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Hacia el fin del milenio1

Homero Aridjis





En el año 776 d. C., sacerdotes mayas astrónomos se reunieron en la ciudad sagrada de Copan para sincronizar sus dos calendarios: el sagrado y el profano; el tiempo de los dioses y el tiempo de los hombres. Un retrato en grupo de los participantes quedó esculpido en un altar de piedra en la misma ciudad. Hoy, más de 12 siglos después, petrificados los astrónomos, muertas sus mitologías y cambiado su sistema de medir y encasillar el tiempo (en tunes y katunes) por el calendarium gregoriano (de festividades religiosas cristianas, basadas en las fases de la Luna y la división europea de las estaciones), podemos ver claramente que la ruina llegó a Copan no del cielo, sino de la tierra; no de los dioses, sino de los hombres.

Actualmente, la selva Lacandona es la víctima natural de las codicias, discordias, violencias y explosiones demográficas humanas. Lo que queda de ella, por el ritmo de deforestación que sufre, está condenada a la desaparición a fines de este siglo. Conflictos étnicos, religiosos, económicos, políticos y sociales, y el enfrentamiento entre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el gobierno mexicano, hacen, por el momento, una solución ecológica bastante difícil, e improbable.

El pensamiento totalizador de Heráclito el Oscuro, quien dijo que «el Sol no debe transgredir sus medidas, de otra manera las Furias, ministras de la Justicia, lo castigarían», junta en su sentencia a Copan, la selva Lacandona y la ciudad de México, porque, a su manera y en su época, en estos lugares se han sobreexplotado los recursos naturales y han rebasado los límites de su crecimiento. Abolida la cuenta ritual de 260 días, podemos decir que Copan, como Teotihuacan, Monte Albán, Chichén Itzá y otros lugares prehispánicos desde donde se observaba el cielo, avanza hacia el pasado, hacia la noche infinita.

Nos encontramos a la vuelta de la esquina del año 2000, un año 2000 marcado por el calendario gregoriano, el cual se adoptó en 1582 en Italia, Francia, España y Portugal, y ahora se dice de uso universal, aunque más modestamente es de uso mundial. Como se sabe, el calendario gregoriano remplazó al romano juliano, que empezaba el año en mayo y que sirvió a Europa por más de 15 siglos, y a sistemas más antiguos de medir y determinar el tiempo por las estrellas, el Sol y la Luna, por los mitos de creación o por los sucesos mayores en la vida de profetas religiosos.

Nuestro conocimiento de la historia antigua es muy relativo en materia de fechas, porque antes de 1492, por ejemplo, es muy difícil saber con exactitud qué eventos o reinados fueron datados según el año de la encarnación del Señor o el de su Pasión, o el de su Resurrección.

El problema básico se encuentra en que las historias o biografías de Jesús solamente hablan del lugar de su nacimiento, de quienes fueron sus padres y hasta de su árbol genealógico, pero no pueden precisar cuál fue el año en que vio la luz. Algunos eruditos aun dudan sobre el lugar de su nacimiento. Y si como señala James P. Mackey, para explicar el mito de la muerte de Jesús debemos analizar los datos del Nuevo Testamento sobre la Resurrección, entonces estamos condicionando la historia occidental a partir de tres hechos espirituales que sucedieron en un tiempo impreciso. Además, el hábito de dividir la historia en antes y después de Cristo se estableció en la Edad Media.

Los judíos, cuyo calendario lunisolar data el supuesto año de la creación del mundo en 3761 a. C., y los musulmanes, cuya era tiene como punto de partida la Hégira, o la emigración de Mahoma de La Meca a Medina en 622 d. C., ¿celebrarán el año 2000 con el mismo entusiasmo que los occidentales? Y los indios, que adoptaron el gregoriano para fines seculares, y rigen su vida religiosa con el calendario hindú, ¿saldrán también a las calles a festejar el arribo del tercer milenio? En lo personal, detesto las fiestas de año nuevo y me temo que la conmemoración del año 2000 me va a resultar dos mil veces más deprimente.

