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ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajoCapítulo VII

Del ventajoso cambio que hizo Gil Gómez con un religioso de la orden de San Francisco


Si el lector recuerda lo que le hemos dicho acerca del intenso amor que Gil Gómez profesaba a Fernando, le parecerá ciertamente muy inverosímil la manera tan sencilla con que fue alejado al tiempo de la partida del joven Teniente. Pero esta inverosimilitud cesará para el lector cuando sepa dos cosas: la primera, que Gil Gómez había formado su plan, que consistía en seguir a Fernando y servir   —120→   en clase de soldado en la compañía a que éste fuese destinado; y la segunda, que había sido encerrado en el pajar, lo mismo que si fuera un niño de ocho años, encerrado por medio de un ardid ingenioso, que consistió en enviarle el hacendado por un objeto y echar la llave por fuera, conociendo que éste era el único medio de impedir un lance desagradable. Para poner en planta su plan, contaba primero con su amor entrañable a Fernando, que le hacía insoportable la vida lejos de él; después con un caballo ciego que le pertenecía exclusivamente y algunos reales que formaban sus ahorros de un año. Por consiguiente, cuando comprendió el ardid de que había sido víctima, primero golpeó la puerta y las paredes, dio gritos espantosos y se desesperó verdaderamente; pero al cabo de un momento permaneció silencioso y se consoló, considerando que de todas maneras le habría sido imposible partir junto con Fernando, porque el hacendado y los criados habrían impedido su fuga, la cual se verificaría a la primera oportunidad, acaso en la misma noche, y lo único que había resultado era una diferencia de horas, y por consiguiente de distancia, diferencia que desaparecería con la precipitación en la carrera, o en el último caso ¿qué importaba llegar a San Miguel el Grande uno o dos días después de Fernando?   —121→   Consolado con estas ideas, el futuro soldado se tendió primero sobre la paja a descansar, después la naturaleza y la desvelada de la noche anterior lo dominaron y se durmió profundamente, tan profundamente que ni sintió que al medio día abrieron la puerta con precaución, y al verle dormido dejaron junto a él una comida completa, volviendo a cerrar la maciza y sólida puerta con menor precaución y más ruido. De cuando en cuando el joven se estremecía en medio de su sueño, ejecutaba algunos movimientos o articulaba algunas palabras o gritos de guerra, tales como: «a ellos», «adelante», «avancen». Era que estaba soñando; se soñaba en medio de una batalla, pero no en clase de simple soldado, sino de Brigadier nada menos, y por consiguiente con una gran responsabilidad encima; a su lado combatía Fernando; el zumbido de un moscón que giraba en derredor de las paredes de su encierro le parecía el estruendo de los cañones, y los ruidos levísimos que el movimiento de su respiración producía en la paja sobre la que estaba durmiendo, los gemidos de los heridos y moribundos; pero era una batalla de un éxito muy dudoso para él, puesto que los enemigos eran en número cuatro veces mayor que sus soldados, y veía a éstos sucumbir, defendiendo el terreno palmo a palmo; por último, los   —122→   pocos que quedaban en pie huyeron y se dispersaron al ver cargar a sus contrarios, dejando solos a él y a Fernando, que, viendo que no había otro partido que tomar ya, se pusieron también en fuga; Gil Gómez picaba en vano a su caballo, pero éste no avanzaba y parecía clavado en tierra; ya se oía el galope de los soldados y los gritos de furor de sus perseguidores, y su montura no avanzaba; quiso echarse a tierra y huir por su pie, pero nada, parecía también clavado en la silla; ya se oían los gritos más cercanos y hasta disparaban tiros al percibirle; quiso defenderse al menos para vender su vida lo más caro posible; pero imposible, parecía una estatua de panteón; sintió el frío de una pistola sobre su sien; hizo un esfuerzo supremo, dio un grito de terror y despertó sobresaltado. Cerca de dos minutos permaneció todavía con los ojos abiertos, sin poder darse cuenta del lugar en que se hallaba y por qué casualidad había escapado de aquel peligro inminente que le había amenazado; por último, poco a poco fue reconociendo las localidades y recobrando la memoria; se acordó de cómo había sido encerrado y por qué motivo, y se incorporó, quedando no poco asombrado al encontrar junto a sí varios platos con alimentos; satisfizo el hambre imperiosa que le dominaba, tomando algunos bocados, y se   —123→   acercó a la puerta para espiar por una hendedura lo que afuera de su prisión pasaba; el corral hacia el que ésta daba estaba desierto completamente; el sol comenzaba a caer, debiendo ser ya lo menos las cinco de la tarde; había dormido, por consiguiente, la friolera de diez horas, y de nuevo se desesperó, volviendo casi a la misma exaltación de la mañana; pero después reflexionó que no debía pasar mucho tiempo prisionero, y que acaso dentro de un momento se le devolvería su libertad querida; por consiguiente, comenzó a pasearse a lo largo de su encierro, silencioso y preocupado, acaso por los preparativos de su fuga. Al anochecer sintió que la puerta se abría, dando paso a don Esteban, que le dijo con acento afectuoso:

-Gil, ya puedes salir. Siento haberme tenido que valer de esta estratagema para alejarte de mi hijo; pero, como eres niño y tan caprichoso, es necesario tratarte como tal, puesto que no te convences con razones.

-Ha hecho usted perfectamente, padre mío -dijo Gil Gómez con tono compungido-. Ahora me alegro, porque indudablemente me habría sido imposible ver partir a mi hermano, sin acompañarle; mientras que ahora, viendo que yo no hay remedio, comienzo a consolarme.

-¡Oh!, sí, ¡hijo mío! Ya sabes que siempre   —124→   vivirás a mi lado, porque te he amado con el mismo cariño que a Fernando. Ahora los dos esperaremos su vuelta, ¿no es verdad?

Gil Gómez no respondió, porque se le hizo escrúpulo dar en su corazón, tan franco y tan generoso, cabida a dos pasiones que aborrecía, la mentira y la ingratitud.

-¡Bueno, bueno! -continuó el hacendado-, ahora vamos a cenar, porque según veo nada has comido y todo el día lo has pasado durmiendo.

Y los dos salieron de la improvisada prisión.

Las primeras horas de la noche las pasó Gil Gómez en compañía de don Esteban, permaneciendo ambos tristes y pensativos. A la hora de retirarse cada cual a su aposento para dormir, Gil Gómez [...]7 abandonar a aquel hombre honrado que durante tantos años le había amparado con un cariño verdaderamente paternal; sintió que su corazón se despedazaba al dar cabida en él a la ruin pasión de la ingratitud y tal vez iba a arrepentirse de su resolución; pero también pensó en Fernando, consideró el horrendo vacío de una vida pasada lejos de él, y se sintió débil para sufrir esa existencia, resultando de esta lucha que tuvo lugar en su alma durante un momento que en sus   —125→   ojos apareciesen dos lágrimas que rodaron silenciosas a lo largo de sus mejillas, y que estrechase besando la mano de don Esteban.

-Hasta mañana, hijo -dijo éste con cariño.

-¡Adiós! ¡Adiós, padre mío! -murmuró Gil Gómez saliendo violentamente de la pieza, porque sentía que los sollozos que le estaban reventando el pecho iban a estallar; y luego que se halló en su habitación dio libre curso a sus lágrimas, librándose así de un peso con que se sentía ahogar. Después abrió su cómoda, extrajo de ella su maleta de viaje ya preparada de antemano, y que contenía, además de dos o tres vestidos, un bolsillo lleno de monedas de plata, que según hemos dicho formaba sus economías de un año. Escribió durante un rato el siguiente papel, que dejó sobre su mesa, y que iba dirigido al hacendado:

«¡Padre mío!

»Soy un ingrato, soy un infame en pagar con una villanía los inmensos beneficios que de su mano de usted he recibido durante diez y nueve años. Pero, ¡ay!, me es imposible vivir separado de mi hermano y corro a alcanzarle, a cuidarle, a vivir a su lado, aunque sea en clase de soldado.

  —126→  

»¡Perdón! ¡Perdón, padre mío! ¡Adiós le dice a usted su hijo!

»Gil Gómez».

Luego extrajo de un cajón de su mesa un par de pistolas que, a pesar de las composturas que Gil Gómez les había hecho varias veces, mal ocultaban su origen antiguo, pues databan nada menos que de la invasión de Lorencillo en Veracruz; las ató a su cintura, después de haber probado el gatillo; tomó de un rincón una larga espada forrada de cuero, y cuyo orín, depositado por el tiempo, apenas había desaparecido a fuerza de frotamientos y limaduras; se la ciñó y esperó a que todo estuviese en silencio en la hacienda. A la media noche abrió con sigilo su puerta, y al ver la quietud que en los corredores y patios reinaba, comprendió que ya todo el mundo dormía profundamente, bajó de puntillas con su maleta al hombro hasta el corral en que se encontraban los caballos, y desató uno de ellos después de haberle reconocido y colocado una montura medio vieja que en un cuartito junto al pesebre se hallaba tirada en el suelo.

Era un caballo que, aunque en otro tiempo había sido el primero de la hacienda, ahora había cegado completamente, aunque conservando sus ojos en el   —127→   estado natural y todo su brío y movimientos primitivos, exponiendo, por consiguiente, al audaz jinete que osase montarle a todos los peligros posibles.

¿Y por qué entre cien caballos que había en la caballeriza escogía Gil Gómez este que era indudablemente el más malo de todos?

Por un sentimiento de nobleza, porque le parecía que el crimen que a su entender cometía con fugarse se haría más horrible tomando una cosa que no le perteneciera tan directamente como el mueble de que se iba a servir.

Después de atar a la grupa del animal su maleta, le tomó por la brida y le condujo con precaución hasta la puerta del corral, cuya tranca quitó con el mismo silencio, y después de haberle montado, murmuró casi llorando: «¡Adiós, casa querida en que yo, pobre huérfano, he encontrado abrigo, pan y cariño! No sé qué presentimiento me dice que ya nunca he de volver a habitar en tu seno. ¡Que siempre las buenas gentes que te habitan sean tan felices como yo lo he sido hasta aquí!».

Y después de haber sollozado esta despedida, picó a su peligrosa cabalgadura y desapareció violentamente en la obscuridad de la noche, a tiempo que la campana del reloj de San Roque sonaba la una. Casi toda la noche galopó con igual   —128→   ímpetu, escapando mil veces, gracias a su astucia y a su buen conocimiento de la brida, de una caída indudablemente mortal, de manera que al amanecer se encontraba a doce leguas de la aldea; y el resto de la mañana anduvo casi con igual precipitación, gracias a la fuerza de su montura, que hacía un mes estaba en completo reposo; al mediodía se detuvo en una venta para tomar un bocado y dar un pienso a su caballo; pero con sentimiento tuvo que prescindir de la primera idea, pues le dijeron que hacía sólo dos horas se había dado lo último que quedaba a un religioso y a su criado que viajaban.

-¿Pero no hay siquiera huevos, fríjoles o tortillas? -preguntó Gil Gómez, que hacía cerca de veinte horas no probaba bocado.

-Nada, señor -le respondió el posadero-, el padrecito ha comido lo que quedaba, y podía alcanzar muy bien para cuatro pasajeros; pero parecía tener un apetito voraz.

-Bribón padrecito -dijo Gil Gómez a media voz, alejándose de aquella inclemente posada.

Al caer la tarde distinguió por fin una casa, que por su aspecto y el portalejo que le formaba frente indicaba desde luego ser un mesón; se acercó a ella violentamente, y con gran satisfacción, porque   —129→   ya el hambre se le hacía insoportable, leyó encima de la puerta con letras enormes y casi ininteligibles:

MESÓN DEL BUEN SOCORRO.
SE HACEN ALMUERZOS, COMIDAS Y CENAS.
SE VENDEN PULQUES Y PASTURA PARA LOS ANIMALES.

-¡Bueno! -dijo Gil Gómez- esta venta sí, no se parece a la de esta mañana, y me voy a desquitar, porque hace veinticuatro horas no pruebo bocado y tengo una hambre horrible.

Y frotándose las manos entró al patio de aquella hospitalaria mansión.

El posadero, viejo, alto y seco, que era la personificación más viva del hambre, salió a recibirlo.

-Buenas tardes, huésped. A lo que veo no hay muchos cuartos vacíos en este magnífico mesón -dijo Gil Gómez con acento de franqueza y cordialidad, procurando ganarse la estimación del posadero.

-Se engaña usted, señor mío -respondió éste con acento agrio, como hombre que está acostumbrado a ejercer un dominio absoluto-, se engaña usted, porque sólo uno está ocupado.

-¡Ah!, conque hay esta noche pocos   —130→   pasajeros. ¡Es raro, porque la venta tiene fama en todos estos alrededores!

-Sí, uno solamente.

-Acaso un...

-Un venerable sacerdote -interrumpió el huésped llevando su mano al sombrero en señal de respeto.

-¡Ah!, un frai... -dijo Gil Gómez visiblemente contrariado por la presencia de aquel viajero que llegaba antes que él a las posadas, y que le recordaba el lance de la mañana.

-¿No desmonta usted?

-Sí. Haga usted que me preparen un cuarto, que le den un pienso a mi caballo colocándole en el mejor establo, porque aquí pienso dormir esta noche. Pero, sobre todo, dígame usted lo que hay preparado de comida, porque tengo un apetito como el que puede despertar el aspecto de esta venta.

-¿Cómo? ¿Lo que hay de comida? -preguntó el posadero.

-Sí, cualquier cosa. Me conformaré con un pollo, unos huevos, un plato de «mole», otro de fríjoles, y... y nada más.

-Pues es muy extraño que no sepa usted que aquí no se vende comida, sino solamente pasturas para los animales -dijo impasible el posadero.

-¿Cómo, cómo? ¿Qué está usted diciendo? ¡Ah!, sí, ya comprendo. Es usted hombre de buen humor y se quiere chancear   —131→   conmigo al ver el terrible apetito que traigo -dijo Gil Gómez con una sonrisa forzada, queriendo él mismo disminuir el mal efecto de las palabras del posadero.

-No soy hombre que gasto chanzas -dijo éste con sequedad-. Le he dicho a usted que aquí no hay comida y que sólo se venden pasturas para los animales.

-¡Bien, bien! -continuó el hambriento intentando aturdir su dolor y caer en gracia al impasible ventero con una estrepitosa aunque falsa carcajada-, ¡bien! Veo que sabe usted llevar la broma hasta el fin. Así me gusta, yo también soy hombre de ese mismo genio.

-Vaya, pues veo que está usted loco, caballero, y nada tenemos que hablar -murmuró el posadero volviendo las espaldas a Gil Gómez.

Entonces el joven viajero comprendió la realidad de las terribles palabras de su huésped, y vio que no se prestaba mucho a la conversación y la fraternidad.

-Pero, ¿y ese letrero que está a la puerta no me da acaso derecho a pedir una comida? -preguntó con un acento que no se podía saber si era una disculpa o un reproche.

-Este letrero, caballero, hoy no tiene ya valor, puesto que el mesón ha cambiado ya de dueño, y que si a mi predecesor   —132→   le convenía tener aquí una fonda, a mí no me acomoda más que pasturas.

Gil Gómez iba tal vez a observar que se habría debido borrar el letrero para evitar equívocos; pero reflexionó que en las circunstancias en que se hallaba debía procurar no atraerse la enemistad del huésped al menos, ya que no había podido atraerse su amistad, de manera que sólo dijo con tono humilde:

-¡Está bien! Pero usted me hará favor de darme alguna cosa de su comida, porque hace veinticuatro horas que no pruebo alimento, habiendo atravesado todo el día llanuras desiertas.

-Pues tengo que desairar a usted, porque el sacerdote que ha llegado hace media hora me ha hecho la misma súplica, y le he dado cuanto había reservado para mi cena.

-¡Maldito fraile! -dijo Gil Gómez exasperado al ver cerrado por aquel enemigo invisible el único puerto de esperanza que le quedaba.

-¡Silencio, joven libertino! -gritó el posadero insolentado al ver el aspecto humilde y catadura pacífica que el viajero había tomado para congraciarse con él.

Gil Gómez sintió hervir su sangre a este grito insultante y altanero, y sacudiendo fuertemente el brazo del posadero, que sentía apretar por una tenaza   —133→   de fierro, con su mano izquierda, mientras que con la derecha se apoyaba sobre el puño de su espada, le dijo con acento reconcentrado de desprecio:

-¡Insolente! Si vuelves a levantar la voz para mí, tendrás que arrepentirte muy de veras. Quítate de mi presencia y haz cuidar de mi caballo y disponer mi cuarto.

A este acento y a esta amenaza, el posadero cambió como por encanto; bajó la cabeza y fue a ejecutar lo que se le había mandado.

Gil Gómez comprendió que al romper con el posadero no le quedaba ya más puerto de salvación, para satisfacer su apetito, que la clemencia de su desconocido enemigo el sacerdote, y tomada su resolución por esta parte, preguntó a un criado que atravesaba el patio, conduciendo un caballo, que aunque de mal aspecto a primera vista, desde luego pareció al joven, que era una autoridad en esta materia, un excelente y fuerte animal para el camino:

-¿A quién pertenece ese magnífico animal?

-Al señor sacerdote que se ha alojado en el número cuatro -respondió el criado, admirado que alguno pudiese llamar a aquella cabalgadura de tan ruin aspecto con el título de «magnífico animal».

«Con ese caballo podría uno atravesar   —134→   toda la Nueva España, y su dueño no sabe lo que tiene», pensó Gil Gómez, y después de haber permanecido un momento silencioso, como si fraguase algún plan atrevido, se dirigió al cuarto número cuatro que le habían designado como habitación del digno sacerdote, y llamó tímidamente a la puerta.

-¡Adentro! -dijo una voz destemplada y vinosa.

Gil Gómez abrió la puerta y se encontró frente a frente de un frailecito rechoncho y colorado, de ojillos pequeños y vivarachos, de frente estrecha, y que vestía el traje de los viandantes de la orden de San Francisco; estaba sentado a una mesa, encima de la cual se veían algunos platos con alimentos, una torre verdadera de «tortillas» y un vaso enorme de color verde, que, aunque debía haber estado lleno de pulque, ahora sólo lo estaba en la cuarta parte, merced a las libaciones del frailecito.

Gil Gómez saludó cortésmente al reverendo, tomando el aspecto más compungido y más mustio que pudo.

-Buenas tardes, amiguito, ¿qué se ofrece? -preguntó el frailecito después de haber alzado los ojos para ver a Gil Gómez, y vuelto a bajarlos para continuar comiendo, o más bien devorando lo que tenía delante.

-Como su paternidad y yo somos, según   —135→   parece, los únicos huéspedes que debemos alojarnos esta noche en la venta, he pasado a visitarle y a gozar un rato de su conversación -respondió el hambriento viajero, admirado de ver desaparecer como por encanto la torre de «tortillas», quedando ya casi reducida a sus cimientos.

-¡Bueno, bueno! Pues siéntese usted y hablaremos.

-¡Buen apetito!, según parece -continuó el joven, viendo que si no se apresuraba iban a salir fallidas las esperanzas que había concebido.

-¡Oh!, sí, con razón, como que hace día y medio que no he probado bocado -dijo el sacerdote hablando con dificultad, porque tenía la boca llena.

Gil Gómez iba tal vez a desmentirle, pero consideró que, en vez de perder un tiempo precioso en inútiles discusiones, debía lo más pronto posible ganarse la voluntad de su paternidad, y se limitó a decir tímidamente:

-Yo también hace veinticuatro horas que no como.

-¡Ah!, sí, ya comprendo; ha hecho usted que le sirvan su comida en mi cuarto, para que comamos juntos y al par conversemos. Bien hecho, perfectamente, a mí me gusta la sociedad.

-Nada de eso, señor, nada de eso, porque en toda la venta no se encuentra   —136→   más comida que la que su reverencia tiene delante.

-¡Oh!, sí, estos caminos son malísimos, y estas posadas muy inclementes. Le aseguro a usted, amiguito, que en los ocho días que hace que me ausenté de mi convento he pasado unos trabajos que sólo puedo sufrir esperando que Su Santísima Majestad me los tenga en cuenta -dijo el fraile, alzando hipócritamente los ojos al cielo, a tiempo que engullía un enorme bocado con que cualquier otro que aquel insaciable gastrónomo se habría satisfecho muy regularmente.

Gil Gómez sintió impulsos de arrojarse sobre el fraile que tan hipócritamente mentía y que, a pesar de haber comido perfectamente ahora y en la mañana, se negaba a participarle de una pequeña cantidad de alimento con que el joven habría satisfecho la imperiosa necesidad que lo devoraba; pero pudo contenerse y decir:

-El convento ha hecho muy bien en elegir para sus negocios a una persona tan digna como su paternidad, que lleva por norma la caridad que se encierra en esas hermosas palabras de las obras de la misericordia: «Dar de comer al hambriento».

Esta vez el tiro era demasiado certero.

-En efecto, «amarás al prójimo como a ti mismo» -dijo el padrecito recalcando   —137→   la pronunciación sobre las dos últimas expresiones, y sin dejar un momento de engullir-. Siempre he llevado yo por norma esas expresiones de los mandamientos de la Ley de Dios.

Gil Gómez conoció que por aquellas indirectas tan directas no podía sacar ningún partido del franciscano, y se dio prisa a declarar resueltamente su intención, porque nada más quedaban dos platos, que aunque podrían muy pasablemente haber satisfecho el hambre de cuatro personas racionales, no podían, sin embargo, parecer gran cosa al ruin engullidor franciscano, de manera que dijo:

-Pero, ¿no podría su reverencia darme aunque sea una tortilla, unas cucharadas de ese inmenso plato de fríjoles y un poco de ese mole con que ahora se está deleitando?

-Parco es usted en el pedir, caballerito. Pero con sentimiento le digo que, como yo soy hombre que viajo por la voluntad de Dios y para el bien de los pecadores, necesito conservar mi salud, que con nada se altera más que con la falta de alimento, y como probablemente voy a dejar de comer otro día y medio, como ahora me ha sucedido, quiero de una vez prevenirme para todo ese tiempo.

Y al decir estas palabras, el padre pasaba   —138→   limpio ya el plato del mole, preparándose a engullir con la misma precipitación el último que quedaba de los cuatro.

Gil Gómez sintió un movimiento de profundo desprecio hacia aquel hombre que se negaba a hacer lo que él y cualquier otro habrían hecho en circunstancias semejantes. Pensó que en la mañana había hecho, aunque sin saberlo, lo mismo, y un pensamiento de violencia cruzó por su imaginación exaltada por el hambre. Era más fuerte, tenía justicia, estaba en una pieza encerrado con el franciscano y podía obligarle por la fuerza a ejecutar lo que debía haber hecho por la caridad y el derecho de gentes; pero él era grande y generoso, y hubiera puesto en práctica su pensamiento sólo con un hombre más fuerte que él, y no con aquel endeble e inofensivo fraile. Así es que desechó sus ideas siniestras y determinó tomar una venganza de igual especie que el pequeño mal que se le había hecho, y, ¡cosa rara!, para ponerla en ejecución pensó en el magnífico, aunque de ruin aspecto, caballo de su enemigo, que él, en calidad de buen conocedor, había calificado a primera vista de excelente para correr sin fatigarse, que era lo que necesitaba, para lo cual le era completamente inútil su caballo ciego, que, además de exponerlo a mil peligros,   —139→   había podido correr sólo el primer día, gracias al reposo en que hacía un mes estaba, pero que al día siguiente se negaría a galopar una sola hora.

Esta lucha y este plan que se forjó en su imaginación le tuvo absorto cerca de cinco minutos, tiempo durante el cual el padrecito hizo pasar al inmenso abismo de su estómago hasta el último fragmento de comida, dejando los platos tan limpios que ya no tenían necesidad de ser lavados.

-¡Vamos! ¿Por qué está usted tan triste? -dijo éste mirando a Gil Gómez con ojos medio dormidos, merced al inmenso vaso de pulque, cuyos vapores comenzaban a subir a su cerebro desde su estómago.

-Es que aún tenía yo que pedir a su reverencia otro favor, pero no me atrevo... -dijo el joven tomando el aire más cándido que pudo.

-A ver, diga usted, si es posible...

-He visto el caballo de su paternidad y...

-¡Ah!, sí, un caballejo que he comprado ayer en un mesón y que no sabe más que ir a galope todo el día, tan feo como tan manso.

-Es que, con todo y eso, puede tener admiradores -observó tímidamente Gil Gómez.

-Pues no sé cómo sea, ni quién...

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-Yo, por ejemplo.

-¿Es posible... usted?

-Señor, le diré a su reverencia con franqueza lo que hay. Yo soy un joven a quien envían sus padres al colegio. Pero, como siempre he vivido en la ciudad y jamás he caminado, no sé absolutamente montar a caballo, y por consiguiente he venido con mucho miedo por todo el camino, porque el caballo que me dieron mis padres es el mejor de su hacienda, y está valuado en trescientos pesos; ya se figurará su paternidad qué clase de animal será. Él, por otra parte, parece bastante dócil a la rienda; pero yo, sin embargo, prefiero tener uno mansito, aunque sea feo, y le propongo a su paternidad un cambio.

-Pero yo no conozco al animal, ni lo he visto andar -dijo el franciscano procurando disimular la codicia que sentía de poseer aquel caballo que valía trescientos pesos.

-Si su reverencia quiere pasar a la cuadra para que lo veamos... -dijo Gil Gómez.

-Vamos -continuó el franciscano.

Y los dos salieron de la pieza, dirigiéndose a la cuadra. Ya era completamente de noche, de manera que pidieron un farol para alumbrarse por el obscuro corral y poder reconocer al famoso animal. Gil Gómez le ensilló y le montó lo más torpemente   —141→   que pudo, a fin de hacer creer al religioso lo que acerca de su habilidad en equitación le acababa de decir; después, tomando el farol, anduvo por toda la extensión de la caballeriza, teniendo buen cuidado de alzarle la rienda a fin de que tomara un paso airoso y sin tropiezos.

El franciscano, que contempló aquel animal de tan bellas formas, de tan hermoso color, de tan nobles movimientos y de tan gallardo andar, no pudo menos de felicitarse interiormente de la casualidad que le había hecho encontrar un colegial, que tal vez con una friolera de ribete le cambiaría por el suyo indudablemente inferior.

-¿Qué tal? -dijo Gil Gómez, que, al descuido, había observado los menores movimientos del franciscano.

-No es muy bueno el animal, pero, sin embargo, haremos trato. ¿Cuáles son las condiciones?

-El caballo de su paternidad y cien pesos de ribete -dijo el joven.

