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Dos religiosos de la Compañía de Jesús, desterrados de México propagan la devoción a su Patrona Nacional y nueve de ellos por su intercesión, librados del naufragio.- Monasterio de religiosas Capuchinas en el Tepeyac.- Reparación de la Colegiata.
Sabido es que Carlos III rey de España, con decreto de 27 de febrero de 1767, ordenó la expulsión y extrañamiento de los seis mil religiosos de la Compañía de Jesús que residían en sus dominios. La Provincia de México era a la fecha muy floreciente; y en nada cedía a las otras cuarenta provincias de la Compañía en ciencias, letras y religiosa perfección. Aun en el número era la provincia mayor de las de España: pues componíase de 678 religiosos, repartidos en cuarenta y dos casas y siete provincias de misiones en noventa y dos pueblos de tribus bárbaras; extendiéndose desde el seno mexicano hasta lo más avanzado de lo descubierto hacia el Ártico por la banda del Sur. Así, un antiguo manuscrito.
La noche del 24 de junio del propio año de 1767, escribe el célebre protestante Simondi de Ginebra: «en México, en el Perú, en Chile, en el Paraguay y las Islas Filipinas, allanaron en el mismo día y en la misma hora los colegios y casas de los Jesuitas, se apoderaron de sus papeles, y ellos fueron presos y embarcados. Se temía que se resistiesen en donde eran adorados de los neófitos; pero —163→ manifestaron por el contrario una resignación y una humildad unidas a una calma y firmeza verdaderamente heroicas». (Historia de los franceses, Tomo XXXIX, pág. 372). A fines del mes de julio todos los proscritos mexicanos hallábanse en Veracruz; los que moraban a largas distancias fueron llegando mano a mano al mismo puerto para correr la suerte de sus hermanos. Todos estos desterrados no llegaron a Italia, que era el término de su destierro, sino a fines de septiembre de 1769, después de trabajos que no son para contar.
Digno es de referirse lo que un mexicano, testigo de vista, dejó escrito sobre la salida de los religiosos de la capital de México: «Llega el 28 de junio, y en coches mandados por particulares montaron los Jesuitas y emprenden el camino de Veracruz. Rompen la marcha los de la Casa Profesa, a los que sucesivamente van reuniéndose los de los demás colegios de la capital. Un doloroso clamor se escucha por todos los ángulos del entristecido suelo de México; y sus desconsolados habitantes, ancianos, mujeres y niños, reclaman a grandes gritos, y piden no se les arranquen sus amigos, sus consoladores y sus padres. El inmenso gentío rodea los carruajes que casi lleva en peso; pero ellos llevan su abnegación hasta el heroísmo... De esta suerte, casi sofocados por la muchedumbre, que en tristes y repetidas voces nombraban ya a éste, ya al otro y ya a muchos de los padres que allí caminaban; ya recordando los particulares o generales beneficios que de sus manos han recibido; ya lamentando su pérdida; ya testificando en fin lo eterno de su gratitud y lo invariable de su memoria, llegó el ilustre escuadrón de los proscritos al Santuario de Guadalupe, que entonces se hallaba en el antiguo camino de Puebla, y en donde se les había permitido entrar por unos breves momentos. Descienden los Jesuitas de los coches, entran al Templo, donde se venera la augusta Madre de Dios, que también se ha querido llamar Madre de los mexicanos, y postrados ante la hermosa Imagen, objeto del más tierno culto de todo corazón mexicano, imploran su protección, se despiden de ella y hacen los últimos más ardientes votos por la felicidad de un pueblo que los idolatra y los llora. Los ojos todos de la multitud se fijan en ellos; pero los suyos no se apartan de la Divina Pintura, a la que habían levantado aras en la Europa, a la que elevarán nuevos altares en los lugares donde van a residir, y a la —164→ que contemplan como la Estrella que les servirá de consuelo y guía en su larga peregrinación por ásperos caminos y procelosos mares».
«Salen por fin del Santuario con los rostros humedecidos de lágrimas, aunque llenos los corazones de consuelo, aquellos respetables religiosos, y prosiguen una marcha a cada paso más dolorosa: pues cuanto les excita el agradecimiento de las finas demostraciones del pesar público, tanto les agrava la pena y el dolor de ir perdiendo de vista a los que les seguían con el corazón y con el alma. Continúan su camino siempre con iguales muestras del sentimiento por la gente de los pueblos; pues como los Jesuitas misionaban con frecuencia en todos, por pequeños que fueren, por doquiera eran conocidos, estimados y objeto de veneración». (Dávila y Arrillaga, Continuación de la Historia del P. Alegre, Tomo I, cap. XI, pág. 303).
Lo que el buen mexicano decía sobre el amparo de la Madre de los mexicanos para con sus hijos desterrados, y sobre el empeño de estos en propagar por doquiera la gloria de su nación, que es su admirable Aparición, se verificó a la letra así en lo uno como en lo otro. Porque de una de las relaciones escritas por los desterrados, y de lo que el P. Maneiro escribió en su obra ya citada, sabemos que la Patrona de los mexicanos de un modo singular protegió a sus desterrados hijos al través de mil y mil padecimientos; y los hijos agradecidos propagaron más y más su culto en Europa y especialmente en Italia. Por lo que toca a la visible protección de la Virgen de México, se hace mención en los documentos citados de unos hechos extraordinarios de esta protección, acontecidos durante la penosísima navegación; y de ellos vamos a referir uno siquiera. El P. Juan Ignacio González, en una carta escrita en Bolonia por el año de 1770, refiere «que el 9 de julio de 1768 los mexicanos y los otros desterrados de las Américas Latinas habían llegado con los españoles a Ayaccio, una de las ciudades de la Isla de Córcega, en donde pasaban de dos mil los religiosos que se hallaban allí detenidos. El 29 del propio mes el Comandante de la Expedición hizo saber a los padres mexicanos que siendo el término de su viaje la Bastia, otra ciudad de la Isla, se dispusiesen a pasar allí dentro de dos días en diez y ocho botes o pequeñas embarcaciones. En aquellos días iba a estallar la guerra entre corsos y franceses, a los cuales había sido cedida la isla y mucho riesgo corrían los pobres —165→ proscritos o de ser sumergidos en el mar muy alborotado, yendo en botes tan pequeños y sobrecargados de tanta gente, o de ser echados a pique a cañonazos si se acercasen a los puertos corsos. Hicieron pues presente al Capitán su justo temor, pero él insistió en que dentro de dos días irían en botes a la Bastia. En estas tristes circunstancias los pobres se encomendaron a su fundador y padre san Ignacio de Loyola; de quien fueron oídos y auxiliados en aquella nueva tribulación; pues de repente y sin saberse la causa el Comandante revocó la orden, avisándoles que seguirían en los navíos porque no convenía otra cosa».
Añade el P. Maneiro: «Pareció a todos un verdadero prodigio —166→ que por más de media hora los náufragos luchaban con la muerte (ultra horae dimidium in eo perículo durassent sum mortis imagine pugnantes), y que pasase no lejos de allí un navío, cuyo capitán, apiadado de los náufragos, los recogió para trasportarlos a su destino. Y de este naufragio de los mexicanos en el Mediterráneo junto con su liberación, debida a la Virgen de Guadalupe, ya habían sido avisados los padres en México antes de ser expulsados; de lo que dieron luminoso testimonio muchos de los padres más graves de la Provincia: «Et hoc Mexicanorum in mari Mediterraneo naufragium cum ipsorum liberatione, Guadalupanae Virginis attribuenda patrocinio, fuerat Mexici praenuntiatum, nondum pulsis e patria sociis, cuius rei plures fuerunt in Mexicanis gravioribus testes luculentissimi». (Dávila y Arrillaga, Tomo II, pág. 25. Maneiro, Tomo III, pág. 58).
Por lo que toca al empeño de los padres desterrados en propagar la devoción a la Virgen de Guadalupe sabemos que establecidos en las Legacías o provincias de Bolonia y Ferrara del Estado Eclesiástico, y repartidos en treinta y dos casas y residencias, de allí propagaron, especialmente en toda la Italia, la Gloria de la Nación Mexicana que es la Aparición de la Virgen en el Tepeyac.
Aquí tan sólo de paso advertimos que el Autor de la obra manuscrita La Virgen del Tepeyac y la Compañía de Jesús, de los documentos consultados, sacó que hasta la fecha ha habido en la Compañía un total de ciento treinta y cuatro que de un modo particular dieron muestra de su obsequio a la Virgen de los mexicanos. A saber: escritores, sesenta y cinco; oradores, veinticuatro; propagadores, trece; devotos insignes, treinta y dos. Algo se dijo en la Defensa cuando en el capítulo V se trató del Falso catálogo y verdadero catálogo de los que favorecen la Tradición del Milagro de las Apariciones.
Pero, con más pormenores, esto se referirá, Dios mediante, en un capítulo destinado a demostrar cuán extendido es el culto de la Virgen de México en todo el Mundo.
Ya se dijo en el capítulo XIV del Libro primero de esta historia, que algunas piadosas vírgenes de familias principales de la ciudad —167→ por el otoño de 1575 habían manifestado a Felipe II el deseo de construir un monasterio en el Tepeyac para dedicarse a la perfección religiosa y al mayor culto de la Virgen allí aparecida; y que el virrey D. Martín Enríquez todo lo estorbó, escribiendo al Rey que no le parecía conveniente. Se dijo también en el Cap. IV de este segundo Libro, que por el año de 1707 el caballero Andrés de Palencia había otorgado en su Testamento que se construyese en Guadalupe un Convento de religiosas Agustinas, o en su defecto una Colegiata en el Santuario: y que habiendo negado el Rey el permiso para la fundación del convento, se procedió a la fundación de la Colegiata.
Pero el Señor que había dispuesto que su Virgen Madre fuese acompañada y obsequiada en su templo de un coro de vírgenes, encendió en el corazón de una religiosa que acababa de hacer su profesión, unos vehementes deseos de fundar un Monasterio de su Orden en el Santuario de Guadalupe. Llamábase sor María Ana de San Juan Nepomuceno, religiosa del Convento de pobres Capuchinas de la ciudad de México, hija (otros dicen, sobrina) del célebre angelopolitano Lic. Mariano Veytia. Comunicó la religiosa sus deseos a su confesor que lo era el Dr. D. Cayetano Torres, canónigo de la Metropolitana; el cual, en vista de las graves dificultades en que tropezaría por haberse negado por tres veces la Corte de Madrid a conceder semejante permiso, procuró disuadirla de su intento. Conformose la obediente Religiosa; pero habiendo experimentado que cada día se sentía más excitada, a pesar de su resistencia, a volver a tratar del asunto, el confesor vio en esto unas señales inequívocas de la voluntad de Dios, y dio a sor María Ana el permiso de manifestarlo todo al Arzobispo, que a la fecha lo era el Ilmo. Sr. D. Alonso Núñez de Haro y Peralta.
Opúsose desde luego el Arzobispo por las mismas razones que había manifestado a la religiosa el canónigo Torres, su confesor; pero como que no dejaba de sentirse movida interiormente a proseguir en el empeño, repitió con santa porfía sus instancias, hasta que al cabo de cinco años, mientras un día peroraba su causa ante el Arzobispo y algunos Eclesiásticos, de repente dijo: «Aquí tengo dos reales y éstos han de producir muchos pesos para la fundación», y así diciendo los puso en mano de uno de los Eclesiásticos. Viendo el Arzobispo tanta fe y tanta constancia en la humilde religiosa, al instante —168→ le concedió el deseado permiso y le prometió todo su apoyo y cooperación. Sin perder tiempo sor María Ana, a mediados de mayo de 1778 escribió directamente al Rey, el cual, recorridos los trámites de estilo, en 3 de julio de 1780 expidió la Real Cédula concediendo el permiso de fundar y construir el Convento de Capuchinas en el Santuario de Guadalupe. En marzo del siguiente año llegó el Rescripto Real y se comenzaron luego a abrir los cimientos: en Octubre del siguiente año de 1782 se bendijo y puso por el Arzobispo la primera piedra y en cinco años, a fines de agosto de 1787 se vio perfectamente acabada la fábrica de la Iglesia y Convento.
Importó la construcción la cantidad de doscientos doce mil y más pesos fuertes (212328), de los cuales cuarenta y cinco mil pesos (45316) fueron dados por el Arzobispo; lo demás fue colectado entre los principales de la ciudad; sin incluir el importe de las faenas, piedra, arena, pinturas y otros muchos materiales y utensilios que la piedad de devotos guadalupanos ofreció de limosna. Pues el Arzobispo procuró que albañiles y operarios contribuyesen con su trabajo gratuito, trabajando los domingos por cuatro horas, y por tandas los pueblos circunvecinos; entre los cuales sobresalieron los de Tlanepantla y villa de Tacuba; y lo que es más, el mismo Arzobispo para animar las faenas, iba portando personalmente la piedra y otros materiales.
Preparado ya el edificio con su Iglesia y casas para el capellán; sacristán y demás oficiales, se procedió al nombramiento de las fundadoras del nuevo convento de Capuchinas de Santa María de Guadalupe. Y del antiguo convento de Capuchinas de San Felipe de Jesús fueron elegidas siete religiosas de coro y una hermana: entre las cuales sor María Ana de San Juan Nepomuceno, que había solicitado y promovido la fundación, fue nombrada para Abadesa Presidenta del nuevo Convento.
