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Función de la intertextualidad y el paratexto en la novela de Sergio Ramírez «Mil y una muertes»

Iván Uriarte





La intertextualidad, la polifonía y el monólogo interior son los procedimientos literarios madres que hacen posible la eclosión a la modernidad de la narrativa del siglo XX. El grado cero al que quisieron reducir el pasado literario de occidente las vanguardias europeas dio lugar a que uno de los más grandes novelistas, James Joyce (1882-1941), abriera la escotilla de la modernidad narrativa, para que movimientos disímiles pero homogéneos en su sentido de búsqueda (los Formalistas rusos, Mijail Bajtin -1895, 1995- El estructuralismo checo y francés) descubrieron los procedimientos narrativos que subyacían en autores como Rabelais, Cervantes, Laurence Sterne y Dostoyevsky. La teoría narrativa que se estructuró a partir de algunas obras de estos autores, y del experimento del mismo Joyce en Ulises, hizo posible renovar los viejos andamios de la crítica literaria decimonónica.

El más rico y dinámico de estos procedimientos es la intertextualidad, o sea el cruce constante de textos matrices tomados de obras precedentes para crear una cadena textual siempre nueva. Don Quijote de la Mancha es el primer texto catalizador de este procedimiento en lengua española, y quiero en este momento, recordarles el pasaje del capítulo IX (de la Primera parte) cuando el narrador confiesa no tener insumos para continuar su narración. Luego, en Toledo, en la plaza de Alcaná, se le aparece un muchacho árabe con un manojo de papeles en venta, que resultan, finalmente, ser la continuación del texto interrumpido escrito por Cide Hamete Benengeli, escritor arábigo, autor de El Quijote. Este hallazgo, y todo lo que conlleva la intrusión de un texto traducido del árabe que va a constituir el cuerpo de la obra, hacen de esta novela la matriz inaugural de la modernidad de la novela occidental. William Faulkner, en una de sus más conocidas boutade decía: «Yo leo el Quijote todos los años así como otros leen la Biblia». Es claro que el creador del Yonapathawa County también leía la Biblia como lo demuestran algunos de sus títulos de novelas y relatos como ¡Abasalón, Abasalón!Go down Moses. Pero lo que es evidente es que El Quijote comienza a presidir a la novela inglesa desde el siglo XVII, a partir de la traducción de Tobias Smollett.

Esta digresión acerca de la evolución y transformación que ha sufrido la novela moderna, teniendo como centro Don Quijote de la Mancha no es gratuita: la novela de Sergio Ramírez, Mil y una muertes, está impregnada precisamente de un sentido de búsqueda del texto que a constituir el cuerpo de la novela misma, y de igual que la mise en abyme del autor identificándose en ella, son de claro origen cervantino. Mil y una muertes me parece la más intertextual desafiante novela de Sergio Ramírez. La primera puerta de todo texto es la carátula, la segunda son los epígrafes que anteceden cada una de sus partes (si los hay) y la tercera los epígrafes que encabezan los capítulos nominados o innominados. Todo esto que rodea al texto, que lo anuncia, que lo inclina sobre el abismo de la narración misma, es el paratexto. Toda novela u obra literaria viene signada por lecturas, concepciones iconográficas, letras, iluminaciones, dibujos, colores, viñetas, caprichos del autor. El paratexto, entonces, es la envoltura: el chocolate está dentro, aunque anunciado e insinuado para evitar la imaginación que precede a toda lectura.

Veamos con algún detenimiento la carátula de Mil y una muertes, carátula, desde luego, adversa a toda inocencia: el nombre del autor arriba, el título de la obra abajo del nombre, en perfecto contubernio. Calaveras rosas, amarillas, violetas, azules en secuencia vertical. A la izquierda un retrato de Rubén Darío a los veinte años, al centro (este centro es muy importante) otro retrato de Darío en traje diplomático, y abajo a la derecha el conocido ícono del Darío pensativo, mirándonos desde una eternidad en la que se sumergió como para reconocernos, desde el preludio de una posteridad más suya que nuestra. Y abajo, al centro, entre el ojo de la calavera y la oscuridad del traje de Rubén sentado, una réplica de la firma de Darío. Se trata, evidentemente, de un texto presidido por el modernismo dariano o darista, una mise en scene de su escritura. Las calaveras nos advierten el horror del bardo nicaragüense ante la parca, y nos anuncian la cadena de muertes que signan a la narración que vamos a abordar, en especial la de Francisco Castellón, víctima del cólera en su León natal y la de su hijo en un ghetto nazi donde logra subsistir como fotógrafo de los judíos presos que son conducidos en toscos carromatos al cadalso. Darío y las calaveras, entonces, muestran el vital ciclo del ser humano: vida-muerte, muerte-vida.