«Ya es mío ese magnífico animal de a trescientos pesos, y he ganado ciento cincuenta lo menos, porque mañana mismo lo vendo en la primera parte que se me proporcione, pues en cualquier mesón me lo compran por ese precio, estoy seguro», pensó para sus adentros el franciscano.

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«¡Ah!, pícaro fraile, ya caíste. Y aunque me ofrezcas la mitad, siempre habré ganado cincuenta pesos que tú habrás perdido en unión de tu caballo, porque mañana o pasado tendrás que dejar en el primer mesón ese inútil mueble», pensó a su vez Gil Gómez.

El franciscano, para disimular su alegría, tomó el farol y reconoció, según es costumbre, el colmillo; pero se pudo alegrar más, porque estaba mirando que era joven, demasiado joven todavía.

-¿Se resuelve por fin su reverencia? -preguntó el primero Gil Gómez.

-Es demasiado caro, porque es mucho lo que quiere usted de ribete.

-¡Ah!, pues entonces no hablemos más -dijo el joven descontento y volviendo las espaldas.

-No, no, aguarde usted; veremos si siempre nos arreglamos. Daré cincuenta pesos y mi caballo.

-Es muy poco.

-Sesenta.

-Todavía es poco.

-Setenta.

Gil Gómez pareció ablandarse.

-Aumente otro poco su paternidad y queda cerrado el trato.

-Vaya, setenta y cinco -dijo el franciscano, que sentía renacer la alegría que por un momento había perdido, al sentir   —143→   que se le escapaba de las manos negocio tan productivo.

-Pues de una vez ochenta, y no hablemos más -dijo Gil Gómez.

-Vaya los ochenta -murmuró contentísimo el padrecito.

Y después de haber dado orden a su criado el franciscano, con un tono casi burlesco, que pusiera a disposición de Gil Gómez su caballo y que cuidase del que acababa de venderle, los dos se dirigieron al despacho del posadero, a fin de extender y recoger mutuamente un contrato del cambio.

-¿A qué hora parte mañana su reverencia? -preguntó el joven.

-¡Oh!, no soy muy madrugador, porque mi salud se quebranta, de manera que saldré a las ocho de esta posada -respondió el alegre frailecito.

-Pues siento no acompañar a su paternidad, porque debo partir a las seis cuanto más tarde.

-Pues entonces vamos de una vez a mi cuarto para que le entregue a usted su dinero.

-Vamos.

Y los dos se dirigieron al cuarto, donde el franciscano contó al joven ochenta pesos en oro y plata que extrajo de un cinto que debajo de los hábitos llevaba.

-Pues ahora, ¡buenas noches!, mi padre   —144→   -dijo Gil Gómez besando con hipocresía la mano del franciscano.

-Adiós, hijo -respondió éste con tono burlesco.

«Tonto muchacho, has vendido tu caballo de a trescientos pesos en menos de cien, porque el que llevas no vale treinta», pensó uno cuando el otro hubo salido.

«Bribón fraile, me has pagado el mal rato y el hambre que me has hecho sufrir en más de cien pesos, porque dentro de dos o tres días no te dan por la maula que llevas ni veinte», pensó a su vez el otro cuando se encontró fuera del cuarto.

Gil Gómez corrió a su aposento, guardó cuidadosamente su dinero en su maleta, después se dirigió a la cocina, consiguió con mil trabajos un pedazo de pan y una taza de pésimo y negruzco chocolate con el que apenas satisfizo el hambre que le devoraba; pagó al huésped adelantado el precio del cuarto y de la pastura de su nuevo caballo, al que hizo dar un buen pienso, y se tendió sobre el durísimo y estrecho jergón que habían bautizado con el nombre de colchón, adonde no tardó en dormirse profundamente.

A las cuatro de la mañana se levantó, ensilló su nueva cabalgadura, atándole a la grupa su maleta, y la sacó en silencio al camino.

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-Pícaro fraile, tú no debes partir hasta las ocho, y por consiguiente te llevo cuatro horas de ventaja. Cuando conozcas el chasco que te he pegado, ya será demasiado tarde -dijo Gil Gómez lanzando su caballo a galope.

A las diez almorzaba perfectamente en un mesón del camino real, desquitándose del hambre del día anterior, y al despedirse preguntaba a la posadera:

-¿No ha pasado por aquí un joven alto, pálido, que monta un caballo negro?

-Aquí ha dormido cabalmente esta noche, pero ha partido al amanecer -le respondieron.

-Está bueno, tú también me llevas cuatro horas de ventaja; pero con este caballo hoy mismo me uniré contigo, hermano mío -pensó Gil Gómez.

Y de nuevo lanzó su caballo al galope, siguiendo la dirección del camino real.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Del estado de la Nueva España en 1810


Dejemos a Gil Gómez corriendo detrás de Fernando, acercándose ambos al Estado de Guanajuato, y tendamos una mirada al estado de la Nueva España en la época de nuestra narración, que, como el lector recuerda muy bien, es en los primeros días de septiembre de 1810. No podemos menos para trazar este cuadro de repetir lo que otra vez hemos dicho en una tribuna popular.

Era el año de 1810; habían transcurrido tres siglos desde que Anáhuac, la perla más preciosa del mar de Colón, había ido a adornar el florón de la corona de Castilla. Ruinas, ¡ay!, ruinas morales quedaban de la nacionalidad de los aztecas; ya no la alegría de la libertad, sino el   —148→   silencio de la esclavitud; triste y espantador silencio, sólo interrumpido de cuando en cuando por el sofocado gemido de la pesadumbre del esclavo.

La diferencia inmensa de riquezas, estableciendo una diferencia espantosa de clases; el español acumulando inmensos tesoros, el mexicano empapando con el sudor de su frente y las lágrimas de sangre de sus ojos su profanada tierra, la tierra de sus padres, y con el sentimiento de un pasado de libertad y un porvenir de servilismo, llorando, pero llorando con ese llanto del hombre esclavo que ahoga sus sollozos y sus suspiros, que cubre la desesperación de su vergüenza con el manto engañoso de la conformidad; la hipocresía llevando su aliento de veneno hasta el rincón más apartado del hogar doméstico, ahogando todos los sentimientos espontáneos del corazón y marchitando en flor las esperanzas de la vida; el sacerdote indigno, órgano de los virreyes, apoderándose de los secretos de las familias, especulando con su llanto, dominando con el poder de la conciencia, enseñando por credo una obediencia ciega al Virrey; los privilegios y concesiones para el español bien nacido, el tributo y la extorsión para el indio; la inquisición con sus sombras, sus venganzas y sus martirios; los fueros de una nobleza que no era nobleza; una nación inerme,   —149→   sin comercio, una nación que no progresa, porque aún no comprende ni anhela comprender el espíritu civilizador del siglo; una nación asida y arraigada a los ridículos fueros del siglo XV y a las viejas preocupaciones del XVIII; una gran nación, en fin, que parece un gran convento.

He aquí el estado de la Nueva España, estado funesto de despotismo del que parecía casi imposible salir. Sin embargo, un trono perfectamente consolidado en España se había abismado a los esfuerzos de un coloso, y el estruendo que produjo al caer y el clamoreo de los vencedores habían llegado a la Nueva España como un eco perdido, eco que los dominadores intentaban apagar con el ruido de dobles y más pesadas cadenas. Pero los mexicanos comenzaban a comprender que el edificio monárquico más sólidamente construido cede a los esfuerzos de un gigante, y que muchos hombres unidos con el lazo de un martirio común, una igual voluntad, un mismo deseo y sufrimientos semejantes, bien pueden formar ese gigante. El sol de la libertad recientemente conquistada en los Estados Unidos había lanzado débiles pero claros destellos sobre la noche de la esclavitud mexicana, alumbrando la inteligencia del hombre servil y haciéndole ver que también la dominación adquirida sobre un pueblo por el   —150→   derecho de la fuerza, de la resignación necesaria, del tiempo y la costumbre, se pierde por los esfuerzos de ese mismo pueblo que tiene la conciencia de un existir social independiente y que en el espíritu mismo, eminentemente progresador del siglo, encuentra una palanca con que auxiliarse; diversos movimientos insurreccionarios en algunas provincias de la dominada América Meridional, y aun en la misma Nueva España, con motivo del ataque de los comerciantes dirigidos por don Gabriel del Yermo contra el virrey Iturrigaray, que había sabido ganarse el cariño de la masa general de los mexicanos, aunque con descontento de la clase privilegiada, habían comunicado su oscilación a todo el país, y habían venido por fin a hacer comprender a sus desdichados hijos que también podía lucir para ellos en el horizonte de las edades un día en que la vida de tres siglos de despotismo se tornara en encantadora vida de libertad; en que el sol, que hasta allí había alumbrado humildes frentes inclinadas a la tierra bajo el peso del sufrimiento, lanzara sus consoladores rayos sobre la erguida y serena frente de hombres libres. Pero, ¿quién podría proferir esta palabra «libertad» fuera del círculo del hogar doméstico sin temer que el viento del espionaje y la denuncia la llevase hasta los oídos del orgulloso   —151→   dominador? ¿Qué mano se alzaría armada de una espada sin que dos cadenas la sujetasen? ¿Qué pecho lanzaría un grito de guerra sin que mil puñales lo atravesaran? ¿Qué voz de desesperación podría llegar a unos labios sin ser antes ahogada en una garganta? ¿Qué ojos húmedos por las lágrimas del desconsuelo brillarían con la expresión del entusiasmo varonil sin ser cerrados a la luz purísima de Dios? ¿Qué cabeza podría alzarse erguida al cielo sin rodar ensangrentada a la tierra?...

Éste era el estado de la Nueva España en la época de nuestra narración. ¿Qué podríamos añadir a lo que han dicho escritores tan eminentes como Alamán y Bustamante? Sin embargo, nosotros, jóvenes sin distinciones, ni honores, y por consiguiente imparciales, nos atrevemos a hacer un reproche a estos grandes hombres de México. Nos parece que el extranjero que desde lejanas tierras, y por consiguiente ignorante de nuestro carácter y de nuestros instintos, lea la historia de nuestra revolución por don Lucas Alamán, no puede menos de indignarse contra una colonia tan ingrata como México, que, recibiendo, según este autor, toda clase de beneficios, de garantías, de civilización de la España, osó rebelarse contra ella. Nosotros hemos derramado lágrimas al ver tratados por él, a los hombres   —152→   que iniciaron nuestra independencia, como hombres vagos, ladrones, tahures, ingratos o asesinos; mientras que se trata a los dominadores como hombres clementes, bondadosos, nobles, que pagaban con actos de generosidad los crímenes y los actos de atrocidad.

Es cierto que muchos de los hombres que trabajaron en la obra de nuestra independencia eran salidos de la hez de nuestra sociedad; es cierto también que entre los españoles había hombres notablemente benéficos; pero eso no forma una regla general y, ¡ay!, nunca un escritor debe valerse de su reputación para calumniar y poner a los ojos del extranjero, como indigno, a un país ya desdichado y ya calumniado sin culpa; nunca debe desmoralizar al pueblo, hoy desmoralizado ya, mostrándole los crímenes consiguientes a una guerra casi de castas, y no el noble principio que causó su emancipación. El cuadro histórico de México que trazó el eminente patriota don Carlos Bustamante, a pesar de estar escrito en un estilo sublime que verdaderamente encanta y arrebata, tiene sin embargo el defecto de caer en el extremo opuesto de exagerar y dar un tinte novelesco a hechos demasiado sencillos, de pintar con colores demasiado vivos una crueldad en los dominadores que no siempre existía. Don Lorenzo Zavala es   —153→   el escritor más imparcial y más exacto que hemos tenido, y sin embargo hay en él un espíritu de parcialidad muy ligero, tan leve solamente como el que puede traslucirse en un libro escrito en un destierro, en climas extranjeros, con el recuerdo y las impresiones recientes de persecuciones injustas por enconos de partido.

Nosotros no profanamos la memoria santa de los muertos. Esos hombres eminentes ya no existen. Nosotros veneramos su recuerdo siempre tierno a nuestro corazón; como escritores los admiramos y los hemos estudiado; como hombres públicos los hemos respetado; cuando existían los amamos con ternura; pero, desnudados de todo espíritu de partido, amantes patriotas por corazón y por juventud, escritores desinteresados que nunca hemos manchado la limpia reputación de los hombres de mérito por adular un partido y crearnos así una popularidad ficticia, creemos y nos atrevemos a decir que el principal dote de un historiador es la imparcialidad, y más nosotros mexicanos, que necesitamos desvanecer las malas ideas que acerca de nosotros se tienen en Europa, ideas esparcidas por ingratos literatos extranjeros, que después de recibir en nuestro país una franca y generosa hospitalidad, nos   —154→   han vendido como villanos al volver a su patria.

Como hemos dicho ya, los mexicanos, al ver el estado de duda y aun de temor del gobierno, comprendían que era necesario que se efectuase un cambio, aunque no sabían de qué especie, y acaso el más remoto de todos les parecía el sacudimiento del yugo de la península, puesto que no había unidad de pensamientos desde el gobierno de Iturrigaray, que, como hemos dicho, era el ídolo de los mexicanos que formaban la clase mayor y más miserable, y había sido detestado por casi todos los españoles, que casi constituían la clase privilegiada; el arzobispo don Francisco Javier Lizana y Beaumont, que había sido elevado al virreinato verdaderamente por los comerciantes o «parianistas», no fue amado ni odiado, puesto que era un anciano pacífico y rezador que no hizo ni bien ni mal, permaneciendo una gran parte del tiempo de su gobierno postrado por sus enfermedades y achaques en una cama donde no hacía más que firmar las órdenes y disposiciones dictadas por los oidores e intendentes y que necesitaban el sello virreinal. En lo único que había unidad de pensamientos entre españoles y mexicanos era un amor entrañable a don Fernando VII, Rey de España, a quien se llamaba con cariño y respeto «El deseado»,   —155→   y una aversión y odio profundo a Bonaparte, a su hermano José y a Joaquín Murat, a quienes se pintaba con los colores más negros, prodigándoles los epítetos más injuriosos en anónimos versos que se imprimían sueltos, y aun en el Diario de México, periódico que daba todas las importantes noticias que se tenían de la península acerca de la invasión del ejército francés. De aquí comenzó a resultar una división de opiniones y un germen de discordia que, casi desde la famosa conjuración del Marqués del Valle, no se había notado, habiendo frecuentes disputas y aun riñas entre los adictos al rey Fernando, que, como hemos dicho, formaban la mayor parte, y los adictos a Bonaparte o «Napoleonistas»; por consiguiente, en las provincias de Veracruz, Puebla y México, que estaban en comunicación más directa con la península, estaban los ánimos preocupados con la invasión francesa. No sucedía lo mismo en las de Querétaro, Guanajuato, Valladolid y otras de «tierra-adentro», donde se trataba del gobierno de la Nueva España, y en donde comenzaba a notarse una división bastante marcada entre españoles y mexicanos, tal vez a causa de la diferencia de riquezas, que allí más particularmente se podía notar, siendo los primeros los poseedores de inmensas haciendas que, aunque empleaban   —156→   un gran número de indios, les trataban, sin embargo, de un modo demasiado cruel y tiránico.

Finalmente, pocos días antes de la llegada al país del virrey Venegas, se había descubierto una conspiración en Querétaro, en la cual estaban interesados el Corregidor de la ciudad, Domínguez, y su esposa, mujer varonil, emprendedora, que aborrecía a los españoles y amaba entrañablemente a los criollos; que mantenía numerosas relaciones con personas eminentes de todas las clases de la sociedad, como militares, sacerdotes, grandes empleados y aun hombres del pueblo. Esta conjuración se ramificaba extensamente en casi toda la provincia de Guanajuato; se trataba de dar el golpe, que consistía en apoderarse de todos los empleados de categoría de la ciudad en la noche del 22 de agosto; de sobornar a la guarnición, muchos de cuyos oficiales estaban comprometidos en la conspiración, y así que se contara con todos esos elementos, de pedir un cambio completo en el personal del gobierno. Pero los conjurados, que se reunían en la casa del Corregidor algunas noches, bajo el pretexto de una tertulia literaria, fueron demasiado torpes, y la conspiración, por consiguiente, fue descubierta, habiéndose cateado la casa de dos de los principales personajes de ella, los hermanos   —157→   González, y encontrado papeles importantes, armas, provisiones de guerra, a pesar del retardo en obrar del mismo corregidor Domínguez, que fue el que recibió la orden del intendente de prender a su cómplice.

El virrey Venegas, que era el que substituía a Lizana y Beaumont, había desembarcado en Veracruz el 25 de agosto, y había recibido la noticia de esta conspiración en Jalapa dos días después, con la cual siguió su camino para la capital, adonde llegó el 14 de septiembre. Este personaje, que el Rey de España enviaba a México para desembarazarse de él, según decían, siéndole inútil como Brigadier, puesto que había obrado torpemente en la batalla de Almonacid, adonde fue derrotado por el general Sebastiani, que mandaba una fuerza tres veces menor que la suya, pero hombre sagaz y astuto en el gabinete, dotado de una gran sangre fría en las circunstancias más difíciles y apuradas, llegaba ciertamente en muy mala época, en época en que, como hemos dicho, se habían generalizado las ideas de rebelión y aun de independencia; además, fue bastante mal recibido, puesto que se creía era partidario de Bonaparte, y que en la batalla de Almonacid había obrado por soborno y acuerdo con los franceses; de manera que el descontento era ya general en la   —158→   Nueva España. Recordamos la terminación de unos versos anónimos que se imprimieron en la capital el día de su llegada, aludiendo al traje con que se presentó, que era muy semejante al que usaban los generales de Bonaparte:


   Sombrero, solapa, cuellos,
las botas y el pantalón,
todo nos viene anunciando
la hechura de Napoleón.



La conjuración de Querétaro, como hemos dicho, se ramificaba extensamente, siendo uno de sus principales caudillos don Miguel Hidalgo y Costilla, cura del pueblo de Dolores, en la provincia de Guanajuato, que estaba además de acuerdo con la mayor parte de los oficiales del Regimiento de Dragones de la Reina, y más principalmente con los capitanes don Ignacio Allende, don Juan Aldama y don Mariano Abasolo, y el paisano don José Santos Villa, que vivía con él en el curato.

Era Hidalgo un anciano de más de sesenta años, de genio afable, aunque naturalmente melancólico; había hecho sus estudios con muy buen provecho en el Colegio de San Nicolás de Valladolid, pasando a servir al curato de Dolores por   —159→   muerte de su hermano don Joaquín, adonde se ocupaba los ratos que le dejaba libres su ministerio en el cultivo y cuidado de viñedos y moreras, en proyectos de mejoras materiales en el pueblo, fundando varias escuelas, una fábrica de teja y ladrillos, otra de pólvora y fundición; era también muy afecto a la música, y había creado una escoleta, a la cual él mismo solía asistir algunas noches. Hacía frecuentes viajes a Guanajuato, adonde tenía estrechas relaciones con el Intendente de esta provincia, Riaño, y su familia; hacía cuatro meses que estos viajes eran demasiado frecuentes, sin que se supiese el objeto; solamente se conocía que andaba triste y preocupado por algún grave cuidado.

A mediados del mes de agosto se despedía de sus amigos en Guanajuato con las siguientes palabras:

-Creo que en los primeros días de septiembre volveré bastante acompañado.

¿Qué idea triste le preocupaba de esta manera tan notable?

¿Qué pudo hacerle pensar en la independencia de la Nueva España?

Difícil es saberlo. Sus enemigos han dicho que la ambición, que la envidia que le causaba el ver que los religiosos americanos nunca podían llegar a las elevadas categorías de la Iglesia, como los españoles que desempeñaban constantemente   —160→   las canonjías y los obispados. Otros han dicho que el simple deseo de hacer independiente del yugo de la península a su patria.

Lo primero es una calumnia.

Lo segundo es una exageración.

No podía pensar él, que era naturalmente pacífico y bondadoso, en conseguir una dignidad por medio de una revolución de tan dudoso éxito.

No podía creer posible en aquella época, o si lo creyó fue un Dios, en sacudir un yugo de tres siglos, que contaba en su apoyo la costumbre, el tiempo, los lazos de familia, las preocupaciones, la ignorancia, la poca extensión de las ideas de libertad, hoy tan generalizadas.

No... Hidalgo al principio pensó en la felicidad de la clase indígena, a quien amaba; después, cuando pudo notar el efecto que su movimiento había producido en todo el país, pensó en legar a la generación venidera una libertad que él no podría gozar, porque debió presentir lo que le esperaba; pero hizo el sacrificio de su vida en las aras de la patria.

Entre las muchas anécdotas que hemos oído referir acerca de las causas que motivaron la resolución de Hidalgo, no podemos menos de contar a nuestros lectores una que hemos oído relatar siendo niños, en nuestro país natal, a las nodrizas y gente del vulgo.

  —161→  

Hidalgo dormitaba una tarde, a las tres, en un sillón de su sala; un antiguo amigo (cuyo nombre no refiere la crónica) que había venido a pasar con él una temporada en el curato, hacía lo mismo en un canapé. Un ruido demasiado ingrato, el de varias cornetas y atambores que aprendían a tocar en la plaza hacia la que daba el curato, unos soldados de un regimiento de tropas que últimamente había venido a acantonarse en el pueblo, llegaba hasta los oídos de los dos amigos impidiéndoles conciliar el sueño.

-¡Cuánto ruido hacen esas cornetas y esos tambores! -murmuró Hidalgo-. Renunciemos, amigo mío, a dormir la siesta, porque no podremos conseguirlo.

-Malditos «gachupines», ni descansar me dejan -murmuró el soñoliento huésped con descontento.

-Somos, en efecto, víctimas de su orgullo y de su tiranía -continuó el cura levantándose de su sillón y paseándose por la sala con una triste lentitud.

-Ya ve usted, don Miguel, de qué modo tratan a nuestros pobres indios, que son por derecho los únicos dueños de este rico y fértil suelo. Se han apoderado de nuestras riquezas, son los poseedores de todo lo que nos debía pertenecer, y nos tratan como esclavos, dejándonos sumidos en la ignorancia y el servilismo -dijo   —162→   el huésped con acento reconcentrado de cólera y desprecio.

De repente el cura se quedó parado en medio de la pieza con los ojos clavados en el suelo, con las manos sobre su frente, como si un pensamiento dominador, una idea gigantesca lo avasallase. Después cerró con precaución las puertas y se acercó lentamente al canapé en que reposaba su amigo, mirándole fijamente y diciendo en voz baja, tan baja como si temiese ser escuchado:

-¿Vamos haciéndonos independientes de ellos y arrojándolos de nuestra patria?

-Silencio, don Miguel, ¿quiere usted acaso morir? -dijo el huésped con muestra visible de espanto.

-¿Qué importaría la muerte si yo consiguiese la felicidad de los indios?

-¿Pero está usted loco acaso, amigo mío? ¿No se imagina que destruir un yugo de tres siglos es un sueño de febricitante?

-¿Y si lo llegase a realizar?

-Si lo llegase usted a realizar, lo consideraría como a un dios.

-¿A cuántos estamos hoy? -preguntó el cura visiblemente conmovido.

-A 21 de marzo de 1810.

-¿Me promete usted, amigo mío, juntarse conmigo precisamente dentro de un año, para que hablemos de este mismo asunto, y entonces se convencerá de si   —163→   es posible lo que acabo de decir? -dijo el cura.

-Si Dios me presta vida, le juro a usted, don Miguel, que nos juntaremos; si, por otra parte, aún no ha sido usted muerto.

Un año y medio después de esta conversación, precisamente el primero de agosto de 1811, un gran acontecimiento preocupaba a los vecinos de la villa de Chihuahua: los insurgentes habían sido derrotados, y su principal caudillo, el que había iniciado la revolución, el cura de Dolores, don Miguel Hidalgo y Costilla, había caído prisionero, e iba a ser fusilado dentro de muy pocas horas. Momentos antes de ser conducidos al patíbulo, un hombre se presenta, suplicando que se le permita hablar algunas palabras con el cura, porque éste debe hacerle algunos encargos postreros. El jefe español Salcedo se niega primero abiertamente a conceder esta entrevista, pero por fin, viendo que nada hay ya que temer de un hombre a quien se conduce al patíbulo, accede a la petición del solicitante, que es llevado delante del reo.

-Don Miguel, ¿se acuerda usted de nuestra promesa de hace un año? -le dice el amigo estrechándolo entre sus brazos y sollozando silenciosamente.

-En eso pensaba nada menos hace un momento, y aun creía que faltase usted a ella, porque el plazo ha pasado ya hace   —164→   algunos meses -le responde el cura tranquilamente, como si le esperase para una fiesta.

-¡Ay!, amigo querido, es cierto que ha cumplido usted lo que pensó, pero también es cierto que se ha realizado lo que le pronostiqué.

-¿Qué importa la muerte cuando la conciencia está tranquila, cuando se ha legado a un país su libertad? Porque esta revolución que yo he iniciado, ya no terminará sino con la independencia de nuestra patria.

-¡Oh!, no, no terminará, mientras haya corazones nobles y honrados de mexicanos, don Miguel, se lo juro a usted, mientras cada hombre tenga un amigo, un hermano a quien vengar -exclama el valeroso y honrado insurgente.



  —165→  

ArribaAbajoCapítulo IX

De lo que pasaba en el pueblo de Dolores la noche del 15 de septiembre de 1810


Eran las once de la noche. Reinaba un profundo silencio en toda la extensión del pueblo de Dolores. Ni un rumor, ni una luz, ni nada que indicase que alguno de sus habitantes estuviese despierto. Sin embargo, en una de las ventanas del edificio más vasto, cuyas sombras se destacaban algo más imponente sobre el techo de las demás casas, se veía brillar una luz tenue, vaga, como la que produciría una lámpara próxima a extinguirse.

¿Qué escena alumbraba aquella modesta luz?

¿Quién velaba a horas tan avanzadas   —166→   de la noche en aquel aposento del pobre curato?

De repente la profunda calma de la noche fue turbada por las pisadas de un caballo que se acercaba, interrumpiendo la solemne monotonía de las calles.

¿Quién tan a deshoras interrumpía el silencio?

Si era un viajero, debía ciertamente seguir adelante su camino, porque nada indicaba que en aquel miserable pueblo hubiese una posada, y en todas las casas dormían profundamente.

