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ArribaAbajo- XXIV -

Después de ese día, Esteban venía con la mayor frecuencia, aprovechando sólo en esas visitas la hora de puerta franca.

Ea cada una de ellas, su tema obligado de conversación era su joven señor, con cuyo recuerdo deleitaba a sus antiguos amos.

Tenía también sus buenos momentos que consagrar a Guadalupe, a causa de lo cual la negrilla se estaba en la cocina más tiempo que el ordinario.

Los otros sirvientes llegaron a decir que los dos se lo pasaban «enlucernándose» a la sobremesa, aparte de hablarse muchas veces al oído como personas de grandes secretos.

Agregaban que una tarde, Guadalupe había brindado a Esteban con una ramilla de aromas, y que Esteban lo había regalado un zarcilla de plata que desde criatura llevaba en la oreja izquierda.

Los señores reían de estas cosas, y las observaban acaso con complacencia. Difícil hubiese sido encontrar una pareja negra mejor proporcionada y más bizarra, pues que era ella una mujer de plenitud fisiológica, maciza y fuerte, y él un mocetón robusto que tenía el don de imitar el aire y hasta el vestir de su amo.

Y esto, al punto de que cuando lo veía salir la señora gallardo, flexible, a paso medido con una mano atrás sobre la cintura y la otra en el bigote, no podía reprimir una sonrisa, diciendo a Natalia:

-¡Si mi Luis lo viese, sería un jolgorio!

Cierta mañana muy ventosa y fría en que la hija de Robledo se hallaba sola en su dormitorio escribiendo para su padre, entrose Guadalupe con un braserillo, que colocó próximo a los pies de su ama.

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En tanto se esmeraba en la colocación de aquél, invirtiendo en la diligencia más tiempo que el necesario, Natalia levantó la vista distraída, la miró, y notando en ella marcados barruntos de hablar, díjole:

-Algo tienes tú que decirme.

-¡Adivinó, niña!... ¡Pero yo no sé como atreverme!

Guadalupe parecía tener dentro de sí mucha agitación.

-Atrévete repuso la joven dulcemente.

-Pues vea, su mercé: Esteban anda lo más afligido a causa de que no puede levantarse con sus compañeros tan pronto como quería...

-¿Le han sorprendido en algo?

-¡No, niña; no es eso! Sino que él dice que con un poco de dinero para darlo a un sargento «mameluco» de su compañía, todo quedaba listo, y en una noche salían zumbando campo afuera sin quedarse un solo hombre de su escuadrón.

-¡Oh, qué suerte sería! ¿Y eso podrá hacerse?

-Él jura que sí, y yo se lo creo. Casi todos los soldados son orientales prisioneros, o que sirven a la fuerza, y les han puesto oficiales y sargentos paulistas para tenerlos sujetos. Esteban dice que esto no importa nada, a salvo el sargento, que es preciso comprar...

-¡Ay! ¡Y si eso lo descubre? No, Lupa, ¡no quiero que me hables más de eso! -exclamó Natalia con firmeza-. El que se da por dinero a unos, se da a otros; y al fin el pobre Esteban sería el sacrificado...

Guadalupe se calló como una muerta.

Como Natalia siguiese su escritura, ella se fue a paso leve, cabizbaja.

Concluida su carta, la joven apoyó el rostro en la mano y se quedó pensativa.

Preocupábale lo que había oído momentos antes.

Quizás ella había opinado sin mucha reflexión respecto al asunto secreto de que le hiciera confidencia su esclava. ¿Qué entendía ella de esas cosas de hombres de armas? Bien era posible que Esteban tuviese plena seguridad de salir airoso en su tentativa, puesto que conocía a fondo a sus compañeros y a sus superiores. A más, él hacia por su causa lo que estaba en su mano; era honrado y valiente y era preciso que se fuese cuanto antes con su señor, que le echaría de menos, llevándole un buen contingente de hombres sufridos.   —172→   ¿Por qué no consultar esto con el señor Berón? Sería lo más discreto. ¡Pero tan adusto el anciano! Iba tal vez a salir diciéndole que esas eran «cosas de negro».

Tampoco quería explayarse con su protectora por temor de llevar a su ánimo nuevas inquietudes e incertidumbres.

Todo el día se lo pasó Natalia absorbida por estos pensamientos, viva siempre la memoria de su amigo como un estímulo perenne que la predisponía y empujaba a aceptar todos los medios de esa índole en su obsequio y en el de la causa de sus afecciones.

Por la noche, retirada ya a su aposento, llamó a Guadalupe y reanudó con ella la conversación de la mañana, revelando un interés ardiente por lo que entonces acogió con escrúpulos al parecer invencibles.

Guadalupe, que había pasado largas horas de desaliento, tuvo una grande alegría ante las manifestaciones favorables de su ama; y cuando ésta le enseñó un cofrecito de madera que guardaba onzas de oro, la negra, que se había arrodillado cerca de ella para hablarla con sigilo, cogiole las manos y se las besó llena de indecible gozó.

Aquella pequeña arca le había sido dejada por don Luciano, con facultad de disponer de su contenido, que era el de quince onzas, en la forma que creyese más útil. Nunca tuvo necesidad de recurrir a ella, allí donde se lo consideraba como una hija; de modo que se hallaba intacta lo mismo que una reliquia.

¡Qué bien empleada estaría en beneficio de los que sufrían por su tierra!

Natalia abrió el arca, cogió en puñado las monedas sin contarlas, púsolas de nuevo en su sitio, y preguntó algo afligida:

-¿Alcanzará esto, Lupa?

-¡Yo creo, niña!

-¡Si es un puñadito!...¿Y por esto se compra un hombre?

-Por mucho menos. ¡Oh, como su mercé no conoce estas cosas!

Por cinco «patacas» se vende un cabo, y por diez un sargento cuando tiene ganas de desertar, dice Esteban; ahora, figúrese, su mercé, qué ojos abrirá éste que da trabajo, cuando él le ponga al alcance dos no más de esas amarillas.

-No importa, Lupa. ¿Cuándo viene Esteban?

-Mañana, niña.

Bueno. Así que venga se las darás todas, aunque yo creo que no bastan para lo que él quiere. Si fuera así, dímelo en el momento   —173→   mismo, que yo veré cómo se ha de remediar eso. En el cofre ahí en la mesa, de donde lo tomarás mañana y se lo entregarás, con mucha recomendación de que guarde el secreto.

Prometió Guadalupe en cumplir todo religiosamente; puso el arca en el sitio indicado; y después de permanecer un rato todavía en conversación animada con su ama, se retiró a esperar con ansia el sol del nuevo día.

Esteban fue puntual a la cita.

Conducíase tan bien en el servicio, era tan hábil en su profesión de soldado, y cedía tan dócilmente a la regla de severa disciplina, que sus superiores habían concluido por reconocerle méritos a su confianza.

Como no abusaba nunca de la licencia, caso poco común, concedíansela ahora sin objeción, pues que ella sola podía ser aprovechada entre muros sin oportunidades tentadoras.

Alguien, sin embargo, los había advertido que tuviesen en cuenta la circunstancia de haber sido el liberto asistente de un joven «revoltoso» que era ayudante de Oribe, y que figuraba con cierto brillo, por pertenecer a una de las principales familias del país.

Al principio esta prevención puso en cuidado a los jefes; pero, el celo llegó a adormecerse a medida que la buena conducta del liberto se fue afianzando.

Sin temor alguno, pues, desde que las sospechas se habían desvanecido, Esteban venía haciendo su trabajo de hormiga negra.

Nada había comunicado a don Anacleto, su compañero de desgracia, sabiendo que al viejo capataz se le soltaba con facilidad la lengua; en cambio, habíase atraído aquellos elementos del escuadrón que en su concepto eran los indispensables a la empresa, lo que probaba que él sabía distinguir y utilizar los hombres -calidad superior de que carecían muchos que ocupaban más altos puestos.

Al habla con Guadalupe, y enterado de las disposiciones de su joven ama, el liberto no pudo menos de sorprenderse y de expresar su contento con todo género de demostraciones cariñosas a la esclava. Aquello superaba sus mayores deseos.

No era necesaria una suma tan crecida. Con la mitad bastaba.

-La niña da todo -dijo Guadalupe;- pero, ¡que ha de callarse sobre esto!

-Nadie lo ha de saber -contestó Esteban,- o no soy hombre libre. Mi ama puede quedar tranquila. Tomo yo la mitad, y guardas el cofre sin decirlo nada a la niña.

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Yo he de volver cuando sea tiempo, y todo esté pronto.

El liberto se fue, con las seguridades de Guadalupe de que iba a rogar a la virgen de los milagros porque fuese él feliz en su intento, cuanto iban a serlo los amos y ella misma, así que lo viesen libre con sus compañeros de la tiranía del recinto.

Por otra parte, sentía cierto orgullo de que fuese Esteban el iniciador y el actor principal de aquella temerosa aventura.

Con todo, transcurrieron bastantes días sin que el liberto apareciese.

Tampoco había vuelto Nerea, la mensajera siempre anhelada, con nueva correspondencia secreta.

Natalia acudía todas las mañanas a su observatorio haciendo funcionar el catalejo a diversos rumbos, deseosa de descubrir algún indicio de grato augurio.

Pocas novedades ocurrieron en los contornos, aparte de muy lejanos tiroteos, de salidas y entradas de regimientos que hacían el servicio de plaza y de pasajes frecuentes de partidas por la zona libre a tiro de cañón.

El invierno era riguroso, aunque ya corría a su término; y a su influjo el campo presentaba un aspecto de profunda tristeza con su extenso tapiz recubierto de cardizales del color de la escarcha que retoñaban fecundos al pie de los que había secado el último estío.

Los agaves exóticos comenzaban a largar sus pitacos gruesos y enhiestos de un morado y verde sombrío, aún sin anteras ni liseras, orillando las tierras arables con sus anchas y múltiples hojas armadas de agudos pinchos. Destacábanse en esqueleto los «ombúes» descubriendo a la vista todo su tronco robusto, y formando contraste el amarillo claro de su ruda corteza con el verde sin fin de las hierbas.

De la parte del este, por encima de los tejados bajos que se extendían ondulando según las inflexiones del terreno hasta la costa riscosa, espaciábase el inmenso río a perderse en el océano hinchado y tumultuoso bajo las alas del viento sur.

Un buque de dos mástiles y bauprés, velas cuadradas y una gran cangreja, que no llevaba en el palo mayor aparejo de bergantín goleta, surcaba veloz las aguas rumbo al Buceo, de cuyo pequeño puerto distaba apenas una milla.

Muy atrás, en el horizonte del sur, navegando también a todo trapo, divisábanse otras dos naves que parecían venir en persecución de la primera en orden de escuadra.

  —175→  

El bergantín redondo no traía bandera. Tendido sobre una de las bordas, con gruesa ampolla en el velamen, alzábase sobre el olaje ágil y marinero, como una enorme gaviota que rozase las crestas con el extremo de sus alas.

Natalia dirigió el anteojo a las más apartadas; y a poco de observar, percibió al tope los colores del Brasil.

Vivamente inquieta, volvió el tubo al bergantín. Este izaba bandera tricolor en ese momento, y viraba de bordo poniendo proa al océano. Las lonas, en parte recogidas, se sacudieron, flojas algunos minutos, luego se inflaron formando elipses, y el buque, acostándose muellemente sobre una de sus bandas, arrancó mar afuera.

Los otros venían ya próximos. Una nubecilla blanca como un copo de algodón con un chispazo que se esparció del centro a los bordas, brotó de la banda del bergantín, y tras una pausa llegó el eco de una detonación distante.

A ésta, se siguieron otras.

Los disparos salían de los tres buques, especie de bocanadas de humaza que el viento clareaba al instante, y cuyos retumbos se perdían roncos en la atmósfera.

El bergantín verileaba audaz eludiendo los escollos de la punta Brava, y aumentando la delantera a sus perseguidores, que marchaban en línea paralela; y con el sol, que ya descendía, dejose al fin de ver su casco, luego los estays, los foques, el velamen hundiéndose en el horizonte brumoso.

Natalia se retiró del mirador impresionada.

El patrón de una sumaca pescadora que había estado en la ensenada de Santa Rosa, contó después a don Carlos que un bergantín del corso acosado por otros dos brasileños, consiguió burlarlos por la tarde; y que en la noche pudo desembarcar un contingente de armas y hombres en punto seguro de la costa.

-¡Ese sí que es lobo de mar! -había dicho don Carlos-. Muchos de esos quiero yo en auxilio de los que no tienen más esperanzas que sus propias fuerzas, bien reducidas y pequeñas, y un ideal tan grande como un despropósito, ¡por Santiago! Lo que afirmo: ¡alas de águila en cuerpo de pollo, y no digo más!



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ArribaAbajo- XXV -

En esas largas noches de invierno, don Carlos retenía a sus amigos de confianza algunas horas al amor de la lumbre, comentando con la mayor minuciosidad todos los sucesos y abriendo juicios sobre cosas de futuro.

Ya no era un misterio que el barón de la Laguna se había resistido a emplear sus tropas de línea en una campaña contra las irregulares de la revolución, y aconsejado a su soberano que sólo destinase a ese objeto el elemento similar río-grandense, apto y suficiente para detener sus progresos y domeñar sus ímpetus, concluyendo de un golpe a cercén con la obra de la temeridad. Fundaba su opinión en la experiencia adquirida. Sus datos ciertos denunciaban un país casi despoblado, cuyos escasos moradores, grandes jinetes, aparte de una bravura indomable, robustecían su acción y su audacia en la alianza natural con las ventajas del terreno, pidiendo a las serranías, a los montes, a los ríos, a los llanos los elementos necesarios para neutralizar o reducir a la impotencia las más hábiles combinaciones de la táctica y la estrategia.

Era la guerra de recursos; ante cuyas astucias y artimañas se estrellaba la teoría de escuela y se rompía la regla de disciplina, aniquilando la moral militar. En ese concepto las tropas sujetas a ordenaba sólo deberían permanecer en puntos fortificados, especialmente en las tres plazas principales que disponían del trasporte fluvial y marítimo: Montevideo, Colonia y Maldonado. Teniendo en memoria que en la campaña contra Artigas no había sido propiamente el ejército regular portugués el que arrollara los obstáculos y alcanzara la gloria del vencimiento, sino antes bien, las fuerzas de Río Grande, cuyas condiciones y aptitudes tenían alguna analogía con las de los orientales, la pericia aconsejaba que el hecho se repitiese, no habiendo sufrido modificación seria el estado del país, desde Artigas a Lavalleja. La ofensiva debería corresponder entao, aos chefes e soldados brasileiros que pe lo Río Grande do Sul invadiram a Cisplatina na guerra de 1817, e expelliram por fim Artigas e sous seguazes.

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Resultaba, pues, por la llegada de la columna del coronel Ribeiro y por la muy próxima de otra bajo las órdenes del coronel Gonzalves, que el emperador había escuchado el consejo, a más de atender al reclamo de Lecor sobre el envío de refuerzos de infantería de línea y de naves de guerra para defensa de los puertos.

La columna de Bentos Manuel Ribeiro había hecho un estreno ruidoso en su travesía por el territorio.

Desprendida de la división del general Abreu que vivaqueaba en Mercedes, llegó al choque con Rivera en el Águila haciéndolo ceder ante su superioridad numérica; y, tras de este encuentro feliz corriose a marchas forzadas hacia Montevideo, al abrigo de cuyas murallas se había puesto, renovando parte de su armamento y fornituras.

Recibido como vencedor, se encarecían sus dotes de experto guerrillero y de soldado valeroso; y aun cuando don Carlos y sus contertulianos hallaban justicia en el elogio, reconocían, sin embargo, que aquella efímera victoria «del triple contra sencillo» sólo era un combate sin laureles.

Afirmábase que el coronel Ribeiro, celoso de gloria, había prometido a Lecor batir a Lavalleja antes que Rivera, muy apartado de él, pudiese incorporársele en el Durazno; para lo cual pedía las armas y municiones necesarias.

Se añadía que el barón de la Laguna había aceptado este plan de batir en detalle, pero que, siempre cauteloso, daba al valiente río-grandense el consejo de servirse de las tres armas para emprender la ofensiva, a cuyo efecto pondría a su disposición dos batallones y una sección de artillería, remontando a mil seiscientos sus jinetes.

Al principio, el fogoso guerrillero había rehusado el contingente de fusiles y cañones, diciendo que bastaba con suos cavalleiros; no obstante, se había decidido a acoger sin reservas todas las advertencias del experimentado capitán.

En su columna, por otra parte, revistaban cuerpos de línea.

No faltaba quien asegurase que el plan era más vasto, por cuanto se había resuelto complementarlo en esta forma: la división de Bentos Manuel buscaría su incorporación con la de Bentos Gonzalves para librar el combate, mientras que el general Lecor con su cuerpo de ejército, dejando la plaza convenientemente guarnecida, emprendería marcha a retaguardia para tomar posesión de la villa de Florida o de San Pedro, si ésta era evacuada. Las caballerías   —178→   de Gonzalves eran de la calidad y el número de las de Ribeiro, probadas, sufridas y prácticas en el terreno: el barón de la Laguna llevaría dos mil infantes, baterías de campaña, y caballería de línea con jefes maniobristas.

Una vez asentado en el centro del país, el movimiento revolucionario debía extinguirse en sus extremidades batido y disuelto el núcleo principal.

Otros negaban la posibilidad de esta táctica, teniendo en cuenta las vacilaciones del gobernador así como su exceso de prudencia; si bien el choque en el Águila, elevado a categoría de triunfo fructífero, había retemplado el espíritu de las tropas y predispuesto la opinión militar a una ofensiva sin demora.

-Son los apuros del que ve al enemigo en desbande -decía el señor Berón- o al toro en el suelo. ¡Ahí dé la gran lanzada!

Días después de la llegada imprevista de Ribeiro a extramuros, circuló un rumor grave que fue adquiriendo cuerpo, a pesar de las severidades empleadas para reprimirlo.

Corría la primera semana de primavera, el período de los retoños, de los jugos activos y de las flores con sus brisas suaves y su sol tibio; y con su vuelta parecían también retoñar con viva fuerza germinadora las esperanzas decaídas con la nueva del contraste.

El rumor era alentador.

Pronto vinieron detalles; la alegría de los dominadores se convirtió en despecho y cólera; la tristeza de los nativos en goce indecible. Charangas y clarinadas cambiaron de tono, y a trueque de fanfarrias hubo íntimos regocijos.

¿Qué había ocurrido?

Los informes aparecían contestes.

El vencido del Águila, rehecho a pocas leguas del sitio en que dejara alguno de sus oficiales y soldados muertos, había practicado una marcha de flanco hacia la zona del centro, permaneciendo en ella varios días; y de allí, arrancádose audazmente hasta el rincón de Haedo, donde pacían millares de caballos del enemigo.

Proyectaba un golpe de caudillo rampante y atrevido, una sorpresa de guardias y un botín de tropillas flor.

Era la táctica de caudillo -original y propia. Detrás de una derrota, efecto de la imprevisión o del desconocimiento de las reglas de escuela, rehacerse de cualquier modo; y apenas ordenadas las filas como quien recompone la formación de piezas en un damero por la sola tiranía de los dedos, acometer nuevamente, sin dilación, dando   —179→   un golpe que no se espera, para retemplar por ese medio el espíritu de los subordinados y no dejar cercenado el prestigio con la nota de ineptitud o cobardía.

De ese modo había procedido Rivera en la época de Artigas; así obraba ahora, librándolo todo al atrevimiento con la colaboración de la casualidad.

La aliada natural de la táctica de caudillo, era la suerte; casi de igual manera que en el juego, o en la casa del tigre.

Como la astucia, por sutil que sea, no podía reemplazar con ventaja a la noción científica, iba Frutos jugando una partida desigual, pues él bien sabía que el enemigo dominaba poderoso allí donde era su empeño entrarse a salto de felino.

El rincón de Haedo, que toma su nombre de la «cuchilla» que allí termina, es un punto estratégico que domina la barra del Negro, y en el cual la entrada era peligrosa teniendo a un lado el Uruguay y al otro aquel río con su caudal engrosado por las lluvias.

Varios cauces tortuosos que a éste afluyen configurados por la propia naturaleza del terreno, forman una península caprichosa rodeada de inmensos bosques y espesas frondas, feraz, de un verdor eterno, escogida para engorde de ganados.

Accesible por su garganta, de una anchura de más de una legua, la retirada se hacía imposible cubierta esa especie de gola; y las fuerzas rechazadas a su salida tenían que chocar con las barreras opuestas por uno y otro río, y rendirse o perecer.

Rivera, encomendando al veterano Andrés de Latorre una diversión sobre el general Abreu, que estaba en Mercedes, atravesó el Negro con sigilo, sorprendió las guardias y dispuso lo necesario para el arreo de las «caballadas».

De pronto le anunciaron que una columna enemiga entraba en la península.

Era un encuentro fuera del cálculo y la previsión; la gola se cerraba, y era preciso abrirla aunque lo disputasen los contrarios a razón de tres contra uno.

El coronel Braz Jardim era el que los mandaba en jefe, sumando la columna más de ochocientos combatientes, en su mayor parte dragones aguerridos.

El general Rivera ordenó sus cortos escuadrones, saliole al frente y lo cargó con denuedo.

El choque fue terrible.

A pesar de su resistencia, el coronel Jardim volvió grupas, y   —180→   acuchillado por la espalda, se arrojó sobre el grueso de sus tropas, que le abrieron camino para romper el fuego.

Quinientos dragones descargaron sus carabinas contra doscientas cincuenta atacantes, de los cuales sólo cayeron algunos; un escuadrón brasileño, acaudillado por un capitán intrépido, quiso penetrar por el flanco como una cuña de hierro, pero el esfuerzo escolló; el sable de Servando Gómez rompió la mole y sus lanceros sembraron el suelo de cadáveres, el jefe de los dragones imperiales fue arrancado entre moharras de la silla y triturado bajo los cascos y el tropel; y envueltos aquellos en la vorágine de esta carga furiosa, emprendieron la fuga dividiéndose en dos grupos, uno con Jardim a la cabeza, que no se detuvo sino allende la frontera, y otro que cruzó a escape el Negro, campos, arroyos, serrezuelas, sin dormir y sin comer, -según la propia versión brasileña,- hasta llegar a la Colonia y refugiarse detrás de sus baterías.

Quedaron sobre el terreno de la acción más de mil armas, gran número de muertos y heridos contándose entre los primeros veinte jefes y oficiales; prisioneros una cantidad mayor que la de los vencedores, y cerca de ocho mil caballos.

El general Rivera, que se había batido con bravura como otras veces, no abandonó los despojos a pesar de la inminencia del peligro que tenía bien cercano en la división de Abreu; salió de aquella especie de remanga, en que lo metiera su extrema osadía sin perder fruto alguno de la victoria, y repasó el Negro con el mismo aliento de fiereza que antes del contraste del Águila.

Su rasgo de intrepidez era, pues, el que se celebraba entre los amigos de los «insurgentes», a raíz de los últimos regocijos de los imperiales.

En vano se había querido ocultar la noticia.

Con motivo de ese suceso, una irritación sorda había cundido en sus filas, circulando voces sobre acciones decisivas y sangrientos desagravios.

Eran las que se comentaban ahora en el misterio, en el seno de la confianza, discutiéndose las iniciativas a emprenderse, las probabilidades, las complicaciones posibles, persuadidos todos, especialmente el señor Berón, de que el nudo de Gordium no habría sido más enrevesado que este lío.

Si alguna duda pudo suscitarse acerca de la veracidad del hecho de armas que se intentaba encubrir por todos los medios, sin excluir los represivos más duros con cualquier pretexto, esa duda se   —181→   desvaneció al saberse en los días posteriores que se había determinado abrir campaña con poderosos elementos.

Don Carlos se cercioró de esto por boca de Souza, quien le dijo que había sido ascendido a capitán y destinado a uno de los regimientos de la columna de Bentos Manuel.