El 15 de octubre de 1789 el Arzobispo pasó al convento de San Felipe de Jesús, en donde se habían reunido las madrinas que eran de la primera nobleza de México, los síndicos de uno y otro convento y los ministros y personas de la mayor graduación del Virreinato, para verificar la traslación de las fundadoras al nuevo monasterio. Colocados todos en muy decentes coches con una escolta de dragones y numeroso pueblo, tomaron el camino de Guadalupe; y antes de llegar al puente, descendieron todos de los coches, las —169→ religiosas se formaron en procesión y acompañadas de tan honroso séquito llegaron a la Colegiata. Recibidas a la puerta del Santuario por el Venerable Cabildo, se cantó luego por un coro de músicos una solemnísima Salve; enseguida el Arzobispo llevó a las religiosas a la iglesia del convento. Un canónigo de la Colegiata cantó la misa solemne, y después de ésta se cantó el Te Deum; y mientras las tropas hacían sus salvas, el Arzobispo introdujo en el nuevo convento a las fundadoras y con las formalidades de costumbre les dio la posesión de la nueva habitación. (Carrillo, Pensil Americano, cap. XIII, núms. 129-140).
Con la inmediación de la Iglesia y convento de Capuchinas, empezó a sufrir daño el Templo de la Colegiata. Se procedió luego a la reparación, y para ello la noche del 10 de julio de 1791 fue trasladada la Santa Imagen a la contigua Iglesia de Capuchinas, y con ocasión de reparar las paredes y las bóvedas se hicieron en el Santuario muchas mejoras que refiere el mencionado Carrillo. Aquí nos contentamos con referir la mejora siguiente con las palabras del mismo autor. «En donde estaba el Altar nombrado de las rosas se abrió una puerta que adorna una famosa lucida portada que da ingreso a la nueva Sacristía destinando la antigua para Sagrario». (Pág. 89). «Este Altar de las rosas estaba al lado de la Epístola del Altar Mayor; y recibió este nombre porque en aquel sitio habían sido colocadas las rosas y flores milagrosas que Juan Diego, el humilde mensajero de la Reina del cielo, llevó al obispo Zumárraga. Y, prosigue el autor, noticia corriente en aquel Santuario es de haberlas llevado varios virreyes a fines de su gobierno, sustituyendo a las milagrosas unas elegantes rosas artificiales». (Carrillo, pág. 102, núm. 35).
A principios de julio de 1794, estando todavía reparándose el santuario, llegó a Veracruz, con su esposa, el nuevo virrey marqués de Branciforte; y como era costumbre desde el virrey D. Martín Enríquez (en 1568) antes de entrar en la ciudad, pasó a visitar en la Iglesia de Capuchinas la Santa Imagen, ante la cual recibiera el bastón —170→ de mando. Prendados quedaron el Virrey y los que con él venían de la celestial belleza y sobrenatural atractivo de la Santa Imagen; y el Virrey en modo especial le cobró tan tierna y ardiente devoción, que desde luego promovió con el Arzobispo que la Santa Imagen fuese trasladada lo más pronto que se pudiera a su Santuario. Para ello excitó a los arquitectos a acabar la restauración y contribuyó con gruesa limosna para la conclusión; de suerte que de acuerdo con el Arzobispo se determinó que el día 11 de diciembre del mismo año de 1794 tuviese lugar la solemne Traslación. El testigo ocular, Carrillo, la describe así en su Pensil Americano «Fue puesta la lona (que esta ciudad tiene para resguardar de los ardores del sol en las procesiones a los asistentes) cubriendo el trecho que ocuparía la procesión; y fue desde la Iglesia de Capuchinas, tomando el puente nuevo y siguiendo la ribera del río por la parte de México a hacer el ingreso por el puente antiguo a la espaciosa Plaza, continuando por la parte de sus aceras hasta la puerta del Santuario que da vista al Poniente. Se adornó todo este camino con flores, yerbas olorosas y otras decoraciones que los indios saben inventar en estas ocasiones. Al día puesto hacia las diez de la mañana ordenose la Procesión a la cual asistieron el Arzobispo, el Virrey, la Real Audiencia con los Regios Tribunales, la muy noble ciudad bajo de mazas, la Real y Pontificia Universidad con todo el lucimiento de insignias Doctorales, las Sagradas Religiones con sus terceras Órdenes, Cofradías y Hermandades y en fin, el Venerable Cabildo de la Insigne Colegiata acompañado de numerosa clerecía, y muchísimas por no decir todas las familias principales de la capital y de los pueblos cercanos. Pues en ninguna otra función se había notado en el Santuario el número de coches que aquel día se vieron desde el puente para abajo, por estar prohibido que pasasen el puente, y aun los señores Ministros descendían de sus coches para transitar a la Plaza. Nada decimos de la inmensa muchedumbre de gente y de pueblos enteros de indios que presenciaron la procesión».
Con la misma lucida asistencia hubo función solemnísima en el mismo Santuario al siguiente día 12 de diciembre. Pero un hecho desagradable turbó el común regocijo; porque el predicador o pretexto de ensalzar más el Milagro de la Santa Imagen virtió en su sermón unas especies peregrinas y extravagantes que contradecían todo lo que por constante tradición se sabía. De este desagradable asunto se tratará, Dios mediante, en el siguiente capítulo.
Concluye el autor citado «que muy grandes mejoras se habían propuesto hacer en el Santuario: y en pocos años estará el Templo con mejores adornos; pues con motivo de la Traslación de la Santa Imagen, y extraño asunto del orador, que dejamos dicho, se han enfervorizado los ánimos de tal manera que creo se verifique con muchas ventajas la propagación del culto y devoción de nuestra Ínclita Tutelar Patrona». (Carrillo, pág. 89).
Mientras tanto para no interrumpir este asunto de las mejoras de que habla Carrillo, vamos a indicar brevemente cómo poco después se efectuaron, y lo haremos copiando lo que leemos en el Apéndice al Diccionario Universal de Historia y Geografía, impreso en México. Tomo II, pág. 357.
Interrumpimos la relación para insertar algo de la Invitación que impresa por Luis Abadiano se mandó distribuir en esta ocasión. «Traslación de la portentosa Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. El diciembre de 1836 va a presentar con nuevos brillos la gloria que dio a nuestra América el diciembre de 1531. A las nueve de la mañana del día 10 del presente se trasladará desde el Templo de las religiosas Capuchinas al de la insigne Colegiata la Imagen celestial de Santa María de Guadalupe, para ser colocada en su nuevo altar, obra por cierto digna de la piedad magnífica de los mexicanos. Acaso nunca se habrá visto una procesión tan solemne y edificante como la que se prepara para este acto, al cual han de preceder y acompañar las más tiernas y fervorosas oraciones en toda la República».
«En esta Santa Iglesia Catedral, en la de la Insigne Colegiata y en todas las de la capital, se celebrará el día 9 Misa de rogación, que concluirá con la Letanía Lauretana. El toque general de rogativa conmoverá tiernamente la devoción del verdadero mexicano, —173→ que o volará al Templo para elevar allí su espíritu hacia su amable Protectora, o si esto no pudiere, desde el templo de su corazón mandará sus votos al venturoso Tepeyac. Desde las grandes casas y pequeñas habitaciones; desde los lugares del bullicioso tráfico y humildes talleres; desde el confuso y tumultuoso ruido de las calles y las plazas, no menos que desde las iglesias silenciosas y los sagrados retiros, va a levantarse en esta vez hasta el excelso trono de María el sagrado incienso de las oraciones.
«Los señores obispos de la República, a quienes el Ilmo. Cabildo de la Insigne Colegiata ha comunicado las religiosas disposiciones del Ilmo. Cabildo Metropolitano Gobernador, para que esta ciudad ofrezca sacrificios y dirija oraciones en la víspera de la traslación de la Santa Imagen, cuidarán también de promover la oración pública; por donde unidos en espíritu la Iglesia, Mexicana se dispondrá a recibir las bendiciones del cielo». (Prosigue describiendo el orden de las funciones y acerca de la procesión añade) «Al llegar la procesión al espacio, que media entre la garita nueva y la antigua, se colocará la Santa Imagen vuelta hacia esta ciudad y las Sagradas Religiones saludarán a María con el devotamente armonioso canto gregoriano del Ave Maris Stella... Este acto en que se verá arrodillado ante nuestra amada Madre aquel grande y respetabilísimo concurso, compuesto de todas las Autoridades, de todas las Corporaciones, de todas las clases, y en donde no faltarán individuos de las partes todas de la República, debe ser extremadamente patético, santamente devoto y capaz de mover a la misma insensibilidad...». Continúa el artículo interrumpido:
«Lo gastado hasta principios de 1836, prosigue la relación, parece que ascendió a trescientos mil pesos; y desde abril a diciembre en que estuvo la obra a cargo del Sr. Corona, a ochenta y un mil». |
«La planta del nuevo Altar es la mitad de un exágono cóncavo. En la línea de enmedio se levantan dos pilastras de mármol blanco, las cuales sostienen un arco de una cuarta de arrojo: en las dos líneas laterales se elevan dos columnas de mármol rosado, de catorce y media varas de altura, y de orden compuesto, que es el que guarda toda la obra. En los intercolumnios hay dos pedestales y sobre ellos descansan San Joaquín y Santa Ana. En los mismos intercolumnios se abrieron dos nichos para poner las de San José y a San Juan Bautista. Sobre el cornisamiento hay otros tres pedestales —174→ en que están las de San Miguel, San Rafael y San Gabriel. Encima de la de San Miguel entre un grupo de serafines y nubes que despiden grandes ráfagas se colocó de relieve al Padre y al Verbo: arriba hay un óvalo cercado de nubes con serafines y ráfagas de luz, en que está puesto el Espíritu Santo. Como la altura del altar que es de veintidós varas sobre once y media de ancho no iguala a la del muro en que se apoya, se cubrió la parte superior de éste con una cortina carmesí pintada al temple, que están descorriendo varios ángeles y genios. El centro del altar lo ocupa un tabernáculo de mármol rosado, de forma semicircular, siete varas de diámetro, dos y tres cuartas de altura, en que se halla la Santa Imagen.
Pronto, Dios mediante, veremos cómo fue transformado el Templo por la restauración, ampliación y decoración emprendidas para celebrar las solemnísimas funciones de la Coronación de la Santa Imagen en nombre de León XIII, nuestro Santísimo, Padre.
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Don Juan B. Muñoz en Madrid y el Dr. Mier en México.- Refutación de las opiniones del Dr. Mier.- Obras del P. Clavijero S. J., de Antonio León y Garza, de Francisco Sedano, de Carrillo y Pérez y del canónigo Fernández de Uribe, en honor y defensa de la Virgen de los mexicanos.
Hemos visto hasta ahora la no interrumpida y universal Tradición del Milagro de las Apariciones, atestiguada por las fuentes históricas de Documentos y Monumentos y confirmada con culto público y Eclesiástico por la Sede Apostólica. A semejanza de un árbol que con los años echa raíces más profundas, crece y extiende sus ramas con más lozanía, esta devoción a la Virgen de los mexicanos se fue cada día aumentando y propagando carácter propio de la verdad, que con trascurrir los años no disminuye o apaga su luz, sino que aumenta más su brillo: y lo contrario vemos acontecer a las opiniones no bien fundadas, o a hechos no bien averiguados, que acaban y mueren con el tiempo.
Pero esta Devoción Tradicional, esta admirable Aparición con que la Virgen Madre de Dios amparó a la naciente Iglesia Mexicana, no podía carecer del carácter propio de las obras de Dios; a saber, de la contradicción. Tuvo, pues que padecer oposiciones, dudas, dificultades: y a tres épocas pueden reducirse los enemigos de —176→ la Aparición, y en todas las tres la Autoridad Eclesiástica se levantó en su defensa condenando a sus descabellados opositores.
La primera época, puede fijarse allá por los años de 1556 (en que aquel Predicador de quien se trató en el Libro Primero, cap. XI de esta Historia, se atrevió a impugnar la Aparición y culto de la Virgen de Guadalupe; y un Proceso canónico, instruido inmediatamente por el Metropolitano, destruyó por completo las arbitrarias suposiciones del desdichado impugnador.
La segunda época, si se atiende a la solapada oposición de Bartolache, puede fijarse en el año de 1790; pero si se trata de la manifiesta negación de todo el hecho sobrenatural de la Aparición, en este caso puede fijarse en el año de 1794, en que D. Juan Bautista Muñoz, a mediados de abril, en Madrid, y el Dr. Mier, en 12 de diciembre en México, el uno de un modo y el otro de otro modo, impugnaron la Aparición.
Pero puesto que la impugnación de Muñoz no se conoció en México, sino el año de 1819, en que llegó su Disertación, de ésta, se tratará, Dios mediante, en el capítulo siguiente, limitándonos en este capítulo a tratar de las oposiciones verdaderamente estrafalarias del Dr. Mier, el cual por esta razón fue condenado públicamente por el Metropolitano.