¡Pero es tan triste caminar durante la noche!, sin ver los sitios que atrás se van dejando, sin que las bellas perspectivas que se van contemplando diviertan la amargura del corazón, que a medida que camina se aleja del hogar querido del país natal, donde se quedan madre, hermanos, amigos, cuanto se adora en la inmensa playa de la vida; o bien no se pueden reconocer los sitios queridos que volvemos a atravesar después de una larga ausencia, aquellos lugares que nos hablan de un pasado más feliz, de nuestra dulce infancia, recuerdos de objetos queridos, ya perdidos para nosotros, que de su vida sólo han dejado una tumba en la tierra y una eterna imagen en nuestra memoria.

El ruido se fue haciendo más distinto.

Eran, en efecto, las pisadas de un caballo,   —167→   que conducía un jinete cuya fisonomía no se podía reconocer, porque la velaban las densas sombras que inundaban el espacio.

-¡Qué noche tan obscura! No se ve uno ni las manos, y si no viera yo las sombras y los bultos de las casas, creería que todavía me encuentro en el camino real -murmuró el viajero-. Me he extraviado completamente, no sé si ya he llegado o todavía me encuentro lejos de San Miguel el Grande; este pueblecillo no debe ser, según las señas que ayer me han dado. Pero estoy seguro -continuó el jinete hablando consigo mismo- que he pasado a Fernando ya, porque hace cinco días que me llevaba solamente cuatro horas de ventaja, y yo he corrido día y noche casi sin cesar, siguiendo el mismo camino. ¿Qué le habrá sucedido? En las primeras postas me decían que lo habían visto pasar; pero debe haber cambiado de ruta, porque en aquel pueblecito me dijeron que hacía sólo media hora que había pasado por allí, y yo he lanzado mi caballo al galope, sin que a pesar de ello le haya dado alcance. ¿Cómo se llamará este pueblecito? Debe ser tal vez Dolores. ¿Pero cómo saberlo seguramente para seguir el camino o detenerme? Todos duermen profundamente. ¿Llamaré a la primera puerta que encuentre?, porque mi caballo es imposible que   —168→   avance más sin caer muerto; ha hecho más de lo que yo me esperaba, y el buen fraile nunca sabrá la clase de prenda que perdió. Mas, ¡ah!, ya distingo allá una débil luz. ¿Pero me da esa luz derecho para procurar penetrar en el aposento que ilumina? Acerquémonos a ese edificio, que debe ser el curato, porque está cerca de una iglesia, y veamos si nos quieren dar posada.

Por este diálogo que el jinete ha sostenido consigo mismo, el lector habrá conocido a nuestro camarada Gil Gómez, a quien dejamos corriendo detrás de Fernando, después de haber hecho pagar demasiado caro al franciscano el mal rato que le dio, haciéndole cargar con el ciego animal y arrancándole además un fuerte caballo y ochenta pesos más de gajes.

Gil Gómez se había detenido precisamente enfrente del edificio donde veía brillar la luz, y se preparaba a buscar su puerta para llamar, cuando se quedó mudo, procurando fijar su atención.

Le parecía haber oído un ruido interrumpiendo el quietismo sombrío de las calles.

Era el galope precipitado de un caballo que se acercaba.

Se conocía desde luego que su jinete, aunque le guiaba por la obscuridad, conocía perfectamente el camino y anhelaba   —169→   acercarse al edificio, cuya luz parecía ser en esta negra noche el faro de los caminantes; parecía que, además de las sombras, una fuerte idea lo preocupaba, porque no distinguió el bulto que formaban Gil Gómez y su caballo, y continuó su precipitada carrera en la dirección y en la misma línea en que éste se había detenido.

Cuando el joven quiso hacer a un lado su caballo ya era tarde, porque el del presuroso incógnito jinete se chocó con él tan violentamente que los dos animales se encabritaron, y los dos jinetes cayeron al suelo, sorprendidos por aquel brusco y violento choque, profiriendo un enérgico voto.

-¿Quién diablos va? -preguntó un acento varonil y colérico, haciendo además llegar a los oídos del molido joven un sonido bastante expresivo, el de un gatillo de pistola que se monta.

-Esa misma pregunta hago yo, ¿quién diablos va que así atropella a los jinetes que están parados? -dijo a su vez Gil Gómez, sacando de la vaina su enorme espada.

-No tengo que dar cuenta a nadie de mis acciones -dijo la misma voz con acento irritado.

-Pues lo mismo digo yo -continuó el joven.

  —170→  

-Pero a mí me toca averiguar qué hace usted en este sitio, o de lo contrario...

-Pero a mí no me acomoda decirlo -interrumpió el joven.

-Pues me lo va usted a decir ahora mismo -continuó el incógnito viajero acercándose a Gil Gómez, y apuntando con una pistola en la dirección en que se encontraba.

-Eso lo veremos -dijo éste poniéndose a su vez en guardia con su aún virgen sable.

¿Gil Gómez era acaso tan valiente que así despreciaba el peligro?

Hasta ahora no lo hemos podido conocer, porque hasta aquí ha sido un niño y no se ha presentado ninguna ocasión en que probarlo; pero indudablemente lo es cuando, conociendo que seguramente lleva la peor parte, espera, sin embargo, sereno a un enemigo que, por su acento y sus modales, indica que debe ser terrible; cuando él espera con una espada a un hombre que lo amenaza con una pistola.

El desconocido iba a hacer fuego y a tender muerto indudablemente a su inexperto enemigo, pero se detuvo, reflexionando tal vez que el ruido del tiro podía causar una alarma que a él, por razones que pronto sabremos, no le convenía de ninguna manera; así es que sacó también su espada y se acercó completamente.

  —171→  

La lucha se trabó en medio de la obscuridad y la calma más profunda.

Gil Gómez conoció al primer tajo que tenía que habérselas con un adversario terrible y muy diestro en el manejo de una arma con que él combatía por la primera vez en su vida; pero la obscuridad de la noche le favorecía, y no cejó ni una pulgada al principio. Las espadas se chocaban de una manera terrible.

El desconocido avanzaba tanto y permitía tan poco que se le acercasen, que Gil Gómez se vio obligado a retroceder primero un solo paso.

-¿Pero qué hacía usted aquí, frene a la casa del señor cura, a estas horas tan avanzadas? -preguntó el desconocido sin dejar de atacar al demasiado atrevido joven.

-¿Qué hacía yo? Pensar si llamaría a la puerta para pedir hospitalidad -respondió el joven defendiéndose lo mejor que podía, pero sin poder atacar a aquel enemigo tan vigoroso.

-Eso no es cierto.

-Yo nunca miento.

Y siguieron batiéndose con doble encarnizamiento.

¿Qué va a ser de ti, pobre niño, que por primera vez en tu vida te defiendes de un adversario tan terrible, que quién sabe por qué casualidad providencial no te ha destrozado ya completamente?

  —172→  

¿Qué va a ser de ti, que no has cometido más crimen que atravesarte en el camino de un hombre que corre con precipitación; de ti, pobre niño, lleno de ilusiones y esperanzas, que te sacrificas gozoso en las aras de la amistad y de la fraternidad?

¡Adiós, hermosos sueños de la juventud! ¡Adiós, hermano Fernando! Ya no me podré unir a ti, ni servir en tu compañía como obscuro soldado.

Pero, ¿por qué no iba a huir? ¿Por qué no rendirse?

¡Oh!, no, ¡imposible! Primero morir que hacer un acto de cobardía.

¡Bien! ¡Muy bien! ¡Pobre niño! ¡Honor a los nobles sentimientos!

Por fin, Gil Gómez sintió un agudo dolor en la muñeca derecha, y exhaló a su pesar un ligero grito. Sin embargo, continuó defendiéndose; pero de repente su mano falseó, y su adversario, al notarlo, giró un quite que lanzó su espada a algunos pasos de distancia.

Gil Gómez podía entonces haber huido o haber suplicado, porque esta fuga o esta súplica estaban hasta cierto punto justificadas, porque estaba herido y desarmado a merced de la cólera de su adversario. Pero esta determinación sólo podía caber en un corazón menos noble, menos valeroso que el suyo, así es que se   —173→   quedó de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando sereno al desconocido.

Pero éste, por otra parte, a pesar de que en la lucha había desplegado un furor extraordinario, parecía un hombre igualmente generoso, y al ver desarmado a su enemigo bajó su espada en ademán de tregua.

Los dos permanecieron un momento silenciosos.

El incógnito rompió el primero el silencio, preguntando con un tono verdaderamente amistoso y conciliador:

-Vamos, diga usted por fin qué es lo que hacía en este lugar y a estas horas.

-¿Volveremos de nuevo a las andadas? -respondió el joven con su tono jovial-. ¿No le he dicho a usted ya que me había detenido al ver esa luz pensando si debiera pedir hospitalidad por esta noche?

-Pues cualquiera diría que acechaba usted y espiaba lo que dentro del curato pasaba.

-Maldito si me importa a mí nada de eso, cuando ni sé el nombre del pueblo en que me encuentro.

-¿Es cierto eso?

-Tan cierto como ser de noche. Este pueblo se ha atravesado en mi camino sin que yo haya venido a buscarle. ¿Es acaso San Miguel el Grande?

  —174→  

-No, ciertamente, y si error de tamaña distancia es cierto, no se puede afirmar que haya usted caminado alguna vez por estos países.

-Seguramente que no, puesto que vengo de tierras muy lejanas.

Había tal sello de franqueza en el juvenil acento de Gil Gómez, que el desconocido no pudo menos de convencerse que había obrado con demasiada precipitación con respecto a su juicio.

-¿Me da usted su palabra de caballero de que no es un espía y un denunciante, enviado por el Intendente de la provincia? Piénselo bien antes de hablar; si eso fuese, le perdonaré y le dejaré partir con la condición de no volver a ocuparse del cura Hidalgo; pero si me engaña, ¡oh!, ¡entonces cuidado con el pellejo!

-Le juro a usted que ni sé de qué espionaje se trata, que soy un viajero cansado que anhela llegar a San Miguel el Grande y nada más -respondió Gil Gómez.

-Está bien, joven, le creo a usted de buena fe.

-Gracias, caballero.

-¿Está usted herido? -preguntó el desconocido.

-Muy poco, es un ligero rasguño en la muñeca, según creo, aunque me ha hecho abandonar la espada hace un momento.

  —175→  

-Busquemos nuestros caballos y penetremos en esa casa.

Y los dos viajeros, después de haber reconocido sus cabalgaduras, que sea por cansancio, sea por una completa indiferencia, se habían quedado quietas después de haber derribado a sus jinetes, se acercaron a la casa, a cuya puerta llamó el desconocido de una manera particular, como si fuese seña de antemano convenida entre él y los habitantes de ella.

-¿Es decir, que usted se dirigía a esta casa? -preguntó Gil Gómez.

-Sí, y por cierto que me ha hecho usted perder un cuarto de hora de un tiempo precioso en que he contado hasta los minutos.

-¿Quién es? -preguntó al cabo de un momento una voz ya trémula, aunque todavía enérgica, detrás de la puerta.

-Yo, señor don Miguel, yo, el capitán Aldama -respondió el desconocido adversario de Gil Gómez.

La puerta se abrió con dificultad, poniendo a la vista de los desvelados viajeros a un anciano que llevaba un farolillo en la mano.

-Buenas noches, señor capitán Aldama. ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué lo trae a usted por aquí a horas tan avanzadas?

El viajero, cuyo nombre acabamos de saber, iba tal vez a responder apresuradamente a la pregunta del anciano, pero   —176→   se detuvo haciéndole una señal de inteligencia y diciéndole con un acento al parecer perfectamente tranquilo e indiferente, señalando a Gil Gómez, que observaba con atención la noble fisonomía del anciano:

-Me atrevo a presentar a usted este valiente joven, y a demandar la hospitalidad para él en esta casa, porque está levemente herido.

El anciano levantó la cabeza, y a los resplandores de la lámpara lanzó una inteligente y franca fisonomía de Gil Gómez.

Éste sintió sobre sí el magnetismo de aquella mirada ya apagada, aunque todavía ardiente; pero tuvo bastante sangre fría para sostenerla sin turbación.

El anciano debió leer en aquella fisonomía expresiva y juvenil sentimientos nobles que le dieron confianza, porque dijo con un tono de benevolencia que encantó a Gil Gómez:

-Este joven puede alojarse en el curato, y todo el tiempo que quiera, para lo cual voy a hacer que se le disponga una habitación y se le dé algún alimento.

Y el anciano, poniendo la lámpara en las manos del capitán Aldama, se internó en la casa diciendo en alta voz:

-¡Don Santos! ¡Don Santos!

-Mande usted, señor don Miguel -le respondió   —177→   una voz soñolienta, pero respetuosa.

Mientras que el anciano daba órdenes respectivas al alojamiento de Gil Gómez, el capitán Aldama pudo a su vez observarlo a su sabor, aunque con más imprudencia y detención que aquél, puesto que alzó la linterna a la altura de su cara, mirándole fijamente por algún tiempo.

-Dispense usted, amiguito, que lo haya tomado por un espía y haya pretendido tratarle como tal; pero, como tiene usted la imprudencia de pararse en medio del camino de un hombre que corre precipitadamente en medio de una noche tan obscura...

-Está usted completamente disculpado, señor Capitán; pero creo que su mal juicio con respecto a mí se habrá desvanecido, porque un espía se habría rendido o habría huido.

-Completamente, joven, y en lo sucesivo cuente usted con mi amistad; pero está usted herido, y ya lo habíamos olvidado.

-No es gran cosa, señor Capitán -dijo Gil Gómez dejando ver su puño derecho enteramente ensangrentado a tiempo que el anciano volvía a acercarse.

-¡Cómo! -dijo éste-. ¿Está usted herido?, y yo lo había olvidado.

  —178→  

-¡Oh!, no, señor, es un simple rasguño que nada vale.

-Don Santos, don Santos -volvió a llamar el anciano.

Un hombre ya de edad, tipo medio entre el criado de confianza y el amigo agradecido, se presentó.

-Hágame usted favor de traerme un poco de agua.

El criado se apresuró a ejecutar lo que se le mandaba.

El anciano extrajo de su bolsillo un pañuelo blanco de fina batista, lo desgarró en tres o cuatro jirones, empapando uno de ellos en el agua que el criado le presentaba en una bandeja.

-¿Qué hace usted, señor? -preguntó Gil Gómez, todo cortado al verse atendido de aquella manera tan benévola.

-Ya usted lo ve, joven, curar su herida -dijo el anciano enjugando con delicadeza la sangre que brotaba a pequeñas gotas de su puño, escurriendo por sus dedos.

-¡Oh!, señor, cuánta molestia he venido a causar en esta casa.

-Nada de molestias, joven, por el contrario, yo tengo mucho gusto en aliviar sus padecimientos -dijo el anciano envolviendo cuidadosamente con su desgarrado pañuelo el puño de Gil Gómez.

-Mil gracias, señor, mil gracias -dijo éste.

-Ahora, joven, buen apetito y buen   —179→   sueño, aunque a su edad de usted nunca falta ninguna de las dos cosas -dijo el anciano indicando a Gil Gómez que siguiese al criado.

-Buenas noches, padre mío -dijo el joven besando respetuosamente la mano del anciano, pero no con aquel beso burlesco que le hemos visto dar en la venta al gastrónomo franciscano, sino con el que marca el sello de un respeto y de un agradecimiento profundo-. Buenas noches, señor Capitán, y siento sobremanera haberme atravesado a mi pesar en su camino y haberle hecho perder un tiempo precioso, según usted dice.

-Adiós, bravo joven -respondió éste con tono afectuoso.

Gil Gómez siguió al criado, volviendo a lanzar una última mirada a aquel anciano religioso de fisonomía tan noble que una vez contemplada no se podía borrar de la imaginación, y preguntando a su conductor:

-¿Cómo se llama este buen sacerdote?

-Se llama don Miguel Hidalgo y Costilla -le respondió.

«No sé qué tiene esa fisonomía que cautiva tanto y causa tan profunda impresión. Sería yo capaz, aunque apenas le acabo de conocer, de dejarme morir por él», pensó Gil Gómez.

Hidalgo y el capitán Aldama penetraron en un aposento que servía de sala al   —180→   curato; colocó el primero el farolillo sobre una mesa y cerró cuidadosamente la puerta que daba a las habitaciones interiores.

Ahora que ya la doble luz de la linterna y de una lámpara colocada al pie de una imagen de la Virgen de Guadalupe ilumina bastante a ambos, examinémoslos más detenidamente.

Con razón había causado tan profunda impresión en el ánimo de Gil Gómez la fisonomía noble del sacerdote.

Era Hidalgo un anciano que representaba tener más de sesenta años; su frente y la parte anterior de la cabeza, desprovistas enteramente de pelo, estaban surcadas por esas huellas que dejan sobre algunos hombres extraordinarios, más que el tiempo, el estudio y la meditación; su tez era morena, pero extremadamente pálida, con esa palidez casi enfermiza que causan las vigilias y las amarguras de la vida; sus ojos lanzaban miradas ardientes y profundas, que algo amortiguaban, sin embargo, la melancolía y la benevolencia; su nariz recta, su boca pequeña con ese recogimiento particular hacia las comisuras que imprime la fruición interior del alma; y aquel rostro todo tan severo, tan noble, tan profundamente pensador, por decirlo así, estaba inclinado sobre el pecho, como si el peso de la reflexión o del martirio   —181→   de la existencia lo hubiese doblegado. Su estatura era mediana, delicada, pero vigorosa, como si el espíritu le comunicase una parte de su energía y de su vida. Vestía modestamente una chupa de paño negro sencillo; un chaleco del mismo color se abotonaba gravemente sobre su pecho; unos calzones del mismo paño se continuaban con unas medias de lana negras, siguiendo severamente en el traje la costumbre adoptada por todos los religiosos que pertenecían al clero pobre, que era la que el Arzobispado había establecido.

El capitán don Juan Aldama era joven todavía, de fisonomía franca y expresiva, en la cual se leían a primera vista el valor, la firmeza, la resolución, la franqueza y algo del orgullo militar honrado. Su estatura era fuerte y vigorosa.

Vestía el uniforme de su grado en el Regimiento de los Dragones de la Reina; pendía a su costado un sable algo pesado, como entonces se usaba en el ejército de la Nueva España, y un par de pistolas grandes, llamadas entonces de «chispa», de cañón amarillo, pedernal y llave, se ceñían a su cintura.

Luego que Hidalgo hubo cerrado la puerta, se acercó al Capitán, que se había dejado caer abatido sobre un sillón, preguntándole con interés:

  —182→  

-Ahora que estamos solos, diga usted, por Dios, ¿qué ha sucedido nuevamente?

-¿Me esperaba usted acaso, don Miguel? -interrogó éste-, puesto que aún está en vela a estas horas tan avanzadas.

-Escribía precisamente una carta a la corregidora doña Josefa Ortiz, acerca de nuestro asunto; el capitán don Ignacio Allende, que, como usted sabe, ha llegado anoche y ahora reposa en esa pieza inmediata, me ha informado de lo que ha pasado; pero diga usted, ¿qué es lo que ha sucedido nuevamente, Capitán?

-Que estamos perdidos, completamente perdidos -respondió éste con desconsuelo.

-¿Pues qué es lo que ha sucedido? -interrogó Hidalgo con interés.

-La conspiración de Querétaro ha sido descubierta.

-Ya lo sabía por el capitán Allende.

-Los hermanos González y la Corregidora han sido reducidos a prisión.

-¿Cuándo?

-Ésta última, ayer en la tarde.

-¿Y se ha descubierto algo más?

-La casa de don Epigmenio González ha sido saqueada y se han encontrado en ella armas y unos papeles que ya sabe usted lo que contienen.

-Todo nuestro plan -murmuró Hidalgo.

-Por consiguiente, estamos perdidos completamente. El intendente Riaño ha   —183→   dado una orden de prisión para usted, y dentro de pocas horas deben llegar a este pueblo los soldados que vienen a ejecutarla.

-Pero usted, don Juan, ¿cómo ha sabido todo esto?

-En su misma prisión la Corregidora ha ganado al alcaide Ignacio Pérez, que ha corrido a avisarme lo que pasaba; me he puesto en camino inmediatamente para venir a comunicar a usted todo, y al anochecer he dejado atrás a los soldados del Intendente, que no deben tardar mucho en llegar, habiendo sufrido un retardo de un cuarto de hora en combatir con ese joven, que estaba parado frente al curato y a quien he tomado antes de verle por un espía.

-¡Oh!, no, es demasiado joven para eso -murmuró Hidalgo.

-Conque no hay ya tiempo que perder, don Miguel, debe usted huir precipitadamente antes que esos soldados lleguen, porque le espera indudablemente la muerte en Guanajuato. Allende y yo nos salvaremos como podamos.

Hidalgo se dejó caer abatido en un sillón, apoyando sobre la mesa sus codos, que sostenían la cabeza; permaneció largo tiempo silencioso; por su noble frente y sus ojos cruzó un velo de amargura; gruesas gotas de sudor inundaban sus sienes, como si la   —184→   lucha que se efectuaba en su corazón trabajase dolorosamente su organización.

De repente se puso de pie como impulsado por un resorte, irguió su abatida cabeza, su frente iluminada por la luz de una idea gigantesca se volvió al cielo, sus ojos se humedecieron por el entusiasmo, sus labios se abrieron por una sonrisa de superioridad y, volviéndose a Aldama, que de pie en medio de la estancia había observado con silencioso respeto aquella lucha terrible de su corazón retratada en su rostro, le dijo a media voz con un acento trémulo y conmovido:

-¡Oh!, no se ha perdido todo completamente; por el contrario, esta noche se va a poner la primera piedra de un edificio gigantesco.

-¿Qué dice usted, don Miguel?

-Digo que cuando los soldados del Intendente lleguen, ya será tarde, porque el pueblo de Dolores habrá alzado un grito de libertad e independencia que les hará huir como medrosas aves.

-¿Pero con qué elementos, con qué fuerzas cuenta usted para esto?

-¿Con qué elementos? Con la idea, que es el elemento. ¿Con qué fuerzas? Con nosotros dos y el capitán Allende, con don Santos y ese joven que ha venido a hospedarse aquí esta noche.

Aldama no pudo menos de sonreírse   —185→   con disimulo, creyendo que la funesta noticia y la proximidad del peligro que le había anunciado habían trastornado la razón del noble anciano.

Hidalgo comprendió lo que significaba el silencio de Aldama, porque le preguntó con una triste conformidad:

-Capitán, ¿me ama usted tanto como yo le he amado?

-Desde el día que hablamos por la vez primera he jurado serle a usted un fiel amigo, y servirle leal hasta la muerte -respondió Aldama con entusiasta exaltación.

-¿Desea usted la felicidad de nuestra patria?

-Desde el momento que me he comprometido en esta conjuración he comprendido que debía morir muy pronto, pero he hecho gustoso el sacrificio de mi vida en las aras de la patria.

-¿Hará usted lo que yo le diga esta noche?

-Lo haré, don Miguel, aunque sepa que me precipito en un abismo espantoso.

-Bien, muy bien, mi leal amigo. Acaso sea esta noche la última de nuestra vida, porque vamos a dar un paso que puede precipitarnos en ese abismo, aunque puede acaso conducirnos al templo de la libertad que hemos soñado.

Y los dos amigos se abrazaron en silencio conteniendo sus sollozos.

  —186→  

Era un espectáculo tierno y sublime a la vez ver estrecharse con los dulces lazos de la amistad a aquellos dos hombres que caracterizaban uno la idea que piensa, otro la mano que ejecuta; uno la energía, otro el valor; uno la benevolencia del apóstol, otro la honradez del soldado.

Al cabo de un momento, Aldama interrumpió tan expresivo silencio, diciendo:

-Está bien, ¿qué es lo que debo hacer yo? Porque estamos perdiendo un tiempo precioso.

-Primero, ir a despertar a ese joven y hacerle venir a mi presencia para interrogarle y darle mis órdenes.

-¿Pero qué puede hacer ese joven?

-Mucho, tal vez tanto como nosotros, porque parece muy activo, muy emprendedor y muy valiente.

-Está bien, ¿y después?

-Después nosotros reuniremos primero un número considerable de gente capaz de resistir a las fuerzas del Intendente y obligarles a seguir nuestra bandera; alarmaremos a todos los indios de la población, que se unirán a mí y harán lo que les diga, estoy seguro, porque me aman, y al amanecer nos dirigiremos a Celaya y de allí a Guanajuato.

-Pero, don Miguel, ahora que sabe usted que no le he de abandonar jamás, me atrevo   —187→   a preguntarle, ¿está usted acaso loco? ¿Quiere usted marchar sobre Guanajuato, cuando no contamos ni con un cañón, ni con un arcabuz, ni con una espada siquiera?

-Dios armará nuestro brazo para defender la causa de la justicia -dijo el anciano alzando sus ojos al cielo con expresión de confianza y enternecimiento.

-Está bien, ¿debo despertar a Allende?

-Sí, en esa pieza reposa. Adviértale usted, Capitán, lo que pasó y lo que hemos pensado últimamente. Él me ha hecho hace un momento un juramento igual al que usted, mi leal amigo, acaba de hacer.

Aldama salió a ejecutar lo que se le mandaba.

-¡Oh!, Madre y Señora mía -dijo Hidalgo dejándose caer de rodillas al pie de la imagen de Guadalupe, que condecoraba y amparaba aquella pobre estancia-, ¿quién sabe lo que va a pasar dentro de poco tiempo? Tal vez a realizarse ese pensamiento que hace tanto tiempo dormita en mi mente. Yo me amparo, ¡Madre mía!, con vuestra protección, y os juro no apartarme jamás de los santos preceptos de la justicia y la religión. Comprendo que debo morir antes de ver felices a mis hermanos; pero entonces, aunque la calumnia ultraje mi memoria, vos, ¡Madre mía!, que habéis visto mis dudas,   —188→   mis temores y mis esperanzas, sabréis que mi intención ha sido pura y me ampararéis a la hora de la muerte. Yo os nombro Patrona de la santa causa que proclamo.

Y el cura besó humildemente las plantas de la Virgen de Guadalupe.



  —189→  

ArribaAbajoCapítulo X

De cómo fue interrumpido Gil Gómez en medio de su sueño para contribuir, sin saberlo, a la independencia de la Nueva España


Hacía solamente un cuarto de hora que Gil Gómez dormía, aunque ya profundamente, comenzando a soñar que ya distinguía en el camino a Fernando, acompañado por el venerable sacerdote que con tanto cariño le había curado y dado hospitalidad, y el bravo y franco Capitán que estuvo a pique de impedirle correr más, cuando fue interrumpido en medio de su sueño por éste, que le sacudía rudamente, diciéndole en alta voz:

-Ea, joven, fuerza es levantarse.

