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Hacia una métrica estructural

Sebastián Mariner Bigorra



Varias de las ideas objeto del presente trabajo lo fueron anteriormente de una exposición oral en la conferencia organizada por la Sociedad E. de Estudios Clásicos el 2-V-1967, en Madrid, con el título Nuevas perspectivas en el enfoque de la métrica clásica. Otras constituyen el contenido de la pronunciada el 6-III-1970, con el título que ahora encabeza este artículo, en la Universidad de Sevilla, dentro del Cursillo sobre Estructuralismo dado en su Facultad de Filosofía y Letras. Su actual redacción se beneficia de las observaciones hechas por oyentes de ambas, especialmente los colegas doctores López Estrada, Lens, García Gual y señor Torrente, a quienes me es grato repetir aquí el testimonio de mi profunda gratitud. Por otro lado, la continuación del trabajo he de agradecerla, a mi vez, a la concesión de una Ayuda para el Fomento de Investigación en la Universidad.





Este título no supone ningún alarde de modestia, ni auténtica ni falsa. Sencillamente, aspira a sentar claro, ya de arranque, el reconocimiento de que no sé que ninguna de las tendencias estructuralistas haya llegado a la formulación de un cuerpo de doctrina completo con referencia a la métrica general, o a la de alguna lengua o grupo de ellas en particular. De rechazo, pretende también insinuar que no se trata de algo en estado naciente, ni siquiera que esté dando los primeros pasos; al contrario, lleva ya dados bastantes, firmes en su casi mayoría, y aun algunos verdaderamente espectaculares. Está en camino; lleva mucho -e importante- recorrido; pero parece que le queda también mucho todavía por recorrer.

Erraría quien supusiera que este relativo retraso con respecto a otras partes del estudio lingüístico, ya completas o muy adelantadas en el haber de las distintas escuelas estructuralistas, sea achaque propio de la métrica misma, a juzgar porque también la métrica comparada resultó ser una rezagada en el calendario de la gran renovación lingüística inmediatamente anterior a la saussureana. Como si ese camino de la métrica fuera largo y difícil en sí mismo su recorrido. Pueden ser ciertas estas longitud y dificultad; pero las diferencias entre uno y otro caso son tan evidentes, que desaconsejan contentarse con una explicación común para uno y otro retraso, fundada en un paralelismo fácil de trazar grosso modo entre la historia del comparatismo y la del estructuralismo lingüístico, gracias a haber sido en una y en otra adelantadas la Fonética y la Fonología, en simultaneidad o a poca distancia de la Morfología, seguidas ya a bastante trecho por la Sintaxis y a mucho más por la Estilística, y quedando los últimos lugares para la Métrica y la Literatura. Aparte no pocas inexactitudes en el detalle de una tal consideración, el caso es que en la Lingüística comparada media efectivamente un espacio grande, casi de un siglo, entre sus primeras formulaciones morfológicas y fonéticas y los primeros atisbos métricos, que casi hubieron de aguardar a los nombres de Bücheler, Thurneysen, Lindsay y Norden para concretarse. En cambio, dentro del estructuralismo, no ya los atisbos, sino uno de los pasos que arriba he calificado de espectaculares, el de J. Mukarovsky, pudo ver la luz en uno de los primeros volúmenes de los trabajos del Círculo de Praga, precisamente el que había acunado el nacimiento del primero de los tallos surgidos de la raíz saussureana, la Fonología1. Viceversa, fue relativamente corto el lapso de tiempo que medió entre la mencionada concreción de aquellos atisbos y su culminación en una obra que, aunque discutida, no cabe negar que constituyó una aplicación del método comparativo a la métrica en dimensiones todo lo globales que permitía la índole prehistórica del tronco que trataba de enfocar: Les origines indo-européennes des mètres grecs de A. Meillet2; mientras que un plazo ya casi doble no parece haber sido suficiente para una formulación -equiparable por lo completa- de una teoría general de métrica estructuralista, y ello pese a la innegable vigencia -pienso incluso que decir «apogeo» no podría ser tildado de partidismo- del método en la mayoría de las corrientes y escuelas de la Lingüística actual.

Esta diferencia, clara por partida doble, invita a desconectar las posibles causas de uno y otro retraso. El de la métrica comparatista se explicará de seguro suficientemente atendiendo al carácter historicista, evolutivo, diacrónico, que perseguía la investigación lingüística en cuyo ambiente nació y se desarrolló el comparatismo -y que, una vez crecido y adulto, contribuyó a su vez a consolidar e incrementar-: en el afán de «reconstrucción» indoeuropeísta, es natural que el interés por un Urvers no brotara, sino a la zaga del interés por los distintos aspectos de una Ursprache; y aun en el caso de que algo hubiera alterado esta secuencia que parece natural, en la práctica difícilmente se habría podido atender a una reconstrucción de versos suficientemente fundada antes de que se hubiese obtenido, también con el suficiente fundamento, la de los elementos lingüísticos de tales versos. Por su parte, el otro gran campo de la comparatística decimonónica, el de la Lingüística románica, tenía demasiados pocos problemas en cuanto a la génesis de los elementos comunes de la versificación en las lenguas neolatinas, y demasiado fáciles las soluciones -con una versificación latina cuya teorización se creía conocer más que suficientemente, y cuya práctica llegaba hasta la dilatada contemporaneidad medieval con los orígenes de esas versificaciones románicas, con ejemplificación abundante en textos en latín de los elementos variados o transformados con respecto a los que fueron fundamentales en la métrica del latín clásico y que con tales variaciones pasaron a su vez a ser fundamentales en la métrica románica: silabismo, rima, etc.- para que fuese esperable que de ella surgiera potente el impulso renovador. Y conste que ello no nos autoriza a inferir que no se tuviera noción de las posibilidades de adaptación del método comparativo a estudios de métrica; lo desmentirían las abundantes y divergentes aplicaciones a la resolución del problema planteado por la versificación hebrea, candente desde la erudición trilingüe a que dio lugar el Renacimiento3.

Naturalmente, ni por asomo cabe achacar a un historicismo parecido la larga demora en la elaboración de una métrica estructural completa; casi por definición, y sobre todo en sus comienzos, la Lingüística saussureana se presentaba programáticamente como atenta principalmente a la sincronía, a los estadios de vigencia de un sistema. Si algo se le ha reprochado después, no ha sido que pecara de historicismo, sino todo lo contrario: que a veces no resultara clara la distinción entre lo sincrónico y lo estático, que se olvidara de que también en la sincronía cabe lo dinámico. En un tal estado de cosas, parecería a primera vista que no había más que tomar en consideración los distintos sistemas de métrica de los también diferentes sistemas lingüísticos -generalmente, y dicho sea de paso, bastante bien descritos en sus formulaciones tradicionales o normativas; a veces, mucho mejor que los sistemas morfológicos y sintácticos de las lenguas respectivas- y, empuñando el método, ponerse manos a la obra. A lo sumo, se habría podido especular con la posibilidad de que hubiera que esperar a la constitución orgánica y completa de la Fonología, dado que sus elementos eran los que se combinarían en los sistemas de la métrica; de todas formas, y dada la prontísima elaboración de una teoría fonológica general, la de una métrica habría podido alinearse casi entre las primeras debidas al nuevo método. Pero es que en la práctica hubo todavía más: la realidad es que no sólo los fonólogos no aguardaron a tener un cuerpo de doctrina elaborado completamente para atender a las cuestiones métricas, sino que sólo nueve años median entre los Congresos de La Haya -en el que se presentaba al mundo la Fonología (1927)- y de Copenhague -en el que Trubetzkoy escogía como tema de comunicación un elemento tan típicamente «prosódico» como la cantidad: «Die Quantität als phonologisches Problem» (1936)-. Y aun esta corta distancia, si se quiere, sería lo de menos, al lado de que, dos años más tarde, ya en el de su muerte, quedaba redondeado con sus Grundzüge ese primer cuerpo de doctrina fonológica y en él entraban abundantísimamente los datos tomados de los sistemas métricos, muchas veces enfocados con original penetración y desde renovadores puntos de vista.