Como la marcha debería resolverse de un momento a otro, iba a despedirse.

El señor Berón mostrose un tanto conmovido, y estuvo con él más atento que nunca.

Esa tarde, Natalia había descendido del mirador con el mismo aire melancólico de los últimos días.

Revelaba no haber visto nada a lo lejos, ni la sombra de un jinete.

Cuando supo que Souza se marchaba, tuvo un sobresalto, sin darse cuenta del motivo. Su corazón latió con violencia; algo de aturdimiento pasó por su cerebro.

¿Era la presunción de peligros más graves, más fatales, la causa de su zozobra? ¿Existía alguna vinculación entre este hecho aislado de la ida de Souza y la memoria constante del ausente?

No lo sabía ella.

Tampoco don Carlos se explicaba porque él se sentía conmovido.

El capitán traía algo de interés para ella que revelarle. Su señor padre, detenido hacia tiempo a bordo de un buque de guerra, bajaría a tierra el día siguiente, con la ciudad por cárcel.

Por el hecho, quedaba colmado el anhelo filial, pues que ella lo tendría a su lado sin mayores zozobras.

Había sido ésta una gracia especial del barón de la Laguna; en atención a que nada resultaba del proceso seguido contra el señor Robledo, hasta ese momento, que le hiciese pasible de pena, y defiriendo al ruego de su humilde subalterno, a quien lo había correspondido el deber de conducirlo a la plaza a raíz del sangriento episodio ocurrido en su estancia de «Tres ombúes».

La joven le escuchó, con el ánimo en suspenso y húmedos los ojos, en cuyas pupilas reflejábase con la alegría una expresión de hondo reconocimiento.

Souza se sintió muy halagado, al apercibirse de aquella actitud; mostrose cortés como de costumbre, fino y oportuno, confirmando el dicho de don Carlos, de que él sabía aprovechar bien las lecciones de su maestro el general Lecor; escuchó palabras dulces, pidió   —182→   órdenes, y al ofrecerse miró a Natalia con fijeza, casi con aire de súplica.

La hija de Robledo cogió llena de dignidad la mano que él le tendía, y se la estrechó en silencio.

Don Carlos dijo alguna cosilla -como lo repetía él después,- con un poco de carraspera y atragantándosele más de un vocablo.

En realidad, pareció pasar por una crisis violenta.

Cuando Souza se fue, él puso nervioso sus dos manos en los brazos de la joven, diciendo:

-Todo está bueno, hija: hay que agradecer. Pero, yo sé por dónde viene éste. Marchan mañana, seguramente, y es preciso avisar a los que andan por ahí a riesgo de ser sorprendidos, cuando ellos menos se lo imaginen. ¡Busca, hija, busca!...

-¡Ay, señor! ¿y qué he de buscar, pobre de mí? -exclamó Natalia llena de pesadumbre.

-Sí, tienes razón; pero ahí verás, doncella mía, es necesario inquirir, escudriñar... ¡No hay que hacerle! Es forzoso hallar el medio, porque éstos meditan alguna embestida entre sombras, algún plan diabólico por el que lo arrollen y aplasten todo de aquí a la Florida. Y éste que acaba de salir, muy meloso, untándonos el dedo, ¡como si no supiéramos lo que busca el belitre con más agallas que un dorado! A mí no me la pega. ¿No viste, hija, con qué ojos te miraba? ¡Se le salía la dulcinea por el lacrimal, y el gran socarrón la tenía delante! ¡Nada, esto me tiene crispado ha tiempo, por Cristo!

Así expresándose, descompuesto, casi iracundo, don Carlos abandonó a Natalia lanzándose a su escritorio.

Al cruzar el patio vio una sombra negra, firme e inmóvil con el morrión en la mano, junto a la verja.

El viejo escudriñó, echose el gorro atrás y dijo con aire risueño:

-¡Ah, eres tú, Esteban! Te creía ya fusilado, negrillo. ¡Entra, hombre, entra!

El liberto, pues él era en efecto, obedeció en el acto y penetró en pos de su amo al escritorio.



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ArribaAbajo- XXVI -

Bastante confusa quedó Natalia con lo que Souza acababa de comunicarles; y en esta confusión de su ánimo entraban por mucho la satisfacción y la amargura. Lo relativo a su padre, que hacía meses sufría las consecuencias de un hecho que no le era imputable, constituía, a no dudarlo, un motivo de dicha, obligándola en cierto modo hacia un hombre que ella sabía la quería con una pasión naciente y silenciosa; y la ida de este hombre a campaña para tomar parte activa en la lucha, llenábala de congojas, sólo al pensar que su rivalidad lo arrastrase a ser cruel o inexorable en caso desgraciado con quien ella tanto amaba.

Recién se daba cuenta de sus emociones, así como de la que había experimentado don Carlos en el acto de la despedida. Por lo visto, coincidieron en el mismo presentimiento y fueron presas de la misma angustia. Las generosidades, las acciones caballerescas se explicaban sin esfuerzo cuando todavía no separaba a los dos jóvenes una tendencia personal, inflexible, de suyo egoísta hacia la posesión del mismo objeto; pero ahora, todo se había deslindado y definido, sabía el uno a que atenerse respecto del otro en materia de preferencias; eran enemigos, sin embargo, que iban a encontrarse en el terreno, a embestirse y a aniquilarse en nombre de hondos agravios. El mal sería menos si se tratara de un lance singular en que el éxito se relega al brío y a la pujanza; que en este caso ella envaneciese en la creencia de que «él» no sería herido, sin herir también. Pero, el peligro estaba en la superioridad del número y de las armas de los que dominaban, al punto de que fuera verosímil y hasta posible un desastre de parte de los menos aun cuando fuese muy grande su valor, que el heroísmo -como Souza lo había dicho- más que júbilo casi siempre aparejaba duelos. ¡Oh! Que ellos combatirían como buenos en tanto no los dejase la última esperanza, bien lo sabía, tan recientes y frescas estaban las leyendas de su tierra bañada en sangre, desde el día histórico en que los hijos de sus llanos y sus bosques sacudieron las melenas y se alzó su grito de guerra entre los silbidos del «pampero».

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Mas por eso se sentía triste. Aquella convicción constituía el primer anillo de una cadena de incertidumbres y de sobresaltos cuyo fin no era fácil preveer.

Fue a transmitir las nuevas a la madre del ausente, prometiéndose a sí misma ahogar dentro del seno todas sus angustias. ¡Entre las dos, el pesar era menos y holgaba la ilusión!

Hallábase la señora en el aposento contiguo al escritorio de don Carlos, ocupada en una nueva carta para su hijo.

Si bien se ignoraba la residencia actual de Luis María, por cuanto se tenía noticia de que las fuerzas sitiadoras habían cambiado varias veces de campo y alejádose hacia rumbo desconocido a la aproximación de la columna de Bentos Manuel Ribeiro, con la cual no les hubiera sido posible competir, la madre cariñosa escribía, a pesar de todo, confiada en que no faltaría oportunidad para un buen envío de la carta y en que la persecución constante de su amor, sería siempre más eficaz y certera que la otra persecución a muerte.

Natalia la sorprendió en esa tarea dulce y solitaria, puestos los dobles ojos, y en la mano la pluma, en actitud de reflexión profunda. Había en sus párpados huellas de lágrimas.

Abrazáronse sin esfuerzo, con esa espontaneidad adorable que nace del afecto sincero y de la comunión del dolor, calladas, suspirantes.

Después, la anciana, con el codo apoyado en la mesa, dejó colgar la mano en que tenía la pluma y puso los ojos en el pavimento en actitud meditabunda.

Por encima de su hombro, y rozándole la sien con su fresca mejilla, Natalia deletreaba con acento bajito y trémulo el encabezamiento de la carta que ella concluía de escribir...

Así pasaron largos momentos.

Pero, esta situación de ánimo cambió de pronto, con la entrada de Esteban; que a paso furtivo atravesó el patio y se detuvo ante la puerta del escritorio.

Oyose en el acto la voz de don Carlos, que le mandaba entrar, notándose en su eco una impresión de sorpresa y complacencia que no pareció esforzarse en ocultar mucho.

Efectivamente, el señor Berón experimentó verdadera alegría al ver al liberto, presintiendo que las cosas convenidas estuviesen ya en su punto.

Esteban entró sonriéndose, con una de aquellas sonrisas que le eran peculiares y dejaban a la vista todas sus encías cuando lo agitaba alguna idea útil y provechosa para sus amos.

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Guadalupe lo había atisbado desde el fondo, y hechole una cortesía que él contestó desde la verja cuadrándose, con una venia de ordenanza garbosa y correcta.

En presencia de don Carlos, éste preguntó con cierta ansiedad sin darle tiempo a explayarse:

-¿Cuándo te marchas Esteban?

-Creo que será cosa de horas, señor. Le oí decir a mi jefe que mañana a la noche nos incorporaríamos a Bentos Manuel, que está en extramuros con la tropa que trajo de Río Grande. Se han repuesto los aperos y se han cambiado algunas carabinas y sables por otros nuevos en mi escuadrón... A más, se nos ha dado licencia por una hora, con orden de volver en lo justito, para quedar acuartelalos hasta el momento de salir.

-¡Hum!... ¿y qué piensas hacer?

Don Carlos se rascaba cabizbajo la frente, que había arrugado hasta el casco, como absorbido por una idea fija.

Al oír la pregunta, el liberto volvió a sonreírse con aire de confianza.

-¿Lo que he de hacer? Su mercé ya sabe -respondió-. Todo está listo.

-¿Cómo que está listo todo? Explícate, ¡hombre! sin ambages ni redundancias, claro y derecho.

-Digo que su mercé sabe que me voy con los compañeros en cuanto pasemos el Cerrito, cortando campos, a tomar el rumbo del Sauce y de allí de un buen galope hasta el paso de la Arena.

-Ahí ¿y por qué a ese paso, Estebanillo, y no al del Soldado?

-Por ahí va a cruzar la columna, señor, según mi capitán, para ver de darle golpe al comandante Oribe, que aseguran se ha puesto en observación en ese punto para no descuidar la barra.

Don Carlos se restregó las manos.

-¡Bien! Pero en el caso no problemático sino muy posible de que Oribe esté por esas alturas, debe tenerse en cuenta que lo primero será prevenirle del movimiento a fin de que no le cojan en un renuncio del diablo, lo que importaría un verdadero desastre.

-El comandante sabe siempre a qué hora el enemigo monta a caballo, y adónde va.

-¡Ya es mucho! Sí, ¡por San Diego! Con todo, no puede haber seguridad en lo que afirmas, porque no sé yo dónde demonios has aprendido tú tanta milicia para venirme así no más a soplar absolutas como quien sopla bodoques por una cerbatana... ¡Vamos al caso!

  —186→  

Y dando una palmada lleno de gravedad, siguió diciendo:

-Es necesario que combines con maña el medio de comunicar a Oribe lo que le va encima como una avalancha.

-Sí, señor; y si su mercé me permite yo diré que, por si acaso, hemos convenido con otro compañero de confianza que él siga con la gente hasta el paso de la Arena, y que yo me corte hasta subir bien a vanguardia de la columna aunque fuese reventando el mancarrón y caiga antes del alba en el campo de los amigos.

-¡Así me place! Entonces: dando por de contado que tú te subleves al comienzo de la jornada, que tus camaradas tiren como la cabra al monte, que tú te separes de ellos para llevar el aviso a Oribe aplastando el caballo si preciso fuese, -con cuya promesa pruebas que antes de sufrir tus posaderas, se quiebra el lomo del cuadrúpedo;- dando, digo, por suficientemente probado y alegado todo esto, voy a encomendarte una misión de alguna importancia, que podría comprometerme si te matan y, como es consiguiente, te registran y despojan.

-No me mataron ya, ahora no es fácil.

-Muy engreído estás... Me gusta, a fe mía, hijo; ¡me gusta!

Y dándole la espalda para sacar algo de un cajón de su escritorio, añadió alegremente:

-Estoy asombrado de oír a este negrillo calavera... ¡Bien se ve que le ha tomado los puntos al amo, sin perderle mueca!

Sacó enseguida del cajón que acababa de abrir un cinto de badana con agujetas, lleno al parecer de monedas que habían sido perfectamente envueltas y distribuidas en el ancho hueco.

Tomole el peso y enseñándoselo a Esteban, dijo:

-Aquí van trescientas onzas, que darás a quién bien tú sabes. Hay que agregarle las cartas; está la mía dentro.

En ese momento abriose la puerta que daba al aposento en encontraban la señora y Natalia, apareciéndose éstas en el umbral.

Sin duda lo habían oído todo, porque la madre de Luis María enseñó dos cartas exclamando risueña:

-Estas son las otras, Carlos. Vengo también a recomendárselas mucho a Esteban, segura de su lealtad.

El liberto, que no podía ver sin conmoverse a la madre de su señor, dijo balbuciente:

-Verá, su mercé, que llegan... Me voy a atar el cinto sobre la carne.

-Eso mismo te iba a indicar, -repuso don Carlos,- y si es que no   —187→   te desnudas sino entre cristianos, el secreto pegado a tu piel se conservará ileso. Bien creo que para violarlo, primero han de acabar contigo.

-Dile muchas veces que sólo pensamos en él -murmuró la madre blanda y cariñosamente;- pero muchas, Esteban, ¿has oído?

Y como Natalia lo mirase al mismo tiempo de una manera fija e intensa, apoyada la cabeza en el hombro de la señora, cual si a sus ojos hubiesen asomado en tumulto todas las tiernas confidencias que guardaba en su seno, el negro, tembloroso, se limitó a inclinarse como de costumbre en los casos graves, sin pronunciar palabra.

-Ahora, -dijo don Carlos,- déjennos ustedes solos un momento.

Apenas se retiraron las señoras, hizo Berón que Esteban se abriese las ropas y el mismo le ciñó el cinto casi a la altura del pecho examinando una por una las hebillas y agujetas por si estaban flojas.

Puso en él las cartas, y en tanto practicaba sesudamente la diligencia, murmuraba un poco sofocado;

-Así irá bien. Pero, no hay que desnudarse en toda la jornada... No es éste un cinto de Brión o de Perseo, no... ¿y qué sabes tú, negro, de esas cosas? ¡Bah!... si a veces uno desatina. Con todo, has de saber que esta cinto puede desviar cualquier proyectil traidor y librarte el pellejo bonitamente porque va bien preñado de amarillas más duras que el plomo... Te lo apreto bien para que no olvides que debes velar por él como si fuese cosa tuya y que lo que está más cerca de las carnes vale más que la casaca. ¿Estás listo?

-Sí, señor.

-Bueno, entonces no perder tiempo... Mucho ojo y mucha destreza, Estebanillo de mis entrañas; ¡y que Dios te ayude!

El viejo se volvió a pasos precipitados, entrándose al despacho del negocio, y el liberto salió al patio.

Junto a la verja estaban la señora, Natalia y Guadalupe, como esperándole. Se detuvo ante el grupo, en actitud de quien pide órdenes, muy abrochado y tieso.

-¡No te olvides! -díjole su antigua ama con el pañuelo en los ojos.

-¡Dile que nos escriba siempre -añadió Natalia- porque el saber de él con frecuencia, es toda nuestra dicha!

Hasta Guadalupe se permitió recomendarle, no pudiéndole expresar otra cosa, que «no confiase nada a don Anacleto, hasta que no estuviesen libres y salvos al lado de su señor.»

El liberto prometió cumplir todo fielmente, pidió la bendición a su ama y fuese aprisa, sintiendo que empezaba a enternecerse demasiado.



  —188→  

ArribaAbajo- XXVII -

En las horas de esa noche y en el siguiente día notose mayor movimiento que otras veces en el recinto.

Súpose que el general Lecor en persona había visitado los puestos y cuarteles, trasmitido órdenes terminantes, apresurado preparativos de marcha y tenido una larga conferencia con el coronel Riveiro. Decíase que, a pesar del celo y actividad desplegados para integrar la columna de aquel jefe con infantería y artillería, el equipo no podría hacerse sino de allí a dos días; lo que había visiblemente contrariado al fogoso guerrillero río-grandense, cansado de una quietud que iba en pugna con su carácter emprendedor y atrevido.

El desastre del Rincón de Haedo, llamado vulgarmente «de las gallinas», lo tenía irascible. Había oído decir que el nombre de la estratégica península del Uruguay y el Negro, había sido justificado en un todo por la imprevisión y desidia de Braz Jardim y de Barreto, pues que sus numerosos y aguerridos dragones, en masa triple a la de los dragones de Rivera, habían caído en sus propias redes cazados como gallináceos en un tercio; en un tercio muertos; y en otro tercio dispersos a chasquidos de «rebenque», perdiendo en la fuga mil y quinientas armas.

La irritación de Bentos Manuel era extrema. Aunque reconociendo la bondad de los planes de Lecor, obstinábase en abrir operaciones con sus elementos propios sin esperar los constitutivos de cuerpo completo de ejército que aquél le ofrecía.

La nueva recientemente llegada, que se hizo difundir sin reservas, de que por horas atravesaría la línea divisoria otra columna de más de mil jinetes a las órdenes del coronel Bentos Gonzalves para obrar de acuerdo con el general Abreu, que vivaqueaba sobre el Negro, exaltó la impaciencia de Ribeiro, y lo decidió a tomar la iniciativa.

Los que observaban atentamente las cosas, en primera línea los contertulianos de don Carlos, que por una u otra causa tenían ciertas afinidades con los jefes del recinto, bien se penetraron de que la combinación era otra que aquella.

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Gonzalves, de análoga talla a la de Ribeiro, hombre de manotada y de arranque, propio para el médium de lucha donde había caudillos capaces de manotear más recio, debía venir a grandes marchas buscando su junción con el gemelo, a fin de realizar el único plan racional y fáctico, una vez que quedaba en suspenso el ideado por Lecor: el de batir en detalle, cargando sobre Lavalleja, antes que Rivera se quitase a Abreu de encima y pudiese robustecerlo.

Entonces, el plan de Lecor complementaría la campaña, dándola por concluida, con su sola presencia en la Florida o en el Durazno.

Y que ésta y no otra debía ser la combinación, lo confirmó en la noche el hecho de emprender marcha la columna de Bentos Manuel sin esperar la incorporación de los batallones.

Contaba con mil cuatrocientos carabineros.

Reforzósele únicamente con una parte del escuadrón de auxiliares.

En las filas iba Esteban con sus amigos.

Esta tropa salió de muros después de retreta. Componíase de cincuenta hombres y dos oficiales.

Bentos Manuel no la quiso para el servicio de avanzadas y flanqueadores, y la echó a retaguardia de la columna, diciendo que serviría para la «carneada».

Prontos los regimientos y los caballos de reserva, diose orden de marchar al trote sin toques de clarín, y la columna se puso en movimiento entrada la noche.

Soplaba un viento fuerte, de la parte del sur, y la atmósfera estaba cubierta de nubarrones que parecían correr al mismo paso hacia el nordeste, siguiendo a las tropas con su sombra y dejando caer sobre ellas a trechos algunas gotas pesadas que producían en los rostros y cuellos efectos de papirotes.

Cubriéronse los soldados con sus ponchos.

Igual cosa hicieron a retaguardia entre los auxiliares, el capitán, el teniente y cinco o seis soldados. Los demás continuaron a cuerpo gentil, indiferentes, sufridos, más bien atendiendo a sus armas que a sus ropas.

Desfilaban por una falda oscura, sembrada de guijarros, que por varias ocasiones moderó el paso de los regimientos, aproximándose demasiado unos a otros.

Guardábase gran silencio.

Siguiose siempre por la falda; volviéronse a establecer las distancias convenientes, sin percibirse al frente más que una masa de tinieblas.   —190→   A un flanco, la oscuridad era mayor. Sin duda había eminencias de tierra en curvas caprichosas o grandes árboles indígenas dispersos en la ladera.

Esteban marchaba al extremo derecho del segundo escalón.

Llevaba el poncho cruzado al pecho a modo de banda, ceñido al costado por sus puntas, como para embotar hierros en su espeso forro de lana.

Inmediatamente detrás, a la cabeza de la segunda compañía, iba el sargento Benítez, cruza de indio y negro, jinete de talla corta, macizo y repleto, cuyo bulto se distinguía como una corcova sobre los lomos de su cabalgadura.

Al lado de este sargento, marchaba don Anacleto un tanto agobiado y abatido, con las mandíbulas flojas y la cabeza entre los hombros.

Aquello que le pasaba salía de lo imprevisto; y miraba a veces de diestra a siniestra, como en busca de una «lucecita que lo endilgase en el oscuro rumbo a la querencia».

Rato hacía que la columna había dejado detrás uno y otro cerro, avanzando por un camino pedregoso que flanqueaban asperezas llenas de piedras y arduas colinas, cuyas lomas descubrían a los lados sus perfiles a pasar del denso cortinaje de sombras.

De repente, el sargento Benítez, acercándose a Esteban por su derecha, de modo que pudiese hablarle sin ser oído, díjole bien encima de la oreja:

-¡Aquí es lindo para el desgrane! Traslomando, al freno no más, ¡ni el olor! Hay mucho pedregullo en la falda y a éstos no les conviene seguirnos.

-¡Estáte en la vaina! -respondiole el liberto en el mismo tono-. Yo te he de decir cuando los traquee la fatiga y los abombe el sueño, por adonde hemos de enderezar.

Callose el sargento, y ocupó su puesto.

La marcha continuó sin novedad alguna por más de una hora, al trote firme; pasose el arroyo de las Piedras en sus vertientes, y entrose en una sucesión de collados.

Hízose un alto de pocos minutos, para dar aliento a los caballos.

En ese descanso, los jefes recorrieron la columna vigilando e impartiendo instrucciones.

Entre esos jefes, descollaba uno por su tono acre y agresivo, cuya voz Esteban reconoció en el acto: la de Bonifacio Calderón, el antiguo   —191→   jefe de la línea sitiadora, de nuevo al servicio del imperio.

Parecía rebosar de iras. A su paso, el silencio se hacía más profundo como si se temiese que el menor hálito las atrajese y se provocara un conflicto en las filas.

Pasados algunos momentos, siguiose andando.

Traspusiéronse largas distancias hasta las tres de la mañana, en cuya hora se cruzó un vado cenagoso con los caballos bastante transidos.

La tropa iba ya pesada y somnolienta. No se guardaban espacios regulares entre los diferentes cuerpos, a causa del exceso de fatiga; y había que esperar a veces incorporaciones de fuerzas rezagadas. Algunos escuadrones se retardaron, mudando cabalgaduras; los mismos caballerizos no se entendían ya con el arreo.

Había escampado, pero la oscuridad era más profunda, haciendo penoso el tránsito de las «tropillas» en un suelo quebrado y lleno de canalizos.

La retaguardia se detuvo entre unos cardizales nutridos que los caballos denunciaron con sus movimientos nerviosos.

Arreábanse dos «tropillas» por un llano en completo desorden derecho al vado, que al efecto se dejaba libre.

La guardia de prevención quedaba muy atrás, y entre ella y los auxiliares se interponía una mole inmensa de animales cuyo pasaje ocasionaba un sordo y prolongado estruendo en los terrenos bajos. Los gritos de los caballerizos aumentaban este ruido hasta hacerlo ensordecedor.

Para mayor confusión, un grupo considerable de caballos se empantanó en el vado, ya muy removido por el paso de los regimientos; los que venían detrás, hostigados por las voces y las fustas, atropellaron en tumulto, y no hallando hueco, dieron contra los «molles» y sauces de la ribera chapodando ramas con los encuentros, estrujándose, dándose de coces y mordiscos y retrocediendo al fin en avalancha para ganar a escape el campo abierto.

En medio de los relinchos e interjecciones brutales que hendían el espacio, de la turbación y los sobresaltos unidos al sueño y al cansancio, Esteban se volvió hacia el sargento Benítez, diciendo:

-¡Ahora!

Y sin perder más tiempo, levantó el mango de su «rebenque», descargándolo con toda la fuerza del brazo en la cabeza del capitán, que vino abajo del caballo como herido de muerte.