  —190→  

-¿Qué hay? -murmuró Gil Gómez despertando sobresaltado a la voz de Aldama-, ¿qué hay, Fernando? Si vieras por alcanzarte de lo que he escapado hace poco...

-Qué Fernando, ni qué peligro -dijo sonriendo Aldama-, vamos, joven, acabe usted de despertar.

-¡Ah!, ¿es usted, Capitán? -dijo Gil Gómez reconociendo la voz que le hablaba.

-Sí, yo soy, amigo mío, levántese usted presto.

-¿Pues qué es lo que pasa? -preguntó el joven sorprendido.

-El señor cura don Miguel necesita inmediatamente de sus servicios, y me envía a rogarle a usted que vaya sin pérdida de tiempo a su presencia.

-Voy inmediatamente -dijo el joven abandonando sin sentimiento el lecho que acababa de brindarle un reposo tan fugitivo, y dirigiéndose al cabo de un momento que tardó en arreglarse ante la presencia del cura.

Éste meditaba con la cabeza entre las manos y de codos sobre la mesa; al ruido que produjo el joven en la puerta, se levantó haciéndole seña de acercarse.

Gil Gómez se aproximó con tímido respeto al anciano.

-Joven -dijo éste mirándole fijamente a la cara, con aquella mirada profunda y pensadora que hacía poco le había conmovido-,   —191→   va usted a prestar en este momento un servicio eminente a la patria y a la causa de la justicia y la religión.

-No comprendo -murmuró el asombrado joven.

-¿Lo hará usted, cuando yo se lo suplico?

-Lo haré, señor, si es que está en mi mano.

-Pero antes dígame usted con franqueza, ¿qué hacía en medio de las calles a horas tan avanzadas de la noche y a dónde se dirigía? -interrogó el cura con acento paternal.

-Señor, me dirigía a San Miguel el Grande para unirme con un hermano, que ha sido destinado a las milicias de ese pueblo, y lejos del cual me es imposible absolutamente vivir.

El anciano se sonrió encantado de aquella candorosa franqueza.

-Está bien, yo le prometo a usted solemnemente, joven, que mañana a estas horas, si yo no he muerto, se encontrará en San Miguel el Grande -dijo Hidalgo.

-¿Mañana a estas horas, si usted no ha muerto? Ciertamente no comprendo la coincidencia -murmuró Gil Gómez con asombro.

-Pronto sabrá usted por lo que lo digo. Pero antes exijo su promesa de ejecutar fielmente lo que yo ordene.

-Aunque mis servicios no tuvieran una recompensa tan grata, los prestaría   —192→   gustoso al caritativo sacerdote que con tanto amor y cariño me ha recibido en su casa esta noche -respondió Gil Gómez con una exactitud de buen soldado, de que nuestros lectores, que hasta aquí sólo han mirado en él un niño voluntarioso y travieso, sin más sentimiento desarrollado que su amor a Fernando, le hubieran creído indigno, si ignorasen cuánto avaloran los sentimientos, las impresiones profundas que sobre algunos corazones ejercen algunos hombres y las circunstancias solemnes y difíciles de la vida.

El joven, en efecto, había amado al verle a aquel anciano, y ahora éste le pedía un servicio muy importante, según parecía, servicio que por otra parte le recompensaba, prometiéndole no impedir su viaje y aquella unión con su hermano tan deseada. Además, es demasiado lisonjero para un joven verse solicitado por un anciano.

-Está bien, joven, yo hago a usted, independiente de ésta, otra promesa.

-¿Cuál promesa, señor?

-Dentro de pocas horas será usted nombrado Capitán de una compañía en las milicias de San Miguel el Grande.

A estas palabras Gil Gómez no pudo menos de perder su gravedad, dando un salto y estrechando entre sus brazos a Hidalgo, al mismo tiempo que le decía:

-¡Oh!, señor, ¿no es una chanza lo que   —193→   está usted diciendo? ¿Será cierto que en lo sucesivo podré vivir en compañía de mi hermano? ¡Gracias, mil gracias! El Señor le recompense a usted tanta bondad hacia mí.

-Pero, antes de eso -continuó Hidalgo sonriendo del juvenil entusiasmo de Gil Gómez-, necesito de usted un juramento y una promesa bastante solemnes.

-Aunque expusiese mi vida a un riesgo espantoso, juraría cuanto usted desee, señor.

-Joven, es usted demasiado niño todavía para comprender el tamaño de la empresa a que me lanzo; pero, si bien no puede ser la cabeza que piensa y dirige, sea usted al menos el brazo que ejecuta. Yo le aseguro que no será un ciego instrumento del crimen ni de venganzas villanas; por el contrario, defiende usted la causa de la patria, de la religión y de la justicia -dijo Hidalgo con acento de solemnidad.

-Así lo creo, señor, porque todo en usted me lo está revelando. ¿Cuál es ese juramento?

-Arrodíllese usted delante de esa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe -dijo Hidalgo.

Gil Gómez ejecutó con una devoción de niño lo que se le mandaba.

-¿Jura usted defender la santa causa de la independencia de la Nueva España   —194→   contra los tiranos europeos que la esclavizan?

-Sí, juro.

-¿Jura usted obrar siempre en acuerdo con los sentimientos de la religión, la fraternidad y la justicia? -continuó el anciano con su misma solemnidad.

-Lo juro con todo mi corazón -exclamó el joven.

-Pues ahora levántese usted, porque desde este momento pertenece completamente a la causa de los americanos.

-¿Qué debo hacer? -preguntó Gil Gómez respetuosamente poniéndose de pie.

-Alarmar a los habitantes de este pueblo y hacer que antes de una hora se encuentren reunidos en la plaza.

Era tan ardua la empresa, que Gil Gómez no pudo menos de hacer una exclamación de sorpresa; pero reflexionando que ya no era tiempo de retroceder, y pensando en su juramento, pudo aparentar indiferencia y decir, aunque en voz baja, inclinándose respetuosamente en señal de obediencia:

-Se hará así, y dentro de una hora los habitantes estarán reunidos en la plaza del pueblo de Dolores. ¿Hay algo más?

-No, basta eso solamente.

-¿Se me permite usar de cualquier medio para conseguirlo? -interrogó el joven, con su mismo respeto, al cabo de un momento de reflexión.

  —195→  

-Puede usted usar de todos los medios que le parezcan necesarios, en el concepto de que habrá procedido con arreglo a su comisión -le respondió Hidalgo.

Gil Gómez se inclinó profundamente y salió de la sala a tiempo que Aldama y otro Capitán, que según sabemos ya era don Ignacio Allende, entraban a ella perfectamente armados y como dispuestos a entrar en campaña si era posible.

Dejémosles obrar por su lado y sigamos a Gil Gómez, que, después de haberse ceñido su mohosa espada y sus clásicas pistolas, salió a la calle para alarmar a los habitantes del pueblo de Dolores.

Daban las dos de la mañana en el reloj de la parroquia, y, ¡cosa extraña!, este ruido de la campana despertó al joven de la meditación en que había caído, pensando cómo poner en planta tan ardua empresa y con tal premura de tiempo.

Pero él era hombre de recursos, como sabemos, y no podían faltarle ahora que se trataba de una capitanía nada menos; así es que casi a tientas, guiándose por las paredes, se acercó a la torre, cuya sombra cercana se veía destacarse sobre el resto de los edificios, y cuya puerta encontró abierta, como si el cielo favoreciese sus proyectos.

Comenzó una ascensión demasiado peligrosa, murmurando:

  —196→  

-¡Ah!, señor Gil Gómez, creo que se acerca usted a la capitanía y a su hermano Fernando.

Luego que hubo llegado al término de su aeronáutica carrera, ató fuertemente, formando un solo haz, las cuerdas que terminaban los badajos de todas las campanas y, reuniendo sus fuerzas en una impulsión suprema, comenzó el repique más desesperado y más desacorde que los habitantes de Dolores habían podido oír en aquellas horas tan desusadas.

Como un cuarto de hora campaneó sin fatigarse, abriendo sus brazos exageradamente, corriendo de un lugar a otro de la torre, valiéndose de cada uno de sus dedos, como si fuesen otras tantas manos, de sus dientes y hasta de sus uñas, pero sin observar un efecto notable que le indicase cesar. Por fin, al cabo de un rato comenzaron a brillar algunas luces detrás de las ventanas; algunas caras tímidas de soñolientos vecinos se asomaron a ellas, interrogando al silencio de las calles la causa que producía aquel escándalo y aquel campaneo tan terrible y tan desusado. Cuando Gil Gómez comenzó a notar los efectos de su repique, comprendió que era necesario rematar la obra, y mientras que con una mano continuaba haciendo gemir a las campanas, con la otra disparó sus dos pistolas   —197→   sucesivamente, dejando de intervalo entre cada tiro dos minutos. Esta vez sí, la curiosidad, llegando a su colmo, estalló completamente, y desde su altura el joven, sin dejar de repicar, pudo notar movimiento de luces que iban y venían precipitadamente en todas direcciones; oyó voces y gritos de alarma, notó grupos que comenzaban a formarse en la plaza; llegaron también a sus oídos tres o cuatro disparos de armas de fuego; y así que se satisfizo completamente del buen éxito de su plan, bajó precipitadamente a riesgo de una caída evidentemente mortal, corriendo a mezclarse con esos grupos que más notablemente se habían formado delante del curato. Ya ni tuvo necesidad de más, porque en aquel momento Hidalgo, acompañado de los capitanes Allende y Aldama, les arengaba con las siguientes palabras:

-Os he llamado, hijos míos, para haceros saber que he pensado sacudir el yugo que pesa sobre vosotros hace tres siglos. De hoy en más, si la Virgen de Guadalupe ampara nuestra causa, saldremos de ese estado terrible de esclavitud en que hasta aquí hemos vivido. Decid conmigo: ¡Viva la América! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!

Hidalgo pudo escuchar, dominando los gritos de entusiasmo que acogían sus palabras, uno de él ya conocido, que exclamaba   —198→   también: ¡Viva la América! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva el cura Hidalgo! ¡Viva el capitán Aldama!

-¿Y ahora qué debo hacer? -dijo el joven al oído del cura, acercándose a él no sin algún trabajo.

-Correr al cuartel del Regimiento de la Reina, reunir y armar los soldados que allí hay, ponerse a la cabeza de ellos y volver aquí.

-¡Diablo! Esto sí es un poco más difícil -murmuró el joven confundiéndose entre la multitud que vitoreaba a Hidalgo y corriendo al cuartel después de haberse informado hacia qué parte se hallaba, a fin de ejecutar lo que se había mandado.

Pero debió emplear una lógica muy elocuente, porque en vez de ser fusilado, como en sus adentros había temido, un cuarto de hora después volvía a la cabeza de un grupo de cerca de doscientos soldados armados de espadas y arcabuces, que exclamaban con entusiasmo: ¡Viva la América! ¡Viva Nuestra Señora de Guadalupe! ¡Viva el cura Hidalgo!, y se ponía a la disposición de éste, preguntando con su mismo acento respetuoso:

-¿Hay algo más que hacer?

-Sí, bravo joven, darme un abrazo, y colocar sobre esos hombros dos divisas de Capitán -respondió el anciano estrechándole paternal y afectuosamente entre sus brazos.

  —199→  

Cuando los soldados del Intendente llegaron a ejecutar su orden, ya era tarde, porque el pueblo de Dolores presentaba el aspecto imponente de un campo de batalla, y sea de grado, sea por fuerza, se adhirieron al plan que se acababa de proclamar.

Dos horas después una masa de hombres armados de espadas, fusiles, palos y aun flechas, a cuya cabeza marchaban Hidalgo, Allende y Aldama a su lado, y cuya marcha abría Gil Gómez, conduciendo un estandarte en cuya extremidad se ostentaba un cuadro pequeño que representaba una imagen de la Virgen de Guadalupe, se dirigía hacia San Miguel el Grande, poblando el aire con los gritos de: ¡Viva la América! ¡Viva el cura Hidalgo! ¡Mueran los españoles!

¿A dónde vas, huracán humano, rugiendo como si se aproximase la tempestad? ¿Piensas acaso derribar el sólido edificio de una dominación de tres siglos? ¡Detente, por Dios!, que es empresa inútil que sólo en la imaginación de un débil anciano febricitante ha podido nacer y desarrollarse. ¡Detente!, porque te opondrán por valladar la crueldad, y un mural de pechos humanos henchidos de orgullo, de rencor, respirando el odio de tirano ofendido. ¡Detente!, que te aguardan las tropas llenas de recursos de que tú careces, y la Inquisición con sus sombras   —200→   y martirios. Mas no, ¡paso a la libertad! ¡Paso a la regeneración! ¡Atrás! ¡Atrás la dominación y las viejas preocupaciones! ¡Ay de vosotras, flores impuras de la monarquía, si creéis embriagar con vuestros falsos perfumes a esa avalancha de hombres que avanza y más avanza destruyendo cuanto intenta detener su paso de gigante! ¿Qué, son éstos acaso aquellos indios tímidos, que inclinaban humildes y resignados su frente a la tierra al sentir el látigo sobres sus espaldas? ¿Son aquellos que se humillaban cuando pasabais cerca de ellos con la mirada altanera, con la frente erguida, con la sonrisa del desprecio, insultando con vuestro lujo su miseria, escarneciendo con vuestra nobleza de favoritismo y de crimen su nobleza de mérito y de raza? Ya veis cómo esa humildad y esa resignación eran fingidas por la impotencia, ya veis cómo esa humillación era la de la vergüenza de su afrenta. Miradlos, cada hombre es un coloso; miradlos rugir, enfurecidos al recuerdo de sus afrentas; miradlos moverse como impulsados por un resorte a la débil voz de un trémulo anciano que ha comprado gustoso con su vida el noble orgullo de proferir una palabra que hace tres siglos no se profería en el Anáhuac. Pero esa palabra no se borrará ya de los corazones que la han escuchado, aunque su nombre se borre   —201→   del catálogo de los vivientes, porque la música de esa palabra ha llegado al abismo de las dolientes almas esclavas, como el dudoso, pero vivificador, rayo de sol que penetra al través de las estrechas ventanas de la prisión a calentar los ateridos miembros del pobre prisionero.

Por todas las haciendas y aldeas que aquella reunión de hombres atravesaba se le unían nuevos combatientes, armados de palos, flechas y hondas, pero rejuvenecidos, alentados por aquel grito supremo de ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Mueran los españoles!

El ejército naciente dejó atrás el santuario de Atotonilco, llegando al anochecer a San Miguel el Grande, que los recibió con los brazos abiertos, uniéndoseles allí todo el Regimiento de Caballería de la Reina, del cual, como ya sabemos, eran capitanes Allende, Aldama y, además, Abasolo. Los vecinos que veían alegres desfilar por las calles a aquel ejército, a quien vitoreaban, podían notar a un joven alto, flaco, de cara traviesa, conduciendo un estandarte con una imagen de la Virgen de Guadalupe y gritando con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Viva el cura Hidalgo! ¡Viva el Regimiento de la Reina! ¡Mueran los españoles!

Pero cuando la multitud que obstruía las calles se hubo disipado, si algún curioso   —202→   le hubiese seguido, le habría observado correr al cuartel de los Dragones de la Reina, recorrer todas las casas de los soldados, preguntar a cuantos encontraba si aún no había llegado el teniente don Fernando de Gómez, y al oír una respuesta negativa, correr con desesperación para hacer la misma pregunta en todos los mesones y una gran parte de las casas del pueblo, sollozando casi al oír en todas partes la misma negativa respuesta. A la media noche se retiraba a su cuartel, disculpándose de su ausencia diciendo que había trabajado en asuntos del servicio, y se dejaba caer sobre un banco, exclamando con desconsuelo:

-¡Ah!, no ha llegado aún, y tal vez con lo que aquí ha pasado ya no venga. Mas, ¿qué haré entonces, Dios mío?

Pero como a los veinte años la naturaleza impera siempre sobre el sentimiento, no tardó en quedarse profundamente dormido, a pesar de la grita y estruendo que armaban los improvisados soldados del cura Hidalgo.

Cuatro días después, el ejército libertador, considerablemente engrosadas sus filas por hombres de los campos y por los soldados de las guarniciones de las aldeas, se presentaba delante de Celaya. Pero como esta villa aparecía con un aspecto algo hostil, porque en las torres y edificios elevados se veían grupos de soldados,   —203→   Hidalgo entró en conferencia con los capitanes Allende y Aldama, que habían sido elevados por él al rango de Tenientes Coroneles, a fin de determinar lo que se debía hacer para evitar una matanza terrible, que podían verificar los soldados de una villa rebelde a recibirlos que, por muchos esfuerzos que hiciese para resistir, no podía dejar de sucumbir al número.

Se determinó hacer una intimación que amedrentase a los vecinos y les hiciese rendirse pacíficamente, aunque tal vez no se tuviese intención de cumplir las amenazas que en ella se hiciesen.

Por consiguiente, Gil Gómez, en su calidad de Capitán de confianza y secretario, fue llamado a la presencia de los jefes, adonde escribió la siguiente intimación que le dictó Hidalgo:

«Intimación al Ayuntamiento de Celaya.

»Nos hemos acercado a esta ciudad con el objeto de asegurar las personas de todos los españoles europeos; si se entregan a discreción, serán tratadas sus personas con humanidad; pero si por el contrario se hiciese resistencia por su parte y se mandara dar fuego contra nosotros, se tratarán con todo el rigor que corresponde a su resistencia.

»Dios guarde a ustedes muchos años.

»Campo de batalla.- Septiembre 19 de 1810.- Ignacio Allende, etc., etc.».

  —204→  

-¿Qué os parece la intimación, señores? -interrogó Hidalgo a los jefes.

-Creo -observó Aldama- que es poca cosa la amenaza que se les hace y que se debería añadir otra que los amedrente más.

-¿Cuál es?

-La de pasar por las armas a los europeos que traemos prisioneros, si es que piensan resistir.

-Pero, don Juan, eso es terrible y no me puedo resolver a semejante cosa -observó Hidalgo, que odiaba la crueldad.

-¿Es acaso cierto que lo vaya usted a ejecutar?

-Pero una mentira insubordinará a nuestro ejército, que lo que más necesita es la moralidad y la disciplina.

-Pero puede también evitar la efusión de sangre.

-Dice usted bien, don Juan, eso sobre todo -dijo Hidalgo, que para gran general tenía el defecto de ser demasiado humano, guardando hasta su último momento la benevolencia del sacerdote.

Y después de reflexionar un momento, añadió a la intimación las siguientes palabras que Gil Gómez escribió:

«Posdata: En el mismo momento que se mande dar fuego contra nuestra gente, serán pasados por las armas setenta y ocho europeos que traemos a nuestra disposición.- Hidalgo, Allende, Aldama.

»Señores del Ayuntamiento de Celaya».

  —205→  

Hidalgo mandó venir a su presencia a todos los oficiales del nuevo ejército para hacerles saber la disposición tomada. Pero se trataba de lo más importante, de hacer llegar aquella intimación a la ciudad que tan hostil parecía mostrarse.

Era tan atrevida la comisión, corría tan grave peligro de ser fusilado sin piedad el que se encargase de ella, que no pudo menos de notarse un movimiento de irresolución entre los oficiales, a quienes la insinuación parecía dirigirse más directamente.

Hidalgo lo notó, pero antes de verse obligado a nombrar tal vez uno que la desempeñase, salió de entre aquel grupo un joven que en él se había confundido, y dijo inclinándose respetuosamente:

-Yo suplico que se me conceda el honor de encargarme de esa importante comisión.

-Está bien, señor capitán Gil Gómez, se concede a usted lo que solicita, en atención a los méritos y servicios que ha prestado por su valor y actividad a la santa causa de la libertad -respondió Hidalgo con la gravedad de un jefe, pero sintiendo impulsos de estrechar contra su corazón a aquel joven tan noble y desinteresado, que parecía destinado por el cielo para salvarle en los lances más difíciles, haciendo gustoso el sacrificio de su vida.

Gil Gómez salió para ejecutar su peligrosa comisión, murmurando:

  —206→  

-Tal vez Fernando, no queriendo adherirse a nuestra causa, se encuentra entre los soldados que defienden al Virrey, y entonces podré estrecharlo entre mis brazos y acaso persuadirlo a unirse con nosotros.

Y el joven recalcaba la pronunciación sobre la palabra «nosotros» con una sonrisilla de orgullo y satisfacción, muy disculpable a su edad por la prueba de confianza con que se veía honrado.

Pero mucho debió amedrentar a los habitantes de Celaya la intimación del cura Hidalgo, porque al momento depusieron su aspecto hostil y la ciudad fue ocupada en buen orden por las tropas americanas.



  —207→  

ArribaAbajoCapítulo XI

Lo que valía la cabeza de Hidalgo


Un rayo fue para el virrey Venegas la noticia de la insurrección de Hidalgo. Conoció desde luego que aquel grito de libertad, lanzado desde el rincón de un pueblo miserable por un modesto párroco, había encontrado un eco de música en todos los corazones de los buenos mexicanos. Hombre previsor y acostumbrado a conocer a primera vista las grandes catástrofes políticas por sólo sus anuncios, comprendió que estaba perdido completamente, porque la debilidad o la crueldad de sus predecesores en el virreinato habían preparado aquellos sucesos, que tarde o temprano debían ser   —208→   coronados del éxito deseado. Pero si Venegas valía poco como general, no sucedía lo mismo como hombre político. Contaba, por otra parte, en su apoyo con la costumbre de la dominación y los lazos de familia que unían con dulces vínculos a una gran parte de españoles y americanos, con el influjo del clero y las clases privilegiadas y, en fin, con el mismo sublime atrevimiento de aquella empresa gigantesca de Hidalgo.

De manera que, comprendiendo que la actividad podría tal vez conjurar aquella terrible tempestad que rugía sordamente en lontananza, amenazando destruirlo todo en su justo enojo, tanto tiempo comprimido, determinó luchar hasta el último momento, no perdonando medio de ninguna clase para conseguir su fin.

Así es que el día 25 de septiembre, mientras el ejército insurgente se dirigía sobre la ciudad de Guanajuato, hacía proclamar a son de música y fijar en todas las esquinas de la capital de la Nueva España el siguiente bando, que los vecinos atemorizados leían con júbilo interior:

8«Don Francisco J. Venegas de Saavedra Rodríguez de Arenzana, Güemes, Mora,   —209→   Pacheco, Daza y Maldonado, Caballero de la Orden de Calatrava, Teniente General de los Reales Ejércitos, Virrey, Gobernador y Capitán General de esta Nueva España, etc.

»Los inauditos y escandalosos atentados que han cometido y continúan cometiendo el cura de los Dolores, doctor don Miguel Hidalgo, y los Capitanes del Regimiento de Dragones provinciales de la Reina, don Ignacio Allende y don Juan Aldama, que, después de haber reducido a los incautos vecinos de dicho pueblo, los han levantado tumultuariamente y en forma asonada, primero a la villa de San Miguel el Grande, y sucesivamente a la villa de Chamacuero, a la ciudad de Celaya y al valle de Salamanca, haciendo en todos estos parajes la más infame ostentación de su inmoralidad y perversas costumbres, robando y saqueando las casas de los vecinos más honrados para saciar su vil codicia, y profanando con iguales insultos los claustros religiosos y los lugares más sagrados, me han puesto en la necesidad de tomar prontas, eficaces y oportunas providencias para contenerlos y corregirlos, y de enviar tropas escogidas al cargo de jefes y oficiales de muy acreditado valor, pericia militar, fidelidad y patriotismo, que sabrán arrollarlos y destruirlos con todos sus secuaces, si se atreven a esperarlos   —210→   y no toman antes el único recurso que les queda de una fuga precipitada para librarse del brazo terrible de la justicia, que habrá de descargar sobre ellos toda la severidad y rigor de las leyes, como corresponde a la enormidad de sus delitos, no sólo para imponerles el castigo que merecen como alborotadores de la quietud pública, sino también para vindicar a los fidelísimos españoles y americanos de este afortunado reino, cuya reputación, honor y lealtad inmaculada han intentado manchar osadamente, queriendo aparecer una causa común contra sus amados hermanos los europeos y llegando hasta el sacrílego medio de valerse de la sacrosanta imagen de la Virgen de Guadalupe, patrona y protectora de este reino, para deslumbrar a los incautos con esta apariencia de religión, que no es otra cosa que la hipocresía impudente.

»Y como puede suceder que, arredrados de sus crímenes y espantados con sólo la noticia de las tropas enviadas para perseguirlos, se divaguen por otras poblaciones, haciendo iguales pillajes y atentando contra la vida de sus mismos paisanos, como lo hicieron en el citado pueblo, dando inhumanamente la muerte a dos americanos y mutilando en San Miguel el Grande a otro, porque fieles a sus deberes no quisieron seguir su facción perversa,   —211→   he tenido por oportuno que se comunique este aviso a todas las ciudades, villas, pueblos, reducciones, haciendas y rancherías de este reino, para que todos se preparen contra la sorpresa de esos bandidos tumultuarios y se dispongan a rechazarlos por la fuerza, procurando su aprehensión en cualquier paraje donde pueda conseguirse, en el concepto de que a los que verificaren la de los tres principales cabecillas de la facción, o les dieran la muerte que tan justamente merecen por sus horrorosos delitos, se les gratificará con la cantidad de diez mil pesos inmediatamente y se les distinguirá con los demás premios y distinciones debidas a los restauradores del sosiego público, y en inteligencia de que se dará también igual premio y recompensa con el indulto de su complicidad a cualquiera que desgraciadamente los haya seguido en su partido faccionario, y arrepentido loablemente los entregue vivos o muertos.

»Y para que llegue a noticia de todos, mando que, publicado por bando en esta capital, se circulen con toda prontitud y con los mismos fines los correspondientes ejemplares a los tribunales, magistrados, jefes y ministros a quienes toque su promulgación, inteligencia y cumplimiento.

»Dado en el Real Palacio de México a 27 de septiembre de 1810.- Francisco Javier   —212→   Venegas.- Por mandato de su excelencia José Ignacio Negreiros y Soria».

Como se ve, Venegas era demasiado astuto, y después de haber pintado con los colores más negros a Hidalgo y a los suyos, echándoles en cara el haber dado muerte a dos americanos, número considerable en una guerra que comenzaba y que se podía considerar como de castas, procuraba aterrorizarlos, haciéndoles cuenta de las numerosas tropas que había enviado, en efecto, a batirlos.

