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Geografías estéticas: un itinerario por la narrativa argentina de la segunda mitad del siglo XX1

María Bermúdez Martínez





Con este título, «geografías estéticas», propongo seguir un itinerario posible dentro de la multiplicidad de vías que, sin duda, representa la escritura narrativa argentina de medio siglo. No obstante, de acuerdo con la perspectiva adoptada, el recorrido atravesará varias líneas de juego que se entrecruzan para dibujar una «geografía» propia que, al margen de todo criterio extraliterario, no es sino una geografía estética.

En líneas generales, tres criterios han servido de punto de partida, en los estudios críticos, para caracterizar a un «grupo» que inicia y recorre, con sus primeros pasos en los años sesenta, la literatura argentina de la segunda mitad del siglo XX. El más difundido durante largo tiempo -sin duda cansino y agotado en lo que su aplicación a estos autores se refiere- fue el de «escritores del interior» (un término, hay que decir, utilizado incluso por los mismos autores, tal vez como eco de un decir común) o bien, si queremos, escritores «provincianos», «folklóricos», «regionalistas» o «regionales» (y utilizo en todo momento términos acuñados, insisto, por diferentes críticos y escritores). Frente a ese, en mi opinión, confuso y falso criterio geográfico, uno más aséptico, el de «generación del sesenta», ampliamente difundido, que toma en consideración la fecha en que esos autores comienzan a publicar. Y un tercero, motivado por las urgencias de la historia, que algunos de sus miembros, bajo diversas formulaciones, han dado en acuñar: me referiré en principio a las expresiones utilizadas por Daniel Moyano, que habla de sí mismo y de sus compañeros como «escritores del postboom», de la «derrota», de las «dictaduras» o de la «crisis», todos ellos términos íntimamente relacionados pese a que cruzan, a simple vista, variedad de criterios.

Hablo, en suma de los criterios citados, de Daniel Moyano, pero también de Juan José Hernández, Haroldo Conti, Héctor Tizón, Antonio Di Benedetto, Juan José Saer, Juan Carlos Martini, Alberto Vanasco, Rodolfo Walsh... y otros tantos que, pese a la diversa gama de escrituras que desarrollan, representan un amplio cuadro de lo que significó y significa la narrativa argentina desde la segunda mitad de siglo XX. Es evidente, para cualquiera que se haya acercado, aunque sea tímidamente, a la narrativa argentina contemporánea, que los autores citados recorren y desarrollan, como decía, una multiplicidad de itinerarios estéticos. En algunos casos sería hasta casi imposible tratar de hermanar algunos nombres, no obstante, existen ciertas coincidencias entre ellos, de acuerdo con los criterios citados al comienzo. Recupero algunos de esos nombres con palabras de Daniel Moyano:

En mis referencias comparativas, siempre he tenido una especie de cuarteto de cuerdas que formaba así: J. J. Hernández y yo, violines; Antonio Di Benedetto, viola; y Haroldo Conti violonchelo. Un cuarteto si se quiere arbitrario, elegido así por simpatía, amistad o preocupaciones parecidas [...] Con el tiempo fue ampliándose este modesto conjunto interno, con miras a una orquesta de cámara. Y ya teníamos, entre muchos otros, a Héctor Tizón, Juan José Saer, Abelardo Castillo, Amalia Jamilis, Rodolfo Walsh, y un largo etcétera como dicen en Madrid2.



En un reportaje con C. Mamonde y A. Schmidt, ampliará la nómina con los nombres de Vanasco y Verbitsky, incluyendo así no sólo a escritores «del interior» sino también a autores bonaerenses3.