La tercera época de oposición al Milagro puede fijarse, como más adelante se dirá, a los años de 1873 y siguientes. De estos opositores, reprendidos severamente por la Suprema Inquisición Romana, mucho habrá que decir a su tiempo, contando siempre con el auxilio de Dios.
Por lo que toca al Dr. Mier, tomamos lo que hace a nuestro asunto de un Libro impreso en Monterrey en 187619, y del Tomo III de la —177→ Colección de Documentos para la Historia de la Independencia de México, año de 1878.
Con ocasión de la solemne Traslación de la Santa Imagen a su Santuario en diciembre de 1794, como se dijo en el capítulo antecedente, el Ayuntamiento de la ciudad, dueño de la fiesta, encargó el Sermón para el día 12 de diciembre al Dr. Fr. Servando Teresa de Mier de la Orden de Predicadores, celebrado orador a la sazón, y que por tres veces había predicado en los años antecedentes con satisfacción y aplauso no común en honor de la Virgen de Guadalupe. Aunque en este tiempo no contaba más de treinta y un años de edad, el brillo con que había sostenido cinco Actos públicos de Filosofía y Teología; el grado de Doctor que mereció en la Facultad teológica y los talentos oratorios de que había dado ya muestra, hacían pasar al Dr. Mier por un orador sin igual de aquellos tiempos. Mientras por lo extraordinario de la función iba estudiando un plan que pudiera dar más realce a su sermón, un religioso, compañero suyo, le dijo que un tal Lic. Ignacio Borunda, abogado de la Real Audiencia, le había contado cosas tan curiosas de Nuestra Señora de Guadalupe, que toda la tarde le había entretenido en darle razón de las cosas peregrinas que le había referido.
Escritores contemporáneos, y el mismo P. Mier, como lo veremos enseguida, nos describen al buen licenciado Borunda como un demasiado presumido investigador de antigüedades americanas, y de entender él solo el idioma mexicano, sus derivados, alusiones, alegorías, símbolos; para todo lo cual tenía ya escrito un Tomo en folio con el título de Clave general de los jeroglíficos americanos, fruto de treinta años de estudiar el sentido compuesto y figurado del idioma mexicano, etc. Oigamos ahora al mismo P. Mier. «Entré en curiosidad de oírle, y el mismo P. Dominico me condujo a casa del Lic. Borunda. Éste me dijo: Yo pienso que la Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe es del tiempo de la Predicación, en este reino, de Sto. Tomás, a quien los indios le llamaron Quetzalcoatl. No extrañé esta predicación que desde niño aprendí de la boca de mi sabio padre y cuanto he estudiado después me ha confirmado en ella. Pero contra ser de aquel tiempo la Imagen de Guadalupe, opuse la Tradición».
(Págs. 11 y 13). |
Ponemos aquí las tres proposiciones del sermón que en dicho día 12 de diciembre predicó el P. Mier en el Santuario, como constan en los Autos, impresos en el Tomo III de la colección citada, pág. 28.
—179→Desde el principio el orador había protestado que sujetaba su proposición a la corrección de los sabios, y «advierto, añadió, que no niego la Aparición de María Santísima a Juan Diego, y a Juan Bernardino: antes creo que negarla es suma temeridad hija de la ignorancia y de la malignidad. Tampoco niego la milagrosa pintura de nuestra Imagen, antes la he de probar de una manera irrefragable».
Como se echa de ver, el P. Mier, si en parte admitió la tradición de la Iglesia Mexicana por lo que toca a las Apariciones de la Virgen, en parte también la negó en lo que toca a la Imagen celestial. Pues la tradición nos dice que Juan Diego al desplegar su propia manta ante el V. Zumárraga «se vio en ella pintada la Imagen de María Santísima como se ve en el día de hoy». Pero de ahí no se sigue lo que dicen Borunda y el P. Mier que «ya estaba pintada la Imagen» cuando la Virgen la envió a Zumárraga; y lo que es más, la Imagen se vio pintada en la tilma o capa propia de Juan Diego y no en otra, cualquiera que fuese.
Todas las salvedades que hizo el P. Mier, manifiestan sí la buena intención y el buen deseo que entonces tuvo de dar más realce a un hecho sobrenatural tan grandioso: «La Religión, la gloria de la patria, de la Imagen, del Santuario, me llenaron de entusiasmo; y éste me trastornó, si es que me trastornara». Así el mismo Padre lo dice. (Pág. 12). Pero aquellas salvedades quedan por completo destruidas y de ninguna fuerza por las proposiciones tan estrafalarias que soltó.
—180→Justa por tanto, muy justa fue la indignación de toda la ciudad contra él: «Si no perecí víctima de la indignación popular, quizá lo debí a la prudencia de mantenerme recluso en mi convento». (Pág. 44)20. Justa también fue la providencia del Arzobispo en mandar se sustanciara un Proceso canónico, se recogieran los manuscritos del sermón para entregarse a los censores, se le intimara la suspensión de predicar, y se le asignara por cárcel la misma celda del convento hasta que, acabado el Proceso, se diera un final proveimiento. (Pág. 70).
A mediados de enero de 1795, el Provincial de la Orden manifestó al P. Mier que el asunto iba con mucho rigor y que tal vez sería desterrado en el Convento de las Caldas de Santander, en España, y que para cortarlo todo no había otro medio que el de una sumisión, en que precisamente pusiese que había errado y pedía humildemente perdón. «Obedecí, prosigue el P. Mier, pero tuve la advertencia de poner que lo hacía por no poder resistir más la prisión, que ya era de veinte días, sin contar quince días de mi antecedente reclusión voluntaria. Esta adición anulaba la retractación... Me quedé atónito cuando al día siguiente de mi retractación tan claramente forzada y nula se apareció un Notario del Arzobispo a pedir la rectificación de haber sido voluntaria y espontáneamente hecha. Repetí que voluntariamente repetía lo que había escrito el día anterior; —181→ esto es, que hacía la subscripción por no poder tolerar la prisión. (Pág. 73).
Tiene mucho de increíble la resistencia del P. Mier en retractar los verdaderos dislates borundianos; mucho más si se considera el dictamen que de la obra de Borunda dio el mismo P. Mier en estos días de reclusión en que mandó pedírsela. «Yo había enviado a pedir a Borunda su Obra y me envió sólo algunos pliegos del fin. Confieso que lejos de haber hallado las pruebas incontrastables que el hombre me había asegurado tener, hallé una porción de dislates propios de un hombre que no sabía de Teología, y aun de todo anticuario y etimologista que empieza por adivinanzas, sigue, por visiones y concluye por delirios... A consecuencia fue tal mi abatimiento, que habiéndome llamado el Provincial cinco días después de mi primera prisión, le ofrecí en mi sumisión toda satisfacción y aun la de componer e imprimir a mi costa una obra contraria a mi sermón». (Pág. 74).
¡Ojalá y el P. Mier hubiera quedado firme en tan buena disposición! pero lo echó todo a perder con lo que a renglón seguido refiere, y fue que el Secretario del Cabildo de la Colegiata habiendo ido a significarle lo complacido que quedaba el Cabildo de su sumisión, y a aconsejarle el camino de la humildad, le respondió que «estaba corriente, caso de cumplírsele lo prometido». Pero lo prometido que dice el P. Mier no podía cumplirse si él no confesaba sinceramente que había echado y pedía humildemente perdón. A esto nunca quiso allanarse el P. Mier, el cual prosiguió contestando así al mencionado Secretario: «Si no, estaba resuelto a defender mi honra hasta el último extremo. Pues aunque nada hallaba en Borunda útil para la defensa, los fundamentos que yo tuve en el fondo de mi propia instrucción para adoptar su sistema, eran suficientes para mantenerme con gloria sobre la defensiva». En este mismo tiempo el canónigo Uribe, uno de los Censores de su Sermón, le escribió, rogándole por el amor que le tenía, «no dijese a nadie que su retractación había sido forzada». (Pág. 75).
No habiéndose podido conseguir del P. Mier una verdadera retractación, en vista de la Censura y de los Autos sustanciados, el arzobispo D. Alonso Núñez de Haro y Peralta mandó se leyera el 25 de marzo en todas las Iglesias de la ciudad y del arzobispado el Edicto, en que se condenaba el sermón predicado por el P. —182→ Mier. El canónigo Conde y Oquendo, en su obra, trae por entero este Edicto. (Tomo II, págs. 516-527.) Nos limitamos a poner aquí una que otra cláusula principal por contener la substancia del hecho incriminado y la sentencia del Arzobispo:
Las otras providencias que dio el Arzobispo y que fueron notificadas por un Notario al P. Mier en el siguiente día, consistían en que: «se me condenaba a diez años de destierro a la Península, reclusionado —183→ este tiempo en el Convento de las Caldas cerca de Santander, y perpetua inhabilidad para toda enseñanza en cátedra, púlpito y confesonario, suprimiéndome el título de Doctor que tengo por autoridad Pontificia y Regia, como en virtud de la sentencia». (Pág. 77).
Atendidas todas las circunstancias, especialmente la de haber negado lo que años antes había aprobado la Sede Apostólica; no puede decirse que la sentencia que recayó fuese injusta ni severa, Esta proposición fue demostrada por el Autor de la obra impresa en Barcelona, año de 1888, con el título: La Madre de Dios en México, Y compendiando en pocas palabras lo que, después de leída la sentencia, aconteció al P. Mier, éste el 30 de marzo del propio año, escoltado de soldados fue llevado a San Juan de Ulúa en Veracruz; a los dos meses después, bajo partida de Registro conducido a España, fue despachado al Convento de las Caldas, lugar de su reclusión. De allí por razón de enfermedad fue trasladado el año siguiente a su Convento en Burgos; y en esta ciudad fue cuando trabó amistad por medio de cartas con D. Juan Bautista Muñoz, el cual le hizo conocer la disertación que había leído en una de las sesiones de la Academia de la Historia contra la Aparición de la Virgen en México. De esta correspondencia epistolar resultó que el P. Mier abandonó no solamente los delirios borundianos, sino que llegó a negar con Muñoz la misma verdad de los hechos históricos de la Aparición. A los dos o tres años consiguió ir a Madrid, en donde estrechó más su amistad con Muñoz. (Págs. 142-154). Pasada su causa al Consejo de Indias, como él lo había pedido, escribió su defensa, la cual se reducía a cuatro puntos que menciona el mismo P. Mier con estas palabras: «Dividí mi defensa en cuatro partes: primera, que no había negado la Tradición; segunda, que lejos de esto, todo el sermón estaba calculado para defenderla contra argumentos, de otra suerte irresistibles; tercera, que aun cuando la hubiese negado, no habría negado más que una fábula; en la cuarta parte impugné la censura, el dictamen fiscal, la sentencia y Edicto del Arzobispo. No me ocupé mucho en probar la tercera parte los europeos ni acá ni allá creen tal tradición. Yo sabía que el expediente había de consultarse o a Muñoz que ya la había impugnado o a la Academia que la había reconocido por fábula. Si yo hubiera querido sostenerla, hubiera pasado por un grandísimo mentecato. Concluí —184→ pidiendo que pasara el Expediente, para informar, a Teólogos que uniesen a la Teología el conocimiento de la Historia». (Pág. 166).
El Fiscal del Consejo de Indias pidió pasase el Expediente al dictamen del Dr. Muñoz, Cronista Real de las Indias; pero muerto Muñoz en julio de 1799, a petición del Fiscal el Expediente pasó a censura de la Real Academia de la Historia. La Academia nombró de su seno tres Teólogos para que la informaran; éstos fueron: el P. Maestro Risco, Agustino, Cronista Real; el P. maestro Sáenz, Benedictino, bibliotecario del duque de Osuna y el Dr. Traggia, ex escolapio, cronista eclesiástico de Aragón. En una de las muchas sesiones que la Academia tuvo sobre este asunto, se trató de la opinión que el P. Mier había adoptado en su sermón sobre la Predicación de Santo Tomás Apóstol en América. Como que este punto «cogió enteramente nuevo a la Academia», avisado de esto el P. Mier, formó apresuradamente una disertación y se la llevó al Dr. Traggia con las obras del P. Calancha y Boturini, únicos autores que sobre esto tenía a la mano. A los pocos días el Dr. Traggia dijo resueltamente en plena Academia: «Es una vergüenza que, teniendo por la institución de la Academia el título de Cronistas de Indias no sepamos palabra de sus antigüedades. El Dr. Mier me ha llevado una disertación digna de dar aquí lugar a su autor, y algunos libros sobre la materia: y aseguro a ustedes que si los españoles tuviéramos para la predicación de Santiago en España la décima parte de las pruebas que los americanos tienen para la predicación de Santo Tomás en América, cantaríamos el triunfo». (Pág. 173).