  —192→  

Casi en el acto, el sargento lanzó una voz, sin duda esperada por sus soldados; porque la compañía dio media vuelta, precipitándose por su flanco derecho como envuelta en el torbellino de la «disparada», y se alejó sin dejar tras sí más que el eco de un tumulto pavoroso.

El teniente había caído con dos sablazos; algunos hombres fueron derribados en un choque terrible, la «caballada», despavorida, paso por encima de los cuerpos; y todo quedó misterioso, en la profunda tiniebla.

Corrieron por más de una hora los sublevados, antecogiendo buena porción de «caballada», que arrearon sin descanso; y sorprendioles el alba a un paso de los bosques del Santa Lucía.

Recién don Anacleto, que había salido aturdido en el arranque, se acercó a Esteban mientras cambiaban monturas, y le dijo muy asombrado:

-¡Hacéme el favor, amigo, de explicarme esto que pasa, por Dios bendito! Pues no parece sino que mandinga entreverao con la tormenta nos ha trajinao de los pelos... De mí me acuerdo que me erraron tres sablazos; que sentí un tropel como el de vacunos medio ariscos ataos al palo que se asustan y pegan la sentada rompiendo las coyundas; y después malicié que salía a dos laos sin saber cómo ni cuando lo mesmo que bola sin manija, entre una punta de milicos más ligeros que fantasmas... Y no te miento, hermano, si te asiguro que me pasaron silbando hasta una docena de «boleadoras» por el mate, que ni yo mesmo alcanzo cómo llegué a mezquinarlas, salvando a mi parecer por un evento de la gran casualidá. Caneja y por mi madre, ¡qué loba más peluda!

Reía el liberto oyendo hablar así al viejo capataz, y mayor era su risa al mirarle el rostro desencajado con los ojos bailarines muy hundidos en los camaranchones, la nariz larga en forma de gancho, sirviéndole de agarradera al barbijo, una cola de cigarro Bahía sobre la oreja y las duras barbas erizadas chorreando todavía las gotas de la lluvia.

Cuando se le acabó el alborozo, contole brevemente lo ocurrido.

Con el sargento Benítez y el de igual clase, Saldanha, portugués este último, que había militado en los voluntarios reales, excelente instructor de reclutas en dos armas, y a quien con algunas onzas de oro se había atraído, comprometieron hasta cuarenta hombres del escuadrón, todos nativos, de los que estaban allí presentes más   —193→   de treinta, habiéndose sin duda extraviado el resto en la dispersión del primer momento, al arrancar confundidos con las «tropillas» asustadas.

Ahora que la cosa había salido bien, el apuro era el de buscar la fuerza de Oribe. El monte estaba allí; y no muy lejos el paso de la Arena.

Añadió Esteban, que ya no podrían dividirse en dos grupos como él lo había querido al comienzo de la empresa, puesto que era imposible ir a encontrar a su jefe en el paso del Soldado, adonde ya estaría la gran guardia de Bentos Manuel; que lo mejor sería alcanzar al galope firme el de la Arena, casi seguro de que por aquellas alturas operaba la división.

-Por todo eso soy baqueano, -observó don Anacleto- y puedo guiar derechito a la gente sin equivocación nenguna de «cuchilla» o arroyo, ni sacar la potrosa del estribo por tomarlo el gusto al pasto.

-Yo también conozco el pago -dijo Esteban;- aquí vienen cuatro o cinco rumbeadores capaces de seguirle el rastro al tigre en lo más escondido del monte.

Don Anacleto se puso entonces a examinar a sus compañeros con las primeras lumbres de un día pálido y nebuloso.

Quería persuadirle bien de que eran los camaradas del recinto, y de que el sargento Saldanha, a quien él había tenido siempre grande ojeriza por lo riguroso en lo tocante a «desciplina», ¡tenía ahora una cara más simpática y un aire más humilde que en el cuartel! Y en mirándolo contento y retozón entre la tropa sublevada, acabando de aparejar los caballos, cruzose de brazos con talante de caudillo de pago y le gritó con acento de protección:

-¡Quién lo vido, y quién lo ve, sargento viejo, amañerando resertores a poquito de arrocinarlos con la vara en el hueco de la Cruz! Asina es el mundo... Un día se sirve a un patrón con cencia, y otro día se sirve a otro con concencia, que en engañar primero está el toque, pa probar la habilidá; y entre un fogón que no arde y otro que calienta con agua hervida y «churrasco», el estómago se regüelve al calorcito aunque la voluntá no quiera, porque antes es el vivir que el soñar... ¡Bien haiga el sargento! Si ayer me cerraba la oreja a la súplica por ser caporal, no he de mostrarme resentido y agraviao, porque nunca jueron más que campanas de palo las razones de un pobre; pero, aura he de alvertirle que en campa raso la voz se oye y eso que es pura yerba: aunque esa voz sea la de un cordero   —194→   a quien como los ojos un «chimango», o la de un güey que se ha incao con el rejón que abría el surco, o la de un mastín ovejero con la pata quebrada que juese; porque aquí aonde no hay poblaciones grandes sino ranchos y «taperas» hay orejas que oyen y corazones que se ablandan, al revés de los pueblos con edificios. de lujo aonde se machuca el grito de un enfeliz lo mesmo que golondrina encandilada. Aquí, la tierra es suave hasta pa el que clava el pico, de balde muestra abrojos y cardales; sin acompañamentos y sin curas que mojen con tristel al dijunto pa sacarle la aguaza a la viuda afligida por haberlo librao de pecao, pero con lágrimas limpias de toda hipocresía, que a mi parecer valen lo que el agua bendita... Por encimita de todo se perdona a los malos mesmos, y el monte los da guarida al igual del «yaguareté»; encuentran agua sin olor ni gusto que no es de pozo de cuartel; carne con más de un dedo de grasa que no es matambre de melico tan delgadón como «baba de diablo»; fruta rica que no tiene dueño; güen agasajo en el vecindario que desculpa los vicios con sabeduría y los tapa con un cuero cuando la cosa aflige, porque es mejor alcagüete que el gobierno mesmo. Esto digo, amigaso Saldaña porque vea que aunque haiga «matacos» en el campo tienen menos conchas que los de muro adentro, y que aquí todos los hombres son parejos, de un altor, hasta que Dios sea servido de convertirlos en esqueletos y mesturarlos por junto en los pastos con las osamentas del vacuno.

A este como discurso del capataz, habían prestado grande interés sargentos y soldados, quienes reían ruidosamente y aplaudían, distinguiéndose en la algazara el mismo Saldanha, que era alegre y socarrón, como veterano que había pasado varias veces por el aro de mandinga, -según su propia ocurrencia.

Acabando de apretar la cincha, contestó en buen español muy risueño:

-Lindo era para predicar don Cleto con esa labia y esa voz de bordona y esa pinta de cuervo de campanario... Pero, se lamenta al ñudo, y sino dígame: ¿le han puesto acaso «pie de amigo» para forzarlo y traerlo hasta aquí a juntarse con sus amigos después de tantos meses de servicio duro y parejo como ha prestado en la plaza? Sin pensarlo siquiera, se ve libre en estos campos, donde los pájaros no se ciegan porque no hay paredes, y se ve libre porque a rigor de disciplina aprendió a obedecer y a ir como murciélago de día; que a no ser esto estaría a esta hora penando en el hueco de la Cruz bajo la baqueta del cabo «ranchero» si no anduviera listo...   —195→   ¡Deme las gracias, amigo viejo, que he ayudado un poco a la cosa, más que no fuese que para largar al ceñuelero adonde abunda el pasto!...

-Naide me forza a mí, ni me pone «pie de amigo» a dos tirones -replicó don Anacleto temblándole la borlilla del barboquejo por encima del labio;- ni tampoco soy güey que se lamba de puro goloso, ni me cuelgan abrojos en el rabo como a más de uno que creo que está limpio en todas partes: y no se desmande el sargento ajuera del pago, ni compare con murciélagos a la gente, porque aquí hay avechuchos que miran más lejos que el ratón y en un revoleo, ¡si te he visto no me acuerdo!...

-El sargento no ha dicho por tanto, -observó Esteban,- y no hay motivo para echar mano a la cintura.

-¡No! ...Si yo lo entiendo al fanfurriña y sino fijáte, como se rasca la verija. Lo que yo quise decir es que los hombres donde quiera se encuentran a juerza de rodar como las piedras de los cerros; y que la que está encimada hoy, mañana la arrempuja el viento, o una bruja, y cae al playo al igual de otras, por correr la mesma suerte, aunque sea más grande y más pintada.

Seguían riéndose todos con el mejor humor al oír al capataz; y éste al montar, y apercibirse de la algazara, riose a su vez con tal gesto inofensivo y comadrero hasta mostrar los dientes barcinos que le quedaban, que la explosión no tuvo límites.

Bajo espíritu así retozón, reiniciose la marcha al galope con una pequeña partida exploradora al frente, la que se adelantó hasta una milla.

Y andando, dijo Esteban a don Anacleto:

-Desde que don Luciano y V. faltan de «Tres ombúes», la estancia ha de haber sufrido mucho. A la cuenta, las vacas y las yeguas no conocen ya rodeo; y si acaso, no se ha de meter en el corral más que la majadita del «tronco» por pastorear encima de las poblaciones. Si V. se aprovechase de quedarse aquí estos días, haría servicio a don Luciano, y yo había de disculparlo con el jefe... Antes de mediodía vamos a pasar cerquita, a una media legua.

-En esa rumia iba -respondió don Anacleto con gravedad-. No se juega con los entereses; y yo tengo en un potrero del monte un ganadito orejano que a la fija se han comido los «matreros», si no han matrereao ellos mejor por librarse de estos cimarrones.

-Si le han comido el suyo, no habrán precisado de las vacas del patrón.

  —196→  

-Asina es. Pero, en la virgen confío que mi terneraje no haiga mermao mucho porque al dirme lo metí en un playo de pasto de engorde de cuaresma, tan acortinadito y misturao con malezas, que nengún gaucho malevo ha de haber olido la madriguera. El de mi patrón se ha de haber resarcido con las crías aunque al principio lo haigan espigao en flor. Tengo gana de ver cómo sigue esta hacienda, por si hay que enderezar algo en el establecimiento que dejé al cargo de Calderón y de Nereo. No sería malo que me diera una güeltita por el campo antes que venga el tiempo de las quemazones o de la langosta, y todo lo encontrase arruinao y en «taperas». Si te parece, me corto al trotecito asina que nos acerquemos, aunque no juese más que pa bichear a esos mandrias.

-Se me hace bueno, -dijo Esteban sonriendo,- y no hay que estar entre si caigo o no caigo. ¡Caiga al campo, don Cleto!

-Por aviriguar, güelvo a decir; nada más que por aviriguar. Después me encorporo aunque sea en la sierra de los Tambores al grueso, con este solo compañero, que no preciso la garabina.

Y se golpeó el corvo con fuerza.

-¡Ya creo que no precisa! -observó el liberto con seriedad.

A trueque de un encuentro malo como podría acontecer en un refucilo, en que no quedase uno vivo, mejor es que primero V. vigile un poco el campo de don Luciano porque se lo ha de agradecer él, la niña, y también mi amo, por lo que los quiere...

-Por lo juicioso te hacía comandante amigo, si yo juese el jefe; y no es por lavarte la cara, que no necesita de jabón, sino por probarte que soy tu aparcero de alma, todo enterito pa el trance más duro después que te he pulsao la muñeca. Si mandás que cargue en la punta en cuanto los «mamelucos» asomen la trompa en la lomada por ahí me descuelgo como «carancho» sobre los güevos a todo lo que da el «flete»; si ordenás que vaya a cuidar el ganao de mi patrón por ser de conveniencia, aunque me aflija voy, porque la desciplina ha de respetarse más que al cura, dende que se parece a las mujeres que se han pasao de mozas sin marido y siempre están rezongando.

Limitose el negro a sonreírse sin objetar más palabra.

El galope duro no daba tampoco lugar a diálogos muy largos; y con ese galope llegaron al vado, que cruzaron sin novedad, siguiendo sin detenerse por la orilla del monte.

Al empezar a declinar el día, don Anacleto creyó llegado el momento de separarse, pues pisaban ya campo de Robledo, y así lo hizo,   —197→   cambiando de rumbo para dirigirse a las «casas» y haciendo un cordial saludo con el brazo a sus compañeros.

Estos lo contestaron con una aclamación unánime y las armas en alto.

El sargento Saldanha le gritó:

-¡No se vaya a hacer perdiz en el pago, don Cleto, y mire por su fama!

-La cuida esta que va en la vaina -contestó el viejo con arrogancia-. ¡Ya ha de cortar más de una cola cuando toquen a rabonear!

Luego, entre risas y expansiones, la partida desapareció en un bajo, y don Anacleto en un abra del monte.




ArribaAbajo- XXVIII -

Muchas fueron las agitaciones en el campamento de los sitiadores desde la prisión de Calderón, hasta después de ocurridos los hechos de armas que habían apresurado la marcha de Bentos Manuel hacia el interior del país.

Luis María siguió con interés creciente los acontecimientos, examinándolos sin decaer un instante en su entusiasmo, ni preocuparse mucho de los giros extraños que a ocasiones les daba la política.

Se estaba a la naturaleza y al alcance del esfuerzo.

En su sentir, era muy difícil modificarlo sustancialmente, aunque la necesidad lo contrariase por la adopción de formas opuestas a la voluntad firme y constante de los nativos. Bien conocía él esta voluntad. Pero, asistíale también la convicción, en presencia del arduo tema de que no era rigurosamente cierto que «querer fuese poder», según el adagio que se estilaba en casos análogos como sentencia sacada de la misma experiencia. Lo que él y otros querían, no se podía realizar sin riesgo de que toda la obra se perdiese.

Hablaba muchas veces con su jefe en la tienda, en marcha, en los días de zozobra como en los de regocijo; siempre hallaba en él   —198→   la misma actitud, igual reserva discreta acerca de asunto tan escabroso.

Eran, sin embargo, de importancia y dignos de una meditación profunda, los hechos que habían venido encadenándose hasta confirmar en sus extremos la conducta leal de los libertadores.

Estaba Luis María invadido del espíritu local, que era mezcla de virtudes y rabias; pero en su cerebro el buen sentido primaba sobre el arranque de la pasión, y le hacía condolerse de la suerte que cabía a uno de sus grandes y queridos ensueños.

Pensó sin soberbia.

Pasó revista al pasado, tan lleno de abnegaciones y recuerdos palpitantes.

La suerte de las armas se había mostrado propicia al intento de los buenos; pero, éstos estaban en el comienzo de una obra colosal; y no contando con más recursos que los propios, que eran muy escasos, sin apoyo directo ni indirecto de los gobiernos vecinos, empezaban a palpar los graves inconvenientes de la empresa y a comprender lo serio de la aventura, para cuyo complemento érales preciso el concurso del genio militar e ingentes sumas de dinero.

Sus reflexiones recayeron sobre los hechos fundamentales que se habían consumado con trabazón lógica, preparando acaso al país para una vida ficticia, o por lo menos agitada y turbulenta.

La representación convocada, ardiendo aquél en dura guerra, había nombrado, en uso de sus facultades, un gobierno efectivo y diputados al congreso argentino, -lo mismo que Artigas hiciera en otro tiempo y bajo el imperio de otras circunstancias.

Pero, antes de producirse este hecho y el de las declaratorias notables de la asamblea, súpose que el gobierno de Buenos Aires había dispuesto se formase un ejército de observación en la línea del Uruguay, al mando del general Martín Rodríguez.

Cuando este jefe pasó a recibirse de su puesto, una versión alarmante circuló en esos momentos, y subsistió mucho después.

Se dijo que el general Rodríguez llevaba órdenes para prender al brigadier Lavalleja, y remitirlo a Buenos Aires. Esta especie fue adquiriendo cada día mayor crédito, sin que el tiempo y los sucesos la desvanecieran.

Subsistía entre los orientales, y éstos se la explicaban claramente. La diplomacia argentina que había traído a Lecor, trataba de mantenerlo en el terreno conquistado.

Érales forzoso, para merecer el auxilio y provocar la conflagración,   —199→   dar prueba segura de su lealtad; y aun asimismo, extender su acción y su poder en el territorio por una victoria ruidosa.

En caso feliz, el apoyo sobrevendría por el exceso mismo del mal que perturbaba profundamente el equilibrio de la vasta zona; si el éxito era desgraciado, los vencidos no debían esperar más que la prisión y el proceso.

A esta triste alternativa estaba condenado el ideal de la aventura por la política insensible y la fría diplomacia. Entre esos dos hielos se encontraba la aspiración ardiente de los débiles, que todo lo fiaban a los milagros del valor.

Diose la prenda.

El brigadier Lavalleja sometió la dirección de la empresa militar al ejecutivo de la república, ofreciendo así prueba eminente de espíritu de orden.

Este compromiso no fue aceptado. La resistencia del gobierno general a tomar cualquiera intervención explícita quedó excusada legalmente por preceptos que era preciso llenar de un modo solemne.

Contra esta resolución se habían estrellado todos los esfuerzos y los ruegos del pueblo oprimido, tanto como las vehementes insinuaciones del espíritu nacional, los argumentos de los tribunos y del patriotismo exaltado.

Era entonces necesario que el denuedo de los nativos, luchando solos con el enemigo común, rompiese aquella barrera, consagrando su afán constante con un triunfo memorable; y preciso era que ellos confirmasen los votos protestados por su libertador, por medio de un acto armónico con sus instituciones.

Lo primero se ansiaba día tras día, soñándose con la aurora de una jornada cruenta, pero fecunda, que despejase un poco los horizontes del porvenir; lo segundo se había hecho por una asamblea con mandato imperativo, que, en el fondo, no podía suplantar los efectos de un plebiscito necesario.

En un país de cien mil almas, cuyos ciudadanos, sin escuela de gobierno libre, eran soldados, y a quienes en esas horas críticas les era corto el tiempo para preocuparse de otra cosa que de batirse a muerte contra un adversario diez veces superior, no debía esperarse tampoco que la voluntad del conjunto, la expresión meditada y tranquila de la voluntad soberana se manifestase por otros medios más correctos.

El día 25 de Agosto la asamblea había declarado al país, de hecho   —200→   y de derecho, libre e independiente del rey de Portugal, del emperador del Brasil y de cualquier otro del universo; y en pos de esta declaratoria viril, hecha en medio de zozobras y peligros, había dictado también la ley que lo incorporaba a las provincias unidas del Plata como porción integrante de su antigua soberanía.

Era ésta, sin duda, una concepción más clara y luminosa de la patria, cuyo sol debía nacer en el confín sur brasileño y hundirse detrás de los Andes, después de alumbrar inmensas regiones destinadas a todas las razas laboriosas del mundo y a todas las libertades sin arraigo en las naciones caducas; era el haz de fuerzas que hacían la solidaridad perseguida, la cohesión de los medios y la armonía en los fines, dando aparente solución al problema del equilibrio platense.

Aparente, porque ¿no invocaba el imperio iguales títulos que su rival a la posesión y exclusivo dominio de la tierra disputada, y no eran sus pretensiones antecedentes de funesto augurio para el futuro?

La fórmula de incorporación, que era en sí misma expresión de poder y de fuerza, resultaba para el dominador impuesta por la brutalidad de los hechos, y como un reto a su soberanía, por cuanto los nativos, años atrás, habían resuelto la anexión al imperio por intermedio de sus cabildos, únicos cuerpos de carácter representativo y popular.

En esta grave querella, para nada tenía en cuenta el Brasil que los orientales no querían en el fondo lo que sus cabildos hicieron; ni Buenos Aires se daba por entendido tampoco de que la célebre declaratoria no era un acto espontáneo de los pueblos oprimidos.

Dirimían sus antagonismos sin consideración a la prenda. Y la prenda anhelaba ser entidad neutra y por lo mismo libre y respetada. Pero, no siendo eso práctico por sus solos recursos, ninguno más adecuado como quien saca fuerza de flaqueza, que el de aquella declaratoria. La incorporación al cambiar el dominio traía consigo el conflicto, y hacía teatro de la lucha el mismo suelo disputado; mas al fin de esa lucha podría bien suceder que del exceso de sangre vertida surgiese la zona neutral por utilidad recíproca, y de esta situación, una independencia que era imposible adquirir por otros medios.

Por eso, condensando su pensamiento en las propensiones locales firmemente acentuadas, el joven patriota recordaba entonces la frase   —201→   lacónica pero expresiva que había recogido en más de un labio a raíz de aquella última declaratoria:

-¡Libertémonos del yugo extraño, y después Dios proveerá!

Resumía esta frase, con los anhelos de una generación formada al calor de la lucha y que todo de la lucha lo esperaba, lo incierto de su destino.

Tal vez se descubría en ella el fondo de soberbia genial que constituía la base de las rebeldías indomables; pero esa naturaleza bravía favorecida en su desarrollo por las condiciones geográficas del territorio, aislado de los otros en casi su totalidad por mares y grandes ríos, era precisamente la causa del conflicto, la razón inicial de la aventura legendaria.

Y bajo esta faz el problema de futuro ¿podía considerarse asimilable el elemento nativo?

La pregunta era honda, y eludió satisfacerla como si se hubiese abocado a un abismo insondable...

En la bandera a cuya sombra los orientales peleaban se leía con letras negras la inscripción de ¡libertad o muerte! que era su grito de guerra y también de gloria.

En ese lema se resumían sus ideales; en ese grito sus virtudes guerreras. ¿Se obstinaban ellos en probar que eran capaces de ser libres dentro de un gran todo o de una gran patria de comunes sacrificios; o buscaban significar con ese lema, que tenía su origen en Artigas, que toda dependencia les sería odiosa aun dentro de la comunidad primitiva?

Se inclinaba a creer esto último; y un día dijo a su jefe lleno de ardimiento:

-Si vienen los argentinos y libran la gran batalla, nuestra esperanza llevará camino de realidad, mi comandante.

-¿Por qué? -había preguntado Oribe.

-Porque hoy ninguno de los rivales podrá obtener victoria definitiva, fuertes como uno y otro lo son; y entonces nos harán el fiel entre los dos platillos.

-El caso es que los argentinos vengan. Mientras eso no suceda, no habrá fiel, desde que no haya balanza que equilibrar.

No ponía en duda Berón este aserto; pero consolábale la idea de que el auxilio vendría, hecha como lo había sido la declaratoria de incorporación, y factible como era un hecho de armas que de un momento a otro, asegurase a los «insurgentes» el dominio de la campaña.

  —202→  

Muchas otras circunstancias concurrían a preparar el espíritu del gobierno argentino a una actitud resuelta.

La marcha misma seguida por la revolución estimulaba al socorro, en nombre de principios que ella se esmeraba en consagrar sobre el terreno de la lucha. Sus prácticas no desdecían de la alteza del propósito. Hacia la lucha humana, sin crueldades ni venganzas.

El joven patriota sentía por ello una íntima fruición, que se renovaba con frecuencia por las voces que se alzaban en la otra orilla en defensa de los oprimidos.

Una tarde su goce subió de punto.

De la tienda de Oribe había pasado a la suya una hoja impresa, un número de El Piloto, que aparecía en Buenos Aires, cuya prédica reflejaba los nobles deseos del pueblo argentino, y en cuyas columnas leyó, entro otras expansiones entusiastas y generosas, estas líneas:

«Un pueblo que ha pasado por cien vicisitudes podrá acaso, como Roma, no hacer votos por los buenos días de su libertad; pero los pueblos que no han tenido lugar aún de gozar de aquellos bienes, no pierden así sus sentimientos ni sus esperanzas de conquistarlos: ellos hacen lo que los orientales conducidos por el inmortal Lavalleja, cuyos heroicos hechos han sido coronados con el sublime ejemplo de perdonar el extravío de sus hermanos.»