Por otra parte, el criterio «generación del sesenta» se basa, como decía, en la fecha en la que los autores comienzan a publicar y suele caracterizarse por oposición a la generación inmediatamente precedente, la llamada «generación del 55» (representada, entre otros, por Viñas, Riestra o Lynch), inclinada hacia el compromiso político y social que se expresó en la práctica de un realismo directo. Y subrayo esto, «realismo directo», en tanto que, en mi opinión, aquí va a estar la gran renovación estética que afecta a la narrativa argentina de la segunda mitad del siglo XX y que tendrá, como iniciadores, pioneros y continuadores a los escritores objeto de estas reflexiones. En ese marco (la «generación del 55») destaca el grupo nucleado en torno a la revista Contorno -los llamados «parricidas»- que, patroneados por David Viñas, desarrollan sus ideas como eco del existencialismo sartreano, centrando sus escrituras en el compromiso del escritor. Frente a ellos, aunque sin descartar su interés por la realidad argentina -es más, poniendo, como veremos, especial intensidad en ello- los escritores del sesenta se inclinarán hacia posturas que indagan nuevas posibilidades estéticas y formales. Suele destacarse, en la crítica que aborda este período de la narrativa argentina, dos importantes «huellas»: las de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, así como la presencia de la narrativa de Juan Carlos Onetti y una intensa relectura, iniciada ya por el grupo «Contorno», del hasta entonces marginal Roberto Arlt. Asimismo, debemos destacar la influencia de la narrativa norteamericana y europea, a través de vías narrativas como el policial o de influjos de teorías como el psicoanálisis, el estructuralismo, la semiología...4 Si nos centramos en las presencias hispanoamericanas citadas, cabe puntualizar que la figura de Borges en los años sesenta es discutida, no ocupa aún el centro de la escena literaria argentina y en muchos casos va a ser cuestionado desde parámetros quizás más éticos que estéticos. Su escritura, no obstante, dejará huella, tanto en aquellos que lo rechazan como en quienes se declaran sus seguidores. Absolutamente reveladoras en este sentido son las siguientes palabras de Daniel Moyano:

Por haberme criado y haber vivido del norte de Córdoba para arriba, o sea en América Latina según Enríquez Hureña [sic], yo siempre me he sentido más cerca de Rulfo que de Borges. La relectura de Borges no me dice tanto como la de Rulfo, que sigue conmoviéndome porque me habla de cosas que siento más verdaderas y más metafísicas que la metafísica repetitiva del maestro porteño. Rulfo, con la fuerza de su lenguaje y su verdad, me hizo olvidar a Borges, que se convirtió en esa novia de la adolescencia con la que no pudimos llegar a nada. No obstante, cada vez que me tocó enfrentarme otra vez con su fotografía, siempre le dediqué una sonrisa melancólica, recordando el antiguo cariño. Después, cuando aceptó que la dictadura chilena lo condecorara (mientras en mi país mataban entre otros miles a Conti y a Walsh) y alabó ante Pinochet a la junta presidida por Videla diciendo que en Argentina también mandaban los militares y que él prefería «la clara espada a la furtiva dinamita», le quité para siempre la sonrisa. Y conste que la pérdida me duele5.



Moyano deja claro el signo de su rechazo, poniendo de manifiesto, como tantos otros miembros de su generación, la conjunción que entre ética y estética marca sus escrituras e introduciendo un nuevo criterio de definición del grupo, aspecto ya apuntado que retomaré más adelante.

A partir de los años cuarenta y cincuenta, el espacio literario argentino experimenta un gran movimiento editorial que culmina en el boom de los años sesenta, con la proliferación de editoriales nuevas como EUDEBA (Editorial Universitaria de Buenos Aires), con su serie «Siglo y Medio» que se vendía en quioscos a bajo precio6, y el impulso de editoriales ya existentes (Emecé, Sudamericana, Losada) que convocan concursos literarios presididos por nombres como los de Miguel Ángel Asturias, Augusto Roa Bastos o Leopoldo Marechal (recordemos que el jurado que otorga a Moyano, por su novela El oscuro, el premio Primera Plana-Sudamericana en 1968, estuvo compuesto por Gabriel García Márquez, Leopoldo Marechal y Augusto Roa Bastos). Todo ello contribuyó, a su vez, a la entrada en la escena literaria de autores que hasta entonces habían tenido cerradas las puertas del mercado bonaerense. En este sentido, apunta Daniel Moyano:

