Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo XI

Alojado el ejército en Tezcuco, vienen los nobles a tomar servicio en él; restituye Cortés aquel reino al legítimo sucesor, dejando al tirano sin esperanza de restablecerse


Puso Hernán Cortés su principal cuidado en que perdiesen el miedo los paisanos. Mandó a los suyos que les hiciesen todo buen pasaje, tratando sólo de ganar aquellos ánimos que ya se debían mirar como rendidos; y pasó esta orden con mayor aprieto a las naciones confederadas por medio de sus cabos, cuya obediencia fue más reparable, porque se hallaban en tierra enemiga, enseñados a las violencias de su milicia, y no sin alguna presunción de vencedores. Pero respetaban tanto a Cortés, que no contentos con reprimir su ferocidad y su costumbre, trataban de familiarizarse con todos, publicando la paz con la voz y con las demostraciones. Quedó aquella noche el ejército en los palacios del rey fugitivo; y eran tan capaces que hallaron bastante alojamiento en ellos los españoles con alguna parte de los tlascaltecas; y los demás se acomodaron en las calles cercanas, fuera de cubierto, por evitar la extorsión de los vecinos.

Por la mañana vinieron algunos ministros de los ídolos a solicitar el buen pasaje de sus feligreses, agradeciendo el que hasta entonces habían experimentado; y propusieron a Cortés, que la nobleza de aquella ciudad esperaba su permisión para venir a ofrecerle su obediencia y su amistad: a cuya demanda satisfizo, concediendo en uno y otro cuanto le pedían, sin necesitar mucho de afectar el agrado, porque deseaba lo que concedía. Y poco después llegaron aquellos nobles, en el traje de que solían usar para sus actos públicos, y acaudillados al parecer por un mozo de poca edad y gentil disposición que habló por todos, presentando a Cortés aquella tropa de soldados que venían a servir en su ejército, deseando merecer con sus hazañas la sombra de sus banderas. A que añadió pocas palabras, dichas con cierta energía y gravedad, que solicitaba la atención sin desazonar el rendimiento. Escuchóle no sin admiración Hernán Cortés, y se pagó tanto de su elocuencia y despejo, sobre lo bien que le sonaba la misma oferta, que se arrojó a sus brazos sin poderse reprimir; pero atribuyendo a su discreción los excesos del gusto, volvió a componer el semblante para responder menos alborozado a su proposición.

Fueron llegando los demás, y después de cumplir con las ceremonias del primer obsequio, se quedó Hernán Cortés con el que vino por su adalid, y con algunos de los que parecían más principales; y llamando a sus intérpretes averiguó a pocas instancias de su cuidado, todo lo que tenía dispuesto el cacique, por complacer a los mejicanos; el artificio con que ofreció el alojamiento de aquella ciudad a los españoles; la falta de valor con que volvió las espaldas al primer rumor de su peligro; y últimamente, dieron a entender que haría poca falta donde se aborrecía su persona, y se celebraba su ausencia como felicidad de sus vasallos: punto en que los apuró Hernán Cortés, porque le importaba servirse de aquella mala voluntad para establecer su plaza de armas; y halló en la respuesta cuanto pudiera fingir su deseo, porque no sin algún conocimiento del fin a que se iban encaminando sus preguntas, le refirió el más anciano de aquellos nobles: «que Cacumatzin, señor de Tezcuco, no era dueño propietario de aquella tierra, sino un tirano, el más horrible que llegó a producir entre sus monstruos la naturaleza; porque había muerto violentamente y por sus manos a Nezabal, su hermano mayor, para echarle de la silla, y arrancar de sus sienes la corona: que aquel príncipe, a quien había tocado el hablar por todos, como el primero de los nobles, era hijo legítimo del rey difunto; pero que su corta edad negoció el perdón, o mereció el desprecio del tirano: y él, conociendo el peligro que le amenazaba, supo esconder su queja con tanta sagacidad, que ya pasaba por falta de espíritu su disimulación: que toda esta maldad se había fraguado y dispuesto con noticia y asistencias del emperador mejicano que antecedió a Motezuma, y de nuevo le favorecía el emperador que reinaba entonces, procurando servirse de su alevosía para destruir a los españoles. Pero que la nobleza de Tezcuco aborrecía mortalmente las violencias de Cacumatzin, y todos sus pueblos tenían por insufrible su dominio, porque sólo trataba de oprimirlos, errando el camino de sujetarlos».

En este sentir se hizo entender aquel anciano, y apenas lo acabó de percibir Hernán Cortés cuando le ocurrió en un instante lo que debía ejecutar. Acercóse al príncipe desposeído con algo de mayor reverencia, y poniéndole a su lado convocó los demás nobles que aguardaban su resolución, y les dijo mandando levantar la voz a sus intérpretes: «aquí tenéis, amigos, al hijo legítimo de vuestro legítimo rey. Ese injusto dueño que tiene mal usurpada vuestra obediencia, empuñó el cetro de Tezcuco, recién teñido en la sangre de su hermano mayor; y como no es dada la ciencia de conservar a los tiranos, reinó como se hizo rey, despreciando el aborrecimiento por conseguir el temor de sus vasallos, y tratando como esclavos a los que habían de tolerar su delito; y últimamente con la vileza de abandonaros en el riesgo, desestimando vuestra defensa, os ha descubierto su falta de valor, y puesto en las manos el remedio de vuestra infelicidad. Pudiera yo, si no fueran otras mis obligaciones, servirme de vuestro desamparo, y recurrir al derecho de la guerra, sujetando esta ciudad que tengo, como veis, al arbitrio de mis armas; pero los españoles nos inclinamos dificultosamente a la sinrazón; y no siendo en la sustancia vuestro rey el que nos hizo la ofensa, ni vosotros debéis padecer como vasallos suyos, ni este príncipe quedar sin el reino que le dio la naturaleza; recibidle de mi mano, como lo recibisteis del cielo: dadle por mí la obediencia que le debéis por la sucesión de su padre; suba en vuestros hombros a la silla de sus mayores: que yo, menos atento a mi conveniencia que a la equidad y a la justicia, quiero más su amistad que su reino, y más vuestro agradecimiento que vuestra sujeción».

Tuvo grande aplauso esta proposición de Cortés entre aquellos nobles. Oyeron lo que deseaban, o se hallaron sin lo que temían; porque unos se arrojaron a sus pies, agradeciendo su benignidad, y otros acudiendo primero a la obligación natural, se adelantaron a besar la mano a su príncipe. Divulgóse luego esta noticia en la ciudad; y empezaron las voces a manifestar el alborozo del pueblo, que tardó poco en significar su aceptación con los gritos, bailes y juegos de que usaban en sus fiestas, sin perdonar demostración alguna de aquellas con que suele adornar sus locuras el contento popular.

Reservóse para el día siguiente la coronación del nuevo rey, que se celebró con toda la solemnidad y ceremonia que ordenaban sus leyes municipales, asistiendo al acto Hernán Cortés, como dispensador o donatario de la corona; con que tuvo su participación del aura popular, y quedó más dueño de aquella gente que si la hubiera conquistado: siendo éste uno de los primores que le dieron nombre de advertido capitán; porque le importaba en todo caso tener por suya esta ciudad para la empresa de Méjico, y halló camino de obligar al nuevo rey con el mayor de los beneficios temporales; de interesar a la nobleza en su restitución, dejándola irreconciliable con el tirano, de ganar al pueblo con su desinterés y justificación; y últimamente de conseguir la seguridad de su cuartel, que por otro medio fuera dudosa o más aventurada: quedando sobre todo con mayor satisfacción de haber hecho en el desagravio de aquel príncipe lo que pedía la razón; porque a vista de lo que importaban las demás conveniencias, daba el primer lugar a esta resolución por ser más de su genio, y porque siempre suponían algo menos en su estimación las operaciones de la prudencia, que los aciertos de la generosidad.




ArribaAbajoCapítulo XII

Bautízase con pública solemnidad el nuevo rey de Tezcuco; y sale con parte de su ejército Hernán Cortés a ocupar la ciudad de Iztapalapa, donde necesitó de toda su advertencia para no caer en una celada que le tenían prevenida los mejicanos


Quedó Hernán Cortés aplaudido y venerado entre aquella gente; la nobleza se declaró su parcial, y enemiga de los mejicanos; volvióse a poblar la ciudad, restituyéndose a sus casas las familias que se habían retirado a los montes; y aquel príncipe vivía tan dependiente y tan rendido a Cortés, que no solamente le ofreció sus milicias, y servir a su lado en la empresa de Méjico, pero le consultaba cuanto disponía; y aunque mandaba entre los suyos como rey, en llegando a su presencia, tomaba la persona de súbdito, y le respetaba como a superior. Sería de hasta diez y nueve o veinte años, y tenía capacidad de hombre nacido en tierra menos bárbara, de cuya buena disposición se sirvió Hernán Cortés para introducirle algunas veces en la plática de la religión, y halló en su modo de atender y discurrir un género de propensión a lo más seguro, que le puso en esperanzas de reducirle; porque se desagradaba de los sacrificios violentos de su nación, tenía por vicio la crueldad, y confesaba que no podían ser amigos del género humano los dioses que se aplacaban con la sangre del hombre. Entró en estas conversaciones fray Bartolomé de Olmedo, y hallándole tan dudoso en el error como inclinado a la verdad, le tuvo en pocos días capaz de recibir el bautismo, cuya función se hizo públicamente, y con gran solemnidad, tomando por su elección el nombre de don Hernando Cortés en obsequio de su padrino.

