimiento del éxtasis; de suerte que aún en el arrebato de la alta mística, vuelve los ojos a la naturaleza de la criatura.

Asimismo, la lectura de la historia es para él, no distracción cinematográfica, desfile de cortejos, fastos solemnes o melancólicos, sino más bien serie de   —41→   experimentos morales, de reacciones psicológicas interesantes, verificación de ideas espirituales, colección de ejemplos. La anécdota no es más que la ilustración, a menudo pintoresca, el cromo infantil, que fija, impresionante y fácil, en imágenes parlantes, la ejemplaridad de los acaecidos. De ahí que la anécdota histórica o apológica sea su fuerte, o su flaco. Paréceme de magro aprovechamiento moralejas y teorías que no toman cuerpo en símbolos vivientes.

No encarga, pues, sólo a su memoria -prodigiosa como retentiva de cuadros y escenas- los sucesos que en sus lecturas o vida hanle impresionado. Clasifícalos en dependencias demostrativas, adúcelos en argumento.

Felizmente, los narra con gracia. Narra como viviendo lo que va narrando. Anima siempre, y, a menudo, actualiza, dramatiza el relato. Y al llegar, entonces, a la conclusión, ya le ha ganado el movimiento patético; resume, realza su idea, preséntala en violenta síntesis, en rápido y vivo escorzo y termina en imprecación, en vocativa exhortación más impresionante.

He aquí un ejemplo de su manera: «Ordena a los hebreos Nuestro Señor que ninguno sacrifique al ídolo Moloch sus hijos. Este ídolo era de bronce y estaba hueco, las manos eran anchas, y entre ellas y el pecho ponían el muchacho; estaba ardiendo la estatua, porque por lo interior le daban fuego; y abrasábase, quedando en breve resuelto en ceniza... Los sacerdotes y más ministros del templo, en poniendo el chicuelo hacían con aduces y panderetas gran ruido, porque los tristes padres no se moviesen con los gritos de los inocentes hijos. Hacer fiestas a los reyes, entablar saraos, comedias, toros, cazas y otras cosas así, cuando el reino está para dar un estallido, ¿no parece hacer ruido para que no oiga la triste voz del vasallo? Predicador decirlo. Rey escucharlo, que Cristo, siendo hijo de Dios, quiere oír qué dicen de Él»

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Y en otro lugar: «Lastime el gusto para que sane el alma, pero no tire gajes por la cura. Ponga escuela, no lonja; enseñe, no granjee, que dar voces, si ha de venderla, no será convidar con la doctrina, sino pregonar la almoneda».

O: «No es más propio del ave volar que del hombre padecer», «Que a media rienda corra el castigo y a rienda suelta el favor», «Como quien se traslada de un tormento a otro juzgando en la variación algún alivio, hubo pueblos que holgaran mudar Reyes cada día», «Son sinónimos el vivir y el padecer».

Y así, a cada paso, arrebatos y giros y escorzos, que después sólo veremos similares en Montalvo.



Fraile tan inteligente, debía reír de la falsa o por demás boba admiración que iban suscitando los primeros flamantes Campazas. Asustábale, sin duda, el énfasis enmarañado, el alarde encubridor de afanosas vaciedades y torturados equivoquismos con que alborotaban los predicadores a la moda de Paravicino.

De lo que más tarde ha de llamarse famosamente gerundianismo, preservose tanto por su buena fe como, sin duda, por su ironía: dulcemente solicitado por su vena amigable y comunicativa, gustaba de ser comprendido y de escribir como quien conversa en buena compañía. El placer de contar por contar, la curiosidad inteligentísima de hombre que asiste como a una lección grave a la comedia humana, sin dejar de divertirse honestamente con el trabajo de ir sacando de ellas las reflexiones más saludables, todo fluye en el tono de la conversación más elevada y culta; pero conversación al cabo, es decir, solaz del ánimo y despejo de la mente.

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Su prosa corre, por todo ello, exenta de encrespamientos, tropezando sólo, con deplorable frecuencia, en citas y latines; brilla en su época como espejo de claridad. Del refinamiento conceptista no ha usado sino (y esto algunas veces, pocas) el recurso del anacoluto; y de los moralistas (para acuñar una sentencia o redondear alguna síntesis) aquel balanceo elegante, que hace de la cláusula algo a modo de pareado, de equilibrio sutil e inestable.

Abstiénese del extravío a que estaban particularmente expuestos los de su estado, y no por simple discernimiento literario, sino más bien porque su temperamento lúcido y cordial, y grave al par que sencillo, le lleva a verter sin ambages lo que va pensando de buena fe. ¡Cómo echar a perder, además, con patrañas gongóricas el sabor arcaico de sus historias o el acento de sus anécdotas familiares! Su íntima genialidad, las condiciones todas de su espíritu, explican, pues, esa inmunidad.

Es preciso reivindicar su sabroso estilo y la excelencia de sus dones puramente literarios. Don José Toribio Medina, insuperable bibliógrafo, mediano crítico, al consagrar al extraordinario fraile quiteño más de viente páginas de biografía, en su Literatura Colonial de Chile, sólo halla para describir su estilo estas palabras poco inteligentes: «Villarroel... arrastrado siempre por el pésimo gusto de las sutilezas teológicas, deslustra y hace estériles los asuntos mejor elegidos y deja así sin objeto las conclusiones que procura establecer. Tiene discursos sobre temas frívolos en exceso; pero en cambio, a veces sienta algunos principios que le honran». Medina le aplica como «principio que honra» y caracteriza a fraile tan original, el truismo siguiente: «La ciencia es conveniente, muy útil para salvarse, pero siempre es necesario que vaya acompañada de la virtud». Prosigue luego: «Sin duda que en su estilo no hay brillo, ni ambición, ni colorido, porque la forma de comentarios no se presta a ello». Se consuela de esta penuria advirtiendo que   —44→   «siempre deja traslucir al hombre de bien, al filósofo y al teólogo».

Con un total desconocimiento de la gracia arcaica, dice Medina, hablando del narrador de apólogos e historias: «Villarroel no inventa los hechos o la ficción, si es que la hay, pues no hace más que estudiarlos en su original para transcribirlos revestidos de lenguaje claro, preciso, lacónico y firme, a veces destituido de gracia, y siempre inspirado por la fe más sincera y el más firme propósito de encaminar a la práctica del bien... Aceptados como invenciones de la imaginación, no carecen de cierto mérito; pero, como decimos, Villarroel no es autor de la invención sino simplemente el decorador que adorna y reviste la obra conforme a las exigencias de su gusto; por eso, si no podemos juzgar de su facultad inventiva, debemos anticipar que, si hubiera dado a su estilo un poco más de flexibilidad, apartándolo algo de los asuntos demasiado serios en que estaba acostumbrado a ejercitarse, habría producido indudablemente cuentos tan agradables y entretenidos como los de otros autores populares hoy». Nos apena y confunde tal miopía.

Eyzaguirre, en su Historia Eclesiástica de Chile, dice a su vez, refiriéndose a los Comentarios de Villarroel: «Las dificultades que propone son ordinariamente las mismas de los antiguos heresiarcas; y para responder a ellas, se sirve de los argumentos de los Santos Padres. Entremezcla también algunas reflexiones personales, hechas con más erudición que solidez, que él procura explicar más ampliamente. Ahí reina el mismo mal gusto de la mayor parte de composiciones oratorias de aquel tiempo...». «A menudo sus argumentos degeneran en sutilezas escolásticas y a veces se ocupa de cuestiones sin ningún valor. Cuando logra escapar a este género, se nota en su estilo cierta naturalidad agradable».

Difieren, lo hemos ya probado, nuestras impresiones de las aquí citadas.



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De la aptitud de Villarroel para versificar, mal se puede juzgar por su soneto en loor de las Elegías de Varones Ilustres de Indias. Muchos escritores de la época se creyeron obligados a pedir en verso la opinión de las autoridades que daban su dictamen para la Censura. Pero el hecho de haber sido puesto el soneto de Villarroel entre los Elogios de la obra por varios ingenios, prueba que el suyo fue tenido en mucho. Es un soneto de noble y airoso corte, en efecto.



De sus Historias Sagradas, Eclesiásticas y Morales, nos ha parecido adecuado al conocimiento del conteur, dar algunas en nuestra Selección. No sólo porque aquellos tres gordos volúmenes de su única edición, (Madrid, 1660) son inencontrables, salvo quizá en uno que otro convento -(el ejemplar del cual las hemos copiado pertenece al bibliófilo señor C. M. Larrea, a quien se lo agradecemos aquí)- sino también porque constituyen un testimonio de la índole conversable y amena de fray Gaspar. Las escribió en su «destierro» del obispado de Chile, donde tenía que defenderse del aire que le acuchillaba a jaquecas y denteras, de las cuales se defendía calafateando puertas y ventanas. Sin otra distracción en su celda que la de leer y escribir, parece ser que, en los otros lugares del claustro, destinados a esparcimiento -el refectorio, el locutorio, el patio de recreo-, los frailes   —46→   acudían a oírle contar cosas, y que él les endilgaba estas historias de hagiografía y milagros: las que más placían a sus oyentes, las trasladaba luego al papel tal como se las había narrado de viva voz. De ahí ese estilo hablado, tan movido, tan libre, y lleno de alusiones incidentales.

No a todos les sería dable actualmente hallar en su lectura el agrado con que le oían los frailes en el noviciado, creyentes, y sensibles al espíritu de esas moralejas ejemplarizadoras: es necesario, leerle, por lo menos, con la sonrisa condescendiente que es la regla del juego en tal lectura, deleitable precisamente para incrédulos. No de otro modo los cuentos profanos, mas no burdamente profanadores, en que se divertían un Anatole France, un Jules Lemaître, un Emite Ghebart, pongo por caso, al narrar milagrerías medievales, nos muestran a esos incrédulos, como nostálgicos de aquella frescura e ingenuidad de imaginación y poesía con que están sentidos más que escritos los Fioretti de San Francisco de Asís, el Flos Sanctorum, el Año Cristiano, todas las hagiografías.

Esos autores fingen risueños la ilusión de creer las maravillas que van hilando con una fina elegancia, con una sutil simulación de inocencia, con una matrera habilidad de transposición, como envidiando el candor de los primitivos que en sus tablas o frescos pintaban sus arrobos y sus éxtasis más que figuras reales representativas de su devoción. Claro está que no hay fe ni buena fe en autores ni lectores de ese divertimiento contemporáneo, de jugar con vidas de santos y etéreas visiones de místicos como si ellos también fuesen neófitos y devotos de una ingenua religión en candorosa credulidad. Pero hay en ese arte de imitación, que simula en broma, sobre filigrana de burla inteligente, graciosísima, impalpable, un encanto de malicia reverente que hace de la envidiable sencillez de espíritu el mayor y más atractivo aliciente de la fe que han perdido o no existió nunca en ellos. Bonhomía de su escepticismo, diversión de sus desengaños de la vida real.

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No que en Villarroel hubiese trazas de ironía, ni en forma alguna ningún resquicio de dudas; muy al contrario, desborda de su alma el candor de la fe más efusiva.

De ahí su acento de primitivo, su encantamiento. De ahí su gracia.



En marco tan reducido para el esbozo de esta figura, no caben otros aspectos de la vida y la obra. Tenemos que limitarnos a rastrear sus impresiones de americano y amante de las letras llegado a España precisamente en la grandiosa época, a punto para admirarla entre los resplandores de su gran siglo, declinante ya, pero sólo a ojos muy advertidos, que no a sus deslumbrados ojos de neófito. Acaban de morir Góngora y los Argensola. Puede asistir en Madrid a los funerales de Lope. Ve a los gongoristas triunfar, a pesar del Antídoto contra las soledades, cuyo autor vive aún y escribe convertido él también al gongorismo. Viven Quevedo, Vélez de Guevara, Tirso de Molina. Su compatriota el mexicano (América era entonces una) Juan Ruiz de Alarcón, asiste al Consejo de Indias en su calidad de miembro. Escriben no lejos, Gracián, Calderón, Francisco de Rojas. Ante el apogeo de esa civilización, ¿cómo no excusarle movimiento de españolismo como el que le hizo exclamar?: «Dichosa empresa de los reyes españoles: dos nuevos mundos, las dos Indias, donde los leones fueron a dar vida a las ovejas que andaban desvalidas. Felices aquellos que arriesgaron sus vidas por crecerle a Cristo el esplendor, que Él dice que le tiene cuando la gentilidad se reduce. Traza de su gran providencia, depositar en estas tierras tantos tesoros, para que   —48→   siquiera eso, cuando faltase el espíritu, llevase a aquellos bárbaros al socorro». O en el sermón, de acento y sentimientos tan españoles, que pronunció por los desacatos de los franceses en el caso de Tirlimón, donde dice: «¿A quién asegura los reinos Dios? A los monarcas de España, para cuyo trono tenía reservado un mundo nuevo. Cuando miro la gloriosa casa de Austria ocupando en la tierra el primer lugar, y confiero los triunfos que llegó a tener con la reverencia que tuvo siempre al altar, no los extraño. Vimos pocos días ha al gran Filipo el IV salir de un glorioso triunfo, acompañado de la grandeza española, a reconocer los progresos del Serenísimo Infante Cardenal su hermano, y atravesando una calle el Santísimo Sacramento, disponían algunos que se dividiesen los Reyes y que el del cielo echase por otra calle; entendiolo el rey católico, se arrojó tan airoso como pío del caballo, y doblando las rodillas adoró humildemente al Divino Pan; y arrebatando una hacha, y cortando el triunfo le trocó por el que juzgó más grande, que fue acompañar a aquella Majestad»3.

¡Cómo no había de chocarle que cierto español expresase un día su asombro de ver «que un americano, esto es un indio, sea tan blanco, de tan buena figura y que hable tan bien el castellano como un español»! No sólo por su sangre y nombre, mas también por la completa asimilación de la cultura, reclamaba su derecho de ciudadanía española. Miraba a España como a verdadera patria madre, la única, la natural. Sintiendo tan consustancial su adaptación a la metrópoli, no le gustaba juzgasen sus asombros de provinciano de ultramar como rezagos del salvaje que hubiese trocado las plumas por la sotana. La América era, no podía ser, sino la prolongación de España. Y como tal le interesó siempre.

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Examinaremos luego sus expresiones de americano ante España. Por ahora recordemos que sus nostalgias de Lima en Santiago, donde «vivo muriendo», según decía; sus instancias por salir «de esta, Libia, en la que sería triste cosa morir, desterrado de nuestra patria, en ajeno sepulcro»; hicieron de su promoción en 1651 al obispado de Arequipa, la época más apacible de su vida; y no por ser entonces ese Obispado de mayor categoría y rentas, de mejor clima, sino tal vez por hallarse más cerca de la tierra por la que suspiraba diciendo: «Tengo a Lima en el corazón». Su final elevación al Arzobispado de Charcas, consagró su sabiduría y autoridad.

Murió en Chuquisaca a los 78 años de su florida ancianidad.



Para terminar, perfilemos su actitud en la corte de Felipe IV.

Demoró en España diez años.

«Llevome a España la ambición», declaró él mismo en su carta al padre Torres. Fue su ilusión desde temprano. No la realizó muy tarde. Tan pronto como pudo emprendió el viaje que, en las condiciones de entonces, nos parecen ahora tan difíciles de comprender, pero que tan fácil les parecía realizar, no sólo a los aventureros y conquistadores que enriquecidos en América, volvían a España con ánimo de asombrar a su pueblo nativo -donde los llamaban «los indianos», por venidos de las fabulosas Indias, convertidas en fructífera realidad-, sino a criollos pobres, curiosos del mundo o aficionados a las buenas letras, cuya fuente era, para ellos, España. Muy pocos solían ir entonces a Francia, Circe moderna.

Villarroel, con los primeros posibles que le cayeron en suerte, inesperado donativo de un Obispo rico   —50→   de quien fue el ídolo, sin duda por la amenidad de su trato, por su sapiencia y virtudes, logró partir. Hallábase de Prior en el Cuzco, como en un destierro, escribiendo mucho y conversando otro tanto con el Obispo, Ilustrísimo doctor Lorenzo Pérez de Grado, quien buscaba su compañía en esa soledad. Y le fue tan grata, y tanta confianza le cobró, que le había nombrado su Albacea. Muerto el Obispo en 1627, y cumplido el albaceazgo, empleó ese bien venido dinero en el deseado viaje.

En vez de embarcar en el Callao, rumbo a Panamá, tomó la vía terrestre tan áspera, atravesando en sesgo el Continente. En Tucumán fue recibido con gran agasajo; hicieron una velada en su honor. Se detuvo apenas en Buenos Aires, de donde zarpó hacia Lisboa. Demoró en la entonces segunda capital de España con motivo de estarse imprimiendo ahí la primera parte de sus Comentarios de Cuaresma. Al respecto dice el padre Torres: «Por este primer tomo, fue conocido antes que visto; voló con él a Madrid. Entró con pie dichoso».

Sin duda le granjeó pronto renombre entre frailes y predicadores; pero de ahí a la Corte y a amistad con letrados célebres, la distancia no se le acortó tanto. Si a su paso por Lisboa conoció a «aquel gran poeta, como él dice, Manuel Gallegos, que hizo la Gigantomaquia» -poema hoy ilegible- no fueron muchos en Madrid los escritores que lo acogieron. Topó sin duda con el antiguo prejuicio español -todavía persistente en general-, que desconfía del valor genuino de las letras americanas: parécenles, a veces con razón, literatura de segunda mano o segunda clase. La fama de alto rango que al fin le rodeó, fue fruto de su larga permanencia y perseverancia, y de sus dotes, desde luego.