En mi caso, pertenezco a un grupo de escritores, no más de una docena, del interior de la Argentina, que teníamos un difícil acceso a Buenos Aires. La capital se manejaba con otras pautas que el resto del país. Están los catálogos de las editoriales como prueba: se prefería siempre publicar a un escritor inglés, sueco o checo que a un escritor nacional.

Así es como estábamos un poco huérfanos de editoriales y de amigos. No íbamos a Buenos Aires por razones obvias, atemorizados por la dificultad de abrirse paso7.



Moyano se refiere al papel que desempeñó Augusto Roa Bastos (por entonces en su exilio argentino) interesándose por su obra:

[...] Digo todo esto en cuanto al aspecto humano de Roa, que nos recibió, habló con nosotros y realizó gestiones ante las editoriales, logrando abrirnos algunas puertas, a nosotros, que éramos jóvenes, noveles y provincianos.

Augusto ya era un escritor muy respetado y una palabra suya, un prólogo suyo eran muy valiosos para escritores como nosotros8.



Idea que ratifica, entre otros, Juan José Saer:

[...] Augusto Roa Bastos supo interesarse por las obras de los nuevos escritores argentinos, de los escritores de mi generación. Gracias a su mediación algunos autores pudieron en algunos casos publicar sus primeros libros y en otros recibir una atención más adecuada de la crítica9.



En el famoso prólogo a La lombriz, de Daniel Moyano, Roa Bastos alude a una renovación que viene produciéndose en la «narrativa del interior» argentino, con valores como Antonio Di Benedetto, Ardiles Gray, Manauta, Tomás Eloy Martínez, Lagmanovich, Juan José Hernández, Juan José Saer (entre otros), quienes -en palabras de Roa- «han venido intentando una renovación de las formas y estructuras tradicionales». Se trataría de un grupo de escritores entre los veinte y cuarenta años que, siguiendo caminos muy distintos y sin formar grupos o escuelas definidas, llevan a cabo una superación del regionalismo a través de una «asunción real de lo local»10. Nos encontramos una vez más ante la eterna oposición entre Buenos Aires, la capital, y el interior condenado -por su condición provinciana- a desarrollar lo que se ha dado en llamar una «literatura regionalista»; criterio, como ya apunté desde un principio, absolutamente rechazable en cuanto no es más que el transplante de un conflicto de carácter sociológico -e incluso político- al ámbito literario. Un error de óptica que Roa Bastos delata señalando la superación de dichas limitaciones por estos escritores cuya única condición provinciana radicaría en la imposibilidad de acceder a un mercado editorial con sede en Buenos Aires11. Y aquí se inscribe la labor de apoyo que realizó Roa Bastos.

Los años setenta marcarán un profundo cambio con respecto a la situación precedente, viraje marcado por la crisis editorial, con el consiguiente cierre de muchos sellos editoriales y la falta de apoyo para los escritores que pierden gran parte de su público lector (absorbido por el gran mercado del bestseller). La nueva situación corre paralela al surgimiento de lo que se ha dado en llamar una «literatura de la dispersión y del exilio», con la salida de gran número de escritores fuera del país. Exilio voluntario o forzoso, motivado por razones de carácter económico y, sobre todo, de represión cultural o de raíz política (en 1976 se inicia la dictadura de la Junta Militar). Daniel Moyano hablará así de su generación como la «generación de las dictaduras», una generación que escribirá desde «la derrota»:

[...] hay una diferencia muy grande entre el boom y nosotros, los post-boom [...] El boom coincide con unas palabras que dijo el Che Guevara «echaron a rodar las ruedas de la historia», se refiere a la gente que luchó en Cuba. Cuba o sea América Latina entra en la historia contemporánea con la revolución cubana [...] Entonces los escritores del boom vienen respaldados por este hecho histórico importantísimo, en cambio nosotros, los escritores del post-boom, somos los escritores -ellos son los escritores del triunfo-, nosotros somos los escritores de las dictaduras, los escritores de la derrota, hablo de Juan José Hernández, Haroldo Conti, Antonio Di Benedetto, de Vanasco, Verbitsky, Rodolfo Walsh12.



