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Concluida esta horrible escena en Santiago, viernes 1.º de octubre de 1734, pasaron los sediciosos a San José, donde entraron domingo 3 del mismo, consagrado a la solemnidad del Rosario y de especial devoción para el padre Tamaral, que acabada poco antes la misa se había retirado a su cuarto. El número de los conjurados se había ya aumentado considerablemente, y entrando todos cuantos cupieron en la pieza de tropel, comenzaron a pedirle diferentes cosas de las que solía repartirles... Dame maíz, decía uno, dame sayal, dame un cuchillo, dame una frazada... [Los sediciosos matan al padre Tamaral] El padre, aunque en el aire y tono con que le hablaban y en verlos armados, conoció bien sus malos designios, sin embargo respondió con mansedumbre... Esperad, hijos, que como lo haya en casa, os contentaré a todos... A esta voz, como si fuera la señal de embestir, derriban al padre en el suelo, lo arrastran por los pies fuera de la casa, le tiran muchas flechas, y pareciéndoles tardo aquel género de muerte, lo degüellan; desnudan, y con las mismas inmundicias y vergonzosas obscenidades con que habían escarnecido el cuerpo de su bendito compañero, lo arrojan a la hoguera. La demora de los amotinados en acometer a San José y celebrar su victoria, salvó la vida al padre Taraval que entre tanto, por un indio suyo que se halló en Santiago; tuvo noticia de la muerte del padre Carranco. El padre Sigismundo, aunque envidioso de la suerte de sus dos compañeros, se vio obligado a poner en salvo con sus dos soldados, y así recogidos con cuanta prisa fue posible los ornamentos, vasos y alhajas sagradas, se embarcó la noche del 4 de octubre y pasó a la Paz. No tardaron mucho en caer sobre Santa Rosa, los rebeldes, y hallándose sin la presa que deseaban, quebrantaron su cólera en veintisiete indios de aquel partido, sin más crimen que el de cristianos y catecúmenos, en que mostraron bien el motivo que les había inflamado para tan escandalosos atentados, que no era otro que el odio concebido contra los predicadores de la verdad y fe cristiana, y contra todos los que sencillamente la profesaban. El padre visitador Clemente Guillén con estas noticias dio luego cuenta al excelentísimo señor arzobispo virrey, y al padre provincial José Barba; pero estando en la actualidad su excelencia ilustrísima mal impresionado contra el padre provincial de la Compañía, ni las muertes de los soldados, ni el peligro de los demás misioneros y misiones, ni del real presidio, ni de un reino entero en que los jesuitas habían ya descubierto y conquistado a Dios y al rey más de doscientas leguas de tierra, fueron motivo suficiente para que se tomase pronta   —265→   providencia en favor de la California. Cuanto se pudo conseguir fue (como respondió al padre Guillén)... Que su excelencia concurriría con los padres a dar el informe o informes que se juzgasen convenientes... esforzando con toda eficacia con el rey todos los medios conducentes al logro de tan grave importancia46.

[Año de 1735] Estas buenas palabras nada enfrenaban la insolencia y orgullo de los alzados, ni impedían que cundiese el contagio a las de misiones de la Península. A los primeros indicios de inquietud que se observaron en la misión de Dolores, partió allá el capitán con algunos presidiarios, con ánimo no solo de sosegar aquel partido, sino de pasar adelante hacia el mediodía al castigo de los inquietos; pero había ya cedido tanto su número y altivez, que los mismos padres, porque no peligrase todo, no le consintieron pasar de allí, mostrándole que harto haría en contener desde aquel punto a los bárbaros y cortarles la comunicación para que no corrompiesen las demás misiones y rancherías del Norte; mas ni aun esto se pudo conseguir. En San Ignacio, la misión más septentrional y más de doscientas leguas del cabe de San Lucas, se supieron bien presto las muertes de los padres, y comenzaban ya a sentirse las murmuraciones y quejas sediciosas de algunos mal contentos. De todas partes se ocurrió al real de Loreto pidiendo escolta. El padre Guillén entre tanto ordena a los padres con precepto que se retirasen todos al presidio donde estarían hasta ver el semblante que tomaban las cosas. Esta orden, ejecutada con habilidad y prudencia, sin que sintiesen cosa alguna los mismos indios, salvó (se puede decir) la cristiandad de Californias. Desamparadas todas las misiones se escribió a México representando el infeliz estado de aquella península; pero esta representación no tuvo más efecto que la primera, y el padre provincial se vio obligado a recurrir derechamente al rey como lo hizo por un informe, firmado en 26 de abril de 1735. Sin embargo, no eran solas las representaciones de la California y sus misiones las que debieran haber movido al superior gobierno a favorecer aquella cuasi arruinada conquista. A los principios de este mismo año de 1735 se había recibido en México carta de don Mateo de Zumalde,   —266→   general de la nao San Cristóbal que venía de Filipinas, en que con fecha de 4 de enero informaba al Señor virrey arzobispo, de lo que le había acaecido en el río de Señor San José, en estos términos.

[Informe] Excelentísimo señor. -Habiendo llegado falto de agua, leña y lastre a la costa de California, hice junta de oficiales en que de común acuerdo se resolvió convenir que llegásemos al río de San José, donde no solo podríamos proveernos de lo necesario, sino también dejar los gravemente enfermos como lo hizo el año pasado el general don Gerónimo Montero con especial complacencia del padre ministro de dicho río, en cuya virtud envié delante la lancha a cargo del piloto tercero para que reconociese y sondease la ensenada. Este al llegar yo, me informó que había encontrado en la playa crecida porción de indios, y que uno llamado Gerónimo, el más ladino, le dijo ser criado del padre y puesto allí para avisarle cuando llegase la nao. Que dicho padre se hallaba ausente veinte leguas de allí; pero que ya había enviado a avisarle, y que el dicho piloto en esta confianza había dejado en tierra ocho enfermos que no podían sufrir los golpes de mar por estar muy fuerte la marea. Hice cuanto pude por tomar la ensenada; pero me fue preciso pasar a otra, nueve leguas adelante en el cabo de San Lucas. Desde aquí envié otra vez la lancha con cuatro hombres, noticiando mi llegada al padre ministro, y suplicándole me remitiese los ocho hombres. A poco rato vinieron dos indios con el ladino Gerónimo, diciendo ser enviados del padre, a ver si el Patache había dado fondo en aquella ensenada, que por no saberlo de cierto no escribía ni venía a vernos; pero que vendría presto. Con esto se fueron y yo quedé sin la menor sospecha, hasta que viendo la tardanza determiné poner fusileros en tierra para resguardo así de los enfermos que esperaba, como de la gente que estaba haciendo aguada. Al día siguiente vi venir como seiscientos indios armados de arco y flecha; y aunque al principio discurrí venían acompañando al padre y a mi gente, llegó Gerónimo a bordo y me dijo que aquella tarde estaría allí el padre Tamaral con los doce míos, que ellos venían adelante para ayudar en lo que se ofreciese. Sin embargo de estas razones me pareció conveniente detenerlos a bordo y enviar a tierra otros doce fusileros con orden de que fuesen embarcando y me remitiesen primero los enfermos. Al irlo a ejecutar de ocho indios que detuve a bordo se echaron a nado los cuatro, aunque se cogió a uno. Con este nuevo indicio di orden que se embarcase toda la gente. Al embarcarse los últimos, dieron   —267→   el alarido los indios disparando un diluvio de flechas, a que se correspondió con varias descargas de fusilería, retirándose al mismo tiempo de la playa donde ya no pudieron ofender las flechas, quedando solo heridos levemente dos marineros. En vista de esto pasé a reconvenir a los presos, de quienes supo como ahora tres meses mataron a los dos padres y los quemaron con las iglesias e imágenes, sin reservar más que a una mujer de un soldado llamado Santiago Villalobos, a una hermana y dos hijas suyas. Que de nuestra gente a los ocho primeros los mataron luego que el navío tiró para la ensenada, y después a los otros cuatro que encontraron en el camino. A dichos indios inmediatamente les mandé poner prisiones, y traigo conmigo, con ánimo de entregarlos al castellano de este puerto, ínterin vuestra excelencia dispone lo que deba ejecutar con ellos. A bordo del Patache capitana San Cristóbal, y enero 4 de 1735. -Don Mateo Zumalde.



Mientras en fuerza de dichos informes se deliberaba en México, llegó a la California un socorro considerable de indios guerreros de la provincia del Yaqui, donde había ocurrido en necesidad tan urgente el padre Jaime Bravo. Cuando llegó a Loreto este refuerzo había ya calmado toda la inquietud y borrasca que se temía de las naciones del Norte. Los caciques de Guadalupe, Santa Rosalía y San Ignacio, llegando a entender el motivo de la ausencia de los padres y la desconfianza que tenían de su fidelidad, se sintieron altamente, y para prueba de su amor a los padres y de su constancia en la fe, convocándose una a otra las rancherías determinaron venir a Loreto a querellarse; pero de un modo capaz de dar a conocer su sinceridad y su favor. Tomaron en hombros cuantas cruces hallaron en todas las tres misiones, y caminadas muchas leguas entraron en Loreto, no sin lágrimas de los padres y de cuantos supieron conocer el precio de aquella acción. Protestaron querían vivir y morir en la fe de Jesucristo que les habían enseñado sus padres, y detestaban la infidelidad y apostasía de los coyas y pericúes, y que si entre los suyos había algunos corrompidos con tan pernicioso ejemplo, y que hubiesen pensado imitarlo, ellos con la mayor parte de su gente se obligaban a defender a sus ministros y entregará los inquietos: que si los padres no querían restituirse a sus tierras ellos venían resueltos a quedarse en Loreto para vivir unidos a sus pastores en paz y cristiandad. Detenidos en Loreto algunos días, y probada bastantemente la sinceridad de su propuesta, partieron a los Dolores, y de allí, sosegado en pocos días aquel partido, a la Paz, parte por mar con los   —268→   víveres, parte por tierra. Los de mar que llegaran primero fueron acometidos varias veces de troche por los sediciosos, sin más daño que algunas ligeras heridas de una y otra parte. Estas escaramuzas cesaron con el arribo de la gente de tierra. Los mal contentos desparecieron enteramente, y de los que por temor o por fuerza habían entrado en su partido vinieron muchos voluntariamente a entregarse. Poco después, por orden del señor virrey arzobispo, pasó a la California con buen número de tropas el gobernador de Sinaloa, llevando en su compañía al padre Ignacio Napoli que por haber sido el primer fundador de la misión de Santiago, acaso se creyó podría ser más fácilmente admitido de los coras para negociaciones de Paz. El padre Napoli cumplió un año en California, y el gobernador gastó dos en viajes y negociaciones inútiles por no quererse adherir al dictamen de los padres y del antiguo y experimentado capitán del real presidio de Loreto.

[Muerte del padre Zorrilla que fabricó el colegio chico de San Ildefonso de México, y la casa de ejercicios en Puebla] El colegio del Espíritu Santo de Puebla perdió este año en el padre Pedro Zorrilla un gran ejemplar del desengaño del mundo y religiosa perfección. Nació el padre en Guanajuato, y se crió en Celaya con una circunspección y madurez envidiable aun en mayores años. Se hizo bien conocer desde entonces la grandeza de su ánimo de un modo singular. Ayudaba a misa, como lo tenía de costumbre, cuando le llegó la noticia de la muerte de su noble padre. El virtuoso niño sin señal alguna de turbación o de inquietud prosiguió su ministerio hasta concluirse el santo sacrificio. El lugar de su padre lo suplió, con exceso, el amparo y protección del ilustrísimo señor don Manuel Fernández de Santa Cruz, en cuyo palacio, que era un monasterio, perfeccionó sus estudios. Obtuvo, sin pretenderlo, una prebenda de la santa iglesia catedral de México que gozó poco tiempo, renunciando este y los demás honrosos puestos que le prometía su nobleza, su literatura y su virtud por servir a Dios en la Compañía. Gobernó varios colegios con opinión singular de prudencia, haciéndose amable a todos enmedio de la vigilancia y austeridad a que cuasi naturalmente lo conducía su educación y su genio. En el colegio real de San Ildefonso fabricó sin mas fondos que su confianza, vivienda aparte para los colegiales gramáticos que consagró a nuestra Señora del Rosario47, y en el colegio del Espíritu Santo emprendió la utilísima obra de la casa de ejercicios, la primera que hubo en América. Fue observantísimo de las reglas y distribución regular, sin dispensarse de las más menudas, aun después de   —269→   haber obtenido los primeros cargos. Probole Dios toda su vida con feísimas y horribles tentaciones, singularmente contra la castidad, la fe y la esperanza, y fueron premio de sus victorias, les singulares dones y luces del cielo con que tal vez conoció y reveló las sucesos ficticios y los secretos del corazón. Entré otros predijo en términos formales al padre Lorenzo Carranca la muerte por Jesucristo que le esperaba en California. Murió el padre Pedro Zorrilla el día 15 de junio de 1735.

[Año de 1736] Por marzo del siguiente año de 1736 acabó su carrera en el colegio de San Gregorio el padre Juan de Gumesbac, natural de Colonia y de una senatoria nobilísima, familia ilustre, que procuró siempre ocultar con su humildad, aunque lo manifestaba bastantemente la generosidad de su espíritu. Desde las primeros pasos de su vida apostólica en la navegación de Ostende a Cádiz, antes en Bruselas, y después en Sevilla, donde le fue preciso detenerse: antes de entrambos viajes mostró bien el celo ardiente de la salvación de las almas que le había sacado del seno de su patria, visitando cárceles, hospitales, y predicando y exhortando a los marineros a la confesión y frecuencia de sacramentos. Llegado a México y concluidos sus estudios se dedicó enteramente al cultivo de los indios en el Seminario de San Gregorio. Era incansable en el confesonario y en procurarles socorros singularmente a los indios, que peligraban por su pobreza. Consiguió asegurar la virginidad de muchas en el convento de Corpus Cristi, y a otras mantenía con no pocas fatigas de todo lo necesario para apartarlas de las ofensas de Dios. Entre estas y otras muchas obras de caridad con aquellas pobres gentes, sin descuidarse jamás de sí mismo en la práctica de las religiosas virtudes, falleció a 30 de marzo. [Entra en el gobierno de la provincia por muerte del padre Peralta el padre Oviedo] Ya por este tiempo desde 24 del antecedente mes de febrero había entrado en el gobierno de la provincia el padre Antonio de Peralta; su gobierno duró apenas pocos meses: emprendió por octubre la primera visita de la provincia en que a 29 del mismo le cortó la muerte los pasos en el colegio de Pátzcuaro. Llegó a México esta noticia el día 3 de noviembre, y juntos los padres consultores para abrir el pliego casu mortis, se halló nombrado provincial el padre Juan Antonio de Oviedo. [1737. Epidemia en México] Un hombre tan caritativo, tan dedicado a los ministerios en todo género de ocupaciones y tan compasivo con los pobres, necesitaban los operarios de la Compañía tener a su frente para emprender y animarse mutuamente al trabajo en la horrible epidemia con que quiso Dios afligir por entonces este reino. Habíase   —270→   comenzado a sentir poco tiempo antes, en el mes de agosto, en el obraje de un pueblo de indios llamado Mixcoac, cercano a México, de donde pasó a esta ciudad a fines de noviembre. A juicio de los inteligentes era la misma especie de enfermedad que luego recién llegada la Compañía a Nueva-Esparta, por los años de 1575 y 76, había asolado este país. [Descúbrese el carácter de esta epidemia] Un vehemente frío y temblor en todo el cuerpo, un fuerte dolor de la cabeza y estómago, una calentura ardiente y un flujo de sangre por las narices que era el término de la vida; he aquí los síntomas de la epidemia desoladora. La poca cautela y desabrigo de los pobres, los exponían más abiertamente a los estragos de esta dolencia, que ya a fines de diciembre había tomado un gran cuerpo. Habían precedido no pocas señales que tenían harto consternados los ánimos. Temblor de tierra el día 7 de setiembre de 36, eclipse de luna en la conjunción del mismo mes, y luego más horrible del sol a 1.º de febrero de 1737. Extraordinarias lluvias a fines de otoño, muchas y muy frecuentes exhalaciones nocturnas, huracanes fuertísimos por el mes d e diciembre, y tal cual singular aspecto de estrellas que no faltó profesor de astronomía que juzgase ser cometa. Sin embargo, no se tomaba aun de la ciudad providencia alguna hasta que la frecuencia de viáticos y de entierros, la falta de operarios en las fábricas y de los indios en todos los diversos ministerios que por la mayor parte ellos solos ejercían en la ciudad, hizo conocer el estrago. A estas primeras noticias el señor arzobispo virrey don Juan Antonio Bizarrón, consultado el real protomedicato, proveyó por su decreto de 2 de enero que se señalasen (como se ejecutó) cuatro médicos y seis boticas en que se diese a los pobres gratuitamente a costa de su ilustrísima lo que necesitasen para su curación, cuyo costo solo en cinco meses montó a 35327 pesos, cantidad que solo bastaría a inmortalizar el nombre de este pastor48 y padre de la república. Esta providencia hubo de reformarse a fines de mayo por no parecer ya tan necesaria, y mas aun, porque se creyó ser la causa de difundirse más el contagio, no recogiéndose por este motivo los enfermos a hospitales de los muchos que hay y había por entonces y que se aumentaron en la ciudad.