Después de esta clara confesión, no contradicha por ninguno de los individuos, de la ignorancia en que estaban de las antigüedades americanas, juzgue el lector si merece la más leve consideración el Dictamen que en febrero de 1800 se dio, como consta por el Certificado que dio Antonio Capmany, secretario que era de la Real Academia de la Historia en dicho tiempo; y puede leerse en el Tomo III de la Colección de Documentos ya citada. Dice así: «Certifico que a mediados del año de 1799 el Consejo de Indias a petición del Fiscal mandó a Censura de la Real Academia de la Historia el sermón que había predicado el Dr. Mier con los Autos que le formó el arzobispo de México y la disertación de Juan B. Muñoz contra la Historia de Guadalupe... El asunto se examinó —185→ unos siete meses y en febrero de 1800, oídos los teólogos Risco, Sáenz y Traggia, se asentaron dos puntos: primero que el orador no había negado la Aparición de Guadalupe, bien que en el Dictamen de la Academia fuese una fábula; segundo que el Arzobispo había excedido todas sus facultades, y todo lo actuado en México así como la sentencia, era ilegal e injusta...».
Evidentemente este fallo de la Academia es de ningún valor bajo el punto de vista de la Historia por haberse dado sin conocimiento de causa; es nulo jurídicamente hablando por no haber oído la parte, si es que la Academia tenía jurisdicción en ello, y no tenía ninguna. Y una cosa me llama la atención por no poderla comprender; pues si tanta fuerza hicieron en el ánimo de los Académicos los documentos alegados por Boturini en prueba de la predicación del Apóstol Sto. Tomás en esta América ¿cómo es que no se hizo ningún caso de los documentos incontestables y antiquísimos que el mismo Boturini reunió en prueba y confirmación de las Apariciones de la Virgen de los mexicanos? ¿Cómo es que sobre las Apariciones se expresaron en términos tales, como refiere el P. Mier, (pág. 174) que yo mismo no me atrevo a repetir? ¿Y ellos, que se decían Teólogos, tan poco caso hicieron de la Enseñanza Pastoral del Episcopado Mexicano, de la Congregación de Ritos y de las Actas de la Sede Apostólica; hasta declarar por fábula la tradición de una nación toda entera? Y lo peor del caso es que si la verdad del hecho histórico de la Aparición no halló cabida en dicha Corporación, tampoco la halló la Tradición, no digo española solamente, sino universal, de la predicación del Apóstol Santiago en España: «pues todavía estamos por cantar el triunfo», según dijo el Dr. Traggia. ¡Pero, hombre! ¿si la misma Congregación de Ritos autorizó las Lecciones del Breviario Romano en que se hace mención de dicha predicación, después de haber desvanecido algunas dificultades? Véase sobre este punto lo que se dijo en el Opúsculo «El Magisterio de la Iglesia y la Virgen del Tepeyac». (Pág. 152). Concluyamos con las palabras que el Lic. Tornel escribe al fin de su obra en la Advertencia interesante en que trata del juicio que formuló dicha Academia «tratando de una fábula la Historia de la Aparición, sin dar razón alguna para ello». Dice así el erudito Escritor: «Extraño en gran manera que un hecho (la Predicación de Sto. Tomás en América) que refieren Herrera, Remesal, Las Casas, Acosta, Dávila Padilla, Torquemada, —186→ Betancourt, Fr. Gregorio García, el P. Calancha, Fr. Alonso Ramos, el P. Ribadeneira y D. Carlos de Sigüenza y Góngora en su obra impresa, titulada Fénix del Occidente, el Apóstol Sto. Tomás, en obras que andaban en manos de todos y la mayor parte impresas, cogiese tan de nuevo a un Académico de la celebridad del Sr. Traggia, que exclamase resueltamente en plena Academia, sin que nadie contradijere: «Confesemos de buena fe que no sabemos una palabra de antigüedades americanas». Si tal era la ignorancia de los Señores Académicos sobre un hecho tan fácil de averiguar, como que para ellos les bastaría leer a los Autores que sin duda tendría en su Biblioteca la Academia de la Historia, ¿cómo estaban al alcance de calificar la Historia de las Apariciones, hallándose en aquel entonces en México los documentos históricos con que se comprueba, sin haber visto y examinado los originales y sin entender el idioma mexicano en que están escritos algunos de los principales...? ¿y sin haber ponderado concienzudamente los documentos de la Aparición se atreven a calificarla de fábula? Et tamen appellamini Doctores! ¡Y vosotros sois los que os llamáis Doctores! (Tornel, Tomo II, pág. 207-209)21.
—187→Dos palabras sobre las cartas de Mier a Muñoz. Son seis, todas dirigidas desde Burgos en 1797 a Juan B. Muñoz. Citamos la edición de México en 1875 en la Imprenta de «El Porvenir». Es un opusculito de 243 páginas en 8.º menor. El mismo Mier en la primera carta nos da a conocer el fin y objeto de todas ellas. «No quepo de gusto en mi pelele por ver a un hombre tan sabio como de Vd. de acuerdo conmigo en el punto visible del ataque. Me ha de permitir que en cartas sucesivas, para evitarle en lo posible la molestia, le vaya exponiendo las razones que he tenido para dudar sobre la Tradición de Guadalupe, o por mejor decir, lo que he descubierto después que —188→ la persecución me ha hecho estudiar y meditar el asunto en cuestión. (Pág. 21).
Estas que el P. Mier llama razones no son más que sofismas pueriles, manifiestos errores de Historia y Cronología, y arbitrarias suposiciones que anduvo repitiendo en su Apología y en su Relación, y que fueron refutadas por los Apologistas Guadalupanos. Porque estas cartas, aunque se imprimieron muy tarde, corrieron sin embargo manuscritas. Una copia de estas cartas se me franqueó en 1873 y me serví de ella para refutarlas en el Compendio Histórico-crítico que en 1884 se imprimió en Guadalajara. Y en el decurso de esta Historia según lo exigía la materia, se refutaron también algunos errores, que se contenían en dichas cartas y otros enseguida se refutarán.
Pero merece una mención especial la Refutación que de dichas cartas escribió el célebre Lic. Tornel, y que dejó manuscrita, y está en mi poder. Porque por octubre de 1888 el Rdo. Sr. Pbro. D. Luis Gonzaga Tornel, canónigo de la Colegiata de Guadalupe, tuvo la bondad, sin siquiera pensarlo yo, de regalarme este Manuscrito de su señor padre Lic. D. J. Julián Tornel y Mendívil. Consta este Manuscrito en 4.º de doscientas cuarenta y seis páginas, y contiene veinte y seis cartas. La primera lleva la fecha de «México, junio de 1854» y la penúltima que es la carta 251 lleva la de «Julio de 1855»; pues la última por no estar acabada no lleva fecha. El fin de estas cartas se conoce por el título que el autor les puso. Impugnación de las cartas del P. Mier sobre la Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe de México. De lo que el Autor escribe en las páginas 34, 130 y 161, la Impugnación debía contener dos partes: en la primera se ocuparía del examen de las cartas del P. Mier, y trataría en la segunda «exprofeso de lo relativo a la Tradición». Pero la impugnación quedó interrumpida: pues constando que el Lic. Tornel murió a los 22 de abril de 1868, síguese que desde julio de 1855 en que escribió la última carta que no acabó, —189→ hasta 1868 en que murió, el Autor no volvió a continuar sus observaciones sobre las cartas de Mier, ni a escribir la segunda parte. La razón probable de todo esto, a mi ver, parece ser que el mismo Autor en su clásica obra impresa en 1849, La Aparición comprobada... y defendida, había ya de antemano refutado al Dr. Mier con haber refutado a J. B. Muñoz que había soltado más o menos las misivas patrañas, como enseguida, Dios mediante, se dirá.
Algo voy a poner de lo que dejó escrito el Lic. Tornel, el cual como queda dicho, dividió en tantas cartas su Impugnación. La carta primera es muy notable por contener así el juicio, que después de una atenta lectura formó el Autor, de las cartas del Dr. Mier, como por ser un resumen claro y conciso de dichas cartas.
(Tornel, MSS., págs. 4 y 6). |
El lector habrá visto que todo esto lo hemos demostrado y seguimos demostrando en esta Historia.
Sirva de conclusión añadir lo que se lee al fin de la Biografía ya citada del Dr. Mier. (Págs. 240-347). El año de 1822, el Dr. Mier elegido Diputado por la Provincia del Nuevo Reino de León al Primer Congreso Constituyente, el día 15 de julio del propio año se presentó a ocupar su asiento en el Congreso, presidido por el Emperador Agustín Iturbide. Pronunció un discurso bastante largo, casi todo en su defensa, y después de breve exordio dijo: «Hoy me limitaré, Señor, a pedir solamente la restitución de mis libros, papeles, mapas e insignias doctorales. Los mexicanos en el año de 1794 me llenaron de imprecaciones, creyendo que en un Sermón había negado la tradición de Nuestra Señora de Guadalupe. Los engañaron: tal no me había pasado por la imaginación, expresamente protesto que predicaba para defenderla y realzarla. Lo que yo prediqué fue...». Sigue con su tema de Santo Tomás Apóstol, del proceso, del destierro, de lo que padeció e hizo en España, de la Defensa que escribió al Consejo de Indias; pero se guardó muy bien de referir las proposiciones, especialmente la en que decía: «que aun cuando hubiese negado la Aparición, no habría negado más que una fábula». (Pág. 167).
Aquí tenemos al Dr. Mier que ya no niega la Aparición. ¿En qué quedamos, pues? Por lo demás los mexicanos ni se engañaron, ni fueron engaitados, cuando afirmaron y demostraron que el Dr. Mier en su Sermón de 12 de diciembre de 1794 había negado, como realmente negó, y aun en su discurso pareció negar, la Tradición del milagro como lo tiene la Iglesia Mexicana.
A los delirios de Borunda y extravagancias del Dr. Mier buena y oportuna contraposición hacen algunas Obras que por este tiempo —192→ fueron escritas en honor de la Virgen de Guadalupe; y fueron las del P. Clavijero, de Antonio León y Gama, de Francisco Sedano, de Carrillo y Pérez y del canónigo Uribe. Algo vamos a decir de cada uno de ellos.
Con el destierro de los padres mexicanos de la Compañía de Jesús a Italia, se propagó en ésta y en toda Europa la devoción a la Virgen del Tepeyac. Acababa el célebre P. Clavijero de escribir su célebre Historia Antigua de México, y uno de los padres, aprovechando esta ocasión, le rogó escribiese una Relación de las Apariciones de la Virgen en México, para imprimirla luego y distribuirla entre los italianos. Compúsola muy pronto el P. Clavijero; y, como el fin del opúsculo lo pedía, hizo una fiel relación de las Apariciones, de la misma manera que la había hecho el P. Mateo de la Cruz en 1560, añadiendo la descripción del hermoso templo de la Colegiata. (Maneiro, Vidas de algunos Mexicanos, Tomo III, pág. 72). Tuve en mis manos una copia de esta Relación, la cual lleva el título siguiente: Breve Ragguaglio della prodigiosa e rinomata Immagine della Madonna di Guadalupe del Messico, Cesena 1782.- Breve Noticia de la Prodigiosa y célebre Imagen de la Virgen de Guadalupe de México.
Para el mismo fin de dar a conocer el milagro perpetuo de la Santa Imagen, en el año siguiente el P. Clavijero tradujo e imprimió en Ferrara, otra ciudad de Italia, el Opúsculo del Pintor Cabrera Maravilla Americana.
Pero el erudito Mexicano no aguardó hasta que se le pidiese, el debido tributo de obsequio a la Patrona de México. Porque aunque en su Historia Antigua, no tenía cabida la Relación del hecho grandioso de las Apariciones, no dejó, sin embargo, siquiera de paso el hacer mención, pues en el Lib. II, § 17 (Edición de México) hablando del viaje de los mexicanos al país de Anáhuac, escribe que: «llegados a Tula en 1196 de nuestra Era Vulgar, prosiguieron después de algunos años su camino hasta pasar a Tolpetlac y Tepeyacac, donde actualmente está la Villa y celebradísimo Santuario de la Virgen de Guadalupe». Y en el Libro VI, pág. 119, tratando de la religión de los aztecas o mexicanos, pone acerca del Tepeyac estas palabras: «En el día está al pie del mismo monte el más famoso Santuario del Nuevo Mundo, dedicado al verdadero Dios, a donde concurren de los países más distantes a venerar a la celebérrima y —193→ verdaderamente prodigiosa Imagen de la Santísima Virgen, de Guadalupe: transformándose en propiciatorio aquel lugar de abominaciones, y derramando abundantemente el Señor las gracias a beneficio de aquellos pueblos en lugar bañado con tanta sangre de sus antepasados».
De mayor importancia bajo el punto de vista de la crítica es la obra que por el año de 1797 escribió el célebre astrónomo mexicano Antonio León y Gama, muy elogiado por el astrónomo Francés Lalande, por el barón de Humboldt, por Prescott, Arróniz y otros muchos sabios. El P. Pedro Márquez, mexicano desterrado, como tenemos dicho, lo hizo conocer en Italia, traduciendo al Italiano algunos trabajos, especialmente el Ensayo de Astronomía y Cronología de los antiguos mexicanos, que imprimió en Roma con este título: Saggio dell' Astronomia e Cronologia degli Antichi Messicani. Opera di Antonio León y Gama, tradotta dallo spagnuolo e dedicata alla Molto Nobile, Illustre e Imperiale Citta di Messico da P. Márquez, Socio delle Academie delle Belle Arti di Madrid, di Firenze e di Roma. Roma, Presso Salomoni, 1784.