Y al leer esto, que era gloriosa verdad, tuvo presente que la revolución había aceptado aun a los descreídos en su seno; recordó que Calderón, enviado por Oribe al cuartel general con la nota de traidor y condenado a muerte por el consejo de guerra, había merecido gracia el día del cumpleaños de Lavalleja, por interposición de Rivera, sin otro compromiso que el del juramento de no hacer armas contra sus antiguos compañeros; juramento violado a los pocos días, uniéndose al perjurio nuevamente la traición.

Hizo también memoria de muchos otros que debieron la vida a la lealtad caballeresca, y de más de mil prisioneros actualmente en depósito que eran objeto de tratos humanitarios; y aun cuando hallaba algún punto oscuro en la actitud de Rivera en el episodio de Calderón, dadas las facetas sombrías de este personaje, no podía él menos de decirse interiormente, como un resumen de levantadas ideas: «con esta moral se irá lejos».



  —203→  

ArribaAbajo- XXIX -

La vida de campamento no era tampoco sosegada como al principio, y desde algún tiempo atrás se venía poniendo a prueba el músculo en marchas y contramarchas a toda hora según las exigencias de orden militar, devorándose distancias con buen sol o bajo la lluvia, en hermosas mañanas como en noches sin estrellas.

El caso era no ser vencido en previsión, ni aventajado en actividad. Había que esforzar las aptitudes y que suplir el exceso del número con el valor y la audacia.

A pesar de esta vida agitadísima, en ciertos días y en determinadas horas su jefe, celoso de la profesión, ordenaba y dirigía personalmente la práctica de evoluciones por mitades, compañías y escuadrones; todo el campo poníase en movimiento; ejercitábanse el sable, la lanza y la carabina; indicábase con esmero como debían equilibrarse la velocidad y la forma de impulsión en las cargas, por elección de caballos; simulábanse protecciones de despliegues y retirada, como si se contase con infanterías; perfeccionábanse en cuanto era posible los medios para el choque; lo que se explica si se tiene en cuenta que, aunque arma accesoria, la acción táctica de la caballería estaba entonces en la plenitud de su vigor.

El jefe era hábil, organizador y valiente; tres aptitudes que creaban el estímulo con el respeto, el celo patriótico y la emulación militar, en la medida del tiempo y de los recursos. Para la elección de los caballos de guerra no era necesaria la teoría; todos eran grandes jinetes, y con ojo experto elegían al compañero de lucha sin equivocarse nunca. Sabían también por experiencia lo que importaban los arreos en la fuerza de impulsión, los equilibraban con la rapidez, y muchos no llevaban más que el rendaje y las armas en el momento del choque.

De esta manera, constituían una caballería ligera o una de línea sin ser pesada, cuando así lo exigían las circunstancias; «una fuerza viva desplegada» capaz de afrontar el mayor peligro, como lo era para resistir los rigores de la privación y la inclemencia.

Caballería propia de un terreno con campos ondulados, con bosques   —204→   moteados de potriles, con serranías abruptas, con valles «guadalosos»; y propia de un clima con fríos recios, con soles ardientes, con noches plateadas y con vientos mugidores. El jinete, bravo y robusto; el caballo pequeño, pero fuerte y sufrido; capaz el uno de extrema osadía y el otro de llevarlo a la boca del peligro, resultaban armónicos con el suelo y el clima.

Por entonces nacían, vivían y morían entre estridores de «pamperos» y clarines.

La victoria de Rincón, y otra obtenida por el veterano de Artigas Andrés de Latorre, sobre una fuerte división brasileña que buscaba la incorporación con la del general Abreu, dieron nuevo impulso súbitamente a las operaciones, hallando a Oribe el «chasque» de las gratas nuevas en la costa del Santa Lucía.

La excursión rápida de Bentos Manuel hacia Montevideo, lo había obligado a movimientos más rápidos todavía, y al habla con el cuartel general, maniobraba dentro de la zona en que se incubaba el peligro imprevisto: «en la cuna del toro», -según la frase gráfica de Ismael.

Terminaba septiembre.

Los días eran claros y hermosos, retoñaban con gran vigor los bosques, el espíritu estaba alegre y templado a pesar de lo que ya llevaba de prueba el esfuerzo extraordinario, y en el campamento corría como una nueva vida preñada de esperanzas como la primavera de jugos.

En el vivac de Luis María, Ismael y Cuaró se comentaban cada mañana las probabilidades de un encuentro formal que precipitase los sucesos.

Todos confiaban en el éxito, por el prurito que da la costumbre del triunfo y la fe que inspira la habilidad de los jefes.

Ellos confiaban en el suyo, a quien veían desplegar recursos sólo propios del que sabe segundar un plan y aun excederse de los límites trazados, en sentido de afianzarlo o robustecerlo.

Todo consistía en que las fuerzas revolucionarias llegasen a formar un haz en el momento de la acción, pues que se encontraban diseminadas en distintas zonas. Si el enemigo tomaba la ofensiva, debía ser por sorpresa, y sobre una de las divisiones fuertes, antes que la junción se operase.

Para precaver esto, es que ellos vivían en perpetuo vaivén, cambiando en horas de campo, trasponiendo grandes distancias, ora acercándose a la plaza, ora alejándose sin dejar rastro visible   —205→   empeñados en descubrir la intención del enemigo y hacerse dueños de sus medios de comunicación con Abreu, que se mantenía en su posición estratégica sin desprender ni una columna después de los contrastes sufridos.

Esa expectativa no podía durar mucho; y así fue.

Una tarde supieron por aviso anónimo, que el coronel Ribeiro saldría de extramuros con rumbo al centro del país; y al mismo tiempo vino anuncio del cuartel general de que una fuerte columna de caballería avanzaba por el norte a marchas forzadas buscando su base de apoyo en Abreu.

Dábanse hasta los detalles más minuciosos sobre estas operaciones, que en vez de alarma ocasionaron indecible contento.

Como se diese orden de ensillar a prisa, Jacinta vino al fogón de Luis María, y dijo a éste:

-Yo me voy con el carro al cuartel general.

Su asistente queda con una porción de cosas que yo le dejo, y que V. ha de precisar en estas marchas de noche, en que nada se encuentra a ocasiones, ni una sed de agua, porque es mucha la tiñería donde se tiene miedo a los portugueses... No me desaire, que me trae güena intención... Nos hemos de ver pronto si no me engañan mis deseos, que son asina de grandes, aunque que los suyos sean muy chiquitos... ¡Pero no importa! Yo lo he de ver y lo he de servir siempre con la mesma voluntá, y muy pronto; porque mire, yo creo que va a haber pelea de aquí a unos días y todos tendrán que pintarse, hasta Frutos, que anda a monte, para aguantar el rempujón.

-Sí, nos veremos Jacinta -respondió el joven con afecto-. Es V. tan buena conmigo, que no sé como expresarle mi gratitud. Muy presente he de tenerla.

-¡Qué! -le interrumpió ella con aire triste-. No vale la pena... Le he costureao los ropas, que estaban en miñangos, y aura parecen otras. Los botones se los pegué como hacen los melicos, con un berrugón de puntadas, porque de otra laya nenguno se queda quieto. Y aura, oiga una cosa que he de decirlo sin que lo duela: si hay encuentro o entrevero vaya arrimao al «indio», que es muy guapo y yo sé cuanto lo quiere... Es poco hablador, y cuanto más quiere más se amorra, como negro. Pero es duro de pelar lo mesmo que «yacaré». Estéase ceñidito a él como si fuese su hermano, sin agravio en esto; y verá que lo ayuda en lo amargo, sin que V. se lo   —206→   pida V. nada más. ¡Adiós, señor María, que la virgen lo acompañe!

-¡Hasta la vista, Jacinta! Gracias por todo.

Y el joven lo estrechó la mano.

Fuese la criolla.

Concluíanse los últimos preparativos.

Antes de mandarse a caballo, el capitán Velarde, que estaba de avanzada, trasmitió el parto de que una partida de treinta soldados con varios sargentos acababa de presentarse en el campo, diciéndose sublevados de una fuerza enemiga.

A poco, la partida llegó con custodia.

Berón que se encontraba al lado de su jefe, reconoció en el acto a Esteban, exclamando:

-Es mi asistente, el que cayó prisionero hace meses en las guerrillas del sitio, y que ahora vuelve a sus filas, trayendo ese contingente.

-Buen augurio, -dijo entonces Oribe,- si como creo estos hombres se han desprendido de la columna de Bentos Manuel. Sería un principio de triunfo, que nos correspondía asegurar con un esfuerzo decisivo sin pérdida de tiempo.

Pronto se enteraron de todo lo ocurrido.

Esteban hizo el relato con la mayor fidelidad, y puso en manos de su señor el cinto, que hasta ese momento había llevado bien oculto.

Oribe mandó que Luis María redactase sin demora una comunicación a Lavalleja, en la que le daba cuenta de lo que pasaba, y que venía a confirmar las noticias que por diversos conductos se les había trasmitido.

Decíale también que observaría al enemigo en su marcha por el frente y el flanco, sin apartarse mucho del centro de operaciones, a la espera de nuevas órdenes.

Escrita la nota, partió un «chasque» con ella a rienda suelta.

El cuartel general estaba muy cerca, bastando media hora de carrera a un jinete duro para ponerse en el sitio. Eligiose de «chasque» al teniente Cuaró.

Concluida su tarea, el joven patriota oyó de labios de Esteban lo que éste había recibido encargo de decirle.

Notole el liberto tan visiblemente impresionado, que él mismo llegó a conmoverse sin disimulo.

Como los dos habían quedado algo distantes de los grupos llenos de alborozo con el suceso reciente, hablaron sin reservas.

  —207→  

Luis María leyó las cartas, interrumpiendo su lectura con interrogaciones rápidas y breves, que Esteban contestaba con la misma precisión.

Estúvose en suspenso un rato y guardó las cartas en el pecho.

Luego examinó el interior del cinto, y cogiendo un gran puñado de onzas, púsolas en las manos del liberto, diciéndole:

-Haz de eso dos porciones iguales, y guárdalas en uno y otro bolsillo.

Hízole así el negro, poniendo once de una parte y diez de la otra, muy afligido por no poder dividir el exceso.

Estuvo a punto de advertir a su amo que eran nones; pero, como lo viese pensativo, juzgó prudente callarse.

Él bien conocía que su señor nunca contaba cuando tenía y abría la mano.

Después, este dijo:

-Cuando llegues a ver a Jacinta... ¿tú la conoces?

-¿No es aquella que estaba en carretón en la finca, al principio del sitio?

-La misma es. Ahora ha marchado al cuartel general. Cuando la veas, digo, que puede ser pronto, le entregarás una de esas porciones de dinero para que ella lo utilice en compras que le convengan. Añadirás que ese no es más que el importe de los artículos que yo he consumido.

-Es mucho, señor... con dos onzas bastaba.

-¡Qué sabes tú! Haz lo que te mando sin meter baza.

-Sí, señor.

-Y ahora que tú has venido, lo que tanto celebro, espero que arregles mis cosas que andan ahí en desorden en manos de los que no las entienden.

Esto diciendo, Luis María apretó bien las agujetas del cinto doblándolo para disminuir en lo posible su volumen; y dirigiose hacia donde estaba Oribe.

Aunque ya la división había montado, éste se encontraba todavía de pie bastante retirado, junto a unas grandes piedras en lo alto do la colina, observando el campo en todas direcciones.

Al sentir llegar a Berón, se volvió con presteza.

-Mi jefe: -díjole el joven- acabo de recibir algunas onzas que me ha enviado mi padre, y también cartas con noticias que ya conocemos. Yo no preciso de ese dinero sino una suma pequeña, que   —208→   ya he sacado, y vengo a ofrecerla a V. lo demás para las urgencias de la tropa. Aquí está.

Y mostró el cinto.

Era su acento expresión de tal sinceridad y firmeza, que el comandante se sintió conmovido.

-¿Es decir -contestó- que V. no se contenta con ofrecer a su causa lo más que puede darse, y que es lo primero, su esfuerzo personal, su sacrificio de sangre?

-Así es, señor. Si de más dispusiera, sería aún poco. Yo me doy por entero a las pasiones que honran, y lamento no valer nada. Soy un hombre que, como otros más cautos, podría ser feliz; pero tengo la desgracia de ser terco y pertinaz. Amo lo que amo sin reservas ni egoísmos, y siempre que me es dado demostrarlo lo hago con el mayor gusto. Ruégole que acepte, mi comandante, esta humilde ofrenda.

Oribe lo abrazó, con movimiento franco y espontáneo diciendo:

-¡Acepto, amigo, y gracias! Pero a una condición, y es la de que esa suma, con otra qua podamos reunir, sea destinada a un armamento completo para nuestros cuatro escuadrones.

Luis María hizo un gesto de asentimiento, sin replicar palabra, y devolvió el abrazo con la misma efusión.

-Como V. lo ve -agregó al jefe señalando hacia las filas- ya nuestro regimiento tiene estandarte, aunque modesto; es de lanilla con su letrero en el centro, y obra de damas. Se lo he confiado a ese joven subteniente que apenas empieza a ser hombre, de aire garboso y atrevido.

-Me parece todo muy bien, comandante; esto estimula y enardece los deseos de llegar a la prueba cuanto antes.

-Acaso esté muy próximo el momento. Ahora vamos a ponernos en actividad para tratar de confirmar aquello que se ha dicho más de una vez, que la caballería ligera «es una verdadera red detrás de la cual el ejército propio marcha o descansa, sin que al enemigo le sea dado presumir nada positivo de sus planes».

Minutos más tarde, la fuerza abandonaba aquel sitio al trote largo.

Había desprendido varias partidas exploradoras, y al parecer se encaminaba hacia el paso del Soldado.

Reinaba en las filas una atmósfera alegre, de espíritu expansivo y abierto, como si todos hubiesen recibido buenas nuevas, aunque éstas se condensaban en una verdadera: la llegada del enemigo.

  —209→  

Ismael, que había ocupado su puesto a vanguardia, e iba mirando atentamente a Berón, dirigiole así la palabra:

-Parece contento, y por eso yo lo estoy también.

-Es verdad, capitán. He tenido noticias de mi familia y le agradezco su buen corazón. ¡Mucho tiempo hacia que no me llegaba una carta y hoy me he resarcido por toda la ausencia.

-Asina es. El que llora penas, solo, nunca puede creerse desgraciao; al que es solo, el mesmo goce lo aflige.

-¿Por qué?

-Atrás de la risa le grita el recuerdo y acaba el gusto, como si se reventase la hiel... Pero esto no es el caso. Dígame lo que haiga de los portugueses.

Luis María púsose entonces a referirle con los menores detalles lo que al respecto su padre lo decía en la carta, y lo que Esteban había hecho por la causa de los patriotas sublevando parte del escuadrón de auxiliares, cuya partida con armas y municiones el mismo Velarde había recibido en las guardias avanzadas.

Ismael oyó con atención, y luego dijo:

-¡El negro es de alma!... Pero no teniendo él plata que darles a esos melicos, -y viene un sargento portugués en la partida le alvierto,- ¿cómo diablos se amañó en el envite del truquiflor?

-Acaso con dinero de mi padre, porque es cierto que él no disponía de recursos.

En el espíritu de Luis María, a pesar de esta respuesta, se suscitó una duda.

Para él, ya era mucho que su padre hubiese modificado tanto sus ideas acerca de la causa de los nativos, y más aún que le trasmitiera datos prolijos de lo que el enemigo intentaba; pero el que hubiera proporcionado fondos para una rebelión de tropas dentro del recinto, excedía a todas las hipótesis y conjeturas.

No dejó, pues, de preocuparle el hecho, en sentido de una mayor satisfacción; y para cerciorarse llamó a Esteban, apartándose algo de la columna.

-Supongo -le dijo- que tú no has sublevado la gente de tu escuadrón nada más que por la influencia de tu palabra y de tu energía; aunque siendo muchos de ellos orientales, no necesitaban de otro estímulo que el del patriotismo para dar este paso honroso.

Entiendo que hay entre esos hombres un sargento portugués...

-Sí, señor; el sargento Saldanha.

  —210→  

-Bueno. ¿Y éste también se ha venido por sólo amor a la causa?

-Le di unas onzas...

-¡Ah! ¿Te las proporcionaría mi padre, Esteban?

El liberto se turbó un poco, y no quiso mentir.

-No, señor, -respondió;- fue otra persona.

-Entonces hay allí más de una a quien tengamos que agradecer actos tan señalados como este; y tú deberías nombrarla en confianza, a fin de que no quede en olvido.

-Ella no quiere. Pidió como un favor... Pero si su mercé me ordena, yo cuento.

-Habla.

¿Quién es?

Vaciló todavía un momento Esteban, y después dijo muy bajo:

-La niña Natalia.

-¿Quién has dicho?

El liberto repitió el nombre, agregando:

-Mi señor no me ha de dejar mal.

-No por cierto -repuso el joven con gran sorpresa;- ¡no!... Tú has sido leal y fiel, has cumplido como pocos tu obligación y algún premio has de recibir a su tiempo. ¡Será muy justo! Lo que acabas de revelarme me llena de un gran placer y por eso me felicito de haberte interrogado; pero ahora yo te pido que lo dicho quede entre los dos en todo tiempo.

-Sí, señor.

-Relátame lo que pasó.

El liberto expresó sencillamente lo sucedido con la intervención de Guadalupe, apoyándose en el testimonio de ésta; puesto que él nada había hablado con la joven de Robledo sobre el asunto de la sublevación de sus compañeros de cuartel.

Estuvo en todo discreto, y para terminar añadió:

-En la casa de los amos el tiempo todo es poco para acordarse de su mercé.

Esa última frase puso a Luis María cabizbajo, abstraído. Gran tropel de pensamientos mezclados a sensaciones íntimas se agolparon sin duda alguna a su cerebro, sustrayéndolo por largos instantes a los ecos de afuera.

Siguió su marcha como enclavado en la montura.

La noche vino con un cielo oscuro; cerró por completo; transcurrió el tiempo y el paso de la columna era el mismo, con pequeñas treguas.

  —211→  

Por dos veces se detuvo a altas horas; en una de ellas contramarchó, hizo un zig-zag en un terreno de asperezas y luego los cascos de los caballos resonaron en un suelo duro de carretera.

-Camino al Durazno -dijo Ismael.

Luis María le oyó, y repuso:

-Entonces vamos sobre el rastro del enemigo.




ArribaAbajo- XXX -

Íbase en efecto por el camino real al paso del Durazno, en medio del cual, a cierta hora, se mandó hacer alto y echar pie a tierra.

Luis María e Ismael supieron entonces por Cuaró, incorporado recién, después de repetidos viajes, que Lavalleja venía a marchas forzadas desde La Cruz, y que había ordenado a Oribe lo esperase en la carretera, precisamente a esas horas. No debía demorar sino momentos, porque él lo acababa de dejar a corta distancia.

Bentos Gonzalves bajaba hacia el Yi con su columna en busca de Bentos Manuel, que a su vez iba a su encuentro, tras una marcha hábil y rapidísima.

De este modo en contadas horas estarían a la vista, unidos y fuertes y bien previsto este hecho, se había dado orden al brigadier Rivera para que, abandonando la posición que ocupaba en la zona de Mercedes, viniese a situarse con su división en la noche en las vertientes del arroyo Sarandí, sitio escogido para la conjunción de todas las fuerzas revolucionarias.

Inmóviles a un costado del camino, Luis María, que acababa de cumplir una orden, dijo a su jefe:

-Por lo visto, comandante, se trata de librar mañana un combate de caballería contra caballería.

-Un combate, exactamente -contestó Oribe- como en Junin, el combate silencioso. En Junin sólo lucharon caballerías; la batalla, en riguroso tecnicismo, requiere la acción de las tres armas, y ni en Junin sucedió eso, ni sucederá, hoy por hoy, entre nosotros mientras no dispongamos de infantería y artillería. Sin embargo, en mi opinión hay combates que valen más que batallas por sus efectos; y si se libra el que anhelamos, los resultados serán los mismos   —212→   dadas las condiciones actuales de la lucha. El número de combatientes de una y otra parte, será el que en Junin, más o menos.

-De todos modos, el general Lecor ha conseguido su deseo de que sean elementos similares, como él los cree, los que vengan con nosotros al choque.

-Eso opinó él al principio de la lucha; pero ahora su manera de ver las cosas era distinta, y aprestaba infantería y caballería para robustecer a Ribeiro. Según parece, contra los buenos consejos del cauto portugués, éste jefe ha partido de extramuros inopinadamente en su impaciencia de ganar el lauro.

Respecto al día de mañana, acaso fuese el del combate. Algunos vecinos me han informado que Ribeiro, a su paso, llegó a decir que siendo el de mañana 12 de octubre, aniversario de su emperador don Pedro, ansiaba llegar a las manos con «os revoltosos».

-¡Cuanto antes mejor!

-Veremos.

Luego, Oribe se apartó del sitio sin más compañía que el clarín de órdenes.

A los pocos momentos circuló la voz de la llegada de Lavalleja e inmediatamente se emprendió la marcha hacia el arroyo de Sarandí punto designado para la reunión con las fuerzas del coronel Rivera.

Esa marcha fue dura. Cuando se hizo alto al amanecer en la vertiente misma de Sarandí, donde ya se encontraban aquellas fuerzas, las descubiertas anunciaron la aproximación del enemigo, que venía en dirección al punto escogido y se hallaba apenas a una legua de distancia.

Se mandó entonces cambiar caballos y poner las divisiones en orden de pelea.

En medio de esta agitación, precursora del combate tan ansiado, Esteban, apartado un tanto de la línea y al caer a un bajo al trote, dio con los carretones del convoy, que se habían estacionado en la ladera.

Al contrario de los demás, Jacinta había desenganchado sus dos caballos del vehículo, que era bastante liviano, y aderezado bien uno de ellos, que tenía sujeto del cabestro a una rueda.

Jacinta estaba junto a un fogón que acababa de encender, y en el que, con la destreza y diligencia que le eran peculiares, calentaba el agua para el «mate» y asaba un pedazo de carne de novillo.

En rededor del vehículo veíanse una porción de botellas y botijos vacíos, pequeños cajones destrozados y otros desechos de vivac.

  —213→  

Jacinta había dado salida a todos sus artículos de comercio ambulante, al menor precio, para sentirse ágil y pronta a las consecuencias.

En cuanto vio a Esteban, le dijo:

-¡Ni llamao con corneta! Aquí tiene una mitad de «churrasco» para su oficial, y le pido se lo lleve porque ha de precisar de juerzas hoy más que nunca... Digale que yo se lo asé.

¡Y V. sírvase de un mate, si gusta!

-¡Gracias! Ya tocan a formar y falta tiempo -contestó el liberto, desmontándose con rapidez.- No venía más que a un encargo de mi señor, doña Jacinta. Él me dijo que le estaba a V. muy agradecido por tanta voluntad en servirlo, pero que no era regular que no la ayudase cuando podía; y que pudiéndolo hacer ahora, fuese V. servida de aceptar esto, nada más que para reponer en el carretón lo mucho consumido por su mercé en la campaña desde que comenzó el sitio.

Y el liberto, con muy buen modo, le alargó un pañuelo en que estaban atadas las monedas que Luis María le había destinado.

La criolla se encogió de hombros, con un gesto de soberbia.

-¡Güeno, aura así que está lindo! -exclamó.- ¿Para qué preciso yo eso? Cuando doy por puro gusto, me chafan, y cuando vendo por ganancia, me pijotean. ¡Guárdese eso, no más! Y dígale a su señor que le agradezco, pero que yo no soy Agapita, que se muere por una amarilla, aunque venga del mesmo Calderón.

-No se resienta, doña Jacinta, que nunca ha sido intención de mi señor ofenderla ni en la punta de un pelo.

-No me salga, con quiebros, que asina ha de ser para pior.Jacinta Lunarejo es de otra laya a la que se piensa; no es animal de cáscara como otros para no dolerse cuando la hincan con una espina. Y vaya mirando que la gente se forma y apronta, y que allá en el otro campo se mueven como hormigas.

-¡Ya veo! Pero...