Numerosos son los pasajes que hallamos en sus libros, principalmente en el de Los Dos Cuchillos, que guardan eco de esos desdenes iniciales.

«¡Con qué blandura -dice- se debe recibir en   —51→   España al que viene de aquella tierra de las Indias! Ministros hay que se truecan en erizos para dar audiencia a criollos: si vienen por oficios, no vienen a arrebatarlos, sino a pedirlos. ¿Es fuerza ofenderles? ¿Importa desconsolarlos? Venir de otro mundo a buscarle es una grata lisonja al Rey: entonces se muestra más Señor cuando después de tres mil leguas de peregrinación se le echan a los pies sus vasallos... Después de tantos pasos en las Conquistas, ¿han de ser mal vistos sus pasos en la Corte?

»A estos criollos deben los gloriosos reyes de España el haber dilatado su señorío a un Mundo Nuevo. Y es justo para la prelación en los Oficios prestar atención a los naturales. Muchas razones hay de justicia; pero esta que diré mira a una santa razón de Estado, que es la entera conservación del país. Con diferentes ojos le mira el que nació en él. Más le ama el que derramó su sangre en la conquista.

»Superfluo es encarecer la hermosura del Paraíso... Basta decir que su aliño corre por cuenta del que le plantó por sus manos: el que plantó una huerta la hermosea: el que la arrendó la disfruta.

»¿Es poco que los que nacieron libres vivan esclavos, y que siendo todos criados de una misma, tierra, obedezcan unos e imperen otros? ¿Que unos pidan exacciones, y otros contribuyan? ¿Que los tributos, unos los impongan y otros los paguen? ¿Que unos puedan hacer pesar, sin temor de ser residenciados, y que esos otros no tengan más aliento para su defensa, que rogar a quien los quiere ofender? Pues, sí, ¡es mucho dolor!».


Libro del Adviento                


Y en otros lugares:

«Bien es seguir la corte del Rey; pero el que viene de lejos la sigue con grande incomodidad. Está hoy tan introducido el mal tratamiento a un forastero, que ya se contentaría el que pasó dos mil leguas de mar, con sólo que le hablaran bien: pero, ¡que sean malas las obras y peores las palabras...!»


«Hoy un cortesano cualquiera, sin otros cursos   —52→   que los de la Calle Mayor, quiere atrasar los ilustres estudios de un criollo» (Parece que hablara de sí mismo...)

«Mas, ni perjudica a la virtud, ni acredita al vicio la nación: ¿Qué importa que el otro nazca en Caldea o en Egipto, para que no se piense que es hombre virtuoso? ¿Por ventura, sólo en una región hay cristiandad? Y si el ser forastero hace que en otro país sea mal visto, por qué no le honran en el suyo? Si no lo desmerece la virtud, ¿por qué lo han de desautorizar? ¡Qué consuelo de una provincia, que la gobiernen los suyos! Con eso todos son más rendidos a la voluntad de su Príncipe, cuando, con enviarle Ministros de entre los suyos, califica sus capacidades. Vea una provincia por jueces los hijos suyos, que así se encamina el servicio del Rey con más utilidad: esos ejecutan las órdenes del Soberano con menos sentimiento de los pueblos».

Y así, a cada paso, y con mayor insistencia, en estos Discursos sobre los Evangelios de los Domingos del año, aprovechando cualquier asociación de ideas, y más seguidamente en los «Comentarios al Domingo sexto post-Pentecostés» y al «Domingo décimo octavo», llega a censurar hasta en los misioneros y demás religiosos el interés o el egoísmo, y a lamentar más el apartamiento de los nativos. Notablemente dice: «¡Oh, esto de forastero, qué achacoso! ¡Cómo crece la envidia de los naturales al paso que se descuellan los advenedizos!» «Los naturales no quieren que en presencia del Rey luzcan más los extranjeros. ¿Han de parecerle al Rey mejor, los naturales? Pues dispóngase que no los escuche el Rey... ¿Qué diremos de esto, Doctos de Indias? Cuando hacen junta de doctos, los olvidan. Es dibujar ahí, que, para los favores, sólo hay letras en Salamanca para los trances todos peligrosos en servicio del Rey, del Evangelio. ¿Letrados ultramarinos? Para agregarnos a los que alcanzan favores, ¿hemos de ser ignorantes? Así procuran que los reyes no conozcan a los sujetos. Y así, no las felicidades de la Monarquía, sino sus penalidades   —53→   mayores tocan a los Indianos. Sin embargo, todo ha de perecer primero, antes que en aquel país falte la fidelidad. Ninguno de los rebeldes nació allá, embarcada pasó a Indias la ponzoña». (Alude a las luchas civiles entre conquistadores, rebelión de Gonzalo Pizarro, de Hernández Girón, de Lope de Aguirre, etc.)

«Nuestros Reyes no tienen más finos vasallos que los criollos. No entran siempre en Palacio nuestras finezas, y como vienen de tan lejos, expiran a los umbrales». «No somos tan ceremoniáticos, pero somos más finos. No somos con los Príncipes lisonjeros, pero somos muy sus enamorados. No pedimos a voces que alarguen los suyos con nuestros años; pero daremos por ellos nuestras vidas. No sé si lo he traducido bien»; termina, y añade: «véalo allá el lector. ¡Ea! que cuando no sean bien vistos los criollos, no importa, si se considera que en la Cruz los estuvo mirando con gran atención su Dios».

Imagine pues, el lector así exhortado, que estuviere oyendo al valiente fraile en su cátedra. Qué gran movimiento oratorio el de su estilo hablado, el de sus frases entrecortadas, pero bien hiladas.

«Un alma religiosa, con solas las sombras de la codicia, parece que se sobresalta. Es de ánimos viles tener codicia los predicadores. ¿Hay honor, más grande, para el que va a predicar, como el hacer desprecio del interés? La mejor paga, que no le paguen. ¿Queréis que os diga cuál es la paga de mi cuidado? La paga de mi oficio, es no saliros caro; ése es el premio que estimo: no tener de vosotros premio».


Mira con perspicacia la complicada posición del favorito del rey, ante la propia corte, donde la envidia le tiende redes en la adulación:

«El ser valido es un tormento grandísimo. Los consejeros aborrecen a los validos. Si tienen gran poder los privados, se dan ellos por ofendidos, juzgando por demás sus consultas porque el otro puede   —54→   alterarlas. Aunque sean hechuras de un valido, es milagro que estén bien con él los consejeros. Todos se van con el poderoso, todos se apartan del desvalido. Oh, qué amor tan sospechoso el que se muestra a un privado». No tiene en quien creer: «tan tracista es la mala voluntad, que haciendo honra sabe quitar el honor».

Por su mismo amor a la paz y la justicia, Villarroel admira como necesario en los reyes, el valor militar y la decisión: «Parecen muy bien los Reyes con las armas en la mano» -dice. «No es para ellos la gala, sino la gola; no tanto la púrpura como la malla... Y a la verdad parece más nuestro Rey el que sabe pelear por nosotros. A quien sabe defendernos, tenemos sujeción más natural. Desdichado será el pueblo que siempre adorase reyes que no lo quieren sacar de sus peligros... Todo lo delicioso parece que reside en los palacios».

«En el Palacio está de asiento el recreo, lo blando y lo regalado del vestido. Mejor es vestir soldados que palaciegos. Sus mismas armas dio Saúl para armar a David. Si no los visten, ¿de qué se maravillan si los soldados roban y matan? Los soldados no han menester para eso muchos apetitos. Matar, robar, ¿tiene un soldado más que hacer? Ese es el ejercicio en los más, a que inclina no tanto la milicia como la pobreza. La peor suerte es la del Rey, que en quien se echa a cuestas un mundo entero, no cabe un solo pensamiento de regalo... Ciñe la espada, viste en mi defensa el arnés. Entra por mí en la guerra. Y sí como los reyes son más poderosos, son también más delicados, eso será entre los príncipes paganos, que los reyes católicos, en llegando la causa de Dios, olvidan lo delicioso. La sangre te puso la corona en la cabeza, pero si no hubieras nacido Rey, te negociara el reino tu virtud».


«Cuando considero a Herodes adúltero, incestuoso y amigo de bailes y banquetes, gobernando a Galilea, no necesito que me digan las ruinas de su tierra; porque   —55→   un rey tan delicioso, de solo un hilo tenía colgado el reino».


Franquezas, osadías de un predicador, las suyas, de buena ley.

«Es milagro, dice, que haya un predicador bueno para un rey malo. A un rey deshonesto, ¿qué predicador le alaba la castidad? ¿Quién la piedad a un cruel? ¿Qué consejero no se rige por su semblante? ¿Qué importa la Junta, si se resuelve sólo a su antojo en ella? ¿Para qué el sermón, si no le han de decir verdad? ... No llamo yo grandes predicadores sino a los que dicen verdades».


«Es grande alabanza a los reyes, que para honrar a los hijos busquen méritos a sus progenitores». (Lo dijo ya en otra parte, bajo otra forma, en modesta alusión a su caso, cuando fue honrado en Palacio. Bien es cierto que a este respecto, su amigo don Pedro Machado de Chaves, gran jurisconsulto de su época y Oidor de la Real Audiencia de Chile; escribiole: «Dejo la ilustre de su sangre y nobleza, descendiente de las esclarecidas casas de los duques de Maqueda, de los Villarroeles, Mendozas, Ordóñez, por notorio y por apreciar más en Vuestra Señoría la nobleza, de las virtudes».)

«Es menester remontarse a sus abuelos -decía el padre Maturana-, venidos de España al Nuevo Mundo no en el ejercicio de las armas sino en cargos elevados: la familia Villarroel y Cárdenas no fue de Conquistadores, sino de grandes Obispos y grandes Letrados».


Ya vimos que Villarroel habló de su tío abuelo, Arzobispo de Bogotá, y de su padre, el Licenciado que era, («no importa que yo lo diga», escribió el propio Villarroel) «de los mayores letrados que se vieron en las Indias, y hay de él bastante memoria en las escuelas y no se apagará su crédito si no se acaba el nombre de sus discípulos».

No habló de su estirpe sino indirectamente y cuando venía al caso en algún encuentro o pasaje de su   —56→   vida. Pero su más informado biógrafo la trae a cuento, para explicar que tuvo en la Corte valedores y que no todo le fue fácil pese al reconocimiento de sus méritos.

El hecho es que, habiéndosele acordado el privilegio de predicar ante el Rey en su Real Capilla, la Reina, a su vez, quiso oírle en su Oratorio, al interior del Palacio, donde había dispuesto que, «cada Semana de Cuaresma, tres tardes se le prediquen tres sermones». Y Villarroel nos cuenta que «oyolos Su Majestad con sus damas, sus dueñas y sus criadas, y hacen -yo las he visto porque les he predicado-, un numerosísimo enjambre de señoras».

Y siguiendo su costumbre de conversador, Villarroel narra enseguida una anécdota de la Reina «Entró esta grande Reina, y yo me hallaba presente, en el santo monasterio de las Capuchinas. Al salir por la portería, traían un presente a la Abadesa, y alegre ella juzgando que ya tenía con qué regalar a la Reina, halló que todo el regalo era un vaso de barro y una disciplina... Mostrose afrentada la buena religiosa. Pero díjole la Reina con risa: "No os parezca pequeño el regalo, pues yo os lo quito: Condesa -le dijo a la Camarera-, llevadme vos ese vaso, que la disciplina yo quiero vaya en mi manga"».



Hemos visto, aunque muy brevemente y de paso, con qué airosa mansedumbre de convicción y valentía de sinceridad, un Villarroel pedía a sus Reyes diesen a América, bajo su Corona más gobierno propio acordando a los nativos más justiciera participación. A los cien años apenas de la Conquista, salieron de entre la América bárbara, a hacerse oír en España, ejemplares insignes de humanidad: un Garcilaso de la Vega, el Inca admirable tanto como por lo indígena como por lo español, o un fray Gaspar, para   —57→   no citar, de entre tantísimos más, sino a estos dos que por su mismo contraste se parecen, como hombres y como escritores. No es pues exacto lo que acreditó la Leyenda Negra, que hubiésemos tenido que esperar hasta la emancipación para aprender a leer, a escribir, a hablar. Hubo desde mucho antes quienes supiesen decir las cosas, y en qué grande estilo.



Regresó de España por la vía de Panamá, a posesionarse del primer Obispado, con que le honró Felipe IV.

Desde su entrada en Santiago hizo sentir su manera, a la par sencilla y digna.

Pronto halló en la Audiencia la estima de los Oidores; y en la sociedad, aunque parco de saludos, visitas y agasajos, el aprecio y simpatía de los moradores, sin distinción de clases entre notables y humildes.

Comenzó a predicar, y ya sabemos cómo un letrado de la talla de Machado de Chávez, dijo al oírlo: «más quisiera predicar como Villarroel que ser Oidor».

Y el gran Solórzano, el mayor jurisconsulto de la América de entonces, nos ha dejado varios testimonios de la admiración y respeto que profesó a Villarroel por su saber y don de gobierno.

El padre Maturana dice al respecto: «Solórzano y Villarroel fueron dos ingenios que se encontraron en el mismo camino: ambos ensayaron su ingenio en el mismo terreno; y ambos, como autoridad, mutuamente se citan. Jamás la envidia alzó entre ellos la voz de esa crítica apasionada e irrespetuosa de todos tiempos y épocas». Rivales dignos uno de otro, a cual más justo, en «admirable reciprocidad de ideas y opiniones»,   —58→   llegaron a conformar entrambos, cada uno por su cuenta, el Derecho Indiano en sus respectivas ramas.



Si alguna vez Villarroel se quejó, por sus dolencias, del clima de Santiago no propicio a su bienestar, habló y escribió siempre con encomio, y exactitud, del carácter de los chilenos, criollos o indios, y de su linda tierra e insigne historia.

No por ilustre y eminentísimo, como lo era ya, en su primer Obispado, dejó de mano el celo pastoral. Como cualquiera de esos humildes frailes intrépidos, anduvo un año entero en sus trabajos diocesanos, casi de explorador, por la más escarpada comarca andina, la del Aconcagua. En el estilo de la época, dice uno de sus biógrafos, el arequipeño don Buenaventura de Travada: «Penetró en inaccesible cordillera donde fue pira de fuego en la vecindad del antiperistacis de nieve»4.

De esta expedición, informó Villarroel al Rey, escribiéndole en términos muy simples: «De la otra banda de la Cordillera, así llaman acá las sierras altísimas que ciñen toda la América, está la provincia de Cuyo, que está también a mi cargo. No ha ido a visitarla obispo desde que se fundó este Obispado. Llévame allá el escrúpulo y gasté en la visita un año entero. Dejé confirmadas más de tres mil personas. Bauticé seiscientas, y éstas tan adultas, que siendo la menor de veinte años, no habían recibido el bautismo».

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Pero el marqués de Baides, gobernador de Chile, ponderó la abnegación y sufrimientos del Obispo:

«Volvió Vuestra Señoría de aquella peregrinación, huyendo de víboras, chinches, hambres, rayos y aguaceros, de que abunda aquella provincia en el verano. Y arrojándose en la Cordillera, por Navidad, estaba tan cerrada por la nieve, que, no pudiendo bajar a mula sin evidente peligro de la vida, se puso en otro peligro mayor; que fue ir rodando por la nieve más de cinco mil estados, arrastrándole con una soga en un pellejo. Y como los valles igualaban los montes con la mucha nieve, pudiera como ha sucedido algunas veces, hundirse y ahogarse. Por su buen celo le libró Dios, pero con tanto trabajo que, cuando en algunas mesetas quería descansar un poco, le recostaban sobre la nieve y le cubrían con la capa de un paje». «Llegó Vuestra Señoría al desierto de Uspallata con una muy recia calentura, y habiéndose perdido su cama y no llegando las de sus criados, se acostó sobre la piel de un toro. Y para comer no tuvo más regalo que un poco de cecina tostada, sin más pan que un poco de maíz».



Tan sólo años más tarde habló Villarroel de «los achaques que contrajo en la Visita que le obligó a pasar dos veces la Cordillera Nevada».

«Tiene mi natural tan grande antipatía con el viento norte desde mi niñez, que aún antes que llegue, me lo avisa mi cabeza y me dura en ella el dolor lo que tarda en retirarse él. Y como es tan infestada de estos aires esta región de Chile, me coge su furor en mayor edad, me la tienen tan flaca, que no tiene ya mi cabeza para tan grande enemigo resistencia. Llegué estos años postreros a desconfiar de la vida; cerrada de noche en mi alcoba, me decía mi cabeza el viento que corría. Tanta es la destemplanza de este país y mi poca salud, que hanme derribado unos importunos corrimientos los dientes altos, y, en cayéndose los que han quedado, me hallo inútil para predicar y para este Oficio».



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En otra parte de su inenarrable libro, digno del ditirámbico título: Del suelo de Arequipa convertido en Cielo, dice de Villarroel el buen don Buenaventura: «No pocas veces le acontecía quedar sin medio real, y porque el mendigo no se fuese sin limosna, mandaba a empeñar la sortija esposa o su vajilla de plata. No alhaja libre de su limosnera profusión. Sus familiares las retiraban y las guardaban de su Ilustrísima como del diestro ladrón. Si algún pobre gustaba de quedarse a comer en su palacio, aunque fuese el indio más asqueroso, le servía con sus manos la vianda».