Pues bien, en el Apéndice al Diccionario Universal de Historia y Geografía, Tomo II, en la Biografía de Antonio León y Gama, se lee: «Entre los Manuscritos que no han visto la luz pública nos parecen ser de sobresaliente mérito: primero, la Historia Guadalupana, en que a fuerza de gastos, vigilias y sudores hizo una Colección de Noticias las más exquisitas, apreciables y bien fundadas sobre la Aparición de Nuestra Madre y Señora María Santísima de Guadalupe... No dudamos que algún día se publicará esta obra utilísima, en cuyo Autor tanto sobresalía el fino gusto como la prudente y ajustada crítica...».
¡Es todo decir! Escribíamos desde el año de 1884 en el Compendio Histórico-crítico: este eminente matemático, acostumbrado a los rigurosos cálculos de las Ciencias Exactas, halló la Tradición de la Aparición fundada con tanta solidez y evidencia, que él mismo enmedio de sus observaciones astronómicas y cálculos matemáticos supo hallar tiempo para pagar un tributo de obsequio a su Patrona Nacional, escribiendo tan acabada Historia Guadalpana.
—194→El Dr. Mier en la tercera carta a Muñoz escribía: «He oído que el célebre Astrónomo mexicano Gama está escribiendo o ha escrito sobre la tradición de Guadalupe. Este es un hombre de juicio sólido y versado en antigüedades mexicanas. Pero temo que faltándole la clave de este negocio, que ministra el Informe del virrey Enríquez, toda mención de la Aparición de la Virgen la ha de tomar por aparición de la Imagen. Este es el resbaladero». (Pág. 116).
¡Pierda Vd. cuidado, seor Dr. Fr. Servando! El astrónomo Gama, hombre de juicio sólido y versado en antigüedades mexicanas, no ignora lo que todo buen mexicano se sabe de memoria; quiero decir que la Santa Imagen que se vio o se apareció milagrosamente pintada en presencia del obispo Zumárraga en la capa del macehuatl Juan Diego, y no del Apóstol Santo Tomás, como Su Merced anda soñando y delirando, fue una de las pruebas o señales que la misma Virgen dio, de haberse realmente aparecido a Juan Diego en el Tepeyac, y al moribundo Juan Bernardino en Tolpetlac. ¡Acabáramos!
Sobre el espantajo de la carta del virrey Enríquez a Felipe II, véase lo que se dijo en esta Historia, Lib. I, cap. XIV, pág. 270.
«Francisco Sedano, natural de México, mercader de libros, de ingenio naturalmente claro y crítico; muy instruido en la Historia profana y Sagrada y extraordinariamente devoto de la Virgen María Santísima de Guadalupe, escribió una Colección de Noticias cronológicas desde el año de 1531 hasta el de 1807, del culto tributado a Nuestra Señora de Guadalupe como aparecida y por aparecida». Según el Sr. Icazbalceta en la Biografía de Sedano, el título es como sigue: Colección cronológica de noticias relativas a la Imagen prodigiosa de Nuestra Señora de Guadalupe de México, a su Santuario y Colegiata, desde el año de 1531 hasta el de 1807.
Dejó también escritos, los opúsculos siguientes: Notas a las obras de Sánchez, Bartolache, Carrillo y Veytia, Recuerdos devotos del culto tributado en la América Septentrional y en toda la cristiandad a María Santísima, aparecida en la Imagen de Guadalupe. —195→ Tradición y creencia perpetua del Milagro, Noticias de México.
Pero en el año de 1880 las Noticias de México fueron impresas en la capital con unas Notas de los editores D. Joaquín García Icazbalceta y D. Vicente de Paul Andrade. Como las Noticias fueron escritas e impresas también, por orden alfabético, a la palabra Guadalupe, Sedano compendió no pocas noticias y pormenores pertenecientes a la Historia Guadalupana.
Contra Mier se dio prisa el juicioso Ignacio Carrillo y Pérez a dar a luz su Pensil Americano, opúsculo que tenía escrito desde el año de 1793 y lo imprimió en México en 1797. Se compone de dos partes: de la Historia de la Aparición y del culto de la Santa Imagen, (págs. 3-91), y de una disertación impresa en letra muy menuda y dividida en siete partes. (Págs. 92-132). Tiene mucho mérito, principalmente por las muy buenas noticias históricas y pormenores de algunos hechos, que con mucho acierto y criterio acopió.
También contra Mier la Congregación Guadalupana imprimió en 1801 el precioso Opúsculo del canónigo Uribe, censor que había sido del Sermón del P. Mier. El 14 de diciembre de 1777 el Dr. y Maestro D. José Patricio Fernández de Uribe predicó un Sermón de Nuestra Señora de Guadalupe en la solemne Fiesta con que su ilustre Congregación celebra su Aparición Milagrosa; demostrando «la verdad de la Aparición de Guadalupe, sólidamente establecida y confirmada por el Culto y Veneración de los Fieles». A este Sermón en el siguiente año de 1778 añadió una Disertación Histórico-critica en que el autor del sermón que precede sostiene la Celestial Imagen de María Santísima de Guadalupe de México, milagrosamente aparecida al humilde neófito Juan Diego. Las dos piezas forman un opúsculo en 8.º de 140 páginas; pero sólo la Disertación ocupa 129 páginas y está dividida en doce párrafos. —196→ Desde el principio el autor advierte. «No es esta disertación una defensa del Milagro, porque sólo este nombre sería injurioso a la sólida y constante veneración que se tributa... No he tenido otro objeto que reducir a un breve compendio lo que se halla esparcido en varias obras; y sacar de la obscuridad del olvido algunos preciosos documentos...». (Pág. 4).
Para que el lector vea el mérito de esta disertación, vamos a poner aquí el encabezamiento de algunos capítulos:
—197→
Apuntes biográficos necesarios.- Su memoria contra las apariciones de la Virgen en México.- Refutación que de ella hicieron los apologistas Marín, Alcocer, Tornel y el editor del opúsculo de Veytia.
Preciso es dar a conocer a nuestros lectores, por si acaso no lo supieren o no se acordaren, quién es este Cronista Real de las Indias, Cosmógrafo Mayor de su Majestad, Oficial de la Secretaría de Estado y del Despacho Universal de Gracia y Justicia de Indias, etc., y que es en resumen su Memoria o Disertación contra la Aparición. Pues don J. B. Muñoz fue el que abrió la segunda época de conato de oposición al Milagro, a los doscientos treinta y ocho años de pacífica posesión, en que estaba la tradición; y su disertación es el libro de texto, de donde los modernos opositores toman sus argumentos, así dicen, para negar este hecho grandioso, que se enlaza con los principios de la predicación del Evangelio en estas regiones. A estos repetiremos lo que el profeta Daniel dijo al rey de Babilonia mostrándole el dragón ya muerto: «Ecce quem colebatis. Ved aquí al que adorábais». (Dan., 14-26).
Para que un autor tenga autoridad, es decir, que se merezca entera fe y crédito, hasta movernos a tener por verdadero lo que afirma, deben constarnos con certeza las dos condiciones indispensables, a saber: Ciencia y Veracidad del Escritor. Pues constándonos que entendió —198→ muy bien y supo exactamente lo que afirma o refiere, conoceremos que no se engañó; y constándonos al mismo tiempo que el escritor tal como lo supo, lo refiere con toda verdad, conoceremos que no nos engañó con su relación. Faltando una de estas dos condiciones, el escritor no se merece ninguna fe. De este principio el célebre Balmes dedujo que: «Antes de leer una historia es muy importante leer la vida del Historiador. Casi me atrevo a decir que esta Regla, por lo común tan descuidada, es de las que deben ocupar el lugar más distinguido... En el lugar en que escribió el historiador, en las formas políticas de su patria, en el espíritu de su época, en la naturaleza de ciertos acontecimientos; y no pocas veces en la particular posición del escritor, se encuentra quizá la llave para explicar sus declamaciones sobre tal punto, su silencio y reserva sobre tal otro: por qué pasó sobre este hecho con pincel ligero, por qué cargó la mano sobre aquél...». (El Criterio, cap. XI, § 3, Regla 6.ª).
Para conocer a J. B. Muñoz, como escritor, bástenos referir dos hechos terminantes e incontestables: por el uno se conocerá que Juan B. Muñoz pertenecía, o por lo menos participaba de las ideas de los jansenistas y de aquellos incrédulos del siglo pasado que se llamaron filósofos, entre los que descollaba el enciclopedista De Alambert; y por el otro hecho se conocerá que fue falto de crítica y de exacto conocimiento de los hechos. De donde concluiremos con aplicar a J. B. Muñoz aquellas palabras: «No puede el árbol malo llevar frutos buenos». (Math. 7-18).
Sabido es que los jansenistas en su famoso Proyecto de Bourg-Fontaine, cerca de París, en 1621, entre los puntos establecidos para combatir la Iglesia Católica había éste: de que promoviesen también dudas y sospechas sobre las devociones más populares, Apariciones y Santuarios más célebres, a fin de que de este modo se disminuyese en los fieles el respeto a la Autoridad Eclesiástica y señaladamente a la Sede Apostólica que había aprobado tales devociones y enriquecido de Indulgencias y Privilegios aquellos Santuarios.
Pero, se añadía que todo esto debía llevarse al cabo aparentando grande amor a la pureza de la Religión, mucho respeto a la «venerable antigüedad», sincero acatamiento a las costumbres de la «Iglesia primitiva» y otras palabrotas de la misma calaña. (Realité —199→ du Projet de Bourg-Fontaine. Paris 1755. Rohrbacher, Histoire Universelle de L'Eglise Catholique, édition de 1872, Tome XII, Livre 87, § V, págs. 219-220).
Pues bien, este gran cosmógrafo, J. B. Muñoz, pensaba y escribía precisamente conforme al plan infernal de los herejes jansenistas; y he aquí la prueba que nos proporciona un documento, cuyo original tenía a la vista el P. Eugenio de Uriarte, S. J. cuando escribía su opúsculo que imprimió en 1880, con el título Reinado del Corazón de Jesús en España.
El P. Manuel Zepeda presentó en Madrid al Ministro, por exigirlo así las exageradas pretensiones Regalistas, unas Cartas Teológico-Apologéticas para la impresión; y fue nombrado Muñoz para examinarlas. La censura que dio, manifiesta claramente toda la perversión de su espíritu, pues propone como razones para negar la licencia el que el P. Zepeda refuta con mucho empeño a los jansenistas, que se habían declarado los enemigos encarnizados de la devoción al Santísimo Corazón de Jesús. He aquí las palabras tomadas de la obra citada del P. Uriarte. (Pág. 383, Nota). Dice Muñoz: «Son cuatro opúsculos, divididos en nueve cartas. El primer opúsculo es acerca de la Devoción al Corazón de Jesús contra el actual obispo de Pistoya... El segundo opúsculo contiene dos cartas; una es contra un libro dedicado al obispo de Pistoya: cuyo título es: Perjuicios legítimos contra la devoción al Corazón cárneo de Jesús. En la segunda carta pretende que el obispo de Pistoya en su pastoral injuria atrozmente a los Soberanos que han instalado a la Santa Sede a favor de la devoción al Corazón de Jesús. El opúsculo tercero es una larga carta contra el Catecismo publicado por el obispo de Pistoya para el uso de su Diócesi... En el opúsculo cuarto en cinco cartas vomita todo su veneno. Para él los de Puerto Real son peores que los Franc-masones y libertinos. Omito reflexiones. V. E. juzgará qué destino merece este escrito y que atenciones su autor. A 12 de marzo de 1789. Juan B. Muñoz»22.
—200→Sabido es que la Casa de Puerto-Real (Port-Royal) en París era la madriguera de los jansenistas: que Escipión Ricci, obispo de Pistoya, era uno de ellos; que las ochenta y cinco proposiciones del Conciliábulo de Pistoya de 1786, desde luego proscritas por las Congregaciones Romanas, fueron después solemnemente condenadas por el Papa Pío VI en su Bula Dogmática Auctorem Fidei, de 28 de agosto de 1794. Y la Excelencia aquella a la cual Muñoz remitió la Censura, era nada menos que José Molino, conde de Floridablanca, Primer Ministro de Estado, aquel mismo que en los años anteriores había sido despachado como embajador de España a Roma para la ejecución de la operación cesárea. Con este nombre el conde de Aranda, Manuel de Roda, Azara, Azpuru, Campomanes y otros del Complot del Filosofismo de Francia entendían la supresión de la Compañía de Jesús, como primer medio contra la misma Iglesia Católica. Así lo expresó el mismo Roda en una carta que escribió después de la supresión de la Orden citada: «El éxito feliz ha sido completo: la operación nada ha dejado que desear. Hemos muerto a la hija, ya no nos queda más que hacer otro tanto con la Madre, Nuestra Santa Iglesia Romana. (Crétineau Joly, Historia de la Compañía de Jesús, Tomo IV, Cap. VII, y la otra obra: Clemente XIV y los Jesuitas, Cap. III, Pág. 293, de la segunda edición, Madrid 1848).