Trabajábase ya en la obra de los canales, por donde se comunicaba la laguna con las acequias de la ciudad, y este príncipe dio seis o siete mil indios, vasallos suyos, para que los hiciesen de mayor latitud y profundidad, según las medidas que se habían dado a los bergantines. Y porque deseaba Hernán Cortés caminar al mismo tiempo en algunas operaciones que parecían necesarias para facilitar la empresa de Méjico, determinó pasar con parte de sus fuerzas a la ciudad de Iztapalapa, puesto avanzado seis leguas adelante, para quitar aquel abrigo a las canoas mejicanas que se acercaban algunas veces a impedir el trabajo de los gastadores; a cuya resolución le obligó también la conveniencia de traer en algún ejercicio a los indios confederados, que se mantenían quietos en la ociosidad a fuerza del respeto, y no sin alguna fatiga del cuidado.

Estaba situada, como dijimos, la ciudad de Iztapalapa en la misma calzada por donde hicieron su primera entrada los españoles, y en tal disposición que ocupando alguna parte de la tierra quedaba el mayor número de sus edificios, que pasarían de diez mil casas, dentro de la misma laguna, cuyas vertientes se introducían por acequias en la población terrestre al arbitrio de unas compuertas que dispensaban el agua según la necesidad. Tomó Hernán Cortés a su cargo esta facción, y llevó consigo a los capitanes Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid con trescientos españoles, y hasta diez mil tlascaltecas; y aunque intentó seguirle con sus milicias el nuevo rey de Tezcuco, no se lo permitió, dándole a entender que sería más útil su persona en la ciudad; cuyo gobierno militar dejó encargado a Gonzalo de Sandoval, y a los dos, con todas las instrucciones que parecieron necesarias para la seguridad del cuartel, y los demás accidentes que se podían ofrecer en su ausencia.

Ejecutóse la marcha por el camino de la tierra, con intento de ocupar la ciudad por aquella parte, y desalojar después a los vecinos de la otra banda con la artillería y bocas de fuego, según lo dictase la ocasión. Pero no faltaron noticias de este movimiento al enemigo; porque apenas dio vista el ejército a la plaza cuando se reconoció a poca distancia de sus muros un grueso de hasta ocho mil hombres que habían salido a intentar su defensa en la campaña con tanta resolución, que hallándose inferiores en número, aguardaron hasta medir las armas, y pelearon valerosamente; lo que bastó al parecer para retirarse con alguna reputación, porque a breve rato se fueron recogiendo a la ciudad, y sin guarnecer la entrada ni cerrar las puertas desaparecieron arrojándose al lado desordenadamente; pero conservando en la misma fuga los bríos y las amenazas del combate.

Conoció Hernán Cortés que aquel género de retirada tenía señas de llamarle a mayor riesgo, y trató de introducir su ejército en la ciudad con todo el cuidado que pedían aquellos indicios; pero se hallaron totalmente abandonados los edificios de la tierra; y aunque duraba el rumor de los enemigos en la parte del agua, resolvió, con el parecer de sus cabos, mantener aquel puesto y alojarse dentro de los muros sin pasar a mayor empeño, porque iba faltando el día para entrar en nueva operación. Pero apenas tomaron cuerpo las primeras sombras de la noche, cuando se reparó en que rebosaban por todas partes las acequias, corriendo el agua impetuosamente a lo más bajo; y Hernán Cortés conoció a la primera vista que los enemigos trataban de inundar aquella parte de la ciudad, y que levantando las compuertas del lago mayor lo podrían conseguir sin dificultad: riesgo inevitable que le obligó a dar apresuradamente las órdenes para la retirada, en cuya ejecución se ganaron los instantes, y todavía escapó la gente con el agua sobre las rodillas.

Salió Hernán Cortés asaz mortificado, y mal satisfecho de no haber prevenido aquel engaño de los indios, como si cupiera todo en su vigilancia, o no tuviera sus límites la humana providencia. Sacó su ejército a la campaña por el camino de Tezcuco, donde pensaba retirarse, dejando para mejor ocasión la empresa de Iztapalapa que ya no era posible sin aplicar mayores fuerzas por la parte de la laguna, y traer embarcaciones con qué desviar de aquel paraje a los mejicanos. Alojóse como pudo en una montañuela segura de la inundación, donde se padeció grande incomodidad, mojada la gente y sin defensa contra el frío de la noche; pero tan animosa que no se oyó una desazón entre los soldados; y Hernán Cortés que andaba por los ranchos infundiendo paciencia con su ejemplo, hacía sus esfuerzos para esconder en las amenazas del enemigo el desaire de su engaño, o el escrúpulo de su inadvertencia.

Prosiguióse la retirada como estaba resuelta con los primeros indicios de la mañana, y se alargó el paso, más porque necesitaba la gente del ejercicio para entrar en calor, que porque se recelase nueva invasión; pero declarado el día, se descubrió un grueso de innumerables enemigos que venían siguiendo la huella del ejército. No se dejó la marcha por este accidente; pero se caminó a paso lento para cansar el enemigo con la dilatación del alcance, aunque los soldados se movían con dificultad, clamando por detenerse a tomar satisfacción unos de la ofensa, y otros de la incomodidad padecida, cada cual según el dolor que mandaba en el ánimo, y todos con la venganza en el corazón.

Hizo alto el ejército y se volvieron las caras cuando pareció conveniente, y los enemigos acometieron con la misma precipitación que seguían; pero las ballestas de los españoles, que por venir mojada la pólvora no sirvieron las bocas de fuego, y los arcos de los tlascaltecas detuvieron el primer ímpetu de su ferocidad, y al mismo tiempo cerraron los caballos haciendo lugar a las demás tropas amigas que rompieron a todas partes por aquella muchedumbre desordenada, y la obligaron brevemente a ceder la campaña con pérdida considerable.

Volvió Hernán Cortés a su marcha sin detenerse a deshacer enteramente a los fugitivos, porque necesitaba de todo el día para llegar a su cuartel antes de la noche. Pero los enemigos, tan diligentes en retirarse como en rehacerse, le volvieron a embestir segunda y tercera vez, sin escarmentar con el estrago que padecían, hasta que temiendo el peligro de acercarse a Tezcuco, donde tenían su fuerza principal los españoles, se volvieron a Iztapalapa, quedando con bastante castigo de su atrevimiento, pues murieron en esta repetición de combates más de seis mil indios; y aunque hubo en el ejército de Cortés algunos heridos, faltaron sólo dos tlascaltecas y un caballo, que cubierto de flechas y cuchilladas conservó su respiración hasta retirar a su dueño.

Celebró Hernán Cortés y todo su ejército este principio de venganza, como enmienda o satisfacción de lo que se había padecido; y poco antes de anochecer se hizo la entrada en la ciudad, con tres o cuatro victorias de paso que dieron garbo a la facción, o quitaron el horror a la retirada.