Nada, pues, de desapegos desde el lado teórico de las nuevas concepciones; nada, tampoco, de descuido en la práctica. Al contrario, interés grande desde casi los primeros momentos; atención profunda, extensa y sostenida, de acuerdo con aquel interés y prontitud. Ante ello, parece que no caben sino las dos explicaciones -las dos a la vez, o una de ellas como razón suficiente con que el más elemental sentido común intenta resolverse la incongruencia que le representa el que la aplicación atenta, pronta y sostenida de un instrumento a una tarea no produzca resultados prontos y extensos: o el instrumento o su manejo es inadecuado a la faena, o el material sobre que ésta se ejerce se halla mal dispuesto para recibirla. Después de los elogios que le he tributado al comienzo, casi huelga decir aquí que yo no puedo creer -ni sospechar siquiera- que sea en este caso el método el inadecuado para la labor emprendida; en consecuencia, he de achacar la lentitud de que vengo hablando y que intento razonar a una especial mala disposición del objeto de estudio de la métrica a dicho método. Confío en que no sea difícil demostrarlo, por lo menos en relación con lo ocurrido con respecto a otras partes de la ciencia lingüística.

En efecto, por muy diametral que pueda parecer la oposición entre la consideración saussureana de las lenguas y las que la precedieron, tenían por lo menos en el fondo unos puntos de contacto. Muy al fondo, desde luego; pero esa mucha hondura, si es cierto que les quita apariencia, no lo es menos que les confiere profundidad. Por un lado, la consideración de la lengua como sistema de signos algo de común tiene con toda la lingüística tradicional, en cuanto consideraba el lenguaje como vehículo del pensamiento y sus elementos autónomos -las palabras- como designadoras de conceptos; y la discusión de si este designar radicaba en la naturaleza misma o estribaba en algo convencional rebasa con mucho la constitución de la gramática occidental por parte de los alejandrinos y helenísticos en general, pues remonta nada menos que al Cratilo platónico. Por otra parte, hasta en las más adelantadas tendencias de la Fonética experimental, al lado del estudio de la producción de los signos del lenguaje como productos de la fisiología del aparato fonador, no se había descuidado el otro aspecto físico de su papel en la comunicación, a saber, su percepción acústica. De aquí que tanto los fundamentos logicistas, por mucha rémora que hayan supuesto para una correcta descripción de una Semántica o de una Sintaxis estructurales, les han servido también de ayuda básica, como -también paradójicamente- los experimentales, pese al estorbo que su detallismo microscópico podía representar para una consideración teleológica del papel de las diferencias acústicas en la intercomunicación, sirvieron para ofrecer al estudio de los mínimos elementos de ésta una visión nítida y un panorama depurado de las características diferenciales que los podían constituir. Ni siquiera las tendencias más desapegadas a la «sustancia de la expresión», como son la glosemática o el distribucionalismo norteamericano, han dejado de beneficiarse de esa nitidez y depuración.

En cambio, a la hora de aplicar la nueva concepción lingüística a los conocimientos métricos precedentes, ocurría todo lo contrario de lo expuesto. Por un lado, aquí nada de lo sistemático significaba nada; el fisicismo más absoluto que pueda haberse encontrado en algún campo lingüístico dominaba señorialmente en éste: intervalos tonales a medir según número de vibraciones; moras basadas en correspondientes fracciones de segundo; secuencias de acentos y sílabas en general «cunctadas» según la aritmética más elemental... y más rígida: hasta la sinalefa se alineaba entre las «licencias» métricas, aunque fuera para desmentirse a renglón seguido al tener que reconocer su regularidad frente a la excepcionalidad del hiato. La atención a lo que estos elementos acústicos pudieran tener de lingüísticos aparte de su mera concomitancia (es decir, de que estos acentos cuya mayor intensidad era el fundamento de un ritmo -o que esas sílabas cuyo número o cuya duración íd. íd., etc.- resultaban ser también elementos de una cadena hablada que significaba algo en sí misma, y no meros sonidos como los de un instrumento musical) no empezaba, en realidad, hasta que ya se había rebasado la frontera de lo fundamentalmente sistemático y se entraba en el territorio de lo estilístico, del aprovechamiento individual o corporativo de las posibilidades que el tal sistema ofrecía. Sólo a partir de aquí los dáctilos podían emplearse para indicar rapidez, en tanto que los espondeos, gravedad o lentitud; las rimas con vocales anteriores, claridad, serenidad y alegría, frente a las basadas en las posteriores, evocadoras de oscuridad, turbación y dolor. Y el ovillejo resultaba apropiado para las dudas y perplejidades, en tanto que las décimas eran buenas para quejas. Pero bien patente está que ni en el arte nuevo de hacer comedias, ni en ningún arte viejo de hacer versos o prosa métrica, el dáctilo o el espondeo en sí, o las rimas cruzadas o apareadas, tenían mucho que ver con el hecho de que sus componentes fueran elementos lingüísticos: los esquemas en que entran dáctilos o espondeos podrían igualmente ser ejecutados con una flauta o un clarinete, y los efectos atribuidos a las vocales de tono relativamente agudo y poco volumen resonador frente a las de cualidades contrarias no difieren sustancialmente de los que se logran con sonidos emitidos en condiciones similares por un determinado instrumento musical que pueda producirlos con dicha variedad. Más aún: incluso allende esta frontera de lo fundamental en los esquemas, el lastre del fisicismo y de la aritmética seguía pesando lo suyo, y de una distinción ya no sistemática, sino sólo «recomendada» por las Preceptivas, como es la entre rimas «caras» y «baratas», no solía darse otra razón que la mayor facilidad de encontrar éstas en función del elevado número con que se presentan a disposición del versificador, como si el oficio de éste tuviera alguna relación con el ejercicio circense de superación de lo más difícil todavía.

Ante una situación como la descrita en lo que atañe a lo fundamental y sistemático de los esquemas, apenas hará falta añadir que las aportaciones de los métodos experimentales difícilmente podían tener efecto más acá de la prosodia; y, aun en su estudio, se vinculaban casi exclusivamente a la profundización del examen del recitado (= realización) de los textos métricos, lo que en lugar de procurar una evasión del fisicismo dominante significaba más bien una nueva zambullida e inmersión más profundas, si cabe. Todo ello, por descontado, compatible con la relativamente buena descripción de los tales esquemas, aludida ya al comienzo, y, por tanto, motivo de acentuación de la diferencia entre el progreso de la Métrica y el de las restantes partes de la Lingüística con el nuevo método: para éstas, aunque muchas veces se requería no fiarse de las descripciones anteriores, y había que corregirlas o aun sustituirlas del todo por otras, cabía aprovechar el mismo fundamento en que se las había basado: la significación. Para aquélla, aun las buenas descripciones, por cuanto resultaban para la constitución y progreso de una métrica estructuralista auténticos árboles que no dejan ver el bosque: la realidad de que, fueran cuales fueran sus manifestaciones concretas, y por mucho que parecieran bien explicadas en su aspecto exterior, el conjunto, el bosque en sí como colectividad, tenía un auténtico y general fundamento lingüístico, a estudiar, pues, con los criterios propios del estudio de lo lingüístico, por muy vinculado que se hallara a una serie de elementos de realización, fisiológicos y acústicos, todo lo físicos que se quisiera.