Eusebio de Cesárea, en su Crónica eclesiástica intentó incorporar la historia de la Iglesia en el marco de la historia del mundo, iniciándola con Abraham. Si la Iglesia se decía fundada por los apóstoles, y los apóstoles hablaban de Jesús, dividir el tiempo en un antes y en un después de Cristo resultaba evidente. Pero si el nacimiento de Cristo, como recuerda Jaroslav Pelikan, perteneció más al orden del misterio que al orden natural, y Mateo y Lucas, autores de los Evangelios tardíos que hablan de la infancia de Jesús, hacen más bien cristologías, entonces, ¿cómo podemos ponernos de acuerdo para comenzar el tiempo en divisiones regulares y para fechar eventos?

Rudolf Bultmann indicó que «las narraciones más antiguas de los pueblos no son aún historia, sino mitos. Sus temas no son experiencias y hechos humanos, sino teogonías y cosmogonías». Aún Heródoto en su manera de recontar hechos históricos lo hace como si éstos fuesen una sucesión de cuentos. Tucídides fue, quizás, el primer hombre que consideró la historia como una forma de conocimiento. Lo que se dice sobre la historia, podría decirse sobre la manera de algunos pueblos antiguos de medir el tiempo: los mexicanos la vincularon a la mitología y los cristianos a la cristología.

Sabemos que en el hipotético año 221, Julius Africanus se echó encima la tarea imposible de hacer una crónica del mundo, iniciándola con la creación. Fijó la Encarnación de Jesús en el año 5500 (de la creación del mundo) y su retorno en el año 500. La historia tendría una duración de 6000 años. Por fortuna, sus cálculos no resultaron ciertos.

La Primera Crónica General de España o Estoria de Espanna, que mandó componer el rey Alfonso el Sabio en el siglo XIII, principiaba describiendo cómo Moisés escribió el libro del Génesis. Incluyó relatos bíblicos, griegos, africanos, romanos y godos, hasta llegar a los reyes españoles. La confusión entre historia, religión, cristología, mitología, leyenda y fábula fue conmovedora. Así, muchas historias antiguas no sólo comenzaron con Jesús, sino con Dios.

Joachim de Fiore, en el siglo XII, dividió la historia en tres periodos: el del Padre (Antiguo Testamento), el del Hijo (Nuevo Testamento, en el cual vivimos), y el del Espíritu Santo (el del Reino Milenario). A esta creencia, quizás, debemos una de las obras maestras del arte plástico: «El jardín de las delicias», de Hieronymus Bosch.

En el contexto eurocéntrico de la cultura, en los recuentos conmemorativos del año 2000 fácilmente se acomodarán las catedrales góticas y los esplendores de las ciudades de destino, (Venecia, París, Londres, Nueva York), los genios del arte, la literatura, la filosofía y la música (Dante, Michelangelo, Leonardo da Vinci, Durero, Shakespeare, Cervantes, Rembrandt, Vermeer, Spinoza, Velázquez, Goya, sor Juana Inés de la Cruz, Bach, Mozart, Beethoven, Goethe, Carroll, Flaubert, Dickens, Machado de Asís, Proust, Dostoievski, Tolstói, Kafka, Joyce, Borges), y personajes como Colón, Bartolomé de Las Casas, Bernardino de Sahagún, Galileo, Copérnico, Newton, Marx, Edison, Einstein, Freud, Pasteur, Fleming. Junto a estos valores, no sabemos con qué reglas podremos medir a los arquitectos de pirámides y templos del mundo no cristiano, y de Tenochtitlan, la ciudad ideal, según Durero. ¿En qué contexto situaremos, entre los santos y los místicos cristianos estilo Ruysbroeck, Hildegard de Bingen, san Francisco de Asís, san Juan de la Cruz y santa Teresa de Ávila, a visionarios y chamanes de otros mundos, a Milarepa y María Sabina?