Pero no se puede negar que los mejicanos tenían bien dispuesto su estratagema: hicieron salida para llamar al enemigo; dejáronse cargar para empeñarle; fingieron que se retiraban para introducirle dentro del riesgo; dejaron abandonadas las habitaciones que intentaban inundar; y tenían mayor ejército prevenido para no aventurar el suceso. Vean los que desacreditan esta guerra de los indios, si eran, como dicen, rebaños de bestias sus ejércitos; y si tenían cabeza para disponer, puesto que les dejaban la ferocidad para las ejecuciones. Necesitó Hernán Cortés de toda su diligencia para escapar de sus asechanzas, y quedó con admiración, o poco menos que envidia, de lo bien que habían dispuesto su estratagema, por ser estos ardides o engaños que se hacen al enemigo uno de los primores militares de que se precian mucho los soldados, teniéndolos no sólo por razonables, sino por justos, particularmente cuando es justa la guerra en que se practican; pero en nuestro sentir les basta el atributo de lícitos, aunque alguna vez puedan llamarse justos, por la parte que tienen de castigar inadvertencias y descuidos, que son las mayores culpas de la guerra.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Piden socorro a Cortés las provincias de Chalco y Otumba contra los mejicanos: encarga esta facción a Gonzalo de Sandoval y a Francisco de Lugo, los cuales rompen al enemigo, trayendo algunos prisioneros de cuenta, por cuyo medio requiere con la paz al emperador mejicano


Tenía Hernán Cortés en Tezcuco frecuentes visitas de los caciques y pueblos comarcanos que venían a dar la obediencia y ofrecer sus milicias: súbditos mal tratados y quejosos del emperador mejicano, cuya gente de guerra los oprimía y disfrutaba con igual desprecio que inhumanidad. Entre los cuales llegaron a esta sazón unos mensajeros en diligencia de las provincias de Chalco y Otumba, con noticia de que se hallaba cerca de sus términos un ejército poderoso del enemigo que traía comisión de castigarlos y destruirlos, porque se habían ajustado con los españoles. Mostraban determinación de oponerse a sus intentos, y pedían socorro de gente con que asegurar su defensa: instancia que pareció, no sólo puesta en razón, sino de propia conveniencia, porque importaba mucho que no hiciesen pie los mejicanos en aquel paraje, cortando la comunicación de Tlascala, que se debía mantener en todo caso. Partieron luego a este socorro los capitanes Gonzalo de Sandoval y Francisco de Lugo con doscientos españoles, quince caballos y bastante número de tlascaltecas, entre los cuales fueron con tolerancia de Cortés, algunos de esta nación que porfiaban sobre retirar a su tierra los despojos que habían adquirido: permisión en que se consideró, que aguardándose nuevas tropas de la república, importaría llamar aquella gente con el cebo del interés, y con esta especie de libertad.

Iban estos miserables, trocado el nombre de soldados en el de indios de carga, con el bagaje del ejército; y como reguló el peso la codicia, sin atender a la paciencia de los hombros, no podían seguir continuamente la marcha, y se detenían algunas veces para tomar aliento, de lo cual advertidos los mejicanos, que tenían emboscado en los maizales el ejército de la laguna, les acometieron en una de estas mansiones, no sólo, al parecer, para despojarlos, porque hicieron el asalto con grandes voces, y trataron al mismo tiempo de formar sus escuadrones, con señas de provocar a la batalla. Volvieron al socorro Sandoval y Lugo, y acelerando el paso, dieron con todo el grueso de su gente sobre las tropas enemigas, tan oportuna y esforzadamente, que apenas hubo tiempo entre recibir el choque y volver las espaldas.

Dejaron muertos seis o siete tlascaltecas de los que hallaron impedidos y desarmados, pero se cobró la presa, mejorada con algunos despojos del enemigo; y se volvió a la marcha, poniendo mayor cuidado en que no se quedasen atrás aquellos inútiles, cuyo desabrimiento duró hasta que penetrando el ejército los términos de Chalco, reconocieron poco distantes los de Tlascala, y se apartaron a poner en salvo lo que llevaban, dejando a Sandoval sin el embarazo de asistir a su defensa.

Habían convocado los enemigos todas las milicias de aquellos contornos para castigar la rebeldía de Chalco y Otumba; y sabiendo que venían los españoles al socorro de ambas naciones, se reforzaron con parte de las tropas que andaban cerca de la laguna; y formando un ejército de bulto formidable, tenían ocupado el camino con ánimo de medir las fuerzas en campaña. Avisado a tiempo Lugo y Sandoval, y dadas las órdenes que parecieron necesarias, se fueron acercando, puesta en batalla la gente, sin alterar el paso de la marcha. Pero se detuvieron a vista del enemigo los españoles con sosegada resolución, y los tlascaltecas con mal reprimida inquietud, para examinar desde más cerca el intento de aquella gente. Hallábanse los mejicanos superiores en el número; y con ambición de ser los primeros en acometer, se adelantaron atropelladamente como solían, dando sin alcance la primera carga de sus armas arrojadizas. Pero mejorándose al mismo tiempo los dos capitanes después de lograr con mayor efecto el golpe de los arcabuces y ballestas, echaron delante los caballos, cuyo choque horrible siempre a los indios, abrió camino para que los españoles y los tlascaltecas entrasen rompiendo aquella multitud desordenada, primero con la turbación, y después con el estrago. Tardó poco en declararse por todas partes la fuga del enemigo; y llegando a esté tiempo las tropas de Chalco y Otumba que salieron de la vecina ciudad al rumor de la batalla, fue tan sangriento el alcance, que a breve rato quedó totalmente deshecho el ejercito de los mejicanos, y socorridas aquellas dos provincias aliadas con poca o ninguna pérdida.

Reserváronse para tomar noticias ocho prisioneros que parecían hombres de cuenta; y aquella noche pasó el ejército a la ciudad, cuyo cacique después de haber cumplido con su obligación en el obsequio de los españoles, se adelantó a prevenir el alojamiento, y tuvo abundante provisión de víveres y regalos para toda la gente, sin olvidar el aplauso de la victoria, reducido según su costumbre al ordinario desconcierto de los regocijos populares. Eran los chalqueses enemigos de los tlascaltecas, como súbditos del emperador mejicano, y con particular oposición sobre dependencias de confines; pero aquella noche quedaron reconciliadas estas dos naciones, a instancia y solicitud de los chalqueses, que se hallaron obligados a los tlascaltecas, por lo que habían cooperado en su defensa; conociendo al mismo tiempo que para durar en la confederación de Cortés, necesitaban de ser amigos de sus aliados. Mediaron los españoles en el tratado, y juntos los cabos y personas principales de ambas naciones, se ajustó la paz con aquellas solemnidades y requisitos que se usaban en este género de contratos: obligándose Gonzalo de Sandoval y Francisco de Lugo a recabar el beneplácito de Cortés, y los tlascaltecas a traer la ratificación de su república.

Hecho este socorro con tanta reputación y brevedad, se volvieron Sandoval y Lugo con su ejército a Tezcuco, llevando consigo al cacique de Chalco, y algunos de los indios principales que quisieron rendir personalmente a Cortés las gracias de aquel beneficio, poniendo a su disposición las tropas militares de ambas provincias. Tuvo grande aplauso en Tezcuco esta facción; y Hernán Cortés honró a Gonzalo de Sandoval y a Francisco de Lugo con particulares demostraciones, sin olvidar a los cabos de Tlascala; y recibió con el mismo agasajo a los chalqueses, admitiendo sus ofertas, y reservando el cumplimiento de ellas para su primer aviso. Mandó luego traer a su presencia los ocho prisioneros mejicanos, y los esperó en medio de sus capitanes, previniéndose para recibirlos de alguna severidad. Llegaron ellos confusos y temerosos, con señas de ánimo abatido, y mal dispuesto a recibir el castigo, que tenían por irremisible. Mandólos desatar; y deseando lograr aquella ocasión de justificar entre los suyos la guerra que intentaba con otra diligencia de la paz, y hacerse más considerable al enemigo con su generosidad, los habló por medio de sus intérpretes en esta sustancia.

«Pudiera, según el estilo de vuestra nación, y según aquella especie de justicia en que se hallan su razón las leyes de la guerra, tomar satisfacción de vuestra iniquidad, sirviéndome del cuchillo y el fuego para usar con vosotros de la misma inhumanidad que usáis con vuestros prisioneros; pero los españoles no hallamos culpa digna de castigo en los que se pierden sirviendo a su rey, porque sabemos diferenciar a los infelices de los delincuentes: y para que veáis lo que va de vuestra crueldad a nuestra clemencia, os hago donación a un tiempo de la vida y de la libertad. Partid luego a buscar las banderas de vuestro príncipe, y decidle de mi parte, pues sois nobles y debéis observar la ley con que recibís el beneficio, que vengo a tomar satisfacción de la mala guerra que se me hizo en mi retirada, rompiendo alevosamente los pactos con que me dispuse a ejecutarla; y sobre todo, a vengar la muerte del gran Motezuma, principal motivo de mi enojo. Que me hallo con un ejército en que no sólo viene multiplicado el número de los españoles invencibles, sino alistadas cuantas naciones aborrecen el nombre mejicano; y que brevemente le pienso buscar en su corte con todos los rigores de una guerra que tiene al cielo de su parte, resuelto a no desistir de tan justa indignación, hasta dejar reducidos a polvo y ceniza todos sus dominios, y anegada en la sangre de sus vasallos la memoria de su nombre. Pero si todavía por excusar la propia ruina y la desolación de sus pueblos, se inclinare a la paz, estoy pronto a concedérsela con aquellos partidos que fueren razonables; porque las armas de mi rey, imitando hasta en esto los rayos celestiales, hieren sólo donde hallan resistencia, más obligados siempre a los dictámenes de la piedad, que a los impulsos de la venganza.»