Vencer esta dificultad de la mala disposición del preparado métrico que se iba poniendo en la platina del microscopio estructuralista ha costado decenios. Ellos constituirán una especie de «período heroico» el día en que se escriba la historia de la métrica estructural. Y no porque sus protagonistas se hayan visto enfrascados en combates singulares con defensores de otras tendencias o militantes en escuelas distintas. Lo cierto es que las cuestiones métricas no están libres de disputas, sino todo lo contrario. Pero también es verdad que entre métricos estructuralistas y de otras posturas no parece haber llegado todavía la hora en que se hayan cruzado las espadas; mucho menos, roto lanzas. La verdad es que mal podían enseñar ni siquiera las uñas los que no estaban seguros todavía de tenerlas a punto, a fuerza de haber tenido que enfrentarse con sólo sus defensas naturales a la dificultad «draconiana» y resistencia tentacular de un fisicismo no por amodorrado en la tranquila inercia de milenios menos difícil de desbancar de su trono indisputado en Métrica y que a más de uno parecerá indisputable todavía. La lucha no era -como lo puede ser en Fonología, Morfología, Semántica o Sintaxis- contra los que quisieran manejar o seguir manejando los elementos de estas partes de la Lingüística con instrumentos no ad hoc, a quienes había que disputarles los elementos de estudio; aquí, en Métrica, la lucha ha sido con los elementos mismos, o, al menos, con la manera como se hallaban dispuestos.

Como era de prever, la pugna ha sido especialmente encarnizada, además, porque varios de los elementos fundamentales de diferentes sistemas métricos no se presentaban como miembros de oposiciones privativas, sino graduales e incluso de índole tal, que más que oponerse en el sistema contrastan en el decurso4: así, en la mayoría de las lenguas conocidas donde son distintivos, el tono, la intensidad. Una tal relatividad los hacía especialmente vulnerables: frente a un ritmo basado en la efectiva presencia de un rasgo aislable y por ello reconocible como elemento fundamental por sí mismo de tal ritmo, la resistencia a admitir que pueda haber métricas basadas en algunos de estos elementos relativos ha sido particularmente tenaz, como lo revela la sola lectura de los párrafos dedicados a la interpretación del papel del tono en la versificación china y en la efik por un autor tan poco sospechoso de fisicismo como es R. Jakobson5:

Tandis que la versification chinoise se présente comme une variété particulière du vers quantitatif, le vers des énigmes Efik est lié au vers accentuel habituel par l'opposition de deux degrés dans le relief (force ou hauteur) du ton vocal.


¿Por qué hablar de vinculación al acentuativo habitual en lugar de equiparabilidad de la versificación «tonématique» a esa acentuativa habitual, puesto que está claro por los esquemas efik que se transcriben inmediatamente antes de esta formulación que el acento «habitual» no juega ningún papel en estos versos? He aquí, creo, un caso conspicuo de la que llamé antes «lucha contra los elementos»6.

Los ejemplos análogos podrían multiplicarse fácilmente. Por referirse a algo que daré luego como nítidamente aclarado de modo, a mi ver, definitivo en este mismo trabajo de Jakobson, a saber, la cantidad silábica, véase el estado en que se hallaba la lucha cinco años antes de su publicación primera (1960) en las páginas de otro autor nada sospechoso tampoco de fisicismo, M. S. Ruipérez7, en las que, precisamente en seguimiento de Jakobson, se fundaba en la necesidad de distinguir la estructura métrica de su realización: admitía ya8, frente a tantas tentativas de desvirtuación9, que «la cantidad silábica por sí sola es suficiente para la constitución de un ritmo», si bien la seguía relacionando trubetzkoyanamente con la acentuación: «funcionalmente la sílaba larga (lo mismo que la vocal larga) se define como la sílaba capaz de recibir inflexión tonal»10, y a base de este concepto creía también poder razonar la fundamental ecuación de una larga a dos breves. Conste que, admitida aquella definición, este razonamiento no estaría fuera de lugar. Pero ¿qué decir, justamente en el caso de ambas lenguas clásicas, de una tal definición? ¿Cómo explicar con ella que fuesen relevantes significativamente y que valieran como largas y breves perfectamente equiparables a las demás desde el punto de vista métrico las que ocurrían en lugares de la palabra donde no eran susceptibles de llevar acentuación alguna (las anteriores a la antepenúltima sílaba en ambas lenguas, la última en latín, amén de las limitaciones que a la capacidad de inflexión de una larga penúltima suponía dentro del griego la cantidad de la última)? No parece quedar más remedio que el recurso a la analogía con la distinción en los lugares efectivamente inflexionables; pero ¿cómo establecer tal analogía sino a base de algún elemento ajeno a esa posibilidad de inflexión -que en el presente caso sería la duración de unas y otras, probablemente-? Pero, admitida la duración como elemento de analogía, ¿para qué recurrir a la capacidad de inflexión como base de definición? ¿No podría ya en tal caso basarse ésta en la duración misma? Y, si cabe dar otra definición de acuerdo con una base nueva, ¿por qué contentarse con sólo la funcional?11. Aparte de que resulta difícilmente justificable la admisión de una posibilidad de inflexión en las sílabas largas por posición con vocal breve: postular que la modulación cambia de esta vocal a la consonante siguiente -o que no cambia, o que puede cambiar o no cambiar- da la impresión de algo apriorístico. Añádase a ello que la posibilidad de inflexión tonal, innegable para las vocales largas griegas, ha sido no poco impugnada por lo que hace a las latinas, vista la gran analogía que presenta la doctrina de las distintas maneras de modulación del acento latino en Varrón y tratadistas posteriores con la de los gramáticos griegos, lo que ha hecho pensar en un calco de la teoría o, a lo sumo, un intento artificioso de acomodación al latín del estado de cosas en griego12. E incluso que, aunque no fuese éste el caso, no parece inadmisible, en principio, una lengua con diferencias cuantitativas cuyo acento no dispusiera de una doble manera de afectar a las vocales largas (p. ej., suponiendo que destacaba ambas notas por igual, frente a las vocales del resto de las sílabas, átonas, en lugar de destacar sólo una de ellas -la primera o la segunda, como en griego, o siempre la primera o siempre la segunda-: en este supuesto, ya se ve que lo único que podría servir para distinguir vocales largas de vocales breves sería precisamente su contraste en la duración, que no el acento; éste se distinguiría sobre una larga únicamente en que duraría también más que al recaer sobre una breve).

Según he anticipado ya, fue justamente Jakobson en su citado estudio13 quien liberó definitivamente la cantidad silábica de los últimos esfuerzos tentaculares del fisicismo para aprisionarla:

dans des types métriques comme ceux de l'arabe et du grec ancien, qui identifient longueur «par position» et longueur «par nature» les syllabes minimales consistant en un phonème consonantique plus une voyelle d'une more s'opposent aux syllabes comportant un surplus (une seconde more ou une consonne terminale) comme des syllabes simples et non-proéminentes s'opposant à des syllabes complexes et proéminentes.


Como puede observarse y debe ponderarse, aquí la identificación de largas por naturaleza y largas por posición se atribuye ya a las lenguas, esto es, a unos sistemas convencionales, y se prescinde de calcular cómo se verificaba esta identificación y cuánto era el límite tolerado de diferencia cuantitativa entre unas y otras, si la había: todo ello, cuestiones de realización. Lo único que importa en el sistema para distinguir la larga de la breve es que ésta tenga en y a partir del centro silábico sólo vocal breve; si tiene algo más, sea una mora vocálica, sea una consonante, ya se la distingue de la breve, identificando ambos tipos como sílabas no breves, esto es, largas. En este sencillo «algo más», convencionalmente equiparado, y no precisamente en la capacidad de recibir inflexión tonal, estriba la «marca positiva» que Ruipérez reconocía acertadamente a las «sílabas largas»14.