«Y hubo ocasión en que dos pobres le dejaron desnudo, porque para el uno se quitó los calzones y para el otro la camisa».



¡Ni qué más decir aquí de su caridad! Era, en él, instinto irreductible el despojarse de todo, a punta de no dejar ni con qué cubrir los gastos de su entierro. La santidad de su espíritu, reconocida por los religiosos que han escrito su biografía, ha dejado en más de una página suya, huellas que es el caso mostrar aún y en este mero boceto del escritor. Nada más fidedigno al respecto que el capítulo que transcribimos del más prolijo de sus biógrafos, tomándolo de la Historia de los Agustinos en Chile, del padre Maturana, (1904) Dice así:

Capítulo XXXI

1. Vida privada del obispo Villarroel.- 2. Orden que mantuvo en su palacio.- 3. Siempre vistió de religioso.- 4. Frugalidad de su mesa.- 5. Pobreza de su lecho.- 6. Sus visitas a los hospitales y cárceles.- 7. Sus limosnas.- 8. Su donativo al Rey.- 9. Su odio al nepotismo.- 10- Disposiciones para después de su muerte.

«1.- Fue Villarroel el Obispo de más afable trato y el menos ceremonioso de todos. "El demasiado humor   —61→   -decía-, y el lujo de hacerse acompañar en algunos Obispos y el sobrado engreimiento de algunos prebendados han llegado a hacer del comedimiento cuestión y de la cortesía, disputa. Algunos Obispos son tan celosos de su dignidad que cada niñería les parece que les lastima.

»En esta Iglesia que yo sirvo hubo un muy santo prelado; pero de tan ferviente celo en los ápices de Obispo, que viviendo en el Colegio Seminario, que está a gran distancia de la Iglesia, siendo esta tierra de muchas lluvias en el invierno, y de peligrosísimos calores en el verano, afectó mucho los acompañamientos. Afligíanse los prebendados con el polvo y con el lodo; levantáronse muchos litigios; y esos pleitos los dejaron tan enseñados que me matan con acompañamientos.

»Viene a mi casa el Cabildo en procesión, trayendo su Cruz, y aunque no me vaya a vestir de Pontifical; trampeoles de ordinario la cortesía por una portezuela falsa que hay de mi casa a la Iglesia; despídoles acabado el oficio y quédome rezando solo, y son ellos tan comedidos que me están amaitinando por volver conmigo. Así han de litigar los hombres de bien: ellos porfían en honrar, y el Obispo en desviar ese honor"5.

»Y después de expresar así su hermosa manera de pensar, agrega que tan solamente acepta estos honores tres o cuatro veces en el año y "en las grandes solemnidades salgo, por la plaza, porque están en ella mi casa y la Iglesia; y voy con mis prebendados y mi Clerecía.

»Canto pocas Misas de Pontifical; en que fue tan observante mi antecesor, que traía molidos los prebendados con Misas, dentro y fuera de su Iglesia. Había entre ellos uno muy discreto y agraciado y solía decir que el Obispo había semana en que cantó   —62→   nueve Misas. Súpolo el Prelado y queriendo reprendérselo en Cabildo: -'Dígame, señor Canónigo, si tiene siete días una semana, ¿cómo pueden decirse en ella nueve misas?' Y respondiole él: -'Señor, la semana en que cae la Natividad'6.

»Pero si tan parco en el ejercicio del Pontifical se muestra el obispo Villarroel, tan profuso en cambio fue en la predicación, que no será aventurado afirmar que casi diariamente dirigía al pueblo la divina palabra, con aquella elocuencia natural y fácil, que siempre le hizo descollar entre los primeros Oradores Sagrados de su tiempo, así en Lima como en Madrid.

»A este respecto, el mismo Villarroel escribe: "La adulación ha levantado en mi alma un grande escrúpulo: hay muchos que cuando predico, no encontrándose quizás con otro estilo para alabarme el sermón, me dicen que me encargan la conciencia porque no les predico cada día. Mas, si los Obispos antiguos, a que no me persuado, predicaban cada día, los llevaría el fervor de aquella primitiva cristiandad; pero hoy están tan resfriados los pueblos y los ánimos tan tibios que en grandes festividades, con grandes predicadores, vemos nuestras Iglesias despobladas.

»Este pueblo que yo sirvo es muy numeroso: predícanse en mi Catedral, en tiempo de la Cuaresma, tres sermones cada semana; y cuando más crecido es el auditorio, no pasa de seis personas... Y yo conozco a un señor obispo de las Indias, que atronó a Lima con sus sermones: y a la verdad tiene listas de gran predicador. Oyéronle con mucho gusto en su Obispado y continuó tanto el púlpito, llevado de su celo, que el pueblo entibiado y entrando en hastío, se retiró de manera que ya para que le vayan a oír se vale de la excomunión"7.

»Quien, con este desgaire habla de sí mismo y tan saleroso es en calumniarse, era el Obispo de más afable   —63→   trato, así porque le nacía de su carácter el ser con todos asequible y llano, como por haber afectado siempre la más singular modestia, en un grado que llega a manifestarse vano en el mismo desprecio que hace de toda vanidad: leve defecto que dan a las obras de Villarroel un tinte tan agradable como original, a cuya luz se descubren no solamente los hechos de su vida, sino aún las interioridades de su alma.

»2.- Esta idiosincrasia de Villarroel permite escribir los menores rasgos de su vida, sintiendo las mismas impresiones de su alma, pues tuvo a bien reflejarlas con tanto candor en sus escritos, que si se engaña la modestia, la sinceridad encanta y admira. Al lado de la Catedral vivía el obispo Villarroel en un palacio que parece haberlo él mismo arreglado y dispuesto y que, según relaciones de escritores de la época, constaba de "un curioso jardín y muy alegres piezas y cuartos altos y bajos y soportales de ladrillo con corredores a la plaza principal de Santiago".

»A pesar de las comodidades de esta habitación, el Obispo vivía muriendo en Chile a consecuencia de sus grandes fríos, de forma que «en días de sol, dice él mismo, me retraía a mi aposento valiéndome de la luz del candil, sin que veinte antepuertas pudiesen valerme del aire; porque nadie se puede defender del ambiente"8.

»Este forzoso encierro a que el clima de Santiago reducía a su pastor, le fue, en cierto modo, muy favorable al cultivo de las letras que por lo general buscan la soledad y viven del retiro. Los primeros años del episcopado de Villarroel fueron los más fecundos en producciones literarias: pues, encerrado en su alcoba, vivía sólo en compañía de sus libros, sin interrumpir sus estudios, sino por asuntos propios de su dignidad.

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»No obstante ser de un carácter en extremo amable e insinuante, Villarroel cultivó muy pocas relaciones. Sea por su afición particular al estudio, sea por fervor monástico, o bien fundada suspicacia en el trato de la sociedad de entonces, es lo cierto que este obispo de Santiago, aparte de algunas amistades de estricta etiqueta y cortesía, como lo fueron siempre los Oidores y los Prelados de Órdenes Regulares, redujo su intimidad y confianza a un círculo muy limitado de personas eclesiásticas, únicas que tenían amplia entrada en su palacio.

»Entre éstas ocupa el primer lugar el padre Luis de Lagos, su compañero de hábito y profesión, por cerca de treinta años, su Limosnero y Secretario, su Confesor y Visitador General del Obispado. De él dice Villarroel que es "digno de toda estimación por su gran fidelidad tantos años experimentada de mí y por su grande virtud, tan notoria en España como en las Indias".

»Segundo en la confianza, aunque primero en la dignidad, fue el doctor Francisco Machado de Chaves, su Provisor y Vicario General, de quien hace este sentido elogio: "Con ser también Comisario de la Santa Cruzada, viene al Coro con calentura, y el Facistol no es más asistente en él: que la modestia y virtud parece que no pueden pasar de ahí"9.

»Gozó de toda la estimación de Villarroel el padre Bartolomé López, de la Orden de Santo Domingo, de quien el Obispo dice así: "Hícele mi Visitador General y es varón de grandes letras criadas en Salamanca, y es él el solo Seminario de las que goza su Religión en estas Provincias tan dilatadas, porque es maestro de cuantos hoy las profesan.

»Vi, que visitaba sus religiosos con aquel espíritu primitivo con que Santo Domingo y su grande sucesor Jordán visitaban su ilustre Religión, y quise, para   —65→   cuando visitase yo, tener en él un buen ejemplar, y visto de manera que no puedo llegar allí. Celó mucho las honras de los clérigos; remedió los pecados sin ruido, y a los curas los dejó reformados y contentos. ¿No fuera gran dispendio de los Obispos no valernos de tales religiosos?"10

»Por algún tiempo ocupó un distinguido puesto en el gobierno y dirección de la Diócesis un deudo inmediato del Obispo, un hermano suyo, el doctor don Juan Ordóñez de Cárdenas11, Cura Rector de la Iglesia Catedral, Rector del Seminario y Visitador General del Obispado. Mas un caso doloroso e imprevisto, que veremos adelante, vino a separar del lado del señor Villarroel a este hermano, cuya compañía le era de tanto alivio y descanso. (Véase el episodio en nuestra Selección).

»No fue éste el único miembro de su familia que acompañara al Obispo en Chile: una señora, hermana suya, residía por algún tiempo en Santiago, tomando una hija de ella el velo de monja agustina en el Monasterio de esta ciudad, honrando aquel acto el señor Villarroel, con su presencia y su elocuente palabra.

»Mas, todas estas razones de parentesco nunca fueron parte para que el Obispo, olvidado de su austeridad monacal, les diera a estas señoras habitación en el palacio; pues, como el mismo Villarroel escribe: "es cosa decentísima y digna de alabanza, que los Obispos no tengan consigo, por santas que sean, sobrinas ni hermanas.

»Muchos inconvenientes pudieran apuntarse de tener hermanas los señores Obispos en sus palacios. Tener un Obispo parientes principales en su casa y no fiarles la superintendencia, es dudar de sus virtudes; y dársela, es poner tutores apretados a los pobres. Y   —66→   deudos codiciosos con ánimo de hacerse ricos, poco ayudarán al Prelado.

»Y porque lo digamos todos: ¿es inconveniente pequeño un comercio forzoso entre las criadas de las hermanas y los pajes del Obispo? ¡Oh que son viles!.. El argumento que dice que son necesarios en Palacio los ministerios mujeriles, porque los hombres son inhábiles para cocinar, amasar y otros. A esto se responde que en las cocinas del Rey y de los señores no presiden mujeres. Yo me crié en un Convento de doscientos frailes, y todas las oficinas las gobernaban hombres.

»Al otro argumento que se alega del buen cobro de la hacienda, los robos que se estorban habiendo una mujer que entienda en las cosas de la casa; yo soy tan ruin que llego a sospechar que añadiéndose a la familia una mujer, se añade contra las temporalidades un enemigo más.

»Oí al señor marqués de Montesclaros, virrey que fue del Perú, que había un loco en Sevilla, y que su locura tenía un notable tema; persuadir que él era la Santísima Trinidad. Era Asistente del Marqués; y viendo al loco hecho pedazos, le dijo: ¿Si tú eres la Trinidad, cómo estás tan roto? Y respondiole: ¡Eso es, Señor, porque somos tres al romper! Fácil es la aplicación"12.

»En concepto del obispo Villarroel no existe razón que sea aceptable y que aconseje a los Prelados tener en Palacio algunas mujeres, siendo lo más plausible en toda ocasión prescindir de ellas, aun en aquellos ministerios en que el derecho lo permite; y aún en aquellas mismas circunstancias, que en el parentesco aleja toda nota o maliciosa sospecha. ¡Tanta fue la austeridad de vida de este obispo de Santiago!

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»No se vaya a creer, sin embargo, de la exclusión sistemática de toda clase de mujeres de Palacio, que éste se hallase poco menos que desierto, pues, como graciosamente lo dice el mismo Villarroel, "consta mi casa de treinta personas, y entre ellas de pajes y muchachos, que por los rincones se quedan dormidos". Y estos pajes, a que suele aludir, eran hijos de las familias más nobles del país, que tenían a honra entonces ponerlos bajo la inmediata tutela de un Príncipe de la Iglesia.

»Por otra parte, al lado de la austeridad monástica del Obispo brillaba la modestia del más pobre menaje de casa. Villarroel no tuvo carrozas ni libreas; su carruaje no pasó de ser carreta y su lacayo, carretero, según el mismo Obispo lo dice con estas palabras: "Y en cierta cortedad que usó conmigo el Cabildo, sobre no pagar los portes de mi carruaje, enfadose el Chantre mucho, y en presencia de sus compañeros, denunció de las cuartas que me debían; exhibiéronlas al punto, y pagó el Chantre con ellas a los carreteros"13.

»Y el marqués de Baides, refiriendo las peripecias de la Visita famosa del señor Villarroel y de la desaparición de seis indios juntamente con los bueyes conductores del convoy episcopal, dice: "que se le desviaron las carretas", para significar "aquel tan grande desacato cometido en la persona del Obispo y de toda su familia"14.

»El Obispo Villarroel, recién llegado de Europa, en donde había visto el brillo de la Corte de los Reyes de España y la magnificencia de los Prelados de la Iglesia, siempre complacido recordaba la modestia de los de acá, que tanto les hacía entonces asemejarse a los primeros pastores de la primitiva Cristiandad.

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»Así con singular gracia y naturalidad refiere que poco antes que él llegase a Panamá, el Presidente de esta ciudad "había visto pasar por allí sólo un Prelado; y que le había visto con las alpargatas y calzones blancos, con que pasó los ríos y los vados de Portovelo". Y del obispo de Trujillo cuenta del mismo modo, que "solía ir tan solo, que sólo le acompañaban su bordón y un perro; y que sentándose en un poyo de la calle, una vez le dijo a una vieja que estaba vendiendo ciertas baratijas: 'Descálceme, madre, y cúreme esta pierna que me aflige esta llaguilla'. Hizo ella con mucho gusto lo que le pedía, y él con más volvía a su palacio"15.

»3.- Estos cuadros de primitiva sencillez, pero, a la verdad, demasiado naturales, nunca pudieron tener cabida en Obispos, como Villarroel, de una cultura esmerada y fina, a pesar del religioso abandono con que, sin ajar su dignidad, trató siempre su persona. Hablando de sí mismo, en cierta ocasión, dice: "Yo conozco mucho un Obispo que sólo cuando da vive con gusto. Tienen dos mil transformaciones sus vestidos; cuando por roto y cien veces remendado está insufrible el manteo, hace, como dice el vulgo, de aquella capa un mal sayo, porque a lo remendado no pudo hurtarle el cuerpo. Trae unas medias de lana; y unas con millares de puntos mal cogidos, le sirven seis inviernos"16.

»Y en otra parte se expresa así: "Un hilo no he trocado de mi hábito, y no me distingo en el vestir de un lego, no juzgando que sea incompatible con la dignidad episcopal ni lo ancho de las mangas, ni otros padrastros de los hábitos de los Religiosos Agustinos; porque trocar el Obispo religioso su hábito, dejar totalmente la forma de él, no es loable, antes induce menos estimación, desdice algo de la prudencia y circunspección del que ocupa tan alta dignidad; lo cual se prueba por la voz   —69→   universal con que se murmura de los Obispos que dan de mano a sus hábitos, y el general aplauso con que celebra el mundo a los que en traje se conservan religiosos.

»Don fray Luis López de Solís, fraile de mi religión, habiendo sido provincial en la Santa Provincia del Perú, le sacó Dios por su Santidad a ser tres veces Obispo, con general aprobación del mundo, del Paraguay, Quito y las Charcas. Fue grande limosnero, dando a los pobres, no sólo sus rentas, sino sus alhajas; lo halló un día su camarero desnudo, remendando su hábito. Lastimose el buen criado mucho de aquella santa avaricia de su dueño, y suplicole que no se ocupase en un tan humilde ejercicio, y que de la Mesa Capitular estaba caído un tercio de que podía hacer cien hábitos de brocado.

»Idos con Dios, le respondió el Obispo, que yo soy un pobre fraile y mayordomo de los que no lo son. Ese dinero no es mío; con este hábito vine a ser Obispo; y habiéndole pedido a Dios que me entierren con él, si no lo remiendo, no lo hará sin milagro.

»Los que de Senadores o grandes caballeros se trasladaron a Obispos, pueden usar mayor fausto; pero si no tienen patrimonio han de saberse moderar, considerando: que tienen pleito de acreedores, y que están mejor graduados los pobres que todas las humanas vanidades, porque la Iglesia no tiene sus tesoros para que los Obispos luzcan, sino para que no perezcan los pobrecitos a manos de sus necesidades"17.

»4.- Un Obispo que así comprendía sus deberes y que así, en beneficio de los pobres, cercenaba el fausto en el vestir, tiene derecho a que se le crea cuando al hablar de la frugalidad de su mesa escribe: "Como de   —70→   un plato solo; y mis criados todos andan de la misma librea que su amo, que no atesora, ni tienen más gastos que socorrer los necesitados".

»5.- Un Obispo que, como Villarroel, se excedió ciertamente en sus limosnas a los pobres, debe ser admirado, cuando al hablar de su modesta alcoba, dice: "Tengo una cama de un galgo; y es de algodón un pabellón muy vil, no tanto para abrigar, como para encubrir, porque la cama no es para ver"18.