Dio fin a su razonamiento, y señalando escolta de soldados españoles a los ocho prisioneros, ordenó que se les diese luego embarcación para que se retirasen por la laguna; y ellos arrojándose a sus pies mal persuadidos a la diferencia de su fortuna, ofrecieron poner esta proposición en la noticia de su príncipe, facilitando la paz con oficiosa prontitud; pero no volvieron con la respuesta, ni Hernán Cortés hizo esta diligencia, porque le pareciese posible reducir entonces a los mejicanos, sino por dar otro paso en la justificación de sus armas, y acreditar con aquellos bárbaros su clemencia: virtud que suele aprovechar a los conquistadores, porque dispone los ánimos de los que se han de sujetar, y amable siempre hasta en los enemigos, o parece bien a los que tienen uso de razón, o se hace por lo menos respetar de los que no la conocen.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Conduce los bergantines a Tezcuco Gonzalo de Sandoval; y entre tanto que se dispone su apresto y última formación, sale Cortés a reconocer con parte del ejército las riberas de la laguna


Llegó en esta sazón la noticia de que se habían acabado los bergantines, y Martín López avisó a Cortés que trataría luego de su construcción; porque la república de Tlascala tenía prontos diez mil tamemes o indios de carga, los ocho mil que parecían necesarios para llevar la tablazón, jarcias, herraje y demás adherentes, y los dos mil que irían de repuesto para que se fueren alternando y sucediendo en el trabajo, sin comprender en este número a los que se habían de ocupar en el transporte de los víveres para el sustento de esta gente, y de quince a veinte mil hombres de guerra, con sus cabos que aguardaban esta ocasión para marchar al ejército, con los cuales partiría de aquella ciudad el día siguiente, resuelto a esperar en la última población de Tlascala el convoy de los españoles que había de salir al camino; porque no se atrevería sin mayores fuerzas a intentar el tránsito peligroso de la tierra mejicana. Eran aquellos bergantines la única prevención que faltaba para estrechar el sitio de Méjico, y Hernán Cortés celebró esta noticia con tal demostración, que la hizo plausible a todo el ejército. Encargó luego el convoy a Gonzalo de Sandoval con doscientos españoles, quince caballos y algunas compañías de tlascaltecas, para que unidos con el socorro de la república, pudiesen resistir a cualquiera invasión de los mejicanos.

Antonio de Herrera dice que salieron de Tlascala con el maderamen de los bergantines ciento y ochenta mil hombres de guerra: número que de muy inverosímil se pudiera buscar entre las erratas de la impresión. Quince mil dice Bernal Díaz del Castillo: más fácil es de creer, sobre los que asistían al ejército. Encargó la república el gobierno de esta gente a uno de los señores o caciques de los barrios, que se llamaba Chechimecal, mozo de veinte y tres años; pero de tan elevado espíritu, que se tenía por uno de los primeros capitanes de su nación. Salió Martín López, de Tlascala, con ánimo de aguardar el socorro de los españoles en Gualipar, población poco distante de los confines mejicanos. Disonó mucho a Chechimecal esta detención, persuadido a que bastaba su valor y el de su gente para defender aquella conducta de todo el poder mejicano; pero últimamente se redujo a observar las órdenes de Cortés, ponderando como hazaña la obediencia. Dispuso Martín López la marcha, empezando a llevar cuidadosa y ordenada la gente desde que salió de la ciudad. Iban delante los arcos y las hondas, con algunas lanzas de guarnición, en cuyo seguimiento marchaban los tamemes y el bagaje, y después el resto de la gente cubriendo la retaguardia: con que llegó el caso de verse puesta en ejecución la rara novedad de conducir bajeles por tierra; los cuales, si nos fuera lícito incurrir en alguna de las metáforas, que tal vez se hallan en la historia, se pudiera decir que iban como empezando a navegar sobre hombros humanos, entre aquellas hondas que al parecer se formaban de los peñascos y eminencias del camino: admirable invención de Cortés, que se vio entonces practicada, y al referirse cómo sucedió, parece soñada la verdad, o que toman los ojos el oficio de la fantasía.

Caminaba entretanto Gonzalo de Sandoval la vuelta de Tlascala, y se detuvo un día en Zulepeque, lugar poco distante del camino, que andaba fuera de la obediencia, sobre ser el mismo donde sucedió la muerte insidiosa de aquellos pobres españoles de la Vera-Cruz que pasaban a Méjico. Llevaba orden para castigar o reducir de paso esta población; pero apenas volvió el ejército la frente para torcer la marcha, cuando los vecinos desampararon el lugar huyendo a los montes. Envió Gonzalo de Sandoval tres o cuatro compañías de tlascaltecas, con algunos españoles en alcance de los fugitivos, y entrando en el pueblo, creció su irritación y su impaciencia con algunas señas lastimosas de la pasada iniquidad. Hallóse un rótulo escrito en la pared con letras de carbón que decía: «en esta casa estuvo preso el sin ventura Juan Yuste con otros muchos de su compañía». Y se vieron poco después en el adoratorio mayor las cabezas de los mismos españoles maceradas al fuego para defenderlas de la corrupción: pavoroso espectáculo que conservando los horrores de la muerte, daba nueva fealdad a los horribles simulacros del demonio. Excitó entonces la piedad los espíritus de la ira; y Gonzalo de Sandoval resolvió salir con toda su gente a castigar aquella execrable atrocidad con el último rigor; pero apenas se dispuso a ejecutarlo, cuando volvieron las compañías que avanzaron de su orden, con grande número de prisioneros, hombres, mujeres y niños, dejando muertos en el monte a cuantos quisieron escapar o tardaron en rendirse. Venían maniatados y temerosos, significando con lágrimas y alaridos su arrepentimiento. Arrojáronse todos a los pies de los españoles, y tardaron poco en merecer su compasión. Hízose rogar de los suyos Gonzalo de Sandoval para encarecer el perdón; y últimamente los mandó desatar, y los dejó en la obediencia del rey, a que se obligaron con el cacique los más principales por toda la población, como lo cumplieron después, hiciéselo el temor o el agradecimiento.

Mandó luego recoger aquellos despojos miserables de los españoles muertos para darles sepultura, y pasó adelante con su ejército, llegando a los términos de Tlascala, sin accidente de consideración. Salieron a recibirle Martín López, y Chechimecal, con sus tlascaltecas puestos en escuadrón. Saludáronse los dos ejércitos, primero con el regocijo de la salva y de las voces, y después con los brazos y cortesías particulares. Diéronse al descanso de los recién venidos las horas que parecieron necesarias, y cuando llegó el tiempo de caminar, dispuso la marcha Gonzalo de Sandoval, dando a los españoles y tlascaltecas de su cargo la vanguardia, y el cuerpo del ejército a los tamemes con alguna guarnición por los costados, dejando a Chechimecal con la gente de su cargo en la retaguardia. Pero él se agravió de no ir en el puesto más avanzado, con tanta destemplanza que se temió su retirada, y fue necesario que pasase Gonzalo de Sandoval a sosegarle. Quiso darle a entender que aquel lugar que le había señalado era el mejor del ejército, por ser el más aventurado, respecto de lo que se debía recelar, que los mejicanos acometiesen por las espaldas; pero él no se dio por convencido, antes le respondió que así como en el asalto de Méjico había de ser el primero que pusiese los pies dentro de sus muros, quería ir siempre delante para dar ejemplo a los demás; y se halló Sandoval obligado a quedarse con él para dar estimación a la retaguardia: notable punto de vanidad, y uno de aquellos que suelen producir graves inconvenientes en los ejércitos; porque la primera obligación del soldado es la obediencia; y bien entendido, el valor tiene sus límites razonables, que inducen siempre a dejarse hallar de la ocasión, pero nunca obligan a pretender el peligro.

Marchó el ejército en su primera ordenanza por la tierra enemiga; y aunque los mejicanos se dejaron ver algunas veces en las eminencias distantes, no se atrevieron a intentar facción, o tuvieron por bastante hazaña el ofender con las voces.

Hízose alto poco antes de llegar a Tezcuco por complacer a Chechimecal, que pidió algún tiempo a Gonzalo de Sandoval para componerse y adornarse de plumas y joyas; y ordenó lo mismo a sus cabos, diciendo que aquel acto de acercarse a la ocasión, se debía tratar como fiesta entre los soldados: exterioridad o hazañería propia de aquel orgullo y de aquellos años. Esperó Hernán Cortés fuera de la ciudad con el rey de Tezcuco, y todos sus capitanes, este socorro tan deseado; y después de cumplir con los primeros agasajos, y dar algún tiempo a las aclamaciones de los soldados, se hizo la entrada con toda solemnidad, marchando en hileras los tamemes como los soldados. Íbanse acomodando la tablazón, el herraje y demás géneros, con distinción, en un grande astillero que se había prevenido cerca de los canales.