Considero que este reconocimiento de la convencionalidad confiere al indicado trabajo de Jakobson la categoría de cumbre terminal de lo que antes he llamado «época heroica» de la métrica estructuralista: ya, a partir de su «huevo de Colón», todo va a ser mucho más fácil, a base de ir sacando las adecuadas consecuencias, no sólo de esa convencionalidad, sino de la ya anteriormente alcanzada diferenciación entre realización y estructura, y, sobre todo -ya más en el dominio de la métrica estricta que de la prosodia-, de su coronamiento con la distinción entre «modèle de vers» y «exemple de vers»15, que, mutantis mutandis, permiten ya una equiparación paralelística a los típicos conceptos del análisis de sistemas lingüísticos, respectivamente, «paradigma», «conjunto concreto de elementos estructurados según un paradigma» y -como correspondiente al «exemple d'exécution», cf. nota última- «realización».

En otro lugar16 he intentado aprovechar esta gran facilidad subsiguiente al descubrimiento aplicándola a una serie de cuestiones que aquí enumeraré simplemente como ejemplos comprobatorios de esa facilidad misma, remitiendo para su demostración a los razonamientos que propuse allí a lo largo de los distintos párrafos: la ecuación «2 breves = 1 larga» se explica perogrullescamente porque «larga» no es sino «≠ de 1 breve»; la «sílaba con vocal breve + consonante = íd. con íd. larga + íd.», por lo mismo; se corrobora la interpretación de q/esei, positu y positione aplicadas a las makra/i o longae como «por convención», que no «por colocación» (§§ introductorios). Son convencionales también (que no iguales, ni siquiera regulares) los intervalos a que aparecen los elementos fundamentales del ritmo (§ I, 1); además, tanto elementos como intervalos resultan convencionalmente elegidos, es decir, no por el hecho de comportar el sistema fonológico de una lengua oposiciones de cantidad, o de acento, etc., es previsible que su ritmo sea cuantitativo o acentuativo: puede ser una cosa u otra, o ambas a la vez, o ninguna de ellas, o en parte cuantitativo, en otros esquemas acentuativos, etc.17. (§ I, 2); los elementos fundamentales pueden aparecer también fuera de los lugares donde convencionalmente se les espera, lo que constituye una auténtica neutralización, a distinguir cuidadosamente también en métrica -como conviene hacerlo en todos los restantes campos de la Lingüística- del uso indiferente de los términos no caracterizados de la oposición -p. ej., en el ritmo cuantitativo, la presencia de breves finales en tiempo fuerte o marcado- (§ I, 3). Fundamentación, en la convencionalidad indicada, de la anisosilabia estrófica («estancias» románicas, «epodos» clásicos, el soneto, §, 1 a), de la «combinación de elementos métricos desiguales dentro de unos límites convencionales consabidos» (la silva, las variedades de acentuación obligatoria del endecasílabo románico o de las cesuras también indispensables del hexámetro clásico, los pies condensados de la versificación yámbica y trocaica, § II, 1 b), de la existencia o no de métrica acentuativa en distintas épocas de la historia de la versificación griega, o de varios tipos de rima en la románica, en posible convivencia, además, con el verso blanco (§ I, 2), de la neutralización de los elementos fundamentales (fonemas idénticos en la rima, acentos «antirrítmicos»18, largas en tiempo débil) en los lugares del verso no marcados, esto es, donde no se les espera como tales elementos fundamentales (§ I, 3), de la distinción de estas neutralizaciones frente a los usos indiferentes del término no marcado de la oposición (átonas en tiempo fuerte, breves finales en arsis, etc., ibíd., nota 10), y de la ambigüedad ocasionada por esas neutralizaciones y sus indiferentes -como ocurre con las neutralizaciones y usos indiferentes en los restantes dominios gramaticales-, lo que explica lo limitado de su empleo y lo excepcional de su presencia (rareza del hexámetro holospondaico e incluso del espondaico, de átonas en tiempo fuerte, etc., ibíd., nota íd.).

No quedó con ello agotado el filón de la convencionalidad. Y así, he creído que seguía explotable, en paralelo con otros hechos acreditados en otros campos de la estructura lingüística. Es sabido, pongo por caso, que una serie de elementos de la comunicación son, en rigor, redundantes19, y que esta misma calidad cabe atribuir en muchas ocasiones a rasgos no pertinentes de la realización: no son los plenamente significativos, pero ayudan a éstos en la tarea de hacer comprender. Pues bien: algo análogo puede ocurrir en el ritmo. Al lado de elementos fundamentales, relevantes por sí, cabe que se den otros, redundantes. El viejo problema de la importancia del acento en la versificación latina arcaica y clásica encuentra aquí su solución. Parecidamente, en un enfoque diacrónico se tropieza numerosas veces con el hecho de que los elementos que fueron rasgos pertinentes pierden este carácter (desfonologización, desgramaticalización en general); a veces, aun degradados, siguen corriendo, pero ya no como relevantes en el sistema, sino sólo como hechos de estilo. Bien parecen englobables aquí los casos históricos de desistematización métrica: tal vez el papel de la aliteración, desde la versificación indoeuropea a la latina, pueda servir de ejemplo conspicuo. Viceversa, la fonologización, la gramaticalización en general, tienen su paralelo efectivo en la sistematización, dentro de la evolución de unas mismas formas versificatorias, de rasgos que empezaron siendo meramente estilísticos dentro de la realización de un sistema que los ignoraba como elementos propios. Así, para la mayor parte de la métrica occidental, la rima, que deriva sin solución de continuidad de las tendencias estilísticas al homoeoteleuton o similiter desinentia -consecuencia, a su vez, del gusto por la distribución de los homoeoptota o similiter cadentia- en la versificación y en la prosa artística clásica. En fin, del mismo modo que puede darse una combinación de ambos hechos (transfonologización, transgramaticalización en general), de forma que los rasgos que eran redundantes pasan a ser fundamentales, en tanto que los anteriormente pertinentes se quedan en redundantes o pasan a ser del todo irrelevantes e incluso se anulan del todo, pueden ocurrir transistematizaciones en la historia de unos mismos esquemas métricos, o, por lo menos, sentidos y tratados por sus usuarios como si fueran los mismos, sin advertir la transformación sino al cabo de tiempo, a veces largo. Ya se estará pensando que tal fue el caso del origen de la mayoría de los tipos acentuativos de la métrica latina medieval, y de parte de la románica, a partir de los esquemas cuantitativos de la clásica.

Pero no son sólo estas cuestiones generales las que admiten aquí un desarrollo que se beneficia del reconocimiento de la convencionalidad del ritmo lingüístico: cabe proseguir también con aplicaciones a hechos concretos.