Pasando las hojas iniciales que nos señalan nuevamente el nombre de la editorial, el nombre del autor, hasta llegar al índice que precede la obra marcándonos un derrotero. Observamos que la obra está dividida en dos partes y un epílogo, y que cada una de estas partes están subtituladas: Camera obscura y Camera lucida. La palabra «camera» es de origen italiano y quiere decir habitación, aposento, recámara. Aunque esta misma palabra en francés («caméra») con acento en la é, quiere decir «aparato para tomas de vista animadas» (traduciendo literalmente de mi Petit Larousse en francés). Es posible, entonces que se trate de un juego de palabras entre Recámara y Cámara en sentido fotográfico. Pero el subtítulo de la Segunda parte se nos complica más, «Camera lucida», siendo lucida, participio del verbo lucir y adjetivo que connota cosas que se hacen, actuaciones. Nos reenviaría más que a Cámara a Recámara lucida o a Recámara expuesta. Al leer el encabezado de los capítulos de la Primera parte (compuesta de 5 capítulos y una crónica: «El príncipe nómada», por Rubén Darío) tales como «¿Y qué es lo peor? Nacer», y «Un país que no existe», translucen la oscuridad que implica el nacer, lo oscuro y enigmático del origen de la vida. La Segunda parte, precedida también por una crónica, «El fauno ebrio», por José María Vargas Vila, está compuesta de 6 partes, las cuales con el epílogo, nos dan una simetría en su distribución: 12 partes.

Continuando nuestra exploración paratextual, pasamos la escueta dedicatoria, y nos detenemos en los dos epígrafes que encabezan la totalidad del texto: uno del filósofo danés Sören Kierkegaard, tomado de su Diario (período de 1842 a 1844) y otro del poeta mexicano Xavier de Villaurrutia. Los dos epígrafes son significativos y se vinculan profundamente a la totalidad del texto. Como la intertextualidad es un juego de citas apócrifas y verdaderas, la cita de Kierkegaard en la edición que adquirí en 1964, en la librería Argeñal, Managua, Diario íntimo (Buenos Aires: Santiago Rueda editores, 1955; traducción y notas de María Angélica Bosco). En un breve prólogo la traductora nos aclara que la traducción ha sido hecha de su versión en italiano de Cordelio Fabro, 3 tomos, publicada entre 1948 y 1951. En mi edición la cita de Ramírez, autor, corresponde a la página 121, la cual marqué con lapicero azul en eventual lectura que hice. La cita de Ramírez con la de mi edición tiene variantes sintácticas, lo cual me revela que manejó otra versión, realizada quizá directamente del danés. Reproduzco la cita que encabeza el texto de Ramírez: «Es una regla de delicadeza, cuando se escribe y se utilizan las vicisitudes de nuestra vida, no decir nunca la verdad». Es una cita iluminadora en lo que a Kierkegaard mismo concierne, y nunca revelada en lo que, de algún modo, Ramírez quiere anticiparnos: la verdad sobre los hechos de Castellón, el fotógrafo, incluyendo la historia del padre que viene a emparentarse a la suya. Castellón, desde un estado prenatal que nos recuerda al Tristran Sahndy de Sterne, cuenta los antecedentes que rodearon su nacimiento, así como también la visualización de sus orígenes maternos, o sea su tío el rey mosco Frederick, padre de Catherine, su futura madre. Esta versión de los hechos y andanzas de Castellón es buscada y comprobada por el autor en sus diversos viajes a Europa: Varsovia en 1987, Madrid 1992, Palma de Mallorca en 1997.

Remarquemos, por otra parte, que se trata de una novela de trama histórica, donde el narrador juega con los textos y fechas a su antojo, dándole más bien a la ficción categoría histórica. No tomemos al pie de la letra, hechos, fechas y personajes, tomemos más bien, como corresponde, la letra en pie. Esta cita de Kierkegaard nos instruye también acerca de la naturaleza del texto narrativo como recreador de la historia y no como reconstructor de ella. Kierkegaard además de fundador del existencialismo, en tanto que doctrina filosófica, es también narrador, e inclusive en su Diario, actúa con velos y máscaras para nunca decirnos su verdad totalmente. El nieto de Castellón, casi al final de la novela, Rubén, cuestiona y desautoriza la posible versión de su padre, e inclusive parece sugerir que esta ha sido redactado por él mismo, en el momento en que se la entrega al narrador. Todo esto nos conduce a afirmar que el escritor, el novelista no dice la verdad, juega narrativamente con ella, la mistifica, le agrega, le quita, inventa. Y en este juego la intertextualidad juega un rol preponderante ya que, como veremos, no hay casi distancia alguna entre la cita apócrifa y la cita real, entre la crónica fidedigna y el pastiche mismo. Pero todavía no nos encontramos en esos médanos del texto: estas dos citas pueden ser constatadas por el lector, conforme al juego a que nos somete la intertextualidad, veracidad que efectivamente estoy comprobando.