Alegróse todo el ejército de ver puesta en salvamento aquella prevención, tan necesaria para tomar de veras la empresa de Méjico, que igualmente se deseaba: y Hernán Cortés volvió su corazón al cielo, que premiaba su piedad y su intención, con esperanzas o poco menos que certidumbre de la victoria.

Trató luego Martín López de la segunda formación de los bergantines, y se le dieron nuevos oficiales para las fraguas, ligazón de las maderas y demás oficios de la marinería. Pero reconociendo Hernán Cortés, que según el informe de los maestros, serían menester más de veinte días para que pudiesen estar en servicio estas embarcaciones, tomó resolución de gastar aquel tiempo en reconocer personalmente las poblaciones de la ribera, observando los puestos que debía ocupar para impedir los socorros de Méjico, y hacer de paso el daño que pudiese a los enemigos. Comunicólo a sus capitanes; y pareciendo a todos digna de su cuidado esta diligencia, se dispuso a ejecutarla, encargando a Gonzalo de Sandoval el gobierno de Tezcuco, y particularmente la obra de los bergantines. Hallábale siempre su elección a propósito para todo, y en lo mucho que le ocupaba se conoce la estimación que hacía de su valor y capacidad.

Pero al tiempo que discurría en nombrar los capitanes y en señalar la gente que le había de seguir en esta jornada, le pidió audiencia Chechimecal, y sin haber sabido que se trataba de salir en campaña, le propuso: «que los hombres como él, nacidos para la guerra, se hallaban mal en el ocio de los cuarteles, particularmente cuando se habían pasado cinco días sin ocasión de sacar la espada; y que su gente venía de refresco, y deseaba dejarse ver de los enemigos; a cuya instancia y la de su propio ardimiento, le suplicaba encarecidamente, que le señalase luego alguna facción en que pudiese manifestar sus bríos y entretenerse con los mejicanos, mientras llegaba el caso de acabar con ellos en el asalto de su ciudad». Pensaba Hernán Cortés llevarle consigo, pero no le agradó aquella jactancia intempestiva; y poco satisfecho de los reparos que hizo en el camino, cuya noticia le dio Sandoval, le respondió con algún género de ironía: «que no solamente le tenía prevenida facción de importancia, en que pudiese dar algún alivio a su bizarría, pero estaba en ánimo de acompañarle para ser testigo de sus hazañas». Cansábase naturalmente de los hombres arrogantes, porque se halla pocas veces el valor donde falta la modestia; pero no dejó de conocer que aquellos arrojamientos del espíritu eran ardores juveniles, propios de su edad, y vicio frecuente de soldados bisoños, que salieron bien de las primeras ocasiones, y a pocas experiencias de su ánimo quieren tratar el valor como valentía, y a la valentía como profesión.




ArribaAbajoCapítulo XV

Marcha Hernán Cortés a Yaltocan, donde halla resistencia; y vencida esta dificultad, pasa con su ejército a Tácuba; y después de romper a los mejicanos en diferentes combates, resuelve y ejecuta su retirada


Pareció conveniente dar principio a esta jornada por Yaltocan, lugar situado a cinco leguas de Tezcuco, en una de las lagunas menores que desaguaban en el lago mayor. Era importante castigar a sus moradores; porque habiéndoles ofrecido la paz, llamándolos a la obediencia pocos días antes, respondieron con grande desacato hiriendo y maltratando a los mensajeros: escarmiento en que iba considerada la consecuencia para las demás poblaciones de la ribera. Partió Hernán Cortés a esta expedición, después de oír misa con todos los españoles, dando su particular instrucción a Gonzalo de Sandoval, y sus amigables advertencias al rey de Tezcuco, a Xicotencal y a los demás cabos de las naciones que dejaba en la ciudad. Llevó consigo a los capitanes Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid con doscientos cincuenta españoles y veinte caballos; una compañía que se formó lucida y numerosa de los nobles de Tezcuco; y a Chechimecal con sus quince mil tlascaltecas, a que se agregaron otros cinco mil de los que gobernaba Xicotencal; y habiendo caminado poco más de cuatro leguas, se descubrió un ejército de mejicanos, puesto en batalla, y dividido en grandes escuadrones, con resolución al parecer de intentar en campaña la defensa del lugar amenazado. Pero a la primera carga de las bocas de fuego y ballestas, a que sucedió el choque de los caballos, se consiguió su desorden, y se dio lugar para que cerrando el ejército, fuesen rotos y deshechos los enemigos con tanta brevedad, que apenas se pudo conocer su resistencia. Escaparon los más a la montaña, otros a la laguna, y algunos al mismo pueblo de Yaltocan, dejando considerable número de muertos y heridos en la campaña, con algunos prisioneros que se remitieron luego a Tezcuco.

Reservóse para otro día el asalto de aquel pueblo, y marchó el ejército a ocupar unas caserías cercanas, donde se pasó la noche sin novedad; y a la mañana se halló mayor que se creía la dificultad de la empresa. Estaba este lugar dentro de la misma laguna, y se comunicaba con la tierra por una calzada o puente de piedra, quedando el agua por aquella parte fácil para el esguazo; pero los mejicanos que asistían a la defensa de aquel puesto, rompieron la calzada, y profundando la tierra para dar corriente a las aguas, formaron un foso tan caudaloso, que vino a quedar el paso poco menos que imposible, o posible sólo a los nadadores. Avanzaba Hernán Cortés con ánimo de llevarse aquella población del primer abordo; y cuando tropezó con este nuevo embarazo, quedó por un rato entre confuso y pesaroso; pero las irrisiones con que celebraban los enemigos su seguridad, le redujeron a que no era posible dejar el empeño sin desaire conocido.

Trataba ya de facilitar el paso con tierra y fajina, cuando uno de los indios que vinieron de Tezcuco le dijo, que poco más adelante había una eminencia, donde apenas alcanzaría el agua del foso a cubrir la superficie de la tierra. Mandóle que guiase, y movió su gente hasta el paraje señalado. Hízose luego la experiencia, y se halló más agua que suponía el aviso; pero no tanta que pudiese impedir el esguazo. Cometió esta facción a dos compañías de hasta cincuenta o sesenta españoles, con el número de indios amigos que pareció necesario según la oposición que se había descubierto, y se quedó a la lengua del agua con el ejército puesto en batalla, para ir enviando los socorros que le pidiesen, y asegurar la campaña contra las invasiones de los mejicanos.

Reconocieron los enemigos que se iba penetrando el camino que habían procurado encubrir; y se acercaron a defender el paso con el repetido manejo de los arcos y las hondas, hiriendo algunos y dando que hacer y que resistir a los que peleaban dentro del agua, que por algunas partes pasaba de la cintura. Había cerca del pueblo un llano de bastante capacidad que dejó descubierto la inundación; y apenas salieron a tierra las bocas de fuego que iban delante, cuando se retiraron los enemigos al lugar; y en el breve tiempo que tardó en afirmar los pies el resto de la gente, le desampararon, arrojándose al lado en sus canoas tan apresuradamente, que se consiguió la entrada sin género de resistencia. Fue corto el pillaje, aunque se permitió como parte del castigo, porque sólo se halló en las casas lo que no pudieron retirar; pero todavía se transportaron al ejército algunas cargas de maíz y de sal, cantidad de mantas y algunas joyuelas de oro, que no merecieron la memoria, o merecerían el desprecio de sus dueños. No llevaban los capitanes orden para ocupar el pueblo, sino para castigar a sus moradores; y así esperando lo que pareció bastante para mantener la facción, repasaron el foso por el mismo paraje, dejando entregados al fuego los adoratorios, con algunos edificios de los más principales: resolución que aprobó Hernán Cortés, suponiendo que las llamas de aquel pueblo servirían al temor de los fugitivos, y alumbrarían de su peligro a los demás lugares.

Prosiguióse la marcha, y aquella noche se alojó el ejército cerca de Colbatitlan, villa considerable que se halló el día siguiente despoblada, en cuyo término se dejaron ver los mejicanos; pero en parte que no trataban de ofender, ni podían ser ofendidos. Sucedió lo mismo en Tenayuca, y después en Escapuzalco, lugares de la ribera y de gran población, que se hallaron también desamparados. En ambos se hizo noche, y Hernán Cortés iba tanteando las distancias, y tomando las medidas para su empresa, sin permitir que se hiciese daño en los edificios, para dar a entender que sólo era riguroso donde hallaba oposición. Distaba de allí poco más de media legua la ciudad de Tácuba, émula de Tezcuco en la grandeza y en la vecindad, situada en los extremos de la calzada principal, donde padecieron tanto los españoles; y puesto de mucha consideración, por ser el más vecino a Méjico entre los lugares de la laguna, y llave del camino que necesariamente se había de penetrar para el sitio de aquella corte. Pero no se iba entonces con ánimo de ocuparle, por quedar algo distante para recibir los socorros de Tezcuco, sino a reconocerle y considerar desde más cerca lo que se debía prevenir o recelar, castigando en el cacique la ofensa pasada, cuyo escarmiento sería también de consecuencia para quebrantar su osadía, y facilitar después la sujeción de aquella ciudad.

