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Gogol y Artaud

Ricardo Gullón





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La lectura de las páginas dedicadas por Wladimir Nabokov a la muerte de Gogol (en su ensayo Muerte y juventud de Gogol) instruye acerca de los métodos empleados por la psiquiatría para curar o «reducir» las anormalidades del genio.

No, no interrumpan ustedes señalando la fecha del fallecimiento de Gogol. Las cosas están más o menos como estaban (de eso hablaremos enseguida), y recordemos por lo pronto el tratamiento infligido al gran novelista ruso por sus verdugos titulados.

Practicante de una prolongada huelga de hambre, Gogol, según cuenta Nabokov, se hallaba en estado de agotamiento casi total -anemia cerebral aguda y gastroenteritis. La Facultad, representada por eminentes doctores, prescribió purgas y sangrías, sangrías y purgas. Aun era poco, al parecer, y quiso el Destino que a la cabecera del novelista surgiera un hombre al día, un sabio al corriente de los adelantos de la Medicina. Su terapéutica era sencilla: sólo requería agua, un baño y sanguijuelas.

En el baño, colmado de agua caliente, sumergieron al desventurado enfermo (un puro esqueleto, a quien -siempre según testimonios aportados por Nabokov- se palpaba la columna vertebral bajo la piel del vientre), mientras arrojaban sobre su cabeza jarros de agua fría. Seguidamente le trasladaron a la cama y aplicaron a su nariz media docena de sanguijuelas, seleccionadas entre las de voracidad acreditada.

Espectáculo curioso: Gogol se debatía como un loco. ¡Claro! ¿Acaso no lo estaba? Véase la prueba: en lugar de someterse con docilidad al tratamiento, luchaba desconsideradamente y pretendía arrancarse los beneméritos animaluchos. Pero la Ciencia vigilaba para impedirlo, desoía los gritos de «¡quitadlas, apartadlas de mí!», proferidos por el enfermo, y le amarraban las manos rebeldes, las manos -también- alocadas y ciegas, como su espíritu. Curado -acaso- de su locura, rindió el alma al Creador en la mañana del 4 de marzo de 1852.

¡1852! ¡Eso no podría ocurrir ahora, un siglo después, cuando las ciencias adelantan a paso ligero! Algo así lo hemos oído con   —89→   música de Bretón, ayer o anteayer. Hoy no le pondrían sanguijuelas en la nariz. Casi es posible asegurarlo. ¿No hay algún loco disponible, algún escritor chiflado, a quien la psiquiatría pueda tornar al camino de la cordura? Sí tal. Ayer mismo Antonin Artaud sirvió en Rodez para curiosos experimentos.

Tranquilícense ustedes. En el manicomio de Rodez no había sanguijuelas. Todo moderno y garantizadamente científico, de acuerdo con los refinamientos últimos de la psiquiatría, que, como sabe cada quisque, tiene tanto de ciencia como de arte. Los técnicos no se privaron de poner en juego esos refinamientos sobre el cuerpo y el alma del buen Artaud, que se creía hechizado y presa de diabólicos poderes.

¡Cosas de la demencia, vaya! En la Edad Media le hubieran exorcizado, y a lo sumo quemado; en el siglo XIX, sanguijuelas e inmersiones en agua helada; en los tiempos atómicos, para devolver la salud al enfermo le procuran la delicia del choque eléctrico. Artaud, desde su extravío, narró con palabras de poeta la experiencia padecida:

«Retorcido y replegado fibra sobre fibra, me sentía como el pasadizo espantoso de una revulsión imposible. No sé qué ahorcado vacío me invadía con sus negras lagunas, pero era vacío y ahorcado, pues mi alma sólo era ya un horror entre sofocaciones...». «¿Dónde meterse y por dónde escapar? Tal era el único pensamiento que estremecía mi garganta, apretada y bloqueada por todas partes».



Las páginas en que Artaud refiere la terrible sacudida del tratamiento de que le hicieron objeto -para los psiquiatras, un loco es verdaderamente un objeto- hacen sentir con patética agudeza la angustia de los tristes privados -¿quién sabe?- de razón, mas no de capacidad de sufrir y de expresar, con tremendo vigor, su sufrimiento.





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