»6.- De esta manera se comprende el sentido de profunda veneración que encierran aquellas palabras del marqués de Baides, cuando al obispo Villarroel le dice: "Vuestra Señoría tiene tasadamente cuatro mil pesos de renta: y da, cada año, tres mil de limosna. Su vestido es el mismo hábito del señor San Agustín, con que entró en este Obispado; y le vemos tan remendado como el del más pobre capuchino. No tiene carrozas, ni aparatos de casa; y por eso sé que a un clérigo, llamado Bueso, porque le vio una necesidad le dio su vestido interior, rogándole que lo callase; y él lo divulgó con lágrimas en toda esta tierra. Va Vuestra Señoría al hospital cada mes, cargado de dulces y de dineros. Da a cada cama su limosna; y al pobre que está más asqueroso le sirve de rodillas, y le da de comer con su misma mano"19.

»7.- Acciones tan dignas de un Obispo están corroboradas por el testimonio de todos los personajes más notables de aquella época.

»Don Pedro Machado de Chaves, Oidor jubilado de la Real Audiencia de Chile, hablando de Villarroel, se expresa así: "Las virtudes que más en él me llevan a mí los ojos y arrastran los de esta ciudad de Santiago, son sus limosnas espirituales y temporales:   —71→   con aquellas enseña sus ovejas, sin perdonar, riesgos de la vida, por comunicarles la luz y sal de su doctrina, ni trabajo, predicando y leyendo a sus clérigos Teología Moral, con mucho aprovechamiento suyo y ejemplo público; con éstas socorre sus pobres con tanta abundancia y generosidad, que parece milagro en un Obispado tan pobre, que apenas tiene la congrua.

»Dejo lo ejemplar de su vida, lo templado en su sustento, lo modesto en su persona, lo eficaz en su doctrina, lo abrasado de su espíritu, lo singular en lo casto, la igualdad en lo sufrido, la constancia en su gobierno, la grandeza en la silla, el incansable trabajo de las Visitas en que tantas veces ha arriesgado su vida"20.

»El señor Fiscal, Protector de los Indios, don Antonio de Laguna, en una carta suya le decía al obispo Villarroel: "A la virtud de pacífico, se une en Vuestra Señoría la de caritativo y limosnero; y en su extremo, sea el menor encarecimiento dar de limosna las tres partes de su renta, dejando la menor para su congrua; y considerando lo mucho que en Vuestra Señoría resplandece esta virtud, hallo que deja de tener caridad consigo mismo, por tenerla con los pobres"21.

»El padre Jacinto Jorquera, Provincial de los Dominicanos, escribía a Villarroel: "Por esta marca conocería yo a Vuestra Señoría entre todos los señores Obispos de las Indias: porque teniendo tan corta renta, da mucho, pues la da toda. Trae unos hábitos muy remendados, con unas medias de lana, viviendo mucho más pobre en el Obispado, que vivía en su Convento; el Pectoral y el Anillo se han visto muchas veces empeñados en tiendas y en casas de juego, porque   —72→   faltándole a vuestra Señoría dinero los sábados cuando reparte su limosna a más de doscientas mujeres, no ha tenido más recurso para hacerlas bien, que empeñar las santas insignias de su apostólica dignidad"22.

»El padre Francisco Rubio, Provincial de los Franciscanos, a su vez, dice de Villarroel: "Hable todo el reino de Chile, ponderen todos tantas limosnas, tantos beneficios recibidos, que acertarán quizás, aunque lo dudo, que lo caritativo, lo piadoso, lo franco y liberal de Vuestra Señoría es soberanía grande para la corta esfera de la más viva ponderación.

»Es Vuestra Señoría el padre común de todos: y siéndolo y estando a su amparo, no hay quien se llame huérfano. Dejo de referir las gruesas limosnas por no sacarle a Vuestra Señoría los colores al rostro: publique su pecho generoso el Hospital de San Juan de Dios, donde cada sábado acude a dar de comer a los pobres; testigo yo que he visto muchas veces a Vuestra Señoría estar de rodillas, ministrándoles el alimento"23.

»El padre Alonso de Aillón Bela, Provincial de los Agustinos, quien conoció en Lima a Villarroel de simple religioso, y por consiguiente mejor informado que los demás, dice de él: "El ser piadoso y limosnero no parece en Vuestra Ilustrísima obligación, sino naturaleza".

»Cuando religioso, partía de su corto depósito con los pobres; y algunos, viendo que era poco lo que tenía y que carecía de lo que daba, se admiraban diciendo, que aquella caridad vendría bien cuando fuese mayor el caudal. Después que le ha puesto, Nuestro Señor a Vuestra Ilustrísima en la Silla Episcopal, parece que con sus limosnas responde a los que le notaban Fraile, que ya es Obispo, que le dejen ejercitar su natural piadoso y su encendida caridad.

  —73→  

»¿Qué huérfano no halló amparo en sus paternales entrañas? ¿Qué viuda le ha representada necesidad, de que no se haya conmovido, procurando el remedio de ella? Testigo es la pobre madre del Beneficiado Diego de Alegría, que viéndola Vuestra Ilustrísima cargada de años y enfermedades, sin tener un rincón en qué albergarse, le mandó cercar una cuadra y hacer vivienda en ella con su misma gente, quedándose todo aquel tiempo sin un esclavo que le sirviese en su palacio, queriendo más que faltase a la ostentación de la dignidad, que a la caridad de sus piadosas entrañas. Justamente se llama la cuadra del Obispo: título que le solicitó la piedad de tan benigno Pastor, de tan amable Padre.

»Con menos de cinco mil pesos de renta hace Vuestra Ilustrísima tan grandes limosnas que, tiene por día infelice el en que no ve su palacio lleno de pobres, reservando apenas la cuarta parte para la obligación de criadas y casa. ¿Quién pone los ojos en su hábito, que no confiese esta verdad? Juzgan a Vuestra Ilustrísima, no por Obispo, sino por un fraile agustino pobre, pues sin mudar el hábito, viste lana, como el más observante: y aun parece no haber salido de la Religión, según tiene el celo en sus aumentos"24.

»8.-Y no vaya a creerse que las obras de misericordia del obispo Villarroel se dejaban ver sólo en el socorro de infelices pordioseros, poniendo en sus manos modestas sumas, porque el mismo sentimiento generoso se admiró en este Prelado, cada vez que, exhausto el erario de los Reyes de España volvían sus ojos a América, en solicitud de subsidios para su monarquía.

»Encomiando este patriotismo de Villarroel, a la vez que encareciendo su admirable desprendimiento, el   —74→   marqués de Baides dice: "Vimos a vuestra Señoría en un donativo vender su Pontifical: y resistiéndolo los señores Oidores y yo, porque sabíamos sus muchas limosnas, y lo poco que vale su renta, arguyó contra nosotros, y añadió otro gran retazo, dando, por sí solo en dinero, otro tanto como dio su Cabildo".

»Y después sustentó de carnes, dando en pie las reses, a doscientos soldados, que envié de socorro al puerto de Buenos Aires. Y habiéndome valido de la industria y de la autoridad de Vuestra Señoría para que animase a otros para el donativo, les habló en sus casas y en los púlpitos.

»Y ahora nuevamente ha ofrecido gran cantidad de harina para el socorro del Presidio de Valdivia. Y en esta materia pudiera decir muchas cosas, en que ha mostrado Vuestra Señoría cuán de corazón ama y sirve a Su Majestad"25.

»Y bien sabido es que, en aquellos tiempos, la Majestad del Rey era la tutela de la Patria y la salvación de los pueblos.

»9.- Los únicos extraños a la munificencia de este obispo de Santiago fueron su propia persona y la de sus parientes; pocos, como Villarroel, han aborrecido el nepotismo.

»En cierta ocasión debiendo de sentenciar contra su propio hermano, el doctor don Juan Ordóñez de Cárdenas, lo hizo con tanto rigor, que apelada la sentencia al Metropolitano, el arzobispo de Lima escribió al señor Villarroel estas notables palabras "Más quisiera ser su enemigo, que su hermano".

»Y por otro hecho que tiene relación con este mismo hermano, decía a Villarroel el Fiscal, Protector de Indios, don Antonio de Laguna, las siguientes pa labras: "Reprende San Gregorio los Prelados que anteponen   —75→   sus deudos y parientes a otros. Bien pudiera Vuestra Señoría, sin incurrir en esta nota, cuando tan conocidas son las dotes del doctor don Juan de Cárdenas, su hermano, letras, virtud y méritos, haberle hecho merced de la Capellanía de cuatrocientos pesos de renta, que impuso el señor obispo don Diego de Medellín; y sin atender a sus incomodidades, quiso más acomodar en ella tres sacerdotes pobres, que a su propio hermano, dejando de tener, como dije, caridad consigo mismo, por tenerla con ellos"26.

»10.- Este desprendimiento que tuvo el obispo Villarroel por los suyos y olvido de su propia persona están retratados en aquellas palabras con que contestó a los que parecían sugerirle la idea de poder costearse un mausoleo a su memoria, alegando que varios Arzobispos de Lima habían hecho igual cosa en sus Catedrales; a lo cual el obispo de Santiago contestó: "Digo que eso es muy justo; pero en eso no he dudado, porque pienso enterrarme donde se entierran los negros y los indios. Los Obispos que dejan en mármoles sus memorias, hagan esas diligencias".27»





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ArribaAbajo Dilucidación de algunos datos biográficos

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Hay, entre sus numerosos biógrafos, discrepancias acerca del lugar y del año de su nacimiento; 1592, o 1587, en cuanto a la fecha; Quito, Lima y aún España, su cuna.

Abundan las fuentes antiguas que le dan por nacido en Quito. Sus contemporáneos, muchos de los cuales lo trataron y conocieron en vida, le atribuyen sin vacilación esa nacionalidad.

Especialistas posteriores la confirman. Entre estos Nicolás Antonio, en su Bibliotheca Hispana Nova, escrita en latín y publicada por primera vez en Madrid, el año de 1783. (Véase la letra G).

Y luego Antonio de Alcedo, quiteño él mismo y por lo tanto informado de cerca. En su Diccionario de Autores, todavía inédito, léese: «Villarroel fray Gaspar de, nació en Quito del Reino de Quito, y después de haber estudiado humanidades en ésta, pasó a la de Lima, etc.» (No confundir este diccionario inédito, con su otro diccionario en cinco tomos publicados sucesivamente de 1786 a 1789, en Madrid, bajo el título   —80→   de Diccionario Geográfico Histórico de las Indias Occidentales o América, obra muy consultada o conocida de muchos.)

Por los numerosos vacíos dejados en blanco en el manuscrito de este Diccionario inédito, se ve que esperó ir llenándolos, hasta la vejez. Sin duda en su Gobierno de la Coruña, donde falleció, de 77 años, carecía de facilidades de información bibliográfica. Así enumera pocas de las muchas obras de fray Gaspar, y, de las principales menciona sólo el Gobierno Pacífico. Sabía sin embargo cuánto valían sus libros y lo dice en estos términos «Obtuvo todos los honores de su religión, pasó a España y el éxito que tenía su virtud y literatura le hicieron Predicador del Rey, que desempeñó con el mayor aplauso. En premio de su mérito lo presentó Su Majestad para el Obispado de Santiago de Chile, de donde pasó al de Arequipa. Fue promovido luego al Arzobispado de Charcas y murió allí en 1665, de edad de 73». No trae la fecha del nacimiento, pero, de la edad que le señala a su muerte, se deduce que lo creía nacido en Quito en 1592, precisamente el año que el padre Maturana le asigna. ¿Dedújolo el padre Maturana de este cálculo? Fúndalo más bien en este razonamiento:

Partiendo de la frase en que Villarroel explica sus temores al temprano ejercicio episcopal, diciendo: «Como me entré de fraile tan niño», el padre Maturana deduce que Villarroel tenía sólo diez y seis años, en 1608, año en que profesó, siendo los diez y seis años de edad el límite mínimo de la edad canónica. Que de haber profesado de 20 años, ya no habría sido «tan niño» como él dice.

Reconoce el padre Maturana que «casi todos los historiadores suponen haber nacido Villarroel en 1587», fecha que le haría tener 20 años cuando tomó el hábito y 21 cuando profesó.

Esta diferencia de 5 años entre las dos fechas probables, no hace al caso el detenernos a dilucidarla. Nos atenemos a la fecha 1587 como autorizada por   —81→   mayor número de autores y porque se ajusta más a las fechas de las etapas en su carrera.

Además, aunque no nos parece muy convincente la fuerza probatoria de ese «tan niño», expresión acaso meramente aproximativa en la frase de Villarroel, es darle un significado de precisión que no tiene para estricta cronología.

Lo importante es que historiador tan puntual como el padre Maturana lo da por nacido en Quito.

A la declaración explícita, y decisiva, del propio Villarroel: «nací en Quito», no cabe oponer objeción o duda alguna. Más bien aquello de «en casa pobre, sin tener mi madre un pañal en qué envolverme», ofrece al padre Maturana dudas que compartimos.

Sin embargo de ser dirimente esa aseveración de Villarroel acerca del lugar de su nacimiento, algunos autores se apartan de ella, por no haberla leído en su fuente. Los hay que le hacen nacer en Riobamba, algunos en Lima, otro en España. La misma divergencia de esas suposiciones las desvirtúa. La verdad es una y ellas son muchas. Meras conjeturas o derivación de fuentes inseguras.

Así, en el Perú, el enciclopédico y revuelto polígrafo Peralta Barnuevo, y aún don José Toribio Polo, posteriormente, anduvieron algo confusos al respecto. Lo dan por riobambeño a pesar de que el padre A. Córdova y Salinas, cronista limeño del Convento de San Francisco en el Perú, dice que Villarroel nació en Lima.

Pero en un antiguo Catálogo Peruano, que enumera y describe las obras de Villarroel existentes en la biblioteca del bibliófilo Luis Montt, se lee, cerca del lugar: «Punto es, este último, excusado, puesto que Villarroel mismo escribió: "nací en Quito"».

Entre nosotros, nuestro primer historiador, el padre Juan de Velasco, nada dice de fray Gaspar, a pesar de que habla largamente de la familia Villarroel,   —82→   en su Historia de la Compañía de Jesús (página 397), inédita hasta hace poco.

Refiérese al Venerable Nicolás de Villarroel, quien, «siendo de la primera nobleza y hallándose de Alcalde Ordinario de Riobamba, fue llamado por Dios al humilde estado de coadjutor». Curioso es que no mencione en este pasaje al más ilustre de los Villarroeles. ¿Será porque no era de esta notoria familia riobambeña? Sin embargo también él, fray Gaspar, era un noble.

Don Pedro J. Lizarzaburo, lo hace nacer en Riobamba. No por riobambeño él mismo, ni inducido, como podría creerse, en error por patriotismo lugareño, sino con argumentos de verosimilitud bien traídos, en una disertación pronunciada en Riobamba en 1893, notablemente compuesta para una época en que ya había venido tan a menos el gusto de la dicción correcta y el juicio llano pero bien asentado en razones. Publicada en opúsculo rarísimo, casi desconocido, que posee don Carlos Manuel Larrea en su magnífica biblioteca -me ha sido dable leerla gracias a nuestro infatigable bibliófilo, sobrino nieto de don Pedro-, parentesco que facilita la explicación de tal hallazgo. Hela leído con placer y detenimiento, pues está escrita con bastante conocimiento del por entonces casi desconocido fraile, que entre nosotros cobró notoriedad sólo desde 1943, fecha de iniciación de la Selección de Clásicos Ecuatorianos, pronto interrumpida y hasta ahora no reanudada.

Lizarzaburo se inclina a aceptar la dudosa versión de haber nacido fray Gaspar en Riobamba. Entre otras razones aduce la de hallarse, en un plano antiguo de la ciudad, señalado el sitio de la casa y solar de los Villarroel. Afirma, con el padre Velasco, que eran de la nobleza avecindada ahí. Parece corregir el olvido del antiguo historiador, que hemos anotado al cotejarlo con lo que dice del humilde lego Nicolás de Villarroel, que murió en olor de santidad y cuya vida y milagros relata Velasco sin acordarse del otro varón   —83→   de ese nombre, muy más ilustre en obra y dignidades y virtudes.

Bien es cierto que el padre Velasco no tenía por qué hablar de un fraile agustino siendo esa Historia suya relativa únicamente a los jesuitas del Reino.

Para resolver la contradicción que habría en hacerlo nativo de Riobamba cuando el mismo fray Gaspar dice: «nací en Quito», Lizarzaburo observa con mucha habilidad que el vocablo «Quito» designaba todo el territorio del antiguo Reino, y se aplicaba indistintamente a cualquiera de las regiones que lo componían. Da a entender, por consiguiente, que cubriendo el gentilicio «quiteño» a todos los nacidos en el Quito, no pensó Villarroel en la apelación parcial de la ciudad capital sino en la general del país entero.

Pero cabe muy bien redargüir del modo siguiente: lo que le pidió el padre Bernardo de Torres a Villarroel, era que le enviase datos biográficos, es decir precisos en tal sentido y para tal objeto. De suerte que, al contestarle Villarroel: «nací en Quito» y añadir «en casa pobre, etc.», claro que se ve que al mencionar «su casa», se refirió al lugar en que ella se hallaba, casa pobre y desmantelada en ausencia del padre que de Quito salió para España.

Deduce Lizarzaburo que Villarroel pensó automáticamente en el país primero que en la ciudad del mismo nombre. Más natural es el proceso inverso. Tanto más que, al pensar en su cuna, si ésta hubiere sido Riobamba, la habría nombrado y habríala ubicado en el Reino; lo cual no hacía falta en el otro caso, que habría parecido redundancia decir «Quito en el Reino de Quito», pues que el nombre del Reino iba implícito en el de su conocida capital.