Fuese acercando el ejército prevenido con las órdenes para empresa de mayor dificultad; y poco antes de llegar se descubrió en la campaña un grueso de innumerables tropas, compuesto de los mejicanos que andaban observando la marcha, y de los que asistían a la guarnición de la misma ciudad: los cuales no cabiendo en ella, querían reducir a una batalla la defensa de sus muros. Adelantáronse los enemigos, moviéndose a un tiempo sus escuadrones, y acometieron con tanta ferocidad y tantos alaridos, que pudieran ocasionar algún cuidado, si no estuviera ya tan conocida la falencia de sus primeros ímpetus; pero tropezando en la carga de los arcabuces, que siempre los espantaban más que los ofendían, y después en el segundo terror de los caballos, se descompusieron con facilidad, dando lugar al resto del ejército para que rota la vanguardia penetrase a lo interior de la multitud, obligándolos a resistir como podían, desunidos y turbados, cuya obstinación dilató considerable tiempo la victoria; pero últimamente volvieron por todas partes las espaldas, retirándose los más a la misma ciudad; y otros por diferentes sendas a buscar sin elección la distancia del peligro.

Quedó libre la campaña, y se gastó lo que restaba del día en elegir puesto con algunas ventajas donde pasar la noche; pero al declararse la mañana se dejó ver el ejército enemigo en el mismo paraje, con ánimo de volver a las armas para enmendar el desaire padecido; y Hernán Cortés, dando las mismas órdenes, y siguiendo la misma dirección de la tarde antecedente, los volvió a romper con mayor facilidad, porque los halló con la fuga en la imaginación, y con el escarmiento en la memoria.

Encerrólos a cuchilladas en la ciudad, y entrando en su alcance con los españoles, y alguna parte de los indios amigos, se mantuvo peleando en lo interior de la ciudad, hasta que acercándose la noche retiró su gente al mismo paraje donde tuvo antes su alojamiento; concediendo a los soldados que llevó consigo, el saco de las casas que se habían ocupado, y dejándolas entregadas al fuego, parte por mostrar en algo su indignación, y parte por ocupar al enemigo, y ejecutar su retirada sin oposición.

Cinco días se detuvo Hernán Cortés a vista de Tácuba, manteniendo aquel puesto donde le buscaba el enemigo todos los días, volviendo siempre rechazado a la ciudad. Era el intento de Cortés ir gastando en estas salidas la guarnición de la plaza; y conociendo ya en su flojedad la falta de gente, llegó el caso de mover el ejército para el asalto. Pero al tomar los puestos y repartir las órdenes para los ataques, se reconoció que venía marchando por la calzada un grueso considerable de mejicanos: y siendo necesario romper este socorro para volver a la empresa de Tácuba, resolvió Hernán Cortés aguardarle algo distante de la misma calzada, para cerrar con ellos cuando acabasen de salir a tierra y hacerles mayor daño en el camino estrecho de la fuga. Pero aquellos mejicanos traían orden, y dicen que fue arbitrio de su mismo emperador Guatimozin, para echar delante alguna gente, que dejándose cargar, cebase a los españoles en el alcance, y los procurase introducir en la calzada; lo cual ejecutaron con notable destreza, saliendo algunos perezosamente a la tierra, y doblándose con tanta negligencia, que se persuadió Hernán Cortés a que nacía del temor lo que afectaba la industria. Dejó parte de su ejército para que le guardase las espaldas contra la gente de Tácuba, y marchó a la calzada, suponiendo que podría fácilmente desembarazarse de aquellos enemigos para volver sobre la ciudad. Pero los que habían salido a tierra sin aguardar la carga, huyeron a incorporarse con los demás, y todos se fueron retirando, al parecer temerosos, y cediendo poco a poco la calzada para que la ocupasen los españoles. Siguiólos Hernán Cortés, dejándose llevar de las apariencias favorables, no sin alguna falta de consideración, porque no estaba lejos el suceso de Iztapalapa, ni podía ignorar que aquellos indios tenían sus fugas artificiosas, con que solían llamar a sus celadas; pero la repetición de sus victorias, peligro algunas veces de los vencedores, no le dejó distinguir entonces aquellas circunstancias, en que suelen diferenciarse los medios fingidos y los verdaderos.

Reparáronse los enemigos, y empezaron a pelear cuando tuvieron a Cortés y a los que le seguían dentro de la calzada; y entretanto que los procuraban divertir con su resistencia, salieron de Méjico innumerables canoas que ciñeron por ambas partes la calzada, con que se hallaron brevemente los españoles combatidos por la vanguardia y por los dos costados; y conociendo aunque tarde su inadvertencia, fue necesario que se retirasen, deteniendo a los que peleaban en lo estrecho, y haciendo frente a las canoas de una y otra banda. Traían los enemigos unas picas de grande alcance, y en algunas de ellas formada la punta de las espadas españolas, que adquirieron la noche de la primera retirada. Hubo muchos heridos entre los nuestros, y estuvo cerca de perderse una bandera, porque al tiempo que duraba más encendido el combate, cayó en el lago de un bote de pica el alférez Juan Volante, y abatiéndose a la presa los indios que se hallaron más cerca, le recogieron en una de las canoas, para llevarle de presente a su rey. Dejóse conducir fingiéndose rendido; y al verse algo distante de las otras embarcaciones, cobró sus armas, y desembarazándose de los que le guardaban, con muerte de algunos, se arrojó al agua, y escapó a nado con su bandera con igual dicha que valor.

Hernán Cortés anduvo en los mayores peligros con la espada en la mano, y sacó a tierra su gente con poca pérdida, dejando bastantemente vengado el ardid con que le llamaron a la calzada, porque murieron en ella y en el lago tantos enemigos, que se pudo tener a facción deliberada el engaño padecido. Pero hallándose ya en conocimiento de que sería temeridad volver al empeño de Tácuba con aquella nueva oposición de los mejicanos, que todavía se conservaban a la vista, trató de retirarse a Tezcuco, y con parecer de sus capitanes, lo puso luego en ejecución, sin que los enemigos se atreviesen a salir de la calzada, ni a desamparar sus canoas, hasta que la distancia del ejército los animó a seguir desde lejos, contentándose con dar al viento grandes alaridos; a cuya inútil fatiga se redujo toda su venganza. Importó mucho esta salida, tanto por el daño que se hizo a los mejicanos, como por las noticias que se adquirieron de aquel paraje que después se había de ocupar. Y por más que la procure deslucir nuestro historiador, fue de tanta consecuencia para el intento principal, que apenas llegó Hernán Cortés a Tezcuco, cuando vinieron rendidos a dar la obediencia y ofrecer sus tropas militares, los caciques de Tucapan, Mascalzingo, Autlan y otros pueblos de la ribera Septentrional: bastante seña de que se volvió con reputación; ganancia de grande utilidad en la guerra, que suele conseguir sin las manos lo que se concediera dificultosamente a las fuerzas.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Viene a Tezcuco nuevo socorro de españoles; sale Gonzalo de Sandoval al socorro de Chalco; rompe dos veces a los mejicanos en campaña, y gana por fuerza de armas a Guastepeque y a Capistlan


La prosperidad de tantos sucesos repetidos era una señal casi evidente de que corría por cuenta del cielo esta conquista; pero algunos que se lograron sin humana diligencia, no parece posible que viniesen de otra mano, tan medidos con la necesidad y tan fuera de la esperanza. Llegó por este tiempo a la Vera-Cruz un navío de más que mediano porte que venía dirigido a Hernán Cortés, y en él Julián de Alderete, natural de Tordesillas, con el cargo de tesorero por el rey; fray Pedro Melgarejo de Urrea, religioso de la orden de San Francisco, natural de Sevilla; Antonio de Caravajal; Jerónimo Ruiz de la Mota; Alonso Díaz de la Reguera y otros soldados, gente de cuenta, con un socorro muy considerable de armas y pertrechos. Pasaron luego a Tlascala con las municiones sobre hombros de indios zempoales, y allí se les dio convoy que los encaminase a Tezcuco, donde se recibió a un tiempo el socorro y la noticia de su arribada.

