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Estas son las palabras del profesor Alberte: Mientras Antonio señalaba como función básica de la oratoria la persuasión y, en consecuencia, desde esta perspectiva desarrollaba su intervención sobre los principios persuasivos del probare, conciliare y mouere (De Orat. 2, 115: ita omnis ratio dicendi tribus ad persudendum rebus est nixa: ut probemus uera esse quae defendimus, ut conciliemus eos nobis qui audiunt ut... animos... ad motum uecemus; de or. 2, 128: meae totius in dicendo rationis... tres sunt rationes...: una conciliandorum hominum, altera docendorum, tertia concitandorum), Craso incorpora a la actividad oratoria como elemento singular y a la vez relevante la función del delectare; singular por cuanto él mismo es consciente de que la tradición retórica la ignoraba, como lo significa en De Orat. 1, 137: non negabo me ista omnium communia et contrita praecepta didicisse: primum oratoris officium esse dicere ad persuadendum accommodare); relevante por cuanto sin la presencia de esta función toda la actividad literaria, en opinión de Craso, estaba abocada al fracaso, como le había ocurrido, incluso, a muchos maestros de filosofía que habían sido abandonados por sus propios discípulos al no conferirle a sus intervenciones tal función. Este mismo sentimiento lo expresa Cicerón de manera contundente en Tusc. 2,7 mostrando su rechazo contra aquellos tratados filosóficos que ignoraban tal principio literario: lectionem sine ulla delectatione neglego. De ahí el carácter retórico de sus tratados filosóficos en los que no sólo se prodigan los recursos literarios propios del género oratorio, sino que además aparecen erizados con múltiples citas poéticas. (1987: 97)

 

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El ornatus, manejado apropiadamente, es un elemento decisivo para el cumplimiento de la compleja finalidad del discurso retórico articulada en delectare, docere y movere. La elaboración artística elocutiva produce un deleite estético en el receptor, que lleva a éste a vencer el taedium, el hastío en la audición, y a seguir con atención, interés y fruición el discurso; el taedium del destinatario es un claro obstáculo para la comprensión del discurso por parte de éste y, por tanto, para que pueda tener lugar la persuasión pretendida, el orador debe combatirlo haciendo agradable la parte del texto retórico en la que entran en contacto el plano onomasiológico y el semasiológico: la manifestación textual lineal que es producida por la operación de elocutio. (T. Albaladejo, 1989: 128. Cfr. H. Lausberg, 1966-1968: 257 y 538; Pseudo-Longino: 1979; D. Pujante, 1996)

 

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En los manuales de Retórica se suele asignar esta función al «exordio». Sirvan de ejemplo ilustrativo las siguientes consideraciones de uno de los textos más estudiados en España durante la segunda mitad del siglo XIX: «Exordio es aquella parte del discurso en la que se prepara el ánimo de los oyentes.

En virtud de esta definición, es claro que el orador ha de procurar en el exordio granjearse el aprecio de los oyentes, y disponerlos para que escuchen atenta y dócilmente lo que tiene que decirles. Esto es lo que comúnmente se llama reddere sibi auditores benevolos, dociles et attentos. Para lograrlo ténganse presentes las reglas que siguen: El orador ha de hablar con modestia de sí mismo, y mostrar respeto a sus oyentes, y a las cosas que éstos aprecian y veneran». (P. F. Monlau, 1868: 204).

 

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Quintiliano expone estas mismas ideas de manera aún más concreta: Iudicem conciliabimus nobis tantum laudando eum, quod et fieri cum modo debet et est tamen parti utrique commune, sed si laudem eius ad utilitatem causae nostrae coniunxerimus, ut adlegemus pro honestis dignitatem illi suam, pro humilibus iustitiam, pro infelicibus misericordiam, pro laesis seueritatem, et similiter cetera. (1970: 189, Tomvs I; Cf. D. Pujante, Ibidem)

 

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La atención -la aplicación de los sentidos y de la mente a un objeto- es una actividad difícil, frágil y fatigosa. La mayoría de las personas poseemos una capacidad de atención muy reducida. La atención no es sólo ni principalmente una función de la voluntad. Aunque mediante la aplicación de determinadas técnicas se puede controlar, es imposible dominarla totalmente. A veces, la voluntad y el esfuerzo atraen sobre ellos la atención y, por lo tanto, distraen de su objeto inicial. La atención, más que una iniciativa del sujeto, es su respuesta a un estímulo: la atención hemos de atraerla y mantenerla. En general, podemos afirmar que, para que un objeto atraiga la atención debe poseer varias cualidades: sobresalir sobre los que le rodean y cambiar de aspecto.

 

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Desde el punto de vista estilístico, la variatio aparece, en la normativa española, como una solución para evitar la monotonía; igual ocurre, como advierte Mortara Garavelli en las preceptivas italiana y francesa, en la que se aconseja que se remedien las repeticiones carentes de motivación retórica; no se preocupan de ello, por el contrario los ingleses y los alemanes, quienes no dudan en repetir las mismas expresiones en un texto, incluso a corta distancia, para prevenir la ambigüedad. Los ingleses, de hecho, manifiestan una marcada predilección por las estructuras reiterativas. (Cf. Op. Cit.: 215)

 

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Alberte explica cómo «Cicerón se considera introductor de tal procedimiento de la varietas en el discurso oratorio repitiendo aquella misma expresión enniana del Nos primi... (Orat. 106) y señala que tal procedimiento es, precisamente, el que mejor define, desde el punto de vista literario, la capacidad oratoria del hombre elocuente (Orat. 100): Is erit eloquens... qui poterit parua summisse, modica temperate, magna grauiter dicere». (Op. cit.: 91)

 

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Como señala Antonio Alberte, la «voluntad de identificación ciceroniana con el estilo rítmico de Isócrates se observa, incluso, en el hecho de haber mostrado a Isócrates como superador de sí mismo al evitar en su madurez la servil dependencia del ritmo, al igual que le había ocurrido a él mismo, al haber superado la redundantia iuuenilis gracias a su madurez y formación.

Si bien Cicerón destaca el carácter deleitoso de tal recurso literario, no por ello, dejará de señalar la necesidad de acudir a la varietas para evitar el natural hastío que el abuso del mismo llegaba a producir en los oyentes. En este sentido nos presenta como modelo a Demóstenes quien utilizando el período rítmico supo evitar la fatiga del auditorio gracias al recurso de la varietas». (Alberte, A., Op. cit.: 1-92)

 

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Sobre la noción de «entusiasmo» véase Hans-Georg Gadamer, 1984: 171.

 

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Un estado ligeramente eufórico -al que técnicamente se denomina hipomanía- parece óptimo para escuchar y para asimilar los discursos. No podemos olvidar que los estados de ánimo positivos aumentan la capacidad de pensar con flexibilidad y hacen más fácil la sintonía emotiva.

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