La cultura, como un ecosistema, no sólo está hecha por los grandes personajes, sino por una multitud de gentes pequeñas, anónimas o medianamente importantes, ahora poco recordadas o por completo olvidadas, las cuales, con sus ideas y trabajo, movieron y animaron el edificio material y espiritual del mundo en su momento. Esas urdimbres humanas, o tejidos familiares y sociales, han desaparecido, pero fueron determinantes para conformar el ecosistema de la cultura.

Y hablando de ecosistemas, me pregunto con qué criterios, frente a las obras maestras del hombre, en este hipotético resumen milenario se van a considerar las obras maestras de la naturaleza; en qué museo, que no sea la Tierra, tendrán cabida; y qué crítico tendrá el juicio -biológico o estético- para juzgar el ramaje de un fresno, las coloraciones de un arrecife coralino, las plumas de una guacamaya, la piel de un tigre o las alas de una mariposa.

El hombre del año 1000 vio las perturbaciones de la naturaleza y de la vida humana como la acción del demonio, envidioso de la obra de Dios. Ahora esas perturbaciones las vemos como la acción del hombre, inconsciente de la obra de Dios.

La tradición judeocristiana del Apocalipsis, que viene desde Ezequiel, san Pablo, san Juan de Patmos, hasta el Beato de Liébana y otros visionarios medievales, ha cambiado. A partir de la segunda Guerra Mundial, por la experiencia del Holocausto y de la carrera armamentista nuclear, podemos creer que el Apocalipsis será la obra del hombre y no de Dios.

El concepto de naturaleza entre los poetas y los artistas de la segunda mitad del siglo XX se ha modificado. Ya no se ve al mundo natural como en el «Himno a la Tierra» homérico, Las Églogas de Virgilio, o un libro de horas medieval, ni bajo la óptica de los poetas románticos del siglo XIX. La manera de ver el agua, el aire y el suelo es diferente. La hermandad señalada en el hermoso poema El cántico de las criaturas de san Francisco de Asís se ha roto. Hemos pasado de un espíritu contemplativo a uno activo o alarmado. Los jardines, los parques y los bosques que han deleitado al hombre ahora están enfermos o se mueren de cáncer, exactamente como les sucede a los seres humanos. El hombre de nuestro tiempo se ha vuelto contra la idea del árbol y ha destruido, por añadidura, el bosque encantado de los cuentos infantiles.

En el ocaso del siglo XX, aún no nos hemos desprendido de los terrores medievales a la vida, y lo que es peor, del terror a la muerte. A veces tengo la sensación de que la conciencia del hombre es semejante a aquel espejo de obsidiana, en el que los aztecas presenciaban el cuerpo presente en su condición cadavérica.

Tampoco hemos abandonado nuestro antropocentrismo. En nuestra pequeñez y en nuestra grandeza, no somos distintos -pero tampoco iguales- a los hombres que vivieron en el año 1000, y a los que probablemente existirán en el año 3000. Una cosa seguirá uniendo inevitablemente a los seres de los tres milenios: la conciencia de la muerte corporal. Una minoría será consciente de otra cosa: del deterioro ecológico de la Tierra y de la vertiginosa desaparición de especies vegetales y animales.

Este año 2000, los medios de comunicación harán sin falta un acto ritual colectivo: revisarán la historia de los últimos 10 siglos, nos bombardearán con recuentos de hechos y con exámenes de conciencia, de los cuales saldremos casi siempre mal parados. Los héroes de la historia y la cultura, y de la sociedad civil, serán los que ya conocemos, los celebrados durante 10 siglos de eurocentrismo. Después de todo, en los museos arqueológicos ¿no son más grandes los esqueletos de los vikingos que los del hombre de Mesoamérica?