Excitaba, además, la codicia y estimulaba la traición ofreciendo una suma considerable por sus cabezas; con su misma política sagaz y previsora, hacía aparecer aquel levantamiento como un ataque igualmente terrible a la vida y bienes de españoles y mexicanos, y no como una causa que trataba de hacer independientes de los primeros a los segundos.

Pero esta vez la sagacidad de Venegas se había estrellado contra la justicia de una causa tan noble; porque, si bien los mexicanos temían los horrorosos estragos de una guerra, no por eso dejaban en el fondo de su corazón y en el silencio de la noche, cuando no podían temer que sus pensamientos se revelasen en su rostro, o se tradujese por una palabra de la que inmediatamente se apoderaría el viento de la calumnia y del espionaje que se había establecido, para llevarla a   —213→   los oídos del Virrey o de la Inquisición, de adherirse a una causa que era la suya necesariamente.

Mientras esto pasaba en la capital de la Nueva España, otros acontecimientos tenían lugar en la ciudad de Guanajuato.

Sabedor el Intendente de la provincia, Riaño, de que el ejército insurgente avanzaba y se dirigía sobre la ciudad, hizo publicar un bando, a fin de hacer saber al pueblo lo que pasaba y excitarle a que contribuyese a la defensa de la ciudad, ayudando a trabajar en las fortificaciones que a toda prisa se iban a construir.

El pueblo supo con indiferencia y aun con alegría lo que había pasado pocas noches antes en el pueblo de Dolores, y tal vez desde ese momento se preparó para hacer lo contrario de lo que el Intendente ordenaba.

Era el intendente Riaño uno de esos hombres grandes verdaderamente, que no comprenden ni admiten más nobleza que la del corazón y la honradez, uno de esos hombres que se dejarían hacer pedazos por sostener un punto de honor, intransigentes9 con el vicio, fiel a sus principios, humano y tolerante con los criminales a pesar de su acendrada virtud y su carácter severo.

El mundo levanta estatuas o conserva los nombres de los hombres de genio, aunque les haya dejado morir en la desgracia;   —214→   pero a menudo se olvida de esos hombres ejemplares que por su honradez y sus virtudes sociales bien merecían ambas cosas.

Riaño, antiguo amigo de Hidalgo, republicano por instintos, puesto que aborrecía la tiranía y despreciaba las ridículas pretensiones de la aristocracia de oropel de esa época, no pudo menos de regocijarse interiormente de la proclamación de la más justa de las causas. Pero como magistrado íntegro y caballero a toda prueba, le correspondía sostener a un gobierno cuyo pan había comido por más que este gobierno fuese tiránico; así es que se apresuró a reunir el cabildo y las autoridades eclesiásticas, que en aquella época intervenían, sin corresponderles, en todos los negocios de la política, para participarles la resolución que había tomado de fortificar la ciudad lo mejor posible, a fin de resistir mejor en ella a los asaltos y dirigir en persona la defensa, pues no había ya otro recurso que tomar, en atención a la premura del tiempo, mientras llegaban los recursos que había solicitado ya del Virrey y del Comandante de San Luis Potosí, don Félix María Calleja.

Pero las personas que lo escuchaban, la mayor parte hombres acaudalados, atendiendo más a su interés personal que al público, expusieron a Riaño, a nombre   —215→   de éste, que debía procurar, ante todo, poner en salvo sus personas y sus bienes, para lo cual les debía encerrar en un edificio vasto, como la Alhóndiga de Granaditas, y defenderlos hasta el último momento.

Este proyecto absurdo, dictado sólo por la conveniencia y la codicia, vino a hacer patente a Riaño que estaba perdido; pero tal vez se alegró interiormente de ver castigados por su misma necia ambición a aquellos a quienes había querido defender a su pesar. Así es que, después de hacer justas objeciones a tan extravagante petición, tuvo que acceder a ella, para no hacer creer lo contrario de lo que con nobleza ejecutaba, ordenó que las barras de plata, el azogue de las minas, todos los víveres, armas y hombres que se pudieran reunir, fueran trasladados al sitio que se le había designado.

El viernes 28 a las doce del día se presentaron en la calle de Belén unos hombres que traían una bandera blanca. Eran el coronel del ejército de Hidalgo don Mariano Abasolo, el teniente coronel don Ignacio Camargo, y un joven alto, delgado, que representaba tener veinte años a lo más, llevando sobre su traje de paisano las insignias de Capitán, acompañándoles dos dragones del Regimiento de la Reina. Pidieron ser llevados   —216→   a la presencia del Intendente, y luego que ante ella se hallaron, entregáronle un papel que de parte de Hidalgo traían. Leyolo el Intendente con notable emoción. Era una intimación que el cura de Dolores le hacía para que depusiese las armas y entrase en arreglos pacíficos, a fin de evitar el derramamiento de sangre que inevitablemente tendría lugar si persistía en defender la injusta causa de la dominación europea.

-Digan ustedes a mi caro amigo el cura Hidalgo -dijo el Intendente muy pálido, guardando el papel que los oficiales le acababan de entregar- que no necesito ni pensar ni vacilar en la respuesta, porque mi resolución es vencer o perecer, aunque esta ciudad sea convertida en escombros.

Y saludándoles cortésmente se volvió de espaldas para dictar sus últimas disposiciones de defensa.

Los oficiales insurgentes no pudieron menos de inclinarse ante un valor y una firmeza tan notables en medio de una muerte casi segura.

El más joven abrió tamaños ojos de sorpresa, murmurando:

-¡Diablo! Tiene el señor Intendente en este momento más energía que yo cuando fui a proponer a los soldados insurreccionarse en el pueblo de Dolores hace pocas noches.

  —217→  

Y se retiraron silenciosos y preocupados.

La Alhóndiga de Granaditas, aunque el único por su extensión, era el peor punto por su posición que se podía haber escogido para una defensa. Dominada por los cerros del Cuarto y del Venado, situada en medio de la hacienda de Dolores y de la calzada de las Carretas, defendida por una corta fuerza que veía con terror el populacho, sentado tranquilamente en las calles y azoteas, sin ofrecer su auxilio u ofreciéndolo por fuerza, y como esperando la llegada del ejército asaltante para unirse a él y aprovecharse de su victoria con el saqueo, no debía resistir mucho tiempo.

Sin embargo, el intendente Riaño recorría todas las fortificaciones exhortando y animando a los soldados a la defensa, conduciendo él mismo armas y víveres a donde se necesitaban, vigilando los últimos trabajos que se ejecutaban y dando él mismo con su serenidad ejemplo a su tropa, compuesta la mayor parte de españoles particulares acaudalados de la ciudad, que, comprendiendo que corrían el peligro de perder su vida, trataban de venderla lo más caro posible y resistir hasta el último momento.

A las dos de la tarde, una turba de quince mil hombres, que componía poco más o menos el ejército de Hidalgo, armada   —218→   de palos, hondas, flechas, espadas y algunos fusiles, se precipitó como una avalancha desde la altura de los cerros del Cuarto y del Venado sobre la hacienda de Dolores y la Alhóndiga, que, semejando un monstruo gigantesco que vomitaba llamas y plomo por su boca, ojos y narices, hacía estragos horrorosos sobre aquella masa indisciplinada que o no comprendía el peligro, o lo despreciaba osadamente. La necesidad hizo inventar a los sitiados un nuevo género de proyectil; los tubos de fierro que contienen el azogue fueron, por medio de la pólvora, convertidos en una especie de rayo que despedazaba montones de asaltantes.

-¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Mueran los españoles! -gritaban unos precipitándose frenéticos sobre aquella fortaleza que parecía contener hombres de fierro.

-¡Viva España! ¡Muerte a los traidores! -aullaban otros, defendiéndose con el aliento terrible de la desesperación.

Y aquellos hombres delirantes por la cólera, embriagados por el olor de la sangre y de la pólvora, irritados al ver morir a sus hermanos, se amenazaban convirtiéndose de hombres en gigantes, profiriendo gritos de odio, de impotencia, de resentimiento, al no poder juntarse para combatir cuerpo a cuerpo, para   —219→   golpearse con los puños, para morderse a la cara y beber la sangre caliente de sus contrarios después de haberlos matado. Dos sentimientos profundos movían a aquellos hombres a una lucha tan espantosa: en unos el instinto de la propia conservación y el resentimiento del orgullo ofendido y el amor a su patria; en los otros la venganza de afrentas de tres siglos, la codicia de poseer los inmensos caudales que dentro aquella fortaleza suponían naturalmente encerrados y el deseo de su independencia.

Las piedras que el populacho, que como es de suponerse se había unido a los soldados de Hidalgo, arrojaba formaban una verdadera nube encima de las cabezas de los combatientes, e iban a estrellarse con una fuerza terrible contra las puertas y ventanas de aquel impasible edificio, causando no pocos estragos en sus serenos defensores.

Un joven, jinete en un caballo de color claro que lo exponía como blanco a los tiros de los sitiados, el mismo que acompañaba hace poco a Abasolo conduciendo la intimación de Hidalgo, y a quien nuestros lectores habrán conocido probablemente, por ser Gil Gómez, corría de un lugar a otro, exponiéndose a mil peligros en un solo minuto, para llevar las órdenes que dictaba Hidalgo tranquilamente en medio de un grupo   —220→   formado por algunos jefes, y poniéndose él mismo a la cabeza de las columnas para dirigirlas, ganando terreno a cada instante hasta encontrarse al pie de la fortaleza.

Pero las horas pasaban, la mortandad en las filas de los insurgentes era horrorosa, y era preciso tomar un partido: penetrar en aquella impasible fortaleza y diezmar a sus heroicos defensores, que parecían resueltos a morir entre sus escombros antes que rendirse; hombres de fierro en quienes la muerte no hacía mella, puesto que mientras más disminuía su número, más aumentaba su resistencia.

Pero era una empresa tan difícil la de salvar el pequeño foso que se encontraba delante de la puerta para llegar a ella, que muchos que ya lo habían intentado habían caído despedazados en mil fragmentos al dar el primer paso por el número incontable de proyectiles que vomitaba aquel monstruo de piedra, y formaba un círculo terrible que impedía acercársele.

Sin embargo, un hombre resuelto podía brincar el foso y llegar a la puerta, con una probabilidad de escapar de una contra noventa y nueve; los demás seguirían su ejemplo y todo estaba concluido. Pero, ¿dónde hallar un hombre tan deseoso de morir?

  —221→  

Hidalgo recorrió con la vista las diferentes columnas que componían su ejército, y vio a Gil Gómez sobre su caballo claro, corriendo en todas direcciones para alentar a los asaltantes a avanzar. Un pensamiento cruzó por su imaginación, e iba a hacerle venir; pero, en el poco tiempo que aquel joven militaba bajo sus órdenes, había despertado en el corazón del anciano un cariño verdaderamente paternal y temió exponerle a una muerte casi cierta.

Volvió a lanzar sus penetrantes miradas a través de la nube de humo, piedras y hombres, y las detuvo en un lugar.

Parecía haber encontrado lo que buscaba, porque una sonrisa de melancólica satisfacción erró por sus labios.

En uno de los puntos más desamparados y más expuestos a los fuegos del bastión, había un hombre de estatura elevada y hercúleas formas, que con su ejemplo, su estentórea voz y sus movimientos atraía detrás de sí a un grupo de insurgentes, y avanzaba seguido de ellos ganando más y más terreno.

Hidalgo se acercó y le dijo:

-Pípila.

-Mande su merced, señor cura -respondió el designado por este nombre, quitándose respetuosamente su viejo sombrero de paja.

-La patria necesita de tu valor.

  —222→  

-¿Qué es necesario hacer para servirla?

-¿Te atreverás a prender fuego a la puerta de la Alhóndiga? -interrogó el anciano, viéndole fijamente a la cara para medir el grado de espanto que semejante proposición debía causarle.

-Eso y mucho más si su merced quiere -respondió el hercúleo insurgente sin inmutarse y sin vacilar a la vista de un peligro tan inminente.

-Pues ahora mismo, ¿qué es lo que necesitáis?

-Solamente una tea y esta losa -respondió el imperturbable paisano, inclinándose a levantar del suelo una gran losa de esas que tanto abundan en Guanajuato para cubrir su cuerpo.

-Pues ve, Pípila, que la patria te espera -dijo Hidalgo para alentarle.

Y entonces el insurgente, cubriendo su cuerpo con la losa que sostenía con su mano izquierda, mientras que en la derecha llevaba una tea encendida, se deslizó a gatas hasta el punto terrible de cuyos límites nadie había podido pasar.

Fue tan profunda la sorpresa de los asaltantes, que hubo un momento casi de silencio completo en que se suspendió el fuego para ver el resultado de aquella maniobra atrevida.

Pero una providencia pareció proteger al atrevido insurgente, pues pasó sano y   —223→   salvo en medio de los proyectiles que le arrojaban. Ya llegaba a la puerta, cuando un enorme pedrusco, desprendido por varios hombres desde la altura, cayó sobre él; un grito unánime de los que contemplaban fue la plegaria más elocuente que pudo llegar a los oídos de Pípila, que había sido apachurrado como un insecto bajo el pie; pero al cabo de dos segundos se levantó dando un brinco y saludando a sus compañeros, como lo hacen los toreros que después de haberse hallado entre los cuernos del toro han tenido la fortuna de escapar de ellos vivos.

El peso del pedrusco había dado con él en tierra, en efecto, pero, habiendo deslizado a lo largo de la losa con que cubría su cuerpo, no le había causado ningún daño. Entonces, protegido por las mismas murallas de la Alhóndiga, se acercó a la puerta, y con una calma digna del hombre que hasta allí acababa de llegar, aplicó la tea a ella, hasta que la madera algo vetusta comenzó a arderse.

Un joven salvó de un brinco en su caballo la distancia que mediaba entre la puerta y los asaltantes, gritando: ¡Viva Hidalgo! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva la América!

La multitud se precipitó detrás de Gil Gómez, aullando verdaderamente los gritos que acababa de proferir.

La puerta medio incendiada cedió a los   —224→   esfuerzos de los asaltantes, dándoles paso al interior de la fortaleza.

Lo que entonces pasó es imposible de describir.

Durante dos horas mortales no se oyeron más que gritos de furor, aullidos de desesperación, gemidos de dolor, choques de espadas, tiros, golpes sordos acompañados de un segundo ruido semejante al de un cuerpo humano al caer, imprecaciones de rabia.

Hidalgo quiso hacer oír su voz para contener aquella matanza, pero su acento se perdió entre el estruendo de los enfurecidos combatientes, y recorría delirante los salones para descubrir al Intendente y salvarlo haciendo cuantos esfuerzos le fueren posibles.

Pero aquellos hombres de ambas partes se habían encarnizado y era preciso matar o morir; así es que ni la autoridad del anciano fue respetada.

Corrió detrás de un grupo que se dirigía a una pieza al extremo de una galería; un centinela que la custodiaba cayó muerto de un balazo. Entonces un hombre, que por su porte y su traje revelaba no pertenecer a la clase del soldado que acababa de morir, se apoderó de su fusil y se plantó sereno en el sitio que había dejado vacío, esperando con sublime valor a los que se acercaban.

Varios tiros salen de los que se acercan,   —225→   uno penetra en la cabeza del noble intendente Riaño, cuyo cuarto de centinela había durado sólo dos segundos.

Un grito de horror y sentimiento lanzó el desdichado anciano, testigo de la muerte de su mejor amigo.

Al anochecer, la Alhóndiga de Granaditas presentaba un aspecto espantador y terrible; cerca de mil cadáveres de ambas partes se hallaban esparcidos en los diversos salones y galerías; sus rostros pintaban aún los sentimientos que les habían agitado al morir; algunos presentaban las facciones crispadas por el furor; la sonrisa de la venganza satisfecha se dibujaba en los labios de otros; muchos rostros representaban un aire de súplica, que de nada había valido; no pocos la desesperación de morir cuando aún la vida les era tan querida.

Pedazos de armas de todas clases; puñales clavados en el pecho de las víctimas; vestidos desgarrados; hombres horriblemente mutilados, pidiendo socorro por un último aliento de vida, o guardando silencio por un último aliento de terror y de instintos de conservación; combatientes todavía enlazados, que se habían muerto mutuamente; frascos de azogue; algunas barras de plata; he aquí el estado que indicaba el terrible paso de las pasiones fermentadas del hombre.

  —226→  

La ciudad de Guanajuato presentaba un aspecto no menos espantoso; en lontananza se oían algunos tiros que indicaban que la matanza aún no había cesado, gritos de furor y gemidos de súplica; segunda parte, en fin, de las escenas de la tarde, a pesar de los esfuerzos y vigilancia de un joven que corría sin temor por todas las calles, tratando de acuartelar a los soldados, ebrios por el vino y el triunfo que acababan de conseguir.

Era Gil Gómez.



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ArribaAbajoCapítulo XII

Doña Regina de San Víctor


Dejemos a Hidalgo marchar sobre Valladolid, después de haber permanecido algunos días en Guanajuato, y trasladémonos a una casa de la suntuosa y sombría calle de las Capuchinas en México.

Serían las cuatro de la tarde cuando un magnífico carruaje, que hacía consistir todo su lujo en un sobrecargo de adornos de plata, según el gusto de la época, se detuvo en el número 5. El lacayo, vestido con una librea color azul, con galones amarillos, se apresuró a abrir la portezuela, quitándose respetuosamente el sombrero, después de haber   —228→   dado dos fuertes aldabonazos a la maciza puerta, que estaba completamente cerrada. Luego que ésta se hubo abierto, se apeó del carruaje un hombre cuya fisonomía no se podía contemplar, porque la velaba el emboce de una capa española de la época; habló unas palabras en tono imperativo al cochero, que al oírlas dio un latigazo a sus caballos, yéndose a colocar al lado opuesto de la calle, precisamente debajo de las tapias del Convento de las Capuchinas; la puerta de la casa se cerró detrás del desconocido, y todo en esa calle, en aquella época y aun hoy tan sombría, volvió a quedar en silencio. El caballero atravesó un obscuro aunque amplio patio bajo, encajonado entre cuatro portales; subió una ancha escalera hasta llegar a un extenso corredor, en el cual habían formado un jardín, según la profusión de macetones que lo orillaban, cargados de las más exquisitas y hermosas plantas.

Un criado respetuoso, vestido de una librea de color pardo, se presentó ante el caballero, suplicándole le siguiese; hízole penetrar en un suntuoso salón después de haber atravesado una antecámara; el criado se retiró y el caballero se dejó caer en un asiento.

Razón hemos tenido al llamar al salón con el nombre de suntuoso. Era, en efecto, una vasta pieza que, aunque daba a   —229→   la calle, estaba, sin embargo, sumergida en una elegante sombría media luz, porque los dos balcones que la iluminaban estaban cerrados y ocultos por un cortinaje de Damasco de seda azul obscuro, atestiguando que muy pocas veces, o tal vez nunca, se abrían para que los habitantes de esa suntuosa morada contemplasen la calle. Una alfombra de esa tela bordada que está dando una prueba incontestable de lo contrario a los que niegan la civilización de los chinos, apagaba el ruido de las pisadas; las paredes estaban tapizadas con papel verde obscuro de Persia, sobre cuyo fondo se ostentaban hasta más de seis cuadros de marco dorado y enormes dimensiones, representando la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Dos sofás de tela finísima de Damasco del mismo color azul obscuro del cortinaje, con marco de madera dorada, elevándose a bastante altura en el respaldar hacia la parte media, adornaban los dos extremos del salón. El resto de los muebles, como las sillas, los espejos, las consolas, presentaban ese sobrecargo de molduras doradas tan lujosas, pero de tan mal gusto, a la Luis XV.

No sé qué sentimiento de tristeza o de terror se apoderaba del ánimo al contemplar aquella habitación tan magnífica, pero tan sombría, que debía estar de acuerdo con los sentimientos de sus ricos   —230→   habitantes; aristócratas hastiados acaso de los placeres de la vida y cerrado su corazón a todos los nobles y tiernos afectos. Estas reflexiones cruzaban tal vez por la imaginación del desconocido visitante de aquella misteriosa casa, que, como hemos dicho, se había dejado caer con desenfado sobre un sofá, porque, después de haber recorrido con miradas oblicuas toda la habitación, inclinó su cabeza sobre el pecho y pareció hundirse en una profunda reflexión.

Ahora que ya ha bajado el emboce que velaba su rostro, examinémosle con detención.

Era un hombre que representaba tener más de treinta años, aunque en su rostro se leían los signos de una vejez precoz por los vicios o por los pesares. Su tez era extremadamente pálida, pero con esa palidez lívida que da miedo porque se parece mucho a la palidez del crimen o de los remordimientos; sus ojos pequeños, sombreados por un círculo amoratado, despedían un brillo fosfórico como los de un tigre, y lanzaban una mirada oblicua como los de una hiena; su nariz recta, algo ensanchada hacia su extremidad, indicaba, según los fisonomistas célebres, una propensión marcada al disimulo; sus labios delgados y blancos parecían una simple incisión hecha en el rostro; sus pómulos salientes y   —231→   las protuberancias marcadas de su cabeza revelaban la astucia y la lujuria. Coronaba aquel rostro disimulado una cabellera poco abundante, de color rubio, casi rojo, formando ese peinado peculiar a la Carlos V, y una barba escasa del mismo color. El conjunto de aquella fisonomía, que si no era hermosa, tampoco podía llamarse fea, presentaba un aspecto repugnante y desagradable de contemplar, acaso porque en ella se leía a primera vista la fealdad moral. Sus formas eran robustas y elegantes, su estatura elevada. Vestía el traje de la época, pero con un lujo y esmero exquisitos que revelaban o su cuna distinguida, o sus numerosos bienes de fortuna.

Cerca de diez minutos habían transcurrido desde su llegada, cuando la puerta vidriera que daba a las habitaciones interiores de la casa se abrió silenciosamente, dando paso a una nueva persona que la volvió a cerrar con precaución.

Al leve ruido que produjo la vidriera al girar sobre sus goznes, y al de los pasos de la persona que se acercaba, alzó el caballero la cabeza, que, según hemos dicho, la había inclinado sobre su pecho, sumergido en una profunda meditación.

La persona que se acercaba era una mujer.

Cualquiera otro que el preocupado caballero, tal vez demasiado acostumbrado   —232→   a verla, habría lanzado un grito de admiración y sorpresa al contemplar a aquella mujer.

Era, en efecto, una mujer; pero una de esas mujeres hermosísimas a quienes es fuerza amar con fiebre al contemplarlas solamente, una de esas mujeres en quienes la combinación física y moral produce una especie de «ángeles-demonios», capaces de trastornar la cabeza de más sana razón, y de hacer condenar al filósofo más severo y más desengañado con sólo una mirada.

Hay en la tierra una especie de hermosura que exige ser estudiada con detenimiento, o comparada con el alma para ser estudiada como tal; pero hay otra que es tan incontestable como la luz y que no permite ser estudiada a sangre fría, porque su contemplación es ya el amor.

La primera es más común, porque es relativa y muchas veces se forma sin existir físicamente; la segunda es muy rara, porque es enteramente absoluta y no se forma, sino que existe.

La primera consiste en la regularidad de las formas o en la simpatía, y puede ser negada por algunos; pero la segunda, sin consistir en nada, no se puede negar, porque es un hecho.

¿En qué consiste esto? En nada, tal vez en una fábula, pero en una fábula   —233→   muy bella, que hace creer en la verdad.

De esta última clase de hermosura era la de la mujer que acababa de presentarse en el suntuoso salón de la calle de Capuchinas.

Era una joven que representaba tener de veinte a veintidós años a lo más; la suave blancura de su tez, el brillo de sus divinos ojos, el dulce castaño de sus cabellos, el gracioso corte de su rostro, la pequeñez de su rosada boca, formaban una fisonomía imposible de describir por detalles, una de esas fisonomías de reina que enloquecen al contemplarlas; lanzaba miradas que hacían caer de rodillas a sus plantas, para suplicar se volviesen a lanzar; reposaba aquella cabeza artística sobre un cuello blanquísimo, con ese blanco particular que toma la nieve de los volcanes a la aproximación del crepúsculo, cuando el sol no la dora ya con sus rayos; sus manos parecían una de las muestras de escultura que presentó Benvenuto Cellini al rey Francisco I.

Andaba con una oscilación tan majestuosa y tan suave al mismo tiempo como la que toman a impulsos de los vientos las anchas hojas de los cañaverales del valle de México; su cintura era tan estrecha que se hubiera podido abarcar fácilmente con sólo las manos, si aquella   —234→   hermosísima y orgullosa joven hubiera permitido que algún mortal fuese tan dichoso para tocarla de esa manera. En efecto, a primera vista se leía en aquel sublime rostro una expresión de orgullo y altivez que le daba un sello particular, muy semejante al de la estatua de la diosa Juno. Su labio superior, algo grueso y ligeramente vuelto hacia arriba, formaba esa sonrisa de desdén peculiar a todos los nobles vástagos de la casa de Austria.

Vestía un lujoso traje de terciopelo escarlata, de corpiño estrecho y escotado por delante, según la moda ya en esta época pasada de la libertina corte del libertino Luis XV; pero velaba lo que la vista hubiera deseado penetrar una especie de pañoleta de red de plata muy tupida, salpicada de perlas pequeñitas, muy semejante a la que poco tiempo antes habían usado en Francia las damas del efímero imperio. En vez de llevar el vestido alto, que permitía ver los pies, como lo llevaban las señoras de la corte americana, lo dejaba arrastrar por el suelo tanto o acaso más de lo que hoy le dejan las damas de nuestras capitales; como complemento de aquel traje, se suspendía a su hermoso brazo desnudo, por medio de un anillo de oro, un abanico finísimo de concha y leves plumas con armiño blanco.

  —235→  

Cualquiera, al haberla visto en su casa con este lujoso traje de baile o de corte, habría pensado que la bella joven se había vestido así para esperar al caballero visitante, a fin de desplegar ante su vista todo el brillo de su magnífica hermosura.

Éste al verla se puso de pie, y por mucha que fuera la costumbre que tenía de contemplarla, o por mucho que los placeres hubiesen saciado su corazón, no pudo reprimir un movimiento de admiración; su cara naturalmente pálida se coloreó hacia los pómulos por la emoción; sus labios se entreabrieron por una sonrisa infernal; y sus ojos, al clavarse un instante en aquel rostro y aquel seno de alabastro, lanzaron una chispeante mirada de pasión y de deseos.

Pero pudo tal vez ocultar su emoción a la dama, porque se inclinó respetuosamente, haciéndose a un lado para que pasara al sofá.

Ésta, después de haberse sentado, le hizo seña de hacer lo mismo.