Que posteriormente algunos, entre otros el padre Lanteri, hayan tenido por riobambeño a Villarroel, se explica por la ambigüedad del sentido que pudo atribuirse, por extensión, a la cuna de todos los del mismo   —84→   apellido vecinos del Reino, tomando de Velasco como genérico el dato concerniente a los Villarroel de Riobamba. Con frecuencia se repite lo ya repetido sin acudir a la fuente primera.

Apenas si será de anotarse que Lizarzaburo presume que el padre Lanteri «haya visto quizá la fe de bautismo de Villarroel», pues que, a diferencia de los demás biógrafos, le da dos nombres de pila: Juan Gaspar.

Ni tampoco parece de tomarse en cuenta un pequeño dato que me ha indicado el mismo señor Carlos M. Larrea, de haber encontrado en una Monografía de la Provincia de Chimborazo la noticia de la partida de nacimiento de Gaspar en Alangasí, aldea rural del cantón Quito, cercana a la capital.

Don Pedro Lizarzaburo decía, pues, que Villarroel era quiteño, sí, pero de los nacidos en Riobamba; porque en el siglo XVII, y antes, y después, hasta el primer tercio del siglo XIX, se llamaban quiteños todos los nativos de la Audiencia de Quito, cualquiera sea su región de origen, dentro del antiguo Reino. Lo decía en 1893, cuando todavía la nación entera recordaba su nombre primitivo, abolido tan sólo en 1830. Y lo decía, siendo riobambeño, no para apropiarse él mismo del gran fraile Gaspar, por regionalismo entonces inexistente, sino porque gustaba de razones bien asentadas, pruebas bien aducidas. Fundábase, pues, en que el propio Villarroel, de estirpe y familia ilustres, que tenían su solar en Riobamba, bien pudo decir como lo dijo -aunque nacido en Riobamba- «nací en Quito, en casa pobre sin tener mi madre un pañal en qué envolverme porque mi padre se había ido a España», pensando Villarroel instintivamente en el que era su país, que era lo esencial, antes que en su ciudad, que era en este caso lo accesorio. Tan general era entonces esa denominación, que Villarroel no pensó necesario aclarar, como lo hizo, por ejemplo, el geógrafo Antonio de Alcedo, al decirle nacido en Quito, añadiendo: «del Reino de Quito».

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Sobra tenemos de referencias acerca del lugar de su nacimiento. Desde luego la de Alcedo.

Don Pablo Herrera le da por nacido en Quito el año de 1587.

En su Ensayo sobre la Historia de la Literatura Ecuatoriana, publicado en 1860, dedicó a Villarroel cinco paginillas de breve formato. Renovó y amplió su noticia en un artículo del año 1893 (Revista Ecuatoriana, n.º XLIX). Ambas versiones concuerdan, pero de la segunda aparece que Villarroel hubiese vuelto de Lima a Quito para graduarse en la Universidad de San Gregorio Magno, después de haberse graduado en la célebre Universidad de San Marcos, y de haber dictado en el Callao, Teología Escolástica y Positiva.

El erudito don Pablo seguramente comprobó en persona ese dato en los registros de nuestra Universidad gregoriana.

No dice cuánto tiempo habrá durado esta visita del joven ordenado ya in sacris.

Regresó sin duda pronto a Lima, donde, habiendo vacado una de las Cátedras de Teología, se presentó a oposiciones, en competencia nada menos que con el doctor Pedro de Ortega ya famoso, quien lo venció en lid de mucho alboroto por calles y claustros, como solían serlo en su tiempo las reglamentarias oposiciones: un acontecimiento público.

El mismo padre Villarroel, años más tarde, habló de ésta graciosamente, en una de sus Domínicas de Adviento: «Entró un valiente airosamente en la lucha y derribele de una zancadilla. Opúsose el docto a la Cátedra, admiró con el argüir, pasmó con el leer, arrastrose la afición popular. Atravesósele o el soborno o el favor. Y cuando le esperaba el triunfo, juzgando el aplauso común, sale el Bedel a publicar la Cátedra por de el menos bien visto opositor. Vienen sus amigos con él y arrebata la Escuela el que perdió la suerte; logró los vítores quien mal logró las demostraciones.   —86→   ¿Qué es esto? ¿Aplausos a un hombre vencido? ¿O que ésta fue una desgracia? No por eso hemos de negarle los otros actos heroicos de que ha salido más bien». (Libro de Advientos, domingo XVI, discurso III, página 316).

En frecuentes pasajes pinta Villarroel los sinsabores habidos en su carrera, afortunada a pesar de todo. Véanse en la Selección que aquí damos de sus escritos los casos referentes a un sermón suyo, en que un «Obispo poco frailero» le «quitó el púlpito» por medio de un Auto al creerse aludido en una «cláusula tan comedida que se la puede decir al Papa»; como asimismo quedó «baldado para el púlpito» de otra parroquia a causa del sermón que pronunció a pedido de los comediantes en la fiesta patronal de su Cofradía: «lo que me valió aquel sermón fue quererme apedrear» por no haber adulado a «aquella canalla».

«No llamo yo predicadores sino a los que dicen verdades», afirmó el propio Villarroel. Predicador de la Real Capilla, les dijo ahí a los Reyes verdades, sin embozo, pero sin insolencia, y Felipe IV, llamado el Grande, le tuvo por lo mismo en tan alta estima, que lo presentó para obispo de Chile.

No fue fácil que llegara Villarroel a tan patente categoría. Tuvo en la Corte valedores, entre ellos el Conde de Castrillo, quien como ya lo vimos no paró hasta lograr que predicase ante la familia real y se le nombrase predicador de Su Majestad.

«A mí me hicieron Obispo por predicador, y sé del arte lo que basta para apacentar mis ovejas», dijo, entre otros datos biográficos, en su libro del Gobierno Pacífico. Y en la dedicatoria de sus Historias Morales,   —87→   al mismo señor García de Haro, se lo recordó agradecido: «Yo, señor, solo, sin favor ni deudos, nacido más allá del mundo conocido, hallé en Vuestra Excelencia un grande amparo. Honró tanto mis cortas letras que... hizo consulta a Su Majestad para que me hiciese su predicador, cosa que ese Supremo Real Consejo de las Indias no hizo en otra persona».

Cosa que no podía naturalmente dejar de sorprender y de molestar a algunos y de agradar a otros. Oyó por ahí a un español decir: «Estoy asombrado al ver que un americano, esto es un indio, sea tan blanco y hable tan bien el castellano». Blanco era por los cuatro costados y de buena cepa, emparentado con los duques de Maqueda28.



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ArribaAbajoApéndice

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Tal vez sea de algún interés para los curiosos de la formación de nuestra nacionalidad, tener noticia acerca del gentilicio que nos particulariza ahora, después de haber sido largamente conocidos con el nombre autóctono que llevábamos, durante más de tres siglos de historia hispánica y muchos más de prehistoria aborigen. Tocamos ya el punto, brevemente, con ocasión del argumento empleado por don Pedro Lizarzaburo, en su aserto de haber nacido fray Gaspar de Villarroel en Riobamba y haber sido por consiguiente «quiteño» al par que riobambeño.

La ambigüedad que hábilmente y con apariencia de verosimilitud hizo valer Lizarzaburo para probar que Villarroel era quiteño de Riobamba -igual que se habría dicho ahora ecuatoriano- no daba por entonces lugar a confusión alguna, como no la había ni la hay al decir México, nombre de la capital, sobreentendiéndose que el del país también es México, como comprendemos a Guatemala en Guatemala, o Salvador en Salvador o Panamá en Panamá, etc.

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Si más tarde se originó el cambio de nombre de «Quito» por el de «Ecuador», no fue porque hubiese confusión al decir Quito, capital Quito. Por la misma singularidad de tal cambio, es del caso puntualizar aquí ciertos efectos y derivaciones resultantes del cambio de nombre. De antiguo llamaban en efecto Quito a todo el territorio.

Nombre anterior a la conquista incaica: los incas respetaban las designaciones y costumbres tradicionales de los pueblos que iban conquistando. Conocido era Quito como tal a la llegada de los españoles, quienes continuaron durante tres siglos denominándolo Reino de Quito, Provincia de Quito, Audiencia y Corregimiento de Quito, Presidencia de Quito. Y bajo la advocación de «Quito» se proclamó le emancipación, llamando hacia ella a todas sus comarcas. Vino la República y sólo en 1830 se le buscó otro nombre, cual si el propio suyo no fuese genuino y ya históricamente consagrado en los anales americanos. Y se le dio por novelería el nombre más inadecuado, de adopción improvisada en uno de esos congresos nuestros, esporádicos, reunido en Riobamba a dictar, como nos ha acontecido a cada rato, una nueva constitución.

Nada justificaba el cambio de nombre de la nacionalidad. ¿Cuál el origen de esa veleidad, y por qué había de ser «Ecuador» el nuevo nombre epónimo?

Superpuesto al antiguo, como si con eso se hubiere querido borrar lo imborrable -una historia muy digna de respeto sin embargo- ni siquiera puede decirse que se iniciaba entonces una nueva era. No fue, como tantos cambios, sino otro «último día del despotismo... y el primero de lo mismo».

Ningún acontecimiento había sobrevenido de magnitud comparable al que en 1809 nos emancipó, elevándonos al concepto de nación libre y dueña de sí; el cual, al romper con el pasado, dejó empero intacto   —93→   el venerable nombre antiguo, que por lo demás, era el natural, propio y genuino.

Nada justificaba esa invención desnaturalizada. El nombre de «Quito» no era nombre adventicio. Venía de la prehistoria. Fue nombre preincásico, prehispánico, hispánico, el mismo que culminó en el primer grito de la Independencia, lanzado en Quito el 10 de agosto de 1809, fecha magna en nuestra historia, fecha de nuestra incambiable «Fiesta Nacional», a pesar de que, aún antes, ese grito liberador había sonado en conatos del siglo XVI y del XVII; de todas maneras antes que surgiera en los demás países americanos.

En lo tocante al nuevo nombre en si, dudosamente podría reputársele como remotamente evocador de un hecho científico notorio, pero, ajena, intrascendente y olvidado, cual fue el de la expedición que recorrió nuestro territorio enviada de París por su Academia de Ciencia, en el segundo tercio del siglo XVIII a medir trigonométricamente, sobre el terreno, el arco de meridiano que le interesaba para determinar la configuración de la tierra y fijar el punto de partida exacto de los grados de longitud, etc., operación que, por lo demás sólo se terminó un siglo más tarde, con la segunda Misión Geodésica francesa que vino, ya en nuestros días, a continuar los trabajos de la primera. Esos trabajos de alta ciencia en el siglo XVIII, dejaron ubicada la trayectoria del ecuador o línea ecuatorial en un sector de nuestros Andes, de lo cual resultó que la «línea», imaginaria, los cortaba a corta distancia de la ciudad de Quito, un poco al norte.

Construyeron los sabios franceses, en un valle cercano, una pequeña pirámide conmemorativa de su hazaña científica; pero la indiferencia de los nativos y de las autoridades españolas dejó destruirse pronto ese emblema. Apenas si sonó en esa época, entre los criollos, el vocablo, meramente técnico, ecuador, con que los académicos de París designaban en general la   —94→   línea ecuatorial, signo astronómico y geodésico abstracto. En las tertulias quiteñas se habló más, como anecdóticas, de ciertas disensiones entre dichos académicos y los marinos españoles Antonio de Ulloa y Jorge Juan, que la celosa Monarquía adjuntó a la Misión organizada por la Academia de París; las cuales discusiones volvieron difícil lograr que se insertaran los nombres de esos marinos en la columna recordatoria. Esas y otras hablillas, de tropiezos que tuvo el sabio La Condamine con las litigiosas autoridades coloniales, interesaban a los criollos en sus conversaciones más que el objetivo esencial de la Misión Geodésica, arduo de comprender con nuestra rudimentaria instrucción científica de entonces.

No fue pues el recuerdo de ese arco de meridiano, notorio a posteriori, lo que inspiró a nuestros congresistas el dar el nombre de Ecuador a su país.

Fue más bien -y el caso debió advertirles la conveniencia de apartarlo- el nombre que la Constitución Granadina había dado, sin consultarnos, cuando nuestro país formaba parte de ella, al territorio que entonces llamaron, desbautizándole maliciosamente, «Departamento del Centro o Departamento del Ecuador», en vez de llamarlo simplemente Quito.

Habría debido bastar eso para ponernos en guardia. Pero, no señor, aceptamos como bueno ese apelativo subrepticio.

Ni siquiera advertimos que tal nombre, ya de suyo insólito, y que marcaba, como marca de fuego, a la región circular de la zona más ardiente del globo, era del todo inadecuada para designar específicamente a un país frío en su mayor extensión, la más poblada de hombres en ciudades altas, comarca de sierras y nevados a profusión, donde, aún sus tierras bajas y su costa, si bien calurosas por tropicales, son de las más frescas en la zona tórrida: enfríales la corriente polar de Humboldt. A diferencia del mar Caribe, donde sus islas hierven de calor todo el año. La constante brisa de nuestras costas refrigera a sus habitantes   —95→   y, en verano, que es ahí la estación seca, hace en ellas hasta frío relativamente.

Mientras tanto, sabido es que, sobre todo el europeo, y en general las gentes de otras latitudes, al oír el término ecuador, imaginan una comarca donde se respira vaho de horno. De modo que, al oír el nombre de un país que se llama a sí mismo Ecuador, por antonomasia, imaginan con mayor razón, que debe ser el lugar más incandescente de la cintura de fuego que ciñe a todo el orbe terráqueo -otro Senegal, otra África ecuatorial, como la francesa- país, por lo tanto, propio para negros desnudos.

El suscrito se permite hacer aquí esta observación personal, por haber padecido, en Europa, del equívoco engendrado por la involuntaria analogía de este nombre con el genérico que abarca a otros países situados bajo el ecuador entre los Trópicos de Cáncer y de Capricornio. Sabido es asimismo, que el europeo reputa a toda la Zona Tórrida como hostil, a su salud y bienestar.

Que el nombre «Ecuador» induce en error o confusión, es un hecho: más de una vez lo he presenciado; sobre todo una: hallábame de Ministro plenipotenciario en Francia cuando se lanzó en la Bolsa de Valores por acciones el denominado Caoutchou de l' Equateur. Nada tenía que ver mi país con la explotación de supuestas riquezas, que resultaron, ubicadas en el Congo Belga. Tampoco tenía que ver con nada relativo a la «Afrique Equatoriale Française», país con el cual equivocaban frecuentemente al mío.

Ocasión fue esa, que me dio pie, en 1923, para una mise au point del lamentable error proveniente, es cierto, de ignorancia de la geografía, ignorancia de la cual acusamos particularmente a los europeos, sin percatarnos de la nuestra, que es igual o mayor o menos excusable.

Pero la ignorancia común de la geografía no era en este caso la causante del quid pro quo, sino la antedicha   —96→   -y desdichada- comunidad del nombre de nuestro país con el de la zona tórrida en general.

Se confundía así, a un país americano libre, con el de un protectorado de Francia en la porción llamada «Afrique Equatoriale». Se le creía, también al nuestro, país poblado de negros bozales, y ardiente e inhóspito, siendo como es, al contrario, país de blancos originarios de la misma Europa, y de indios puros, raza noble que edificó por sí sola imperios tan notables como el Incaico, o el de los Aztecas, o el de los Mayas, a lo largo del Continente vertebrado de norte a sur por la ingente Cordillera de los Andes, y en tierras cimeras del globo, en «la región más diáfana del aire».

País temperado el nuestro, sus valles, los más profundos, si bien son tropicales, no son ígneos como otro Congo; su clima no es abrasador y el del altiplano, deleitable. En cualquiera de sus provincias prospera el blanco, de tez sensible a la intemperie, empreteciendo menos que el andaluz moreno en su Andalucía, o el vasco cetrino en su Vasconia. El indio de tez cobriza no ennegrece a ningún sol quemante de las alturas de su puna. Por donde se echa de ver que era paradójico llamar Ecuador a este país de clima benigno aún en el bajío.

De haber tenido que cambiar de nombre, menos mal habría sido si lo hubiésemos escogido a la manera que lo hicieron otras naciones, para mejorarlo o para aclarar una denominación incierta, como, en Europa, la oficial de «Países Bajos» que siguen llámanse así comúnmente, pero distinguiéndose en ellos a Holanda de Bélgica.

O como, entre nosotros, la misma Colombia actual, por ejemplo: que después de haberse llamado en los primeros años de la Independencia, Estado de Cundinamarca, volvió a llamarse República de Nueva Granada, en recuerdo del nombre virreinaticio, cuyas glorias, si denegadas durante la guerra de Emancipación, perduraban al fondo de la formación de su nacionalidad;   —97→   igual que hizo el Perú al continuar llamándose como su célebre Virreinato; igual que México, e igual que Chile y otros y otros.

Si luego Colombia, trocó su nombre por tercera vez, fue para adoptar otro, pero gloriosa, el de la Gran Colombia, quitándole sólo aquel «gran» que cubrió bajo una sola bandera a la misma Nueva Granada, junto con Quito y con Venezuela, cuando las tres porciones del Virreinato formaban un gran Estado Republicano. Quedose Colombia con el nombre de Colombia, como para calificarse así, más directamente, de heredera preferencial de los fastos de la Gran Colombia de Bolívar.