Nueve para diversos géneros de enfermedades se cuentan en México; pero no bastando todos para la única que entonces asolaba la ciudad,   —271→   se añadía con otros seis con que quiso el Señor servirse del celo, fervor y actividad del padre Juan Martínez, solícito operario del colegio máximo de San Pedro y San Pablo. Consiguió primeramente del señor arzobispo dos mil pesos en real es que se repartieron a los pobres por medio de los padres de dicho colegio; pero como de esta limosna viese que la mayor parte cedía más en alivio de la pobreza que de las enfermedades, determinó pedir limosna cuasi de puerta en puerta para erigir en hospitales algunas casas en los barrios más apartados, donde era mayor el desamparo y la necesidad de los enfermos. Cooperó Dios a sus caritativos designios con tanta abundancia, que un pobre jesuita sin más caudal que su misericordia levantó tres hospitales, uno frente a la parroquia de San Sebastián, otro en el Hornillo que corrían enteramente por su cuenta, y el tercero en el barrio de Santa Catarina Mártir, en que tuvo mucha parte don Vicente Rebechi, a quien pidió el padre la que tenía destinada para plaza de gallos. El caritativo caballero no solo la ofreció gustosamente, sino también lo necesario para medicinas, abrigo y sustento de los enfermos, y aun su misma persona para la asistencia y curación de ellos. En estos tres hospitales empleó el padre Juan Martínez muchos miles que con increíble liberalidad le suministraban el señor arzobispo, la nobilísima ciudad, el consulado, y muchas piadosas personas, en que tenían no poca parte, el colegio de México, tanto en reales como en pan, carne, frazadas y otros alivios de común necesidad. Al cuidado de lo temporal añadía el padre el más importante de las almas; bien que en esto no le cedía algún otro de sus hermanos. Todos los sacerdotes de los cuatro colegios de México corrían incesantemente las calles acompañados de innumerable tropa de los que llamaban para confesiones entre las bendiciones de los desvalidos, y de todos los vecinos, encantados de ver un ejemplo de tanta caridad. Los más no volvían en todo el día al colegio, o solo era para tomar un breve alimento. El padre provincial era el primero. No había hora tan incómoda, lugar tan distante, pieza tan hedionda, enfermo tan asqueroso, no había ocupación que los apartase de estos oficios para con sus afligidos prójimos. Fuera de los tres hospitales en que llevaban solos todo el peso, asistían igualmente en todos los demás de la ciudad, en todos los barrios, en todas las plazas y calles donde se encontraban a cada paso los enfermos y moribundos. El hospital de San Lázaro, que de una particular enfermedad destinó en este tiempo a la necesidad presente el celo de su prior fray José Peláez, lo habilitó en gran parte   —272→   de lo temporal el padre Nicolás de Segura, prefecto entonces de la congregación de la Purísima, y lo asistió enteramente en lo espiritual con algunos de sus congregantes sacerdotes y muchos de los jesuitas. En los barrios no solo eran confesores los padres, sino también párrocos, administrando todos los sacramentos por facultad que había para ello concedido el ilustrísimo.

Fuera necesaria una historia aparte para referir, o las cuantiosísimas limosnas, o das acciones de heroica caridad que entonces se practicaron en México. Las personas más distinguidas del cabildo eclesiástico y secular, real audiencia y demás tribunales, salían por las calles acompañados de sus criados y pajes a repartir el sustento, el vestido, las medicinas a los pobres, asistir a su viático, a recoger los tristes infantes, que tal vez desamparados, se hallaban solos en las casas difuntos ya todos los demás moradores, a juntar en carros la multitud de cadáveres, porque no bastando las ambas iglesias de la ciudad y sus cementerios, se abrieron largas y profundas zanjas en el de San Lázaro y otros barrios. Se hizo muy de notar la piedad y fervor de algunas nobles señoras, que deponiendo toda la delicadeza propia de su sexo y educación, se repartieron por los hospitales, singularmente en el de Santa Catarina y puente de Teja, a servir personalmente a los apestados, y no menos la del ilustre conde de Santiago don Juan de Velasco Altamirano, que en todo el tiempo de la epidemia gobernó siempre el coche en que salía de la catedral el Augustísimo Sacramento, devoción en que se ha señalado su nobilísima casa, y motivo piadoso que lo conducía también a visitar las humildes chozas de los enfermos y remediar sus necesidades. ¿Quién podrá referir el ardor con que tres párrocos y ministros de las iglesias y todos los religiosos sacrificando sus vidas se consagraron enteramente al socorro de los pobres? ¿Los espectáculos lastimosos que les quebraban el corazón a cada paso en la hambre, desnudez, en el desamparo de los miserables que a cielo descubierto muchas veces, y a las orillas de las acequias, o confundidos los sanos con los enfermos, y los enfermos con los muertos en pequeñísimas piezas acababan finalmente todos al rigor de la fiebre? El trabajo que para confesarlos y administrarlos era menester par la estrechez de la habitación o por la cualidad de los enfermos? A pasar de tan continuas y horribles fatigas, ni del cuidado de la propia vida, ni del alimento, ni del vestido, ni del sueño, ni del descanso, parece que se acordaban los celosísimos obreros,   —273→   únicamente ocupados en llevar a los graneros del cielo la mies copiosísima de que se les llenaban las manos. Tantos pecadores envejecidos en la maldad e ignorancia, muchos que jamás se habían confesado, muchísimos pues en largo tiempo no lo habían hecho, innumerables de confesiones nulas y sacrílegas, a quienes el desengaño, el peligro o la exhortación hacia abrir los ojos; supersticiones, errores, idolatrías, ocasiones presentes, tal vez en el mismo lecho, que era menester desarraigar, haciendas, créditos que era forzoso restituir, matrimonios inválidos, tratos inicuos que era preciso deshacer, ocupaciones todas que tal vez necesitan el estudio y diligencias de muchos días, y a que por necesidad se debía dar entonces un pronto expediente.

Entre tanto, no bastando la profusión de los caudales en limosnas, las precauciones de los magistrados, ni la pericia de los médicos para atajar el contagio que cada día cobraba nuevas fuerzas; viéndose las plazas, calles, oficinas, los caminos en un triste silencio, desamparados los barrios, cerradas o solitarias las casas, se hacían por todos los templos oraciones, plegarias, procesiones, novenas, y todo género de piadosos obsequios para aplacar la ira del cielo. Con la experiencia de diez años antes en el sarampión, se ocurrió desde luego a la Santísima Virgen en su milagrosa advocación de Loreto, se llevó en solemne procesión a la Casa Profesa a petición de la ciudad; se le cantó un novenario de misas; lo mismo se hizo después con la santa imagen de los Remedios, cuyo amparo ha experimentado tantas veces esta ciudad desde el tiempo de su conquista. No quedó santuario ni devota imagen; a que pública o privadamente las comunidades religiosas, cofradías o gremios, no repitiesen muchas veces sus ruegos y oraciones. Lo mismo que en México se practicaba en Querétaro, Celaya, Toluca, Cholula, Tlaxcala, y casi todas las ciudades y pueblos de Nueva-España, donde fue el mismo rigor de la peste, la misma vigilancia en los pastores y magistrados, la misma caridad en los vecinos, y la misma actividad y fervor en los operarios. Sin embargo, se reservaba el Señor esta gloria para su Santísima Madre en la milagrosa imagen de Guadalupe (de Tepeyac) a cuyo amparo quería que se pusiese todo el reino. Bien presente había tenido la ciudad este uso desde los principios de la epidemia, y así en cabildo que se tuvo a 23 de enero con el ejemplar de lo acaecido en la última inundación del año de 1629 en que el ilustrísimo señor don Francisco Manso y Zúñiga resolvió traer, y trajo efectivamente a México la sagrada imagen, se determinó   —274→   pedir para el mismo efecto la venia del ilustrísimo y excelentísimo señor Bizarrón. No faltó quien en el mismo cabildo impugnase como temeraria esta resolución, persuadiendo a que se jurase la Señora principal patrona de la ciudad en aquella maravillosa advocación. Pasó la consulta a su excelencia ilustrísima, quien respondió con este memorable decreto. «México y enero 25 de 1737. -Sin embargo de que debo y doy muchas gracias a la nobilísima ciudad por la proposición que su celo fomenta en la presente consulta, es tanta la importancia de un movimiento tan respetable, que no determinándome a conformarme, ni a contravenir en acción que no consta haberse practicado jamás en necesidades de México aun más apretadas que la presente; debo, sí, excitar la piedad de su ayuntamiento a proponer alguna plegaria o novenario, u otro pie y deprecativo medio a obligar a la divina misericordia con la interposición de la Santísima Virgen, ejecutándolo en su Santuario de Guadalupe, refugio preciso como nacido de Nueva-España y de esta capital».

Hízose por entonces el solemne novenario, repartiendo entre sí los días el cabildo eclesiástico y sagradas religiones; pero no descaeciendo un punto la fuerza del contagio, en cabildo de 11 de febrero se trató de fomentar aquel pensamiento de jurarla patrona. [Jura México por patrona principal a Nuestra Señora de Guadalupe en 26 de mayo de 1737] Para este efecto se nombraron dos comisarios, y otros dos por su parte el cabildo eclesiástico, a que accediendo la autoridad del señor arzobispo virrey, se procedió a la elección por el cabildo secular en 28 de marzo y por el eclesiástico en 2 de abril, la que vista por su excelencia ilustrísima con la respuesta fiscal de 24 de abril, dijo: «Que aprobaba y aprobó en cuanto ha lugar, y con sumisión a la sagrada congregación de ritos y arreglamiento a sus decretos, la elección de patrona principal de esta ciudad de México en nuestra Señora bajo el milagroso título de Guadalupe, y en su consecuencia asignaba el día sábado que se contará 27 del corriente, para que a las diez horas de la mañana en la real capilla de este palacio comparezcan los diputados de uno y otro cabildo eclesiástico y secular a hacer ante su excelencia ilustrísima el juramento acostumbrado», como efectivamente se practicó con increíble regocijo de toda la ciudad el 26 de mayo49.

Parece que el ángel exterminador no esperaba más que esta resolución   —275→   para envainar la espada que había acabado con tantas vidas. Desde que se comenzó a tratar con calor de dicho patronato, comenzó a disminuir el número de los muertos, que en 25 de mayo, víspera de la solemne jura, no se enterraron sino tres cadáveres en el campo santo de San Lázaro donde diariamente pasaban antes de cuarenta y cincuenta. El número de difuntos en sola la ciudad de México debía haber pasado de cuarenta mil, aunque en la gaceta de aquel año solo treinta mil se pusieron. Los cuarenta mil solo se ajustaron sobre un cálculo prudencial que quizá se hallará muy corto, sabiendo que la Puebla, ciudad menos populosa de indios, donde se ajustó con más exactitud, pasaron de cincuenta mil, y de veinte mil en Querétaro con los de los pueblos y haciendas vecinas. De nuestros operarios cuasi todos enfermaron; pero satisfecho el Señor con la resignación y fervor con que desde el principio del mal habían todos sacrificado sus vidas, se contentó con algunas pocas víctimas. El padre Juan Martínez, de quien arriba hemos hablado, y que con tan singular fervor se aplicó al servicio de los apestados, fue el primero que consumó su sacrificio en 25 de marzo. Siguiole en 12 de abril el padre Francisco María Carboni. En Querétaro el hermano Francisco de Haro, coadjutor temporal, que acompañando a los padres de aquel colegio y asistiendo a los enfermos en el hospital de que la Compañía se hizo cargo, y en que cuasi sin interrupción trabajó mes y medio, falleció después de una vida ejemplar el día 4 de noviembre. En León acabó gloriosamente en este mismo piadoso ministerio el padre Manuel Álvarez de Lara, primer superior de aquella residencia, varón muy digno de singular memoria por sus religiosas virtudes, observancia regular, celo insaciable y constancia en los ministerios de confesonario y púlpito, de quien dura en aquella villa el sentimiento de su pérdida. Murió el día 24 de enero. En la Puebla acabaron heridos del contagio el padre Juan de la Parra, el padre José Arriola, el padre Manuel Guerrero, el padre Joaquín de Villalobos, el padre José Montes y el padre José Rioseco, insignes operarios, los más de ellos venerables por su ancianidad, literatura, prelacías, y por los cargos que actualmente ejercían en diferentes honrosas prefecturas y trabajos pasados en las misiones de gentiles. Sobresalió, sin embargo, entre todos el fervoroso padre de pobres y celosísimo obrero de indios Juan Tello de Siles. Cuidó por 39 años, casi sin intermisión, del pasto espiritual de los indios en la capilla de San Miguel. Recorrió en frecuentes misiones varias veces el vastísimo obispado de   —276→   Puebla, con fruto copioso de conversiones y reforma de costumbres, hombre de insigne humildad y de escrupulosa pobreza. Ayunó y rezó el divino oficio aun al tercero día de la fiebre pestilencial que contrajo sirviendo a sus amados indios. En el delirio de su enfermedad no atendió, sino lo que le sugerían en lengua mexicana y en ademán de quien confiesa, se le notaba la inclinación del cuerpo echando continuas absoluciones; involuntario, pero feliz indicio del amor que le llevaba a los ministerios de los prójimos, por quienes había expuesto y ofrecido al Señor su vida, que consumó como nuestro redentor, en viernes santo, 19 de abril.

[1738] En algunas ciudades del reino donde había comenzado más tarde, duró la epidemia hasta principios del año de 1738, tiempo en que arrebató a la Compañía dos religiosísimos sujetos. En el Espíritu Santo de Puebla falleció el hermano Agustín de Valenciaga, natural de Ascoytia en la provincia de Guipuzcoa. Desde sus tiernos años dio grandes ejemplos de penitencia, recogimiento y oración, que aun antes de los diez años ocupaba el lugar de las diversiones pueriles. Sirviendo de peón en la obra que se fabricaba entonces en la casa de Loyola, fue recibido en la Compañía. En ella vivió, tanto en la provincia de Castilla como en la de Nueva-España, siendo un perfectísimo ejemplar de hermanos coadjutores. Humilde, sencillo, modesto, laborioso, observantísimo de las reglas, respetuoso a los sacerdotes, devotísimo de la Santísima Virgen, y de una ardiente caridad para con los prójimos, en cuyo servicio murió el día 13 de enero. A 22 de abril pasó de esta vida en León, tocado del contagio, el padre Francisco María Bonali, natural de Cremona, de donde vino en misión por los años de 1731 en que hizo sus votos en la Habana. Ni la detención de estos en considerable tiempo, ni la del sacerdocio, para que tenía anticipadamente licencia del padre general, fueron bastantes, aunque muy dolorosos motivos para sacar de sus labios la menor queja. En el tiempo de sus estudios en el colegio máximo fue señalado por compañero del bendito padre y venerable anciano Domingo de Quiroga, escuela en que tuvo mucho que aprender en paciencia, humildad, resignación y demás virtudes cristianas y religiosas. De la tercera aprobación fue señalado al hospicio de León, en que el padre superior Manuel de Lava le recibió como a un ángel del cielo, aunque faltándole poco después tuvo el padre Bonali; un poco que padecer del indiscreto celo de algunos. Vivía sí con el consuelo de que el padre   —277→   Manuel le prometió a la hora de morir le seguiría en breve, como se cumplió a poco más del año con la ocasión de la epidemia, a que el celoso operario se entregó sin reserva, y en que acabó con sentimiento de toda la villa que le miraba como a un ángel50. Ya por este tiempo el gobernador de Sinaloa que había, como dijimos, pasado a California dejada la vio de la negociación, siempre lenta y peligrosa en estas naciones incultas e inconstantes, había procurado y conseguido dar sobre los alzados con dos o tres reencuentros favorables que los obligaron a pedir perdón y entregarse al vencedor. Se les obligó a que entregasen también a los autores principales del motín, y lo ejecutaron puntualmente. [Muerte de los principales autores del motín de la California] El gobernador se contentaba con mandarlos a la costa de Nueva-España; pero habiendo pretendido alzarse con el barco en que los conducían fue necesario pasarlos a cuchillo, excepto unos pocos que tuvieron después muy desastrosos fines.