Así, por lo que hace a uno de los capítulos de la métrica más vejados por el fisicismo, la cesura. Es cierto que, aun en autores completamente inmersos en la idea de que la cesura es una pausa, afloraba también ocasionalmente la verdad, que parece que no podía menos que presentarse a su buen sentido: ejemplar al respecto, por lo que supone de lucha entre la rutina y este buen sentido -lucha, tal vez, inconsciente- en una personalidad de tanta penetración y juicio como lo fue L. Havet, la contradicción estampada en un mismo párrafo de su obra20 entre su definición de la cesura: «court repos, placé entre deux mots. Entre ces deux mots, il y a coupe (tomé, caesura)» y su reconocimiento de que «toutes les séparations de mots peuvent être appelées des coupes. Mais ce nom s'applique plus particulièrement à une séparation de mots non fortuite, mise avec intention dans une région determinée du vers». La limpidez de la expresión «séparation de mots» apenas admite duda de lo que pensaba aquel gran conocedor de la métrica antigua, cuando se evadía del influjo del fantasma o quimera que, según las gráficas denominaciones de Sturtevant y Bassett, vienen a ser las explicaciones de los gramáticos acerca de la cesura. Y más cierto todavía -por más claro- que estos dos autores habían alcanzado perfectamente a sentar la imposibilidad de que la cesura comportara una pausa que el sentido no exigiera21, añadiendo con ello un argumento de validez comparable a la del procedimiento estructuralista de la conmutación -¡avant l'heure, desde luego!- al que ya podía haberse sacado de la terminología que, tanto en griego como en latín, no recurrió para designarla a vocablos que entrañaran idea de cesación (como habría sido propiamente pausa), ni siquiera de rallentamento o freno, sino solamente, en efecto, idea de corte: corte que debe entenderse entre una palabra y otra, no como pausa en la emisión del verso en aquellas ocasiones en que el sentido no la reclama y, sobre todo, en aquellas en que la excluye, so pena de que el tal sentido resulte alterado o anulado. Pero también es cierto que las razones por ellos aducidas, así como por los demás autores que se alinearon en sus filas, y las corroboraron con nuevos argumentos, según se ha visto en la última nota, no llegaron mucho más allá del lado negativo del asunto, en cuanto negaban que la cesura fuera una pausa necesariamente. Para que se alcanzara plenamente la noción positiva, reconociendo que la cesura es un hecho de métrica verbal o tipología22, de modo que un sistema de versificación comporta una cesura en tal o cual lugar si en los versos del esquema se produce en este lugar un corte, una separación de palabras, fue preciso dar un paso al frente, de mucha importancia, en cuanto que prescindía de toda «realización» espiratoria, fisiológico-acústica, de dicho corte, y lo dejaba confiado únicamente a la conciencia idiomática de quienes, sabiendo que allí acababa y comenzaba una palabra, son capaces de convenir que este acabar y comenzar es esencial en la estructura del verso. Paso dado también por R. Jakobson, en el trabajo citado antes en nota 7, y cabe decir que con la mayor seguridad posible, dado el hecho de que no pocos de los rapsodos servios populares cuyas recitaciones eran objeto de su investigación eran analfabetos, lo que eliminaba la posibilidad de que su conciencia de la necesidad de la cesura se debiera a alguna imposición artificial, al margen de un aprendizaje oral-acústico simultáneo con el memorístico de sus textos:

Cette coupe épique serbe, à côté de nombreux exemples similaires présentés par la métrique comparée, nous garantit de l'identification erronée de la coupe à une pause syntaxique. La frontière de mot obligatoire n'a pas à se combiner à une pause et n'est même pas conçue comme devant être perceptible à l'oreille. L'analyse de chants épiques serbes enregistrés au phonographe prouve qu'il n'existe aucun signal audible obligatoire indiquant la coupe, et cependant, tout essai d'abolir la frontière de mot avant la cinquième syllabe par le moindre changement dans l'ordre des mots est immédiatement condamné par le narrateur. Le fait grammatical que la quatrième et la cinquième syllabes appartiennent à deux mots différents suffit à faire apprécier la coupe. Ainsi le problème du modèle de vers va bien au delà des questions de pure forme phonique: c'est un phénomène linguistique beaucoup plus vaste, que n'épuise pas un traitement seulement phonétique23.


Un paso tan importante y seguro se ha revelado ya, además, extraordinariamente fecundo24 en consecuencias también importantes y, en el estado actual de la investigación, si no me equivoco, extraordinariamente sugestivas todavía. Se trata nada menos que de la legitimación de las cesuras ocurrentes en elisión, enclisis y composición, fenómeno que no había pasado desapercibido -al menos parcialmente- a la fina observación de autores no estructuralistas, quienes, no obstante, se verían impedidos por el fisicismo dominante para llegar a formularlo sin paliativos. Instructivo resulta al efecto el progreso que cabe observar en tres autores que se han ocupado del hecho en la métrica latina, y cuyos ejemplos podrán servir también aquí como ilustrativos del fenómeno. Dicho progreso resulta por partida doble: por un lado, se adelanta extendiendo la posibilidad de cesuras a más situaciones; por otro, se vigoriza la expresión, de modo que va perdiendo el aspecto de presentación de algo que se intenta colar como de tapadillo. Así, L. Nougaret ya habla25 de «penthemimères peu apparentes par suite délision [...]»


«accipium inimic(um) imbrem rimisque fatiscunt».


Aen. I 123                


Koster había señalado esta posibilidad, aunque no en solitario, como Nougaret, sino añadiéndola a la de la enclisis26: «Dans un petit nombre de vers, la césure se trouve entre deux mots dont le second est enclytique, ou après une syllabe elidée [...]».


«Dardaniae cingique urbem obsidione uideret».


Aen. III 52.                



«Cornua uelatarum obuertimus antemnarum».


Aen. III 549.                


pero ha sido, entre nosotros, V.-J. Herrero el primero que, a nivel de manual y aunque llamándolas todavía «imperfectas», ha catalogado, junto a las anteriores, la cesura en composición27:

«Se consideran como cesuras imperfectas las que se producen en los siguientes casos:

a) ante la desinencia de una palabra cuyo final se elide:

obliutsque meor//um obliuiscendus et illis.

(Horacio, Epist. III, 9);

b) después de prefijos en palabras compuestas:

Vestrum praetor in//testabilis et sacer esto.

(Horacio, Sat. II 3, 180);

e) antes de enclítica:

Haud mora conuersis//que fugax aufertur habenis.

(Virgilio, Aen. II 713)».


Mas ¿cómo no considerarlas, por lo menos, «imperfectas», cuando la definición de cesura dada unas líneas antes viene atenazada por el fisicismo más riguroso?28 Lo verdaderamente admirable, dentro de esas concepciones, es la honradez con que se ha registrado la innegable existencia del fenómeno, y la sagacidad para percibirlo efectivamente, pese a los prejuicios. Éstos explican que se haya tardado más en admitir la cesura en composición. En efecto, en la elisión se trataba, por lo menos, de dos palabras, que incluso se escribían separadas cuando la escritura comportaba efectivamente separación de vocablos, o que, al margen de todo sistema de escritura, eran compatibles con el cambio de interlocutor en la versificación escénica29. Dos palabras comportaba también la enclisis, si bien ya ni separables en la escritura habitualmente separadora de vocablos, ni atribuibles a actores distintos. Pero ¿cómo admitir pausa entre los elementos de un compuesto que, por definición, en tanto constituyen un compuesto en cuanto se pronuncian seguidos? Ni siquiera considerándolas casos de tmesis (ésta no tiene por qué comportar una pausa), según hace, p. ej., Vollmer a propósito de las de Horacio en el índice ya mencionado, pp. XIV-XV, nuevamente ejemplo patente de la fuerza de los indicados prejuicios, a la vez que de la honradez y sagacidad que acabo de elogiar. En efecto, basta también una ojeada a dicho índice para observar que la indicada tmesis -en los 11 casos catalogados como tales- sólo viene fundada en la necesidad de que haya cesura, esto es, no se intercala entre los elementos que con dicha consideración quedarían «cortados» ninguna palabra; de los 11 casos de tmesis con intercalación (12, si se les añade el de Sat. I6, 58, que ya quedaba contado entre los que ocurren en fin de verso), sólo uno (Sat. I9, 33) presenta el primer elemento del compuesto situado precisamente delante de cesura. La proporción 11/1 -por ambos lados- ya es por sí elocuente; pero su importancia aumenta al considerar que justamente el uno excepcional ocurre en un compuesto con cumque, y ya es sabido (Vollmer, además, lo hace constar con toda honradez también, pese a la brevedad de unos índices) que Horacio se permite considerar todavía como no soldados los elementos de las combinaciones con cumque, ya que emplea esta palabra aislada en Carm. 132, 15. Pero es instructivo sobre todo que (aparte los cortes que se podría pretender encontrar entre versos sálicos, y que no son auténticas tmesis, dada la synaphia mantenida por el poeta -por ello Vollmer no los menciona en este índice-), sólo las tmesis supuestas en cesura darían lugar a elementos inconsistentes fuera de composición, y ello no en corto número de casos (4, de los 1 l enumerados): ercitus, plumibus, ig, cisa (en aras de la imparcialidad, prescindo del oc que precede a éste, por ser mero hecho fonético-gráfico su diferencia de ob -cosa que no cabe decir del ig, que, en cambio, he computado). ¿Cómo admitir que «palabras» como éstas pueden figurar solas en un verso horaciano, aisladas ¡por una pausa! de los respectivos elementos de compuesto que les preceden o siguen en cada caso?