-No hay pero que más valga, ni breva madura. Tome el «churrasco» que le dije a que lo coma calientito todavía, sazonao en ceniza... Aura váyase, sin cirimonia, con su plata y todo, que yo tengo también que levantar estos trastes para dirme en ese mancarrón.

-Bueno, me voy -dijo Esteban montando.- A la fija no ha de tardar mucho que toquen a degüello. La gente está que arde por echarse encima de los «mamelucos».

Y guardándose en el cinto el pañuelo anudado que rechazase con   —214→   tanta obstinación y enojo la criolla, se afirmó en los estribos, añadiendo:

-Ahí se acerca a esta loma la reserva, con los húsares. Ya a la izquierda de la línea han formado los dragones del brigadier Rivera, al centro la división de mi jefe... A la derecha se tiende en ala el comandante Zufriategui. ¡Lindo va a estar el baile! Adiós, doña Jacinta.

-¡Que Dios lo ayude!

Esteban picó espuelas.

La mañana abría esplendorosa.

En ese momento Lavalleja recorría las filas arengando las tropas; un gran murmullo se sentía de extremo a extremo de la línea alternando por vítores ruidosos; y delante, en el llano extenso, como a veinticinco cuadras, veíase mover otra línea oscura de dos mil cuatrocientos jinetes enemigos que a su vez alzaban las carabinas por arriba de sus cabezas entre aclamaciones repetidas al imperio y a don Pedro de Braganza.

El arroyo culebreaba al flanco y se escondía en las colinas hasta perderse en el Yi. Los campos que formaban la zona cubierta no podían ser más a propósito para la maniobra de los regimientos, de fáciles declives y valles sin tropiezos, nutridos de verdes y blandas hierbas.

La atmósfera apetecía límpida y serena, y por ella corría sonora y sin descanso la nota del clarín, como un grito prolongado de guerra que sólo debiera terminar con la batalla.




ArribaAbajo- XXXI -

Los orientales tenían una pequeña pieza de montaña de calibre de a cuatro, que arrastraban por delante con mucho garbo, y con la cual el teniente que la mandaba, con un servicio de tres hombres y municiones para diez disparos, se prometía ganar algunas ventajas a pesar de la opinión de Lavalleja, que decía con grande risa burlona:

-¡Con esa araña de mucho trasero, sólo se asusta a un pulgón!

La pieza rodaba, en efecto, a manera de arácnido que teme el   —215→   encuentro del alacrán, y merced al esfuerzo paciente de una yunta híbrida compuesta de una mula flaca y un padrillo caballar criollo dejado de mano por inservible.

El teniente iba muy tieso y grave en su bayo de oreja partida y cola anudada, y sus tres subalternos en caballos rabones.

Sobre la mula, un tanto espantadiza, jineteaba un cambujo de chambergo, al que le faltaba la mitad del ala.

Así que la línea hizo alto frente al enemigo, el pequeño cañón fue situado en una loma suave que se alzaba a un flanco del centro y el teniente, apeándose diligente, se puso a tomar la puntería de un modo concienzudo.

Los brasileños ya habían mudado caballos y ratificaban su línea en medio de entusiastas vivas al emperador.

Bizarro era el aspecto que sus tropas presentaban en la espaciosa falda de una hermosa colina, destacándose diversos cuerpos por su formación correcta, especialmente el regimiento de dragones de río Pardo.

El cañoncico dio una especie de ronquido de puma, y el proyectil pasó gruñendo por el hueco que separaba el centro enemigo de su derecha; picó junto a los escuadrones de reserva levantando en forma de abanico la tierra negra con una orla de briznas, y fue a rebotar en la cresta de la «cuchilla» a retaguardia.

Un clamor súbito se sucedió al pasaje de la bala.

El teniente volvió a calcular la trayectoria del segundo proyectil muy abierto de piernas detrás de la pieza, con el sombrero echado a la nuca y el cigarro en la boca.

Y estando en esta actitud, Ladislao Luna, que hacia con su escalón cabeza de la izquierda oriental, le gritó:

-¡Tené guarda, hermano, que el cañón no ronque por atrás!

Los jinetes rieron con estrépito.

El cabo acercó cuadrado la mecha ardiendo al oído, y a la detonación siguiose un salto de retroceso de la «araña».

La bala partió con sordo zumbido.

Este nuevo proyectil no dio tampoco en el blanco, aun cuando había sido mejor encaminado.

De la línea brasileña llegó en respuesta un segundo clamor, y de la oriental surgió de regimiento en regimiento como un coro indefinible de insectos gruñones, en que primaba la nota del alborozo.

El escobillón volvió por tercera vez a frotar el ánima en manos del fornido cambujo; el teniente a tomar el punto, imperturbable;   —216→   y el cabo a soplar la mecha para arrimarla enseguida al ojo de la pieza.

El proyectil de esta vez produjo un ruido estridente, algo semejante a un silbido de viento huracanado: y cayendo casi encima de la línea del centro enemigo, estalló entre una nube de polvo, derribando dos caballos con sus jinetes.

Era un tarro de metralla.

En ese instante, Lavalleja recorría las filas y dirigía una fogosa arenga a sus escuadrones en batalla; de modo que este detalle emocionante unido al episodio ocurrido, originó en la masa de combatientes una explosión estruendosa de entusiasmo y de coraje.

Algo análogo sucedió en las filas contrarias, aunque eran los suyos tal vez voceríos de ruda impaciencia; porque en el acto, sin esperar un cuarto saludo del cañoncico, toda la línea, con gritos formidables, se movió al trote, lanzando al unísono sus clarines el toque a degüello.

Los orientales no trepidaron un minuto y avanzaron al encuentro al mismo paso, dejando bien pronto a retaguardia la pieza de artillería, cuyos servidores, tras un desenganche veloz, desenvainaron sus aceros y se incorporaron a uno de los escuadrones del centro.

Pasada aquella masa compacta de jinetes, quedose a sus espaldas abandonada esa pieza con su boca casi al nivel de los pastos y su armón inclinado sobre la cuesta, como si sólo hubiese servido para dar la señal de la pelea, a modo del heraldo que en las lides legendarias golpeaba por tres veces el escudo llamando al torneo la pujanza y el valor.

Así cortando distancias las dos fuertes caballerías para el choque de prueba, Cuaró, que se había arremangado el brazo derecho a la altura del hombro y ceñídose un pañuelo blanco en la cabeza, dijo suave a Luis María:

-Mirá que va a empezar el fandango... ¡Abrí el ojo y tené al freno el lobuno!

E Ismael, que iba al lado opuesto, con el sable cogido de la hoja, añadió por su parte:

-No te apartés de mí, hermano, que puede ser hora de morir... Si caigo, recostate al teniente, que es güeno como pocos hombres, y en lo amargo asusta como nenguno.

Luis María iba con la boca apretada, la mirada fija, el busto erguido y tendido el brazo con que empuñaba su hoja: ni una crispación   —217→   se notaba en su semblante severo, ni una palabra brotó de sus labios.

Dirigió los ojos un momento al estandarte que flameaba a su derecha en manos del imberbe, y bajó la cabeza torvo, siempre silencioso.

Por un segundo cesó de improviso el trote nervioso de la línea, y una voz que ya se había dado, pero que se repetía ahora viril e imperiosa como uno exhortación suprema al valor heroico, volvió a resonar de cuerpo en cuerpo y de escalón en escalón, diciendo breve y secamente:

-¡Carabina a la espalda, y sable en mano!

Después, los clarines rompieron en el toque de degüello, los mil sables se alzaron destellantes, los escuadrones arrancaron a media brida, cayendo con la violencia de un torrente en el llano, a cuyo opuesto extremo se desplegaban dos mil cuatrocientos carabineros; y apenas en mitad del valle, a tiro de pistola, otras tantas detonaciones resonaron, dividiendo una densa humareda los dos campos como para cegar más su furor.

Disipada la nube, vio Luis María que sus amigos seguían ilesos a su lado tendidos sobra el cuello de sus monturas, y que en pos de la línea, clareada a trechos, pero siempre inflexible en su carga imponente, quedaban más de cien hombres sobre las hierbas, entreverados con los caballos que habían sido también muertos o heridos en el pecho y la cabeza.

El ronco son de los clarines volvió a alzarse sobre el estruendo de la descarga, y en pocos instantes las dos líneas chocaron.

La formación desapareció en el acto.

En medio de espantosa confusión, pudo Luis María observar que las dos alas brasileñas eran acuchilladas por la espalda hasta encima de sus reservas; pero que, en cambio, cortada en dos la extrema derecha enemiga por los dragones de Rivera, una de estas mitades formando masa compacta con las tropas del centro imperial que cargaban sobre el centro republicano, caía con irresistible violencia sobre la izquierda de éste, arrollándola impetuosa y comprometiendo el resto, en rededor del cual se arremolinó en un instante un círculo de hierros.

La acción del centro oriental quedó anonadada bajo el peso del número.

Entonces la pelea se trabó tremenda entre un grupo pequeño y una mole enorme de adversarios, al punto de no verse horizonte, estrechados, ahogados los nativos entre barreras de lanzas y sables   —218→   que habían surgido de improviso reemplazando a las ya inútiles carabinas.

Habían caído muchos en esa carga de frente y de flanco. El suelo estaba cubierto de heridos y de jinetes desmontados que corrían en todas direcciones, chocando con los grupos en su afán de abrirse paso entre el tumulto o de apoderarse de los caballos que habían librado sus lomos en el choque.

Luis María vio a Oribe atravesar por dos veces entre el tumulto golpeando aquí y allá con su espada y enardeciendo con su voz a sus soldados; vio caer al clarín de su escuadrón herido en un costado por las cuatro medias lunas de una lanza; a Ismael rodeado por un grupo de dragones, con el caballo en tierra; a Cuaró que salvaba el cerco abriendo ancho camino con su sable; y al porta imberbe que alzaba intrépido el estandarte acosado por los hierros gritando con su acento de niño a quien ya anonada el rigor:

-¡A mí... a mí, valientes! ¡Aquí de la bandera!

Y luego, como a través de un velo color de tierra, vio que los sables envasaban aquel cuerpo endeble y lo derribaban por las grupas manando sangre a borbotones.

Acometiole un vértigo. Sin apartar los ojos de aquel episodio, sordo a los ruidos fragorosos que venían de todos lados, mezcla de rabias, quejas, llamados supremos, rugidos, botes y caídas, picó espuelas, lanzose sobra el grupo, que clareó a golpes de filo, y echando mano al estandarte, que no había abandonado el porta moribundo arrolló al astil el paño y bajando la moharra, cargó ciego, hundiéndola en el pecho del primer enemigo que encontró a su frente.

Al instante lo cercaron, entre furiosos voceríos.

El astil, manejable como una lanza, hería por doquiera con su rejón empuñado con soberbio denuedo. El golpe repetido de los sables hacíale saltar astillas a cada encuentro, y aunque herido ya en el brazo de una estocada, Berón rompió el círculo, sujetó su lobuno espantado junto a la loma, allí donde Ismael se batía cuerpo a cuerpo, y haciendo flamear el estandarte, gritó con voz de cólera terrible:

-¡Libertad o muerte!

Otra voz, semejante a un bramido, le contestó cerca; y el teniente Cuaró entrose al cerco nuevamente formado, moviendo como un ariete su sable poderoso.

-¡Maten! ¡maten! -exclamaba iracundo un capitán de dragones de río Pardo, señalando a Luis María con la punta de su acero.

  —219→  

Los soldados amagaron otro ataque, encontrándose a Cuaró por delante, cuyo brazo, al voltearse de revés, dio en el suelo con el más cercano, obligándole a salir de un salto de los estribos.

Oíase siempre encima el toque a degüello, y los escalones pasaban como fantasmas por los flancos, estremeciendo el suelo en pavoroso tropel.

El capitán brasileño, notando que sus hombres tenían de sobra con Cuaró, y que no adelantarían un palmo de terreno mientras tuviesen al frente aquel temible jinete, cambió de posición, hizo andar a toda brida su caballo y acometió con ímpetu a Luis María por retaguardia.

El joven ayudante permanecía en el centro del torbellino como abrazado al astil, pálido, desangrado, imponente en su misma actitud cuando su tenaz adversario le llevó el ataque.

Herido en las grupas de dos o tres cuchilladas que habían abierto hondos surcos con la piel hasta mostrar la carne viva, el lobuno de Berón se abalanzó de improviso hacia delante al sentir el avance, se encabritó y revolvió enfurecido por el dolor.

Cuaró encajó al suyo las espuelas haciéndole brincar en semi-círculo con los remos en el aire, y al sentar el redomón los cascos con un bufido de espanto, su jinete, echado sobre las crines, levantó el fornido brazo trazando con el sable otra curva y lo descargó en la cabeza del oficial brasileño arrancándole con el morrión la mitad del cráneo, que le volcó sobre el rostro como una máscara horrible.

El sablazo lo sacó como en volandas de la silla; rodó su cuerpo por las hierbas, y al agitarse en convulsiones cogiéronsele los cabellos a las matas volviendo el fragmento de cráneo a su lugar y dejando de lado, visible, lívido salpicado de sesos, un rostro joven que arrancó un grito a Luis María:

-¡Pedro de Souza!

-¡Mata! ¡Mata! -rugía Cuaró revolviéndose más furibundo con el brazo lleno de sangre y la pupila dilatada.

Y se lanzó sobra el grupo de enemigos con todo el poder de su caballo.

Fue como un turbión; al principio llevose todo por delante; luego la tropa volvió a cerrar el cerco a manera de una onda arrolladora; el sable terrible brillaba en el medio en siniestro culebreo; y en tanto este montón de centauros se escurría en la ladera entre alaridos arrastrando como en un remolino de aceros a Cuaró, Berón era de nuevo acometido por otro grupo de refresco, estrujado, envuelto en   —220→   la balumba hasta la loma en medio de gritos feroces, tiros y estocadas.

Todavía sirvió al joven de defensa la moharra del estandarte; pero al llegar a lo alto de la colina, su caballo cayó muerto.

Quedose con él entre las piernas; y agitando la bandera gritó con desesperado brío:

-¡Sarandí por la patria!

Otro combatiente cayó de pronto sobre el núcleo apenas resonaba el grito, armado de una enorme daga de dos filos que esgrimía con admirable destreza.

Montaba un redomón tostado, cuyas narices como hornallas despedían dos humazos, y en cuyo cuello la sangre salpicada se mezclaba a la espuma del sudor.

Era el jinete un negro de contextura atlética, ágil, airoso, sentado sobre los lomos desnudos.

Entre sus piernas de vigoroso domador se arqueaba y torcía el tornátil vientre del potro despavorido, sin que éste en la violencia de sus arranques lograra separar a su amo del crucero.

Luis María lo reconoció en el acto. Era Esteban.

A la vista de aquel a quien había devuelto sus derechos de hombre que tan bien ejercitaba en la hora de prueba, el joven volvió a levantar con el estandarte por encima de su cabeza su tonante voz herida:

-¡Libertad o muerte!

El negro, amorrado y silencioso, apretó rodajas: el redomón dio un bote enorme cual si buscase salvar una valla de riscos, y echándose Esteban de costado a la usanza charrúa, tiró un golpe de daga al pescuezo de uno de los dragones.

El tajo fue horrible.

La cabeza del herido cayó sobre el hombro a modo de penacho volteado por el viento, brotó un surtidor rojo y bamboleándose un instante, derrumbose al fin el cuerpo inerte.

Cogido el pie en el estribo, fue arrastrado el cadáver a lo largo de la colina en vertiginosa carrera, y pudo verse por breves segundos girando como un molinete la cabeza del degollado.

El resto de los dragones se precipitó en masa sobre los dos combatientes; y en tanto Esteban era separado del sitio en reñida pelea un auxiliar más entró en acción, anunciándose con un grito ronco semejante al de una fiera que acude rápida a la defensa de la cría atacada por los perros.

Simultáneamente con el grito, una lanza blandida por una mano   —221→   nerviosa hiriendo allí donde más ceñido y compacto era el grupo, formó hueco y dio paso a un jinete joven, lampiño, de semblante moreno y ojos negros, agraciado, robusto, que vestía blusa de tropa y calzaba botas de piel de puma.

Parecía su aspecto de otro sexo, aunque venía a horcajadas en un caballo arisco.

La duda duró poco, pues en el momento la denunció su voz de mujer bravía, que clamaba:

-¡Atrévanse, cobardes! ¡Vengan a mí, apestaos... aquí está Jacinta Lunarejo que les ha de pelar las barbas con esta media luna!

Y echó pie a tierra junto a Berón, tratando de defenderse por todos lados con su lanza; ora saltando como una tigre, ya arrastrándose sobre las rodillas, desgreñada, furiosa, bella en su mismo espantoso desorden.

Resonaron varias detonaciones de pistola.

Una bala atravesó el pecho de Luis María, derribándolo de espaldas.

Quedó tendido con el estandarte de su escuadrón abrazado sobre el pecho, de cuya herida manaba un hilo de sangre muy roja que se fue distendiendo en la seda hasta formar una gran mancha en el blanco y celeste.

Otro de los proyectiles se alojó en el cuerpo de Jacinta.

El disparo había sido hecho a quemarropa, y su blusa humeaba.

Al reincorporarse iracunda, cayole de costado el taco ardiendo, y ahogó por un instante su voz el humo de la pólvora.

Dos o tres de los más valerosos, tentaron levantar el estandarte con la punta de sus sables; pero Jacinta dio un brinco y sepultó su lanza a dos manos en el vientre del dragón de talla gigantesca, que alargaba cuanto podía su brazo para alzarse con el trofeo.

Se alzó, sí, más con la lanza prendida en sus carnes por la media luna invertida a manera de arpón, que se llevó en la fuga.

Luego, Jacinta cogió el sable de Luis María en su diestra, rodeó con su otro brazo el cuerpo del herido y empezó a arrastrarle con todas sus fuerzas, diciendo desesperada:

-¡A él no, bárbaros!... ¡Déjenlo por compasión que yo le cierre los ojos; no ven que ya está muerto!... ¡A él no, salvajes!

Y sin dejar de arrastrarle, repetidas veces herida en la cabeza y en los brazos, bañado el rostro en sangre, tambaleando, asiéndose entre crispaciones de las hierbas, su mano sacudía el sable apartando los hierros a golpes de filo.

  —222→  

Por dos ocasiones gritó, saliendo su voz como un ronquido:

-¡Cuaró! ¡Cuaró!

El teniente no podía oírle.

En cambio, sintió de cerca el toque de carga y la reserva con Lavalleja al frente acuchillando todos los escuadrones enemigos dispersos en la ladera, apareció bruscamente en la loma, descendió a escape al llano, y en lúgubre entrevero fueron cayendo uno a uno la mayor parte de los que habían hecho cejar a la línea del centro.

En esta carga cayeron prisioneros, entra otros jefes y oficiales, Pintos y Burlamaqui.

Jacinta, arrodillada junto al joven y libre ya de implacables adversarios, percibió entre desfallecimientos y zumbidos sordos, dianas y gritos de victoria.

Miró azorada a través de tules rojizos.

La llanura aparecía cubierta de centenares de cadáveres y despojos. Lejos, en el horizonte iluminado por los esplendores del sol, percibió regimientos en desorden, caballos sin jinetes, cuerpos hacinados entre los pastos, galopes furiosos, ecos de cornetas que semejaban aullidos de pavor.

Después se volvió hacia Luis María, cogiole el rostro entre las dos manos, levantole los párpados para mirarle las pupilas, peinole los rulos con los dedos temblorosos, diole un beso en la mejilla, y exclamó al fin desolada entre hipos violentos:

-¡Ay, flor de mi alma, sol de mi pago! Que salga de estas heridas toda mi sangre, por una mirada de tus ojos...

Pálida, vacilante, sus manos crispadas se cogieron al cuerpo inmóvil; sacudiéronlo; y en pos de este esfuerzo abrió los brazos para estrecharlo, resbalose suavemente y quedose acostada a su lado, exangüe, tiesa, sin temblores.




ArribaAbajo- XXXII -

El desorden en la línea del centro, y sus episodios, sólo habían durado algunos minutos.

Puesto Lavalleja al frente de la reserva que mandaba Quesada, y llevada la carga, quedó limpia de enemigos la ladera, rehízose en   —223→   el acto la división de Oribe, y el escalón de Ismael, con su alférez a la cabeza, trepo a escape la loma, hallando solo y a pie su capitán entre los caídos en la pelea.

Al ver a sus soldados, dijo con su aire calmoso:

-¡Cayeron a tiempo!

Y enseñó el sable roto por el medio.

Alcanzáronle un caballo ensillado, uno de los mejores que por la falda vagaban sin dueño; y una de las lanzas arrojadas en la fuga por los escuadrones de Bentos Manuel.

Cogiola con desdén, y al montar murmuró:

-Puede que en esta mano alcance y sobre... ¡Avancen!

El escalón empezó a bajar la cuesta.

Toda la línea, en cuanto la vista dominaba, se movía al trote para ocupar el campo en que tendiera al principio la suya al enemigo.

Los cascos de la caballería iban chocando con millares de armas esparcidas en el suelo, y estrujando cuerpos muertos; delante, en un hermoso valle verde, los despojos eran más numerosos, y allí se arrastraban algunos hombres y bestias con las entrañas de fuera y un rumor de agonía.

Más allá, divisábase como una nube negra extensa que se agitaba en ondulaciones de serpiente, que era la de los restos brasileños, empeñados sin duda en hacer pie firme para tentar el último esfuerzo.

Hacia la derecha Zufriategui, después de doblar con ímpetu el ala izquierda enemiga desordenándola y poniéndola en fuga, había vuelto a su posición y traslomaba ahora la colina al son de las dianas.

Bajo el sable de sus escuadrones habían caído los más esforzados soldados de la izquierda imperial, cuando hecha la descarga por sus carabineros dio media vuelta en dispersión, al comienzo mismo del combate.

Hacia la izquierda notábanse tumultos, avances, repliegues; y llegaban ecos de clamores, de clarines, de fuego graneado.

Se llevaban cargas todavía. Allí estaba Rivera.

En el primer choque, con su empuje acostumbrado y su bizarra osadía, el brigadier no dejó un adversario a su frente, confundiendo en una mole informe los regimientos de Bentos Gonzalves.

Pero, acorridos éstos por su reserva, se reorganizaron en parte; trajeron nuevo ataque; hesitaron otra vez; volvieron grupas, y el   —224→   sable de los dragones orientales, esgrimido sin cansancio, golpeó sus espaldas en todo el largo de la llanura, sembrándola de cadáveres.

Era lo que se percibía de la línea del centro.

Ismael observaba atento a todos rumbos; algo buscaba con sus ojos con cierta ansiedad; tal vez a Luis María, acaso a Cuaró.

El panorama era demasiado confuso para distinguir personas. Todos se movían y cambiaban de puesto con rapidez; los cuadros solían disiparse, apenas se esbozaban; los episodios se sucedían por minutos; el ambiente estaba nutrido de azufre y salitre, y el ánimo pasaba por la emoción de lo trágico, del desborde de los instintos conflagrados.

Por encima de todo, los clarines seguían incansables en su toque de diana llenando de notas agudas el espacio, como una música alegre que acompañara en su viaje a los muertos, siendo himno de vida, salmo de gloria, para los que se alzaban en los estribos rugientes bajo el sol de aquel día de gloriosa primavera.

Ismael señaló con la lanza el ala izquierda, y dijo cual si hablara a solas:

-¡Frutos!

Recordó tal vez que los dispersos de la extrema izquierda del centro se habían recostado a esa parte, y presumía que allí estaban sus amigos.

Bajando la cabeza, emprendió el galope hacia aquel rumbo.

El escalón, bien alineado, siguió detrás.

Antes que traspusiesen una «cuchilla» intermedia, en cuya cresta terminaba la línea de Rivera, y cuando sonaban ya lejanos los últimos disparos de los imperiales, apareciose en la altura un jinete que sujetó de golpe su caballo y clavó en tierra una lanza de moharra larga y forma culebrina.