Claras y tajantes son las manifestaciones de la mayor parte, por no decir todos, de estos escritores («hijos de la esperanza de la revolución cubana e hijos también de la tortura y del genocidio», «hijos de la escasez y de la crisis», en palabras de Daniel Moyano13) sobre ese trágico período y en sus obras, bien desde claves simbólicas y/o clara y directamente, han tematizado el horror de la apoteosis de violencia que marcó esa etapa de la historia argentina. Puede apuntarse, de manera general, un camino o trayectoria progresiva, desde la alegoría a la expresión directa de esas tremendas realidades.

Figuraciones de ese período de la historia argentina que se unen a una general y amplia desmitificación, en textos de variado carácter, de tópicos de la historia y cultura argentina, junto a un cierto interés o necesidad «testimonial» (y utilizo este término con todas las reservas) que, sin ahogar al relato -ese interés se asume como necesidad ética interior, personal-, subyace en cada una de sus propuestas. Directo es Daniel Moyano a este respecto, cuando se le pregunta las razones que motivaron la escritura de Libro de navíos y borrascas:

porque unos militares en 1976 tomaron el poder y mataron a 30.000 personas, entre ellos a muchos escritores que en su mayoría eran mis amigos. Otros fueron encarcelados y algunos consiguieron la opción de abandonar el país, los sacaron de la cárcel y los metieron en un barco14.



Y cuando alude a la evasiva escritura argentina frente a la tradición marcada por Echevarría, Hernández o Sarmiento, sin por ello abogar por una «literatura testimonial»:

En un encuentro de escritores y críticos que se realizó el año pasado en Alemania, los representantes de la Argentina reivindicaron una literatura de pura imaginación, desentendida de la realidad. Pienso que esa postura era una negación. Era sólo para tratar de huir de una realidad atroz [...] Un relato puede ser comprometido sin dejar de ser imaginativo. También recuerdo que en plena dictadura militar, Abelardo Castillo declara para la TV española que no se podía hablar de la tortura porque eso le correspondía a la próxima generación. Me dolió mucho. Yo creo que hay que hablar de la tortura aun mientras están torturando, pero sin fotocopiarla. Hay que recrearla y contarla para que luego -como decía Sartre- nadie se diga inocente15.



En el estudio de Virginia Gil sobre la obra de Moyano16 puede verse el recorrido que esa figuración de la tortura recorre en la obra del escritor, y a él me remito: desde los viejos habitantes de Villa Violín, de El trino del diablo, con sus dedos artríticos a causa del agua helada que cada día arrojan sobre ellos camiones especiales y que determinados días unos hombres estiran para tomarles huellas dactilares; pasando por los interrogatorios a que se ven sometidos los Aballay en El vuelo del tigre y por la operación para extirpar la memoria en Tres golpes de timbal17, hasta la cruda expresión de la tortura, la violencia y sus consecuencias en el capítulo XI de Libro de navíos y borrascas.

En gran parte de la escritura posterior de los escritores que conforman dicha generación (y de escritores posteriores) puede verse un rechazo al puro «testimonio directo» como opción y vía posible de escritura, si bien muchos de ellos recurren al «género testimonial», a la «escritura histórica» o a la «literatura ensayística» para «contar su verdad» (o cuestionar, en último término, toda Verdad impuesta), pero en todo momento redefiniendo los límites de esos géneros para abordarlos bien desde la parodia, la ironía, el mito o la desmitificación (pensemos en Saer, en Tizón o en el mismo Piglia).