Bernal Díaz del Castillo dice, que vino de Castilla este bajel; y Antonio de Herrera, que hace mención de él, no dice quién le remitió, quizá por huir la incertidumbre con la omisión. Parece impracticable que viniese de Castilla, encaminado a Cortés, sin traer cartas de su padre y de sus procuradores, particularmente cuando podían avisarle de los buenos efectos que iban produciendo sus diligencias; cuya noticia, según estos autores, recibió mucho después. Con menos repugnancia nos inclinamos a creer que vino de la isla de Santo Domingo; a cuyos gobernadores, como se dijo en su lugar, se dio noticia del empeño en que se hallaba Cortés; y no es argumento de que se induce lo contrario, el venir tesorero del rey: pues era de su jurisdicción el nombrar personas que recogiesen los quintos de su majestad, y tenían a su cargo todas las dependencias de aquellas conquistas. Como quiera que sucediese no pudo el socorro llegar a mejor tiempo, ni Hernán Cortés dejó de acertar con el origen de aquellas asistencias, atribuyendo a Dios, no solamente la felicidad con que se aumentaban sus fuerzas, sino el mismo vigor de su ánimo, y aquella maravillosa constancia, que no siendo impropia en su valor natural, la extrañaba como efecto de influencia superior.

Llegaron a esta sazón unos mensajeros en diligencia, despachados a Cortés por los caciques de Chalco y Tamanalco, pidiéndole socorro contra un ejército del enemigo, que se quedaba previniendo en Méjico para sujetar los lugares de su distrito, que se conservaban en la devoción de los españoles. Tenía Guatimozin ingenio militar, y como se ha visto en otras acciones suyas, notable aplicación a las artes de la guerra. Desvelábase continuamente su cuidado en los medios por donde podría conseguir la victoria de sus enemigos; y había discurrido en ocupar aquella frontera, para cerrar la comunicación de Tlascala, y cortar los socorros de la Vera-Cruz: punto de tanta consecuencia, que puso a Hernán Cortés en obligación precisa de socorrer aquellos aliados, sobre cuya fe se mantenía libre de mejicanos el paso de que más necesitaba. Despachó luego con este socorro a Gonzalo de Sandoval con trescientos españoles, veinte caballos, y algunas compañías de Tlascala y Tezcuco, en el número que pareció suficiente, respecto de hallarse aquellas provincias con las armas en las manos.

Ejecutóse la salida sin dilación, y la marcha con particular diligencia, con que llegó a tiempo el socorro; y los caciques amenazados tenían prevenida su gente, que incorporada con la que llevó Sandoval, formaba un grueso muy considerable. Hallábase cerca el enemigo que se alojó la noche antes en Guastepeque, y se tomó resolución de salir a buscarle primero que llegase a penetrar los términos de Chalco. Pero los mejicanos con bastante satisfacción de sus fuerzas, y con noticia de que habían llegado españoles en defensa de los chalqueses, ocuparon anticipadamente unas barrancas o quiebras del camino para esperar en paraje donde no los pudiesen ofender los caballos. Reconocióse la dificultad al tiempo casi de acometer, y fue necesaria toda la resolución de Gonzalo de Sandoval y todo el valor de su gente para desalojarlos de aquellos pasos dificultosos: facción que se consiguió a fuerza de brazos, y no sin alguna pérdida, porque murió peleando valerosamente un soldado español que se llamaba Juan Domínguez, sujeto que merecía la estimación del ejército por su particular aplicación al manejo y enseñanza de los caballos. Perdieron gente los mejicanos en esta disputa; pero quedaron con bastante pujanza para volverse a formar en lo llano; y Gonzalo de Sandoval, vencido con poca detención el impedimento del camino, volvió a cerrar con ellos tan ejecutivamente, que los tuvo rotos y deshechos antes que acabasen de rehacerse. Peleó un rato la vanguardia del enemigo con desesperación; y pudiera llamarse batalla este combate si durara un poco más su resistencia; pero desvaneció brevemente aquella multitud desconcertada, perdiendo en el alcance, que se mandó seguir con toda ejecución, la mayor parte de sus tropas. Quedó Gonzalo de Sandoval señor de la campaña, y eligió puesto donde hacer alto para dar algún tiempo al descanso del ejército, con ánimo de pasar antes de la noche a Guastepeque, donde se había retirado la mayor parte de los fugitivos.

Pero apenas se pudieron lograr la quietud y el refresco de la gente, de que ya necesitaba para restaurar las fuerzas, cuando los batidores que se habían adelantado a reconocer las avenidas, volvieron tocando arma tan vivamente, que fue necesario apresurar la formación del ejército. Venía marchando en batalla un grueso de hasta catorce o quince mil mejicanos, y tan cerca que tardaron poco en dejarse percibir sus timbales y bocinas. Tuviéronse por tropas que venían de socorro a los que salieron delante, porque no era posible que se hubiese ordenado con tanta brevedad los que se acabaron de romper; ni cabía el venir tan orgullosos con el escarmiento a las espaldas. Pero los españoles se adelantaron a recibirlos, y dieron su carga tan a tiempo, que desconcertadas las primeras tropas pudieron cerrar sin riesgo los caballos y acometer los demás como solían, ejecutando a los enemigos con tanto rigor, que se hallaron brevemente reducidos a volver las espaldas recogiéndose de tropel a Guastepeque, donde se daban por seguros. Pero avanzando al mismo tiempo los españoles, siguieron y ensangrentaron el alcance con tanta resolución, que cebados en él se hallaron dentro de la población, cuya entrada mantuvieron, hasta que llegando el ejército se repartió la gente por las calles, y se ganó a cuchilladas el lugar, echando a los enemigos por la parte contrapuesta. Murieron muchos porque fue porfiada su resistencia, y salieron tan atemorizados que se halló a breve rato despejada toda la tierra del contorno.

Era tan capaz este pueblo, que resolviendo Gonzalo de Sandoval pasar en él la noche, tuvieron cubierto los españoles y mucha parte de los aliados: hízose más festiva la victoria con la permisión del pillaje, concedida solamente para las cosas de precio que no fuesen carga ni embarazasen el manejo de las armas. Llegó poco después el cacique y algunos de los vecinos más principales que dieron la obediencia, disculpándose con la opresión de los mejicanos, y trayendo en abono de su intención la misma sinceridad con que venían a entregarse desarmados y rendidos. Hallaron agasajo y seguridad en los españoles; y poco después de amanecer, reconocida la campaña, que se halló sin rumor de guerra por todas partes, estuvo resuelta por Sandoval, con acuerdo de sus capitanes, la retirada. Pero los chalqueses, que tenían más adelantada la diligencia de sus espías, recibieron aviso de que se iban juntando en Capistlan todos los mejicanos de las rotas antecedentes, y le protestaron que sería el retirarse lo mismo que dejar pendiente su peligro. Sobre cuya noticia pareció conveniente deshacer esta junta de fugitivos antes que se rehiciesen con nuevas tropas.

Distaba Capistlan dos leguas de Guastepeque hacia la parte de Méjico, y era lugar fuerte por naturaleza, fundado en lo más eminente de una sierra difícil de penetrar, con un río de la otra banda que, bajando rápidamente de los montes vecinos bañaba los mayores precipicios de la misma eminencia. Hallóse cuando llegó el ejército puesto en defensa; porque los mejicanos que le habían ocupado tenían coronada la cumbre; y celebrando con los gritos la seguridad en que se consideraban, dispararon algunas flechas, menos para herir que para irritar. Iba resuelto Gonzalo de Sandoval a echarlos de aquel puesto, para dejar sin recelo de nueva invasión a las provincias de la vecindad; y viendo que sólo se descubrían otros caminos igualmente dificultosos para el ataque, ordenó a los de Chalco y Tlascala que pasasen a la vanguardia y empezasen a subir la cuesta, como gente más habituada en semejantes asperezas. Pero no le obedecieron con la prontitud que solían, confesando, con lo mal que se disponían, que recelaban la dificultad como superior a sus fuerzas, tanto que Gonzalo de Sandoval, no sin alguna impaciencia de su detención, se arrojó al peligro con sus españoles, cuya resolución dio tanto aliento a los tlascaltecas y chalqueses que, conociendo a vista del ejemplo la disonancia de su temor, cerraron por lo más agrio de la cuesta, subiendo mejor que los españoles y peleando como ellos. Era tan pendiente por algunas partes el camino, que no se podían servir de las manos sin peligro de los pies; y las piedras que dejaban caer de lo alto herían más que los dardos y las flechas, pero las bocas de fuego y las ballestas iban haciendo lugar a las picas y a las espadas; y durando en los agresores el valor a despecho de la oposición y del cansancio, llegaron a la cumbre casi al mismo tiempo que los enemigos se acabaron de retraer a la población, tan descaecidos que apenas se dispusieron a defenderla, o la defendieron con tanta flojedad, que fueron cargados hasta los precipicios de la sierra, donde murieron pasados a cuchillo todos los que no se despeñaron; y fue tanto el estrago de los enemigos en esta ocasión, que según lo hallamos referido afirmativamente, corrieron al río por un rato arroyos de sangre mejicana tan abundantes, que bajando sedientos los españoles a buscar su corriente, fue necesario que aguardase la sed, o se compusiesen con el horror del refrigerio.