Ahora bien, aunque esta admisión en los compuestos raya en el límite de lo ilógico, nótese que tampoco sería fácil admitir la pausa en enclisis, ya que chocaría con todos los datos de los gramáticos antiguos y modernos, y con los de la Fonética experimental. En el caso concreto del latín a que se refieren los autores mencionados, no era ya sólo la escritura, sino también un rasgo muy característico de la acentuación -el precisamente llamado acento de enclisis, según es sabido- lo que atestigua la unidad espiratoria del enclítico con respecto al término en que se apoya. Ni tampoco en elisión parece viable una tal pausa. Apenas si hace falta decir que, en una versificación cuantitativa, como la de la escena latina, cambios de interlocutor como el plautino que se ha citado tendrían que producirse con exquisito cuidado para no alterar, con la intercalación de una pausa, el ritmo cuantitativo. (Es decir, que son precisamente los fisicistas los obligados a admitir más que nadie una auténtica interrupción de la palabra cuya vocal se elide por parte del actor que continúa el verso, so pena de que su cómputo de tiempos30 se perturbara peligrosamente.) Un cuidado como el que ha de procurar cualquier director que se precie en cualquier tipo de interrupciones, a fin de que el actor interrumpido no se quede con «la palabra en la boca», según suele decirse para criticar a los «aficionados» que incurren en semejante defecto. Ahora bien, es patente que no sólo los «profesionales», sino aun los buenos aficionados, lo superan habitualmente; de modo que mal podría servir esta posibilidad de elisión en cambio de interlocutor para pretender justificar la admisibilidad de una pausa en los lugares en que una elisión coincide con cesura. Máxime cuando la tal pausa en elisión pugnaría con la enseñanza explícita que de la práctica del fenómeno de la elisión en general nos han dejado gramáticos coetáneos31. Y, sobre todo, cuando el caso se da igualmente en la versificación silábica, como, por ejemplo, en este alejandrino castellano:


«a las cosas y quiere hablar y no sabe y llora»32


Pero con la particularidad de que aquí la ejecución se distingue de la latina en que esta sinalefa re ha no comporta, como la elisión latina, la supresión de la vocal fina de quiere, sino su coalescencia con la inicial de hablar, de tal modo que, sin dejar de emitirse ni de percibirse, formen ambas una sola sílaba a efectos prosódicos. No vale la pena insistir en algo que es lo habitual no sólo en el recitado de versos, sino aun en el hablar corriente. Pero sí merece mucha atención el hecho de que, si ambas vocales han de reunirse en una sola sílaba, no puede mediar entre ellas una pausa. Pues bien: o se admite que en el verso citado hay cojera, por exceso de una sílaba, o se reúnen efectivamente re ha en una sola; pero entonces, si el verso no se quiere tachar de incorrecto por falta de corte después de su 7. ª sílaba, es forzoso admitir que tal cesura después de re es válida sin que de ningún modo pueda comportar una pausa33.

Un paralelo que me parece muy claro en corroboración de que la sinalefa en nuestro verso silábico no excluye la entidad métrica de los elementos en coalescencia a otros efectos que no sean el cómputo de las sílabas -según acabo de reclamar para la posibilidad de cesura- lo constituye la rima interna, según es tratada, p. ej., por un versificador tan pulido como Garcilaso (Egl. II 1146-1150; señalo en el texto -según ed. Navarro Tomás, Madrid, 1935- en cursiva los fonemas que la constituyen dentro de verso):


       el viento espira,
Filomena sospira en dulce canto,
y en amoroso llanto se amancilla,
gime la tortolilla sobre el olmo,
preséntanos a colmo el prado flores
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


en cuyos vv. 1147 y 1150, respectivamente, no se deja de reconocer la rima en -ira y en -olmo, pese a que ra y mo se hallan en sinalefa con en y el, forzosa y -si no se quiere hacer cojo el endecasílabo o falsear su ritmo- excluyente de toda pausa que pretendiese aislar ra y mo en aras de cumplir con la «identidad de fonemas a partir de la vocal acentuada» frente al hecho físico de que la realización comporte que también en y el formen parte de los vocablos prosódicos constitutivos de las respectivas rimas.

En este no comportar necesariamente una pausa, en ser hecho de métrica verbal, en consistir nada más -pero también nada menos-que en la conciencia de que en un lugar de verso debe acabar una palabra (un elemento léxico, en el caso de una métrica latina que admite también la cesura entre componentes léxicos de palabra, según se ha visto) y empezar otra, independientemente, en principio, de que este acabar y comenzar esté realizado espiratoriamente, estriba la posibilidad de explicar de manera cumplida las tres cesuras problemáticas que se han examinado aquí. Los resultados concretos de esa posibilidad son, no diré incalculables, pero sí incalculados por ahora. Entre las primicias, permítaseme aducir los obtenidos en su aplicación al hexámetro virgiliano por don Carlos López Delgado34: el total de los indicados versos que no presentan o pentemímera o la también muy abundante combinación de trihemímera, trocaica y heptemímera, esto es, que puede ser considerado un tanto anómalo en Virgilio, desciende a la irrisoria cantidad del 0,38 por 100 en cuanto se admiten como posibles las cesuras que ocurran en alguna de las condiciones mencionadas. Trabajos en curso a base de aplicación de la misma concepción al verso de otros poetas latinos (Lucrecio, Catulo, Lucano, Persio, Horacio) permiten abrigar la esperanza de que los datos virgilianos se verán ampliamente corroborados.

De ser así, pondérese ahora el gran alcance que esta concepción de la cesura como hecho sistemático, por encima de una realización espiratoria, puede revestir para la estilística métrica. En efecto, precisamente en cuanto no se exija para la regularidad de un verso que la cesura comporte pausa espiratoria, queda mucho más en manos del poeta mismo el hacer que la comporte coincidiendo con las de sentido, o el provocar la anulación de pausa, evitando dicha coincidencia. Lo que dentro de la opinión impugnada podía tenerse por algo mecánico, más o menos impuesto por el verso mismo, se revela como cosa potestativa, administrable por el poeta según su auténtico gusto personal y, por consiguiente, computable a efectos estilísticos en todo su valor: entra de lleno en el gran campo de las relaciones entre elementos métricos y significativos.