El caballero acercó al sofá un sillón y se sentó.

Los dos se miraron fijamente la cara antes de hablarse.

Cualquiera, al haber observado la expresión de sus fisonomías, hubiera creído desde luego que aquélla no era una simple visita en que se iban a tratar asuntos   —236→   indiferentes y diversos, sino que se iba a entablar una lucha entre la bella señora y el respetuoso caballero.

Al cabo de un momento rompió éste el silencio, diciendo con un acento de amor y adulación:

-Me habéis mandado llamar, doña Regina, y me he apresurado a obedeceros.

-Os he hecho venir, don Juan, porque tenemos que hablar de asuntos importantes -dijo a su vez la dama con una voz argentina y vibradora, cuya dulzura estaba sin embargo un tanto templada por un acento de imperio y orgullo.

-Hablemos pues, doña Regina; pero antes permitidme que os acompañe en el justo duelo que desde hace pocos días os agobia por la sentida muerte de vuestro hermano -continuó el caballero, procurando dar a su rostro, naturalmente impasible, una expresión de aflicción que no experimentaba.

-¡Ah!, ¿lo sabíais ya? -exclamó la dama, ligeramente conmovida.

-¿Dejo yo acaso de saber alguna vez las cosas que tienen relación con vos, señora?

-Mil gracias, don Juan.

-¡Oh!, bien sabéis que no os lo digo para que me deis las gracias. Pluguiera al cielo, doña Regina, que no me interesase tanto lo que a vos atañe.

-No se trata ahora de eso, don Juan   —237→   -dijo la joven sin poder reprimir un movimiento de impaciencia; pero después, conociendo tal vez que éste había sido muy marcado, se apresuró a disminuir su intensidad, diciendo con la voz más dulce que pudo al caballero-. No se trata de eso. Mucho agradezco vuestro amor, pero aún no me atrevo a creer en él, y por consiguiente no hablemos más de ello.

-¿No creéis en él, doña Regina, no creéis en él, y por seguiros a América he abandonado patria, amigos, hogar, fortuna, cuanto amaba, en fin, fuera de vos sobre la tierra? -dijo don Juan con acento de pasión, animado y casi ennoblecido su rostro por el fuego del amor.

-¿Y no se podría hacer todo eso por un capricho de amor propio? -preguntó doña Regina con su particular sonrisa de desdén.

-¿Por un capricho de amor propio se sufren acaso las humillaciones de una mujer tan altiva como vos? ¿Por un capricho de amor propio se abandonan todas las dulzuras de las distinciones de la nobleza, para correr detrás de vos a América, como uno de tantos aventureros obscuros que la España arroja a este infernal país? Vos, doña Regina, que sabéis perfectamente quién soy y el título que llevo; vos, que me habéis visto en otros días en España, grande, poderoso,   —238→   considerado, y hoy me veis aquí humillado, despreciado, confundido entre la turba que ignora mi nombre, sois ciertamente la que tenéis menos derecho a expresaros así.

-Veo que ponderáis demasiado el sacrificio. ¿Creéisme acaso tan poco digna de todo eso que acabáis de decir, don Juan?

-No, doña Regina, por comprar vuestro amor de un momento, me dejaría morir gustoso; pero, os diré también, ¿creéis acaso que vuestro desdén merezca tantos sacrificios?

-Veo, don Juan, que nos desviamos del objeto, porque pienso que no creeréis que os he llamado para que digáis lo mismo que inútilmente me habéis dicho tantas veces -dijo la cortesana con reconcentrada expresión de altivez.

Don Juan dio un salto al oír tan injuriosas palabras, y mirando a doña Regina con terribles muestras de cólera y orgullo ofendido, le dijo con tono imperativo:

-No lo creo así, doña Regina, pero me place que hablemos de ello y siempre de ello.

-Hablemos, pues, de ello, si os place; os concedo un cuarto de hora para esta conversación. Pero con la condición que después me consagraréis el tiempo necesario para tratar del negocio a que os he llamado.

  —239→  

-Sea como queréis, pero en este cuarto de hora vais a escuchar mi resolución definitivamente, al saber lo que por vos he sufrido -dijo don Juan con una voz que a cualquiera otra que a la bella señora hubiera causado terror, pero ella sólo murmuró con indiferencia.

-Sed, pues, breve en vuestra narración.

-Bien sabéis, doña Regina -continuó don Juan-, cuál ha sido mi vida antes que os viese por la primera vez. Con un nombre distinguido, con inmensos bienes de fortuna, no recuerdo que alguna vez haya dejado de gozar lo que deseé. La sociedad me hastió a los veinticinco años, porque de orgía en orgía, de seducción en seducción, ni pude imaginarme que hubiese mujer que me resistiera, y al verlas tan fáciles y tan a mi alcance, me fastidiaron completamente. Pero una noche, ¿os acordáis, señora?, pronto hará cuatro años, fui invitado a un sarao en el palacio del Conde de la Ensenada. Con mi desencanto crónico me dirigí a él, porque el conde10 era uno de mis amigos de prostitución y orgías, a quien había prometido acompañarle siempre en ellas. Llegué; el sarao había comenzado, lo más granado de la corte se encontraba en él. Me dejé caer en un sofá, porque una gran parte de aquellas damas habían sido mis pasatiempos de juventud, y a todas casi   —240→   les había dejado recuerdos más o menos vivos. Sin querer oí una conversación bastante animada que llevaban junto a mí dos de esas viejas damas que asisten a las fiestas para cuidar de las jóvenes o para beber en la fuente de la chismografía.

»-¿No la habéis visto, doña Estrella? -decía una de aquellas señoras a su interlocutora.

»-Por más que lo he intentado no he podido conseguirlo, porque la rodea una turba de aduladores.

»-¡Oh!, es muy hermosa, por cierto; nunca había yo visto una mujer tan bella.

»-¿Y esta noche es la primera que se presenta en la corte?

»-Hace sólo una semana que ha llegado de Francia, y dicen que es descendiente de la noble casa de Austria.

»-¿Pero quién la acompaña?

»-Nadie. Vive enteramente sola con sus criados en un elegante palacio de la calle de Alcalá. Pero vedla, precisamente en este momento danza con el Conde de la Ensenada.

»Volví la vista por una simple curiosidad, y os vi, señora.

Don Juan se interrumpió llevando su pañuelo a su frente inundada de sudor, y al cabo de un momento continuó.

-Os vi, con vuestra hermosura de reina, que ni jamás pude imaginarme que   —241→   existiera, con vuestro aire de orgullo. Vestíais un traje muy semejante al que ahora lleváis precisamente.

»No sé qué pasó por mí al contemplaros tan seductora; todos mis planes de indiferencia se desvanecieron a vuestra vista, y sentí que un vértigo extraño se apoderaba de todo mi ser.

»Os seguí con interés mientras danzabais, y luego que la pieza que bailabais con el de Ensenada hubo concluido, supliqué a éste me presentase con vos, para solicitar igual favor. Me lo concedisteis en atención al título que llevaba, y esperé con impaciencia que la música preludiara la pieza prometida. Ese instante llegó, y me confundí con vos en el torbellino de parejas. El fuego de vuestros ojos quemó mi corazón, el contacto de vuestra mano magnetizó mi ser, la música de vuestra voz fue a encontrar un eco en mi alma. Cuando salí de allí ya yo os idolatraba, y estaba delirando por vos.

»Ya sabéis después lo que ha pasado, doña Regina. Solicité ser presentado en vuestra casa y me recibisteis con frialdad; os revelé mi pasión y me respondisteis sin conmoveros que, habiendo dejado en Francia unos amores de corazón, habíais resuelto no amar a nadie, ni casaros jamás. Continué mis visitas, porque   —242→   me era imposible vivir sin veros, y porque esperaba ablandar vuestros rigores con mi constancia; pero me obligasteis, con desaires que ni un hombre de la hez del pueblo hubiera soportado, a no volver a repetirlas. Pero os seguí como sombra donde quiera que fuisteis; maté a un hombre en un duelo y herí a otro, sólo porque el primero se había atrevido a seguiros, y el segundo se había permitido expresiones injuriosas acerca de vuestra conducta en Francia. Tuve que vivir oculto para huir de la justicia, pero sabiendo todo lo que os rodeaba por mis agentes. Un día supe que dejabais la España para venir a América a uniros con un hermano que amabais, el único pariente que os quedaba en el mundo, y me embarqué en Cádiz para seguiros. Ha seis meses que vivo en este país, obscuro, medio arruinado, respectivamente a lo que poseía en mi patria, y tan despreciado por vos como allá.

»Ahora, sabed finalmente, señora, la postrera resolución que ayer precisamente he tomado con respecto a vos, y oídla bien, doña Regina, porque acaso os interese más de lo que pensáis -exclamó el castellano con acento de profunda firmeza-. Perdido ya para todo fuera de vos en el mundo, dentro de tres meses habéis de ser mía de grado o por fuerza, de grado o por fuerza, ¿lo comprendéis?   —243→   Hoy ya no tengo amor por vos, hoy lo que tengo es frenesí, con brutales deseos de poseeros, gozar de vuestra hermosura y morir después. Porque, a vos sola os lo digo, como se lo diría a mi confesor, odio la vida, aborrezco a los hombres, sus glorias y sus placeres me hastían; necesito, para no morirme, las fuertes emociones; quisiera tener remordimientos, y procuro hacer todo el mal que puedo.

Y al decir estas palabras, el pálido caballero se erguía amenazador y horrible de contemplar.

-¿Habéis acabado ya? -preguntó con indiferencia doña Regina.

-Creo que no tengo más que añadir que ya no sepáis -respondió don Juan.

-Pues oídme sólo dos palabras que voy a deciros, señor don Juan Enríquez. No es necesario decir más, ni disimular mi oculto pensamiento, porque vos lo comprenderíais al momento. Pero nosotros, conociéndonos tanto, debemos manifestarnos el uno al otro tal como somos realmente, sin temor.

-Ya os escucho, señora.

-Don Juan, yo estoy tan fastidiada como vos o más de la vida.

-Lo conozco, doña Regina.

-Como vos, aborrezco a los hombres y me complazco en hacerles todo el mal que puedo.

  —244→  

-En mí lo estoy experimentando.

-Yo amaba en Francia con todo mi corazón a un hombre, y ese hombre fue muerto por opiniones políticas.

-Lo sé perfectamente, doña Regina, era el Conde de...

-No es necesario que digáis su nombre.

-Le mató un hombre del pueblo, un hombre de la familia de Marat y Robespierre.

-Más tarde nos acordaremos de eso, don Juan.

-Sea, doña Regina.

-Vuestra tenaz persecución ha agriado más mi carácter y me ha hecho de peor condición de lo que era en Francia.

-También lo adivino.

-Desciendo de una casa muy noble.

-De la de Austria nada menos, y sois parienta de la decapitada reina María Antonieta.

-Sí, casi todos mis descendientes han muerto a manos del pueblo.

-Es cierto.

-El hombre que amaba ha sido asesinado por ese pueblo, sólo porque llevaba el título de barón, y su padre había sido enemigo de Marat, que también le asesinó.

-Pero ese joven había seducido a una hija del pueblo, abandonándola después, y su padre la vengó.

-¿Tiene acaso el pueblo derecho para   —245→   vengarse de las afrentas de los nobles?

-No lo tiene, señora. El pueblo debe sufrir y resignarse; para eso ha nacido miserable y abyecto.

-Un hermano que me quedaba, el único ser que amaba yo sobre la tierra, ha sido asesinado hace pocos días en Guanajuato, por ese mismo pueblo.

-Sí, por esos miserables indios que acaudilla ese cura Hidalgo, que pretende hacer independiente este país de la corona de España.

-Muerto mi hermano, han muerto mis últimos buenos instintos, y de sus ruinas se ha levantado un sentimiento dominador, terrible.

-¿Puedo saber cuál es?

-La venganza.

-El mismo que me avasalla.

-Tal vez llegaría a amar al hombre que me la proporcionase, o al menos a admitir su amor.

-Gracias, doña Regina, creo que nos hemos comprendido por fin.

-Sí, porque vos también aborrecéis al pueblo tanto como yo.

Y los dos personajes se irguieron terribles y amenazadores, permaneciendo un momento en silencio.



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ArribaAbajoCapítulo XIII

Planes


Al cabo de un rato, rompió por fin don Juan el silencio, preguntando con misterio:

-¿Estamos solos, doña Regina?

-¿Sabéis acaso que alguna persona, fuera de mis criados, me acompañe en mi casa?

-Está bien, entonces hablemos.

-Hablemos, don Juan.

-Ordenad, que haré cuanto digáis.

-Después de haber sido durante cuatro años sombra del cuerpo uno de otro, creo que hasta hoy comenzamos a obrar de acuerdo, porque un igual sentimiento nos asemeja un poco -dijo la bella dama con un acento casi de pasión, pero cuya   —248→   dulzura agriaban un tanto el odio y el resentimiento que la dominaban.

-Bendita sea la venganza, puesto que así me acerca a vos, doña Regina -exclamó el caballero con transporte de amor que daba miedo.

-Los dos odiamos al pueblo; vos, porque sois noble y hoy os veis casi confundido entre él; yo, porque ese pueblo ha muerto a cuantos llevaban sangre de mi sangre o a cuantos amé sobre la tierra.

-De hoy en más, mi aborrecimiento será doble, porque lo odiaré por mí y por vos.

-La sangre de mi hermano, muerto en Guanajuato, pide sangre.

-Y la obtendrá, señora, os lo prometo solemnemente.

-¿Me lo prometéis, don Juan?

-Os lo juro. Pero, ¿cuál ha de ser el premio de ello?

-Mi amor, don Juan. Mas no mi amor, porque ya no existe; pero vuestra seré, si os atrevéis a ejecutar cuanto os dijere.

-Tampoco yo solicito vuestro amor, porque no lo comprendo; pero quiero que, ya que los dos no podemos amar, seáis mía de grado y no por fuerza.

-Lo seré, ¿pero sabéis a todo lo que os comprometéis?

-Lo adivino, señora; me vais a proponer que busque para matarlos a los asesinos de vuestro hermano.

  —249→  

-¡Oh!, no, porque sería difícil que los encontrarais; es una cosa mucho más sencilla que eso.

-Decidlo.

-¿Lo digo, don Juan?

-No vaciléis, señora.

-Pues bien, mi voluntad se compra con la cabeza del cura Hidalgo -dijo la cortesana, en cuyos ojos brilló un relámpago de ira.

Era tan terrible la propuesta que el caballero no pudo menos de dar un salto de sorpresa, e iba tal vez a desistir de la empresa. Pero al alzar la cabeza clavó sus ojos en doña Regina, y la vio tan hermosa, tan provocativa, tan seductora, que lanzando un grito inarticulado cayó a sus pies, murmurando con apasionado frenesí:

-Haré eso y mucho más si lo pedís, doña Regina, porque os adoro con brutal pasión; porque si no sois mía algún día, moriré de deseos, de celos, de rabia.

-Vamos, don Juan, dejad esos transportes. No haría más un niño de veinte años a quien yo hubiese mirado -dijo la cortesana con sarcástica indiferencia, apartando con su bella mano al terrible galán.

Éste se puso en pie, volviendo a recobrar su habitual expresión de orgullo.

-¿Conque consentís por fin en ello, don Juan?

  —250→  

-Ya os he dicho que consiento, señora.

-¿Veis cómo no es mucho lo que os propongo para agradarme? Es una cosa que está de acuerdo con vuestros sentimientos, porque vos odiáis también de muerte al pueblo, y cortando la cabeza de ese tronco que se llama revolución, se inutilizan los miembros, ¿no es verdad?

-Es cierto, señora. Muriendo Hidalgo, morirá la revolución que ha iniciado, y se impedirá el triunfo del pueblo.

-Pues entonces, creo que nos hemos arreglado.

-Hidalgo morirá, o moriré yo, doña Regina, os lo aseguro.

-Y yo os agradezco esa promesa, y con ella comienzo a comprender vuestro amor.

-¿Cuánto tiempo me dais de término para ello?

-¿Cuánto pedís?

-Cuatro meses, contados desde hoy.

-Se os conceden.

-Gracias, señora.

-¿Necesitáis algún dinero para la empresa? Pedidlo, don Juan, ya sabéis que todavía soy bastante rica para dároslo.

-Gracias, señora, pero yo no soy un mendigo. Y aunque estoy medio arruinado, todavía soy también bastante rico, como acabáis de decir, para necesitar vuestro dinero.

  —251→  

-Altivo sois en extremo, caballero.

-Ya veis, señora; soy español, y casi tan noble como vos. Además, el virrey Venegas ha ofrecido diez mil pesos por la cabeza de ese cura Hidalgo, y creo que es cantidad suficiente para indemnizar de lo que en esa atrevida empresa pueda gastar.

-¿Y sabéis dónde se encuentra ahora Hidalgo con los miserables que le acompañan?

-Después de haber derrotado al español don Torcuato Trujillo en la montaña de las Cruces, se dirige hacia Guadalajara, donde le debe encontrar don Félix María Calleja.

-¿Y habéis sabido las providencias que se han dictado por la Universidad y el Arzobispado?

-No, y desearía saberlas, porque desde este momento todo cuanto atañe a esta revolución me interesa.

-Aquí las tenéis -dijo la dama sacando de su alabastrino seno dos papeles doblados y poniéndolos en las manos del caballero, que, recordando el lugar en que habían sido guardados, los besó con delicia-. Leed -continuó doña Regina sin hacer caso del apasionado transporte de don Juan.

Éste leyó en alta voz lo que sigue:

  —252→  

«Oficio dirigido al Excelentísimo Señor Virrey por el señor Rector de esta Real y Pontificia Universidad.

»Excelentísimo Señor:

»Luego que este Ilustre Claustro vio que en los papeles públicos se le titulaba Doctor a don Miguel Hidalgo, cura de Dolores, clamó por un efecto de su acendrada y constante lealtad y patriotismo, pidiendo se le depusiese y borrase el grado, si lo había recibido en esta Universidad. Y en caso de no estar graduado en ella, que se suplicase a Vuestra Excelencia, como vicepatrono, tuviese la dignación de que se anunciara así en los periódicos para satisfacción de este cuerpo patriota y fiel.

»En efecto, registrado el Archivo de la Secretaría y los libros en que se asientan los grados mayores, se encuentra no haber recibido alguno de ellos el referido don Miguel Hidalgo en esta Universidad, y según se ha indagado, ni en la de Guadalajara, que son las únicas de este reino.

»En este concepto, suplico a Vuestra Excelencia, a nombre de este Ilustre Claustro, se sirva (si lo tuviese a bien su superioridad) mandar circule esta noticia por medio de la Gaceta y Diario de México, para que entienda el público que hasta   —253→   ahora la Universidad tiene la gloria de no haber mantenido en su seno, ni contado entre sus individuos, sino vasallos obedientes, fieles patriotas y acérrimos defensores de las autoridades y tranquilidad pública, y que si, por su desgracia, alguno de sus miembros degenerase de estos sentimientos de religión y honor que la Academia Mexicana inspira a sus hijos, a la primera noticia le abandonaría y proscribiría eternamente.

»Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años. Real y Pontificia Universidad de México, octubre 1.º de 1810.- Excelentísimo señor doctor y maestro José Julio García de Torres.- Excelentísimo señor virrey don Francisco Javier Venegas».

¡Infeliz Hidalgo! ¡Se le echaba en cara no haber tenido tres mil pesos para comprar una borla de un ridículo doctorado que componían algunos ancianos ignorantes!

Don Juan continuó leyendo, en tanto que doña Regina le escuchaba con atención.

«Edicto publicado de orden del Santo Oficio.

»Nos, los inquisidores apostólicos, contra la herética pravedad y apostasía, en la ciudad de México, estados y provincias de esta Nueva España, Guatemala,   —254→   Nicaragua, Islas Filipinas, sus distritos y jurisdicciones, por autoridad apostólica real y ordinaria, etc.

»A vos, el bachiller don Miguel Hidalgo y Costilla, cura de la congregación de los Dolores, en el Obispado de Michoacán, titulado Capitán General de los insurgentes.

»Sabed: que ante Nos pareció el Señor Inquisidor Fiscal de este Santo Oficio, e hizo presentación en forma de un proceso, que tuvo principios en el año de 1800, y fue continuado a su instancia hasta el de 1809, del que resulta probado contra vos el delito de ‘herejía’ y ‘apostasía de Nuestra Santa Fe Católica’, y que sois un hombre ‘sedicioso’, ‘cismático’ y hereje formal por las doce proposiciones que habéis proferido y procurado enseñar a otros y han sido la regla constante de vuestras conversaciones y conducta, y son, en compendio, las siguientes:

»Negáis que Dios castiga en este mundo con penas temporales; la autenticidad de los lugares sagrados de que consta esta verdad; habéis hablado con desprecio de los Papas y del gobierno de la Iglesia, como manejado por hombres ignorantes, de los cuales uno, que acaso estaría en los infiernos, estaba canonizado; aseguráis que ningún judío que piense con juicio se puede convertir, porque no consta la venida del Mesías, y negáis   —255→   la perpetua virginidad de la Virgen María; adoptáis la doctrina de Lutero, en orden a la Divina Eucaristía y confesión auricular, negando la autenticidad de la Epístola de San Pablo a los de Corinto y asegurando que la doctrina del Evangelio de este sacramento está mal entendida en cuanto a que creemos la existencia de Jesucristo en él; tenéis por inocente y lícita la polución y fornicación como efecto necesario y consiguiente al mecanismo de la naturaleza, por cuyo error habéis sido tan libertino que hicisteis pacto con vuestra manceba de que os buscase mujeres para fornicar y que para lo mismo le buscaríais a ella hombres, asegurándole que no hay infierno, ni Jesucristo; y finalmente, que sois tan soberbio que decís que no os habéis graduado de doctor en esta Real Universidad por ser su claustro una cuadrilla de ignorantes, y dijo que teniendo o habiendo llegado a percibir que estabais denunciado al Santo Oficio, os ocultasteis con el velo de la vil hipocresía, de tal modo que se aseguró en informe que se tuvo por verídico que estabais tan corregido que habíais llegado al estado de un verdadero escrupuloso, con lo que habíais conseguido suspender nuestro celo, sofocar los clamores de la justicia y que diésemos una tregua prudente a la observación de vuestra conducta,   —256→   pero que vuestra impiedad, represada por el temor, había prorrumpido como un torrente de iniquidad en estos calamitosos días, poniéndose al frente de una multitud de infelices que habéis seducido, y declarando guerra a Dios, a su santa religión y a la patria, con una contradicción tan monstruosa que, predicando, según aseguran los papeles públicos, errores groseros contra la fe, alarmáis a los pueblos para la sedición con el grito de la santa religión, con el nombre y devoción de María Santísima de Guadalupe y con el de Fernando VII, nuestro deseado y jurado Rey, lo que alegó en prueba de vuestra apostasía de la fe católica y pertinacia en el error; y últimamente, nos pidió que os citásemos por Edicto y, bajo la pena de ‘excomunión mayor’, os mandásemos que comparecieseis en nuestra audiencia en el término de treinta días perentorios, que se os señalan por término desde la fijación de nuestro Edicto, pues de otro modo no es posible hacer la citación personal. Y que circule dicho Edicto en todo el reino, para que todos sus fieles y católicos habitantes sepan que los promotores de la sedición e independencia tienen por corifeo un apóstata de la religión, a quien igualmente que al trono de Fernando VII ha declarado la guerra. Y que, en el caso de   —257→   no comparecer, se os oiga la causa en rebeldía hasta la relajación en estatua.

»Y Nos, visto su pedimento ser justo y conforme a derecho, y la información que contra Nos se ha hecho, así del delito de herejía y apostasía de que estáis testificado y de la vil hipocresía con que eludisteis nuestro celo y os habéis burlado de la misericordia del Santo Oficio, como de la imposibilidad de citaros personalmente por estar resguardado y defendido del ejército de insurgentes que habéis levantado contra la religión y la patria, mandamos dar y dimos esta nuestra carta de citación y llamamiento, por la cual os citamos y llamamos para que desde el día que fuese introducida en los pueblos que habéis seducido y sublevado hasta los treinta siguientes leída y publicada en la Santa Iglesia Catedral de esta ciudad, parroquias y conventos, y en la de Valladolid y pueblos fieles de aquella diócesis, comarcanos con los de vuestra residencia, parezcáis personalmente ante Nos en la sala de nuestra audiencia a estar a derecho con dicho Señor Inquisidor Fiscal, y os oiremos y guardaremos justicia; en otra manera, pasado el sobredicho término, oiremos a dicho Señor Fiscal y procederemos en la causa sin más citaros y llamaros, y se entenderán las siguientes proposiciones con los estrados de ella hasta la sentencia   —258→   definitiva, pronunciación y ejecución de ella inclusive, y os parará tanto perjuicio como si en vuestra persona se notificasen.

»Y mandamos que esta nuestra carta se fije en todas las iglesias de nuestro distrito y que ninguna persona la quite, rasgue ni chancele, bajo la pena de excomunión mayor y de quinientos pesos aplicados para gastos del Santo Oficio, y de las demás que imponen el derecho canónico y bulas apostólicas contra los fautores de herejes; y declaramos incursos en el crimen de fautoría y en las sobredichas penas a todas las personas sin excepción que aprueben vuestra sedición, reciban vuestras proclamas, mantengan vuestro trato y correspondencia epistolar y os presten cualquier género de ayuda o favor, y a los que no denuncien y no obliguen a denunciar a los que favorezcan vuestras ideas revolucionarias, y de cualquier modo las promuevan y propaguen, pues todas se dirigen a derrocar al trono y el altar, de lo que no deja duda la errada creencia de que estáis denunciado y la triste experiencia de vuestros crueles procedimientos, muy iguales, así como vuestra doctrina, a los del pérfido Lutero en Alemania.

»En testimonio de lo cual, mandamos dar y dimos la presente, firmada de nuestros nombres y sellada con el sello del   —259→   Santo Oficio, y refrendada de uno de los secretarios del secreto de él.

»Dada en la Inquisición de México y casa de nuestra Audiencia, a los 13 días del mes de octubre de 1810.- Doctor don Bernardo de Prado y Ovejero.- Licenciado don Isidro Lainz de Alfaro y Beaumont.- Por mandado del Santo Oficio: doctor don Lucio Calvo de la Cantera, secretario».

¡Infame y traidora calumnia! No teniendo ningún crimen real que echar en cara a Hidalgo, se le fingían crímenes ficticios de pensamientos, de creencias que nadie puede adivinar, teorías ridículas que, hoy contempladas al través del velo imparcial del tiempo, aparecen con toda su desnudez, con toda su caída máscara de una horrible hipocresía.