Las historias nacionales buscarán confundirse con las historias universales. En esos recuentos totales, hechos en el Primer Mundo, y repetidos en el Tercero, América Latina (a cuyo territorio los europeos trajeron su religión, idioma y calendario) casi no existirá. Y si existe, será por sus desastres naturales, sus violaciones a los derechos humanos, sus conflictos sociales, y por la enorme inseguridad en sus calles y carreteras. La Amazonia puede convertirse en el próximo milenio en el desierto más grande del mundo. Algunas ciudades latinoamericanas, como la ciudad de México, sobrepobladas, contaminadas, devastados sus recursos naturales y sin agua, serán el escenario de frecuentes emergencias ecológicas; otras, conformarán la geografía del crimen, la prostitución, la droga y el secuestro. A causa de la devaluación de nuestras gentes, provocada por las crisis económicas, los latinoamericanos tendremos que luchar contra una nueva esclavitud.

«El Tercer Mundo ha muerto, viva el Primer Mundo», caído el muro de Berlín, éste es el grito de las naciones que un día buscaron no alinearse con los superpoderes, que buscaron otra alternativa histórica, no unidos por relaciones económicas, ambientales o culturales solidarias, sino por compartir el subdesarrollo y la explotación.

El concepto de Tercer Mundo, como se sabe, no vino del Tercer Mundo, sino de los periodistas franceses de los cincuenta. La cumbre que le dio vida política fue la conferencia de Bandung, Indonesia, de 1955. En ella participaron Nehru, Nasser, Zhou En Lai, Nkrumah y Sukarno. Por desgracia, pronto la realidad de las relaciones entre el Primer y el Tercer mundos acabó con los sueños de solidaridad política entre esos países no alineados con los bloques adversarios de la Guerra Fría.

Si bien, el concepto de Tercer Mundo se debilitó, los problemas de subdesarrollo, explotación insustentable de recursos naturales, corrupción y falta de democracia, y su efecto, la pobreza, no desaparecieron del planeta. De ese Tercer Mundo han salido un Cuarto Mundo (Somalia inter alia) y un Quinto Mundo (el de los inmigrantes) y un Segundo, en el que se debaten países como México.

¿Qué cosa siguen teniendo en común las naciones que un día conformaron el Tercer Mundo, acudieron a conferencias y foros inútiles, aparte de refocilarse en los viejos problemas económicos, sociales, ambientales y políticos, y de exportar seres humanos al Primer Mundo? Sobrevive la mentalidad colonial de que la solución a los problemas va a venir de afuera, de otros países, de otros hombres, y no de sus propios gobiernos, de su propia población. Lo que no hemos aprendido entre la conferencia de Bandung y la caída del muro de Berlín es que nuestros países no solamente deben defenderse de los superpoderes en turno, sino de sus propios vicios políticos, que la única solución posible a nuestros problemas está en nuestra capacidad de ser libres. Y con esto quiero decir, en la necesidad de que nuestros jefes de Estado gobiernen con democracia y sin corrupción, y sobre todo sin traicionar los sueños de sus pueblos.

Inmersa en la conmemoración pluricultural y enumerativa, mucha gente seguirá la ruta de los muertos creyendo que sigue los caminos del tiempo, y lo máximo que podrá obtener será la presencia de la ausencia. Porque nadie sabe qué cuadros y libros, qué edificios y ciudades, y otras obras del hombre, serán actuales o se mantendrán en pie en el próximo milenio. Nadie sabe qué cosas llamadas artísticas irán rodando por el mundo como materia orgánica hasta convertirse en basura y olvido.