Dentro de este gran campo, grande no sólo para los tratadistas estructurales35, sino realmente muy tenido en cuenta ya por los seguidores de los métodos tradicionales y experimentalistas36, se proyecta la otra cuestión concreta que ya anticipé que creo poder dar como resuelta gracias a la postura de aquéllos, en cuanto admite la convencionalidad de los elementos del ritmo, a saber, la referente a las rimas «caras» y «baratas». A primera vista, una nomenclatura de este tipo haría pensar que la predilección por las primeras es función sencillamente de la mayor dificultad en encontrarlas. Pero ya he dicho al comienzo de este trabajo que ello no puede ser así, y porqué. Efectivamente, la captación de la rima por oyentes y lectores es algo muy distinto de la admiración de una habilidad comparable a la del prestidigitador, el malabarista o, sencillamente, a la del crucigramista o acertante de jeroglíficos. Pero no es sólo esta sensación subjetiva la que así lo comprueba; cualquier preceptiva que impugne el recurso a rimas «baratas» y enumere entre ellas, por ejemplo, las de participios, no parece tener más que encomios ante la celebradísima estrofa en que riman alborada, amada y transformada. Y con razón, pues, de los tres -ada, sólo el último es sentido como efectivamente morfema de participio; por tanto, elemento relacionable con el idéntico de otras palabras donde desempeñara la misma función; los otros dos se encuentran ya desconectados de esta función análoga, substantivado como se halla el segundo, y desvinculado el primero -aparte de su idéntica substantivación- incluso formalmente de la relación que con alborear y su posible participio podría tal vez continuar sintiéndose inclinado a establecer un etimólogo. Viceversa, una rima que puede parecer carísima entre son (del nombre o del verbo, no importa) y don, pasa a integrarse entre las baratas cansinas y reprobables cuando aparece entre abstractos como obsesión, afición, comparación, por muy elevados y aun rebuscados que puedan ser los términos que la presentan; y todo ello, claro está, por el mero hecho de que los elementos en que estriba son morfemas portadores de una función igual o similar. Se trata sencillamente de una proyección más, y más amplia, de la prohibición de que una palabra rime consigo misma, en lo que tampoco hay que ver el súmmum de la prohibición porque sería el súmmum de la facilidad, sino porque la coincidencia, entonces, entre el metro y el sentido sería necesariamente total. Cosa evitadísima, en general, en los sistemas rimados, hasta el punto de que su empleo voluntario suele ser ya algo al margen de la rima entre versos; mejor se trata de simetría entre estrofas, acabadas en varios de sus versos por palabras que se van repitiendo como tales palabras, esto es, en cuanto significantes, hasta el punto de culminar frecuentemente en una recapitulación conceptual de todos los significados que con ellas se fueron expresando entrelazados en la llamada «contera»37.

Esta práctica incompatibilidad entre coincidencia absoluta de sentido y de rima es vigente, como se sabe, incluso entre las tendencias versificatorias que más han procurado un acercamiento de uno a otra38. Y una tal vigencia como caso límite comprueba que el procurar este acercamiento o el evitarlo es, en rigor, un caso más de estilística métrica, paralelo a todos los planteados en torno a la correlación entre significación y ritmo, como veíamos hace poco acerca de la coincidencia entre la cesura y las pausas de sentido; pero que, en la realidad del sistema, la rima se basa no en la coincidencia de significados, sino de significantes: así se distingue de otros paralelismos, como, por ejemplo, el de la poesía hebrea. Ahora bien, llegados aquí, creo que puedo establecer la diferencia que nos viene ocupando entre rimas «caras» y «baratas» en algo tan fundamentalmente lingüístico como son las dos caras del significante (una hacia la expresión, hacia los sonidos; otra, hacia el significado). O, si se prefiere, en la diferencia entre la «segunda» y la «primera articulación» martinetianas; o, aún, entre los planos cenemático y pleremético del lenguaje de los glosemáticos. La rima consiste en la coincidencia de fonemas, no de meros sonidos; es bien sabido desde el trabajo de Mukarovsky citado al comienzo. Pero los fonemas, elementos de la segunda articulación, pertenecientes al plano cenemático del lenguaje, orientado hacia los sonidos mismos, no significan por sí, generalmente, sino agrupados en (o en cuanto que por sí puedan constituir) elementos de la primera articulación, pleremas, orientados hacia el significado: las comúnmente llamadas raíces y morfemas (unas y otros, los «monemas» de Martinet). Todo esto es bien sabido, y perfectamente comprobable cuán alejados están entre sí en la conciencia idiomática vocablos constituidos por casi los mismos fonemas, pero sin relación morfológica o lexemática de los monemas que constituyen. Series de más de 10 términos (bata, cata, chata, data, gata, lata, mata, nata, pata, rata, tata, además de ata) con sólo un fonema que les diferencie y casi absolutamente desconectados en esa conciencia en cuanto al sentido son excepcionales en los Diccionarios de la rima; pero ya de 10 para abajo se hacen relativamente frecuentes39; y, si es cierto que, de acuerdo con el cálculo de probabilidades, se hace más difícil esta diferenciación mediante un solo fonema entre términos no relacionados semánticamente a medida que aumenta la dimensión de los vocablos y las posibilidades de combinación fonemática (series de 4, como pasada, pesada, pisada, posada40 son ciertamente excepcionales ya en trisílabos; pero las de 3, como saciedad, sociedad suciedad o basada, besada, bisada, etc., ya no podrían calificarse de tales), lo es también que el número efectivo de opuestos por lo menos binarios en estas condiciones es lo suficiente elevado en términos nada relacionables por su sentido (aceite, afeite o decreto, secreto u ordenar, ordeñar) y, algunas veces, de extensión considerable (ministerio, monasterio), que no parece quedar duda de que, efectivamente, las semejanzas en el mensaje -sustentadoras de la función poética en el caso de la rima- pueden darse en absoluta independencia de las funciones emotiva, referencial, fálica, metalingüística y conativa, de modo que den lugar a una justificación real de las intuiciones formuladas por poetas como Valéry y Hopkins a este respecto41. Pues bien, todo ello creo que autoriza a inferir que la frontera entre las rimas «caras» y las «baratas» pasa precisamente por ahí. Pero no con exacta coincidencia. Es decir, tiene que ver con el hecho de que los fonemas iguales o semejantes constituyan o no monemas; pero no se establece en el sentido de que, de no constituirlos, den lugar a las «caras» y en caso contrario a las «baratas». Sino que, como, en realidad, lo que se trata de evitar en la rima «antigramatical» es la coincidencia entre la semejanza de expresión y semejanza de sentido -según acaba de verse enunciado en los testimonios citados en la última nota-, las «caras» resultan ser tanto las constituidas por fonemas que no «totalizan» monemas (don, non, ron, son, ton: nada significan on, por sí solos, en ninguno de estos términos rimables), como las que estriban en auténticos monemas, pero de significado diferente (ratón, salón: -ón diminutivo y aumentativo, respectivamente); en tanto que las tildadas de «baratas», «adocenadas», etc., comportan precisamente la repetición de un mismo monema en cuanto tal, es decir, con un mismo significado (no, pues, de «monemas homónimos» como lo son hoy día los sufijos recién indicados, y ello a despecho de su más que probable comunidad de origen), según quedó ejemplificado con el caso de los de participio y de nombre de acción verbal ya al comienzo de tratar esta cuestión.