Este jinete, al instante reconocido, mereció una aclamación de la tropa y un saludo de Velarde con el astil de su lanza.

El jinete cogió la suya, la remolineó muy alto como si manejará un junco, contestando marcialmente al saludo; y vínose al galope.

Era Cuaró.

¿Por qué se encontraba allí?

Cuando bajó al llano envuelto en un torbellino de jinetes y de aceros, sin auxilio alguno en su trance amargo, al favor de su redomón de pecho que se abalanzaba a saltos de fiera, había logrado arrastrar a su vez el grupo de agresores hacia la línea de Rivera   —225→   eludiendo los golpes de muerte con tendidas a los flancos de su montura y devolviéndolos con renaciente vigor.

Ya encima de los dragones de Frutos, el grupo se fue desgranando, y al llegar al declive de la colina, los últimos abandonaron su presa.

Cuaró apareciose, pues, disperso en la columna.

Viéndolo Ladislao Luna de lejos, despertósele la inquina y gritó de modo que él lo oyese:

-¡Miren ese que anda como avestruz contra el cerco! ¡Háganlo formar!

Al escucharlo, el teniente sintió que la sangre se le subía en oleadas a la cabeza hasta producirlo un vértigo.

También el odio se le enroscó como una víbora en las entrañas.

A pesar de eso, se estuvo quieto.

Para no mascar rabia, sacó del cinto un pedazo de tabaco en rollo y se le puso en la boca.

Quedose un rato inmóvil mirando a Ladislao, que conversaba con Rivera, con una mirada opaca, sombría; volviose a alzar hasta el hombro la manga de la camisa hecha pedazos y teñida por coágulos de sangre salpicada, y sin hacer caso al toque de atención que resonaba en la línea, puso espuelas y se dirigió a la loma.

Fue entonces cuando se encontró con Ismael.

-Van a entrar a perseguir -díjole.- Sería güeno seguir al flanco.

Efectivamente, el ala izquierda se movió al galope en columna, dirigiéndose hacia el paso de Sarandí.

El escalón de Ismael, a una voz de éste, tomó la misma dirección.

Los escuadrones de Rivera corrían a media rienda en la llanura; y a medida que iban adelantando terreno todas las fuerzas estacionadas en esa dirección, volviendo grupas y aglomerándose bajo el pánico, se precipitaban al vado en tropel.

Acaeció entonces que el regimiento de dragones de río Pardo, cuerpo regular que había causado mucha parte del estrago en las filas libertadoras y que se retiraba en orden por mitades, en la imposibilidad de dominar el tumulto sin comprometer su formación, contramarchó de súbito, y alineándose junto al monte, se rindió a la gran guardia de Rivera.

Parte de la fuerza que éste mandaba había cruzado el vado, cuando llegó Ismael; quien viendo rendidos a los dragones imperiales, preguntó a Cuaró:

  —226→  

-¿Seguimos el rastro, o damos resuello a la gente?... Ya la flor se entregó.

-Calderón va delante con los dos Bentos -respondió el teniente,- y hay que alcanzarlo aunque sea con un tiro de bolas... ¡Recién principia la corrida!

Ismael, sin observar nada, ordenó pasar el arroyo; y ya del lado opuesto, notaron que el brigadier lo cruzaba a su vez seguido de un fuerte destacamento y se perdía luego a media rienda en las ondulaciones del terreno.

-¡Mirá amigo,-dijo Cuaró,- es preciso apurar!

Ismael mandó al galope.

Un zambo que llevaba de clarín sopló el instrumento con todas sus fuerzas.

La tropa se precipitó por las faldas y los valles.

A uno y otro lado huía un enjambre de enemigos a pequeños grupos, y de los ranchos esparcidos en los contornos salían de súbito viejos y aun mujeres armadas de trabucos, que descargaban sobre los fugitivos a su alcance, desmontando a unos y ultimando a otros.

El escalón llegó a enfrentar a una especie de «tapera» en cuya puerta se veían varias chinas que daban voces iracundas, y agitaban cuchillas en sus manos.

A pocos pasos, yacían tres hombres, uno de ellos con insignias de jefe, a quien habían abierto el pecho con una daga.

Era el teniente coronel Felipe Neri.

El escalón pasó a media rienda sin preocuparse del episodio; atravesó un extenso valle cubierto de cardos; traspuso una altura alanceando en su tránsito a algunos rezagados de Bentos Gonzalves, y fue a detenerse en el nexo de dos «cuchillas» para dar aliento a los caballos y examinar el horizonte.

Empezaba a caer la tarde.

La espesa selva del Yi se distinguía próxima, enseñando una orla inmensa de verdura que culebreaba en el terreno hendido hasta perderse muy lejos detrás de las grandes lomadas; multitud de dispersos corrían diseminados por los pequeños valles acosados por el continuo silbido de las «boleadoras», y más allá un grupo considerable, contorneándose en espiral, penetraba en el bosque y se hundía velozmente en su espesura.

-¡Paso de Polanco! -exclamó el teniente.- Por aquí se van los jefes   —227→   pero el río trae mucha agua... Tienen que cruzar en la balsa y nos dan tiempo.

-Tocan a reunión en el campo de Frutos -dijo Velarde, con el oído atento a los ruidos de aquel lado, y la vista fija en el valle.- La gente se retira.

-¡Sí; ya no «bolean»! -observó Cuaró.- Vamos a atropellar el paso, capitán Mael.

-Mejor sería que «bombeáramos» desde aquellos saúcos para ver lo que pasa.

-Como mande.

Los dos se separaron de la tropa al galope, dirigiéndose hacia el paso.

Recorrieron alguna distancia, y bajaban a un sitio rodeado de quebradas, desde el cual todo quedaba oculto a la vista, cuando en la altura del frente apareciose de súbito Ladislao Luna, quien les gritó a voz en cuello:

-Ya está güeno de perseguir... ¡Dejen que los mate Dios que los crió, aparceros!

-¿Quién manda? -dijo Ismael.

-Frutos. Se ha tocao a riunión y es juerza obedecer.

Cuaró se echó el sombrero a la nuca.

Se había puesto verdinegro, palpitábale el párpado como el ala de un murciélago y las espuelas hacían música de trinos en sus botas de piel de tigre.

Levantó el brazo convulso, exclamando presa de indecible rabia:

-¡Aparcero nunca, ahijao de Frutos!... ¡Amadrinando traidores!...

-A la cuenta le has dao muchos besos al «chifle», enfiel sin entrañas -contestó Ladislao colérico, empujando su caballo a la ladera.- ¡Te he de tarjar la lengua!

-¡Venite al «playo»! -repuso el teniente breve y ronco como quien concentra energías.- ¡Aquí verás si te chupo la sangre, ladrón!

Luna se puso en el bajo a brincos de su overo, que azuzó con la «nazarena», al punto de hacerle doblar los remos delanteros en el declive.

Traía lanza, sable y trabuco.

Ismael quiso intervenir dos veces, poniendo su astil por medio.

Pero, convencido de la inutilidad de su esfuerzo, dada la índole de aquellos dos hombres que él conocía bien, apartose; y púsose a observar la terrible escena mudo, impasible, indolente.   —228→  

Sería esto un poco de sangre más, de aquella sangre brava que tanto se derramaba por lujo en su tierra.

En el hondo valle, fiera fue la lucha de los dos centauros.

Ninguno habló.

Por tres veces se chocaron los astiles de «urunday», produciendo el ruido de los cuernos de dos toros, y al cuarto ludimiento saltó el rejón de Ladislao arrancado a su diestra por un golpe en la sangría.

Luna empuñó el trabuco, e hizo fuego.

Todos los balines y «cortados» dieron en el pecho y cuello del redomón de Cuaró; mas, al mismo tiempo el overo vino de manos, y la moharra enemiga encontró a Ladislao en descubierto, sepultose cuan larga era en su vientre, le sacó de la montura tendiéndolo en tierra de costado, revolviose en la ancha herida hasta hundirse en el suelo, y cuando Luna se enroscaba al astil como un reptil con el tronco y brazos, y el semblante desencajado, el caballo de Cuaró se desplomó muerto.

El teniente quedó de pie, y largó el lanzón.

Este se cimbró por un momento bajo las convulsiones del herido, hasta que Luna cayó de espaldas. Entonces el astil quedose en posición oblicua, trémulo, cual si a él se trasmitiesen las palpitaciones del moribundo.

-Ya sobra, hermano -dijo Ismael.

Cuaró tiró un manotón de tigre al overo de Ladislao, saltó en sus lomos, arrancó la lanza al cuerpo de un revés; y se fue en silencio sin volver el rostro.

Ismael se apeó.

Allí cerca veíase un charco.

El agua estaba clara y transparente, inmóvil en su lecho de gramillas de un color de esmeralda. En los tronquillos de juncos colgaban sartas de gránulos de un rosa vivo a modo de rosarios que eran hueveras de batracios; y al mojar su pañuelo de algodón Ismael rozó alguna de esas sartas, brotando de ella entonces un liquido de carmín subido, que le manchó la mano.

-¡Aonde quiera sangre! -murmuró.- No parece sino que hemos de ahogarnos en ella, como decía el viejo don Cleto.

Aproximose en seguida al herido, puso una rodilla en tierra, y separándole las ropas hasta rasgarlas en pedazos, lo volvió sobre el costado opuesto.

La espantosa desgarradura quedó a la vista. Por ella asomaban las entrañas y se oía un soplido de fuelles. La culebra de hierro   —229→   había penetrado ondulando en las carnes, dividiendo tejidos, músculos y una costilla, cuyas puntas saltaban hacia afuera.

Ismael lavó los labios de la herida, moviendo la cabeza, en tanto susurraba dando suelta a una expansión largo rato sofocada:

-¡Parece arco de barril rompido!

Al sentir el roce del pañuelo mojado, Ladislao se contrajo dolorosamente y reprimiendo un alarido que estranguló en su garganta, dijo jadeante:

-¡No te tumés pena, que pronto he de acabar... ¡La encajó lindo ese bárbaro!

Recubriole el capitán la herida, sin decir palabra, diole al cuerpo la mejor posición con cuidado, e hizo beber a Luna un trago de su «chifle».

Luego, otro.

Esto lo reanimó visiblemente.

Miró a Velarde, y prorrumpió:

-Mirá, hermano: cuando yo me haiga muerto, sacáme este escapulario que aquí llevo, en el pecho, y dáselo a Mercedes, si la llegas a ver. Me lo regaló un día de mi santo, diciéndome que nenguna chuza me había de entrar en el cuerpo, porque estaba bendito por el cura... ¡A la cuenta la chuza me entró de costado con miedo al santo, dende que todavía respiro!

-No ha de morir tan pronto, aparcero, -le interrumpió Ismael, rompiendo su taciturnidad con una sonrisa.- ¿Dónde ha visto que asina no más se acabe la yerba mala?

El herido tentó reírse, y lo encogió el dolor.

Replicó, sin embargo, entro quejidos;

-También se seca, y ya siento adentro que me grita la hoya. Nunca me asustó el morir... pero, ¡quién juera vos para ver al pago libre, a la tierra libre, después de tanto pelear!

Se me hace que columbro los ranchos, el arroyo, el monte, las laderas, el ganao matrero...

Aquí se detuvo, con los labios trémulos.

Sus ojos, semi-apagados, se quedaron fijos en el espacio, como si en verdad contemplase algo de todo aquello que revivía en su cerebro.

Clavando luego los ojos en el rostro de Ismael, volvió a decir:

[-Cuando yo haiga muerto dejá mi cuerpo entre estos yuyos, que no precisa de tierra encima para que el cuervo o el gusano se lo coman.]2

El sol y el agua lo harán guiñapos, y después las hormigas   —230→   negras dejarán lustrosos y blancos los huesos como costillas de bagual. Naide los ha de llevar, ni la vizcacha, cuando no tengan grasa nenguna; que no vale más que la de un toruno la osamenta de cristiano...

Mirá, valiente: guardáte mi sable que es hoja de confianza. Lo afilé una mañanita en una piedra de la sierra, y si está un poco mellao no es de cortar leña...

-De juro -dijo Ismael pálido y cejijunto.- A ocasiones se criba la guampa al toro, y no es de cornear al ñudo.

El herido dio un resuello, y murmuró muy bajo:

-¿Me prometés?

-Llevar el escapulario y el sable, prometo.

¿Dónde está la moza?

Ladislao le cogió la mano, tomando alientos.

Luego dijo:

-Allá en San Pedro, en un ranchito arrimao al río.

-He de caer...

Pasaron largos instantes de silencio.

De pronto, la herida resolló ruidosa y silbadora y algunas gotas gruesas de sangre negra aparecieron en las ropas.

Ladislao se estremeció, lanzando un ronquido; y ya no volvió a hablar.

Ismael lo cubrió en parte con su «vichará».

Después le acercó a la boca el «chifle», humedeciéndosela con un poco de «caña», que él ingurgitó a medias.

A poco, expiró.

En los aires, sobre el matorral, empezaba a girar un ave negra con las alas muy abiertas, inmóviles. Tenía la cabeza calva y el pico uncirostro. Por momentos arrojaba una nota ronca, con la mirada fija en el suelo.

Ismael se sentó, y permaneció impasible.

Sólo una vez inclinó ligeramente la cabeza, para mirar de un modo siniestro por debajo del ala del sombrero con una ojeada de buitre.



  —231→  

ArribaAbajo- XXXIII -

No fue Esteban más afortunado que Cuaró en su aventura de acorrer a Luis María, cuando era éste acometido en la loma por los dragones de río Pardo.

Separado del sitio a rigor de sable, y como envuelto en una malla de acero en que su cuerpo y su caballo no tenían para moverse más espacio que el de una jaula, el liberto se creyó seguramente perdido cuando rodaba al llano entre los anillos de aquella especie de tromba; y sólo allí donde la tierra a nivel no ofrecía tropiezo ni doblaba al potro los corvejones, pudo al rato acariciar la esperanza de sustraerse a los hierros apelando a sus recursos de gran jinete.

Formando con su montura un solo bulto a fuerza de encogerse y disminuirse, arremetió por dos ocasiones el cerco sin resultado pero en la tercera embestida, poniendo el alma en Dios, y en Guadalupe, suelto, ágil, intrépido, con una risotada bestial de negro cimarrón, logró abrir brecha, la daga en alto y el torso sobre las crines, arrancando a sus adversarios un grito de rabia y de sorpresa.

Ya fuera del remolino aturdidor, sin miedo a las armas de fuego, que estaban vacías y se cargaban por la boca en múltiples tiempos y movimientos, Esteban se lanzó al simple galope a una cuesta que trepó sujetando, para evitar una rodadura, y desde allí hizo un ademán de desprecio.

Ellos continuaron su carrera enardecidos, y no hubiesen dado grupas, si por un flanco no surge inesperado uno de los escuadrones de la reserva que corría uniforme e inflexible como un rodillo, a lo largo del llano.

Pero, si bien cambiaron rienda, fueles corto el tiempo y el espacio; porque apenas castigaron librando la vida a la rapidez de sus caballos, en vez de proyectiles silbaron por detrás las «boleadoras», en número tan crecido, que algunas de ellas, golpeando en cráneos y pulmones, dieron en el suelo con buena parte de los fugitivos.

El liberto espoleó sin tregua, hasta llegar al sitio en que dejara a Luis María.

Miraba con atención al suelo, examinando uno a uno los rostros de los muertos.

  —232→  

No pocos tenían las cabezas partidas por el medio, con una masa blanquecina en borbollón a la vista; a otros, las cuchilladas les habían agrandado las bocas hasta el pómulo; muchos presentaban hundidos los temporales como a golpes de clava; algunos exhibían tajadas las gargantas de una a otra oreja; los menos, boca abajo, mostraban en los riñones el estrago de las moharras y medias lunas.

Esteban escudriñó bien.

Llamole un cadáver la atención.

Era este el de un hombre joven, esbelto, de figura distinguida, que vestía el uniforme de capitán y ceñía todos sus arreos, por lo que el liberto dedujo que debía haber muerto en lance aislado pues que no lo habían dejado en ropas menores los soldados menesterosos.

Desmontose rápido y desprendió una de las presillas que en los hombros llevaba el difunto.

Notó entonces que un sablazo, dado por una mano de hierro, le había levantado casi por completo el coronal en forma de casquete, y que por la cisura enorme salía como una crespa caballera colorante.

-Este sablazo no lo dio mi amo -se dijo el liberto.

El pelo negro caía en mechón sobre la cara, oculta en los tréboles.

Esteban lo separó, y enderezó la cabeza del muerto, mirándolo un instante fijamente.

Estaba tan lívido y desfigurado, que tardó en reconocerle, aunque ya había sospechado que aquel difunto no le era desconocido.

¡Oh, sí! Aquel era el capitán Souza, el rival de su amo, a quien él sirvió alguna vez y de quien fue servido.

Pues que estaba tendido, allí, donde su señor se había batido solo contra muchos, no tenía porque sentirle. El montón de cuerpos que cubría el sitio denunciaba una lucha espantosa; él no presenció todo en su entrada rápida y más rápida salida del círculo de hierro; pero, tantos contra uno, ¿quién pudo haberlos impulsado?

El negro, al hacerse en su interior esta pregunta, se acordó de muchas cosas; miró otra vez al muerto, y movió la cabeza con aire de quien da en la clave de un enigma.

Siguió andando luego a pie, con su cabalgadura del cabestro rodeó la colina, siempre investigando; se paró muchas veces para cerciorarse de que no iba descaminado; y por último volvió al lugar de que había partido con la intención de recorrerlo esta vez en sentido opuesto.

A uno y otro lado del terreno que había ocupado la línea, situada   —233→   ahora varias cuadras adelante, precipitando la derrota, había tendidos más de quinientos muertos. Aparecía el suelo sembrado de sables, carabinas, pistolas y morriones.

Esteban sabía bien que no era entre aquellos restos que debía buscar su señor, puesto que él se había batido en la loma del centro.

Quizás, tratando de salvarse, hubiese retrocedido hacia donde entonces formaba la reserva, que era en una falda, inmediatamente detrás de la colina.

No había abandonado aún la altiplanicie, cuando apercibió entre las matas, acostado boca arriba, el cuerpo de un hombre de talla gigantesca, cuyos ojos negros, fuera de las órbitas, conservaban todavía un reflejo de cólera y de dolor.

Sin duda estaba agonizante.

Acercose el liberto, y vio que tenía clavada de lado en el vientre una lanza, cuya medialuna invertida asomaba uno de sus extremos por debajo de la costilla final, formando la herida como una hoya en las entrañas que hubiesen abierto las garras y colmillos de un «yaguareté».

Un trecho más allá, a su izquierda, yacía otro cuerpo con los brazos en cruz, y el semblante lleno de sangre hasta el cuello, donde el líquido se había estancado en coágulos espesos.

Dejó Esteban que el moribundo acabase en paz, y fuese al que ya parecía muerto de veras.

Lo estaba, en realidad.

Pero al observarlo con detenimiento, el negro lanzó una voz.

No era el despojo de un hombre aquél, sino el de una mujer, que por el traje lo parecía.

Un cabello negro, crespillo y corto aunque abundante, no alcanzaba a velar las sajaduras que dividían el cráneo, al punto de que más de un rulillo cortado por el filo de los corvos aparecía pegado en las sienes por gotas aún frescas de sangre bermeja. Uno de los brazos, el izquierdo, estaba casi separado del hombro por un mandoble feroz.

Tenía los párpados semicaídos, como quien se adormece. Un gesto que podía asemejarse a sonrisa había quedado impreso en la linda boca de la muerta, que enseñaba limpios, de una intensa blancura, sus dientecillos de niño. Bajo la blusa de tropa desgarrada, el seno alto denunciaba el sexo. Los pies pequeños descubrían apenas sus extremidades en las puntas de unas botas de piel de puma con pelaje, desgastadas a medias en las plantas. Las   —234→   manos cortas y gorditas mostraban varios tajos y puntazos en los dedos y el reverso, teñidas de coágulos venales. En el seno entreabierto se veían algunas flores de clavel manchadas de rojo, que volvían sus pétalos hacia el suelo estrujadas y marchitas.

Esteban reconoció a Jacinta; y la estuvo contemplando su rato con mirada triste.

Dilatáronsele al fin las alas de la nariz; miró a todos lados con atención suma; tornó a contemplarla con aire afligido, y a mirar delante, a los costados, detrás, a lo lejos, en la loma, en el declive, en el horizonte, diciéndose lleno de congoja:

-Si ésta ha muerto aquí, ¿dónde lo han matado a él?

En el fondo de las pequeñas colinas a su frente, había distinguido multitud de hombres desmontados, guardias numerosas, carros sin tiros, reinando allí una quietud que contrastaba con la agitación violenta de la línea a sus espaldas, que seguía avanzando en batalla hasta ocultarse detrás de apartadas lomas.

Después de vacilar un momento, montó en su caballo, y dirigiose al parque a rienda suelta.

Al llegar a sus inmediaciones, se cercioró de que los jinetes desmontados, entre los cuales había tres jefes y cincuenta oficiales, eran prisioneros, cuyo número total excedía en mucho al de seiscientos.

Custodiábanlos tres escuadrones de «maragatos».

A la derecha de la custodia, llegados hacía poco tiempo, habían hecho alto varios carros cargados de armas y municiones arrebatadas al enemigo.

Curábanse heridos a retaguardia.

Vio cerca de una hondonada el carretón de Jacinta reposando sobre sus dos «muchachos», y a él se encaminó como cediendo a un presentimiento.

Agapa andaba por allí juntando «leña de vaca» para hacer su fogón; seca y dura como su piel cetrina pegada a los huesos, amorrada, huraña.

Al distinguir a Esteban, se detuvo, sin embargo, demostrando cierto interés; y antes que él la hablase, dijo rápida y concisa:

-Está ahí, en el carretón. Lo mandó levantar el comandante.

-¡Ah! -contestó el negro gozoso, al quitarse un enorme peso.- ¡Es suerte! Mucho lo he buscado... Jacinta queda allá la pobre, hecha una criba...

-Juerza era. Cuando no había de meterse en un entrevero, ¡si era pior que paja brava!

  —235→  

Y Agapa siguió recogiendo por aquí y por allí los residuos del ganado, de los que había formado una pila por delante, tentando con los dedos en cada alzada por si estaban muy frescos, en cuyo caso los dejaba caer, procurándose otros de mayor consistencia.

Andando hacia el carretón, el liberto animose a preguntar con miedo:

-Y el ayudante, doña Agapita, ¿está muy lastimao?

Ella se encogió de hombros con las espaldas vueltas, y sin otra respuesta continuó en su tarea.

-¡Carpincho tísico! -murmuró el negro.

Apeose, y como su redomón no se dejase poner paciente la «manea», aplicole el negro, para desahogar su rabia, un golpe de puño en el hocico seguido de un tirón maestro de orejas.

Después, se fue acercando despacio a la puertecita del carretón, a la que se asomó sudoroso, anhelante y febril.

Allí estaba Luis María tendido sobre un lecho improvisado con mantas y cubierto con un poncho hasta el pecho.

Su cabeza reposaba sobre un lomillo duro, y parecía gozar de un apacible sueño.

El negro, reprimiendo su aliento, trepose diestro al vehículo. Había dentró espacio para dos.

En cuatro manos, observó a su señor con prolijo interés.

Vio entre las ropas entreabiertas, que le habían vendado el pecho con una tira de lienzo crudo, y también el brazo. Respiraba leve como quien ha perdido mucha sangre.

Esteban se bajó con el mismo cuidado que había tenido al treparse.

Sin perder tiempo, desató su poncho de paño de los «tientos» de su montura y lo puso al lado del carretón.

Enseguida, se dirigió presuroso al carrillo de Agapa, que descansaba sobre sus varas allí cercano.

La criolla andaba lejos, siempre recogiendo residuos de vaca, cuyas pilas iba dejando de trecho en trecho.

El liberto echó mano de una maleta de ropas blancas lavadas, sacó dos piezas, y se volvió.