Entre tanto había venido al señor arzobispo virrey orden muy apretada de la corte para que se pusiese como estaba antes mandado al virrey Casafuerte, un presidio en el Sur. Se encomendó la ejecución al gobernador de Sinaloa, con condición de que los oficiales y presidiarios de ninguna manera reconociesen ni dependiesen de la voluntad de los misioneros, ni estuviesen sujetos sino inmediatamente al virrey de México, sin subordinación al capitán del presidio de Loreto. Se señalaron treinta soldados que se repartieron en los puestos de San José, Santiago y la Paz, diez en cada parte al cargo del capitán don Bernardo Rodríguez Lorenzo, hijo del antiguo capitán de California. Pero como éste, educado por los jesuitas y siguiendo las huellas de su anciano padre, defiriese mucho a los misioneros, presto desagrado al gobernador de Sinaloa, y puso en su lugar a don Pedro Álvarez de Acevedo. El padre procurador de California representó en México al señor arzobispo virrey los inconvenientes que podían resultar de aquel nuevo gobierno; pero no solo no consiguió que su excelencia ilustrísima pusiese el nuevo presidio sobre el pie del antiguo, sino que antes reformó este mandato ordenando que los presidiarios y oficiales de ningún modo fuesen admitidos, nombrados ni pagados, o tuviesen con el padre superior de California, o con alguno otro de los misioneros, alguna relación o dependencia51.   —278→   Se aumentó al presidio real de Loreto de veinticinco a treinta soldados, y se volvieron a poblar y cultivar las cuatro antiguas y desoladas misiones. En la de Santiago entró el padre Antonio Tempis, de quien haremos mención en otra parte. [Muerte, elogio y liberalidad del marqués de Villapuente] A los sucesos de California debemos añadir la dolorosa pérdida que padeció este año de su más insigne bienhechor, si puede llamarse así solo de la California Muerte, y no antes una fuente y tesoro común de toda la universal Compañía y de todo el orbe cristiano, el ilustre señor don José de la Puente Peña y Castrejón, marqués de Villapuente. Puede decirse con verdad que no hubo en su tiempo obra alguna piadosa a que no concurriese con tanta alegría, que no cabiéndole el gozo en el pecho prorrumpía en acciones de gracias a nuestro Señor por las ocasiones que le proporcionaba de hacer bien a los pobres. Fue en esto muy particular que sus cuantiosísimas limosnas tuvieron siempre por objeto más que la pobreza corporal el remedio espiritual de las almas. Por este medio consiguió haber sido en su vida, y ser hasta hoy el apóstol de muchísimos pueblos y naciones, que las casas y misioneros dotados con sus limosnas rediman cada día de las tinieblas de la infidelidad y de la culpa. En la África, fuera de grandes sumas remitidas en diversos tiempos para redención de cautivos, fundó en Argel un hospicio de padres franciscanos observantes para el amparo y pasto espiritual de las cautivos cristianos. En la Asia, a costa de muchos males, remedió a innumerables cristianos de las vejaciones que por la fe de Jesucristo padecían en algunos reinos de la India, en el Japón y en la China. Aquí, para el sustento de misioneros catequistas y fábrica de iglesias, envió en diferentes ocasiones más de cien mil pesos. En Macao fundó una casa o cuna de misericordia para recoger los niños que cada día amanecían expuestos en las calles según el uso bárbaro de la gente pobre de aquel país. Para el mismo fin de sustentar ministros y catequistas envió cantidades muy gruesas a los reinos de Travancor, Ternate, Maduré, Coromandel, sosteniendo aquellas florecientes iglesias que entre las continuas hostilidades de los paganos hubieran perecido muchas veces sin este socorro. En Filipinas fundó un presidio de indios boholanos contra las invasiones de los moros que cerraban el paso a la propagación   —279→   del Evangelio. Fabricó en la India Oriental la iglesia de Pondicheri, y remitió a Jerusalén mucha porción de pesos para adorno de los santos lugares, y seguridad de los piadosos peregrinos.

En la América, prescindiendo de continuas diarias limosnas a mendigos y vergonzantes, de muchas dotes de virtuosas doncellas, de capellanías y obras de la misma naturaleza de menos considerable costo empleó más de ochenta mil pesos en la fábrica del convento de San José Tacubaya de religiosos descalzos de San Francisco; más de doscientos mil en misiones, barcos, y otras necesidades de California. Fundó en la Pimería las dos misiones de Busanic y Sonoydad, mudándose por su devoción en el de San Miguel el nombre que antes tenía de San Marcelo. Ayudó con diez mil pesos a la fundación del colegio de Caracas, con diez mil y cincuenta al de la Habana; dejó otros diez mil pesos para la fundación de una casa de ejercicios en México. Debiéronse no poco fomento las misiones del Nayarit, y las del Moqui y Nuevo-México. En la Europa costeó las informaciones para la beatificación del venerable padre Luis de la Puente; reedificó y dotó de nuevo el colegio de Santander; fabricó y adornó el colegio e iglesia de la cueva de Manresa, teatro de la penitencia de nuestro padre San Ignacio, y cuna de la Compañía. Comenzó a fundar un colegio de misioneros en la casa y castillo de Javier del reino de Navarra. Sirvió al Señor don Felipe V con un regimiento de quinientos sesenta hombres armados y mantenidos a su costa por cerca de año y medio; servicio que su majestad recompensó ofreciéndole el virreinato de México, y rehusó este honor prefiriendo a todo la tranquilidad de su conciencia. En su última ancianidad peregrinó desde México hasta la casa de Nazaret y ciudad de Loreto, vestido de un paño grosero y con voto de no quitarse la barba hasta haber adorado aquel santo lugar. Ofreció a la Santísima Virgen en su santa casa dones opulentísimos; hizo por todo el camino innumerables limosnas; partió a Roma, y en el Jesús tuvo los ejercicios de nuestro padre San Ignacio; volvió a España, ofreció en Zaragoza preseas riquísimas al templo e imagen del Pilar. Hospedose en Madrid en nuestro colegio imperial, donde habiendo dado tres días antes hasta su capa de limosna, se dio asimismo al Señor pidiendo ser admitido en la Compañía. Hechos con ternura y edificación de toda la corte los votos religiosos, falleció el día 13 de febrero de 173952.

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[Ábrese el pliego y halla nombrado provincial del padre Mateo Ansaldo] El padre Juan Antonio de Oviedo continuó su gobierno hasta el día 25 de junio en que abierto nuevo pliego, tuvo por sucesor al padre Mateo Ansaldo. En esta misma ocasión había venido carta de nuestro padre general en que informado su paternidad, de los de dentro y fuera de la Compañía, de los gloriosos trabajos de los operarios de esta provincia en el tiempo de la epidemia, manda al provincial de en su nombre las gracias a todos, tan afectuosas (dice su paternidad) como quisiera darlas a cada uno en particular, asegurándoles, no menos, de la consolación grande en que me dejan esas noticias por lo que prueban de fervoroso espíritu y celo en esa provincia, que de la segura confianza que tengo en la virtud y ardiente caridad de todos, para continuar con el mismo empeño, tan glorioso a nuestro Señor, tan útil a los prójimos y tan propio de la Compañía, cuya causa y buen nombre parece ha querido justificar el cielo, mostrando así, que los que tan perseguidos se ven al presente son los mas empeñados e interesados por el público hasta el extremo de perder sus vidas. El padre Mateo Ansaldo desempeñó esta orden con una carta circular, que siendo una hermosa descripción del inmenso trabajo de nuestros operarios, y siendo de superior a súbditos en que no cabe la adulación ni la lisonja, nos pareció insertar aquí a le menos algunas de sus clásulas. «No pudo, dice, sufrir la caridad de vuestras reverencias las layes que regularmente se establecen en las epidemias de que haya número determinado de operarios. No pudo sufrir la separación de estancia, mesa, trato y comunicación, diligencias tan necesarias para impedir el contagio. No se pusieron estos ni otros preservativos al peligro y porque no la temían vuestras reverencias, sino antes lo buscaban. No hubo distinción de gremios, diferencia de grados, preeminencia de puesto, ni exención de canas. Los enfermos, los ancianos, los superiores, los maestros, todos eran operarios: el único orden que observaron vuestras reverencias fue no admitir descanso alguno. No se medía con las horas del día la trabajosa tarea, continuaba toda la noche. Todos se aplicaron, todos se dieron por obligados; aun nuestros estudiantes, siempre exentos de semejantes excursiones, lograron la suerte de acompañar a los sacerdotes, mitigando la pena de no serlo para ayudar mejor a sus prójimos con suplir por nuestros hermanos coadjutores, cuyo anhelo, no alcanzaba a lo exorbitante de las tareas. Ni nuestros novicios pueden quedar excluidos de esta gloria, pues pedían con instancia ser enviados a servir la comida a los pobres, y animarlos con buenos   —281→   consejos. La caridad de Jesucristo empañó a vuestras reverencias a entrarse por las casas de los apestados, a recorrer los barrios. Solían pasar de treinta las confesiones que hacía cada sacerdote, y se podían ajustar no pocas leguas en los distantes términos que repasaban muchas veces al día. Insensibles pudieran haber sido vuestras reverencias a la hambre, a la sed, a las vigilias, a las fatigas, a las destemplanzas del día y de la noche, del sol y de la agua, si no los hubieran declarado muy sensibles los mortales accidentes que los resultaron por la continuación del insoportable trabajo. Muchos fueron los heridos del contagio, y pudieron haberlo sido todos. Algunos murieron víctimas de la caridad: ninguno rehusó exponer su vida, y me constan los humildes sentimientos de muchos por no haberla perdido. Yo, en nombre de nuestro muy reverendo padre general y mío, doy a vuestras reverencias las gracias, y podré dar a su paternidad reverendísima el consuelo de que aunque ha cesado el fuego del contagio, vive aun el de la misma caridad, celo y fervor en el de vuestras reverencias, etc.

[1740] Los años siguientes de cuarenta y cuarenta y uno fueron muy pacíficos en la provincia, cuanto turbulentos en la de Sinaloa y Californias. Inquietaron a Sinaloa las sediciones de los yaquis y mayos patrocinados de algunos vecinos que los necesitaban para sus particulares intereses. No contribuyó poco el desafecto de un caballero de los que tenían mando en la provincia para con los misioneros jesuitas. Estos en todo el tiempo del motín, no hicieron otro papel que el de blanco de todos los tiros y calumnias con que quisieron denigrarlos sus émulos. Las cabezas de la rebelión eran tres o cuatro indios bastantemente astutos y ladinos. Al principal, y que deslizaba para sí el señorío de la provincia, llamaban en su idioma Muni, otro llamado Baltazar, y otro llamado Juan Calixto eran sus principales oficiales, y este segundo mandaba en su ausencia las tropas de los malcontentos. Las hostilidades comenzaron por las misiones de Mayo con muerte del cacique gobernador de aquellos pueblos e incendio de las iglesias e imágenes sagradas. De Mayo pasaron al sitio que llamaron Cedros, donde cometidos impunemente los mismos sacrilegios, pusieron sus reales en Bayoreca. El gobernador, a esta noticia, se retiró a los Álamos. Los rebeldes saquearon todos los lugares, pusieron fuego a las casas y a los sembrados de que no podían aprovecharse. Súpose en el Yaqui por esto tiempo la prisión de Muni, que el capitán Mena había tenido la fortuna de haber a las manos, bien que presto, temeroso de mayores   —282→   inquietudes, hubo de ponerlo en libertad. Con esto creció la confianza y el orgullo de los yaquis. En Barum y otros lugares vecinos, atropellando el respeto debido a sus ministros y aun amenazándolos con la muerte, lo llevaron todo a sangre y fuego. El gobernador disimulaba entre tanto no oír los clamores de toda la provincia hasta que se vio obligado a enviar a Mayo, donde reconocía menos peligro, uno de sus tenientes con algunos soldados. Los mayos los recibieron con muestras de alegría y de tranquilidad, los regalaron con todo cuanto había en sus pueblos, y dejándolos gozar desarmados, de las dulzuras de la paz se apoderaron de sus personas y cruelísimamente azotados los enviaron al gobernador. Despachó este luego sesenta hombres armados para castigar aquel desafuero; pero habiendo tenido el capitán la inadvertencia de fiarse de un indio que los guiase, este los condujo por unos pantanos donde, sin poderse revolver, fueron atacados improvisamente de los yaquis, que cazándolos como a fieras atadas, los dejaron a cuasi todos en el campo. Pasaron de ahí a Basacora, asolaron la provincia de Otsimuri que sus vecinos se vieron forzados a desamparar y acogerse a los bosques hasta que pudieron refugiarse muchos en Icora. De aquí se escribió pidiendo socorro al gobernador de Nueva-Vizcaya dándola noticia de los designios del enemigo, que eran penetrar a la Sonora a cuyas puertas estaba ya insolente con sus prósperos sucesos.

La distancia de este recurso dio tiempo a los sediciosos para acometer a Tecozipa, uno de los primeros pueblos de Sonora en que se hallaba don Agustín de Vildasola con un otro oficial y algunos soldados del presidio. A estos dos bravos oficiales opusieron los yaquis sus dos jefes Baltazar y Juan Calixto. A la punta del día acometieron por todas partes con bastante orden. Los españoles, aunque desprevenidos y medio desnudos, sostuvieron con valor sus primeros ímpetus entre la confusión y el desorden. Vueltos en sí dentro de poco, bien que en pequeño número respecto de los indios, dispusieron con tal regularidad sus descargas, que pudieron al fin rechazarlos. No consiguieron sin embargo ventaja alguna mientras estuvo Baltazar al frente de los suyos. Este bravo indio dio aquella mañana un grande espectáculo a los mismos españoles. Ni las balas, ni las lanzas, ni las espadas fueron bastantes para apartarlo de la entrada que había abierto en el recinto y que pretendía franquear a sus gentes, hasta que cuasi a pedazos quedó muerto en el mismo lugar; con su caída hoyaron los demás. Desde este punto comenzó a descaecer la fortuna y el valor de   —283→   los yaquis. El capitán Usurraga entrando en la sierra de Tepohui en ocasión que con un baile celebraban la muerte de algunos españoles, los derrotó y puso en fuga con muerte de muchos, cuyas cabezas dejó para escarmiento clavadas en los árboles. A su vuelta de Álamos, donde había sido enviado, le salieron repentinamente al camino; y aunque traía nuevo refuerzo de soldados lo derrotaron, bien que con poca pérdida de sus gentes, pues que viendo a su capitán herido, aunque no mortalmente de dos flechas se acogieron luego a sus pies. Este suceso dio aliento a Juan Calixto para que con mil y seiscientos yaquis asaltase segunda vez a Tecozipa, pero rechazado igualmente por don Agustín Vildasola dio oídos fáciles a proposiciones de paz. No hubieran sido muy seguras por la vuelta en este tiempo a Sinaloa del sedicioso Muni, si el gobernador don Manuel de Huidobro no hubiese pasado prontamente al Yaqui y asegurádose con la prisión de muchos principales caciques. Ya estaba para proceder al castigo de los delincuentes, cuando se halló llamado a México y con orden de entregar el mando de aquellas provincias a don Agustín Vildasola. Este, después de haber recorrido las poblaciones de los Tehuecos y otras a las riberas del Río del Fuerte, pasó a Mayo, donde entendió los perversos designios del Maní y algunos otros caciques, tomó con tiempo las más prudentes medidas para impedir el contagio: se apoderó del Muni y de Bernabé que se habían ocultado en Tozim, donde a fines de junio de 1741 fueron pasados por las armas. Quedaba aun Calixto que causaba no pequeña inquietud por su genio altivo y bullicioso y autoridad que tenía entre los suyos; pero no tardó mucho en venir a las manos del gobernador y asegurar con su muerte la tranquilidad pública de la provincia.

