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Sonia García Galán subraya que las sufragistas británicas y norteamericanas eran representadas «como mujeres exaltadas, varoniles, dotadas de mucho pelo y feas, mascando tabaco y tratando de aplastarse el pecho, como modernas amazonas, para no dejar ver sus curvas»
(2009: 442).
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Fagoaga documenta la enmienda presentada por Odón de Buen en 1907 en el debate correspondiente a la ley electoral. Posteriormente Francisco Pi y Arsuaga (hijo de Pi y Margall) presentó una enmienda similar en 1908. En ambos casos se trataba solamente de conceder el voto a un reducido número de mujeres emancipadas. En 1907 sólo nueve parlamentarios votaron a favor mientras que en 1908 se perdió esa oportunidad de aprobar la enmienda a favor del voto femenino restringido por sólo veinte votos de diferencia (1985: 95-103).
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En la novela Carlos es uno de los políticos que presenta enmiendas a los artículos del código que son desfavorables a la mujer. En una conversación entre Luisa y su prima Mercedes se habla del suceso mencionando que «un grupo de liberales pidió el derecho de la mujer al voto [...]. Se denegó por gran mayoría. Pero sólo el que haya sido propuesto es un avance»
(1909: 7).
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Una idea que estará muy viva durante la Segunda República cuando de las tres diputadas Clara Campoamor, Margarita Nelken y Victoria Kent sólo la primera se atrevió a exigir el voto para la mujer mientras que las otras dos no eran partidarias de aprobar inmediatamente el sufragio femenino. Se temía que el voto de la mujer fuera unánimemente reaccionario pues se creía que votarían como un cuerpo único y de acuerdo con un punto de vista íntimamente relacionado con su género sexual, idea que ni siquiera las propias sufragistas cuestionaron en ningún momento (Riley, 1988: 72).
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Sus contemporáneas nacidas a mitad de siglo Arenal, Pardo Bazán y Acuña no lo hicieron y la primera mujer con relevancia pública que llevó a cabo una reivindicación activa en España fue Carmen de Burgos.
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Al volver su mirada hacia personajes literarios femeninos patrios Gimeno coincide plenamente con la propuesta del feminismo aceptable de Alarcón y Meléndez que giraba sobre esos ideales castizos rechazando de lleno todo delirio foráneo y muy especialmente a la controvertida Nora de Ibsen: «[...] caso de buscar modelos que proponer a la imitación, se los pediríamos a nuestra historia patria, a nuestra literatura, no a la novela o al teatro extranjero [...]. ¿Qué hay de común, por ejemplo, entre las mujeres de Lope, de Calderón, y aun de Alarcón [...] y las mujeres de Goethe, las de D'Annunzio y, sobre todo, las de Ibsen? Sea dicho, en defensa del sexo débil, esas creaciones, sobre todo las del último dramaturgo citado, no existen más que en su cerebro o, como un caso patológico, en algún manicomio del Septentrión»
(1908: 52).
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En este sentido Gimeno considera imposible que el flirt -que ella define como un inocente deseo de agradar- pueda fructificar entre los meridionales sino que surge al calor de las «razas del norte, es decir, al calor de las razas sin calor»
(1901: 39), relacionando así la latinidad con los sentimientos exaltados y la pasión y también con la pereza y la indolencia.
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A lo largo de todo el siglo XIX se publican numerosas obras que analizan el tema de las razas y la supuesta superioridad de unas sobre otras. Algunos textos representativos son el Viaje a las regiones equinocciales del nuevo mundo (1799-1804) de Humboldt o el ensayo La desigualdad de las razas humanas (1853-1855) de Gobienau que avivaron esta controversia. En el ámbito español el krausista Adolfo Posada identifica históricamente a la raza germánica con el liberalismo y la democracia mientras los celtas de la Península se vinculan a la religión y la dominación patriarcal y jerárquica de una nobleza tiránica que esclaviza al pueblo (1884: 69).
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Gimeno comparte con la escritora colombiana Soledad Acosta de Samper (1833-1913) una misma vocación de armonizar fuertes convicciones religiosas con propuestas en favor de los derechos de la mujer: «La misión de la mujer hispanoamericana, repetimos, es cristianizar, moralizar y suavizar las costumbres, y la escritora debe morir sobre la brecha si es preciso, más bien que hacer parte del ejército ateo que procura, inspirado por el genio del mal, destruir las sociedades de que ella hace parte»
(1895: 410).
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Barbara Welter analiza este proceso en el ámbito protestante americano (1976: 83-102). Para el mundo católico español resultan de sumo interés los trabajos de Aresti Esteban y Blanco Herranz.