No se admire el lector de cómo en la Católica España hubiese tales ministros y tales censores enemigos de la Devoción al Corazón Santísimo de Jesús y declarados protectores del Filosofismo y del Jansenismo. El espíritu de la época, como decía Balmes, lo había invadido todo, y la misma España por aquel tiempo pasaba por una prueba tremenda, de la cual trata por extenso D. Vicente de la Fuente en su Historia Eclesiástica de España. Aquí tan sólo copiamos las palabras del mismo autor sobre la corte de Carlos IV que —201→ empezó a reinar a fines de 1788: «La Corte de Carlos IV era relajadísima en costumbres, impía, volteriana y escéptica, regalista en religión, realista en política hasta el absolutismo rabioso y por fin hipócrita... El Volterianismo, el Jansenismo y la Franc-masonería seguían dominando en la Corte y hasta en la Inquisición... Véase sobre esto el artículo V de la primera Parte de los Apéndices a mi Historia Eclesiástica de España, Tomo IV, págs. 94 y siguientes». Así D. Vicente de la Fuente en su Historia de las Sociedades Secretas en España, T. 1, § XXII, Pág. 142.
Excusado es decir que en vista de la censura de Muñoz, se mandó archivar la obra del P. Zepeda y custodiar con la mayor reserva, sin que por ningún motivo se sacase sin expresa licencia del Ministerio. Así el citado P. Uriarte: a lo que podemos añadir que Floridablanca, al fin de febrero de 1792 fue procesado por sus muchos crímenes y conducido preso a la ciudadela de Pamplona. (Villar, Historia General de España, Tomo VI, part. V, cap. 8, página 323).
El otro hecho que nos hará conocer al cosmógrafo J. B. Muñoz, nos lo proporciona el P. Francisco Iturri de la antigua Compañía de Jesús, el cual no es menos distinguido escritor aunque no tan conocido comúnmente.
En la Biografía de Juan Bautista Muñoz y Ferrándiz, que se halla en la Biblioteca Valenciana de D. Justo Pastor Fuster, Tomo II, págs. 191 y 202 leemos que: «el gran Valenciano Juan B. Muñoz nombrado Cronista mayor de las Indias presentó a la censura en 1791 el Primer Tomo de su Historia del Nuevo Mundo, pero se difirió su publicación por varios incidentes hasta el de 1793». Estos «varios incidentes» fueron las fuertes oposiciones que le hicieron los individuos de la misma Academia de la Historia, como se lee en el Tomo IV, pág. 21 de la Historia de la Academia de la Historia.
Pues bien: el mencionado P. Francisco Iturri, estando en Roma, leyó este Primer Tomo, y a fines de agosto de 1797 escribió una refutación de los muchos errores que Muñoz en ella había amontonado. Esta refutación impresa en Madrid, y por su original en Puebla de los Ángeles en 1820, es un opúsculo en 8.º, de 67 páginas y lleva el título Carta Crítica sobre la Historia de América del Sr. D. Juan B. Muñoz, escrita en Roma por D. Francisco Iturri. Oigamos al mismo: «Sr. D. Juan Bautista Muñoz. Muy señor mío: he —202→ leído en estos días el Primer Tomo de su Historia del Nuevo Mundo. Mi atención ha sido igual a mi curiosidad, y sin más preámbulo que la protesta sincera de mi respeto, le hago presentes dos reflexiones. La primera es que si algo vale la crítica, que Vmd. hace en el Prólogo, de los escritores de América, su Historia es la peor de cuantas han salido al público. A creer a Vmd., los castellanos en tres siglos no han escrito una Historia que merezca el nombre... Segunda, que toda la novedad de su Historia se reduce a traducir servilmente a Robertson y al mentiroso Paw... Estas reflexiones son dos, pero tales que le convenzan del conocimiento con que se hacen. Las otras se reservan para mi obra que se enriquecerá con los preciosos materiales que le presenta su Historia. El título es Daños que debe temer la España de la libertad con que se calumnian sus colonias. Vamos a la primera reflexión... Me tomo la libertad de hacerle presentes mis dos reflexiones por razones que Vmd. sabrá después. Entretanto soy, etc., Roma y agosto 20 de 1797». A la verdad no fue difícil al P. Iturri demostrar hasta la evidencia las dos proposiciones asentadas, bastando para ello una ligera pericia de lo que realmente hay en América y el cotejo de estos conocimientos con las falsedades que Muñoz copió de aquellos dos autores, estigmatizados también por el célebre P. Clavijero en las Disertaciones que añadió a su clásica Historia Antigua de México. El mismo Dr. Mier escribiendo de los americanos que conoció en Roma, dijo: «Era muy mi amigo Iturri, americano del Paraguay, que le dio una valiente zurra a Muñoz porque en el cuadro de su Historia fundió algunos dislates de Paw, Raynal y Robertson». (Pág. 246). Entre paréntesis sea dicho que cuando Mier escribía estas palabras, ya Muñoz había muerto; si hubiera vivido aún, de otro modo hubiera hablado Fr. Mier Veleta.
Tal es a grandes rasgos, pero bastantes para el intento, el autor de la Disertación contra las Apariciones de la Virgen de los mexicanos; que él leyó en la Sesión de la Academia de la Historia el 18 de abril de 1794.- El Dr. Mier, estando en España, leyó esta disertación a la cual se refiere en su tercera Carta a Muñoz, y en la nota que puso a la pág. 82 de dicha carta, le dice:
«Como Vd. me dice que falta a su Disertación la última mano, la cual dará cuando la Academia la pida para la impresión decretada, me tomo la libertad de anotar algo, no sea que los contrarios —203→ intenten desacreditarle por cosas insubstanciales». Mientras el infeliz Muñoz iba dando esta última mano, «aconteciole a las 8 de la noche del 18 de julio, a tiempo que iba a tomar el sombrero para ir a su oficina, un ataque apoplético tan fuerte, que murió sin volver de él a las ocho y cuarto de la mañana próxima, el 19 de julio de 1799, a los cincuenta y cuatro años de edad». Sus papeles pasaron a la Biblioteca de la Real Academia de la Historia y la Disertación quedó inédita hasta el año de 1817, en que la Real Academia imprimió el Tomo V de sus Memorias, entre las cuales hállase en la página 205 la de Muñoz. Hay empero que notar para lo que después se dirá, que este Tomo V no llegó a México, sino a principios de 1819.
La Disertación de Muñoz, reimpresa en México por Guridi Alcocer tal como se halla en el Tomo V de las Memorias de la Academia de la Historia, es un opúsculo en 8.º, de 24 páginas, en letra bastante menuda, dividida en 28 números o párrafos, y lleva este título: Memoria sobre las Apariciones y el culto de Nuestra Señora de Guadalupe de México, leída en la Real Academia de la Historia por su individuo supernumerario D. Juan Bautista Muñoz, y al fin de la memoria se lee: «Madrid, 18 de abril de 1794, Juan Bautista Muñoz».
El fin de esta memoria se demuestra claramente con las palabras con que el autor la concluye, y son: «Fuera de éstos (del suntuoso templo, fundación de la Colegiata Nacional, rezo propio extendido a todos los dominios del Rey), los metales, pedrería y demás alhajas que enriquecen el Templo, los innumerables trasuntos de la primitiva Imagen venerados en distintas partes y otras mil especies que omito, demuestran el culto que desde los años próximos d la conquista se ha dado siempre a la Virgen María por medio de aquella Santa Imagen: culto muy razonable y justo, con el cual nada tiene que ver la opinión que quiera abrazarse acerca de las Apariciones». (Núm. 28).
La Disertación está escrita con mucha artimaña; afectando mucha imparcialidad, omite o pasa ligeramente sobre algunos puntos —204→ de importancia capital, que él finge no entender, y por el contrario se agarra de un documento dudoso y de casi ninguna autoridad intrínseca, lo encarece, lo ensalza con falacias dialécticas, hasta darlo por un argumento incontestable y definitivo en contra de la Aparición. Con mucha habilidad y con tono de indudable certeza confunde hechos y personas, el asunto principal con las cuestiones secundarias, la proposición con las pruebas, la sustancia del hecho con las circunstancias meramente accidentales. Pues, como se ve, el asunto principal puede quedar firme a pesar de que una que otra cuestión secundaria no quede bien aclarada; la proposición puede en sí ser verdadera, aunque una que otra prueba no sea concluyente; y la sustancia del hecho puede ser indudable si bien algunas circunstancias accidentales e incidentales sean controvertidas.
Los principales argumentos de Muñoz contra las Apariciones, se reducen a los siguientes:
1.º A la supuesta falta de documentos contemporáneos antes de 1648 (y no de 1666) en que el P. Sánchez, «primer historiador de estas Apariciones, publicó su Relación». (Núm. 19). Hemos visto en el Libro Primero de esta Historia, caps. III, XIII y XIV que el P. Sánchez no fue el primer historiador; y si fue el primero que publicó, no fue el primero que escribió la Historia de la Aparición, pues el mismo padre protesta que la sacó de «unos papeles muy antiguos, bastantes a la verdad». En los capítulos citados hemos referido con bastante extensión estos documentos contemporáneos. Y en el opúsculo Defensa de la Aparición se citaron y compendiaron seis «documentos en que se habla de la Aparición tal como lo dice Sánchez». (Págs. 57-106). En fin, el mismo D. Ignacio M. Altamirano confiesa que «respecto de documentos inéditos relativos a la Tradición misma, parece que abundan». (Paisajes y Leyendas, pág. 257).
2.º Al silencio de «tantos autores como han escrito de cosas de Nueva España antes de la expresada época (de 1648), señaladamente es poderosa la prueba tomada del silencio de Torquemada... Una de dos: o no las halló (las Apariciones) en los escritos ni en la Tradición, o las despreció como novedad indigna de ser creída». (Núms. 10 y 11). Se responde: «la disyuntiva no es adecuada y datur medium que dicen los dialécticos, es decir, que hay otra razón —205→ intermedia y es que callaron por algunas razones que pudieron tener», como se dijo en el Compendio Histórico-crítico desde el año de 1884. Diálogo 3.º, pág. 321. Diálogo 5.º, págs. 354-358. A más de esto bastante se dijo «sobre el famoso silencio de los escritores contemporáneos» en el cap. XVIII del Libro Primero de esta Historia: y desde su tiempo (1688) el P. Florencia había escrito que Torquemada «para callar pudo tener algunas razones». Estrella del Norte, cap. XII.
3.º A la Carta del virrey Enríquez a Felipe Segundo. En las págs. 270-275 del Libro Primero el lector hallará el examen de dicha carta, en la cual se demuestra que hay mucho de positivo en favor de la Aparición y nada de positivo en contra.
4.º A la autoridad particular del P. Sahagún (núms. 18-20), «Nadie ignora por otra parte, escribía uno de los opositores, que el principal argumento en que apoyó D. Juan B. Muñoz su famosa Disertación contra la Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, fue el silencio, o más bien el testimonio contrario del P. Sahagún». Respuesta: acerca del P. Sahagún véase lo que se dijo en las páginas 339 y 340 del Libro Primero.
5.º A «errores crasos» cometidos en la explicación de dos inscripciones; mexicana la una, española la otra. (Núm. 21). Respuesta: que no hubo tales errores y ni con mucho crasos, se demostró en la nota a la pág. 105 del Libro Primero.
6.º A la «desconfianza que mostró la Silla Apostólica en el Oficio que dio para que se rezase en la festividad de Nuestra Señora bajo el título de Guadalupe de México... desconfianza que indican las expresiones: dicen, cuentan. Esta circunspección y reserva en asunto que se promovió con sumo ahínco por el Rey Católico a instancia de la devoción y largueza americana, demuestra que no prestaban para más los fundamentos de la Tradición supuesta». (Número 25). Respuesta: Aquí hay dos errores garrafales a más de insinuaciones pérfidas y malignas de la largueza americana. El primer error demuestra la ignorancia crasa y supina (afectada tal vez) del Dr. Muñoz, que explica con dicen, cuentan, las expresiones dicitur, fertur de que hacen uso la Congregación de Ritos y los Pontífices Romanos en casos semejantes. En el Compendio Histórico-Crítico ya citado, Diálogo Primero, págs. 205 y 300, con la autoridad de Benedicto XIV se demostró que aquellas expresiones ni en sí, —206→ ni en el contexto, significan un rumor vago, una especie que circula sin fundamento, una duda, un recelo de que sea falso y nada de positivo y de cierto lo que se refiere; sino que significan que aquella noticia, aquel hecho se apoya en la «Tradición constante y en los documentos antiguos, o bien en los Monumentos Eclesiásticos; ex constanti traditione vetustisque monumentis, ex monumentis ecclesiasticis».
(Benedicto XIV, De Beatif. et Canoniz., Lib. IV, Part. II, Cap. 7, núm. 3; Cap. 8, núm. 3; Cap. 10, núms. 19 y 30). |
Y que así lo entendió la Silla Apostólica en lo que toca a la Aparición de la Virgen de Guadalupe en México tenemos una23 confirmación muy reciente en la aprobación que dio del Nuevo Oficio con Lecciones propias; pues en la sexta Lección se lee: «uti antigua et constanti traditione mandatur; como se ha trasmitido por una antigua y constante tradición».