Las bibliotecas están llenas de obras de poetas divinos y príncipes de poetas que fueron encumbrados en su día por críticos retóricos de países occidentales y orientales. En el siglo XXI, en las librerías de segunda mano de los países occidentales se volverán basura miles de ejemplares de libros que un día fueron best-sellers. Los genios, los titanes, los gigantes de la literatura, cuyo talento fue hiperbolizado por las revistas y los diarios de circulación masiva de Estados Unidos, no serán otra cosa, quizás, que nombres intercambiables entre sí. Los medios que los endiosaron, si llegan a existir entonces, no tendrán memoria de lo que elogiaron, y ahora exaltarán a otras estrellas fugaces. Porque los intentos del hombre de escapar de la muerte mediante la literatura, la pintura, la música y la ciencia son vanos. Al cabo del tiempo no sólo el hombre, sino también sus obras, se perderán en el hoyo negro del olvido. Y aun los actos de amor, en los que el hombre y la mujer buscan perdurar y perpetuarse, caerán al instante en ese hoyo negro.

En el mapa americano se puede delinear otro mapa: el de los bosques y selvas que están desapareciendo. En ese mapa de deforestación, se puede delinear otro más: el de las etnias amenazadas por la destrucción de su medio ambiente. Yanomami de Brasil, aché de Paraguay, yagua de Perú, miskito de Nicaragua, guaymi de Panamá, tarahumara de México, maya de Guatemala, guambiano de Colombia, mapuche de Chile, son grupos afectados por el asentamiento de colonos, incursiones militares, desalojos forzados de sus tierras por mineros, ganaderos, madereros, por la construcción de carreteras, presas hidroeléctricas y complejos turísticos. En la década del Quinto Centenario del Encuentro entre Dos Mundos, es urgente que nuestros gobiernos en sus proyectos de desarrollo, en su definición de zonas de libre comercio, tomen en cuenta a los indígenas, ya que de otra manera América Latina se llenará de Chiapas.

En 1970, los hermanos Villas Boas, quienes dedicaron décadas de su vida tratando de salvar a grupos indígenas del Brasil central, dijeron que todo lo que había quedado de las tribus extintas del Alto Xingu habían sido los nombres y los relatos tristes de sus desastres finales. De muchas etnias del mundo, y de los lugares que habitaban, podríamos decir lo mismo.

«De los seis a nueve millones de indios que vivieron originalmente en la Amazonia, solamente sobreviven unos 200.000. Había 300.000 aborígenes en Australia cuando llegó 'The first fleet' a Botany Bay; un siglo después quedaron 60.000. Y cada indio Caribe en la isla Hispaniola fue muerto o deportado por los colonialistas españoles, para ser remplazados por esclavos de África», señala el Atlas of the Environment. «La desintegración de las culturas nativas ante la llegada de la 'civilización' es triste, porque los adelantos materiales no traen más felicidad ni compensan por la pérdida de los valores espirituales», dijo J. Eric Thompson ya hace más de tres décadas.

En la crónica milenaria de defunciones y nacimientos humanos que se hará este año 2000, las especies vegetales y animales que han desaparecido de la faz de la tierra deberán estar presentes. En ese cementerio natural hallaremos a muertos ilustres como la paloma dodo, el buitre pintado, el tigre de Bali y a numerosos mamíferos, reptiles, aves y peces, y a grandes bosques de América Latina, África, Asia y Europa. A los organismos que se extinguieron silenciosa e inadvertidamente, no los podremos nombrar, porque ni siquiera los conocimos de nombre.

Frente a este vasto cementerio natural, el siglo XXI va a ser el siglo de los Noés ecológicos, de los hombres y mujeres que tienen el complejo de salvar en una arca biótica a los ecosistemas y a las especies que se desvanecen en el diluvio de la extinción.

Semejante al personaje de Sophie's Chotee quien tiene que decidir a quién de sus dos hijos salva, el dilema moral de este Homo ecologicus será en qué lugares y a qué criaturas escoger, con qué bases de conocimiento y sabiduría podrá hacerlo, bajo qué condiciones sociales y económicas, y bajo qué intereses podrá hacerlo: ¿biológicos, científicos, económicos, estéticos, morales?, y ¿cuál será su poder ante los otros hombres para conservar la vida?