En la California se había padecido en este tiempo por muy distinto camino. La independencia de los dos presidios era una fuente inagotable de discordias sobre la jurisdicción de unos y otros. Los misioneros se hallaban en un total desamparo, sin escolta para sus salidas y expediciones, especialmente en el Sur, donde era más necesaria; pero donde el capitán del presidio les era abierta y declaradamente contrario. Eran graves y frecuentes las vejaciones y las quejas de los indios. No se pensaba en adelantar las conquistas, y solo se llevaba la atención la codicia de las perlas por las cuales se hacían considerables extorsiones a los buzos de Nueva-España. Los padres, conociendo cuán poco favorable estaba para ser oídos el sistema presente del gobierno,   —284→   se vean forzados a callar hasta que el peligro en que se hallaba todo y las quejas mismas de unos contra otros hicieron conocer al señor arzobispo virrey el infeliz estado de la tierra, depuso al capitán del nuevo presidio, y puso en su lugar un teniente subordinado al comandante del presidio de Loreto, mandando que el nombramiento, admisión y paga de uno y otro presidio corriese como antes a disposición del superior de las misiones. Dio a todas estas disposiciones mayor firmeza la nueva cédula del rey fechada en 2 de abril de 1742 en que se ordenaba se abonasen por la real hacienda los gastos causados con el motivo de la rebelión de Californias, y se propusiesen a su majestad los medios conducentes a su tranquilidad y entera reducción. Llegó también este año otra cédula en que mandaba el señor don Felipe V se encargase a la Compañía de Jesús la entrada y reducción de las provincias del Moqui a informe y petición del ilustrísimo señor don Bonito Crespo, obispo antes de Durango y después de la Puebla, y ya, como hemos dicho, lo había intentado.

A fines del año, cumpliéndose ya los nueve a que se había prorrogado; se trató de juntar para el día 3 de noviembre la vigésima séptima congregación provincial. Hubo luego de diferirse para el día 4 por la entrada del excelentísimo señor don Pedro Cebrián, Agustín de la Cerda, conde de Fuenclara, virrey de estos reinos. Fue nombrado secretario el padre José de Moya, y luego el día 6, elegidos primer procurador el padre Pedro de Echávarri, prefecto de estudios mayores en el colegio máximo: substitutos el padre José Maldonado, maestro de prima en el mismo colegio, y el padre Francisco Javier de Paz por rector del colegio de Guadalajara. Los dos padres procuradores murieron sin llegar a Europa en el colegio de la Habana. El padre Paz a la vuelta de Italia falleció también en Auxerre de Francia; pero esto fue algunos pocos años adelante.

A principios del de 1748 entró en el gobierno de la provincia el padre Cristóbal de Escobar y Llamas, rector que había sido muchos años del real y más antiguo colegio de San Ildefonso y a cuya actividad y prudencia debe no solo la suntuosísima fábrica, sino gran parte del esplendor y crédito con que florece este colegio. El nuevo provincial consecuencia de la cédula del rey, recibida el año antecedente, encargó al padre Ignacio Keller, ministro de Soamaca, que hiciese todo la posible para penetrar el Moqui. Pasó el padre el río Gila saliendo de su misión por setiembre, caminó algunas leguas al Norte, pero habiendo   —285→   sido su caravana acometida y robada de loa apaches en un asalto nocturno con muerte de un soldado, los demás que lo acompañaban comenzaban a temer y aun a desampararlo. Así se vio precisado a volver a su pueblo, sin otro fruto que el de haber visitado de paso algunas rancherías de gentiles. Semejante orden tuvo otra expedición que por junio de este año emprendieron dos celosísimos operarios del colegia de la Habana. [Inútiles expediciones a los Cayos de los Mártires] Por la parte austral de la Florida hay una cordillera de pequeños islotes que llaman Cayos de los Mártires, porque entre ellos y los terribles bajos de ese nombre hay un corto braceaje por donde vuelven de allí a la Habana embarcaciones pequeñas.

Habitan estas pequeñas islas indios idólatras aunque sin domicilio estable, transmigrando de unas a otras según las estaciones del año, oportunidad de la pesca y abundancia de frutas silvestres que les sirven de alimento. Sea muy afectos de los españoles y enemigos de los ingleses, y por consiguiente de los vehizas sus aliados con quienes traen continuamente guerras. Estas, su brutalidad y continua embriaguez, son causa de estar reducida toda la nació de estos isleños muy pocas familias. Cada ranchería reconoce su cacique distinto y como a teniente suyo a uno que llaman Capitán grande, nombre que como el de obispo les ha enseñado el trato con los españoles, cuyo idioma entienden en lo bastante: obispo llaman a su sacerdote. La ceremonia de consagración consiste en tres días de carreras continuas, bebiendo hasta caer sin sentido, que a juicio de ellos es morir para resucitar después de santificados. El ídolo que adoran es una pequeña tabla con una muy grosera y mal formada imagen de una Picuda (especie de pescado), atravesada con un arpón y varias figurillas al rededor como lenguas. El sacerdote acostumbra llamar los vientos con ciertos silbos y apartar las turbonadas con diversos clamores, e interviene con varias supersticiones a los sahumerios con que honran las indios al cacique y sus hijos. Tienen grande horror a les muertos, y en sus entierros que tienen a distancia del pueblo, tienen siempre guardias. En la muerte de los caciques matan uno o dos niños que los acompañen y adornan los sepulcros con tortugas, piedras y otros animales, tabaco y cosas semejantes para tenerlos contentos. Niegan sin embargo la inmortalidad del alma, juzgándola igual a la de cualquier bruto, ni reconocen Dios creador, diciendo que las cosas se hacen por sí mismas.

Con los frecuentes viajes a la Habana, habían pedido algunas   —286→   veces que se les enviasen padres para ser instruidos en la fe, Pareció al excelentísimo señor don Juan Francisco Güemez de Horcasitas, gobernador entonces de la Habana53, convenir mucho aquella reducción, no solo para la gloria del Señor y bien de aquellas almas, sino aun para ser vicio de la corona y seguridad de la costa y barcos españoles. Propuso el asunto al padre rector del colegio, y admitieron gustosísimos la expedición los padres José María Mónaco y José Javier de Alaña, y salieron de la Habana el día 24 de junio. Dieron fondo al siguiente día en el cayo que llaman de Huesos, y siéndoles forzoso detenerse, tanto por el viento, como por un bergantín inglés que divisaron, el padre Alaña, que al celo y fervor de misionero juntaba también una grande instrucción en las ciencias matemáticas, ocupó el tiempo en exactísimas observaciones de la situación, configuración, alturas, fondo, aguadas y demás cosas pertenecientes a un completo informe del país, formando de todo muy curiosos mapas hasta el lugar donde desemboca el río, como dos leguas al Sudeste de boca de Ratones en el corriente de la Florida. Aquí, por medio de un español que encontraron cazando en Cayo-francés, tuvieron la noticia de que los indios que buscaban habían poco antes hecho paces con los de Santaluces y pasado allá a celebrarlas. Que los Santaluces, para mayor solemnidad del día, sacrificaban a una niña. Penetrados los padres del más vivo dolor despacharon luego en una pequeña canoa dos hombres suplicando al cacique Santaluz que suspendiese el sacrificio. Faltaban ya pocos momentos para la bárbara ejecución cuando llegaron los enviados, a cuya propuesta condescendieron sin dificultad los salvajes. El 13 de julio llegaron los padres a su destino, y poco después vinieron a visitarlos los caciques de cuatro o cinco poblaciones de maimios, santaluces, mayacas y algunas otras naciones. Se les propuso el fin de su venida y se introdujo el punto de la religión de que habían tratado con el gobernador. La respuesta fue muy ajena de lo que se esperaba. Dijeron que ni habían tratado con el gobernador cosa alguna en el asunto, ni habían pedido ni solicitado la venida de los padres. Sin embargo, el temor de que se volviese la goleta sin participar del vestido,   —287→   bastimentos, hachas, cuchillos y otras cosas que el gobernador les mandaba repartir, les hizo fingir que oían de buena gana la instrucción y exhortaciones de los padres. Levantaron estos una choza en que se dijo la primera misa, entonces cantada el día de nuestro padre San Ignacio, y trabajaban por atraer a sí a los párvulos. Los adultos, repartido el bastimento, manifestaron desde luego lo que se podía esperar de ellos. Verosímilmente estaban persuadidos que el ser cristianos no era otra cosa que el comer bien, beber y vestir a costa del rey de España; y como decían con descaro a los padres, ¿cómo queréis hacernos cristianos si no traes aguardiente? Si queréis fabricar iglesia nos habéis de pagar tributo, como también todos los españoles que viniesen a vivir a nuestras tierras. Efectivamente, ellas eran tan a propósito para siembras y cría de ganado, que algunos habían ya interpuesto el respeto de los padres para obtener licencia de pasar a poblarlas. Para esto, para contener las fugas de los indios, refrenar su natural inconstancia y defenderlos de los uchizas, parecía necesario a los padres y demás españoles un presidio sin el cual no podía haber estabilidad en la reducción, ni seguridad en el gobierno. El padre Alaña entre tanto, con ayuda de las gentes de la goleta y de los mismos indios, había levantado un fortín en triángulo equilátero de veinticuatro varas por lado con tres baluartes en los ángulos, defendido cada uno; con un pedrero, y en tal disposición que dominasen al mismo tiempo el camino que venía del monte a la población y el río, todo de madera con su terraplén, foso y estacada, en que se enarboló solemnemente la bandera de España el día 8 de agosto. Concluida la fábrica se determinó quedase allí el padre José Alonso, y volviese a la Habana el padre Alaña a informar al gobernador del estado de las cosas. Doce soldados y un cabo quedaron escoltando al padre Mónaco. Este, considerando que en aquel país mueren muchos niños de viruelas y matan a muchos sus ebrios padres antes del uso de la razón, no perdonó diligencia alguna para asegurar su salvación, especialmente creyendo con el tiempo y la paciencia reducir también a los adultos; pero en la Habana se discurría de otra manera. El gobernador, que confiado en las promesas y buena voluntad de los indios, había creído poderse reducir y poblar la tierra sin costo alguno del real erario, respondió que para lo que se proponía debía dar parte al rey, y esperar la resolución de su consejo. Entre tanto dio orden que el padre Mónaco se volviese a la Habana, y poco después hubo también de destruirse el fortín para   —288→   que no se apoderasen de él los ingleses o los uchizas sus aliados, sin que hasta ahora se haya vuelto a pensar en la conversión de aquellas pobres gentes54.

[1744] El poco fruto de esta expedición se compensó bastantemente en la misma isla de Cuba con el nuevo establecimiento de la Compañía en el Puerto del Príncipe. Esta posición no está hoy en el mismo lugar en que se fundó en los tiempos de Carlos V. Los moradores, infestados de la plaga de mosquitos, se dice haberse retirado río arriba algunas leguas, donde por angostar mucho hacia aquella parte la isla están a cuasi igual distancia del uno al otro mar. Está situado en un llano hermoso, muy abundante de pastos para cría de ganado y regada de dos ríos. Tiene dos parroquias, convento de San Francisco, Merced y San Juan de Dios. Reside en ella un teniente de gobernador con suficiente tropa. Su gobierno político ha pertenecido algunas veces a Cuba y a la Habana. Dos son las incomodidades principales del país. [Mal de las culebras] Las mujeres son muy expuestas a demencia, a lo menos temporales, no pocas veces perpetuas, y en uno y otro sexo el mal de las culebras. Sus primeros síntomas son algas hervor de sangre, inflamación y especie de erisipela hacia la parte dañada. A pocos días de este tormento se comienza a distinguir en medio de la carne inflamada una culebrilla intercutánea, blanca, cuando más del grueso de un bordón o cuerda doble, y cuando mucho de una cuarta, poco más, en longitud. La cura es muy prolija y dolorosa: se abre el cutis y se comienza a estirar muy suavemente; rarísima vez sale toda en una operación. La parte que ha salido se devana y enreda en un ovillo de plátano, y se fija con agujas para que no se pueda o vuelva a introducir. Al día siguiente se repite la operación hasta que sale del todo la culebra. Si se hizo alguna mayor fuerza y se reventó al estirar, causa después gravísimos y cuasi mortales accidentes, sin más remedio que procurar se críen materias en que salgan después por incisión los pedazos que quedaban del animal.

Esta enfermedad, decían los viejos del país haber tenido principio cuarenta años antes muy a los principios del siglo, con ocasión de una   —289→   armazón de negros que allí llegó infestada de este achaque. Otros más verosímilmente creen que el contagio proviene de ciertas aguas y charcos vecinos que crían aquellas sabandijas, con la experiencia de que solos los que bebían, se bañaban o vestían ropa allí lavada contraen semejante accidente. Hoy en día es tan raro, que apenas se encuentra uno u otro que lo padezca.

El Puerto Príncipe está cercado, aunque a alguna distancia, de muy considerables poblaciones. Hacia la parte oriental de la isla tiene al Bayaneo y a Cuba, y hacia la occidental a la Trinidad, Sancti Spiritus, El Callo, Villa Clara y otros pueblos menores. En esta, parte de la isla se había deseado muchos años un colegio de la Compañía. Por estos mismos tiempos se había llevado el negocio tan adelante en Cuba, a diligencia del ilustrísimo señor don Pedro Morel, entonces deán y hoy dignísimo obispo de aquella santa iglesia, que ya estuvo para fundarse colegio a devoción y expensas del piadoso eclesiástico don José Mostelier y algunos otros bienhechores. Mientras el dicho presbítero, temiendo la desaprobación de un superior suyo nada inclinado a fomentar comunidades religiosas, dilata para mejor tiempo la ejecución de sus designios, le sobrecogió la muerte ausente el señor Morel que solo pudiera haber asegurado la fundación en lo futuro.

Florece singularmente en el Puerto del Príncipe entre muchas otras la familia de los Varaonas. En el corazón de dos señoras de esta ilustre casa (doña Eusebia y doña Rosa Varaona), imprimió el Señor desde sus tiernos años un tan singular afecto a los jesuitas que aun sin haberlos visto jamás, en sus juegos pueriles no hacían sino fabricar casas e iglesias que llamaban templos y colegios de la Compañía. Causó no poca admirados a su padre don Esteban Varaona, hombre muy reflexivo y maduro, que aun aquellas monedas que les daba para sus niñerías y adornos se las volvían a dar como en depósito para el colegio que decían habían de fundar a los jesuitas. Colocadas en matrimonios correspondientes a su calidad, la copiosa prole con que bendijo el Señor sus tálamos, no les dejaron libertad para disponer de su cuantiosa dote. Sin embargo, doña Eusebia, mujer de grande ánimo y no vulgares talentos, emprendió recorrer las casas de las personas principales, con tan feliz suceso, que en breve pudo juntar una gruesa cantidad, a que se agregó el quinto de su hermana Rosa, que murió en este tiempo. Su marido don Jacinto Hidalgo partió inmediatamente al Bayamo para comprar una hacienda, y aunque no consiguió   —290→   que pretendía, pudo conseguir otra. Vuelto al Príncipe, los dos consortes escribieron al padre provincial Cristóbal de Escobar, y este mandó por vía de misión pasasen dos padres y de cerca examinasen los fondos y cualidad de la pretendida fundación. No tuvo efecto esta orden por justos motivos; pero los jesuitas que no pudieron ir de la Habana los envió el cielo de otra parte. Por aquel tiempo habían los ingleses apresado un navío español cerca de Cuba, y hallándose sin bastimento para tantas bocas, determinaron dejar en la playa alguna parte de los prisioneros. De algunos jesuitas que venían en el barco expusieron también en tierra cerca del cayo que llaman de Confites, y fueron los padres Juan Cubedo y José Garrucho. Habiendo llegado los peregrinos a Guanaxara, a diez leguas poco más del Príncipe, voló luego la noticia a Doña Eusebia, sabiendo cuanto se interesaba en todo cuanto miraba a los jesuitas. Asistidos los padres de un nieto suyo, llegaron a la villa, donde apenas tomado un corto descanso hicieron por veinte días una fervorosa misión. Los vecinos no pudieron ver partir sin sentimiento y dolor unos operarios tan útiles. Don Jacinto los acompañó hasta la Habana, y desde allí, con informes de los mismos padres, repitió sus instancias al padre provincial, y este sus órdenes al rector de la Habana, sin determinarle sujetos. Eran entonces solo nueve, y todos ocupados. Se determinó, pues, ofreciéndose todos igualmente, y estando todos igualmente impedidos, que se echasen suertes; raro ejemplo de igualdad y de fraternidad, de amor y de pronta obediencia en los súbditos; así como de confianza paternal y amigable condescendencia en el superior que se veía precisado a tomar este arbitrio por no deshacerse de alguno de los sujetos, ni desairar por otra parte la prontitud con que todos se ofrecían a las incomodidades que necesariamente lleva consigo una nueva fundación.