En definitiva, en el marco al que aludíamos, todos estos autores entran sin dificultad dentro de esa «generación de la derrota» de la que habla Daniel Moyano18, escritores que, ante una realidad rota, no duda en hacerse eco de ella, denunciándola. Como decía, la urgencia histórica reclama del escritor la conjunción de ética y estética, si bien, gran parte de ellos lo harán con altas dosis de ironía, utilizando el humor como elemento de choque y sin dejar nunca que su mirada se reduzca a una imagen parcial o concreta del panorama argentino, sino ampliando su visión para dar cuenta de un panorama universal de descentramiento y crisis de los valores humanos. Se convierten entonces, como ha apuntado Virginia Gil19, en «habitantes del pozo», un «pozo» que ya no es patrimonio exclusivo de Onetti, ni de Sábato, sino que también pertenece, por derecho propio, a Juan José Hernández, Antonio Di Benedetto, Daniel Moyano, Juan José Saer...

La literatura argentina se fractura: por un lado nos encontramos con un conjunto de obras que se producen en el exterior, muchas de ellas desconocidas o mal conocidas en el país y, por otro, con un sector de la narrativa nacional que sufre el exilio interno y su marginación con respecto a la cultura oficial (evidentes dificultades de publicación, literatura alejada y en oposición a los círculos oficiales). Experiencias de escritura que se condensan en una única, la del desarraigo, la marginación, la soledad y, en suma, el exilio, expresada en la obra de estos narradores que, después de un proceso altamente doloroso, convierten ese exilio en una «condición de escritura» que permite -en palabras de Juan José Saer- asumir «la perspectiva exterior» para comprender mejor su situación en el mundo y llegar a descubrir, entre otras cosas, esa patria que es la infancia20.

Cabe preguntarse entonces, y así lo han hecho escritores y críticos, ¿hasta qué punto una experiencia como la de la dictadura puede llevar, o llevó, a la inauguración de un nuevo lenguaje estético? Ante el innombrable horror de la violencia y la represión, un mismo imperativo parece instar a los escritores a escribir esa historia. El propio Daniel Moyano al hablar de su generación, la de los escritores nacidos en torno a los años treinta, matiza señalando «hablo de los escritores que nos opusimos a la dictadura militar iniciada en 1976», como criterio absolutamente unido al grupo del que se considera miembro, un elemento de absoluta importancia al definirse dentro del grupo21. Lo real político, histórico, entra así en la literatura y lo hace abandonando los cauces del realismo tradicional, a través de estrategias narrativas muy elaboradas basadas generalmente en una presentación alegórica de la violencia. Podría pensarse en una suerte de autocensura que obliga a buscar formas alternativas para nombrar la violencia, pero los ejemplos concretos parecen relacionarlo más con las líneas de una escritura que, desde opciones estéticas personales, desde proyectos estéticos claramente definidos en su trayectoria, ha ido abriendo caminos a la experimentación separándose así de las formas del realismo tradicional e inaugurando un nuevo realismo.