Con esas piezas, y el poncho, metiose de nuevo como un gato en el carretón.

Púsose entonces a funcionar.

Del poncho hizo una almohada blanda, que colocó sobre el lomillo, levantando con extrema suavidad la cabeza del herido.

  —236→  

De las piezas blancas sustraídas a Agapita, hizo vendas e hilas con la mayor escrupulosidad; las que iba amontonando en los rinconcitos como cosa de gran precio.

Terminada esta tarea minuciosa, sin perder un minuto, mojó un puñado de hilas en una calderilla llena de agua que había en un extremo y que Agapita habría traído sin duda para el «mate»; abrió bien las ropas de Luis, que seguía en su especie de sopor, quitole la venda del pecho, y con las hilas mojadas lavole muy despacio la herida.

Poca sangre salía de ella. La bala había penetrado entre dos costillas sin rozarlas, abriendo una boca estrecha; pero no había salido. Cerciorose de esto Esteban, examinando la espalda con detenimiento, sin mover al herido, que yacía de costado. Secó la parte dañada, púsole hilas secas y la vendó.

Practicó en el brazo izquierdo, que descansaba un tanto recogido sobre el tronco, igual diligencia. Esta herida presentaba dos bocas junto al húmero, y la hemorragia había sido copiosa. El sable, al salir, había abierto las carnes como navaja al pelo; por lo que el liberto dedujo, sulfurado, que el dragón que así estoqueó había dado a su acero doble filo contra ordenanza.

En su irritación, para nada tuvo en cuenta que él entró en pelea con larga daga sin lomo, para afeite hasta el mango.

Roció bien aquella honda desgarradura, que ya empezaba a inflamar el brazo, y que sin duda era en extremo dolorosa, porque más de una vez se crispó el cuerpo del joven como tocado en una llaga viva.

Extendió sobre ellas las hilas en «camadas», como él decía, y púsole los vendajos flojos para no hacerle sufrir.

Cuando concluyó esta operación, corríale el sudor a lo largo del rostro, tenía los ojos enrojecidos y los dedos trémulos.

Consolole, sin embargo, el aspecto del yacente. Seguía respirando sin sobresaltos, en medio de aquel sueño profundo.

Bajose; cerró la portezuela.

Enseguida, desprendió la carabina que llevaba colgante a un flanco de su montura, la cargó y echosela con la correa a la espalda.

El día declinaba.

A cada instante llegaban destacamentos con grupos de prisioneros, carguíos de municiones y de armas cogidas al enemigo, y heridos leves a las ancas, a quienes practicaban la primera cura cirujanos tan peritos como el liberto.

  —237→  

Notó que entre estos últimos venía un mocetón cuyo rostro no le era extraño, y cuyo nombre mismo le asaltó en el acto a la memoria.

Echó pie a tierra allí a pocos pasos. Traía el brazo en cabrestillo, y en sus facciones desencajadas revelaba que su debilidad era mucha.

-¡Ya te veo medio manco, Celestino! -gritole con gran confianza.- Mi «chifle» tiene con qué darle alegría al cuerpo.

El mozo miró, y reconociéndole a poco de observarle con ojos de desvalido, vínose rápido, diciendo:

-¡Hermano Esteban, la mesma providencia! Hará gasto porque ya no puedo de lisiao... Estoy como pájaro de laguna, con una pata alzada y la otra que le tiembla.

-Ahora te se van a quedar más firmes, Celestino... Dale al «chifle».

Y se lo alcanzó de buena voluntad.

El herido bebió una y dos veces; entonose; devolvió el «chifle», lleno de gratitud, y exclamó:

-¡Qué suerte negra la mía, caneja!... Recién llegao esta madrugada de «Tres ombúes», me junto a la gente de Santa Lucía, comienza el refregón, cargamos cinco veces y en la última me machuca el brazo una redonda que vino de la loma del diablo, a la fija maridada por el primero que disparó a todo lo que le daba el reyuno... ¡Ayudáme, hermano, a rabiar!

-Ya bastante rabié -contestó el negro con mucho sosiego.

«Tres ombúes» ¿Tú viniste de allá, Celestino?

-Mesmito. De una tirada del «picaso». Y bien me decía don Luciano que mejor juera llegase tarde, ya que no quería yo escurrirle el bulto al entrevero; porque hombre que anda atrasao, gruñía el viejo, las balas lo desconocen.

-¡Que está en la estancia don Luciano? -interrumpiole Esteban sorprendido.

-Sí que está, desde hace cuatro días, y también su gente.

Al oír esto, el liberto se agitó, nervioso y preocupado. Ocurriósele pensar en la niña y en Guadalupe; instantáneamente recordó que allá en la estancia se había asistido y sanado su señor en otro tiempo; que él ahora necesitaba de cuidados muy celosos, antes que viniese la fiebre a agravar su estado; y que nada más natural que llevarlo allí, donde lo querían y podían brindarle una cama menos dura que la del carro de la difunta.

  —238→  

Asaltándole en tropel todo esto, y cierto interés particular que él se reservaba en el fondo por no mesturar lo delicado con «sus cosas de negro», tomó una resolución súbita y dijo al mocetón:

-Vas a aguardarme aquí, Celestino. En este carretón está un herido que quiero como a mis entrañas: es el ayudante Berón. No has de permitir que se acerque ninguno, hasta que yo dé la vuelta. ¡Dame tu palabra, y después verás que lo vas a agradecer!

-Te la doy.

-¡Bueno! Cuando yo venga te curo, y marcharemos juntos. Si querés, te dejo la carabina, por si atropellan.

-No preciso. Tengo el sable y esta mano libre.

Sin hablar más, Esteban montó y arrancó a escape rumbo a la línea.

Celestino vio transcurrir el tiempo, recostado, al carretón.

Llegaba la noche. Los ruidos iban cesando, como si todos los que habían combatido durante aquella ruda jornada se sintiesen abrumados por una inmensa fatiga.

Agapa, que había encendido el fogón junto a su carrillo no vino al sitio, muy ocupada al parecer en obsequiar un regular número de convidados, que eran otros tantos caballerizos.

-Mientras se prolongaba la ausencia de Esteban, seguían produciéndose novedades en el parque.

Llegaban por momentos trozos de «caballadas» en número tan crecido, que podían contarse por miles las cabezas. Eran de las que se habían tomado, y seguíanse recogiendo en el que fue campo enemigo.

Su paso en masa compacta, semejante a una tronada sorda, era el único ruido que hería el espacio en aquel lugar retirado aparte de las voces repetidas a intervalos por las custodias, que continuaban recibiendo prisioneros de todas partes.

En cierta hora, se armó una tienda en la ladera.

Un fuego ardió pocos instantes después, y distinguiose agrupación numerosa de hombres que se movían delante de la entrada.

Celestino, que se paseaba impaciente de uno a otro lado, mortificado por el ardor de su machucadura, oyó decir en el fogón de Agapa que aquella tienda daba abrigo al coronel Latorre herido en la primera carga de los dragones.

Al volverse hacia el carretón, sintió tropel de caballos.

Era Esteban que regresaba, arreando tres, utilizables para el tiro.

El liberto informó a su compañero que había obtenido pase por   —239→   escrito de su jefe para conducir al ayudante en el carretón, hasta la estancia de don Luciano Robledo, con facultad de disponer de un soldado como auxiliar.

-¡Pues no hay más! -replicó el mocetón.- ¡Aquí estoy yo, y en derechura!

-Te iba a convidar -dijo Esteban;- pero veo que no es preciso... Con el brazo sano, me vas pasando esos arreos que están abajo del carretón mientras yo sujeto los mancarrones. ¡No te vayas a aplastar!

Celestino, campero diestro, moviose diligente sin objeción alguna. Su herida era leve, y llegó a olvidarse de ella y sacar el brazo del cabestrillo en la faena.

-¡No importa! -decía el negro afanoso;- yo te voy a curar luego... Dame ese tiro de guasca peluda para ponérselo a este loro, y ese medio bozal de potro que cuelga del limón... ¡Vaya, macaco!... ¡Trompeta!

Y repartía cachetes en los hocicos.

-En encontrar estos «sotretas» se me fue la hora... Pero son gordos y de aguante. Tú irás en la delantera y yo de «cuarteador», para andar con menos tropiezos. Va a hacernos nochecita clara, el camino es como pared de iglesia, y no hay que mudar para dar la sentada hasta «Tres ombúes»... ¡Diablo de «sotreta»! El que te domó fue a la fija un maula, porque te dio entre las orejas por la vida ociosa. ¡Vaya, matungo!

Y sonó otro puñete recio en las narices.

El caballo dio un salto de manos y un resoplido, estornudó y se estuvo quieto.

Con los escasos arreos de Jacinta, concluyeron de enjaezar el tiro a fuerza de mano dura e ingenio; y antes de asegurar y colgar los «muchachos», Esteban hizo una inspección en el interior del vehículo.

El herido se había puesto boca arriba, y seguía en su modorra. Lo arrebujó convenientemente en previsión de peripecias en el viaje; y, aunque titubeando, acercó a sus labios secos la calderilla con agua, después de haber vertido en ella una buena cantidad de «caña». Al principio, el herido los removió resistiendo, pero luego bebió con ansia hasta dejar casi vacío el recipiente.

Cuando el liberto descendió, ya Celestino estaba en la delantera empuñando el rendal.

Llenó él las últimas diligencias, tentó con los dedos ruedas y quinas   —240→   por si faltaba algún accesorio; colgó los puntales y, dando al fin un gran resuello, montose en el caballo de «cuarta» diciendo bajo:

-¡Vamos!

El vehículo se movió al paso, dirigiéndose por los sitios más solos, hasta salvar la próxima loma.

Una blanca claridad bajaba de los cielos y se extendía plácida en el infinito mar de las hierbas.

Como fugaces sombras, a la par que negras rumorosas, con un rumor de alas fornidas, solían cruzar lentas la atmósfera hacia el llano, sembrado de despojos, bandas dispersas de grandes aves graznadoras.




ArribaAbajo- XXXIV -

El día que se siguió a la salida de Bentos Manuel de Montevideo, reinó verdadera alegría en la casa de Berón motivada por la presencia de don Luciano Robledo, que recobraba al fin su libertad merced a los reiterados empeños del capitán Souza con el barón de la Laguna.

Este grato suceso compensó en cierto modo las angustias que causaba la partida de la columna brasileña; y por tres o cuatro días se celebró sin reservas en aquel hogar tan combatido.

Don Luciano, sin embargo, manifestó su resolución inflexible de irse al campo a atender sus intereses tan largo tiempo relegados a la suerte, aun cuando para cumplirla fuera preciso arrostrar todo género de dificultades y peligros.

En vano se le pidió que la postergase, en atención al estado en que se encontraba la campaña y al hecho de habérsele dado la ciudad por cárcel. Robledo se mantuvo firme.

Entonces, Natalia díjole que no se iría sin ella.

Esto hízole vacilar algunas horas.

Trató a su vez de convencerla con las razones más concluyentes. Llegó a agotar sus extremos cariñosos.

La joven mostrose tan resuelta como él.

-¿Acaso te soy pesada? -díjole con amargura.- Puedes necesitar de mí, ahora más que nunca. Yo quiero ir a la estancia; allí   —241→   descansa mi hermana y están todas las memorias que amo, bien lo sabes... ¡Si no me llevas, me iré sola!

Don Luciano la abrazó, accediendo a todo.

La partida debía hacerse, por la vía fluvial, en una sumaca de don Pascual Camaño, la que los conduciría en la noche a la barra de Santa Lucía, aprovechándose del alejamiento momentáneo de las naves de guerra que vigilaban las costas del Este, a la espera de corsarios.

La noche de la despedida fue de sensación.

La madre de Berón, que había observado en Natalia a más del que le guiaba al acompañar a su padre, el interés de aproximarse y aun de ponerse al habla con su hijo, retuvo a la joven entre sus brazos reiteradas veces, como disputándole aquella primicia deliciosa; y hasta llegó a decir que ella se pondría en viaje también, pues que se sentía fuerte para ello.

Esa lucha fue de largos momentos, y sólo cesó cuando Natalia dijo llena de fe y entereza:

-Si así lo quiere la suerte, yo he de cuidarlo, mucho... ¿No cree V. madre que yo soy capaz de hacer por él todo lo que V. en su ternura? ¡Oh, sí!... ¡Que digo verdad, Dios lo sabe! No tema, no, porque hemos de ser felices. Yo le escribiré todo lo que sepa; y si lo veo mucho más. ¡Nada dejaré por decir!

Ante estas seguridades, la madre cedió.

La partida se hizo ejecutivamente en la sumaca con toda felicidad. El embarque se realizó sin tropiezos ni dilaciones a la hora prefijada y en sitio aparente.

Soplaba un ligero viento sur que condujo la pequeña nave a la barra con rapidez.

Una vez allí al romper el alba don Luciano tuvo que andar poco para llegarse a la «estancia» uno de sus viejos amigos, quien le facilitó un carro con su tiro correspondiente que le condujese con su hija y Guadalupe a «Tres ombúes».

La llegada a la estancia, después de tantas vicisitudes fue de emociones.

Don Anacleto salió a recibirlos, excusando a Nerea y Calderón, los peones viejos, que a esa hora se encontraban en faenas de pastoreo algo distantes de las «casas».

-Que vengan -dijo Robledo.- Quiero yo mismo poner en orden todo esto, pues confío en que no han de volver a apresarme. ¡Antes, gano el monte!

  —242→  

El capataz estaba contento y dio buenas noticias a su patrón del ganado.

Poco se había perdido.

Aquel era como un rincón oculto, espaldado por inmensos bosques, y a causa de eso sin duda, las partidas que «arreaban» haciendas vacunas y yeguares habían pasado de largo «repuntiando a gatas», como decía don Anacleto, algún trocito de morondanga del lado allá del paso.

¡Hasta su «terneraje orejano» se había librado del arreo!

Los «matreros» se habían comido algunas vaquillonas con cuero; pero la pérdida era de poca monta.

Natalia y Guadalupe pusieron mano activa y celosa al arreglo de la casa; todo lo removieron, limpiaron y reformaron, al punto que don Luciano no pudo menos de decir, cuando volvió de recorrida del campo, que sin mano de mujer no había nunca hogar que se quisiera.

Al verlo tan aseado y alegre, en su misma humildad, sintió que renacía su amor al viejo arrimo.

Todas las plantas se habían multiplicado y entretejido; las enredaderas silvestres, sin miedo a la poda, alargándose cuanto pudieron, serpentiformes y enmarañadas, se habían trepado a los arbustos y de éstos pasado a los árboles en cuyos troncos formaban rollos gruesos como maromas. Los retoños venían con fuerza.

Caían las últimas florescencias en los frutales y follajes nuevos de un verde-morado cubrían los grandes caparachos de gajos.

Las golondrinas habían vuelto a anidar bajo el alero, y los «dorados» en las copas de los ceibos que enseñaban ya semi-abiertos sus racimos de flores granate.

En la huerta nada se había cultivado.

En cambio, los agaves desprendían sus pitacos enhiestos de entre las últimas hojas listadas de amarillo y verdi-negro.

A un costado el bosque de Santa Lucía intrincado y espeso se revolvía en giros caprichosos, cubriendo inmensa zona; al fondo los cardos recomenzaban a llenar el pequeño valle con un enjambre de tallos y de pencas, y más acá, a poca distancia del linde de la huerta, habían rodeado aquel sitio de todo género de plantas de la selva, de modo que era un boscaje o red de infinitos   —243→   hilos, troncos y ramajes entrelazados y confundidos, muchos de los cuales aparecían cuajados de flores y brotos.

Natalia consagró a este lugar su primera vista. Hallolo muy agradable, en la medida de sus deseos. Simulaba una «glorieta» sin armazón artificial, modelada por ceibos jóvenes, sauces y parietarias diversas.

Lo hizo expurgar; desbrozar el terreno, y añadir otras plantas de su predilección.

En esta grata tarea empleó varios días. Cada uno de éstos que pasaba, era para ella un deleite ver los progresos adquiridos.

Se hicieron senderos, diose a la vegetación la forma de dos círculos concéntricos, de manera que se pudiese más adelante levantar un cenador verdadero en el espacio intermedio que se cubriese de nutridos doseles.

El sitio en que descansaba Dora quedó libre, con bastante trecho a uno y otro lado.

Aunque se formase encima una cúpula de siempre-verde más tarde, el interior conservaría capacidad suficiente para dar paso a los visitantes, siempre que se detuviese el avance atrevido de las parásitas, que la tierra negra cubría con maravillosa savia.

Por más de una semana se dedicó Natalia a estos cuidados. ¡Se sentía tan bien en medio de ellos cuando vigilaba la tarea sentada en un tronco junto a la cruz!




ArribaAbajo- XXXV -

Volviendo una tarde de aquel sitio, vio que de la colina del frente bajaba un carretón conducido por dos hombres.

El vehículo caminaba despacio, sus conductores parecían evitar con trabajo los hoyos o sajaduras del terreno, como si transportaran un enfermo de gravedad.

Uno de ellos era negro y venía «cuarteando» en eses y zig-zags con una destreza digna de atención.

Natalia lo reconoció al momento, y alargando el brazo lanzó una voz:

-¡Esteban!

  —244→  

Todo lo adivinó, invadida de repentina angustia. Él debía venir allí; ¡pero en qué estado!

Por un momento sintió que sus fuerzas le faltaban quedándose inmóvil, perpleja, aturdida; mas, pronto reaccionó y fuese paso tras paso al encuentro de aquel convoy siniestro que no demoró en llegar al palenque.

-¡Ay Esteban! -exclamó anhelante;- es él que viene ahí, ¿verdad? Es tu señor que viene herido, acaso moribundo... ¿Hubo entonces combate? ¡Oh, pronto! ¡Bájenlo, quiero verle; no vayan a hacerle daño al tomarlo!...

Esteban dijo:

-Ayer se dio una batalla y triunfamos. Mi señor fue cortado en el centro y herido dos veces; pero ahora está un poco tranquilo, y con el cuidado de su mercé ha de ponerse bien.

-¡Dios te oiga! -gritó la voz fuerte y viril de don Luciano; quien había escuchado esas palabras y se hallaba ya delante del carretón...- Abre la portezuela para que carguemos con él sin pérdida de tiempo... En estas cosas se obra ante todo... Tú, hija, ve a arreglar la cama. ¡A ver ustedes; ayuden! -prosiguió dirigiéndose al capataz y peones viejos que acudían.- Vamos a bajarlo y conducirlo en un catre hasta mi dormitorio de modo que no le griten las heridas. ¡Listos, canejo! Bien se ve que a ustedes no le duele, mandrias. Ya me temía yo este desastre en el primer refregón... ¡No se hacen las cosas a medias por estos muchachos de sangre caliente que se imaginan como lo más sencillo de este mundo llevarse todo por delante! ¡Estos son los gajes, por Cristo!

Bueno... ¡A ver el catre aquí, en frente de la puertecica, y manos a la obra!

En tanto Robledo daba sus voces de mando y preparaba así el transporte del herido, Natalia había corrido veloz al dormitorio y aderezado el lecho con mano convulsa, casi sin alientos.

Era el mismo lecho que el joven había ocupado la otra vez.

El aposento presentaba igual aspecto que entonces; las cortinas del ventanillo habían sido renovadas.

Delante de la cama, Guadalupe puso una gran piel de «yaguareté» que estaba antes en la habitación de Nata.

Como su ama, la negrilla se sentía hondamente atribulada.

Mirábanse las dos, en medio de su faena febril, en silenciosa ansiedad.

Solía una deshacer lo que otra hacía, confusas, sin tino; hasta que   —245→   deteniéndose de súbito Natalia, como para recobrar algo de la calma perdida, pareció lograrla tras de un largo sollozo, y dijo con aire resignado:

-Es preciso no rendirse a la aflicción... Arregla despacio, Lupa, y que todo esté en orden. Yo voy por hilas y vendas, que han de ser muy necesarias ahora mismo. Que traigan agua del manantial, y tú ponte a cocer corteza de «quebracho» en abundancia. ¡Ay, Dios!... ¡No sé por qué tiemblo tanto!

La joven se puso las dos manos en la cara, y salió.

Llevaba las mejillas ardiendo.

En el comedor se encontró con la ambulancia improvisada.

Al verla, Luis María se sonrió. Aunque muy pálido, parecía tranquilo. Le traían en el catre, cubierto hasta el pecho con una manta.

Extendió su mano izquierda a Natalia con un gesto de anhelo íntimo y satisfecho.

Ella se la tomó con las dos, estrechándola sin escrúpulos, acercó bien al de él su rostro, y lo estuvo mirando un rato con ansia indefinible.

Lo examinaba detalle por detalle, como si quisiera cerciorarse de que la muerte, no lo había aún sombreado con sus alas. Respirando a grandes alientos, la alegría asomaba a sus ojos mientras lo contemplaba y sus labios se removían lo mismo que si regañasen en sueños.

Todos guardaban silencio.

Al fin, Natalia dijo, abandonando suavemente la mano del herido y mirando llorosa a su padre:

-Todo está pronto, papá. ¡Pásalo allí!...

El joven fue colocado en el lecho.

Desde ese instante, empezó el cuidado asiduo.

Laváronse las heridas, cambiáronse hilas y vendajes; alimentose al paciente; todos se pusieron en la casa en actividad para procurar lo indispensable a su curación inmediata.

Después de estas medidas preparatorias y de los sobresaltos sufridos, la esperanza renació, y con ella un contento que se ansiaba no ver extinguir en los días venideros.

No obstante el estado de relativa quietud del enfermo, la fiebre en grado tolerable hizo su aparición desde esa noche, para no abandonarlo sino a treguas.

Con todo, como él se mostrase con ánimo de hablar y hasta de reír, no se dio al principio importancia a aquel síntoma serio.

  —246→  

La herida del brazo no inspiraba tanto temor como la del pecho, que era de arma de fuego, y cuyo proyectil había quedado dentro, ignorábase en qué parte.

¿Quién podía sondear sin peligro, que no fuese un cirujano experto? Y cirujanos, ¿dónde encontrarlos por ventura en la campaña desierta, presa de la guerra?

Esto afligía a todos cada vez que se tocaba el punto, o propiamente la llaga.

Veían al paciente sereno, en calma, a pesar del estrago físico producido por las heridas, y asaltábales de hora en hora una duda penosa, muy próxima a la congoja, cuando pensaban en los efectos internos de la bala alojada en las entrañas.

Lo raro era que la herida del pecho no presentaba un aspecto alarmante, tendiendo más bien a una rápida cicatrización.

¿No sería ésta falsa, o un síntoma de recrudescencia del mal que tomaba fuerzas para reabrir aquella boca fatídica?

La fiebre solía también desaparecer. ¡Qué consuelo ante esta especie de apirexia-remitente!

En tales treguas, los jóvenes hablaban como si todo peligro se hubiese alejado.

El pasado era una nube que se desvanecía en horizontes invadidos ya por una luz esplendorosa.

Entonces, ella decía:

-Aún no creo en esta dicha... Pasados tantos meses después de tu primera desgracia, tantas amarguras en esa ausencia sin fin, ahora estás ahí de nuevo destrozado, mi amigo, sin lástima por ti mismo y por los que te quieren... ¡A veces pienso que tú nunca te has acordado de nosotros!

-No digas eso, Nata -replicaba el joven lleno de emoción.- ¡Nunca olvidé! Siempre aquellos a quienes yo he amado han vivido en mi pensamiento en los días de alegría como en los de contrariedades. Sólo que la pasión de mi tierra me ha conducido lejos; y es esa una pasión que no he podido arrancar de mí mismo aunque me haya propuesto, porque podía y valía más que yo, y que en vez de dañar a otros sentimientos los sustentaba y fortalecía...