Cayó la suerte sobre los padres Martín Goenaga y Antonio Muñoz, sujetos de notoria religiosidad entrambos. Los dos misioneros, hallando ser suficientes las rentas, e informado el padre provincial, aceptaron en su nombre la donación, y dieron principio a la residencia, mientras se impetraban las licencias necesarias de Madrid y Roma para la fundación de un colegio.

Por este mismo tiempo, a repetidas instancias de la villa de León se consiguió del padre provincial Cristóbal de Escobar que volviese a ella la Compañía. El padre Mateo Ansaldo por la gran decadencia a que habían venido las fincas, había determinado que los padres desamparasen   —291→   aquel hospicio, a lo menos mientras se pagaban las muchas deudas contraídas y se ponían sobre un pie regular las haciendas. Los vecinos intentaron todos los medios posibles hasta el recurso a su excelencia para detener primero a los padres y para obligar después al padre provincial a la restitución de ellos. Nada se pudo conseguir del padre Ansaldo. Con el padre Cristóbal Escobar repitieron con mayor ardor las mismas instancias. Se esforzaron a mostrar por mil caminos que eran suficientes las rentas y el estado de las haciendas para la subsistencia de los padres, y concluían finalmente que ínterin esto no se verificase, ellos se obligaban a mantener a los sujetos por tiempo de seis altos, en que seguramente podrían ponerse en buen estado las fincas antiguas de la casa. Ni fue esta sola una vana promesa. Efectivamente se obligaron a ello, y lo ejecutaron los más distinguidos republicanos, cuyos nombres nos es necesario poner aquí para nuestro inmortal agradecimiento. Ofrecieron concurrir con cien pesos anuales, los señores don Francisco Villaurrutia, don Cristóbal Marmolejo, don José Austrí, y don Agustín Septién. Con cincuenta don Antonio Pompa y doña Catarina Navarrete. Con veinticinco don Francisco Fuente, don Diego García, don Francisco Mauricio Morales, don Diego Velasco, don José Palomino y don Manuel Septién, fuera de otros menores renglones que componían suma competente para el alimento de los operarios, y decencia de los santos misterios. [Restauración del hospicio de León] No pudo el padre provincial negarse a unas demostraciones tan generosas, y restaurado el hospicio, se conserva hasta hoy con el mismo aprecio, estimación y reconocida utilidad de aquel noble vecindario.

En consecuencia de las órdenes expedidas por su majestad el ario de 1742 para que se encargase a la Compañía la reducción de las provincias del Moqui, y de haberse impedido el 43 el viaje del padre Ignacio Keller, se encomendó este de 44 la misma jornada al padre Jacobo de Soto Mayor55, ministro de Tabutama. Sus instrucciones decían, que pasado el Gila procurase investigar la verdad de si aquellas naciones habían efectivamente pretendido misiones de la Compañía. Que procurase asimismo saber si habían penetrado el Moqui por el Nuevo-México los padres franciscanos. Que en este caso exhortase a los moquinos por el o por sus enviados a reverenciarlos y obedecerles, y regresase a su misión. Que no estando entrase hasta sus tierras y   —292→   diese una exacta relación del país, y disposición de sus habitadores para recibir el Evangelio. El padre Sedelmair emprendió el viaje a principio de octubre con la misma fortuna que el padre Keller: los indios medrosos se negaron a conducirle, ponderándole astutamente dificultades y peligros que verosímilmente no había. Hubiera solo acaso penetrado hasta la primera ranchería del Moqui, que según su cómputo, apenas distaría tres días de camino del lugar donde se hallaba, pero debiendo antes, según el orden, enviar mensajeros que los previniesen de su llegada, y no hallando en su comitiva quien se arriesgase a la jornada, hubo de contenerse con reconocer río abajo las orillas del Gila, visitar aquellas naciones de papabotas, comaricopas, yumas, que en otro tiempo el padre Kino vio confirmarlos en sus buenas disposiciones, darles algún conocimiento del verdadero Dios, y con la presa de más de ciento cuarenta salvajes que pudo ganar a Jesucristo, volverlo a Tubutama. Por este mismo tiempo el padre Ignacio Sugasti, por la mucha decadencia a que había venido el seminario del Parral, alegando los informes hechos el año antecedente para la supresión de un curato y otros documentos semejantes, intentó pasar aquella dotación al valle de San Bartolomé, solo cinco leguas distante, donde a su parecer había mucha mayor comodidad para los estudios. El padre provincial Cristóbal de Escobar no condescendió en manera alguna a esta mutación, a menos que fuese con expresa voluntad del vecindario, lo que nunca se debía esperar; a que se agregaba que ya en estos tiempos, por nuevas órdenes de su majestad, se había quitado a los virreyes y presidentes de reales audiencias la facultad que antes tenían para erigir seminarios, y era difícil el recurso a Madrid con poca mayor utilidad. Por otra parte, en el Parral se mantenían también sujetos para la residencia de Monterrey mientras aquel seminario se desempeñaba algún tanto, lo que no habiéndose podido ejecutar en muchos años antes, fue preciso retirarse los padres, y finalmente desamparar del todo la villa, como se ejecutó, restituyendo la Compañía las haciendas para que se vendieran, como se ejecutó a la voluntad del testador a 16 de febrero de 1745. Este año fue por contrario motivo muy plausible a la ciudad de Guanajuato que por el singular amor que ha manifestado siempre a nuestro padre San Ignacio y a su Compañía, cuenta por una de sus mayores felicidades la de haber obtenido por este tiempo la licencia del rey para la erección y fundación del colegio. Desde que se estableció allí la Compañía por los años de 1732, fue   —293→   con la condición de obligarse a traer las licencias necesarias de Madrid y Roma dentro de seis años, obligándose la señora fundadora entre tanto, y los bienhechores arriba nombrados, a mantener a su costa los sujetos. Entraron estos, como dijimos, a fines de setiembre, y poco después acabó en gobierno el padre Oviedo. En el siguiente trienio, parte por otros mayores cuidados, parte por dictamen de algunos consultores no muy favorables a la nueva fundación, se omitió enteramente el recurso a la corte. El gobierno del padre Peralta que no llegó a un año, no le dio lugar cuasi a conocer el estado de la provincia. Volvió a gobernar el padre Oviedo, pidió con instancias la licencia: de Madrid se exigieron los acostumbrados informes; mientras se consiguen, mientras se remiten, acaba su gobierno el padre Oviedo y expiran los seis años de la prometida limosna. Reclamaba a España la noble fundadora; pero o por negligencia o por industria no llegaban a Madrid los informes, ni llegaron jamás. La fundadora entonces por su parte, y la ciudad por cabildo pleno, enviara poderes a la corte donde actualmente se hallaba uno de sus hijos. El testimonio de este y otros sujetos que habían estado en Guanajuato y se hallaban en Madrid suplió por los informes, y en 20 de agosto de 1744 se expidió la real cédula, que pasada para el real acuerda y cabildo eclesiástico de Valladolid llegó a Guanajuato en 30 de julio de 45. Tres años antes había muerto la noble señora doña Josefa de Bustos y Moya. La fundación se hallaba reducida a sola la dotación de los cincuenta mil pesos. En estas circunstancias acaso no hubiera podido subsistir aquel colegio importante, si la Providencia del Señor no le hubiera preparado otro favorecedor. En 2 de abril del año antecedente había muerto en el valle de Santiago don Pedro Bautista de Retana, y en esta ocasión se declaró una donación inter vivos que tenía hecha de cuatro haciendas avaluadas en cien mil pesos, dote de cuatro misioneros y un maestro de filosofía, caso de que su majestad concediese licencia para la erección de colegio en Guanajuato. Las plausibles demostraciones con que aquella nobilísima y populosísima villa celebró al día siguiente 31 de julio el arribo de la real cédula con paseos, galas, iluminaciones nocturnas, colgadura de calles, solo pudo competir con las que justamente al año hizo el mismo día de San Ignacio de 46 para celebrar la fiesta de su patrono principal, con la circunstancia de ser la primera en que usaba de las mazas, honores y título de la ciudad. Renovó sus júbilos esta república verdaderamente ignaciana al siguiente   —294→   año de 47 con la colocación de la primera piedra para la iglesia de nuestro colegio que se puso igualmente en la solemnidad de San Ignacio; iglesia que después de diez y ocho años se ha dedicado con tan ruidoso aplauso y con tanto lucimiento y magnificencia propia del más opulento real de minas de Nueva-España en este pasado de 1765. Volvamos al año de 1745.

Aunque lo restante de él no ofrece cosa alguna considerable en nuestro asunto, sino la cédula de su majestad en favor de las conversiones de California y Pimería que daremos después inserta en sobre cédula del año de 47. En ella se pedía al padre provincial un exacto informe de aquellas misiones, y pudo hacerlo con mayor facilidad habiendo venido por este tiempo a México el padre Jacobo de Sedelmair. A este informe siguió bien presto la real cédula que veremos adelante. El fin de la jornada del padre Sedelmair en representar la necesidad que había de algunas poblaciones a las márgenes del Gila para refrenar a los apaches y abrir paso a las provincias del Moqui conforme a los católicos deseos del rey que se debían mantener los presidios antiguos de Pitquin para contener los yaquis y mayos no bien pacíficos, y el de Terrenate para freno de los apaches que asolarían toda la frontera de Pimería si se dejaba descubierta desde el presidio de fronteras hasta la embocadura del Colorado. Este punto y otros muy importantes se pusieron en el informe al rey. No pudiendo por ahora conseguir el establecimiento de nuevas misiones que pretendía, volvió a su amada Pimería por la primavera de 1746. [1746] A pocos meses emprendió registrar hasta Caborca con el designio de hallar algún surgidero donde pudiesen arribar canoas de California para el embarque de ganados que podía suministrar la Pimería. El padre Sedelmair no consiguió su intento, ni hasta ahora se ha hallado cosa practicable; sin embargo, la piedad del Señor se valió de este viaje para remedio de más de 200 gentiles, que de nuevo se recogieron de la costa al pueblo de Tubutama. Por la costa opuesta de la California viajaba entretanto el padre Fernando Consag, misionero de San Ignacio, enviado por el padre provincial para reconocer la costa interior del Seno Californio y examinar de raíz si tenía o no comunicación alguna con el Océano del Sur. Este viaje evidenció lo que antes tanto había afirmado el padre Kino, que la California no era isla sino península, unida por el Norte al continente de la América. Salió el padre de su pueblo el día 9 de junio para embarcarse en la playa de San Carlos, a la altura 28 grados   —295→   poco más arriba del Cabo de las Vírgenes, y frente de la embocadura del Yaqui. En el Cabo de las Vírgenes descubrió tres volcanes, y a los 30 grados la bahía que llamó de los Ángeles, frente de la de San Juan Bautista en la costa de Sonora. Desde aquí corre la costa sembrada de arrecifes derechamente al Nordoeste hasta la bahía de San Luis Gonzaga en 30 grados 48 minutos. Entre estas dos bahías y la isla del Ángel de la guarda que está en la misma dirección de la costa, corre el canal de Ballenas. De aquí corre la costa derechamente de Sur a Norte hasta la Ensenada de San Felipe de Jesús, donde tuerce hacia el Nordeste hasta el desemboque del río Colorado en altura de 23 grados. En la misma embocadura reconocieron tres islas y la arboleda o boscaje propio de las riberas de los ríos. Averiguado así que desde el Cabo de las Vírgenes hasta el Río Colorado no había algún estrecho de mar, y siendo constante que tampoco le hay desde Caborca hasta el mismo río por el lado de la Pimería, por los muchos viajes que se habían hecho por tierra, quedó demostrado ser continente la California, y el padre Consag dando por concluida su comisión, dio vuelta a San Ignacio. Su Diario se halla impreso en los Afanes Apostólicos; y también en el Teatro Americano de don José Villaseñor, libro 3.º, capítulo 39.

[Llegó el pliego en que vino señalado provincial el padre Andrés García] A principios del siguiente año de 1747, habiendo ya pasado un año más del trienio del padre Cristóbal de Escobar, se hubo de proceder a abrir el segundo pliego en que se halló nombrado provincial el padre no señalado José María Casati. A los dos meses llegó el nuevo gobierno en que provincial el padre An venia señalado el padre Andrés Xavier García. El informe del padre Escobar sobre las Misiones y demás documentos remitidos a principio de 1746 llegaron a la corte después del 9 de julio en que falleció el piadosísimo rey don Felipe V. Entre los demás artículos del informe se proponía a su majestad como estando ya enteramente reducidas y acostumbradas a la vida civil veintidós misiones de la Topía, había el mismo padre Escobar solicitado del ilustrísimo señor don Martín de Elizacoechea, obispo entonces de Durango, para que las proveyese en clérigos seculares, lo que su ilustrísima no había querido admitir. Los negocios urgentes de la corona en la entrada del nuevo rey don Fernando VI, no dieron lugar a proveer hasta diciembre, en que su majestad despachó al excelentísimo señor don Juan Francisco Güemes de Horcasitas una real cédula56.

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[Inútil expedición al Moqui] Para cumplir las órdenes repetidas que había desde antes sobre la sujeción de los apaches y reducción del Moqui, dispuso el señor virrey una ruidosa expedición a que concurriese con 30 soldados cada uno de los presidios del paso del Norte, del Nuevo-México, y de Janos, Fronteras y Terrenate, con todos los vecinos e indios amigos que pudieran reclutar. Toda esta tropa que solo de a caballo pasaba de 700 hombres, debía acometer las tierras de apaches, repartida en distintos trozos para cerrarles todos las caminos. Los misioneros ayudaron cuanto pudieron con ganado, caballos, y otras provisiones. De Sonora se esperaba noticia de haberse puesto en marcha don Santiago Ruiz, capitán del Nuevo-México; pero se supo que este, a causa de una sublevación de otros pueblos confinantes, no podía dividir a otra parte las fuerzas de que más que nunca necesitaba en su país. Los alistados en Sonora en vez de dividirse para acometer por distintas partes se unieron, y entrando en la tierra con ruido avisaron al enemigo a quien jamás pudieron ver la cara. Corrieron inútilmente la tierra y no hallando rastro de apaches, se empeñaron en penetrar al Moqui. Penetrado por los apaches su designio los dejaron alejar, y cebándose sobre la Sonora indefensa y desgraciada, talaron, robaron y quemaron sin resistencia alguna muchas poblaciones. Entretanto los que caminaban al Moqui faltos de víveres, y hallándoles más lejos de lo que pensaban, hubieron de volver a ser testigos del estrago que había causado su temeridad e inadvertencia57.

Las mismas asonadas de guerra turbaban en este tiempo la parte Austral de la California, aunque con muy distinto efecto. Los indios de Santiago, Santa Ana y San José comenzaron a inquietarse, algunos se ausentaron de los pueblos y uniéndose a las rancherías gentílicas hicieron algunos robos, y aun muertes en algunos marineros de los que con ocasión del busco arriban a aquellas costas. El temor del   —297→   presidio, y aun más que todo, la discordia, y por su natural inconstancia se levantó entre unos y otros y aseguró a los misioneros. Los malcontentos volvieron sus armas contra sí mismos y acabó la rebelión implorando unos y otros el socorro del presidio, que los puso en paz a costa de las cabezas de los más revoltosos. Aun fue más cruda para los ministros de aquel partido otra persecución menos sangrienta.