La cita de Villaurrutia, poeta mexicano que perteneció al grupo de Los Contemporáneos, corresponde al segundo poema de su poema «Epitafios». Obviamente que la cita nos confirma el origen del título de texto narrativo, y nos centra más, una vez que leemos la novela, en las sucesivas muertes de Castellón, fotógrafo a su vez de cadáveres. La foto de Turguéniev desnudo, muerto, después de haber sido su cadáver preparado en un establo, es uno de los íconos centrales de la novela, novela que a su vez es totalmente iconográfica, en el sentido que las fotografías desplegadas, constituyen algo más que imágenes fijas, de ellas se desprende lentamente la narración que sorjeta y unifica gran parte del texto mismo. Algo más: la cámara fotográfica elemental y primitiva, desde su dispositivo oscuro disparándose a la luz y viceversa, es casi un personaje central, silencioso pero elocuente.

Las crónicas que encabezan la primera y segunda parte del texto respectivamente, funcionan como textos matriciales alrededor de los cuales se tejen reiteradamente los hilos narrativos. Si volvemos al índice, constatamos que tanto las crónicas de Darío y Vargas Vila aparecen en letras cursivas, y las dos giran alrededor del mismo personaje, Darío, en viajes que realizó a Palma de Mallorca: 1906 y 1913, respectivamente. La autoridad literaria de estos dos cronistas del modernismo le da credibilidad histórica a lo narrado. En realidad las crónicas se leen con sabrosura y cumplen, como corresponde a todo pastiche, su verdadera misión: situarnos frente a un lenguaje literario, frente a un período histórico de Nicaragua a través del gran personaje de la época: Rubén Darío.

Si he mencionado el término pastiche es porque esta es una de las modalidades de la intertextualidad, y a su vez una de las variantes de la parodia. Pastiche es un vocablo tomado del italiano durante el siglo XVIII y que designa (cualquiera sea la función) una imitación estilística. El más célebre antecedente que recuerdo es la parodia-pastiche que Guillermo Cabrera Infante hace de Tres Tristes Tigres de la novela corta de Alejo Carpentier. El acoso, la cual deviene y se transforma en el denigrante título El ocaso. Sin embargo no es necesario ir muy lejos, ya Ramírez mismo demostró dominio y gracia en el manejo de este recurso narrativo en Castigo Divino al pastichar las crónicas de Manolo Cuadra. Desde el punto de vista estrictamente narrativo no me importa que estas crónicas no hayan salido de las plumas de Darío ni de Vargas Vila, funcionan en el texto no sólo como crónicas modernistas sino que a su vez nos sumergen en un lenguaje que instaura y confirma un juego del sentido histórico de esta novela: la mise en scene del modernismo y sus secuelas, lo cual permite, además, parodiar y pastichar textos diversos de George Sand, Chopin, Flaubert e inclusive un autor más moderno como Robert Graves.

El encuentro fortuito de Darío con Castellón arrastrando su cámara en el séquito del Archiduque Luis Salvador, sin llegar aquel a identificarlo, es el detonador primigenio de la novela. Ese desencuentro crece paulatinamente en el texto y cobra todo su sentido, cuando Darío en su segundo viaje a Palma de Mallorca, al saber que es nicaragüense, lo manda a llamar no sólo para que lo fotografíe, sino para encontrar el socio ideal para romperla. Y la papalina que agarra no es jugando, porque Darío suelto en Mallorca llega a un velorio donde quiere sacar al muerto de su ataúd para meterse él, tal como si protagonizara una de sus probables pesadillas. Recrear hechos que corresponden a la ficción a partir de nombres reales (no obstante sus peligros) le da solidez y consistencia a la novela, que crea, inventa, a partir de hechos y personajes de la vida real, coordenadas históricas que mejor convienen a su desarrollo. En el caso de Darío, específicamente, la cronología, fechas y acontecimientos no coinciden porque los acontecimientos corresponden a la lógica de la ficción. Y esto mismo sucede con Castellón padre e hijos, con Turguéniev, Flaubert, George Sand y Chopin. Todos ellos involucrados con los cerdos, sean estos de feria, o bien conducidos al matadero. Y esta es, sin lugar a dudas, la dimensión kafkiana injertada al modernismo, el verdadero absurdo de Un hiver á Majorque.