Naturalmente, con ella se roza de nuevo el fundamento de la convencionalidad del ritmo poético, en cuanto también es de índole completamente convencional la preferencia por rimas «antigramaticales», como lo comprueba la mera existencia de la preferencia opuesta en el ya también citado caso del paralelismo de la poesía hebrea o -más ligado todavía a la rima- el de la responsio en la rítmica latina medieval. Convencionalidad que, a su vez, supone un caso más de exigencia de «descubrimiento» de un elemento versificatorio y consiguiente «inmersión» en el sistema que lo tiene adoptado: no hay duda de que un filólogo de habla castellana -donde la rima es tan preferentemente antigramatical, que ha permitido que los calificativos que se le apliquen sean precisamente encomiásticos, como «cara», «distinguida», frente a los despectivos atribuidos a la gramatical («barata», «adocenada», etc.) -puede perfectamente no sólo percibir la existencia de responsiones en una antífona medieval una vez instruido del procedimiento y de que puede haberlo en tales textos, sino incluso descubrirlo en algunos donde nadie lo haya observado con anterioridad.

Cerca ya del final de este trabajo, desembocamos, pues, nuevamente en el ya aludido en la nota 16, por cuanto en él me ocupé, de manera general42, de demostrar que «como el hablante acepta la convención lingüística por inmersión en el sistema, así se entra en el convenio del ritmo literario» y que, así como se puede «a fuerza de tentativas de inmersión, llegar a sumergirse en un sistema lingüístico, lo propio cabe al extraño a un ritmo hacer con él, hasta que logre convertir en consabidos los elementos que no lo eran». Pero creo que a aquellas demostraciones puedo añadir, con esta ocasión, algunas precisiones en torno al hecho mismo de la necesidad de un adentramiento en los sistemas rítmicos en general.

Se trata de la relación que pueda haber entre el ritmo lingüístico oral y sus representaciones escritas, en cuanto suele ocurrir que éstas ayuden a percibir y a recordar los elementos de aquel ritmo oral y su disposición43. Ahora bien, ¿consiste esta ayuda en una mera explicitación, por así decir, sinestésica, transposición al sentido de la vista de unas correspondencias originalmente auditivas, por el motivo meramente sensorial -fisiológico-fisicista- de que sea entre los humanos la visión, relativamente, la sensación más perfecta y de ejercicio más habitual? O bien, sin que esta diferencia relativa tenga mucho o nada que ver, ¿se logra la ayuda no precisamente por transposición sensorial, sino por acumulación de sensaciones, en cuanto a las auditivas se suman las visuales? Se trataría entonces de un procedimiento de eficacia pedagógica bien reconocida, no sólo en general (tabla de multiplicar, listas de reyes o de preposiciones «cantadas»; compás llevado muscularmente por el propio alumno de solfeo, etc.), sino específicamente en la historia de la preceptiva misma, ya -desde la propia etimología del vocablo uersus, si realmente se originó de su disposición estíquica, pasando por la lectura con ictus44 hasta las barras de división de kola, pies, y miembros de verso en general. Mas, si este carácter pedagógico fuera lo predominante, se explicaría poco la importancia que tal representación escrita sigue teniendo, aun para auténticos profesionales de la versificación y en sistemas del todo vivos en el ritmo de su propia lengua. Se hace aconsejable, pues, un replanteamiento general de la cuestión.

Conste, ya de entrada, que la disposición gráfica de un poema puede no ser mera transposición de su cuerpo fónico, sino contener elementos ajenos a éste y que, por decirlo así, le rebasan. No se trata de una pura posibilidad especulativa, antes bien, la historia de la literatura la conoce realizada en épocas variadísimas, desde los poemas figurativos de la escuela alejandrina45 hasta la novísima poesía poliédrica, pasando por los Calligrammes de Apollinaire y análogos. Fuera de estos casos límite, donde la plasmación escrita llega a revestir la forma del objeto del poema o de una alegoría del mismo, o a representar la renuncia a toda disciplina formal, procedimientos tan inocentes y conocidos como los acrósticos y telésticos, o las combinaciones ya no tan fáciles de Optaciano o de los anónimos medievales de la escuela de Ripoll, pueden servir de ejemplos, si no tan conspicuos, sí mucho más difundidos, de la mencionada independencia. No valdría la pena insistir sobre ella, si no fuese porque, dentro del enfoque de este trabajo, presenta, aunque sea marginalmente, un doble interés. En efecto, constituye un ejemplo idóneo de la posible independencia que, en general, puede darse -aunque pocas veces se dé- entre lenguaje oral y lenguaje escrito, según la lúcida observación de L. Hjelmslev46. Y, por otro lado, encuentra en la formulación del genial lingüista danés su radical explicación un procedimiento -una serie de procedimientos, si se quiere- presente en la poesía desde la Antigüedad, según creo dejar probado.

Mas allí, en el caso de la estricta representación escrita del ritmo lingüístico oral por donde nos hemos introducido en esta cuestión (recuérdese la nota 43), la posible ventaja de la escritura no viene, evidentemente, de que con ella se consiga una mayor información, cosa excluida por el «estricta» que en el condicionamiento figura. Entonces, lo natural es que, si no hay más información -como la había en los casos agrupados en el párrafo anterior y en los análogos que cupiera agregarles-, la ventaja estribe en que la información sea mejor, a saber, resulte más fácilmente captable. Pero no -o, al menos, no sólo y, probablemente, no sobre todo- por la ventaja fisiológica de la mejor calidad de la sensación ocular. Pues esta ventaja sería fácilmente descompensable por las dificultades de la transposición misma. Calcúlese, por ejemplo, la serie de adaptaciones de signos que deben acomodarse para reproducir por escrito un sencillo ritmo acentuativo oral; y cómo, aun después de acomodado, no resulta más fácil «ver» los intervalos silábicos a que se producen los acentos, que oírlos. Hasta se diría que, desde el punto de vista fisiológico, el oído resulta más acostumbrado -si ya no más capaz- para registrar las sensaciones relacionables con el tiempo: basta tener en cuenta cómo predomina la cantidad de «ritmos» que percibimos auditivamente sobre los que tenemos auténtica conciencia de percibir por la visión (faros, semáforos, etc.), y cómo en caso de combinación de ambos -reloj de péndulo, por ejemplo- nos quedamos más con su tic-tac que con el vaivén visual.

La consideración cambia, sin embargo, al atender a la globalidad de las percepciones visuales. Pero no, desde luego, en el plano fisicista: también el oído es capaz de la percepción global y de la distinción de lo globalmente percibido; toda la polifonía, desde el sencillo dúo, está fundada sobre esta capacidad. Sí, en cambio, desde el plano lingüístico: aquí el oído sólo actúa en linealidad, en simetría a los órganos fonadores, que emiten también linealmente47. Ello obliga al receptor de un ritmo lingüístico a ir recordando los elementos fundamentales de éste que le van llegando desde el rapsodo. Mientras que el lector de poesía abarca muchos de ellos a la vez sobre la página en que los ha traspuesto el escritor, con lo que, aparte de ahorrarse un notorio esfuerzo de recuerdo, queda automáticamente mejor orientado respecto a qué es lo destacado rítmicamente, por lo menos, en una buena parte. Es corriente «ver» una lira de cinco de una sola mirada, sin conocimiento previo de que el poema esté escrito en liras de cinco: es muy difícil reconocerla, sin dicho conocimiento previo, a oídas, de primera intención.

Podrá objetarse que esto era muy fácil, y que no se necesitaba para advertirlo ningún cambio copernicano. De acuerdo; pero concédaseme también que si hasta lo fácil resulta más seguro, bien vale la pena continuar por camino seguro, aunque a veces difícil, hacia una métrica estructural.





 
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