Aportó al Cabo de San Lucas por este mismo año un barco holandés diciendo que traía licencia para comerciar en las costas de Nueva-España. Al capitán del presidio de San José, y no a los padres, pertenecía examinar la verdad de este pasaporte. Pidieron los pasajeros y se les dieron, tanto de los padres como de los presidiarios, algunas cartas para Nueva-España, y entre tanto al resguardo de buena artillería que desembarcaron, entraren o hacer aguada. No faltaron quienes con celo del servicio del rey, informasen al virrey que por medio de los padres de la California se introducían gruesos contrabandos, bien que la calumnia, tanto en México como en Madrid, se deshizo en breve con poco honor de los celosos delatores. Por este tiempo había ya el padre Andrés García comenzado a tratar con el ilustrísimo señor don Pedro Sánchez de Tagle obispo de Durango, y hoy de Michoacán; el punto de la entrega de veintidós misiones en la Topía y Tepehuana. Para este efecto, y no pudiendo su reverencia pasar en persona a Durango, envió al padre doctor Francisco Pérez de Aragón; persona de mucha autoridad y prudencia, canónigo doctoral que había sido, y juez provisor y vicario general de aquella santa iglesia antes de entrar en la Compañía. Las dificultades que por entonces nacían unas de otras, no dieron lugar a la erección tan pronto como deseaba el padre provincial. Sin embargo, se dispuso con bastante tranquilidad la entrega que concluyó perfectamente dos años adelante. En las misiones más septentrionales se padecía mucho al presente por el alzamiento de los seris y pimas. Los seris habitaban la costa del mar desde el puerto de Guiamas para el Norte, gente inquieta, cavilosa, mal hallada con la sujeción. De los que desde el tiempo del padre Salvatierra se habían podido reducir, se formaron los pueblos de los Ángeles, el Populo y Nacameri: desde aquí, parto por sí mismos, parte por medio de sus nacionales aun gentiles, hacían robos y muertes en los otros pueblos cristianos. Para contener estas hostilidades y la unión de esta nación con los yaquis no muy seguros todavía, se fundaron el año de 42   —298→   los presidios de Pitic y Terrenate. El de Pitic por los años de 48 se pasó a San Miguel como el de Terrenate se había pasado a Guebaví, frontera de apaches. El juez pesquisidor don José Rafael Gallardo, que había trasladado de Pitic el presidio, tomó cuantas providencias le dictaba su prudencia para amansar a los seris. Mas sin embargo de haber sentido altamente la traslación del presidio a sus tierras, parecieron rendirse a la fuerza o la razón. Muchos se congregaron de nuevo al Populo y a los Ángeles hasta número de ochenta familias, con no mal fundadas esperanzas de ver reducida bien presto toda la nación. A don José Gallarda sucedió un gobernador de la Sonora de muy distintas máximas. A las primeras sospechas y denuncias que se hicieron de algunos hurtos y movimientos de los seris, mandó prender de improviso a todos los que habían poco antes agregádose al Populo, quitarles las mujeres que se repartieron por toda Nueva-España hasta Guatemala. Este agravio es el que ha imposibilitado hasta hoy su reducción de que no piensan haber tomado en tantos años correspondiente venganza. [1749] Aconteció esto por los años de 1750.

Los demás que habían quedado en los pueblos se retiraron a la isla del Tiburón, a donde poco después los siguieron cuasi todos los presos hallando forma de escaparse. El gobernador de Sonora emprendió pasar al Tiburón. De la situación de esta isla hemos hablado en otra parte. El campo se componía de 500 hombres, y la expedición duró dos meses. Su éxito fue traer de dicha isla veintiocho personas, todas mujeres y niños y ni un varón seri, aunque se dijo haber muerto diez o doce en la acción. El buen gobernador volvió tan vanaglorioso de su irrupción que aun se dice había puesto pena a quien dijese que había seri en el mundo. Esparció por toda la América y la Europa que había extirpado de raíz aquella raza infame, con cuanta verdad lo dirá la serie de los sucesos. Lo cierto es que habiendo pasado a Tiburón el campo, y sabiendo que los enemigos se habían retirado a la Sierra, de los setenta y cinco españoles que acompañaban al gobernador, ninguno por ruegos ni por amenazas se resolvió a subir en busca de los seris, que solo algunos pimas se encargaron de acometer la Sierra, con uno u otro oficial, que estos fueron los que en dos ocasiones vieron la cara al enemigo. En la primera volvieron diciendo que habían muerto a tres seris y se les creyó sobre su palabra. En la segunda tuvieron la fortuna de dar en una ranchería de niños y mujeres que trajeron presos, diciendo que los hombres habían quedado sobre el   —299→   campo. Esta famosa conquista que un manuscrito formada por el capitán de la expedición, no duda comparar con las de los Alejandros y Césares, si desvaneció tanto al gobernador de Sonora, ensoberbeció mucho más al capitán de los pimas que por fin había tenido más parte en la victoria. Este engreimiento en un indio ladino, astuto y de licenciosas costumbres, costó bien caro a la Pimería su patria. Vuelto a ella se creyó enteramente exento de toda jurisdicción, y comenzó a formar los perversos designios de amotinar los pueblos. Conocía bien que los padres eran los primeros que habían de penetrar sus ideas y de procurar impedirlas avisando a los capitanes de los presidios. El astuto cacique procuró por tanto desacreditarlos antes como a temerarios, crueles, cavilosos, tiranos con los indios, ambiciosos y otros capítulos semejantes con que bien sabía lisonjear el gusto a muchos de los que mandaban en Sonora. Con este medio logró no solo frustrar el celo y fidelidad con que de todo daban aviso los misioneros, sino hacerlos al mismo tiempo odiosos a los capitanes de presidios con informes e imposturas, y a los mismos indios que no creían tener en los padres unos pastores amantes y dulces sino unos fiscales importunos. Con tan bellos principios se animó el malvado Luis a solicitar abiertamente a los suyos prometiéndoles los despojos, no solo de la Pimería sino de la Sonora y reales de minas: de ahí pasó a convocar con las mismas esperanzas a los pápagos o papawotas, nación situada entre la Pimería alta y el río Gila, cuyas gentes no tardó en agregar con el cebo del despojo y dominación que les prometía.

Confederadas estas naciones, trataba sus asuntos con tanta cautela y silencio, que hasta entonces quizá no había ejemplar en alguna conspiración de gentes semejantes. Por este mismo tiempo se tomaron algunas providencias poco agradables al cacique Luis. Las expediciones y continuos viajes que el padre Jacobo Sedelmair emprendía a las naciones de los ríos Gila y Colorado, eran muy contrarias a sus designios, y más el haberse puesto poco antes un misionero en San Miguel de Sonoidag, fundación, como dijimos, del marqués de Villapuente. Lo que acabó enteramente de incitarlo fue un extraordinario concurso de gentiles al pueblo de Saric, patria de Luis, y no sabiéndose el fin a que venían, de sus sediciosas negociaciones, se creyó ser conveniente que pasase allá el padre Nentwig, o para atraerlos al evangelio, o a lo menos para impedir y dar aviso de sus pláticas sediciosas. Este mismo concurso al pueblo y casa de Luis, había ya causado   —300→   alguna inquietud a otros españoles sus amigos, especialmente la noche del 20 de noviembre, tanto que pasaron a preguntarle el motivo de aquella novedad. Esta era puntualmente el tiempo que los amotinados habían: escogido para declararse. El cacique había desde antes desembarazado su casa, y entrando en ella a sus dichos amigos los entretuvo hasta bien entrada la noche. Cuando le pareció tiempo, con pretexto de salir a dar alguna providencia, los dejó solos y pasó a ver a los pápagos que en esta sazón tenían ya cercada la casa. El mismo Luis prendió entonces fuego donde, o en las manos de los bárbaros, murieron cuantos se hallaban dentro [Rebelión de los pimas, y muerte horrible de varios españoles]. De aquí pasó a la casa del padre Nentwig; pero éste avisado del padre Sedelmair se había pasado a Tabutama solo distante cinco leguas, dando en el camino y en el pueblo de Saric avisó a cuantos pudo para que se pusieran en salvo. No se pudo dar a los padres misioneros de Caborca y Sonoidag con tanta prontitud que no la previnieran los alzados, dando a la muerte a loa padres Tomás Tello, y Enrique Rowen. No se sabe el tiempo fijo ni las circunstancias de la muerte de los dos misioneros, ni se duda que sería muy conforme al celo y tenor de su religiosa vida. El cacique Javanimo, jefe de los gentiles papagotas, acometió los pueblos de Sobaipuris; pero como solo llevaba deseo del botín dio lugar a poder salvarse a los padres de San Javier y de Guevavi. Los dos jefes juntos acometieron después a Tabutama, donde los padres Nentwig; y Sedelmair, con algunos pocos soldados y vecinos españoles se habían refugiado a la iglesia: allí se defendieron por dos días hasta que muertos y heridos algunos de los sitiados, los demás en el silencio de la noche hubieron de desamparar el punto y retirarse, no sin gran riesgo, a San Ignacio, camino de 16 leguas. En este y los demás pueblos pasaron de ciento los españoles muertos; el padre Nentwig sacó una fuerte contusión en la cabeza, y dos heridas en cabeza y brazo el padre Sedelmair. El capitán del presidio de fronteras marchó prontamente al socorro de los misioneros, los condujo a Suamea, prendió allí a un pariente de Luis que había ido a convocar a aquellas, y haciéndole confesar su delito y disponer cristianamente lo pasó por las armas.

Si el ardor de este capitán hubiera tenido algún fomento, no hay duda que Luis hubiera tenido bien presto la misma fortuna; pero el gobernador creyó que por otros medios suaves se podía restituir la tranquilidad a la provincia. Envió dos y tres embajadas a los sediciosos   —301→   de la misión de San Ignacio. La primera y segunda, o no llegaron o fueron despreciadas: a la tercera mataron al enviado y cargaron repentina y furiosamente sobre más de ochenta soldados que en un lugar cercano, esperaban la respuesta. No fue muy feliz su atrevimiento: perdió cuarenta de los suyos, desamparáronlo muchos, y poco después Javanimo con sus papagotas, que ya no tenían esperanza de saqueo. En esta situación se halló la cuarta embajada del gobernador a que hubo de rendirse prometiendo que se iría a ver con su señoría. Lo cumplió, y viéndose bien recibido, obsequiado y aun restituido a su antiguo empleo de gobernador de toda la naciones Pima, prometió que haría volver los indios a sus pueblos, y que restauraría las iglesias quemadas y demás daños; aunque luego se retiraron las armas españolas y nada se cumplió de lo pactado. Las muertes de los ministros y todos los demás daños causados en lo temporal de los pueblos, fue mucho menos sensible a la Compañía, que la insolencia y desarreglo de costumbres que causó a los pimas esta impunidad. No eran dueños los padres de obligarlos al trabajo para sus mismas familias de hacerlos asistir a la misa, a la doctrina y demás ejercicios cristianos, de torta se que quejaban, en todo apelaban a los tenientes de justicia. Luis era el oráculo y el árbitro de todo, ganándose la gracia de algunos, solo con levantar calumnias a los padres misioneros, hasta hacer creer en México y en Madrid que los jesuitas habían sido la principal causa del no bien sosegado levantamiento, y que cada día daban nuevos motivos a los indios con vejaciones y crueles tratamientos.

[Convocatoria de la vigésima octava congregación provincial] Poco antes de la sublevación de los pimas se había celebrado en el colegio máximo la vigésima octava congregación provincial, cumpliendo los nueve años a que la había prorrogado el padre general Francisco Reiz. Era ya por este tiempo cabeza de la provincia el padre Juan Antonio Baltazar que en 31 de agosto de 1750 había sucedido al padre Andrés García. Fue elegido secretario de la Congregación el padre Antonio Paredes y el día cuarto por primer procurador el padre Juan Francisco López, maestro de prima de teología: en el colegio máximo el padre José Bellido, rector del colegio de Zacatecas, y el padre Francisco Cevallos, maestro de vísperas de dicho colegio de México. [Fundación de la casa de ejercicios de México anexa a la que hoy es hospital general de San Andrés] Este mismo año de 1751 se habían visto levantar en México a diligencia de dos insignes jesuitas, dos obras de mucha gloria de Dios y fuentes de salud y de piedad para innumerables almas. El padre Cristóbal de Escobar con solos diez mil pesos, dejados para este efecto   —302→   del marqués de Villapuente, emprendió el magnífico edificio de la casa de ejercicios de Aracoeli anexa al colegio de San Andrés que estrenó en este año; y que desde entonces acá ha ganado al Señor tantas almas y produce tan continuos frutos de penitencia. No es la menor honra, de esta piadosa institución haber merecido que el ilustrísimo señor don Manuel Rubio y Salinas, arzobispo de México, la autorizase con su ejemplo el año de 1754, entrando a hacer en ella los ejercicios, y siguiendo en todo la distribución con singular edificación de todo su rebaño. El padre Antonio Herdoñana perfeccionó por este mismo tiempo el real colegio de indias mexicanas de Nuestra Señora de Guadalupe, a quien para ser un ejemplarísimo monasterio solo falta la formalidad exterior58, no la interior rigidísima observancia de los votos y religiosa perfección. A este mismo sujeto, aunque mediante la liberalidad de su noble y piadosa madre doña Ángela Roldán, se debe en la ciudad de la Puebla la erección del colegio de San Francisco Javier, donde a semejanza de San Gregorio de México, se atiende única y precisamente al cultivo y buena educación de los indios. Por otra parte el padre provincial Juan Antonio Baltazar, a instancias de la muy noble ciudad, justicia y regimiento de Pátzcuaro, restituyó la cátedra de filosofía. Esta, juntamente con la de gramática, había fundado allí algunos años antes don Pedro de Figueroa y Sámano; pero siendo condicional la donación, y habiéndose comenzado dos veces curso de artes sin poderse concluir por falta de estudiantes, la Compañía, obligándose aun más de lo que debía y había prometido al fundador, se obligó a pasar la cátedra de filosofía a la ciudad de Valladolid (hoy Morelia) y añadió en Pátzcuaro un operario más para el ejercicio de los ministerios con los próximos. Bien conocía la ciudad el justo motivo que había obligado a los superiores de la Compañía a mudar de allí la cátedra; sin embargo sentían careciese su lugar de aquel lustre.

Para remediar la falta de cursantes trataron de la fundación de un Seminario, para el cual juntos ya diez y seis mil pesos, dieron parte   —303→   al ilustrísimo señor don Martín de Elizacoechea, quien no solo aprobó y dio gracias a la ciudad, sino que de su parte añadió otros dos mil pesos para fundación de una beca en 26 de junio de 1751. A esto se agregaron diez mil pesos que el doctor don José Antonio Ponce de León, cura vicario y juez eclesiástico de dicha ciudad añadió de lo habido por herencia y dejó a su disposición don Martín de Sáenz, asignando determinadamente seis mil para el sustento de un maestro de teología, sin que se entendiese gravar al colegio en la manutención de algún sujeto fuera de los que ordinariamente mantenía. Este celosísimo párroco que había sido el autor principal de este pensamiento, escribió al padre provincial con todos los documentos necesarios para que se procediese a conseguir las licencias del rey para la erección de dicho Seminario con la advocación de nuestro padre San Ignacio y Santa Catarina Mártir. El padre provincial, agradecido a tan buenos oficios de dicho señor vicario y noble ayuntamiento, dio en nombre de la Compañía las gracias, y entretanto destinó para el curso de filosofía un sujeto de singulares prendas que mostrase bien el singular aprecio que merecía a la Compañía aquella ciudad y desempeñase la grande obligación en que nos ponían tan singulares demostraciones.