Se trata de un reencuentro de personajes que el autor-narrador convoca en cada uno de sus viajes a Europa, a veces como representante político y otras como hombre de letras de la modernidad, que es, lo que finalmente, en lengua española, ha sido prefigurado por el modernismo. Lo más reprochable a este narrador-detective es que no hay cámara que fije su presencia, aunque las entrevistas que concede lo sugieran. Es interesante señalar cómo en este juego de autor y narrador hay una situación similar que los emparenta. En los inicios de su narración Castellón, el fotógrafo, comienza a describir detalladamente los años que antecedieron a su nacimiento, a la conformación de relaciones de su padre con el Rey Mosco Frederick y todos los pormenores de su viaje a Europa para proponer a la Reina de Inglaterra la construcción del canal interoceánico por Nicaragua, intento fallido que lo lleva a proponérselo a Luis Napoleón en la Fortaleza donde guarda prisión. Así, esta narración de un nonato que tarda en gestarse, viene a encontrar su contraparte, cuando el autor, casi al final del texto, en entrevista que concede relativa a la publicación de su novela Margarita, está linda la mar, comienza hablar de una novela que no ha escrito todavía, y que será, consecuentemente, el texto que el lector está casi por concluir. Ramírez llega a identificarse plenamente, en una verdadera mise en abyme que nos recuerda el encuentro de Cervantes -narrador con su propia obra editándose en Barcelona, cuando desvía su original ruta, en la Segunda parte, para contravenir la anunciada por el Quijote apócrifo.

El período de la historia de Nicaragua que corresponde al espacio real del texto lo dan los nacimientos de Francisco Castellón hijo y la de Rubén Darío (1856 y 1867 respectivamente) hasta el momento de su muerte. Cabe señalar que la narración de Castellón es póstuma, y la crónica de Vargas Vila sobre Darío es un homenaje post mortem. Los viajes del narrador a Europa corresponden más bien al espacio de la concepción y escritura del texto.

Los epígrafes correspondientes a los diversos capítulos de la novela han sido extraídos sucesivamente de los del Cuaderno de notas de Chopin, de la correspondencia de Flaubert en cartas dirigidas a Louise Collet y George Sand, capítulos 1, 3 y 5 respectivamente, de la Primera parte. Estas citas como las que corresponden a los capítulos de la Segunda parte, incluyendo un parlamento del centauro Quirón, del «Coloquio de los Centauros» de Darío, las he investigado y no pertenecen a la intertextualidad apócrifa, hasta donde me ha sido posible comprobar. La importancia de la comprobación de estas citas es que su presencia no es gratuita o ilustrativa en el texto: algunas de ellas funcionan como catalizadores de los capítulos donde van insertas a la cabeza. Su sentido o relación con el texto es a veces comprobado al final de cada capítulo, abriendo nuevos espacios a la narración que ha sido impulsada bajo la égida de las crónicas apócrifas. Tomo como ejemplo la cita de la carta de Flaubert a George Sand, que dice: «Me parece que atravieso una soledad sin fin, para ir no sé a dónde. Y soy a la vez el desierto, el viajero y el camello». Se trata de la cita que encabeza el capítulo 5 de la Primera parte. «El cuchillo de doble filo», continuación de la narración que el autor no ha hecho en el primer capítulo, su llegada a Varsovia en 1987 y su encuentro fortuito con una exposición de fotografías de Castellón. En el capítulo 5 el narrador, 1992, Madrid, sigue atando cabos y descubriendo aspectos de los inicios de la vida del personaje como fotógrafo. En este capítulo, además de otros hallazgos al penetrar en la casa museo de Turguéniev en Francia, nos detalla su encuentro y relaciones con Belisario Betancurt, ex presidente de Colombia (¡tête à tête de dos ex presidentes!), cazador de libros de ocasión, quien le dará una pista notable para enriquecer su búsqueda de la narración en curso: Castellón fotógrafo de Darío en Mallorca. El capítulo termina así:

Ya llegábamos a la puerta del hotel Palace.

-Apenas esté de regreso en Bogotá, le envío una fotocopia del libro -me promete al despedirnos.

Cuando atravesaba frente al Teatro de la Zarzuela, camino a mi hotel, pensé con algo de desaliento, que aún me faltaba recorrer un largo camino en búsqueda de Castellón. Él se alejaba haciendo un círculo, y mientras yo siguiera en línea recta, terminaríamos por encontrarnos en la soledad del desierto sin fin. Y ambos, además, éramos a la vez el desierto, el viajero y el camello.


(p. 156)                


Observemos como el narrador-autor retoma el epígrafe citado para arrojar datos oscuros y misteriosos sobre las relaciones de él mismo con su personaje, que se confunden con las búsquedas y obsesiones del propio Flaubert.

Concluyo: la ficción en su abordaje de la historia no la obstruye, sino que a partir de sus propios mecanismos para crear su verdad la enriquece y le da una dimensión que el lector sólo puede juzgar a partir de la ficción misma. Es la verdad de Kierkegaard en su Diario íntimo: «[...] no decir nunca la verdad sino reservarla para sí y permitir sólo que se refleje desde diversos ángulos».





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