¿Quién es el Homo ecologicus para decidir sobre el destino y sobre el derecho a la existencia de otras criaturas y formas vivientes, cuyo misterio rebasa su inteligencia y capacidad de acción y reflexión? ¿Acaso no se perderá en el laberinto de la escatología esa doctrina de las «cosas últimas», o de los sucesos finales, como se han perdido tantos autores y visionarios antes de ella en el ejercicio de su arte o de su religión?

No basta que individuos sobrevivientes de especies sobreexplotadas se conserven enjardines botánicos o en parques zoológicos, es necesaria su conservación en el lugar donde nacen, se reproducen y se sustentan. Su hábitat debe ser su santuario. Las especies terrestres, desde los puntos de vista natural y moral, no son propiedad de nadie ni de ningún país, y ningún grupo o nación debe determinar ni condicionar su derecho a la vida. Invocar la soberanía nacional y el dominio territorial para justificar crímenes contra la naturaleza, es pueril y deshonesto, como se ha dicho ya sobre los depredadores de la Amazonia y la Lacandonia, sobre los que matan ballenas, tortugas marinas, delfines y talan los bosques de la mariposa monarca.

La historia se muerde la cola. Las eras y los soles nacen y mueren. Así como el río Copan se llevaba consigo un poco de la estructura de la llamada Acrópolis cada estación de lluvias, como observó Thompson, el tiempo arrastra y borra las culturas, y nos deja en su lugar olvido, puro olvido.

Según la mitología mexicana, estamos viviendo en la era del Quinto Sol, 4 ollin, Sol del Movimiento, Sol que camina hacia su muerte, pues acabará por terremotos. Como en el pasado, como en las destrucciones anteriores, ponemos nuestra esperanza en el Sol próximo. En ese Sol increado que, como el ave de la resurrección de Heráclito, se revuelca en las cenizas de los soles muertos.

A esta esperanza, tan nuestra como impropia, la reconforta la permanencia impermanente del pasado... y los pequeños actos rituales privados, como el mío, cuando un día de mayo de 1995 toqué en un museo de Dublín los círculos concéntricos de una piedra antigua: los anillos de la Piedra del Tiempo. El propósito de la mano vaga fue el de acariciar 4000 años de olvido.

Puse fecha a aquel presente ilusorio, porque visto desde cualquier año del futuro, dará igual que ese hecho fortuito haya tenido lugar en 1995 que en 1900 o en 1321.

Mircea Eliade dijo que, a diferencia del Homo religiosus, «el hombre moderno se ve a sí mismo como el único sujeto y agente de la historia [...] El no será libre completamente hasta que no haya matado al último dios». Este último dios a matar, será sin duda, el planeta mismo. Libre de los dioses mitológicos, el hombre, que ha hecho un panteón con dioses efímeros semejantes a su imagen, se vuelve ahora contra los dioses biológicos y destruye el arca de la riqueza biótica.

Cuenta Plutarco que la muerte de Pan ocurrió en el siglo I d. C., bajo el reino de Tiberio, cuando ya habían fallecido los dioses menores griegos. Según leyendas cristianas, su deceso tuvo lugar el día en que Cristo fue crucificado; para mí, el dios de la naturaleza ha tenido una larga muerte biológica y sigue muriendo cada día, cada hora, cada minuto en la esfera de la vida.

Según la religión maya, el cielo está sostenido por árboles de diferentes especies y colores (el rojo del este, el blanco del norte, el negro del oeste, el amarillo del sur) con el árbol verde, la ceiba, en el centro: si lo cortamos, el firmamento caerá sobre nosotros.

Novalis, en su «Leyenda del poeta», evocó las épocas lejanas en que había poetas que con el sonido extraño de instrumentos maravillosos podían despertar la vida secreta de los bosques y reanimar en las tierras desiertas los gérmenes muertos de las plantas. Yo conmino aquí a los seres humanos, para que juntos hagamos posible que el Orfeo mítico cante de nuevo entre nosotros en el próximo milenio.

La ecología, como la poesía, debe ser hecha por todos.





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