-A costa de ti mismo -observó Natalia;- condenándote como decía nuestra madre, ¡a perseguir un ensueño!... No he de regañarte por eso ni he de sostener que es más dulce la vida en el sosiego, entre goces humildes y cuidados amorosos, porque sé que no es lo que sucede aunque sea posible. ¡Tan pobre es nuestra   —247→   ventura! No tengo celos de esa novia feliz que tú y otros persiguen, y por la cual dan su sangre. ¡Yo también la quiero como a una imagen bendita! Pero, ¿la has visto, te ha hablado, te ha sonreído como yo después del sacrificio?

-Sí -dijo Luis María, estrechándole la mano:- tú hablas y sonríes por ella, y ahora me siento tan feliz que no me acuerdo de mis heridas. Otros cayeron valientes y los habrán enterrado juntos en una zanja como se entierra al soldado, sin cruces ni llantos... Cuando eso me suceda, yo sé que habrá quien se duela por lo mismo que habrá quien me haya comprendido.

-¡No hables de morir! -murmuró la joven estremecida, poniéndose de codos en la almohada y envolviéndolo en los reflejos de sus pupilas.- No, de eso no se habla señor Berón, y se lo prohíbo bajo pena. ¡Qué creencia más triste!...

Nublósele la frente, por la que pasó una mano nerviosa, y prosiguió, tentando sonreír:

-Cuando estés bueno, verás que hermoso se ha puesto el campo y cómo alegra cuando alumbra el sol. La isleta aquella de los nidos, ¿te acuerdas? Sí que te acuerdas, ¡la de las cotorras! es un encanto... No la conocerías ahora porque han nacido tantas plantas nuevas, de esas que nadie cuida ni riega, que es todo un laberinto. ¡Qué aire!... Te vas a poner fuerte como antes y te volverán los colores, iremos del brazo y tendrás que obedecerme, porque yo te voy a poder: ¿has oído?

Luis María se sonrió y cogiéndola con la mano libre de la cabeza, le ahogó la voz con sus labios.

Ella no lloraba, a pesar de sus ansias; pero el corazón lo golpeaba el pecho como un martillo, al punto de que él se apercibió y dijo:

-No te aflijas así, ya me siento bien. Nunca me pareció más seductora la vida... Yo dejaré que tú me puedas cuando esté convaleciente, Natalia.

-¿Y no te irás más?

-¡No, mi bien! No me iré...

-¡Bueno! Así me gusta. No tendrás porqué arrepentirte... ¡Ay! pero, ¿será eso cierto? Ustedes los hombres se buscan penas, pudiendo a veces ser tan dichosos. Cuando se les quiere, piensan unas cosas que nunca soñaron como si el consuelo estuviese en el sufrir...

Duerme ahora un poco, ¿quieres? Ya es tiempo que descanses... Estoy temblando que te vuelva la fiebre.

  —248→  

-Si tú me despiertas luego... ¡así como has solido hacerlo!

Ella se sonrió, murmurando:

-¡Sí!

-Entonces, bien. ¡Hasta luego!

Natalia se inclinó, rozó con el de él su rostro encendido y se fue aprisa.

El herido necesitaba en realidad de sueño.

Ese día no se había sentido tan aliviado como en los anteriores; cierto malestar interno insistente y una punzada dolorosa en el brazo fija, aguda, lo hacían ansiar unas horas de reposo.

La presencia de Nata le llegó a absorber por completo; y mientras ella estuvo a su lado, no se le habría ocurrido quejarse.

Durmiose. Pero fue el sueño inquieto, febril, pues sobrevínole de improviso la calentura.

En poco tiempo tomó vuelo.

El herido llegó a quejarse de vez en cuando, de dolores en el pecho y de escalofríos periódicos. Púsose desasosegado.

Toda esta tarde el celo se redobló; y llegada la noche notose con angustia que el mal iba en aumento.

El desasosiego fue más profundo, a altas horas, la fiebre más intensa, y el delirio dio principio.

Natalia, con extraña firmeza, no se separó ni un instante de la cabecera, atenta, contrariada, reprimiendo la explosión de su zozobra, que acrecía en la medida que avanzaba la dolencia.

La noche pasó entre hondas inquietudes.

Por la mañana, el herido pareció entrar en un período de calma semejante a un sopor.

Examináronle el pecho. La membrana que había cubierto, como una tela la herida, aparecía desgarrada, y por la abertura surgía a intervalos un soplo ronco.

Aplicáronsele nuevas hilas y vendas, después de lavar bien los bordes con una esponja fina.

Luis María llegó a dormirse, algo más tranquilo.

Pero Natalia sintió dentro de su ser como un vacío pavoroso. Creía que por siempre se le había huido la fe, y que quería escapársele ya la misma engañosa esperanza.

Sin duda retuvo a ésta el aspecto reposado del herido; porque en vez de acostarse algunos minutos, Natalia fuese a su habitación, y púsose a escribir a la madre de su amigo una larga carta.

Reflejaba en ella fielmente sus impresiones después de narrar   —249→   todo lo acaecido, desde que llegara a la «estancia», y decíale que confiara en sus cuidados y desvelos.

En pos de indecible congoja, escribía ahora ella más consolada en presencia del estado satisfactorio del paciente. Tenía él que reaccionar pronto por el mismo vigor de su juventud y por la asidua asistencia de que era constante objeto.

Terminaba pidiéndole que en defecto de un médico animoso, lo que era imposible, bien lo comprendía, le enviase algo para vencer la fiebre, que era lo que más terror infundía a su ánimo.

Cerrada la carta, Natalia supo que Esteban debía ir esa tarde lejos de allí, en busca de un «tape» viejo que administraba hierbas medicinales propias para las heridas.

Aprovechó de su excursión para recomendarle que de algún modo, por intermedio de una mano piadosa cualquiera, hiciese que esa carta llegara a su destino.

No pensó que podía retrasarse días enteros en su marcha.

Don Luciano, que había estado hablando un buen rato en el palenque con un paisano inválido que iba de paso para la Florida, entrose resueltamente en el aposento de Berón; y hallándolo despierto, y al parecer mejorado aunque débil, díjole con entusiasmo:

-¡Ánimo amigo! Los argentinos vendrán, porque ya se declara incorporada la provincia a las otras como buena hermana. Me lo acaba de asegurar un vecino de sesos, que viene del cuartel general.

Luis María volvió de lado el semblante, iluminado de súbito por una radiación de contento, y oprimiendo la mano que el viejo le tendía, murmuró con acento de fe profunda:

-Entonces seremos libres de veras. ¡Loado sea el esfuerzo!

Desde ese instante hasta la noche, la noticia trasmitida pareció hacer revivir al paciente.

Las horas se deslizaron fugaces, acaso por ser felices, entre fruiciones y esperanzas.

En las primeras de la noche, sin embargo, a pesar de la renovación de los apósitos y del aseo escrupuloso de las heridas, en las que se aplicaron hojas de bálsamo abiertas, en el ansia de encontrar una virtud medicinal infalible, aunque fuese en una simple hierba, Luis María fue invadido por la fiebre y tuvo violentas contracciones musculares. ¡Otra noche de sorda lucha!

Natalia no perdió la serenidad, pidiendo fuerzas a todas sus energías reunidas para hacer frente al conflicto. Con todo, en el fondo empezaba a sofocarla como un vaho asfixiante el desaliento.



  —250→  

ArribaAbajo- XXXVI -

Ella presentía la proximidad de un gran dolor.

Pero era uno de esos temperamentos que lo sofocan, que lo reconcentran y lo anidan en el pecho, aunque el esfuerzo los deje inquietos, trémulos, adustos, sin más manifestaciones externas que una palidez intensa, un brillo de fiebre en las pupilas y una punzada aguda en la entraña que sólo en la soledad se resuelve en sollozos. De estos dolores que tienen miedo de ser penetrados, por lo mismo que son sinceros y profundos, era el suyo. Sus centros nerviosos se resentían del esfuerzo, y de ahí que la mente divagase aturdida y el corazón empezase a golpear violento como quien pide aire desde el fondo de su encierro. No quería llorar, a pesar de sus ansias. La amargura de su padre sería menos. ¡Cuánta ternura delicada con el herido, y cuánto cariño con él, en su afán doliente! Si ella cedía, ya no abría enfermera; no más tino, no más atención inteligente en las horas crueles, porque la desesperación la haría su presa y el delirio su juguete.

En ciertos momentos la fiebre parecía abrasarle las sienes. El sueño solía hacerla cesar, ese sueño que trae el cansancio prolongado y que deja al organismo como muerto.

Entonces, al incorporarse, se sentía con ánimo fuerte y volvía a la tarea con más ahínco, nutrida de nuevas esperanzas, dulce, risueña, para llenar la atmósfera en que respiraba el herido con todos los tonos y reflejos de su adorable juventud.

¿Cómo pensar que él se podía morir? Era ese un ensueño sombrío. Había venido al mundo con tantos dones para la dicha, era tan gentil, tan generoso, que la adversidad debía respetarlo. Estaba en   —251→   todo el vigor de la vida, y había de resistir a los estragos del mal hasta vencerlo.

Una noche, el paciente tuvo fuertes contracciones; se quejó, la fiebre volvió a atacarlo y durante largas horas todo afán fue inútil para devolverle algo de la calma perdida.

Natalia pasó este nuevo suplicio de pie, rígida, silenciosa; y ya muy tarde, cuando el herido quedose al fin postrado, como hundido en el lecho, don Luciano la sacó de allí.

Fue aquella una noche triste.

En tanto Esteban y Guadalupe hacían la vela, Robledo salió al patio ansioso de aire puro bajo los efectos de una gran pesadumbre.

El cielo estaba sereno y rutilante, en profunda quietud los campos, y sólo el canto alegre del gallo desde el fondo de los «ombúes» interrumpía el silencio.

Paseose en lo oscuro, por debajo del alero, con la cabeza descubierta y los brazos cruzados.

Luego se quedó quieto delante del ventanillo de Natalia por mucho tiempo; y estando aún allí como una estatua, llegó a oír la voz de su hija que parecía balbucear un ruego.

Después la escuchó más alta, de un timbre desgarrador, que decía:- ¡Piedad, Dios mío!

El viejo llegó a creer que le mordían las entrañas.

¡Era tan amargo el acento, tan sentida la súplica! Aquella pobre que no dormía hacía tantas noches, debía tener como un plomo la cabeza.

Lo peor era que ya el mal parecía sin remedio. Sin duda la bala había caído al pulmón después de haber estado pendiente en el vértice a modo de carámbano vacilante o de lágrima que oscila en las pestañas antes de rozar el pómulo; y si era así, ¡asunto concluido!

Don Luciano fuese de nuevo sin ruido a la habitación de Berón, con los ojos muy abiertos, jadeante y confuso.

Sorprendiose al entrar en ella.

Allí estaba Natalia, firme, tranquila en apariencia, con un gesto de resignación extrema que daba a su semblante toda la dulzura del rostro de las imágenes de cera. Tal vez había llorado mucho. De sus bellos ojos se desprendía un reflejo de tristeza honda, natural en quien ya ha medido toda la magnitud de su infortunio.

Robledo nada dijo.

Observó un momento al herido, y volvió a salir a paso lento, suspirando con fuerza.

  —252→  

Guadalupe y Esteban permanecían quietos en los extremos, sin abrir para nada los labios.

De pronto, Nata se dirigió a ellos, mirándolos también en silencio con los brazos caídos y el aire desolado.

Ellos se fueron al comedor.

Estúvose Nata todavía unos instantes con la vista en el suelo, como escuchando el rumor de esos pasos.

Después se volvió hacia el herido clavando en sus facciones desencajadas la vista ansiosa, se acercó bien, arreglole la almohada, apartole a los dos lados el cabello, y púsose a contemplarlo con muda fijeza.

Como viese que él no se movía, cogiole suave entre sus dos manos el rostro y lo besó en la boca.

Luis María hizo un movimiento, abrió los ojos y los puso en ella.

Volvió a cerrarlos y a abrirlos cual si luchase por reconocer; y al fin, como si reuniese todas las fuerzas que le quedaban, alzó trémulo el brazo, que ciñó al cuello de la joven, la atrajo hacia sí nervioso juntando con la suya la linda cabeza, y dijo anhelante:

-¡Cuánto bien! Así... así...

Ella dejó hacer. Se puso de rodillas en el suelo, lo estrechó contra su pecho y oprimió con los suyos sus labios ardientes sin hablar, entre mimos y retozos, suspiros que eran risas ahogadas, risas que eran llantos comprimidos, fruiciones preñadas de amargura, deliquios que eran ansias de una vida que se iba y de una dicha malograda.

Él pareció renacer; ella olvidar.

Se estrechaban como si buscasen desafiar juntos la temida, hora de la muerte con la fuerza de su cariño.

Arrastrándose de uno a otro sitio sobre sus rodillas, con el seno entreabierto, la boca roja, la pupila brillante, Natalia sostenía entre sus brazos la cabeza del joven, evitándole esfuerzos y venciéndolo en cada arranque con una caricia infinita.

Enseguida se quedaban mirándose, y ella decía:

-¿Es éste un consuelo?...

-Oh, sí -contestaba él.- ¡Más! Que no mata, y hasta el dolor cesa...

Yo quiero vivir, mi bien.

-¿Y por qué no? Dios lo ha de querer, pues que en su bondad permite que hasta los malos gocen... ¡Si te mejoras pronto, verás   —253→   que dicha! Está el campo que rebosa de alegrías, y vienen los follajes... Iremos allí, donde me bajaste del árbol aquella vez. Me hiciste temblar de miedo, o qué sé yo qué... ¡Pero, tenía un gusto! No pude dormir, entonces; estaba como una aturdida...

Y esto diciendo, escapáronsele las lágrimas que había luchado por reprimir, escondiendo el rostro en la almohada.

Luis María volvió a acariciarla febril, violento, atrayendo con brusquedad su cabeza como quien presiente que la vida se le escapa por el recomienzo del escozor en las heridas.

Natalia se abandonó nuevamente a aquel delirio, a aquella ardorosa ternura que recién se manifestaba intensa, profunda, en el ahínco por la existencia.

La ahogó él con sus besos.

Cada vez que quería hablar, su boca, llena de fuego, cerrábale la suya con energía varonil, y su mano crispada le retenía la cabeza unida como un áncora de esperanza.

Cual si saliera de un sueño, Natalia dijo temblante:

-¡No puede esto dañarte...! ¡Qué locura! Reposa, por favor.

-Hay tiempo -murmuró Luis María con voz apagada.

Otra vez... otra...

Dio luego una sacudida, se arqueó, puso el semblante en el seno de la joven y escapósele un sollozo.

En pos de esa contracción, su cabeza resbaló en la almohada y hundiose en ella.

-¡Ay! -exclamó Nata- ¡qué tortura horrible!

El herido había cerrado los ojos y respiraba con gran fatiga. Ardían sus sienes.

Púsose de nuevo Natalia de pie, alzándose pálida y rígida como una muerta.

Cogió con mano convulsa la infusión de corteza de «quebracho», y le hizo beber dos o tres sorbos.

Examinole las vendas.

La del brazo no ofrecía novedad alguna. No así la del pecho. Debajo de ésta se dibujaba una mancha de sangre y sentíase un resuello sordo, intermitente de fuerza viva que se aniquila.

-Yo habré apresurado su muerte -susurró Natalia conteniendo los alientos.- Pero él lo quería... Era un pobre y último goce que no podía negarle, ¡pobre goce! ¡Más merecías, mi amado, ya que vas a morir; todo mi ser fuera poco!

  —254→  

Y contemplándole como extraviada, la angustia subió de punto.

Volvió a abrazarse a él y lo movió diciendo con acento bajo y entrecortado:

-No te vas así tan pronto... Yo no quiero que te mueras. ¡Oh, crueldad de la suerte! ¡Vuelve, mi bien, sí, vuelve!... Un último beso para tu madrecita querida, que yo lo recibiré todo en mi boca. Sonríete como antes; ¡ánimo! ¡sí, ánimo, que esto pasará, mi amigo adorado!

Sonreía ella a su vez, viendo que el herido abría los ojos y se volvía, como cediendo al esfuerzo de sus manecitas temblorosas que le opriman las sienes dulcemente.

Pero fue un arranque supremo.

Un fulgor opaco lucía en sus pupilas, que se concentraron sobre la joven con la dureza de la agonía; quiso hablar, y de su boca salió un hálito leve, y al sellarse en un último beso los labios de los dos, sacudió un momento la cabeza, la posó en la almohada y se quedó inmóvil.

Natalia lanzó una voz semejante a un ronquido, y dioso vuelta anonadada.

Vio a su padre, a Esteban, a Guadalupe, a don Anacleto en la penumbra que miraban hacia el lecho, como buscando entre sus pliegues un signo de vida.

-Inútil empeño -dijo Natalia.- ¡Todo acabó!

Sin vacilar acercose al lecho, y posó sus dos manos en los párpados del muerto.

Allí las tuvo un rato.

Después las separó y miró...

-Estaban plegados. Parecía dormido.

El resplandor tenue del alba penetraba por las rendijas del ventanillo y con su aparición coincidía el variado concierto de las aves que anidaban bajo el alero. De afuera venía como una oleada de vida, cargada de trinos y de aromas; y las luces brillantes no tardaron en unirse al festival de la mañana, con el coro lejano del ganado y el vaivén del esquilón.



  —255→  

Arriba- XXXVII -

Cuando caía el sol al día siguiente en medio de una atmósfera de ámbar y rosa confundidos, un pequeño grupo de personas mustias y calladas salía de las casas y se dirigía a lento pago hacia el estrecho valle que el bosque del Santa Lucía orillaba con sus frondas.

Componíase el grupo, de cinco hombres y dos mujeres. Cuatro de ellos llevaban a pulso un cajón, algo como un féretro cubierto por un paño negro clavado en la madera a trechos.

En la tapa de estas andas veíanse esparcidas ramitas verdes y flores silvestres apiñadas, sin orden, cual si sobre ella hubiese volcado al azar uno de sus búcaros la primavera.

Los gajos del aromo y del laurel agreste se entremezclaban con la yedra y los claveles del aire. Algunas violetas aparecían aquí y allá entre los vivos matices, como arrojadas por un soplo de angustia.

La fosa se había abierto junto a la que encerraba a Dora.

Natalia quiso que su amigo descansara al lado de la que le amó como ella; ¡tal vez con la misma intensidad e idéntica ternura!

Una cruz de coronillo alta y retorcida, en cuyos brazos se enroscaban parietarias lanzando a todos rumbos un centenar de guías, señalaba el sitio en que reposaba la cabeza de la amable joven, que fue luz del pago.

Cerca, en un grupo de «talas», una banda de «horneros» bulliciosos hería el aire con sus gritos alegres, que a don Cleto parecieron ecos de aquellas risas encantadoras de otro tiempo.

Guadalupe llevaba una cruz semejante a la que adornaba la tumba de Dora; fabricada en la noche, como el ataúd, por Esteban y el capataz.

En tanto sepultaban el cuerpo de Luis María, Natalia se puso de rodillas al borde del hoyo, siguiendo con la mirada cómo subía a oleadas la tierra negra que caía sobre la caja.

  —256→  

Las flores habían sido amontonadas a un lado, para ser luego desparramadas encima.

La joven tenía los ojos hundidos y el rostro de una blancura casi transparente. Más rígida que nunca, ni una crispación se notaba en sus facciones, ni en sus labios marchitos. Parecía haber apurado de un sorbo toda la hiel del sufrimiento.

Antes de abandonar las «casas», había besado muchas veces al muerto en la frente y en las mejillas; y apartada de allí, había vuelto en silencio con gran fuerza de voluntad, y estrechado contra la suya su cabeza, besándolo entonces en los labios yertos con una caricia interminable.

Arrancada de nuevo del sitio, había retornado sin mirar a otro objeto que al que fue su adorable deliquio, con un gesto tan duro y sombrío, que nadie se atrevió a detenerla; y otra vez acarició al muerto, cortole dos rulos, que guardó en el seno, echole sobre el pecho un puñado de flores, arreglole bien la almohadilla, y después dijo con acento dulce:

-Ahora sí... ¡No hay más que hacer!

Cuando salían, habíale dicho su padre a modo de ruego:

-Tú no vas, hija. Basta con nosotros.

Y ella respondido con una firmeza tranquila:

-¡Sí, que iré!

Y había venido ahogando sus sollozos, altiva en su dolor, hasta aquel lugar reservado para el último sueño de su novio.

Vio echarle tierra sin modular una queja, en apariencia insensible.

Apenas en el párpado nervioso podía notarse su honda agitación interna, y en la expresión desolada de sus pupilas el abismo abierto a sus fervientes amores.

Sin duda se había secado la fuente del llanto, y sólo quedaba dentro ese pesar agudo que hace latir la arteria a saltos y denuncia una revolución de los afectos más ardientes del ánimo.

La fúnebre tarea duró breves instantes.

La tierra llegó al nivel; se aplanó; púsose la cruz en línea recta con la de Dora, a igual altura; y por último esparciose sobre las dos tumbas; un poco de arena fina traída de la ribera para rellenar las más pequeñas grietas del suelo.

Hecho esto, Nata se levantó y diseminó en aquel corto espacio las hojas y flores como quien rocía con agua bendita.

Después, dijo a su padre:

  —257→  

-Les haremos aquí una casita que les preserve de la lluvia que filtra y del hielo, ¿verdad?

-Sí.

Natalia echó a andar, y todos siguieron en pos.

El grupo, al llegar a las casas, se disolvió silencioso, como se había reunido. El pesar era profundo.

Natalia, entró a su habitación sin fuerzas; y arrojose en el lecho. En él quedó como muerta, hasta el otro día.

Con el alba se levantó, y púsose a escribir a la madre de Berón.

Parecía serena; tenía firme el pulso, y trazó los caracteres con calma dolorosa.

«Ya acabó de sufrir -decíale entre otras cosas de mujer convencida de que nadie ha de dolerse más que ella.- Su último beso fue para ti y lo recibió todo mi boca. Yo le cerré los ojos, y le corté dos rizos; uno para ti, otro para mí. Ahí va el tuyo... Lo acompañé hasta el sitio que yo había señalado para que durmiera, y vi como lo acostaban. ¡Está en buena compañía madre! y lo he de cuidar siempre... Tendrás mi visita todos los días y muchas flores, de las más hermosas que se encuentren en mi jardincito y en la ribera; además les haremos una «glorieta» a los dos, con ceibos y claveles del monte. ¡Nunca se apartará de mí su memoria! Sea cual fuere la hora en que te acuerdes de él, yo también estaré pensando en el amigo adorado que fue la ilusión de mi vida. ¡Ay, madre! por más que las dos lloremos, no hemos de llevar el vaso de amargura en la medida en que lo hemos bebido... ¡Consuélate, a pesar de todo, de que siempre tendremos lágrimas!»

Como esta carta decía, elevose en el lugar solitario un pabellón que rodearon los ceibos y enredaderas de la selva, y al poco tiempo se formó un cerco espeso de flores y follajes.

Después, los céspedes se unieron a los ceibos que retoñaban, las enredaderas y lianas hiciéronse trenzas largas y ondulantes y se asieron a las cruces con todo el vigor de brazos que se crispan ansiosos de apoyo.

Las cruces llegaron a desaparecer poco a poco en un boscaje que se alzó trepando en torno del cenador por dentro y fuera, y sólo quedó en el interior como un sendero tortuoso que terminaba allí donde estaban los símbolos funerarios.

Las avispas y las abejas salvajes zumbaban en los días ardientes bajo la bóveda y elaboraban su miel en la espesura de mburucuyáes y «camambués».

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Cuenta una tradición del pago que en aquel búcaro enorme, ornado siempre de frescas frondas, guías y festones y a la vez que criadero exuberante de selváticas aromas, venían los pájaros en nutridas bandas a fabricar sus nidos, oyéndose al cuajar la aurora y al morir la tarde un himno eterno de complicados silbos y arrullos; y añade la tradición también, que a esas horas, unas veces entre luces y otras entre sombras, veíase entrar y salir del cenador a una mujer taciturna, rígida y fría que no por esto dejaba de sonreír a los vivos, pero que sólo parecía hablar con los muertos.




 
 
FIN