Don Juan volvió a leer, después de un momento de pausa, lo siguiente:

«Carta remitida por el Excelentísimo e Ilustrísimo Señor Arzobispo a los curas y vicarios de las iglesias de esta diócesi.

»¿Qué fruto debía esperarse de un país cultivado por los perversos Lavarrieta, Rojas y Dalmivar, sino el abominable que han recogido y solicitan propagar por todo este reino el cura de Dolores y sus secuaces?

»Quieren persuadir que el gobierno   —260→   actual entregará al país a los ingleses o a los franceses, siendo realmente los que intentan hacerlo así el cura y los suyos, como es claro, por haber tenido el cura en su casa al emisario de Napoleón, Dalmivar, en el año de 1808, como por las cifras, planes y documentos que se han cogido en Querétaro.

»Digan ustedes, pues, y anuncien en público y en secreto que el cura Hidalgo y los que vienen con él intentan engañarnos y apoderarse de nosotros para entregarnos a los franceses, y que sus obras, palabras, promesas y ficciones son iguales o idénticas con las de Napoleón, a quien finalmente nos entregarían si llegaran a vencernos; pero que la Virgen de los Remedios está con nosotros, y debemos pelear con su protección contra estos enemigos de la fe católica y de la quietud pública.

»Con este fin dirijo a ustedes ejemplares de la proclama del Excelentísimo Señor Virrey de la Nueva España, para que, tomando respectivamente uno, pasen los restantes con la brevedad posible al pueblo inmediato y, poniendo recibo en esta cordillera, le devuelvan desde el último a mi secretario de cámara.

»Dios guarde a ustedes muchos años.

»México y octubre 31 de 1810.- Francisco, Arzobispo de México».

  —261→  

¡Visionarios! El terror que Bonaparte les inspiraba les hacía verle en todas partes, y en cada hombre contemplar uno de sus ocultos agentes.

La posteridad ha hecho justicia a ese anciano de Dolores, tan calumniado, y ha hecho ver que ciertamente no cruzó por su imaginación un solo pensamiento de adhesión a Bonaparte.

Don Juan volvió a entregar silenciosamente a doña Regina los papeles que acababa de leer.

-¿Qué os parece, don Juan? -le preguntó ésta con su particular sonrisa de desdén y fatalidad.

-Creo, señora, que no se ha de conseguir mucho con edictos, proclamas y pastorales, y que nosotros hemos dado, sin que amemos al gobierno, el tiro en el blanco.

-¿Cuándo partís, señor don Juan?

-Dentro de dos horas, cuando más tarde.

-¿Y vais acompañado?

-La compañía me sería perjudicial en una empresa que necesita tanto sigilo; por consiguiente, viajaré de incógnito.

-Pues id, don Juan, y dentro de cuatro meses, el premio o el desprecio.

-Sí, dentro de cuatro meses la gloria o el infierno, vuestra voluntad o la muerte.

-Os aguardaré y mediré el tamaño de vuestra pasión por el de vuestro capricho.

  —262→  

-Permitidme, hermosa doña Regina, que antes de partir a esa peligrosa expedición lleve vuestra mano a mis labios.

-Adiós, don Juan -dijo la cortesana poniéndose de pie con la majestad de una reina y alargando sin verle su mano de marfil al pálido caballero, que cayó a sus pies besándola con transporte.

-Adiós, doña Regina. Lejos de vos, porque mi sangre hierve de deseos, porque me enloquecéis si os contemplo más tan bella y tan desdeñosa.

Y don Juan se lanzó delirante fuera de la habitación, bajó precipitadamente la escalera, atravesó el sombrío patio hasta la calle e hizo seña a su cochero de acercarse; la portezuela se cerró y el lacayo recibió esta orden:

-A casa, pero pronto, muy pronto.

Los caballos se lanzaron al galope.

Doña Regina se quedó pensativa, de pie en medio del salón, y cuando el ruido del coche que partía la hubo vuelto en sí de su éxtasis, se introdujo a las habitaciones interiores, murmurando:

-¡Rica! Deseada, si no amada, ¿qué me falta para ser feliz?

»La venganza, la venganza. Estoy segura que muy pronto la obtendré.

»Yo amaba, y he perdido cuanto amé; de hoy en adelante el odio solo me dará las fuertes emociones.

»¡Pobres de los que osen alzarse hasta mí!

  —263→  

»Soy la mujer más hermosa que hay en la Nueva España, no me he dejado ver todavía, pero ya es tiempo...

Y acercándose al cordón de la campanilla, llamó.

-Haz que pongan el coche con el tren más lujoso, porque esta tarde me presento por primera vez en el paseo de Bucareli -dijo con imperio.

El criado se inclinó y salió a ejecutar la orden de su hermosa señora.



  —[264]→     —265→  

ArribaAbajoCapítulo XIV11

El ángel malo de Hidalgo


Hidalgo se había lanzado desde Guanajuato, como un torrente despeñado, hasta el valle de México, poniendo en fuga en las montañas de las Cruces a las tropas del Virrey, que, mandadas por el jefe español don Torcuato Trujillo, salieron a batirle. Pero en vez de continuar su marcha a la cercana capital, se lanzó en el rumbo del «bajío», donde su palabra del 15 de septiembre había encontrado un eco y donde los pueblos se habían levantado casi en masa.

  —266→  

Pero el anciano no podía ser a la vez apóstol de la libertad y general, así es que fue derrotado completamente en Aculco por el jefe español don Félix María Calleja.

Pintar lo que entonces pasó es imposible.

La pluma se cae de las manos, las letras son borradas por las lágrimas, al recordar los crímenes que este hombre sin corazón y sin entrañas cometió sobre los infelices insurgentes, que fueron sacrificados a centenares de la manera más horrible por ese monstruo, baldón de su nación y de la humanidad entera. Se podría decir aquí con el ardiente poeta Mármol:


Tan sólo sangre y muerte tus ojos anhelaron,
y sangre, sangre a mares se derramó do quier,
y de apilados cráneos los campos se poblaron,
donde alcanzó la mano de tu brutal poder.



O con el elocuente Guillermo Prieto:


   Delante de esos huesos y a su nombre,
le maldice mi voz, ¡maldito sea!



Baste recordar estos hechos para echar un velo sobre ellos, porque hay crímenes tan horribles que un escritor se indigna aun de relatarlos, y volvamos a tomar el hilo de nuestra narración.

Gil Gómez no se había separado un   —267→   solo momento de Hidalgo, lo mismo a la hora del triunfo que a la de la desdicha. El joven, comprendiendo la imposibilidad de encontrar a Fernando y hallándose, por otra parte, comprometido en una causa noble, determinó seguir la bandera de Hidalgo, que le colmaba de cariño y honores, bandera de una revolución cuya sublime intensidad ya comenzaba a comprender y admirar; porque la guerra y las circunstancias difíciles en que hacía algunos meses se encontraba, habían convertido a aquel niño que vimos salir de San Roque sobre un caballo ciego, corriendo noche y día detrás de un amigo querido de infancia, en un joven medio travieso e infantil todavía, pero ya capaz de dar cabida en su franca alma a otros sentimientos más profundos.

Algunas veces, en medio del estruendo que formaba el ejército insurgente en marcha, se sumergía en una profunda meditación que lo conducía necesariamente a la melancolía y la tristeza.

Pensaba que Fernando debía hallarse necesariamente en México, y en ninguna otra parte, pues no se explicaba de otra manera su ausencia. Suponía, y acaso con mucha razón, que, habiendo tenido noticias en el camino de lo que en San Miguel el Grande había pasado, había creído inútil dirigirse ya a ese pueblo, cuyo regimiento, que era el suyo, como   —268→   se recordará, acababa de abandonarle para seguir con sus capitanes Allende, Aldama y Abasolo a Hidalgo, y volverse a la capital, para presentarse a su tío el brigadier don Rafael, que acaso le cumpliría lo prometido de hacerle entrar en la guardia particular del virrey Venegas.

Más de una vez acaso, cruzó por la imaginación del joven Capitán un pensamiento, el de correr a la capital para estrechar por fin entre sus brazos a Fernando. ¿Pero era decoroso abandonar a un ejército así en derrota? ¿Podía él, insurgente excomulgado, penetrar en la capital sin ser matado como un perro rabioso?

Después de la derrota de Aculco y Calderón, se dirigió el ejército a Aguascalientes desde Guadalajara. Se caminaba durante el día en medio de desiertos abrasados, sintiendo sofocarse los hombres por la sed y desfallecerse por el hambre; muchos caían muertos en medio del camino, otros desertaban abandonando una causa que consideraban ya como perdida.

Hidalgo, abatido, con la cabeza inclinada sobre el pecho, pero alzándola a veces como animado por una idea sublime, caminaba lentamente en medio de Allende, Aldama y Gil Gómez.

A veces se volvía para exhortar y animar   —269→   con palabras de tierno consuelo a sus fatigados soldados.

Al llegar a Aguascalientes se le presentó un personaje suplicándole militar a sus órdenes para defender «la noble causa de la libertad».

Era el recién venido un hombre de más de treinta años, vestido modestamente, aunque cabalgando en un magnífico caballo negro como la noche, y revelando en sus maneras y en su aire exterior cierta distinción que lo hacía considerar a primera vista como de una clase social muy diferente de la de los pobres soldados que seguían a Hidalgo.

El anciano le miró fijamente durante un momento, con su mirada profunda y observadora.

-Pero me parece que usted no está acostumbrado a estos rudos trabajos, y hace algunos días que sufrimos privaciones horribles -dijo Hidalgo sin quitar los ojos del desconocido.

Pero éste respondió inclinándose humildemente:

-A todo estoy resuelto, y hago gustoso el sacrificio de mi vida en las aras de la patria.

-Pero usted, señor caballero, me parece un español por su acento, y...

-Mis padres eran españoles -interrumpió el nuevo insurgente-, pero nada, fuera del acento, he heredado de ellos.

  —270→  

-Está bien -dijo Hidalgo-, su lugar de usted, caballero, está entre los oficiales.

El incógnito se inclinó respetuosamente y fue a confundirse entre los oficiales.

Hidalgo dijo a Gil Gómez al cabo de un rato:

-¿Ha visto usted, Capitán, al nuevo militar?

-Sí, señor, le he visto cuando se ha presentado -respondió el joven.

-¿Y qué le parece a usted?

-¿Francamente, señor?

-Francamente, Capitán.

-Pues bien, no me gustan su cara tan pálida y sus maneras tan aristócratas.

-Ni a mí. Tengo sospechas muy fuertes de que sea uno de tantos traidores de que estamos rodeados; casi me atrevería a asegurarlo.

-¿Por qué, señor Hidalgo?

-¿Por qué? ¿No le parece a usted extraño, Capitán, su modo de presentarse, cuando creen que nuestra causa está perdida, ¡los necios!, su acento, sus maneras?

-Es, en efecto, muy extraño.

-Pues bien, es necesario que no le pierda usted un momento de vista, que siga usted sus pasos, que vigile sus menores movimientos, Capitán.

-Desde este instante está bajo mi responsabilidad, y ¡ay de él si es un traidor! -dijo Gil Gómez.

  —271→  

El ejército entró en buen orden a Aguascalientes, saliendo de allí para Zacatecas.

Una mañana llamó Hidalgo a su secretario Gil Gómez para dictarle la siguiente contestación al indulto que le prometía el virrey Venegas:

«Don Miguel Hidalgo y don Ignacio Allende, jefes nombrados por la causa americana para defender sus derechos, en respuesta al indulto mandado extender por el señor don Francisco Javier de Venegas, y del que se pide contestación, dicen: que en desempeño de su nombramiento y de la obligación que como a patriotas americanos les estrecha, no dejarán las armas de la mano hasta no haber arrancado de las de los opresores la inestimable alhaja de su libertad.

»Están resueltos a no entrar en composición alguna, si no es que se ponga por base la libertad de su nación y el goce de aquellos derechos que el Dios de la naturaleza concedió a todos los hombres, derechos verdaderamente inalienables y que deben sostener con ríos de sangre si fuese preciso.

»Han perecido muchos europeos; seguiremos hasta el exterminio del último, si no se trata con seriedad de una racional composición.

»El indulto, señor Excelentísimo, es   —272→   para los criminales, no para los defensores de su patria y menos para los que son superiores en fuerzas.

»No se deje Vuecelencia alucinar por las efímeras glorias de Calleja; éstos son unos relámpagos que más ciegan que iluminan; hablamos con quien lo conoce mejor que nosotros.

»Nuestras fuerzas, en el día, son verdaderamente tales, y no caeremos en los errores de las campañas anteriores. Crea Vuestra Excelencia firmemente que en el primer reencuentro con Calleja quedará derrotado para siempre.

»Toda la nación está en fermento, estos movimientos han despertado a los que yacían en letargo.

»Los cortesanos aseguran a Vuestra Excelencia que uno u otro sólo piensan en la libertad; le engañan.

»La conmoción es general, y no tardará México en desengañarse si con oportunidad no se previenen los males.

»Por nuestra parte suspenderemos las hostilidades, y no se le quitará la vida a ninguno de los muchos europeos que están a nuestra disposición, hasta tanto Vuestra Excelencia se sirva comunicarnos su última resolución.

»Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años».

Al cabo de un largo rato de silenciosa meditación, el anciano volvió a dictar.

  —273→  

Gil Gómez escribió:

«Proclama a la nación americana.

»¿Es posible, americanos, que habéis de tomar las armas contra vuestros hermanos, que están empeñados con riesgo de su vida en libertaros de la tiranía de los europeos y en que dejéis de ser esclavos suyos?

»¿No conocéis que esta guerra es solamente contra ellos, y que, por tanto, sería una guerra sin enemigos, que estaría concluida en un día, si vosotros no les ayudaseis a pelear?

»No os dejéis alucinar, americanos, ni deis lugar a que se burlen más tiempo de vosotros y abusen de vuestra bella índole y docilidad de corazón, haciéndoos creer que somos enemigos de Dios y que queremos trastornar su santa religión, procurando con imposturas y calumnias hacernos parecer odiosos a vuestros ojos.

»No; los americanos jamás se apartarán un punto de las máximas cristianas, heredadas de sus honrados mayores.

»Nosotros no conocemos otra religión que la Católica, Apostólica, Romana, y por conservarla pura e ilesa en todas sus partes, no permitiremos que se mezclen en este continente extranjeros que la desfiguren.

»Estamos prontos a sacrificar gustosos   —274→   nuestras vidas en su defensa, protestando delante del mundo entero que no hubiéramos desenvainado la espada contra estos hombres, cuya soberbia y despotismo hemos sufrido con la mayor paciencia por espacio de casi 300 años, en que hemos visto quebrantados los derechos de la hospitalidad y rotos los vínculos más honestos que debieron unirnos, después de haber sido el juguete de su cruel ambición y víctimas desgraciadas de su codicia, insultados y provocados por una serie no interrumpida de desprecios y ultrajes, y degradados a la especie miserable de insectos o reptiles, si no me constase que la nación iba a perecer irremediablemente, y nosotros a ser viles esclavos de nuestros mortales enemigos, perdiendo para siempre nuestra religión, nuestra ley, nuestra libertad, nuestras costumbres y cuanto tenemos más sagrado y más precioso que custodiar.

»Consultad a todas las provincias invadidas, a todas las ciudades, villas y lugares, y veréis que el objeto de nuestros constantes desvelos es el de mantener nuestra religión, nuestra ley, la patria y la pureza de costumbres, y que no hemos hecho otra cosa que apoderarnos de las personas de los europeos y darles un trato que ellos no nos darían ni nos han dado a nosotros.

  —275→  

»Para la felicidad del reino es necesario quitar el mando y el poder de las manos de los europeos; esto es todo el objeto de nuestra empresa para los que estamos autorizados por la voz común de la nación y por los sentimientos que se abrigan en el corazón de todos los criollos, aunque no puedan explicarlos en aquellos lugares en donde están todavía bajo la dura servidumbre de un gobierno arbitrario y tirano, deseosos de que se acerquen nuestras tropas a desatarles las cadenas que los oprimen.

»Esta legítima libertad no puede entrar en paralelo con la irrespetuosa que se apropiaron los europeos cuando cometieron el atentado de apoderarse de la persona del excelentísimo señor virrey Iturrigaray y trastornar el gobierno a su antojo sin conocimiento nuestro, mirándonos como hombres estúpidos y como manada de animales cuadrúpedos, sin derecho alguno para saber nuestra situación política.

»En vista, pues, del sagrado fuego que nos inflama y de la justicia de nuestra causa, alentaos, hijos de la patria, que ha llegado el día de la gloria y de la felicidad pública de esta América.

»Levantaos, almas nobles de los americanos, del profundo abatimiento en que habéis estado sepultados, y desplegando todos los resortes de vuestra energía y   —276→   de vuestro valor, haciendo ver a todas las naciones las admirables cualidades que os adornan y la cultura de que sois susceptibles.

»Si tenéis sentimientos de humanidad, si os horroriza el ver derramada la sangre de vuestros hermanos, y no queréis que se renueven a cada paso las espantosas escenas de Guanajuato, del Paso de Cruces, de San Jerónimo Aculco, de la Barca, Zacoalco y otras; si deseáis la quietud pública, la seguridad de vuestras personas, familias y haciendas, y la prosperidad de este reino; si apetecéis que estos movimientos no degeneren en una revolución que procuramos evitar todos los americanos, exponiéndonos en esta confusión a que venga a dominarnos un extranjero; en fin, si queréis ser felices, desertaos de las tropas de los europeos y venid a uniros con nosotros; dejad que se defiendan solos los ultramarinos, y veréis esto acabado en un día sin perjuicio de ellos ni vuestro, y sin que perezca un solo individuo, pues nuestro ánimo es despojarlos del mando sin ultrajar sus personas y haciendas.

»Abrid los ojos; considerad que los europeos piensan ponernos a pelear criollos contra criollos, retirándose ellos a observar desde lejos, y en caso de serles favorables, apropiarse ellos toda la gloria del vencimiento, haciendo después   —277→   mofa y desprecio de todo el criollismo y de los mismos que les hubiesen defendido; advertid que, aun cuando llegasen a triunfar ayudados de vosotros, el premio que debéis esperar de vuestra inconsideración sería el que doblasen vuestras cadenas, y el veros sumergidos en una esclavitud mucho más cruel que la anterior.

»Nada más deseamos que el no vernos precisados a tomar las armas contra ellos.

»Para nosotros es de mucho más aprecio la seguridad y conservación de vuestros hermanos.

»Una sola gota de sangre americana pesa más en nuestra estimación que la seguridad de algún combate, que procuraremos evitar en cuanto sea posible y nos lo permita la felicidad pública, a que aspiramos, como ya hemos dicho.

»Pero, con sumo dolor de nuestro corazón, protestamos que pelearemos contra todos los que se opongan a nuestras justas pretensiones, sean quienes fueren, y para evitar desórdenes y efusión de sangre observaremos inviolablemente las leyes de la guerra y de gentes para todos en lo de adelante.

»Hasta el 20 de diciembre están de nuestra parte cinco provincias, conviene a saber: Guadalajara, Valladolid, Guanajuato, Zacatecas y San Luis Potosí, y de un día para otro se espera también   —278→   estarlo Durango, Sonora y demás provincias internas, estándolo también Toluca y mucha parte de la costa de Veracruz.

»Miguel Hidalgo y Costilla».

¡Qué sencilla y conmovedora elocuencia! ¡Qué caballerosidad en el estilo, tan diferente de la chocarrería, de las diatribas, de los dicterios y hasta de los motes de que estaban atestadas las proclamas del Virrey, del Arzobispo y del Santo Oficio!

¡Qué defensa tan noble a acusaciones tan injustas!

¡Qué desmentida tan completa a calumnias tan falsas!

El ejército, en tanto, seguía su marcha, siguiendo hacia el Saltillo.



  —279→  

ArribaAbajoCapítulo XV

El ángel tutelar de Hidalgo


Gil Gómez no había perdido un solo momento de vista al nuevo misterioso insurgente, según la orden de Hidalgo.

Marchaba éste confundido entre la multitud, pero sin hablar con nadie, sin quejarse o alentarse a sí mismo como los demás.

Una mañana, Hidalgo dijo en voz alta a Gil Gómez que se encargase, en la primera venta por donde pasaren, de hacer que le preparasen un almuerzo, porque hacía algunas horas no probaba alimento. Acababan de dejar atrás al pueblecito de Charcas, y era muy probable que antes de llegar al Venado se   —280→   encontrase alguna aldehuela, o cuando menos alguna posada.

A poco rato el joven descubrió a la falda de un montecillo una casa que seguramente debía ser lo que buscaba; corrió a ordenar a Allende, de parte de Hidalgo, guiase adelante al ejército, mientras éste se quedaba acompañado de él y otros dos oficiales en la casa, para tomar reposo y alimento, después de lo cual le alcanzaría.

El ejército siguió adelante; Gil Gómez se adelantó a la venta para hacer disponer lo necesario.

Hidalgo, acompañado de los oficiales, le seguía a paso lento.

Cuando el joven detuvo su caballo delante de la venta, salía de ella, lanzándose al galope, el pálido desconocido.

Gil Gómez, al verle, dio un salto como si hubiese visto una serpiente.

El caballero lanzó una insultante mirada de desprecio y de satisfacción hacia el camino por donde Hidalgo se acercaba.

-No sé qué especie de terror me inspira ese hombre. Algún mal me va a hacer -murmuró el joven entrando hasta el patio de la venta.

Un profundo silencio reinaba en ella, y parecía que nadie la habitaba.

-¡Ah de casa! -gritó Gil Gómez con toda la fuerza de sus pulmones.

Pero nadie se movió.

  —281→  

-¡Diablo!, parece que todos duermen o todos se han muerto aquí. ¿Pero entonces qué es lo que hacía en esta inhabitada mansión ese misterioso viajero?

Y volvió a llamar con igual estrépito.

Al cabo de un rato se presentó el hostelero, hombre de buena presencia y franca catadura.

-Buenos días, señor huésped -dijo el joven con afabilidad, siguiendo su método de procurar caer en gracia a los posaderos.

-Téngalos usted muy buenos, señor Capitán -respondió éste.

-¿Han pasado por aquí los insurgentes?

-Sí, señor Capitán, no hace media hora aún que han pasado. ¿Va usted a incorporarse con ellos?

Gil Gómez, no conociendo el color político de su huésped, no quiso aventurar una respuesta, y eludió la pregunta diciendo con una completa indiferencia:

-Yo vengo desde Zacatecas y me dirijo al Saltillo, donde ellos probablemente se dirigen.

-Sí, eso ha dicho un oficial que acaba de partir hace un momento.

-¡Ah!, un oficial, ¿y qué ha venido a hacer por aquí ese oficial? -preguntó el joven aparentando tranquilidad.

-Diablo, a proporcionarme un buen negocio, puesto que me ha pagado de   —282→   una manera espléndida y adelantado el almuerzo de unos viajeros que no deben tardar en llegar.

-¡Ah!, ¿conque ha pagado adelantado el almuerzo de unos viajeros? ¡Qué franco es!

-Sí, pero ha hecho más. Me ha dicho que uno de esos viajeros es un anciano muy desganado para comer, y que sólo algunos platos que él sabía muy bien prueba.

-Debe ser muy su amigo.

-Así me lo ha asegurado, de manera que después de haberme preguntado hacia qué parte se hallaba la cocina, ha corrido a ella, dejándome, como dicen, con la palabra en la boca, para probar él mismo la clase de alimentos que hay, que no son por cierto muy numerosos.

-¿Pues cuántos platos hay para el almuerzo?

-Dos solamente, señor Capitán, mole y fríjoles.

-¿Y han de ser de su gusto?

-Parece que sí, porque ha salido de la cocina encargándome que podía presentarlo todo en la mesa, sin necesidad de preparar otra cosa, seguro de que había salido airoso.

-Pero ya caigo quién es ese solícito viajero, debe ser uno que partía cuando yo llegaba.

-Cabalmente, porque luego que ha   —283→   visto que la mesa estaba servida, y todo listo, ha vuelto a montar a caballo y ha partido.

-¿Qué señas tenía?

-Era un señor de media edad.

-¿Con el cabello casi rojo?

-Sí, señor, con el cabello casi rojo.

-¿Muy pálido?

-Muy pálido.

-¿Montado en un caballo negro?

-Sí, señor, negro como la noche.

-Vaya, pero cualquiera diría al oírnos hablar que nuestro oficio es ocuparnos de las vidas ajenas -dijo Gil Gómez enjugando el sudor que la congoja y el temor hacían brotar a su frente.

-Es muy natural la conversación entre los viajeros y los posaderos, y yo soy precisamente de los más charlatanes -dijo el huésped, que, en efecto, parecía a primera vista un hombre franco y decidor, muy al tanto de los negocios posaderiles.

-Lo mismo soy yo.

-Así me parece, señor Capitán. Pero usted querrá tal vez almorzar, ¿no es verdad?

-Aguardaré a esos viajeros de quien ha hablado a usted el franco caballero, pues no tengo prisa y no gusto de almorzar solo jamás.

-Está bien, voy a poner a usted su mesa en el mismo cuarto -dijo el ventero yendo a ejecutarlo.

  —284→  

A ese tiempo sonaron en el camino las pisadas de algunos caballos.

Eran los que montaban Hidalgo y los dos oficiales que le acompañaban.

-¿Ha encontrado usted algo, Capitán? -preguntó éste.

-Sí, señor, y he encontrado más de lo que hubiéramos deseado ciertamente.

-¡Bueno!, veo que es usted igualmente diestro en asuntos bucólicos que en asuntos guerreros.

Y todos se dirigieron al sitio donde les conducía, sombrero en mano, el ignorante y obsequioso posadero, que creía haber hecho un buen negocio.

-Señores, suplico a ustedes me dispensen una palabra -dijo Gil Gómez dirigiéndose a los oficiales y llevando al cura Hidalgo a la pieza en que se había servido el almuerzo, mientras que aquéllos, cogidos amistosamente del brazo, se paseaban por el sucio y destartalado corredor.

Gil Gómez cerró la puerta tras sí y se acercó a la mesa, sobre la que se veían humeando en groseras fuentes los dos guisotes de que acababa de hablar el posadero. El joven acercó a ellos su vista durante algún tiempo.

-Vamos, ¿qué hace usted, Capitán? ¿Le disgustan acaso esos platos? -preguntó sonriendo Hidalgo.

-Un poco señor.