[Horrible temblor en Guatemala] Es memorable este año en Guatemala por el horrible terremoto del día 4 de marzo, que cuasi todos los más bellos edificios de aquella hermosa ciudad dejó inservibles. La iglesia de la Compañía de Jesús, dice la relación que entonces se imprimió de este suceso, obra admirable y que descollaba entre las más perfectas del arte, singular en sus medidas, vistosa en sus adornos, cuya fama se ha extendido hasta la Europa a causa de su simborio destrozado, quedó en tan lastimosa ruina que no sé si fuera menos sensible que toda hubiese quedado por los suelos, pues lo que se mantiene en pie más sirve de estímulo al sentimiento del estrago, que de esperanza para su reparo. No sé qué misterio sería que cayó la estatua de nuestro padre San Ignacio por el camarín que tiene puerta a la sacristía, y al caer se asentó del todo sobre la mesa de los cálices, que cuasi la hizo pedazos, vuelto el rostro hacia los cajones y la espalda al templo arruinado. Los padres desenterraron valerosos y con celo católico los vasos sagrados del Señor Sacramentado, colocándole en lugar decente en la parte de la iglesia que cae bajo del coro, donde se mantienen incansables en sus apostólicas tareas, sin omitir por la incomodidad, sermón, plática o ejemplo de los muchos que acostumbran en la cuaresma, y doblando el trabajo   —304→   en el confesionario per el gentío que hoy acude más que en otros tiempos, con solo el alivio de haber quedado el colegio firme, habitable y nada horroroso.

El colegio de la Habana había por el contrario tenido en estos años considerables aumentos. El de 48, a 19 de marzo, se puso para un templo magnífico la primera piedra que bendijo solemnemente el ilustrísimo y reverendísimo señor don fray Juan Lazo de la Vega, obispo de Cuba, con asistencia del excelentísimo señor don Francisco Cagigal, entonces gobernador de aquella isla, y virrey después de Nueva-España. No bastando para la suntuosa fábrica las fuerzas del colegio, algunas personas de primer orden se repartieron por la ciudad a recoger limosnas. La tierna devoción a la santa casa Lauretana, que por todos los medios posibles procuraba fomentar el celo y piedad del padre José Javier de Alaña, extendía el empeño de muchos a toda la fábrica por depender de ella el espiritual consuelo que esperaban, y se puede decir con verdad que el título de la Santa Casa de Loreto fue el más poderoso para las limosnas que le recogieron, siendo muy dignos de particular memoria las del señor don Diego Peñalver y Angulo, oficial real de la contaduría y consejero de hacienda, y la señora doña María Luisa de Cárdenas, su esposa. Estos dos nobles consortes son acreedores a la más fina gratitud del colegio de la Habana, no solo por el título de insignes bienhechores, por los cuales se les mandaron hacer de Roma los acostumbrados sufragios, sino por la constante benevolencia y afectuosa devoción que toda la ciudad reconoció siempre en ellos, y la que hacía evidente a todos que solo la obligación de sus hijos pudo contener los de hacer más cuantiosas donaciones. La fábrica tuvo después el grande alivio de la donación de un ingenio de azúcar, valuado en más de ochenta mil pesos que para este efecto dejaron los nobles consortes don Ignacio Francisco Barrutia, caballero del orden de Santiago, coronel de los reales ejércitos, y doña María Recabarren, en 4 de abril de 1752. La Santa Casa Lauretana se dedicó solemnemente el día 8 de setiembre de 1755, después de consagrada por el ilustrísimo señor don Pedro Morel de Santa Cruz.

Volvamos a la Pimería, donde sosegadas un tanto las cosas de fuera, los jesuitas padecieron una sorda, pero muy sangrienta persecución. En virtud de los informes de Luis y de algunos otros inquietos se formaron autos muy denigrativos a los misioneros que se enviaron a la corte. Los documentos que se habían remitido de parte de la Compañía   —305→   no parecieron allá en largo tiempo. El consejo extrañó con razón que no se escribiesen por otra parte cosas tan graves, y que sobre el dicho de unos cuantos hombres apasionados se hubiesen de creer unos delitos tan negros y en ministros tan celosos y que pacos años antes a petición de los mismos señores obispos y virreyes, habían entrado en aquel país. En esta atención se despacharon dos cédulas, una al padre provincial de la Compañía y otra a la real audiencia de Guadalajara. Este tribunal cometió la averiguación de todo al nuevo gobernador de Sonora, y el padre provincial, que desde 31 de agosto de 1753 lo era el padre Ignacio Calderón, encomendó una rigorosísima información sobre estos puntos, al visitador general de las misiones. En uno y otro juicio depusieron a favor de los acusados los mejores y más abonados testigos de toda la provincia, y no pocos de aquellos mismos qué habían declarado en contra en los primeros autos. La remisión de estos favorables informes al consejo se procuró impedir por varios caminos, hasta que la Compañía hubo de presentarse jurídicamente, no sin sentimiento y pesadumbre de los que creían triunfar a vista de su humilde y religioso silencio. Ínterin se esperaba la última resolución, los sucesos mismos justificaron sobradamente la conducta de los jesuitas. El nuevo gobernador de Sonora, por no recrudecer la llaga, no había querido proceder contra el cacique Luis, contentándose con amonestarlo privadamente y observarle muy de cerca los pasos. No tardó mucho en prorrumpir su genio inquieto y ambicioso; e inquiridas jurídica, aunque muy secretamente las causas, fue puesto en prisión, donde consumirlo de melancolía murió a poco tiempo. A los pimas que él permitía andar vagabundos y que comenzaban a alborotarse, se los señaló plazo para que se restituyesen a los pueblos. Restituyéronse a sus misiones algunos padres y a las iglesias muchas alhajas, que hasta entonces no se había cuidado de recobrar. Perseveraban rebeldes los hijos y parientes del cacique Luis y algunos otros pimas; pero con la muerte de su principal jefe y algunos otros golpes, fueron obligados a entrar en su deber. El gobernador formó de todo esto los correspondientes autos, que remitidos a México y a Madrid, dieron un solemne honorífico testimonio de la fidelidad y observancia de los jesuitas para con el rey, no menos que de piedad, celo y fervor para con Dios, por quien se exponían diariamente, a tantas vejaciones en la salud, en la vida y en la honra.

Las reliquias de los pimas forajidos se agregaron entonces a los seris,   —306→   aunque eran antes irreconciliables enemigos. Estos bárbaros, a fines de 1753, comenzaron a dar oído a las proposiciones de paz que les ofreció el gobernador don Pablo Arce y Arroyo. Capitularon efectivamente, con las condiciones siguientes. Que les habían de ser restituidas sus mujeres. Que se les devolviesen las tierras que antes poseían. Que se quitase de allí el presidio y se restituyese al Pitic, y finalmente, que se les señalase por su ministro al padre Nicolás Pereira. No pudiéndoseles prometer abierta y absolutamente el primer artículo, no tuvieron efecto las paces deseadas. Sin embargo, prometiéndoles el gobernador hacer en el asunto cuanto estuviese de su parte, vinieron en unas treguas que guardaron fielmente todo el tiempo de aquel gobierno, excepto algunos pequeños robos que no pudieron tomarse por justa causa de rompimiento. A don Pablo Arce y Arroyo sucedió en el gobierno don Juan Antonio de Mendoza, que mantuvo siempre viva la guerra con los seris desde a poco de su entrada, y en que finalmente vino a morir en 25 de noviembre de 1760, fue famosa en esta ocasión la pertinacia y el valor de diez y nueve seris, que desamparados de los demás, resistieron por algunas horas a más de cien hombres. Entre los bárbaros había caído ya, desangrado y moribundo, un cacique que era la alma de la acción. Viéndolo en el suelo se le atrevieron a acercar, y entre ellos el gobernador que marchaba el primero; pero le costó muy cara su inadvertencia o su valor. El rabioso y soberbio seri, aunque luchando con la última agonía, se arrastró cuanto pudo hasta estribar contra una peña, desde donde atravesó al gobernador con una flecha que a pocos instantes lo sacó de esta vida. A don Juan de Mendoza sucedió don José Tienda de Cuervo. A su arribo los seris se habían refugiado al Cerro Prieto, de donde hasta ahora no se les ha podido desalojar enteramente. Este cerro se halla a doce leguas al Poniente de San José de Guaimas, y otras tantas al Sur del Pitic, de la costa del mar de California catorce leguas al Oriente, y como treinta al Norte de la embocadura del Yaqui. Es un conjunto de cerros de fortaleza incontrastable con innumerables cortaduras de la misma naturaleza, que no pueden caminarse sino por mil diferentes rodeos, siempre con peligro de ser acometido y sin esperanza de poder dar alcance al enemigo. Las quebradas mas famosas (para decir esto de una vez) son la de Cosario al Oriente, la que llaman de Rodríguez al Nordeste, Caron grande al Nornordeste, el de la Palma cuasi al Norte, Cara pintada al Nordeste, Otates al   —307→   de Oeste Nordeste, Avispas al Oeste Sudoeste, y Nopalera al poniente. Al Sudoeste el Rincón de Marcos, nombre que se impuso el año de 61 a causa da haber aquí hallado, después de haber buscado inútilmente por otras partes, a este jefe de los rebeldes. Esta acción so efectuó el día 7 de noviembre con más de 420 hombres de armas. De los salvajes quedaron cuarenta y nueve sobre el campo y sesenta y tres prisioneros con trescientos veintidós caballos que se les quitaron. El golpe pudiera haber sido decisivo a poderse haber multiplicado la persona de don José Tienda de Cuervo; pero habiendo faltado en algunos cabos la precaución necesaria, escaparon los más de los seris, y pasaron a la isla de San Juan Bautista, situada como a ocho leguas de la costa, y cerca de nueve al Sur Sudoeste del Tiburón. Actualmente así contra esta nación como contra la de los apaches, azote de la Sonora y Taraumara alta, por la parte boreal y oriental, se hacen en Nueva-España grandes preparativos.

En este medio tiempo gobernaron la provincia los padres Agustín Carta y Pedro Reales; el primero celebró en noviembre de 1757 la vigésima nona congregación provincial, en que siendo secretario el padre Estanislao Ruanova, fueron elegidos procuradores el padre José Redona, el padre Francisco Cevallos y el padre Juan de Villavicencio. La división de la provincia porque tantas veces se había instado, y a que el maestro reverendo padre general Ignacio Visconti desde la antecedente congregación había ya condescendido, se volvió a poner ahora a arbitrio de su paternidad muy reverenda por las graves dificultades que de acá se pulsaban en el modo y práctica de la ejecución que hasta ahora no han podido vencerse. El padre Pedro Reales entró a gobernar a principios del año de 1760. En 62 se reconoció en México la antigua epidemia del matlazahuatl en que los operarios desempeñaron el crédito de la Compañía entonces bastantemente afligido con las malas noticias y atroces papeles que de toda la Europa venían contra dicha Compañía. Este año memorable en la Habana por la invasión de los ingleses el día 6 de junio, estuvo para arruinar aquel colegio que padeció tanto en sus haciendas, cuanto los buenos oficios de los padres para con la afligida ciudad los hicieron más recomendables.

En 19 de mayo de 1763 sucedió al padre Pedro Reales el padre Francisco Cevallos. En estos últimos tiempos han fallecido en la provincia sujetos muy recomendables por sus letras y virtud. En México el padre Oviedo, el padre José María Genovese y el padre   —308→   Francisco Javier Lascano, en el colegio máximo. En Puebla el hermano Juan Gómez, el padre Francisco Javier Solchaga y el padre Antonio Ordeñana. En California el padre Fernando Consag, en Taraumara el padre Francisco Hermanno Glandorff, cuyo elogio omitimos viviendo aun los que los conocen hasta que los autorice el tiempo. Fallecieron también en estos años los ilustrísimos señores don Manuel Rubio y Salinas, arzobispo de México, y don Francisco Pardo, Dominus Noster, primer arzobispo de Guatemala, el segundo recibido en la Compañía, el primero su amantísimo protector y bienhechor insigne de la Casa Profesa. En Puebla el ilustrísimo señor don Domingo Pantaleón Álvarez de Abreu, y en Ciudad Real el ilustrísimo y reverendísimo don fray José Vital de Moctezuma, del orden de nuestra Señora de la Merced, a cuyo afecto y constante protección debemos un eterno agradecimiento. El señor Moctezuma que vivía aun cuando se recibió la bula de la Santidad de Clemente XIII Apostolicum Pascendi en que de nuevo confirma el instituto de la Compañía, fue de los que mostraron su singular amor a nuestra religión dando las gracias al soberano Pontífice por aquel breve, y explayándose en alabanza por lo mucho que le servían en su diócesis nuestros operarios. Esto mismo favor debió nuestra provincia al ilustrísimo señor don Pedro Anselmo Sánchez de Tagle, obispo de Michoacán, al ilustrísimo señor don Miguel Anselmo Álvarez de Abreu, obispo de Oaxaca; y porque nada es más honroso a nuestros ministerios que la aprobación y aprecio de estos grandes prelados y pastores de la Iglesia, hemos determinado añadir aquí las respuestas de su Santidad a las sobredichas cartas, para que juntamente con lo que han escrito de nuestra provincia estos ilustrísimos, se vea el aprecio que hace de los operarios evangélicos la silla de Pedro...

Hasta aquí la hermosa pluma del padre Alegre... Un rayo desprendido del trono de Carlos III destruye en un momento el augusto edificio de la provincia de la Compañía de Jesús de México, cuyos hijos son arrebatados por el torrente impetuoso de la expulsión de los jesuitas: entre ellos marchó a Italia el padre Alegre a llenar de honor con sus escritos a esta América... Apenas puedo explicar el sentimiento que ha causado en mi corazón la relación de esta desgracia cuando he reflexionado sobre ella y sus consecuencias en una edad madura, y renunciando (harto desengañado como el cardenal de Pacca) las siniestras impresiones que se me hicieron concebir desde mi infancia contra esta corporación respetable. ¡Oh! ¡Si me fuera dado   —309→   verla restablecida en nuestro suelo como lo está ya en Buenos Aires y en diversos lugares de América y Europa! ¡Con cuánta satisfacción bajaría al sepulcro augurando a mis compatriotas una felicidad que no puede venirles sino del amor a la virtud y que tan diestramente han sabido inspirarles los jesuitas!




ArribaAbajoExpatriación de los jesuitas en toda la monarquía española y especialmente de México

El 25 de junio de 1767 poco antes de rayar la luz matinal se intimó a una misma hora el decreto de expulsión de los jesuitas discutido a presencia del rey Carlos III, con el mayor sigilo. Este monarca anduvo tan solícito de su ejecución que dirigió una carta autógrafa al virrey de México para que se verificase del mejor modo, y que pudiera llenar sus deseos, la cual existía en la secretaría del virreinato.

Para que el golpe se diese simultáneamente y se evitasen conmociones de los pueblos que amaban cordialmente a los jesuitas, se tuvo presente en el consejo privado del rey la carta geográfica de ambas Américas; midiéronse las distancias de todos los lugares donde había colegio de jesuitas, el tiempo que gastaban los correos, y se tuvieron presentes hasta las menudas más circunstancias conducentes al intento. Con achaque de levantar las milicias provinciales del reino que resistieran una invasión enemiga como la que acababa de sufrir la Habana, habían venido varios regimientos veteranos de España conocidos por el pueblo de México con el nombre de Gringos, y la organización de los nuevos batallones se había confiado a buenos generales, como el teniente general Villalba, el marqués de la Torre, el marqués de Rubí, y Ricardos; así es que en México había entonces una gran fuerza capaz de contener cualquier asonada. Era provincial de la Compañía en la provincia de México el padre Salvador de la Gándara, que a la sazón estaba en Querétaro de vuelta de la visita de los colegios de Tierradentro, y venía tan satisfecho del arreglo en que los había encontrado y dejaba, que aseguraba no haber tenido en ellos que reprender ni reformar cosa alguna.

La intimación del decreto de expulsión se hizo a los jesuitas en la   —310→   Casa Profesa de México por el fiscal de la real audiencia don José Areche, y notificado el padre prepósito con toda la comunidad presente, rezó con ella el Te Deum. El comisionado dispuso que se consumiese el copón de las sagradas formas para inventariar y ocupar los vasos sagrados. Entonces el padre ministro Irágori preguntó si alguno de los jesuitas presentes quería comulgar, y luego todos los padres presentes y aun los legos o coadjutores se arrodillaron y recibieron la sagrada Eucaristía. Este acto de religión sublime conmovió al comisionado, y cierto que debía producir este efecto, principalmente si iba prevenido contra aquellos religiosos, pues además de la pureza de sus conciencias, manifestaba que todas aquellas víctimas estaban de antemano dispuestas a tamaño sacrificio.