No obstante, y al margen de las impugnaciones del realismo tradicional que recorren las décadas a las que hacemos referencia, está claro que desde los parámetros estéticos y los arquetipos de la experiencia humana tradicionales no va a ser posible explicar una realidad desbordante y excéntrica como fue la de la Argentina de la dictadura. Si Theodor Adorno se preguntaba «¿cómo escribir después de Auschwitz?», los escritores argentinos se enfrentan también al interrogante de ¿cómo nombrar lo innombrable?, ¿cómo narrar cuando no se puede nombrar el horror? El realismo en sí mismo ya no servirá -es una estética agotada- y la literatura argentina responderá a esta pregunta por caminos diversos aunque coincidentes, como apunta Cristina Piña, en el uso de estrategias de descentramiento: la metáfora, la alegoría, la alusión o incluso la representación paródica22. Es reseñable, además, que en la mayor parte de los casos esa figuración de la violencia -que se va haciendo, como apuntaba, cada vez más explícita hasta llegar a la expresión más o menos directa- no se limita a la realidad argentina del momento, sino que trasciende esos límites para aludir a toda violencia, superando cualquier marco temporal y espacial, en una tendencia general hacia el universalismo que traspasa las creaciones. Y no sólo en cuanto a la figuración de la violencia se refiere, ya que su significación alcanza, como ya apuntaba, a cualquier realidad humana, objeto central de los proyectos. Se trata, en suma, como señalaba Roa Bastos, de autores que superan con creces cualquier limitación geográfica para hacer una literatura que ahonda en los conflictos humanos desde un «realismo profundo» que intenta ser un «sondeo de todo lo real, de sus estratos más ricos o inéditos» para lograr «una imagen del individuo y de la colectividad frente a sus propias circunstancias, lo más completa y comprometida posible con la totalidad de la experiencia vital y espiritual del hombre de nuestro tiempo»23.

Se trataría pues de una doble vía, en la que confluirían tendencias de carácter estético (marcadas por un profundo conocimiento del lenguaje y la escritura, tras un intenso ejercicio de experimentación) con claras motivaciones de orden ético (un tener que y un poder hablar de lo innombrable, más allá de toda censura externa), para caminar hacia el encuentro de un nuevo realismo, recogiendo, aquí, el magisterio de la vanguardia:

sin entrar en la obscenidad de los detalles, el realismo mata las cosas y esto lo sabemos desde los poetas surrealistas, nombrar una cosa es quitarle ya, las tres cuartas partes de su valor, hay que sugerirlo o lo que decía Cortázar «No nombrés la gaviota, que vuele en tu cuento»24.



La literatura se concibe así no como copia de lo real, sino como indagación, como «instrumento de investigación» (Moyano), de «conocimiento» o «redescubrimiento» (Saer) de la realidad. Se trataría, en palabras de Roa Bastos de un realismo «profundo» (por el hecho de «ser objetivo», «de querer ser un sondeo de todo lo real, de sus estratos más ricos e inéditos») que opera «en profundidad», no tratando «de duplicar lo visible -módica operación que se resuelve siempre en falsificación- sino, principalmente, de ayudar a ver en la opacidad y ambigüedad del mundo...»; y quizás, sobre todo -podemos añadir-, de redescubrir ese mundo siendo, precisamente, conscientes de su opacidad y ambigüedad. Esta marca, seña de la modernidad, es una de las huellas fundamentales que recoge la narrativa argentina contemporánea, en esa línea se desarrollarán los trabajos posteriores de Saer o Martini, la narrativa de Ricardo Piglia, de Aira, de Fogwill o de Sergio Chejfec25, entre otros.

Desde estos presupuestos, diseñados por la escritura argentina contemporánea, todo «folklorismo», «localismo» o «nacionalismo» aplicado a la literatura queda anulado. En ningún caso podremos hablar de «autenticidad», de recuperación o reconstrucción de una determinada «zona» o lugar, sino de elaboración, de transformación de esa «zona» para la construcción de un mundo, de un espacio poético propio, privado y personal. Ese espacio y esa lengua poética borra así toda frontera para permitirse hablar «de cualquier cosa», para remitirnos no a una zona o mundo determinado sino a «el mundo», constituyendo así una geografía única y esencialmente estética. Porque, como reitera una y otra vez la escritura literaria, si bien lo «nacional», «regional» o «local» puede ser rastreado como componente extraliterario en cualquier obra, la fuerza de esa creación no reside en su valor referencial sino en la posibilidad de acceder, a través de lo particular y propio, a lo general y universal, a la patria misma de la literatura. Una patria literaria que es la que definen, desde distintas y varias perspectivas, las escrituras argentinas de la segunda mitad de siglo XX.





 
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