Venezuela no cambió su nombre ni tenía por qué. Bolivia, de Charcas o Alto Perú, sí, pero pasó a llamarse con el nombre epónimo de Bolívar que la creó, y su capital, con el de otro héroe, Sucre. ¿Qué héroe rememoraba el nombre abstracto de «Ecuador», signo astronómico compartido con toda la Zona Tórrida?

Parece, pues, lógico que el Quito antiguo hubiera debido seguir llamándose Quito.

Cuba y todas las Antillas y todas las provincias de Centro América, y la Florida y la California, hoy estadounidenses y Chile, Brasil, Paraguay, y tantos otros países americanos lo conservaron, fieles a su pasado, es decir fieles a su historia; que la historia imprime sello y, quiérase o no, continúa siendo una y misma al través de todas las vicisitudes.

Para con Quito, sus circunvecinos, sus «hermanos» Perú y Colombia, no le guardaron los miramientos que le debían. Al contrario, los plugo indeciblemente, que el país intermedio -como si se hubiese interpuesto entre ellos adrede, molesto para ellos como una cuña-, viniese a caer en caso de menos valor a borrar el nombre que le había conferido, de antiguo, personalidad histórica y consistencia de nación, raigambre terrígena y fisonomía inconfundible. Se alegraron de verlo reaparecer con otro nombre, vago e   —98→   incierto, como de nación improvisada, de reciente invención, bajo un apelativo que la desdibujaba; y volvíale borrosa en apariencia.

Bien caro lo pagamos en nuestro pleito de límites, teniendo que recurrir a cada paso, en nuestros alegatos, a la reiterada aclaración «El Ecuador actual o sea el antiguo Reino de Quito, o la antigua Audiencia de Quito...» y recalcar que los títulos territoriales del actual Ecuador eran y son los mismos que configuraban la Audiencia de Quito, los de su erección, los de la Real Cédula de 1563 que la amparó durante toda la Colonia, hasta el Tratado de 1829, inclusive, y hasta nuestros días, sin secesión.

Sabíanlo nuestros vecinos, pero lo desvirtuaban con sofismas, a pretexto de innovaciones sucesivas. Nuestros propios historiadores, por facilidad de expresión y de conformidad con el uso corriente del actual apelativo, tropiezan con el patente anacronismo de decir Ecuador aún al narrar lo acaecido en el Quito durante la Colonia y aún antes, sabiendo que ese nombre no existía ni podía existir en documentos de aquella larga época, ni en la mente de los antiguos. Incurren así en la forzosa incongruencia del nombre nuevo con la realidad retrospectiva de la nación que aún no lo llevaba ni lo conocía.

Libros hay con títulos como éste: «La Pintura en el Ecuador durante el siglo XVIII...», cuando el nombre Ecuador no existía. Y ha cundido modernamente la manía de cambiar los antiguos nombres hasta de pueblos y cantones, sustituyéndolos con los de políticos de un día, más o menos oscuros; y para colmo de cursilería, poniéndoselos con nombre y apellido, albarda sobre albarda. ¡Cuántos se preguntan en Imbabura quién habrá sido el difunto Antonio Gil, por ejemplo, prócer desconocido; y así de tantos otros! ¿Cómo habrán de denominarse los nacidos bajo tales gentilicios? Ya la toponimia, tan útil en Historia, la han vuelto así pura confusión. Lugares célebres desde el tiempo de los Incas, Hatuntaqui, Carapungo, etc.,   —99→   se llaman ahora Antonio Ante, Abdón Calderón, etc., trastrueque para eruditos de aldea, nombres de personas sin ninguna relación con los lugares. Hasta el Archipiélago de Galápagos, nombre que persiste a pesar de que se ha dejado extinguir la famosa fauna, o se han borrado nombres tan bonitos como el de Ninachumbe y Huahuachumbi de las islas descubiertas por Tupac-Yupangui, y luego redescubiertas por Sarmiento de Gamboa y luego por el obispo Berlanga; y se ha consentido en llamarlas con nombres de marinos ingleses, aves de paso, ya que no de rapiña. Y en vez de mantener el nombre de Galápagos con que todo el mundo en Europa y Norteamérica las celebra, llama «Archipiélago de Colón». El mismo libro tan erudito del señor C. M. Larrea, ha tenido que poner como subtítulo al pie del nombre oficial, tan poco conocido y tan vago, el nombre tradicional de «Galápagos».

Bien es cierto que, desde el final de la Primera Guerra Mundial, que sacó a la vida de naciones, territorios componentes de los imperios abolidos por el Tratado de Versalles y otros posteriores, a los de 1918, nos hemos acostumbrado a la danza de nombres, que habría sorprendido al estable mundo de la Preguerra. Proliferaron naciones salidas del Imperio Austro-Húngaro, y de los restos de la Europa Central y de Turquía y de los Balcanes y de la misma Alemania partida ahora en dos, sin contar Dantzig, ni las Colonias o protectorados o mandatos por todo el mapa. Y hemos visto desaparecer nombres tan insignes en la historia desde la más remota antigüedad como el de Persia, trocado por el de Irán, meramente geográfico para uso interno que pocos saben de fuera a qué atenerse entre los nombres del Irán y el del Irak, tan parecidos, y vecinos. Y, desacato mayor que hemos aceptado sin chistar, ver trocar en «Ciudad Trujillo», por adulación a un dictador, el nombre que era honor antiguo y propiedad, por así decirlo, de todas las Américas, el de la primera Audiencia fundada en el Continente, centro propulsor de todos los descubrimientos   —100→   y conquistas y en forma tan esencial, que no puede comprenderse el desarrollo de nuestra historia común sin esa famosa Audiencia de Santo Domingo, la primera Audiencia fundada en el Continente, centro propulsor de todos los descubrimientos, puerto de enlace con los tres mares, del cual partía toda flota descubridora y desde el cual se encaminaba a España, toda flota mercante, cargada de nuestro oro al ir, cargada de simientes al volver, simientes para nuestros campos unas, para nuestra cultura intelectual, moral o literaria otras.



Desde luego, sea cualquiera el nombre, y por estrambótico que pueda parecer aplicado a un país, todo nombre de Nación, sin más que ser llevado por ella, infunde respeto, no sólo a los suyos sino a los extraños, que ningún derecho tienen a hacerle reparos. Es claro, y va sobreentendido de por sí como esencial e inalienable -y a tal punto y de tal modo que parece superfluo el aclararlo- el nombre que llevamos, así fuera otro, distinto o más discutible, nos inspira la misma devoción que el nombre antiguo, porque su contenido es uno solo. Y hállase ya connaturalizado con nosotros, nos es ya consubstancial, representa nuestro destino de ecuatorianos, por sangre, nacimiento y corazón ecuatorianos.

Igual que la bandera nos es sagrado, igual que la bandera -cuyos colores, sean los que fueren, puedan o no ser más vistosos o más bellos- son el emblema consagratorio; así el apelativo de Ecuador, nuevo y todo, nos es sagrado e irrenunciable.

Uno no escoge el apellido de sus padres. Si al Quito antiguo lo apellidamos ahora con el nombre que hace cien años le dieron nuestros padres, y nos lo   —101→   dejaron en herencia sin beneficio de inventario, bien venido sea, y en efecto, ya las nuevas generaciones le hallamos irrevocables razones de ser y de perdurar.

Entre ellas, razones científicas, ahora que la ciencia con su actual predominio en el mundo moderno suplanta a la historia en la conformación de nacionalidades o la dirige. Un moderno quiteño, sabio, el doctor Luciano Andrade Marín, investigador personal de rastros prehistóricos no escritos pero inscritos al fondo de las razas aborígenes y de la naturaleza virgen, en su curiosísimo libro publicado en 1954, reivindicador de la antigüedad del «Reino de Quito» -si bien dice que nuestro país, usando de su auténtico nombre legítimamente americano, tiene más derecho a llamarse República de Quito en lugar de República del Ecuador- la importancia capital, la influencia decisiva que el mismo autor atribuye al hecho de pasar por nuestro cielo y suelo la Línea Equinoccial, le hacen remontar a época la más pretérita, al descubrimiento y fijación en nuestro Continente de esa línea eje del mundo, por obra de los chinchas, antecesores de los quitus y anteriores a los incas. Fácilmente uno imagina que, así como los primitivos pastores de la Caldea ataron por primera vez la tierra al curso de los astros, con un hilo de luz invisible, o así como los nautas fenicios buscaban su rumbo nocturno en la posición de las estrellas, así las tribus errantes por nuestra comarca equinoccial al seguir el camino del sol, tuvieron el presentimiento de hallarse en la mitad del mundo. Su instintiva ciencia astronómica, mal podía servirles de ciencia exacta, pero su presciencia les fue guía infalible. Los chinchas, según nuestro valiente autor, llamaban chincha en su lengua, a la constelación de la Osa Mayor y dieron a nuestro volcán central el nombre de Pichincha al ver coronada su cima por la Osa Mayor o chincha. Y como vieron brillar detrás de nuestro Antisana la otra constelación de la Cruz del Sur, situaron entre las dos la línea divisoria del Sur y el Norte. Sabían de los equinoccios y solsticios, y cuando los incas sobrevinieron y establecieron   —102→   su culto al Sol, los aborígenes de Quito reconocieron y confirmaron como propio ese universal culto mítico y milenario.

Así, pues, tierra solar, culto solar, predestinaban a nombre solar; al que más tarde, por reflejo, aunque despojado de su antiguo prestigio mítico, vino a ser nuestro gentilicio: Ecuador.

Con tal que le mantengamos el lustre de país libre, irá patinándose con las mismas características de nacionalidad ya antigua y redorándose de nuevas glorias, que ya las tiene propias y las tendrá mayores.







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ArribaAbajo Comentarios, dificultades y discursos sobre los Evangelios de la Cuaresma (1631-1632)

Extractos


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ArribaAbajo Censura del padre Pedro Arriola de la Compañía de Jesús, calificador del Santo Oficio, de la Suprema Inquisición

Por mandado de Vuestra Alteza he visto la tercera parte de los Comentarios, y discursos sobre los Evangelios de Cuaresma, por el muy reverendo padre maestro fray Gaspar de Villarroel, de la orden de nuestro padre San Agustín, Provincial que ha sido en las provincias del Perú, y Catedrático de Teología Escolástica y Positiva, en la ciudad de Lima, y muestra bien el caudal que ha juntado con sus lúcidos trabajos en éste que saca a la luz; y que no sólo debe España a las Indias el oro, plata, y piedras de que abunda, sino lo más fino y oculto de la Sabiduría, que Job deseó en su siglo, y la aventajó a todo lo mejor que viene del Nuevo Mundo. Esta joya viene engastada en este libro con tanto primor, que en cualquiera de sus Comentarios y Discursos, descubre igualmente al Autor ser consumado Teólogo, docto Escriturario y eminente Predicador, y de camino (sin pretenderlo) forma un perfecto ministro de la palabra de Dios, mostrando que cuanto caudal de Teología, inteligencia de Escritura, lección de Santos, peso de razones, gravedad de sentencias, y propiedad de estilo, se debe predicar el santo Evangelio, que en todo se señala el Autor en las dos primeras partes de la Cuaresma, y en esta tercera echa el sello con felicidad a su intento; y así juzgo es obra digna, no sólo de licencia, sino de obediencia; y mandato de Vuestra Alteza, de que se imprima para ejemplar y modelo de cabales Predicadores. En esta casa Profesa de la Compañía de Jesús, de Madrid a 16 de julio de 1633.

Pedro de Arriola



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ArribaAbajo Licencia del Padre Visitador General de la Provincia del Perú

El maestro fray Pedro de la Madriz, Visitador Reformador General de la Orden de los Ermitaños de la Orden de nuestro Padre san Agustín de estas Provincias del Perú, y Chile: Por cuanto me consta que el padre maestro fray Gaspar de Villarroel, Definidor de esta Provincia, y Vicario Provincial deste nuestro Convento de Lima, y de los de su distrito, ha compuesto un libro sobre los Cantares, y una Cuaresma. Y sería de muy gran servicio de Dios, y honor de nuestro Hábito, que las dichas obras saliesen a luz, y se imprimiesen. Por tanto, por la autoridad de nuestro oficio, damos licencia al dicho padre maestro fray Gaspar de Villarroel, para que imprima los dos libros, ganando primero licencia del Gobierno, si los hubiere de imprimir en este Reino; y si en los de España, teniéndola del Consejo Real. Dada en este nuestro convento de Lima en 31 de marzo de mil seiscientos veinte y dos años.

Fray Pedro de la Madriz
Visitador Reformador General.


Fray Adolfo del Riero
Secretario.



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ArribaAbajoAl lector

Prometí sacar a luz (con mucha brevedad) los dos tomos de mis Comentarios, cuando saqué el primero, y ya para este último no me solicitó tanto la obligación de la palabra, como la en que me puso ver, que en Madrid les han hecho a esos libros tanto honor, que desaparecida (casi en un momento) una impresión entera; se comienza a disponer ya otra. Buena cabeza ha menester, si en la Corte se declara por el que escribe el favor. Ejemplo es Séneca de modestos Escritores. No me persuadirá, que, soy docto (decía) ver, que se desean mis libros mucho, que fuera tanta simplicidad, como pensarme hermoso a título de que pedían algunos mi retrato.

Este mi estudio en vulgar es forzoso ahora haberme de interrumpir, dígolo por las Dominicas y Fiestas de los Santos, en que no tengo trabajado poco; porque estoy resuelto a sacar primero unos Comentarios Latinos, sobre   —110→   el libro de los Jueces, que comencé desde que entré en España, doblando las tareas en esta obra, y hurtando algunos ratos al púlpito y a otras ocupaciones. Elegí entre los demás Canónicos este libro, porque como dijo Séneca en la epístola 46, aunque todas las materias de la Sagrada Escritura agotan todo humano saber, éstas por lo dulce, por lo entretenido, y por lo provechoso, las apetecen los Predicadores para muchos Sermones Vespertinos. Son estos estudios ya en mayor edad, que es gran recomendación de la doctrina haber hervido el ingenio al calor de la juventud, y estar espuma ya: no parezca grosería, que es de Séneca la comparación. Son Latinos estos comentarios, no sólo por la autoridad del asunto, sino porque después de escritos tres libros en vulgar, es como recorrer el latín, que el que lo recibió al pecho del amo dijo, que con el poco uso que llegó a tener, apenas se le podía acordar. Achaque que por la misma causa reconoce en sí Severo Arzobispo Bituricense en la Nuncupatoria al libro de la vida de San Martín. Procuro en esta exposición, sin faltar a las obligaciones de expositor literal, ayudar mucho al Predicador. Y acompañada la letra de lo Moral, ninguno hasta hoy vio a ese libro el fin, será servido nuestro Señor, que lleguemos hasta allá. Atrevimiento parece el escribir, pero no excusó al otro cuando lo enterró, ser moderado el caudal. No es siempre humildad ocultar el hombre su talento, porque aunque sea tan corto como el mío, quiera Dios nuestro Señor cobrarlo con usura.





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ArribaAbajoHistorias sagradas y eclesiásticas morales

Madrid, 1660


Extracto


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ArribaAbajo Primera parte de las Historias Sagradas

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Historias sagradas y eclesiásticas morales con quince misterios de nuestra fe que labran quince coronas a la Virgen Santísima Señora N.


Al excelentísimo señor don García de Haro y Avellaneda, conde del Castrillo, de la cámara del rey nuestro señor, de sus consejeros de estado y guerra, siendo presidente del Consejo Real de las Indias y ahora dignísimo del Supremo de Italia.

Por el doctor don fray Gaspar de Villarroel, arzobispo de la Santa Iglesia metropolitana de la ciudad de la Plata en la provincia de los Charcas en el Perú, del consejo de Su Majestad, que lo escribió siendo obispo de Santiago del reino de Chile.

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ArribaAbajoDel favor que recibió de un Ángel un Santo Varón, en orden a conservarle la virginidad

Gregorio Magno nos refiere de San Equicio, que comenzando desde su mocedad a servir de veras a Nuestro Señor, y cuidando mucho de la conservación de su virginidad, hacía muchas diligencias por desviar de sí todo lo que le pudiera perjudicar. Apareciósele una noche un Ángel, y como los Ángeles son tan grandes tutelares de los vírgenes, sacó un cuchillo, y como quitando de su cuerpo aquella parte, que menos ayuda a la continencia, despertó el santo, y hallose entero en todo; el cuerpo sano, y el alma sin movimientos lascivos, y perseveró toda su vida con gran pureza.



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ArribaAbajo De la admirable constancia con que una santa doncella pospuso su hermosura a la pureza

Vilgegortis, princesa de Portugal, por quien era y por su grande hermosura, fue pretendida de grandes príncipes para esposa. Instaban sus padres mucho, para que diese oídos al trato del matrimonio; pero ella con gran valor defendía su virginidad. Crecían ruegos, y mezclaban amenazas; pero la infanta bendita, estimando menos su vida que su entereza, temblaba de la fuerza, no de la espada. Recurrió a Dios, por el resguardo de su virginidad, y suplicole, con muchas lágrimas, que de tal manera la afease, que nadie la apeteciese. No había acabado su oración, cuando vio en sí una grande maravilla. Creciole la barba tan prolija, y tan espesa, que en un varón aun fuera monstruosidad. Asombró el Palacio este prodigio, y edificó a todos esta maravilla, porque conocieron la causa. Retiráronla santa, y no viéndola hizo una penitencia no vista. Vivió pura, y trasladose al Cielo inmaculada.