  —285→  

-Pues somos de un gusto enteramente contrario, porque yo amo con delicia las comidas nacionales. ¡Ea!, no hay tiempo que perder, tomemos alguna cosa, que tenemos que alcanzar al ejército antes de llegar al Venado.

-No, señor, usted no tocará esos platos -exclamó Gil Gómez.

-¿No tocaré ninguno de esos platos? ¿Y por qué, Capitán?

-¿Por qué? Porque esos platos están envenenados.

-¿Envenenados?

-Envenenados, sí, señor.

-¿Pero por quién?

-Por el sospechoso desconocido que ha llegado a esta posada un cuarto de hora antes que yo, y partía a todo escape cuando yo me acercaba.

Hidalgo hizo una exclamación de sorpresa.

Al cabo de un rato de silenciosa estupefacción, preguntó:

-¿Pero cómo lo ha sabido usted, joven?

-El posadero es un simple que me ha referido lisa y llanamente que ese hombre ha llegado aquí pidiéndole tuviese preparado un almuerzo para unos viajeros que debían llegar dentro de un momento, ha pagado adelantado, y bajo el pretexto de probar los guisos se ha introducido en la cocina, donde no creo que haya ejecutado lo que dice.

  —286→  

-¡Cobarde! -exclamó Hidalgo con asombrosa indignación.

-Conque creo que ahora ya no tocará usted, señor, esos guisos nacionales.

-¡Oh, noble joven! -exclamó el anciano-, Dios ha mandado a usted para ser un ángel de guarda sobre la tierra. Una noche ha llegado usted a mi morada fatigado y herido, para dar el primer paso de una carrera que yo mismo temía emprender. Otra vez he encontrado para penetrar en Celaya un enviado con una comisión peligrosa, que ciertamente temía no hallar entre los hombres que me seguían. Después le he mirado a mi lado lo mismo en las horas del peligro que la desdicha. Y, por fin, en este momento acaba usted de salvarme la vida. ¡Joven, hijo mío, entre mis brazos!

Gil Gómez se precipitó entre los brazos abiertos del anciano, exclamando entre lágrimas:

-Una noche he llegado miserable y herido a una casa. En ella me han dado pan y me han curado. Por una travesura de niño me han elevado a un grado demasiado honorífico, han armado mi brazo para defender la más santa de las causas, y juro morir antes que abandonar al hombre noble de quien tanto he recibido.

-Partamos, hijo mío, partamos en el instante y demos gracias a Dios por la merced que acaba de concedernos.

  —287→  

Y los dos salieron del aposento.

-¡Cómo!, ¿no almuerzan ustedes antes de partir? -exclamó el posadero al verles en el patio en actitud de viaje.

-Amigo mío -le dijo Gil Gómez en voz baja, procurando que los oficiales no le escucharan-, sus platos de usted están envenenados.

-¿Envenenados? -exclamó el posadero dando un salto de sorpresa.

-Envenenados, sí, y cuide mucho que nadie pruebe de ellos.

-¡Envenenados! -exclamó estupefacto el ventero.

-Ha sido usted víctima de un engaño, y en lo sucesivo aprenda a ser más cauto con los viajeros que pagan adelantado el almuerzo de sus amigos.

Largo tiempo después de que sus huéspedes hubieron partido, el posadero se quedó parado en medio del patio del mesón, creyendo que era un sueño cuanto acababa de escuchar.

De repente corrió al cuarto y examinó sus guisos; habían tomado éstos, en efecto, un color negruzco demasiado sospechoso que no estaba acostumbrado a observarles. Tomó en sus manos el plato y arrojó su contenido a uno de tantos de esos perros que pululan en todos los mesones.

El animal hambriento lo devoró en un instante.

  —288→  

Pero no había transcurrido ni un cuarto de hora, cuando sus facciones se contrajeron espantosamente, sus ojos giraron horribles y desencajados en sus órbitas, lanzó algunos aullidos lastimeros de dolor, una convulsión contrajo sus miembros, su boca se cubrió de un espumarajo sanguinolento y cayó tieso sobre el suelo.

Hidalgo y Gil Gómez habían alcanzado al ejército antes de llegar al Venado.

-¿Qué deberemos hacer con ese hombre? -había preguntado Gil Gómez en el camino.

-¿Qué hemos de hacer? Nada -dijo Hidalgo encogiéndose de hombros.

-¡Cómo nada, señor! ¿Es decir que su crimen quedará impune?

-No hay contra él una prueba evidente, y cualquiera disposición que yo tomara en su contra se podía calificar como un acto de crueldad.

-Pero...

-Lo que se debe hacer, ahora que ya nuestras sospechas se han confirmado, es no perderle de vista un solo momento, seguirle do quiera que vaya, Capitán.

Gil Gómez se incorporó entre los oficiales, y pudo notar el efecto que la pronta llegada de Hidalgo causó sobre uno de ellos. Al ver al anciano, dio un   —289→   salto de sorpresa, su rostro, naturalmente pálido, se tornó lívido, apretó sus puños con rabia sobre el puño de su espada y, aterrorizado casi, se apartó de los oficiales, aislándose cabizbajo y pensativo.

Gil Gómez se acercó a él y le dijo con fingido interés:

-¿Por qué tan triste, señor oficial?

El desconocido lanzó una mirada terrible al joven y bajó la cabeza sin responderle.

-¿Por qué tan triste? Cualquiera diría al ver a usted que le ha acontecido una grave desgracia -continuó el joven-. Sí, una grave desgracia, como por ejemplo ver desbaratado en un momento un magnífico plan muy premeditado.

Esta vez el incógnito alzó vivamente la cara, lanzando una rápida mirada a Gil Gómez. Pero debió confundir la intención oculta del joven con su cara naturalmente maliciosa, porque se limitó a decir con un acento de irónico desprecio:

-Parece que somos algo chanceros, insolentados tal vez por la especial protección del señor Hidalgo.

-Y nosotros, parece que somos algo afectos a pagar adelantados los almuerzos de los amigos y a cuidar de que sean muy de su gusto.

El incógnito se estremeció como si hubiera pisado una serpiente, clavó una   —290→   mirada terrible en el rostro del joven y llevó maquinalmente su mano a la culata de una de sus pistolas. Pero después, reflexionando tal vez que no era aquel sitio el más a propósito para lo que acababa de pensar, aparentó volver a recobrar su tranquilidad, mordiéndose sus delgados y pálidos labios hasta hacerse sangre.

-Lo decía yo por lo de esta mañana -continuó con su tono zumbón el imprudente joven, que había seguido con la vista sus menores movimientos.

-No sé, no entiendo lo que quiere usted decir, y creo que me toma por otro -dijo el caballero encogiéndose de hombros con aparente tranquilidad.

-No, yo jamás me equivoco, y mucho menos en conocer a los buenos amigos. ¡Oh!, para eso tengo un ojo y un tino admirables. Cuando a usted se le ofrezca, yo le daré una leccioncilla que le ha de ser muy provechosa.

Y diciendo estas palabras, Gil Gómez hizo un falso político saludo y corrió a incorporarse con Hidalgo.

El desconocido le siguió con la vista durante algún tiempo, y cuando le hubo perdido, murmuró con tono colérico:

-Desgraciado, sin saberlo te has perdido y precipitado a un abismo. Mis secretos son la muerte del que los llegue a descubrir. ¡Crees haberme confundido   —291→   y aterrorizado con tu imprudente revelación, pero no sabes que el amor de doña Regina es un frenesí capaz de convertir al hombre más honrado en un asesino que destruye cuanto se le presenta como obstáculo para poseer a ese demonio de mujer!

Y don Juan volvió a caer en su acostumbrada sombría meditación.

Esta vez Gil Gómez fue tal vez más observado que observador; como don Juan lo había dicho, el pobre joven, con su imprudencia, acababa de labrar su ruina, y sin saberlo se había precipitado a un abismo.

El ejército dejó atrás a Matehuala, llegando al Saltillo, para dirigirse desde allí a Chihuahua.

¡Ay, la traición seguía y esperaba al noble anciano!

Una tarde Gil Gómez adelantó al ejército media legua para buscar alojamiento a Hidalgo. El camino que el joven seguía era un estrecho sendero encajonado entre pedregales de poca elevación; corría a todo escape, cuando le pareció oír cerca de sí, hacia la parte derecha del pedregal, un ruido semejante al paso de un caballo.

Pero lo creyó un engaño de su oído y siguió avanzando.

No habría andado veinte varas, cuando al volver de una pequeña encrucijada   —292→   sonó un tiro a su espalda, y una bala fue a clavarse en un árbol que se hallaba a cinco pasos.

Antes de que volviese de su sorpresa, sonó un segundo tiro; pero el joven oyó silbar la bala tan cerca de sí que no pudo menos de inclinarse violentamente sobre el cuello de su caballo por un movimiento demasiado natural.

La bala había pasado en efecto tan cerca de su cabeza que había atravesado de parte a parte su sombrero, lanzándolo a veinte pasos de distancia.

Gil Gómez volvió sus ojos al pedregal, desde donde le saludaban tan poco cortésmente, pero a nadie vio y le pareció oír al otro lado del camino el galope de un caballo que se alejaba.

-Vaya, pues lo que es por esta vez han errado el golpe. Ya me figuro poco más o menos quién es el que me ha obsequiado de esta manera tan desusada -exclamó el joven al cabo de un momento, pálido por la sorpresa, contemplando su sombrero agujereado en la copa y dando gracias en su interior a Dios con todo su corazón por el terrible peligro de que acababa de salvarle de una manera casi milagrosa.

Después, comprendiendo por instinto que por lo pronto nada debía temer, volvió a continuar su interrumpida carrera.

  —293→  

Una noche el ejército acampó para dormir en una llanura situada adelante de Anelo. Hidalgo, acompañado de Allende y Gil Gómez, se dirigió a una casita lejana, a través de cuyas ventanas se veía brillar una suave luz en la obscuridad profunda de la noche. Llamó Gil Gómez y la puerta se abrió inmediatamente por una anciana de aspecto miserable, que preguntó con agrio y cascado acento a los viajeros qué era lo que se les ofrecía.

-¿Podría usted darnos hospedaje por esta noche, en el concepto de que pagaremos religiosamente el gasto que hagamos? -preguntó con su acostumbrada cortesanía en estos casos Gil Gómez.

-Si ustedes quieren conformarse con dos cuarticos, pues es lo único que hay en la casa fuera de la pieza en que yo duermo y la cocina, pueden pasar -respondió la anciana, ablandándose a la halagadora promesa del joven.

-Con eso nos sobra, buena señora, y no deseábamos otra cosa.

Allende y un soldado que le acompañaba fueron a ocupar una de las destartaladas habitaciones.

Hidalgo y Gil Gómez ocuparon la segunda.

Tenía ésta una puerta que daba al interior de la casa y una ventana sin vidriera ni puerta que caía al campo y   —294→   por donde se colaba a su sabor el viento helado de la noche.

-¡Qué fatigado estoy por la larga caminata de hoy! -dijo Hidalgo dejándose caer sobre el durísimo y único lecho que la hospitalidad de la anciana le había ofrecido.

-Lo mismo yo, y creo que dormiremos perfectamente -murmuró el joven acomodándose lo mejor que pudo en un viejo sillón de cuero, que la Providencia había colocado allí, poniendo su espada entre las rodillas y sus pistolas sobre una desvencijada mesa que se hallaba a su derecha.

La fatiga les rindió y cinco minutos después ambos dormían profundamente.

Fuera de la habitación silbaba el viento, trayendo esos ecos lejanos que forma el murmullo de una gran reunión de hombres, y el «alerta» medio confundido por la distancia de los centinelas.

Serían las dos de la mañana, cuando un jinete avanzó con precaución a la ventana del aposento en que reposaban Hidalgo y su ayudante de campo. Se apeó sin hacer el menor ruido, dejando su caballo a algunos pasos, y comenzó a andar casi a tientas hacia la abierta ventana.

De repente las nubes preñadas reventaron lanzando el torrente de agua que hacía algún tiempo las llenaba.

  —295→  

Primero cayeron gruesos goterones que semejaron gemidos del espacio al chocar con las hojas de los árboles; poco a poco se fueron haciendo más numerosos, y por último el cielo abrió sus mil bocas, lanzando cataratas a la tierra.

Alguno relámpagos brillaron lejanos y fugitivos en el espacio.

El misterioso y desvelado jinete seguía acercándose a la ventana.

Un relámpago algo más prolongado que los anteriores vino a iluminarle completamente.

Cualquiera, por atrevido que fuese, habría retrocedido al aspecto de aquel hombre, pálido como la muerte, con su cabello rubio, armada su diestra de un horrible puñal, pendientes a su cinto dos pistolas, avanzando con paso sordo como el de una hiena y silencioso como el de un tigre, lanzando miradas siniestras y sonriéndose con una risa infernal.

Pero ya hemos dicho que los dos habitantes del pobre aposento dormían profundamente.

El hombre llegó por fin a la ventana, que sólo distaba una vara del suelo. Lanzó sus chispeantes miradas al interior, como queriendo interrogar a la obscuridad, aplicó su oído y sólo percibió la respiración uniforme de un hombre dormido.

Entonces aseguró su puñal entre los   —296→   dientes y apoyó sus dos manos en el piso de la ventana, poniéndose en ella de pie completamente.

Después se fue deslizando silenciosamente como una serpiente hasta el piso del cuarto, pero al apoyar sus pies en él produjo un ruido.

Le pareció oír otro ruido hacia el otro extremo del cuarto.

Pero nadie se movió, y lo atribuyó a su temor, así es que continuó dirigiéndose al lecho, que, aunque no distinguía, adivinaba sin embargo por la respiración prolongada y uniforme de Hidalgo.

«¡Oh!, está solo, completamente solo», pensó, «y esta vez no erraré el golpe».

Y dio otro paso adelante.

Pero de repente oyó un ruido a su lado que bien se distinguió del triste y monótono que producía el aguacero.

Entonces se quedó parado, inmóvil como la estatua de un panteón, y conteniendo su respiración.

«No es nada», pensó al cabo de un rato de profundo silencio.

Y dio otro paso.

Pero súbitamente se sintió agarrado en la garganta por unos dedos que le apretaban hasta ahogarlo, mientras que otra mano despedazaba su armado brazo. Vio en la obscuridad brillar cerca de sí unos ojos chispeantes y sintió sobre su rostro el soplo de un aliento.

  —297→  

Quiso gritar y no pudo; quiso hacer uso de sus armas, pero le fue imposible.

Por fin, la mano que apretaba su garganta aflojó un poco, porque dio un salto terrible, y se empeñó una especie de lucha silenciosa y sorda.

Pero sintió sobre su sien el frío de una pistola y oyó una voz sorda y apagada que le dijo:

-¡Miserable! Si haces un movimiento, si das un paso, si alzas una voz, te tiendo muerto a mis pies.

A esta acción y a esta voz el desconocido dio un salto, que hizo desprender su brazo del que lo apretaba.

-¡Ah!, eres tú y siempre tú el que te atraviesas en mi camino -murmuró con rabia.

Y con el brazo derecho alzado y armado del puñal y el izquierdo de una pistola, se precipitó sobre Gil Gómez.

Entonces se trabó una lucha espantosa y sorda en medio de la obscuridad.

Durante un momento sólo se oyeron los esfuerzos de ambos combatientes.

El anciano continuaba durmiendo, ignorante de lo que estaba pasando y del peligro que le amenazaba.

Por fin, después de un rato, se oyó el ruido de dos cuerpos que caen sobre el suelo y la voz de Gil Gómez que dijo sordamente:

  —298→  

-Traidor, estás debajo de mí, y si te mueves, te vuelo la tapa de los sesos.

El asesino quiso hacer uso de sus armas, pero éstas habían rodado al suelo en la lucha, y sólo pudo golpear rabiosamente con sus puños el pecho de Gil Gómez; quiso gritar, quiso moverse, pero la mano derecha de éste apretaba su garganta hasta ahogarlo, su rodilla se apoyaba como un torno sobre su pecho, y con la mano izquierda le golpeaba con cólera en la cara.

-Podría matarte como un perro, porque estás a merced de mi justo enojo; como un perro, porque has penetrado en este aposento para perpetrar un asesinato. Pero quiero perdonarte esa ruin vida, si me prometes salir de aquí sin hacer el menor ruido que despierte a ese anciano, si me juras no volver a atentar jamás contra la existencia de nuestro noble caudillo -dijo Gil Gómez con acento reconcentrado de cólera y desprecio.

El asesino sintió que le faltaba la respiración, sus miembros se aflojaron y exhaló de su pecho oprimido un ronquido sordo y estertoroso.

Gil Gómez le dejó entonces alguna libertad, diciendo:

-Jura, jura pronto lo que te digo, porque siento que se me va la cabeza y conozco que voy a matarte.

  —299→  

De repente el asesino, aprovechándose de la libertad que le dejaba el joven, dio un salto terrible y supremo, que lo arrojó lejos de sí; se precipitó a la ventana ligero como un rayo y, antes de que Gil Gómez volviese de su sorpresa, desapareció en la obscuridad de los campos.

Fue tan brusco el movimiento y tan estruendoso el golpe del joven, que Hidalgo despertó sobresaltado, se incorporó sobre el lecho violentamente y preguntó con acento de sorpresa:

-¿Qué hay? ¿Qué es lo que pasa? ¿Quién va?

-Soy yo, señor -se apresuró a responder Gil Gómez, procurando ocultar la emoción que la cólera, la lucha y la sorpresa habían producido en su ánimo, con un acento de aparente tranquilidad-, yo que, fastidiado de tanto dormir, he tenido la imprudencia de pasearme por el cuarto y de tropezar con un mueble.

-¿Pues qué hora es? -preguntó Hidalgo.

-Faltan todavía tres horas para que amanezca.

-¿Y ya ha descansado usted suficientemente?

-Voy a volver a dormirme, porque es, en efecto, todavía muy noche -respondió Gil Gómez para tranquilizar al anciano.

Y los dos volvieron a permanecer silenciosos.

  —300→  

Fuera de la desmantelada habitación sólo se oía el ruido de la lluvia gemidora y el galope de un caballo que se alejaba a todo escape.

Al amanecer se puso en marcha el ejército.

Gil Gómez buscó en vano entre los oficiales al desconocido, pues éste había desaparecido.

El joven creyó en su buena fe, que la lección de la noche anterior le había sido provechosa, y que no volvería a presentarse más; pero no habló a Hidalgo una palabra de lo que había pasado.

Atravesaron un lugar inhabitado y desierto, llamado «La Punta del Espinazo del Diablo», cuando Hidalgo, llamando a parte a Gil Gómez, le dijo:

-Capitán, tengo fuertes sospechas de que las tropas de Elizondo nos vigilan y esperan caer sobre nosotros en las Norias de Baján, que, según me dicen, es un punto demasiado ventajoso para el que lo ocupe primero.

-¿Por qué, señor?

-Porque, ¿no le parece a usted muy extraño que no nos hayan salido a encontrar en ningún punto del largo camino que hace algunos días atravesamos?

-Es, en efecto, demasiado extraño.

-¿Y el sospechoso?

-Creo que ha desistido de su traición, porque desde ayer no lo veo.

  —301→  

-No sé por qué me da mala espina esa desaparición.

-¿Me permite usted, señor, que vigile los lados del camino? -preguntó Gil Gómez.

-Sí, pero tome usted una fuerte escolta para que le acompañe, Capitán.

-No, señor, porque entonces no podré observar, y por el contrario seré visto.

-Está bien, joven, vaya usted solo; pero no se aleje demasiado -dijo el anciano con acento de paternal cuidado.

Gil Gómez se hizo a la derecha del camino, alejándose del ejército con lentitud cerca de media legua.

Atravesaba un suelo árido y rocalloso, sembrado de escasas y mezquinas plantas, encajonado entre altísimas montañas.

El sol declinaba en occidente, lanzando pálidos y dudosos rayos.

El joven lanzó su vista por toda la distancia que podía abarcar, y no observando nada que le infundiese sospechas, dejó caer la rienda de sus manos permitiendo a su caballo que anduviese al paso que desease.

El sitio, la hora, las circunstancias en que se hallaba, afectaron profundamente su ánimo, y una tristeza honda y roedora se apoderó de su ser.

Tendió una mirada a su pasado, pensó en su infancia tan alegre y tan serena,   —302→   pasada al lado de Fernando, en sus juegos infantiles, en la hermosa aldea que hacía tanto tiempo había abandonado, y sobre todo en su honrado protector, que había sido un segundo padre para él y a quien había dejado por seguir a Fernando, a ese hermano querido cuyo destino ignoraba.

Inclinó la cabeza sobre el pecho y lloró silenciosamente.

De repente oyó un ruido a su lado y alzó la vista, dando al cabo de un momento un salto de sorpresa.

Delante de él estaba don Juan, el asesino de la noche anterior, el terrible amante de la terrible y hermosa doña Regina, jinete sobre su hermoso negro caballo, mirándole y sonriendo con su risa sarcástica y siniestra.

Gil Gómez llevó maquinalmente su mano a una de sus pistolas, pero después, temiendo que se calificase este acto de cobardía, la retiró de allí, mirando fijamente y en silencio a don Juan.

-¡Buenas tardes, amiguito! -dijo éste con expresión de sangrienta ironía.

Gil Gómez no contestó.

-¿Parece que le causa a usted miedo el verme en este sitio tan solitario y a esta hora tan triste?

-Experimento el sentimiento de horror que es natural a todo hombre honrado al hallarse frente a un asesino   —303→   -respondió Gil Gómez con enérgica y orgullosa brevedad.

-Sea usted menos pródigo en epítetos, amigo mío, y hablemos con más sangre fría.

-Yo no soy amigo de usted, ni tengo nada que hablar. Si viene usted a vengarse, solos estamos y nuestros brazos pueden manejar una arma. Mas, ¡ah!, ya había olvidado que el de usted sólo sabe preparar venenos o alzar puñales para asesinar hombres dormidos.

Don Juan ni hizo algún movimiento a este discurso de Gil Gómez, y sólo dijo con una voz sosegada:

-Deje usted, le digo, todas esas frases y esos dictados, porque tenemos que hablar algo más importante.

-No me imagino ciertamente lo que sea; pero, puesto que usted se empeña, hablemos.

-¡Oh!, es muy breve, son dos palabras solas las que voy a decir a usted para acallar ese estruendo entusiasta que lo anima.

-Pues ya escucho.

Gil Gómez se cruzó de brazos, mirando con expresión de cólera contenida al pálido don Juan, que dejó caer lentamente y sin alterarse las siguientes palabras:

-Hace tres meses he prometido a una persona la muerte del cura Hidalgo.

-Noble promesa por cierto.

  —304→  

-No me interrumpa usted, joven, porque ni es capaz de imaginarse todo lo que se puede prometer por agradar a esa persona; bástele saber que lo había prometido.

-Está bien.

-Desde el instante en que he hecho semejante juramento, me he propuesto destruir cuanto obstáculo me impidiese cumplirlo. Desde hace algunos días todo habría concluido ya, pero en donde menos esperaba he encontrado ese obstáculo.

-Ya comienzo a comprender.

-Ese obstáculo era usted, miserable hijo del pueblo, luchando conmigo, noble de raza.

-Silencio -interrumpió colérico Gil Gómez.

-Tenga usted un poco de paciencia, ya vamos a acabar. Decía yo que era usted, joven, llena la cabeza de ideas extravagantes, de fidelidad y libertad, usted, ciego instrumento de una causa repugnante.

-¡Miserable!

-Con su constante vigilancia había logrado destruir mis mejores planes, y una tarde pensé en desembarazarme de usted.

-De una manera muy digna de todas sus cobardes acciones.

-Puesto que ya usted sabe cuál fue el resultado de ese negocio, no hablemos más de ello.

  —305→  

-No, no hablemos de esa traición, porque siento impulsos de matarle a usted sin compasión.

-Usted nunca podría matar a un hombre que no está prevenido para un duelo.

-¡Está bien, prosiga usted y diga por fin lo que desea!

-Anoche ha fallado mi última tentativa, que era por cierto muy segura; pero he sido vencido por usted, débil criatura, yo que en mi país era uno de los duelistas más temibles.

-La nobleza de mi defensa me dio fuerzas y el terror del hombre que va a cometer un crimen abatió las de usted.

-¿Y creerá usted, amiguito, según la expresión de orgullo con que mira, que ha salido vencedor y que lo seguirá siendo como hasta aquí?

-Lo creo, si Dios y la libertad me dan su amparo.

-Pues va usted a oír cómo no ha sido así precisamente.

-¿Cómo?

-¡Oh!, de una manera muy sencilla. Al ver fallar con tanta facilidad mis planes, he pensado que podía muy bien entregar al hombre cuya muerte he jurado a manos que lo despedazarían con el mismo furor que las mías.

-Prosiga usted, prosiga.

-Me he dicho: ese cura Hidalgo camina   —306→   acompañado de muy poca gente hacia donde se hallan las tropas españolas.

-Continúe usted.

-Si yo hiciese de manera que esas tropas le ahorrasen la mitad del camino y salieran a sorprenderle donde menos lo espera, me habría evitado un gran trabajo.

-¡Dios mío!

-Por consiguiente, ¿a que no adivina usted a dónde me he dirigido anoche después de lo ocurrido?

-¿A dónde?

-A hablar con el jefe español Elizondo.

-¡Miserable! Acabe usted.

-De manera que esta noche o mañana a lo más tarde...

-¿Qué?

-Hidalgo se hallará prisionero entre sus manos.

-No, traidor, no, porque voy a matarte primero y a impedirlo después -exclamó Gil Gómez echando mano a su espada.

Pero antes que el joven pudiese ejecutar lo que acababa de decir, don Juan, que había estado calculando a sangre fría sus movimientos, sacó violentamente una pistola, de cuya culata no había separado su mano, y la disparó a boca de jarro contra su pecho.

Gil Gómez quiso aún descargar un   —307→   golpe sobre su traidor adversario, pero flaquearon sus fuerzas; llevó con expresión de dolor las manos al pecho, que se tiñó en sangre, y abriendo los brazos, cayó del caballo, de cara contra el suelo.

-¡Pobres locos de veinte años! ¡Pobres necios, que creéis que todo en la vida es nobleza, entusiasmo, valor!

»Doña Regina, estáis satisfecha, porque mañana será más fácil volver a la vida a un cadáver que arrancar a Hidalgo del tribunal de Chihuahua.

»Ahora, a México, a gozar todas las delicias de vuestro amor.

Y al decir estas palabras, don Juan se alejó a galope, riéndose con una risa de Satanás.