El segundo error que se contiene en las palabras citadas, es suponer que la Silla Apostólica sin fundamentos sólidos de verdad aprobó la Festividad y el Oficio propio de Nuestra Señora de Guadalupe, de donde según el proyecto de Bourg-Fontaine debía deducirse el poco o ningún caso que se haría de las Actas de la Sede Apostólica, cuando ésta sin sólidos fundamentos instituye festividades y concede cultos litúrgicos. Pero el hecho es que lo menos que exige en casos semejantes la Congregación de Ritos es la fe humana y evidencia24 moral, como enseña Benedicto XIV. «Respondemus fidem humanam et moralem evidentiam satis firma fundamenta esse instituendae Festivitati». (De Festis, Lib. I, cap. 14, núm. 23). El mismo Benedicto XIV en la obra tantas veces mencionada, asienta este otro principio general, que las Apariciones de la Virgen María sirvieron de fundamento para la concesión del Oficio propio: «Beatissimae Virginis Mariae Apparitiones fundamentum suppeditasse concessioni Officii proprii». (De Beatif. et Canoniz., Lib. IV, part. II, cap. 8, núm. 3).
Es así que el mencionado Pontífice Romano, después de haber insertado por entero en la Bula de 24 mayo de 1754 la Relación de las Apariciones de la Virgen en el Tepeyac y el Oficio y Misa propia en su honor para el día 12 de diciembre, «habiendo considerado todo lo que se contiene en la Súplica insertada; a la mayor gloria de Dios Todopoderoso, para aumento del culto divino, y en honor de la Virgen María, Con autoridad apostólica... aprobó —207→ el Oficio y Misa propia en honor de la Virgen de Guadalupe, cuya Sagrada Imagen se venera en la Iglesia Colegiata extramuros de la ciudad de México, mandó se rezara dicho Oficio y se celebrara dicha Misa, y declaró, decretó y mandó que la Virgen de Guadalupe sea reconocida, invocada y venerada como Patrona Principal de Nueva España...». Luego es una verdadera falsedad, y es lo menos que se puede decir, lo que Muñoz escribió acerca de «la desconfianza que mostró la Silla Apostólica en el Oficio que dio...».
Aún más, la Congregación de Ritos no se contenta con una certeza moral cualquiera, sino que exige certeza moral jurídica por medio de procesos rigurosos, que se instruyen; como se demostró en el Compendio Histórico-Crítico, núm. XVII, págs. 241 y 251. Este proceso, para la averiguación del Milagro de las Apariciones de la Virgen en México lo mandó substanciar la Sede Apostólica en 1666, como tenemos referido en el cap. XIX del Primer Libro de esta Historia. Podemos, pues, retorcer el argumento. La Sede Apostólica, según Benedicto XIV, no instituye fiestas ni concede Oficio y Misa propia sino después de haberse demostrado la existencia de la moral evidencia del hecho, que motivó la petición. Es así que aprobó la institución de la fiesta y del Oficio y Misa propia para el 12 de diciembre en honor de la Virgen de Guadalupe de México. Luego las Apariciones de la Virgen en el Tepeyac se apoyan en los sólidos fundamentos de la evidencia moral.
En fin, porque «con el culto tributado a la Virgen María desde los años próximos a la Conquista por medio de aquella Santa Imagen, nada tiene que ver la opinión que quiera abrazarse acerca de las Apariciones». (Núm. 2). Más de una cosa hay que aclarar. Por los años próximos a la Conquista el mismo Muñoz en el núm. 26 había dicho que este culto «empezó sin duda a pocos años de la Conquista de México»; y más expresamente lo declara cuando añadió que Roma «autorizó un culto muy general que contaba más de dos siglos de antigüedad». Aparecida la Virgen en 1531 y autorizado el culto con la concesión del Rezo litúrgico en 1754, habían trascurrido 223 años, o más de dos siglos, cuando Benedicto XIV expidió su Carta Apostólica en honor de la Virgen de Guadalupe de México.
Siendo así, Muñoz comete dos errores, histórico el uno, teológico el otro. Comete un error histórico y de marca mayor, porque consta con toda la evidencia de un hecho histórico averiguado —208→ que la Santa Imagen, por medio de la cual se empezó a tributar el culto a la Virgen del Tepeyac, no empezó a existir sino en la mañana del 12 de diciembre de 1531, cuando en presencia del venerable Zumárraga se apareció milagrosamente pintada en la tilma de Juan Diego. Ahora bien: la Imagen fue dada como señal de las Apariciones. Por medio de aquella Imagen se dio a la Virgen María el culto que contaba más de dos siglos de antigüedad cuando Roma lo autorizó. Luego, históricamente hablando, el culto tributado por medio de aquella Imagen tiene mucho que ver, y es falso que nada tenga que ver con las Apariciones.
Comete un error teológico y aun filosófico cuando niega que el culto nada tiene que ver con las Apariciones. En verdad que no entiendo, cómo todo un «Doctor en Teología y verdaderamente un gran Teólogo», como lo llamó el P. Mier, puedo decir tamaño disparate. ¿Cómo? ¿Un acto humano nada tiene que ver con su objeto? ¿Nada tiene que ver con su fin? ¿Nada tiene que ver con las circunstancias que lo acompañan? Y ¿no se enseña en Filosofía Moral aquel la verdad, evidente a la luz de razón, que el acto o acción humana toma de su objeto, de su fin y de las circunstancias, su moralidad o calificación de bueno o malo? Es así que aquel acto humano que llamamos culto tiene por su objeto y fin a la Virgen María, formal y expresamente como aparecida y por aparecida? El mismo Muñoz lo confiesa con aquellas palabras: «culto que se ha dado a la Virgen María por medio de aquella Santa Imagen». Ahora bien, aquella Santa Imagen, sobrenatural en su origen y en su conservación, determinaba el objeto propio inmediato y formal del culto que los mexicanos tributaron a la Virgen María en cuanto aparecida en el Tepeyac; con las demás circunstancias que sabemos, de cuyas Apariciones aquella Santa Imagen es, fue y será una señal indudable.
Y así con Santo Tomás de Aquino enseñan todos los Teólogos; cuya doctrina en resumen es como sigue: Si en aquel acto religioso que llamamos culto, consideramos su objeto real, debemos en esto considerar no solamente la persona, a la cual tributamos el culto, sino también el punto de vista o respecto, bajo de que la consideramos, y comúnmente llámase título o advocación y es el que constituye el objeto propio o inmediato de nuestros obsequios religiosos. Llámalo Santo Tomás de Aquino Obiectum Quod, objeto al cual directa e inmediatamente mira el culto: «Quod directe el immediate —209→ cultus attingit»; el P. Suárez lo llama aquel respecto, bajo de que del todo directa e inmediatamente la Religión tributa su culto, ratio sub qua omnino directe et immediate Religio praebet cultum; y otros Teólogos, en fin, llámanlo razón por la cual y según la cual nos movemos a tributar nuestros obsequios, ratio per quam et secundum quam excitamur ad adorandum. Por ejemplo, en la fiesta que celebramos del Santísimo Redentor, este título de Redentor nos manifiesta una razón que nos mueve a adorarle y que es su misericordia en redimirnos.
Pues bien: para que nuestro culto no sea supersticioso y abominable, preciso es que no contenga ninguna falsedad, ni por parte del objeto real, ni por parte del título, advocación o respecto, bajo del cual se constituye el objeto propio inmediato y directo de nuestro culto. «Si per cultum exteriorem aliquid falsum significetur, erit cultus perniciosus; si algo de falso hubiese en el culto externo, este culto sería dañoso». Así Santo Tomás (2.ª 2.ae Q. 92, a. 3); y el P. Suárez añade: «Toda falsedad, sea cual fuere la materia, tomada para rendir con ella a Dios el debido culto, es injuriosa a Dios; Omne tale mendacium, in quacumque materia sit usurpatum ad colendum Deum per illud, est injuriosum Deo». (De Religiones, Tomo I, Tractat. III, Lib. II, c. 2). Por esta razón los Pontífices Romanos, por el oficio que tienen de velar sobre todo acto de religión, tuvieron siempre muchísimo empeño en determinar el objeto del culto con toda precisión. He aquí cómo Pío IX vuelve a inculcar esta Doctrina aplicándola a la Fiesta de la Inmaculada Concepción: «Como que las cosas que pertenecen al culto se hallan enlazadas con tan íntimo vínculo con el objeto del mismo culto; ni pueden aquellas permanecer determinadas e inmutables, si aquel fuese ambiguo e incierto; por esta razón los Pontífices Romanos, nuestros Predecesores, mientras que con mucho empeño promovían el culto de la Concepción, con mucho mayor empeño inculcaron y declararon cuál fuese su objeto y la doctrina que debía tenerle». «Quoniam vero quae ad cultum pertinent intimo plane vinculo cum eiusdem obiecto concerta sunt, neque rata et fixa manere possunt si illud anceps sit et in ambiguo versetur, idcirco Decessores nostri Romani Pontifices omni cura Conceptionis cultum amplificantes, illius etiam obiectum ac doctrinam declarare et inculcare impensissime studuerunt». (Bulla Dogmática Ineffabilis Deus. § II).
—210→Aplicando ahora esta doctrina al culto de la Virgen de Guadalupe aparecida en México, esta misma advocación, originada de las Apariciones, es la que constituye el objeto propio, directo e inmediato del culto, que los mexicanos han tributado siempre y tributan a la Virgen María por medio de aquella Santa Imagen. Es así que según la doctrina de los Teólogos, y lo que es más, según lo enseñan los Pontífices Romanos, el culto se enlaza con un íntimo vínculo con el objeto del mismo culto. Luego, Muñoz se equivocó de medio a medio cuando afirmó que «con el culto que se le ha dado siempre a la Virgen de Guadalupe por medio de aquella Imagen, nada tienen que ver las Apariciones».
Añádase a esto que habiendo el Sr. Muñoz falseado el sentido del Documento de la «Silla Apostólica», y dado muestra de no entender la íntima relación que tienen entre sí el culto y su objeto, omitió por completo mencionar los milagros, que son de mucha eficacia para demostrar el fundamento en que se apoya la devoción a la Virgen de Guadalupe.
A la verdad, que la Santa Casa de Loreto fuese la misma, como todos creemos, en la cual el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, ¿cuáles son los argumentos que lo demuestran? La Iglesia en el Oficio de la Traslación de la Santa Casa de Loreto (2.º Nocturno. Lect. 3.º), nos dice que esto se prueba «así por los Diplomas Pontificios y por la celebérrima veneración de todo el Orbe, como por la continua virtud de los milagros y por las gracias de celestes beneficios. Eamdemque25 (Domum) ipsam esse, in qua Verbum caro factum est et habitavit in nobis, tum Pontificiis Diplomatibus et celeberrima totius Orbis veneratione, tum continua miraculorum virtute et caelestium beneficiorum gratia comprobatur».
Lo propio digamos nosotros. Que la Virgen María apareció en el cerro del Tepeyac, se prueba así por los Diplomas Pontificios, como por el gran concurso de los pueblos y por la frecuencia de los milagros: «ingenti colitur populorum et miraculorum frequencia». Así lo leemos en el Oficio de la Virgen de Guadalupe (2.º Noctur. Lección 3.ª) aprobado por el mismo Benedicto XIV, que cuando era Consultor de la Congregación de Ritos había añadido aquellas palabras al Oficio de la Traslación de la Santa Casa de Loreto, el 16 de septiembre de 1699.
Muy por extenso se trata este punto en el Opúsculo El Magisterio —211→ de la Iglesia y la Virgen del Tepeyac (Cap. V, págs. 47-54), y a ello nos remitimos.
En resumen: Muñoz concede el hecho y niega la íntima razón de este hecho; admite el efecto, y niega la causa propia o inmediata de él: por cuanto admite el culto de la Virgen del Tepeyac y niega su propia razón y causa que son las Apariciones, y lo que es más, admite el efecto y niega su propia causa, sin asignar ninguna; y mal pudiera asignarla que fuese verdadera, si no es la Aparición.
Para añadir ahora una que otra prueba de las falacias, de que rebosa la Disertación de Muñoz, hacemos notar que refiere la Historia de la Aparición tal como la escribió Veytia por los años de 1754 (Núm. 2-9), como si no hubiera relación o historia más antigua y fidedigna. Confiesa que Veytia es «riquísimo de documentos tocantes a la Historia Antigua de Nueva España», y niega sin embargo lo que Veytia asienta y demuestra en la misma Historia, a saber «la verdad del milagro de las Apariciones». Y con mucha astucia escribe poco después: «El papel más auténtico de los que hablan claramente de las Apariciones, es una relación que Sigüenza creía copiada por Fernando de Alva Ixtlilxochitl. Esta, dice Veytia, es la relación más antigua y digna del mayor aprecio. ¿Y qué firmeza, digámoslo así, tiene este fundamento de todo el edificio? Fácilmente se descubre su debilidad, reflexionando que se trata de un suceso de 1531, y que se apoya principalmente en un papel simple, de autor y tiempo incierto, escrito por un indio que murió hacia los años de 1650 y producido sólo en relación a fin del siglo pasado. Pero se trasladó (se dirá) de unos papeles muy antiguos. "Credat Iudceus Apella"». (Núm. 14).