ArribaAbajo De una doncella que estimaba más su virginidad que su salud

Reinando en Francia Lotario, floreció Augadrifina, una doncella calificadísima, no sólo por su nacimiento, sino por la virtud, especialmente de la castidad. Pretendían   —119→   sus padres casarla con Ausberto, un príncipe muy poderoso. Resistía la virgen con humildad, y lágrimas; pero viendo que con sus padres eran infructuosas, recurrió a Dios, que lo puede todo, y suplicole, que la valiese en aquel conflicto. Oyola su Divina Majestad, y otorgó su petición: porque estando la boda prevenida la llenó de lepra. Quedó el contrato rescindido, y contento el esposado; pero, porque se echase de ver, que el suceso o había acontecido al acaso, sino por favor divino, Dios, que la hirió de lepra, la dejó en un punto sana.




ArribaAbajoDe la conformidad del Beato Francisco de Borja, de la Compañía de Jesús, con la voluntad de Dios, como lo mostró en un suceso harto dificultoso

El benditísimo duque de Gandía (que lo nombró así, siendo religioso de la Compañía de Jesús: porque los títulos que por Dios se dejan, no se pierden, sino se perpetúan) fue varón de consumada virtud. Aun siendo Virrey tenía cada día siete horas de oración, y sirviéndose en su mesa de estado, y en su tinelo los mayores regalos el mundo; él pasaba con solas unas yerbas; y fue tal su prudencia y tan grande su recato, que atribuyendo esa templanza a flaqueza de su estómago, no hubo en todo su palacio una sola persona que entendiese la penitencia. Era tan humilde, que estando en la religión y ocupándose con las Misiones, que la Compañía acostumbra, en una peregrinación ordinaria, rogaba al compañero, en llegando a las posadas, que no dijese quién era, porque tenía un gozo especialísimo en verse muy maltratado. Y como los venteros no han menester apetito   —120→   para ser desaforados, usaron con el santo algunos grandísimos desafueros; pero teníalos el santo por la sola recreación de su camino. Como era discretísimo, no perdió lo donairoso, que cabe en aquel estado. Había un día caminado mucho, iban él y su compañero molido y necesitados; no tenían un real para comprar de comer; diciéndoles la experiencia que habían cobrado en otros del mismo oficio, que el ventero los había de recibir con gran inhumanidad, le dijo a su compañero: padre, válganos algo este embeleco que dejamos en el mundo, diga en la venta, que soy aquel religioso que fue duque de Gandía, quizá podrá con esto más la vanidad que la Ley de Dios. Hízolo así el compañero, y el ventero regaloles mucho; rió con mucha gracia el bendito Borja, y díjole al compañero, gracias a Dios que este título esta vez nos ha importado.

Para ponderar la rara perfección de aqueste santo, importa mucho que veamos el tamaño de su virtud aun en los principios de su conversión. Es un grado altísimo saberse conformar con la voluntad de Dios, y esta alteza de virtud parece que fue como primero rudimento en este santo varón. Llegó su mujer a la última enfermedad; amaba tiernamente el Duque a la Duquesa, merecíanlo las virtudes desta gran señora. Hizo el Duque grandes diligencias para alargarle la vida, y viendo que la ciencia de los médicos se rendía, y que para contra tanto mal era la medicina una arma floja, y una ofensa flaca, quísose valer de la oración. Pidiole a Dios su vida con muchas lágrimas; hablole al Duque Dios y con palabras distintas le dijo en lo interior de su alma: Viva la Duquesa, si gustas; pero no te importa. ¡Oh admirable bondad de Dios, que se conforma con nuestra voluntad! Pero como los santos en nada tienen gusto, sino en lo que saben que es de su servicio, arrojado en tierra el santo, le dijo a Dios, bañado en lágrimas: Señor mío, quién soy yo para que consultéis vos mi voluntad. Sólo quiero tener voluntad en esta vida para hacer con mucha voluntad la vuestra. Vuestra es mi mujer, y vuestros son mis hijos, suplícoos gran Señor, que sin atender a mí, hagáis en ella, y en ellos vuestra santa voluntad.



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ArribaAbajo De una gran victoria que dieron los ángeles al rey de Congo en una batalla

En el Cielo no se atiende al color, sino a la Fe. No estiman los Ángeles el nacimiento en los hombres. No hacen aprecio de la calidad, sino de la virtud. Preguntan grandes Doctores, si los cuerpos de los negros han de estar en la gloria blancos, y resuelve la Teología más sana, que han de resucitar en su natural color. Sabe el arte disponer el azabache con gran primor, que no parece obscuro entre joyas de oro. ¿Qué gracia no podrá en lo negro la divina mano? Campeará en aquel soberano país aquella variedad. He hecho este preámbulo, para que a los que entienden poco, no les parezca novela lo que tenga que decir de un negro.

Convirtiose a nuestra Fe, y recibió el bautismo el rey de Congo con gran parte de su Reino el año de 1484, y este rey quiso llamarse Juan. Murió con muchas listas de buen católico, y sucediole Alfonso su primogénito. Rebelósele su hermano, y juntó de los paganos un grueso ejército. Prevínose el Rey, aunque con ejército desigual, porque los vasallos rebelados hacían un ejército muy numeroso. El tirano tenía colgadas sus esperanzas en la multitud; Alfonso en el Divino Favor. Presentole el rebelde la batalla; mandaron los dos que se hiciese señal de acometer. Fue furioso el primer encuentro; pero apenas se midieron las espadas, cuando con un pavor repentino huyeron con afrenta los paganos. ¿Qué había sido la causa de una huida tan vil? Respondieron todos, que habían visto en favor de los cristianos un grueso ejército de caballeros con ricas armas en caballos blancos, y sobre las armas unas cruces rojas, que de los ojos despedían rayos, y que era tan grande su resplandor, que les hacía cegar. Con que quedó el rey de Congo bastantemente persuadido, que habían venido en su socorro los soberanos espíritus angélicos.



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ArribaAbajoDe la prudencia rara con que convirtió San Efrén una ramera

San Efrén, sito de nación, nacido en Nisibe, fue un varón de rara virtud, la historia de su vida santísima, es un lleno de prodigios; y sólo trataremos aquí de la prudencia y santidad con que convirtió una mujer. Estaba Efrén un día en su pobre casa aderezando unas yerbas, que eran su comida ordinaria. Entró en ella a esta hora una mujer lasciva, que era el lazo de toda aquella tierra, hermosa, entendida, y ricamente aderezada. Fingió un negocio, trabó conversación con el santo, y a poco rato escupió el veneno. Díjole, que su afición la tenía perdida, que no la traía la necesidad, sino amor, que era rica, y que con él había de gastar su hacienda toda; que se sirviese de ella, y que dejase una tan pobre, y tan trabajosa vida. Era la mujer resuelta; instigábala el demonio, y significó, que venía determinada de no salir de allí hasta cumplir el deseo, que tanto le había inquietado. Respondiole San Efrén, que haría lo que gustaba, con condición, que él había de elegir el lugar. Quedó ella con gran contento, y concedió la condición con sumo gusto. Entonces dijo él, que quería que aquel negocio se efectuase en la plaza. ¿En la plaza? (dijo ella) ¿en un lugar tan público? ¿No adviertes que nos verán allí muchos? ¿y tú, y yo quedaremos deshonrados? Pues mujer (le dijo entonces el santo) ¿temes que nos vean los hombres, y no tiemblas de que te mire Dios? Sientes que la honra esté en peligro, ¿y no te dueles que tu alma se condene a un perdurable infierno? ¿Desprecias los ojos de quién te puede dar una muerte eterna, y acatas la vista de quien te quita la honra, que brevemente se acaba con una vida tan poco duradera? Estima lo que se debe estimar, que es sólo el tener contento a Dios. En llegando San Efrén aquí, llegó la divina luz, y como en premio de su castidad, convirtió aquella mujer.



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ArribaAbajoDe un ermitaño que se despeñó en la lujuria por el camino de la vanagloria

En la vida de San Juan Ermitaño, que trasladaron autores de importancia, de lo que escribió de él San Antonio de Florencia, se halla un caso prodigioso. La historia sumada en breves palabras, es ésta.

Un solitario vivía abstinentísimo; su oración continua, exquisitas sus penitencias; y a la verdad, era un ejemplar de toda perfección. Hacíale el demonio guerra toda la que podía; pero si le tentaba en la carne, era de bronce. Si en la comida, con él mismo pudiera competir en el no comer. Acometerle con riquezas, era una batalla floja. Tentolo el enemigo en todo. Cerrose el solitario dentro de sí mismo, con que bramaba el demonio; pero como por donde no cabe un rayo de sol, se entra tal vez un monte de vanidad, abriendo para ella el solitario un muy pequeño resquicio, a poco tiempo, sus mismas victorias le hicieron vano; su admirable abstinencia le engendró en el alma un poquito de vanagloria. Vio el demonio este portillo abierto, y que tenía socorro dentro del alma del ermitaño, y prometiose de ella una cabal victoria. Y ya animado con verlo engreído, cara a cara se le presentó en forma de mujer, no fiando esta hazaña de humana bachillería. Llegó una noche a la puerta de su celda, fingió una mujer llorosa, que venía descaminada, y temía el peligro de las fieras, que salían de aquellas montañas; y como la vanidad le había hecho confiar de sí, juzgose tan descarnado, que no tenía que temer peligro; y abrió a la señora con más piedad que debiera: hízole preguntas de su estado, y de su descamino. Y como para perderse está lo más andado si se platica con el demonio, cobró él fuerzas con esta plática, y tejió una larga historia. Refiriole muchos trabajos con tan buena gracia, que el solitario no sólo la oía con gusto, sino con ternura. El demonio, mujer, imitando la condición de   —124→   las mujeres, mezcló lágrimas, y donaires. Entre muchas desdichas dejaba caer las chanzas; fue arrimando la conversación a materias de liviandad. El ermitaño, poco advertido, escucholo todo; comenzó en tragedia, tuvo sus entremeses la farsa, prorrumpieron los dos en risas, y estaban ya tan blandos, como si fueran primos. Parlaban tan camaradas, como si hubieran andado juntos a la escuela. Asiole la mujer una mano, dejose tocar sin atender. Pasó la atrevida a peinarle la barba. Movió el demonio en lo interior grande guerra, prosiguió ella en manosearle, y comenzó el miserable a dejar vencerse. El cuitado pretendía resistir; pero con la flojedad del que no quiere huir de la ocasión. Al fin declarose ella, que estaba enamorada, y no había para qué declarase el ermitaño que estaba ya perdido, porque lo decían sus ojos. No se contentó el demonio hasta que lo dijo claro. Olvidose el triste de sus trabajos antiguos, dio el sí al demonio, y abrasado el pecho echole los brazos, al abrazarle dio el demonio un espantoso tronido, y desenlazada de él, aquel cuerpo fantástico quedó resuelto en humo, y cuajado de demonios el aposento le daban la vaya al desdichado. Oh monje, monje, ¿eres tú el que te levantabas hasta el Cielo? Mira la sima en que has caído; ahora tendrás en ti mismo cierta experiencia, que ha de caer quien se ensalza; por engreído te dejó Dios de su mano.




ArribaAbajo Del desastrado fin de un religioso; que se aficionó a un vestido

Un compañero de San Antonio de Padua, que con haberle escogido él, tenía un grande fiador de su virtud, fue una Cuaresma con el Santo a pasarla en un desierto.

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Salió un día a un montecillo, y vio un caballo pequeño. Estaba ensillado, y enfrenado, y por las riendas atado a unas ramas. Cerca de él estaba una maleta. Abriola para ver lo que tenía, halló dentro un excelente vestido, y en un bolsón buena suma de ducados. Tentole el demonio, y quitándose el hábito se puso el vestido. Acomodó la maleta, y subió en el caballo. Fuese en él a un lugar lejos de allí. Quitose el cabello, viéndose en poblado; pero no pudo quedar tan igual la cabeza, que disimulase mucho la corona. Encubriola como pudo, y hospedose en casa de un mesonero. Este tenía una hija de buena gracia. Aficionose el triste religioso de ella. Habló con el padre, y mostrole los dineros, que tenía en la maleta. Redújole a que se la diese, hízole entender que era soldado, y hombre principal, y que a ello le obligaba la afición. Dejose el mesonero persuadir, y diósela por mujer. Celebráronse las bodas con grande fiesta. Pero el demonio, que hizo el engaño, quiso deshacerlo, por acabar de perder al miserable. Hízose encontradizo con el mesonero, y díjole: ¿Cómo has casado tu hija con este hombre? ¿No ves que es fraile? Mírale bien la cabeza, y hallarasle formada la corona. Entró a deshora en su aposento, y hallándole dormido, certificándose por las señas que le había dado, resolviose de quitarle la vida, y robarle la hacienda. Diole de puñaladas, y echó mano de la maleta. Quiso abrirla para sacar la plata, y desaparecieron la plata, y la maleta; fuese a la caballeriza, por poner en cobro el caballo, y desapareció también con un temeroso estruendo, en que se ve cuán gravemente pagó el desdichado la vanísima afición de aquel vestido.




ArribaAbajoDe una mujer que se quitó la vida, resucitada por Nuestra Señora

Un Caballero, mozo, devotísimo de Nuestra Señora, casó con una dama, que mostró poco seso en el demasiado   —126→   amor a su marido, que como al que induce el matrimonio le puso Dios sus términos, no pueden pasarse esos sin pecado. Solía muchas veces de noche este caballero retirarse a un Oratorio a rezar con devoción su rosario; su mujer, discurriendo en lo peor, se llegó a persuadir, que andaba en los pasos que acostumbran los de aquella edad. Ella arrebatada de los celos, quiso hacer un examen riguroso del amor que la tenía el marido. Preguntole con grandes ansias, si había otra mujer que amase más, y le pareciese mejor. Acordose él de la divina hermosura de Nuestra Señora, y del puro y santo amor con que la amaba; y aunque su mujer no había preguntado de afición tan justa, y tan espiritual, él, arrebatado de su devoción le respondió: Señora, sí. A una gran Señora quiero más, y la tengo más dentro de mi corazón. Ella, que sobre estar celosa, se juzgó con esta respuesta despreciada, instigada del demonio, con furioso desatino sacó un puñal, e hiriose con tanta rabia, que sin poderlo estorbar el marido cayó muerta en el suelo. Ya se deja entender lo que el buen caballero podría sentir; pero confiado en la Madre de piedad, por cuya ocasión había sucedido en su casa aquella tan gran desdicha, cerró la puerta del aposento, habiendo compuesto el cuerpo lo mejor que pudo, y se entró llorando a la Virgen en su Oratorio para pedirle remedio. Rezó con gran sosiego su rosario, y díjole: Señora mía, por vuestro amor, aunque entendido mal, he perdido a mi mujer. Yo no le expliqué que erais Vos mi querida, que bien sé que lo estimara ella. Mi inadvertencia le quitó la vida; pagad mi amor con volverme mi mujer. ¡Oh rara piedad! Aún no había pronunciado estas palabras, cuando dieron recios golpes a la puerta en aquel aposento donde dejó su difunta. Salió del Oratorio, y apenas la llegó a abrir, cuando viva, y alegre lo abrazó su mujer. Refiriole, que estando en el Divino Tribunal, cierta ya de su condenación, llegó a las manos de Nuestra Señora aquel rosario, que con tantas lágrimas le había ofrecido, y que la Reina del Cielo se lo ofreció a su Hijo, con que se efectuó que se le restituyese la vida para hacer penitencia.



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ArribaAbajo De un camino raro, por donde bajó la cresta un engreído

Un rey poco avisado, y bastantemente soberbio; oyó cantar un día aquel soberano cántico, que compuso Nuestra Señora en la visitación de su Prima. Llegaron los músicos a aquel verso, en que hablando la Virgen del poder de Dios, y de lo que vale en sus ojos la humildad, llegó a decir: «Bajó a los soberbios de sus tronos, y trasladó su honor en las almas, que tienen humildad». Enfureciose el rey, y dijo a los que cantaban: Borrad luego esa sentencia. ¿Quién es poderoso para quitarme mi silla? Dicha esta blasfemia se retiró a su cámara, y hallose con melancolía. El día siguiente para divertirse, quiso bañarse. Entró en el baño, puso un paje sobre un bufete el vestido y saliose fuera, mientras el rey se bañaba. Llegó un Ángel, sin verlo él, en forma suya, púsose su vestido, y dejando a la puerta del baño, uno muy andrajoso, salió a vista del pueblo, y de los criados. Acompañáronle a palacio unos y otros. Acabose de bañar el rey, y nadie le respondió. Dio voces, porque se hallaba en carnes, y era darlas en desierto, porque todos sus criados se habían ido con un Rey tan bien representado. Salió del agua, para tomar la camisa, y no hallándola, llegó furioso a la puerta; no vio persona alguna; creció su furia, y viendo aquel vestido roto, se lo puso para irse a su palacio, con ánimo de hacer en sus criados todos un ejemplar castigo. Anocheció con estos embarazos, y túvolo por alivio, porque la obscuridad pudiese encubrirle lo roto, y llegar a su casa sin afrenta. Salió abrasado en ira, disponiendo la venganza. Entró en palacio, vio la guardia, las luces, las hachas, y, que con grande estruendo se disponía la mesa. Pasó por todas las salas, sin que hubiese en ellas quien hiciese caso de él. Juzgó que aquel aparato todo era para esperar a que volviese del baño, quiso pasar adelante, porque se juzgaba dueño, y un camarista le dio de bofetadas; pensó perder el seso; clamaba que era el rey, y teniéndole por   —128→   loco, con muchas coces le echaron de palacio. Pasó aquella noche con la confusión que podemos entender en un fracaso tal; pero creció mucho más por la mañana, cuando vio salir al rey a la capilla, rodeado de los grandes, y asistido de la guardia. Era caso para que el más sesudo perdiese el juicio, si no se lo conservara Dios para su mayor tormento. Lloraba y gemía, decía que era el rey. Reían del loco, y del tema; pero de lástima le daban de comer en la cocina. Pasó muchos días entre estas amarguras. Salió el rey retratado a un jardín suyo, y fuese de intento solo, para hablar sin árbitros al despojado. Estaba el cuitado tan afligido, que no osaba salir de un rincón para hablar al Rey. Llamole él con mucha piedad; preguntole, ¿quién era? ¿qué quería y qué hacía en su casa? Refiriole prolijamente su historia. Lloraba con muchas ansias, y pedíale con humildad, que se doliese de él, y díjole el Ángel. ¿Acuérdaste de aquel verso, que mandaste borrar del cántico? Sí señor (respondió él.) ¿Has entendido (le volvió a decir) que es Dios poderoso, para bajar de su trono un Rey soberbio? Sí (respondiole él muy compungido) ya lo tengo entendido, y muy llorado. Pues toma tu vestido (dijo el Ángel) y vuelve a tu reino. No hagas novedad, que todos tus vasallos piensan que eres tú el que hasta ahora han tenido por su rey; y no blasfemes de hoy más, ni hagas concepto tan vil del Soberano Poder.