Quedaron desde este momento los jesuitas presos en sus colegios de México y las avenidas de las calles tomadas con tropa y cuerpos de guardia. Salieron de México para Veracruz el día 28 de junio en coches; pero escoltados de no poca tropa. Hicieron alto en la villa y santuario de Guadalupe, y el visitador don José Gálvez, honrado después con el título de marqués de Sonora, les permitió entrar en dicho santuario. Este magnate regentaba la expedición con bastante calor. En aquella iglesia hicieron los últimos y más fervientes votos por la felicidad de un pueblo que los idolatraba; multitud de este los rodeaba derramando copiosas lágrimas que no podía restañar la severidad del gobierno ni de sus satélites, y casi llevaba en peso los coches. Como el camino de Veracruz no era entonces todo de ruedas, tuvieron que cabalgar muchas veces o que andar a pie largas distancias; trabajos a la verdad insoportables principalmente para los ancianos y enfermos. Su llegada a la villa de Jalapa parecía una entrada de triunfo, aunque mezclada con amargura; calles, ventanas, azoteas y balcones se veían llenos de toda clase de gentes que bien mostraban en sus semblantes lo que pasaba en sus pechos: necesitose que la tropa que escoltaba a aquellos expatriados se abriera paso a culatazos por en medio de la mucha gente.

Llegados que fueron a Veracruz aquel puerto insalubre quitó la vida en pocos días a treinta y cuatro. El 24 de octubre se embarcaron para la Habana, pues hasta entonces hubo competente número de barcos que los condujeran. Los demás que se hallaban en las misiones de Tierradentro fueron después llegando a aquella ciudad paulatinamente. A los cuatro días de navegación se levantó un temporal tan   —311→   deshecho que dispersó el convoy y estuvieron a punto de perecer. El 13 de noviembre llegaron a la Habana casi todos a una hora, menos un Paylebot que llegó a las ocho de la noche del mismo día.

Era gobernador de aquella isla el Baylio don Frey Antonio María Bucareli, que después fue nombrado virrey de México, jefe lleno de virtudes que los trató con la consideración y humanidad que formaba su suave carácter. Los expulsos semejaban unos esqueletos estropeados de la navegación y abrumados de pesares. Hospedáronse en el convento de padres Belemitas, y en su iglesia se sepultaron nueve: a los convalecientes se les trasladó a una casa de campo contigua a la ciudad. Reembarcáronse para Cádiz en 23 de diciembre y fondearon allí el 30 de marzo: al siguiente día se les trasladó al puerto de Santa María, reuniéndose en un hospicio hasta cuatrocientos jesuitas. El padre provincial Gándara que navegaba en la barca Bizarra, fue impelido por una tormenta a la costa de Portugal, y por poco perecen en unos arrecifes.

A mediados de junio del siguiente afro se les reembarcó para Italia, dejando muertos en el puerto de Santa María, quince. Partieron en convoy para la isla de Córcega con indecible incomodidad por la estrechez de los buques, no menos que por la aspereza, con que fueron tratados por los jefes de aquellas embarcaciones en la mayor parte. Era moda entonces mostrarse crueles con los jesuitas y detraerlos desvergonzadamente. Llegados a los puntos de Italia que se les designaron, se distribuyeron en varios colegios, en los que guardaron su instituto, hasta que en 16 de agosto de 1773 por medio de dos monseñores se intimó en Roma en el colegio de Jesús al padre general Lorenzo Ricci, el breve de extinción. Igual diligencia se practicó en los otros lugares con los rectores por los comisionados del Papa. A los de América se les intimó que no podrían regresar a su patria: este fue para ellos un golpe muy más sensible que los infortunios pasados hasta entonces. Dióseles una ratera y vilísima cantidad para sus alimentos de los fondos de sus rentas llamadas temporalidades, que ocupó el rey con prepotente mano, en las que creyó hallar un inmenso tesoro, que todo se volvió sal y agua, porque sus agentes no tenían los conocimientos de los jesuitas para manejarlos con acierto, ni tampoco los veían como cosa propia. Distribuidos los jesuitas así españoles como americanos en Bolonia, Roma, Ferrara y otras ciudades escribieron obras muy luminosas que admiraron a la Europa, tanto   —312→   más, cuanto que eran en ella tenidos por frailes de misa, panza y olla. Recordaré con placer los ilustres nombres de Alegre, Abad, Clavigero, Landíbar, Cavos, Manciro, Lacunza, Márquez, y otros cuya idea trae como correlativa la de sabios dignos de la inmortalidad y de mejor suerte.

La invasión de los franceses en los estados del Papa como consecuencia de su espantosa revolución, de la que fue víctima el señor Pío VI, dispersó a los jesuitas que por tal causa regresaron a España, y algunos de los pocos que habían quedado a la América; mas poco les duró el placer de volver a ver su cara patria, porque aunque abrumados de años, miserias y achaques, fueron en breve recogidos de orden del gobierno español, regentado por el príncipe de la Paz, y encerrados en monasterios de San Cosme y San Diego los padres Juan Luis Maneiro y Lorenzo Cabo. Hacíase (he dicho) como punto de honor y contraseña de ilustrados entre los mandarines españoles, perseguir estos tristes restos de una gran familia, y a unos hombres a quienes las Américas debían en gran parte su civilización y servicios de toda especie. Siguiose a esta revolución la de España por la invasión de Napoleón, contra cuyo inmenso poderío triunfó la constancia y lealtad castellana.

Restablecido al trono Fernando VII, consideró que aseguraría su dominación, restableciendo los jesuitas en los dominios españoles, y entonces reaparecieron en México con bastante esplendor en 19 de mayo de 1815. Abrieron su noviciado y comenzaba a prosperar con jóvenes sabios y virtuosos, cuando las cortes de Madrid en 1820 suponiendo incompatible la libertad civil con la existencia de esta corporación, decretó su extinción en 6 de setiembre del mismo año. El virrey conde del Venadito conminado con la más estrecha responsabilidad, lo puso en ejecución con indecible sentimiento suyo porque era sincero y piadoso, en 23 de enero de 1821. Entrose a lanzar a los jesuitas del colegio de San Pedro y San Pablo un piquete de tropa del Regimiento expedicionario de cuatro órdenes, y se ejecutó lo mismo con las religiones hospitalarias de San Juan de Dios, Belén y San Hipólito; falta grande que hoy deplora la porción del pueblo miserable que recibía de ellas grandes auxilios en sus necesidades. Estos golpes dados con tanta injusticia como impolítica, aceleraron la consumación de la independencia, dando por resultado que el caudillo que consumó la empresa, (don Agustín de Iturbide) agregase al título de   —313→   libertador de su patria el de protector de la religión, y que una revelación emprendida once años antes con el derramamiento de la sangre de doscientas mil víctimas, se terminara en un paseo militar de ocho meses.

Con la expulsión de los jesuitas ejecutada con un aparato el más escandaloso, sintió México y todo el reino de Nueva España un golpe fatal por los motivos justos que tenía de amor y gratitud a esta Compañía bienhechora. Sufocó sus lágrimas en el fondo del corazón de sus hijos, porque la sitiaba una fuerza tal y tan vigilante y una policía que observaba hasta sus más secretos pensamientos. El visitador Gálvez, director de la expulsión al publicar el bando con que la anunciaba, usaba de un lenguaje duro e insultante que no vendría bien ni en la boca de Darío o de Xerxes, pues osó decir a los mexicanos... Que habían nacido para obedecer. Explicose con alguna libertad en conversaciones privadas don Francisco Xavier de Esnaurrizar, canónigo de México, y se le arrestó en el castillo de Ulúa. Fue llevado a España el doctor don Antonio López Portillo, porque se le supuso autor de la impugnación de cierta carta pastoral del arzobispo de México Lorenzana, que, como el de Puebla Fuero, se mostró enemigo de los jesuitas. No se le probó a Portillo la calumnia pero se le destinó a la catedral de Valencia por que decía su prelado (según es voz común) que no convenía que existiese en México un sabio de tal tamaño que había merecido de un claustro de esta universidad compuesto de noventa doctores que le concediese gratis las cuatro borlas de las facultades mayores, y que su retrato se colocase en el general de esta ilustre academia. El gobierno suspicaz de Madrid entre varias medidas de precaución y espionaje, mandó que se averiguase el modo de opinar de los señores obispos con respecto a la expulsión de los jesuitas, resultó que el de Guadalajara había indicado sentimiento, y su conducta a buen componer fue tachada en la corte. Esta prohibió que se hablase en pro ni en contra de esta providencia ejecutada... por motivos reservados a la real conciencia de su majestad; determinación que se consignó como ley en el código recopilado de Castilla; pero la misma corte, o dígase mejor, el gobierno faltando a su mandato, publicó por la imprenta real un folleto en que por orden cronológico se cuentan excesos cometidos por la Compañía desde los días de su instalación. En fin, los jesuitas no fueron ni por fuero y derecho vencidos en juicio; y como la presunción favorable a todo reo siempre se toma de   —314→   la falta de audiencia de este, la de los jesuitas, al no bastó para su completa apología, a lo menos dejó abierto el camino para que el público y la posteridad los juzgase y absolviese. Estanlo hoy y muy ampliamente, pues se hallan repuestos no solo en Roma y en no pocas ciudades de Europa, sino también en los llamados países clásicos de la libertad civil. Existen en Francia, Norte América y en Buenos Aires; su espíritu de caridad ha renacido donde se han presentado a anunciar la paz y el Evangelio; semejante la Compañía a una pequeña luz que estando a punto de apagarse se reanima o ilumina con grande esplendor, así aparece hoy de nuevo por el mundo cristiano, y en medio de las naciones gentiles. Si alguno dudare de esta verdad y fuese para él un problema esta ilustre Compañía, yo le suplico que recorra la inmensa extensión de esta América. ¿Qué país por montañoso y estéril hay en ella que no lo hayan visitado estos hombres singulares? ¿Qué bosques y montañas que no hayan resonado con sus voces? ¿Qué nación bárbara y gentil que con ellas no hayan sido atraída al sendero de la verdad? Ninguna...






Arriba Conclusión

Repuesto Fernando VII al trono de España, una de las primeras providencias que dictó para asegurarse en él, fue la reposición de los jesuitas; fuéronlo en México el 19 de mayo de 1815; pero restablecida la constitución de Cádiz en España las cortes decretaron su extinción de la monarquía, cuya declaración mandó hacer efectiva el mismo soberano en decreto de 6 de setiembre del mismo año, y el virrey conde del Venadito en 23 de enero de 1821, aunque muy a pesar suyo. La nación mexicana, representada por el primer congreso de Chilpancingo, y asistido este por el excelentísimo señor don José María Morelos, había decretado antes su restitución por decreto de 6 de noviembre de 1813, a solicitud mía, el cual no tuvo su efecto porque la independencia mexicana no pudo realizarse hasta 28 de setiembre de 1821 en que se extendió la acta en la villa de Tacubaya por la junta sobe rana que allí reunió el excelentísimo señor don Agustín Iturbide. Propúsose su reposición en la misma junta; pero esta acordó se reservase la resolución de este asunto al primer congreso general. Grandes novedades ocurridas durante el periodo de su existencia no permitieron tratar este negocio, y para cuya resolución se hallaban reunidas muchísimas representaciones de corporaciones y pueblos que clamaban ardientemente   —315→   por la reposición de la compañía. Yo me abstuve de suscitar esta pretensión (que jamás he perdido de vista) porque me parecía impolítica hacerlo hallándose en México el padre doctor don Francisco Mendizábal designado provincial por el muy reverendo padre general, a quien de derecho tocaba hacerlo; pero verificada su muerte, y dejando concluida una representación para el congreso general, juzgué que era el tiempo más oportuno para reproducirla. Por desgracia estábamos en los últimos días de las sesiones ordinarias, y ya no fue posible presentar a discusión este proyecto; la representación formada por mí estaba suscrita por tres señores obispos y crecido número de personas de la primera distinción de México. Agitaciones extraordinarias de la república me impusieron silencio, y reasumido el mando por el excelentísimo señor general don Antonio López de Santa-Anna en virtud de las bases acordadas, a solicitud mía se sirvió expedir en 21 de junio de 1843 el decreto siguiente.

El coronel Valentín Canalizo, general de división, gobernador y comandante general del departamento de México. Por el ministerio de justicia e instrucción pública se me ha comunicado con fecha de ayer el decreto siguiente.

El excelentísimo señor presidente provisional de la república mexicana se ha servido expedir el decreto que sigue.

Antonio López de Santa-Anna, benemérito de la patria, general de división y presidente provisional de la república mexicana, a todos sus habitantes, sabed: que considerando que los medios de fuerza y de conquista no han sido suficientes en más de trescientos años para introducir los usos de la civilización en las tribus bárbaras que habitan todavía algunos de nuestros departamentos fronterizos, y que los talan y destruyen haciendo una guerra salvaje y sin cuartel: que la religión de la compañía de Jesús se ha dedicado siempre con un laudable celo a la reducción de los indios bárbaros predicándoles una religión dulce, humana y eminentemente civilizadora: que varias autoridades de aquellos departamentos, y muchos ciudadanos de los que más se distinguen por su adhesión a los principios liberales bien entendidos, han recomendado esta medida como muy capaz de contribuir a la seguridad del territorio donde residen las tribus errantes, y que esa instrucción es admitida en los Estados-Unidos y en otras repúblicas de América sin mengua ni perjuicio de la forma de gobierno republicano ni de las libertades   —316→   que tanta sangre ha costado establecer en América; en uso de las facultades que me concede la séptima de las bases acordadas en Tacubaya y sancionadas por voluntad de la nación, he tenido a bien decretar lo contenido en el artículo siguiente.

Podrán establecerte misiones de la compañía de Jesús en los departamentos de Californias, Nuevo-México, Sonora, Sinaloa, Durango, Chihuahua, Coahuila y Tejas con el exclusivo objeto de que se dediquen a la civilización de las tribus llamadas bárbaras por medio de la predicación del Evangelio, para que de este modo se asegure más la integridad de nuestro territorio.

Por tanto, mando se imprima, publique, circule y se le dé el debido cumplimiento. Palacio del gobierno nacional en Tacubaya a 21 de junio de 1843. -Antonio López de Santa-Anna. -Pedro Vélez, ministro de justicia e instrucción pública.

Y tengo el honor de comunicarlo a vuestra excelencia para su inteligencia y debido cumplimiento, disponiendo al efecto su publicación inmediatamente.

Dios y libertad. México junio 21 de 1843. -Vélez. -Excelentísimo señor gobernador de este departamento.

Y para que llegue a noticia de todos, mando se publique por bando en esta capital y en las demás ciudades, villas y lugares de la comprensión de este departamento, fijándose en los parajes acostumbrados y circulándose a quienes toque cuidar de su observancia. Dado en México a 22 de junio de 1843. -Valentín Canalizo. -Luis G. de Chávarri, secretario.



La asamblea de Guatemala en decreto de igual fecha del mes de julio y del mismo año, permitió la reposición de la Compañía ampliamente en aquella república. Tal es la historia de este establecimiento religioso, cuya reposición y conservación que presenta peligros, dificultades y escollos, ha corrido de cuenta del cielo... Ríndele, por tanto, las más humildes gracias por tamaño bien concedido a la humanidad, para que el nombre glorioso de Jesucristo y su evangelio sea anunciado por toda la redondez de la tierra. Pongo punto a estas líneas suplicando a la sombra generosa del padre Alegre perdone el atrevimiento que he tenido de haber añadido este pobre suplemento como   —317→   quien zurce un remiendo de jerga a una capa de púrpura: y el generoso impresor de esta obra (el señor coronel don José Mariano Lara) reciba también las gracias más expresivas por la magnanimidad con que ha continuado su impresión sin pedir ni un real del copioso adeudo que a su favor tiene, por no haber sido posible completar los precisos gastos de la impresión, debido a la fatalidad de los tiempos.

México 19 de setiembre de 1943. -Licenciado Carlos María Bustamante.




 
 
FIN DE LA OBRA
 
 
 
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