Vea ahora el lector cuántas falsedades y falacias amontonó Muñoz en tan pocos renglones, y compendiamos lo que se dijo sobre este punto en la Defensa de la Aparición. (Págs. 77-82).
Preciso es ante todo hacer presente lo que se dijo en el Cap. III del Libro Primero de esta historia; en donde se demostró que el célebre azteca Antonio Valeriano fue el que escribió por los años de 1540 a 1545 la Historia de la Aparición en propio y elegante idioma mexicano; y que otro noble mexicano, Fernando de Alva, que la tuvo en su poder, hizo de ella y de otros papeles muy antiguos una traducción parafrástica como con juramento lo afirmó el P. Carlos de Sigüenza y Góngora, que heredó de dicho D. Fernando todos sus papeles —212→ y escritos antiguos. Hecha esta observación vamos a enumerar las principales falacias. Primera falacia o falsedad: La traducción parafrástica de Fernando de Alva no es el papel más antiguo o auténtico de los que hablan claramente de la Aparición. El más antiguo es la relación escrita por Valeriano; y en cuanto a su autenticidad, si auténtica es la paráfrasis de Alva, lo es más la relación de Valeriano. Y si más lo apuramos, el papel más antiguo y auténtico es el cántico del cacique de Atzcapotzalco, que se cantó en el día mismo de la traslación de la Santa Imagen, refiriéndose en metro todos los pormenores de la Aparición, que tuvo en su poder el P. Francisco de Florencia que nos dejó un resumen de dicho cántico. (Pág. 95, Lib. I). Segunda falacia: Confunde lo que Sigüenza dice de la relación escrita de puño y letra de Valeriano, con la traducción parafrástica que hizo de aquella relación Fernando de Alva. Tercera falacia: Se contenta tan sólo con decir que Sigüenza creía, pudiéndose esto entender de una opinión más o menos fundada, cuando Sigüenza solemnemente juró y afirmó que la relación antigua es de puño y letra de Valeriano su verdadero autor. Cuarta falacia: Veytia no dice que la relación de Alva es la más antigua y digna de mayor aprecio; sino que al comenzar la Relación de la Aparición dice: «la referiré brevemente según las más seguras tradiciones»; y la concluye diciendo: «Esta es la tradición seguida invariablemente por dos siglos (escribía por el de 1754); esta tradición no interrumpida es uno de los solidísimos fundamentos que hacen indudable el milagro». (Baluartes de México, páginas 1-60). Quinta falacia: «El edificio o suceso de 1531» no se apoya en un papel simple como en su fundamento, sino en la Tradición y otros solidísimos fundamentos, como Veytia afirmó. Para eludir la fuerza de la Tradición, Muñoz repite a menudo: llamada Tradición, supuesta Tradición sin dar ninguna prueba de que no hubo tal tradición. Sexta falacia: Si por papel simple entendiere Muñoz un papel no sellado, no refrendado o no legalizado, sería por cierto una regla estrafalaria que él añadiría a las leyes de Crítica y Arqueología esto de que los papeles antiguos lleven sellos y firmas de escribanos y públicos notarios. La Crítica racional para dar fe a un hecho histórico se contenta con que conste de un escrito simple o auténtico de persona conocida; y con que ésta persona conocida tenga las dotes de ciencia y probidad que se requieren para descansar en el testimonio de los hombres. —213→ Si por papel simple entiende lo que decimos papel mojado, a saber, de poca importancia o que prueba poco para el asunto, se responde que no hay papeles más fehacientes y auténticos que los que refieren la Aparición: y ahí está el célebre anticuario Carlos Sigüenza y Góngora y Luis Becerra Tanco, que no me dejan mentir. Séptima falacia: Si Muñoz habla de la traducción parafrástica de Fernando de Alva, es falso que sea de autor y tiempo incierto. Sábese que Fernando de Alva fue escritor de muchísimo mérito y que la escribió luego que tuvo en su poder los escritos de Valeriano; lo que aconteció por los años de 1605. Si entiende hablar de la Relación antigua, es falso que, sea de autor y tiempo incierto; pues como hemos visto, el célebre Sigüenza afirmó con juramento que era de Valeriano. Octava falacia: Si «por un indio que murió en 1650», entiende hablar de Fernando de Alva, que probablemente murió por ése año según el P. Florencia, se niega que fuese un indio cualquiera desconocido, como parece darlo a entender; pues sabemos su noble origen, por descender de los antiguos reyes de Texcoco y su autoridad como escritor. Si entendió hablar de Valeriano, también es falso que fuese un cualquier hijo de vecino, pues era descendiente del Emperador Moctezuma; y es falso que Valeriano murió en 1650, porque consta, que murió en 1605.
En fin, ¿cómo Muñoz niega que los papeles de que tomó la Relación son auténticos o antiguos? Como con salirse por la tangente diciendo que él no lo creía, y que lo crea otro cualquiera, por ejemplo, el Judío Apela, de quien hablaba Horacio. ¡Aquí se pinta por sí mismo el gran cosmógrafo! Y es el caso de repetirle lo que le decía el P. Francisco Iturri: «todo lo que no es Vmd. o su Historia, es equivocación, incapacidad, ligereza. Se agarra Vmd. de palillos y fruslerías históricas con tanta puerilidad para desacreditar a Herrera, célebre escritor de las Décadas de la Historia de América; que yo me engaño demasiado si su crítica no es más bien una pica personal que celo y conocimiento de la verdad. Ridículo es el tono magistral con que Vmd. da lecciones de crítica». (lturri, Carta crítica a Muñoz, págs. 2 y 11). Como última conclusión sea, que de las dos condiciones indispensables en un autor que son ciencia y veracidad, Muñoz no dio muestras de poseerlas en su Disertación contra las Apariciones; y como que esta Historia si bien es crítica, no es empero formalmente polémica, bastan —214→ para la refutación de Muñoz las cosas aquí apuntadas, remitiéndonos para una refutación formal a los Autores que enseguida vamos a citar.
Como dejamos ya indicado, la Disertación de Muñoz no llegó a México sino al principio de 1719 como lo atestigua Guridi Alcocer: (Pág. 25) y a fines del propio año salió a luz en México la Defensa Guadalupana, escrita por el P. Dr. y maestro D. Manuel Gómez Marín, Presbítero del Oratorio de San Felipe Neri, contra la Disertación de Juan Bautista Muñoz, México, 1819. Es un opúsculo en 8.º, de 55 páginas, en que con método sintético el autor reduce a cinco puntos la Memoria de Muñoz y los refuta. Empieza el P. Marín diciendo: «El silencio de los autores contemporáneos a las Apariciones Guadalupanas es la única arma y el resorte poderoso que hace jugar D. Juan B. Muñoz en la ruidosa disertación que escribió en el año de 1794, negando la realidad de esta maravilla y publicó en el año de 1817 la Real Academia de la Historia. Aun, así, prosigue el P. Marín, no se sigue lo que pretende Muñoz, como si no hubiere otras pruebas que éstas, pues hay un argumento no menos poderoso para probar la verdad del portento, y es la Tradición». (Págs. 10 y 37). Otro argumentó trae el P. Marín, tomándolo de la misma Santa Imagen: «pruébase con la misma Imagen su origen sobrenatural». (Págs. 38 y 43). Sigue después demostrando el valor de las Actas Pontificias expedidas en honor de la Virgen de Guadalupe; y concluye demostrando el ningún valor que tiene la dificultad tomada del silencio de los contemporáneos. (Págs. 44 y 54).
Más explícito fue el Dr. Miguel Guridi Alcocer, cura del Sagrario Metropolitano, que siendo Diputado a las Cortes Españolas en 1812, mereció ser conocido con el honroso apelativo de «elocuente, sabio y erudito Diputado de Tlaxcala». A principios de 1820 Imprimió su Apología de la Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe de México en respuesta a la Disertación que la impugna. Su autor el Pr. D. José Miguel Guridi Alcocer, cura del Sagrario —215→ de la Catedral de dicha ciudad, México, 1820. Es un opúsculo en 8.º, de 203 páginas, y en él su autor reproduce el texto de la Memoria de Muñoz: «siendo preciso tenerlo a la vista para calificar si son o no más fuertes las objeciones que las respuestas»; así en la Advertencia. Las respuestas se contienen en diez y seis capítulos, llevando el penúltimo la «Lista de los escritores que asientan la Aparición», en número de ochenta y uno, y una «Noticia de algunos instrumentos guadalupanos», y se mencionan quince. La Apología es de mucho mérito por lo que toca al fin que se propuso, que es el demostrar la verdad de la Aparición.
El Lic. D. José Julián Tornel y Mendívil, en 1849, dio a luz otra refutación de la disertación de Muñoz. Es una obra en dos tomos, en 8.º, de unas 206 páginas cada uno; y lleva el título siguiente La Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe de México, comprobada con documentos históricos, y defendida de las impugnaciones que se le han hecho. Su autor el Lic. D. J. Julián Tornel y Mendívil, ex Diputado al Congreso Nacional, antiguo Magistrado y actual profesor público de ambos Derechos en el Colegio de Orizaba. Orizaba, 1849. Esta obra, a mi ver, lleva la palma sobre todas las obras guadalupanas: el autor es todo un profundo crítico y filósofo, que no se contenta con referir los hechos, sino que los examina, los esfuerza y los pone en evidencia. Cumple en una palabra con lo que pone en el título: La Aparición... comprobada y defendida.
En el primer Tomo compendia la «comprobación histórica de la Aparición» y el segundo contiene la respuesta a las objeciones tomadas principalmente de la memoria de Muñoz. Sírvese de un minucioso método analítico, examinando cada cláusula, cada sentencia, cada expresión del Cosmógrafo de las Indias, desde la pág. 7 a la pág. 180; y para ello dividió la citada memoria en ochenta y nueve números, poniendo en cada número el Texto de la memoria y la correspondiente contestación. Conciso y sobrio de palabras descubre las falacias; discurre con acierto y muy buena crítica y refuta victoriosamente al contrincante. La razón que le movió a escribir la Impugnación de la Memoria después de las que escribieron «varones de tanta nombradía como los Sres. Alcocer y Gómez Marín, fue porque las circunstancias en que escribieron no les permitieron alegar la respuesta, en mi humilde opinión, —216→ perentoria a más de un argumento de D. Juan B. Muñoz; porque en el tiempo trascurrido desde la publicación de sus Apologías hasta el en que esto escribo, se han dado a luz obras y se han publicado hechos que conviene tener presentes para confirmar la verdad del suceso milagroso, y dar una solución satisfactoria a los reparos del crítico de la Academia; y porque tal vez una misma respuesta, con sólo darla con palabras distintas o en una forma nueva, es bastante a penetrar el entendimiento y hacerse lugar en inteligencias que habían resistido a la convicción y fuerza del raciocinio antes de presentarse bajo otro aspecto. Sea como fuere, emprendo contestar la Disertación histórica de D. Juan B. Muñoz; y para hacerlo no usaré de otras armas que las que él mismo ha escogido para combatir... Muñoz ha invocado la Historia, la Lógica y la Crítica para impugnar la verdad de la Aparición; y yo no me valdré para defenderla de otros medios que los que ministran la Crítica, la Lógica y la Historia». (Tomo II, cap. I, pág. 2).
Como para refutar más completamente a Muñoz, por el año de 1820 se imprimió en México el célebre opúsculo del angelopolitano Lic. Mariano de Veytia, citado a su modo por el cosmógrafo Piramidal.
El P. Fr. Antonio María de San José, carmelita descalzo e hijo del benemérito angelopolitano, y que imprimió el manuscrito de su padre, nos hace saber en la Advertencia que «desde el año de 1779 debió imprimirse la obra a instancias y solicitud de D. Antonio M. Bucareli, virrey de México; pero lo frustró su muerte acaecida en 9 de abril de dicho año. Tratose de mandarla a España con el mismo objeto, pero a los 24 de febrero del siguiente año de 1780 murió también su autor. La menor edad en que quedaron sus hijos y el trastorno que es consiguiente a las casas más opulentas, faltando la cabeza, y el haberse extraviado los manuscritos, dilataron la impresión hasta el año de 1820».
La obra de Veytia lleva el título de Baluartes de México, por contener la descripción histórica de las cuatro milagrosas Imágenes de Nuestra Señora que se veneran en la ciudad de México a los —217→ cuatro vientos principales. Divídese por tanto el opúsculo en cuatro partes: la primera y más extensa trata de Nuestra Señora de Guadalupe (págs. 1 a 62); la segunda de la de los Remedios (págs. 63 a 85); la tercera de la de la Piedad (págs. 85 y 86); y la cuarta de la de la Bala, (págs. 87 a 89).
Hemos visto que por confesión del mismo Muñoz «el Lic. Veytia, natural de Nueva España, es riquísima en documentos tocantes a su Historia Antigua». Luego si este erudito autor demuestra la verdad del hecho histórico de la Aparición, fuerza es deducir que Muñoz queda refutado por aquel mismo Autor a quien él justamente alaba.
El mérito de esta disertación consiste en referir lo que toca a la Aparición de la Virgen del Tepeyac y a su culto, «según las más seguras tradiciones».