ArribaAbajoDe la dicha de una mujer libre de un peligro, y de un horror con el dote de la sutilidad

La ciudad de Edesa tenía un presidio de soldados godos. Había en la misma ciudad una doncella hermosísima.   —129→   Era de mucha virtud, muy temerosa de Dios, y gran celadora de su virginidad. Enamorose de ella un soldado muy poderoso; buscola, y solicitola, y siguiola, y no le aprovechó ninguna de estas trazas. Ofreciole muchas riquezas; pero como tan sierva de Dios burlaba de ella, y de él. Valiose de sus amigos, llovían terceras. Que en el mundo estas amistades han perdido muchas vírgenes. Resistiose a todas con grande valentía. Valiose el capitán del matrimonio para salir con su intento. Habló con la madre de la doncella; significole su poder, y su calidad; la mucha estimación en que pondría a su mujer; que la quería dotar, y que el linaje todo tendría en él un muy seguro amparo. La madre trató el negocio con sus deudos, y uniformes todos abominaban el caso; escupían el casamiento; tenían por crueldad entregar un ángel a un bárbaro; decían que era forzoso que la llevase a su tierra, y que perdiese la hija. Toda esta dificultad encendió más en el godo la afición; y al paso que pretendían desviarle de su propósito, crecían las ansias del casamiento. Blandearon los parientes a fuerza de importunaciones. Dejose la madre vencer, o por codicia o por temor; y sin embargo de estar resuelta, temblaba de entregar su hija, desconfiada de que un hombre godo, y soldado, le hiciese buen tratamiento. Díjole, que antes de darle la palabra fuese con ella a una Iglesia; otorgó el pretendiente lo que se le pedía, y fueron a una que estaba dedicada a dos santas y un santo, mártires todos, Somona, Curia, y Abido. En llegando al lugar de los santos mártires, le dijo la madre al godo, que en presencia de tan ilustres testigos había de hacer un solemne juramento, puesta la mano en el ara, de tratar bien a su hija; y que para el juramento, y cumplimiento de lo jurado había de darle por fiadores aquellos tres santos mártires. El godo como estaba enamorado, ofreció cien juramentos; y que daría por fiadores, no sólo aquellos santos, pero a todos los del Cielo: juró y dio su fianza, y la buena mujer quedó contenta. Volviose a su casa para entregarle su hija; no tuvo ella vigor para resistir la violencia; y aunque con gran desconsuelo, dio la mano al godo, y le recibió por marido. Sucedió a este soldado lo que a otros muchos; aborrecer lo que se ha   —130→   pretendido, cumplido ya el deseo. Entró en grande desamor de su mujer; y porque a vista de sus parientes no se atrevía a maltratarla, fingió una jornada forzosa, y llevósela a su tierra; allí la martirizaba, y cansado, no de hacerle malos tratamientos, sino de que siendo ellos tales, viviese tanto, con la fiereza de bárbaro, y con la crueldad de demonio, enterró viva a su mujer en un sepulcro; entró la triste señora, no muerta, sino a morir en la sepultura. Viose en una bóveda la pobrecita rodeada de cuerpos muertos; el horror del lugar la puso en tan gran pavor, que sin que el hambre tuviese qué hacer, la tuvo para expirar. En medio de esta agonía se acordó de la fianza de los santos de su tierra. Representoles su desdicha, y pidioles misericordia. Intercedieron ellos con Dios; oyoles su Divina Majestad; visitáronla todos tres; sosegáronla con gran piedad; prometiéronla su favor; diéronla un dulce sueño repentino, y concediéndole Dios el don de sutilidad, así dormida como estaba salió de la sepultura, sin que se levante la loza; y la pobrecita despertó en su tierra, dentro de su misma casa; volvió el soldado a Edesa, y murió en la horca.




ArribaAbajo De un milagro, con que libró Dios a cuatro monjes desnudos de las inclemencias del cielo

El abad Panusio, cuyas virtudes fueron tan célebres, lloraba mucho diciendo que no era monje. Moviose a esto, porque retirándose una vez a la soledad, estando cerca de una laguna, que había en ella, vio muchos animales que llegaron a beber, osos, leones, tigres, corderos, gamos, y ovejas; y entre estos brutos, cuatro animales que parecían hombres. Llegose por certificarse, y vio   —131→   cuatro hombres bien dispuestos, pero desnudos. Quedó turbado, temiendo alguna trama del demonio, y dijéronle: ¿De qué temes? Sábete, que somos monjes, y nos retiramos a este desierto, por llorar nuestros pecados. Quedó más admirado Panusio, porque le había revelado Dios su pensamiento. Pero enternecido con aquel raro espectáculo, les preguntó, si sentían mucho el calor y el frío viviendo desnudos. Y respondiéronle ellos: Ni el frío nos aflige, ni el sol nos congoja. Y ha cuarenta años que nos hizo Dios esta merced, y que aunque andamos en carnes, no sintamos aquesos accidentes. Para nosotros ni hay invierno, ni verano. Sólo a la vista conocemos los tiempos, y sus mudanzas. Alabó Panusio a Dios, y despidiéronse de él. Volviose a su monasterio, y decía con lágrimas a los religiosos: Yo no soy monje, porque ya he visto cómo lo deben ser, los que lo son, y refiriendo el caso, entraron todos en un grande asombro. ¿Qué lejos estaban de vestir profano los que vivían desnudos?




ArribaAbajoDe la alegría con que llevó un abad a verle desacomodado un ladrón

San Besarión, abad, tenía un libro del Testamento Nuevo muy bien aderezado, estimábalo mucho, y tenía en él un gran consuelo; hurtóselo un monje, y llevolo a vender muy lejos de donde residía el abad. El que lo compraba reparó en el precio, porque el ladrón no siguió la costumbre de los demás, que no piden mucho por lo que les cuesta poco. Díjole él qué le había de comprar, que se le dejase ver. Hízolo así, y fuese a consultar a Besarión si valía el libro lo que pedían por él. Conociolo luego el abad, y por no conocer al ladrón, sin preguntarle quién se lo vendía, le dijo al que le consultaba:   —132→   Vete con Dios hijo, que este libro no es caro en ese precio. Llamó el comprador al que se lo vendía, y díjole: Hermano, cuenta tu dinero, que ya llevé este libro a Besarión, y dice que vale lo que tú pides por él. Quedó turbado, y preguntole, si había sabido el abad quién se le quería vender. Respondió que no; y refirió puntual las palabras mismas de Besarión. No quiso el monje que se efectuara la venta, y afrentado de su hurto, y vencido de la modestia del santo, le pidió perdón, con muchas lágrimas, y le restituyó su libro. Perdonole él con grande benignidad, pero no lo quiso recibir, diciendo al monje: Hijo, lee tú en él, que menos falta me hará a mí.




ArribaAbajo De dos monjes, que graciosamente rieron sus incomodidades

Vivía un santo monje en su retiro haciendo mofa del mundo. Tenía en su celda solas aquellas alhajas que se podían compadecer con la forma de su vivir. La cama en que dormía, la túnica que se mudaba, las espuertas y cestas que hacía, los libros en que estudiaba, y otros trastos, que era forzoso tener quien no iba a la ciudad. Fueron unos ladrones a robarle, estaba el santo monje en oración, y veíase desvalijar; los ladrones no le veían, pero él no se turbaba. Enfardelaron muy despacio todo su hurto; cargáronlo en una bestia, y cuando ya se iban, acabada su oración les dijo el monje con grande paz: Hijos míos, ¿dónde nos mudamos? Ellos obstinados y groseros se fueron con gusto, y el monje se quedó riendo.

A otro monje le sucedió lo mismo, y viendo el despojo, guardó su santo silencio. Los ladrones con la turbación, y la prisa, se olvidaron una bolsa al disponer la carga.   —133→   Viola después el santo, cogiola en la mano, salió corriendo, y bastantemente fatigado, les alcanzó en el camino, y díjoles: Hijos míos, tráigoos esta bolsa, que dejasteis olvidada, llevadla con lo demás, quizá la habréis menester, idos con Dios. Compungiéronse los ladrones, y echándose a sus pies, le pidieron perdón con humildad; y aunque el santo mostraba de ello poco gusto, restituyéronle lo que le habían robado.




ArribaAbajo En que se ve con la autoridad de un Papa lo que débese estimar la música de la iglesia

San Gregorio Magno, gran maestro de la disciplina eclesiástica, y a quien debe la Iglesia la autoridad de su música, no se dedignó siendo Papa de fundar escuela de cantar, ni de hacerse Maestro de Capilla. Juntó a los ordenantes de Roma, y en su sacro Palacio puso el estudio, y enseñábalos a cantar él mismo con el azote en la mano, y hasta hoy se conserva en Roma la vara con que llevaba el compás, la silla en que se asentaba, y el azotillo con que castigaba a los flojos.




ArribaAbajoDe los admirables efectos que producían en una santa los afectos a la música

La bendita María de Ogniens, era tan devota de la música de la Iglesia, que vivía con grandes ansias de   —134→   que hubiese fiestas, porque en la Iglesia donde era parroquiana se cantasen Vísperas. Sentía en su alma en estos días una tan gran dulzura, que le parecía que los santos bajaban de la gloria a cantar con ella. Un día, a horas de Vísperas, sintió tanta devoción, y tanta ansia de oír cantar, que sin haber de quién se rezara, se fue a la Iglesia, y tañó las campanas para Vísperas. El cura, que entendía, que el día siguiente era feria, en que como no hay santo no se canta, fue a la Iglesia desatinado, lleno de enojo con quien había tañido; halló a la santa asida a la soga, y quebrando a golpes la campana. Templose el clérigo, porque la respetaba mucho, y díjole: Madre ¿para qué toca? que no hay santo mañana, y respondiole ella: Perdóneme, padre mío; pero con todo esto mire su calendario, porque no puede ser, que no haya santo de quien rezar. Vio su calendario el clérigo, y halló que se rezaba de santa Gertrudis. Quedó admirado del espíritu de la santa y cantó sus Vísperas.

No se podía contener esta bendita señora, cuando asistía a los oficios de la Iglesia. Los afectos del alma, no cabiendo en ella, reventaban por la boca. Prorrumpió en ellos un día con tanta afluencia de lágrimas, que pareciéndole neciamente a un clérigo que se inquietaba la gente de la Iglesia, le dijo que callase, o que se fuese. La santa retornó aquella injuria con una venganza, que sólo se hallará en una alma tan perfecta. Hizo oración a Dios, y díjole: Señor mío, dadle otro tanto a este clérigo para que vea, que el contenernos, cuando Vos nos movéis, no está en nuestra mano. Oyola su Divina Majestad, y otro día después, diciendo misa, y oyéndola la santa, le movió interiormente de manera que, reventando en lágrimas, no cabía en la Iglesia. Sus afectos fueron tan públicos, que él mismo quedó asombrado. Ella viéndolo se reía mucho; y acabada la misa, yéndose él a su casa, se le hizo encontradiza; y díjole: Padre mío, ¿cómo ha pecado en lo que a mí me ha reprendido? ¿Ve cómo el reprimirnos, cuando Dios nos mueve, no está en nuestra mano? Reconoció su culpa él, y pidiole perdón. Estos, y otros afectos obra en las almas la música de la Iglesia.



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ArribaAbajo De otro prodigio en que se divisa que los santos son muy halagüeños

Murió San Hermelando. Trataron los monjes, de trasladar su cuerpo. Pasaron en la traslación mucho trabajo, porque le traían de lejos. Venían sudados los que le habían traído, y molidos los que lo habían acompañado. Estaba en su ángulo del Claustro el Refectorio, y en llegando él se hizo inmóvil el cuerpo. Hicieron los monjes grande fuerza por mover la urna, y parecería una peña. El abad era un hombre de mucha discreción, y díjoles a los monjes: Este santo era muy piadoso, moría por la comodidad de sus hijos; ha visto nuestro trabajo y quiere que descansemos. Sabe que está aquí nuestro Refectorio, que hemos de salir tarde de los Oficios, y quiere que nos desayunemos. Beba cada uno un trago de vino. Secose luego; no hubo para todos, y multiplicolo el santo a vista del pueblo. Tomada esta breve refección, le dijo el abad: Ea padre mío, vámonos al entierro, que ya nos hemos todos recreado. Llegaron a la urna, y halláronla más ligera que una paja.




ArribaAbajoDe una vocación admirable de un hombre perdido

En los primeros siglos se hacían con grande profanidad los entierros. En los poderosos no había mortajas, sino preciosos vestidos. Enterraron en cierta ciudad una ilustre doncella, llena de galas. Violes un ladrón, aficionose   —136→   a ellas, y resolviose en robarlas. Acabose el entierro, y quedose en la Iglesia en un lugar oculto. Salió a media noche del retiro donde estaba, fuese al sepulcro de la doncella, quitó la losa de la sepultura, entró en la bóveda, y comenzó a despojarla. En habiéndola desnudado se puso en pie el cuerpo difunto, y asiendo fuertemente al ladrón, le reprendió con grande severidad. ¿Cómo te has atrevido (le decía) a ver mi cuerpo desnudo, cuando jamás otro hombre vio estando yo viva mis carnes? ¿Cómo tienes tan grande arrojamiento, que no temes el divino juicio? El ladrón temblando, y casi muerto, le dijo: Perdóname, señora, que yo enmendaré mi vida. Y respondiole ella: No te tengo de perdonar, sino llevarte ante el Tribunal de Dios a querellarme de esta injuria ante la Divina Justicia. Derramando el reo muchas lágrimas, le prometió con juramento a la doncella de no volver a su casa, sino que se iría desde allí a un Monasterio a hacer penitencia de aquel pecado; y díjole ella: Pues si así habéis de hacer, tornadme a vestir, e idos a servir a Dios. Soltole, y vistiola. Cayó muerta ella, y fuese él al Monasterio del abad Juan, recibió el hábito, y hecha asperísima penitencia de sus culpas, murió con grandes señales de que se iba a la gloria.




ArribaAbajo Del admirable efecto de la breve oración de una abadesa, que con cuatro palabras resucito siete monjas

En la Villa del Conde, Reino de Portugal, se fundó un Monasterio de Santa Clara, que en toda aquella tierra llamaban de las Clarisas. Vivía en él Bengaria, una muy   —137→   santa Monja. Corrían por su cuenta los oficios humildes de la casa; encogíala tanto su virtud, que la juzgaban de corta capacidad; y era tanto lo que se abatía, que nunca pareció a propósito para Prelada. Hubo entre las monjas una elección de abadesa muy reñida. Fueron muchas las pretensoras, y todas ellas, por perder sus votos, sin consultarlo unas con otras, se los dieron a Bengaria. Hízose el escrutinio, y vieron que estaba electa. Causó en las monjas el suceso un grande asombro y confirmola el Prelado. Las pretensoras, corridas; y las que no pretendieron, lastimadas de la suma cortedad de la abadesa, y unas, y otras afrentadas, de que hoy las gobernara la que ayer en oficios bajos las servía, no hacían caso de ella. Tocó la abadesa a Capítulo, para disponer las cosas del Monasterio. Sentose en su lugar, y fueron a Capítulo dos, o tres, quedándose en sus celdas las demás. Sintió el desprecio la santa; no porque le hacían aquella deshonra sino porque faltaban las monjas a la obediencia; enviolas a llamar y no quisieron venir. Trató de castigarlas; pero como se hallaba sola, burlaban de ella. Levantó la santa los ojos al Cielo y poniendo su esperanza en Dios, dijo con grande fe: Levántense a obedecerme todas las hermanas difuntas, pues me desobedecen las vivas. No tuvo su oración más palabras que éstas, y resucitaron siete monjas, que habían enterrado en el Capítulo, y poniéndose a los pies de la abadesa, le dijeron, que venían a obedecerla, y servirla. Mandolas que se fuesen a descansar; y este prodigio enmendó el convento: porque viendo la grande santidad de la prelada, le dieron todas luego la obediencia.



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