Salió Gonzalo de Sandoval con dos golpes de piedra que llegaron a falsear la resistencia de las armas, y heridos considerablemente algunos españoles: entre los cuales fueron de más nombre, o merecieron ser nombrados Andrés de Tapia y Hernando de Osma. Las naciones amigas padecieron más, porque tuvo gran dificultad el asalto de la sierra, y entraron con mayor precipitación en el peligro.

Pero hallándose ya Gonzalo de Sandoval con tres o cuatro victorias conseguidas en tan breve tiempo, deshechos los mejicanos que infestaban aquella tierra, y aseguradas las provincias que necesitaban de sus armas, se puso en marcha al día siguiente la vuelta de Tezcuco, donde llegó por los mismos tránsitos sin contradicción que le obligase a desnudar la espada.

Apenas se tuvo en Méjico noticia de su retirada, cuando aquel emperador, envió nuevo ejército contra la provincia de Chalco; bastante seña de la resolución con que deseaba ocupar el paso de Tlascala. Supieron los chalqueses la nueva invasión de los mejicanos en tiempo que no podían esperar otro socorro que el de sus armas; y juntando apresuradamente las tropas con que se hallaban y las que pudieron adquirir de su confederación, salieron a campaña, mejorados en el sosiego del ánimo y en la disposición de la gente. Buscáronse los dos ejércitos, y acometiéndose con igual resolución, fue reñida y sangrienta la batalla; pero la ganaron con grandes ventajas los de Chalco, y aunque perdieron mucha gente hicieron mayor daño al enemigo, y quedó por ellos la campaña, cuya noticia tuvo grande aplauso en Tezcuco, y en Hernán Cortés particular complacencia de que sus aliados supiesen obrar por sí entrando en presunción de que bastaban para su defensa. Debióse principalmente a su valor el suceso, y obró mucho en él la mejor disciplina con que pelearon, siendo en aquellos ánimos de gran consecuencia el haberse hallado en otras victorias, perdido el miedo a la nación dominante, y descubierto por los españoles el secreto de que sabían huir los mejicanos.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Hace nueva salida Hernán Cortés para reconocer la laguna por la parte de Suchimilco; y en el camino tiene dos combates peligrosos con los enemigos que halló fortificados en las sierras de Guastepeque


Quisiera Hernán Cortés que Gonzalo de Sandoval no se hubiera retirado sin penetrar por la parte de Suchimilco, a la laguna, que distaba pocas leguas de Guastepeque; porque importaba mucho reconocer aquella ciudad, respecto de haber en ella una calzada bastantemente capaz que se daba la mano con las principales de Méjico. Y como el estado en que se hallaban los bergantines daba lugar para que se hiciese una nueva salida, se tuvo por conveniente aprovechar aquel tiempo en adquirir esta noticia: resolución en que se consideró también la conveniencia de cubrir el paso de Tlascala dando calor a los chalqueses, que al parecer no estaban seguros de nuevas invasiones. Ejecutóse luego esta jornada, y la tomó Hernán Cortés a su cargo, teniéndola por digna de su cuidado. Llevó consigo a Cristóbal de Olid, Pedro de Alvarado, Andrés de Tapia y Julián de Alderete con trescientos españoles, a cuyo número se agregaron las tropas de Tezcuco y Tlascala que parecieron bastantes, con el presupuesto de que hallaban con las armas en las manos al cacique de Chalco y a las demás naciones amigas de aquel paraje.

Dejó el gobierno militar de la plaza de armas a Gonzalo de Sandoval, y el político al cacique don Hernando, en quien duraban sin menoscabo el afecto y la dependencia; y aunque le llamaban siempre su edad y su espíritu a más briosa ocupación, tenía entendimiento para conocer que merecía más obedeciendo.

Eran los cinco de abril de mil quinientos veinte y uno cuando salió Hernán Cortés de Tezcuco, y hallando el camino sin rumor de mejicanos, marchó en tanta diligencia que se alojó en Chalco la noche siguiente. Halló juntos y sobresaltados en aquella ciudad a los caciques amigos, porque no esperaban el socorro de los españoles, y se había descubierto a la parte de Suchimilco nuevo ejército de los mejicanos, que venían con mayores fuerzas a destruir y ocupar aquella tierra. Fueron las demostraciones de su contento iguales al conflicto en que se hallaban: arrojarse a los pies de los españoles y volver los ojos al cielo, atribuyendo a su disposición, como la entendían, aquella súbita mudanza de su fortuna. Pensaba Hernán Cortés servirse de sus armas, y dejándolos en la inteligencia de que venía sólo a socorrerlos, hizo lo que pudo para que se cobrasen del temor que habían concebido; y pasó después a empeñarlos en la presunción de valientes con los aplausos de su victoria.

Tenían estos caciques adelantadas sus centinelas, y dentro del país enemigo algunas espías, que pasando la palabra de unas a otras, daban por instantes las noticias del ejército enemigo; y por este medio se averiguó que los mejicanos, con noticia ya de que iban españoles al socorro de Chalco, habían hecho alto en las montañas del camino dividiendo sus tropas en las guarniciones de unos lugares fuertes que ocupaban las cumbres de mayor aspereza. Podía mirar a dos fines esta detención: o tener su gente oculta y desunida en aquellas eminencias hasta que se retirase Cortés para lograr el golpe contra sus aliados, o lo que parecía más probable, aguardar el ejército donde militaban de su parte las ventajas del sitio; y en uno y otro caso pareció conveniente buscarlos en sus fortificaciones por no perder tiempo en el viaje de Suchimilco.

Marchó con esta resolución el ejército aquella misma tarde a un lugar despoblado cerca de la montaña, donde se acabaron de juntar las milicias de Chalco y su contorno: gente numerosa y de buena calidad que dio cuerpo al ejército y aliento a las demás naciones, que se acercaban al paso, estrecho algo imaginativas. Empezóse a penetrar la sierra con la primera luz de la mañana, entrando en una senda que se dejaba seguir con alguna dificultad entre dos cordilleras de montes que comunicaban al camino parte de su aspereza. Dejáronse ver en una y otra cumbre algunos mejicanos que venían a provocar desde lejos; y se prosiguió a paso lento la marcha, desfilada la gente según el terreno, hasta desembocar en un llano de bastante capacidad, que se formaba en el desvío de las sierras para volverse a estrechar poco después, donde se dobló el ejército lo mejor que pudo, por haberse descubierto en lo más eminente una gran fortaleza, cuyo paraje tenían ocupado los enemigos con tanto número de gente, que pudiera dar cuidado en puesto menos ventajoso. Era su intento irritar a los españoles para traerlos al asalto de aquellos precipicios, donde necesariamente habían de peligrar en su resistencia y en la resistencia del camino.

Hirieron dentro del ánimo a Cortés las voces con que se burlaban de su detención; o no pudo componerse con la paciencia de sus oídos para sufrir las injurias con que acusaban de cobardes a los españoles; y dejándose llevar de la cólera que pocas veces aconseja lo mejor, acercó el ejército al pie de la sierra, y sin detenerse a elegir la senda menos dificultosa, mandó que avanzasen al ataque dos compañías de arcabuces y ballestas a cargo del capitán Pedro de Barba, en cuya compañía subieron algunos soldados particulares que se ofrecieron a la facción; y nuestro Bernal Díaz del Castillo que teniendo asentado el crédito de su valor, era continuo pretendiente de las dificultades.

Retiráronse los mejicanos cuando empezaron a subir los españoles, fingiendo alguna turbación para dejarlos empeñar en lo más agrio de la cuesta; y cuando llegó el caso volvieron a salir con mayores gritos, dejando caer de lo alto una lluvia espantosa de grandes piedras y peñascos enteros que barrían el camino, llevándose tras sí cuanto encontraban. Hizo gran daño esta primera carga; y fuera mayor si el alférez Cristóbal del Corral y Bernal Díaz del Castillo, que se habían adelantado a todos, recogiéndose al cóncavo de una peña, no avisaran a los demás que hiciesen alto y se apartasen de la senda, porque ya no era posible pasar adelante sin tropezar en mayores asperezas. Conoció al mismo tiempo Hernán Cortés que no era posible caminar por aquella parte al asalto; y no sin temor de que hubiesen perecido todos, envió la orden para que se retirasen, como lo ejecutaron con el mismo riesgo. Quedaron muertos en esta facción cuatro españoles: bajó maltratado el capitán Pedro de Barba, y fueron muchos los heridos, cuya desgracia sintió Hernán Cortés en lo interior como inadvertencia suya: y para los otros como accidente de la guerra, escondiendo en las amenazas contra el enemigo la tibieza de sus disculpas.

Trató luego de adelantarse con algunos de sus capitanes a buscar senda menos dificultosa para subir a la cumbre: resolución en que le tiraban con igual fuerza el deseo de vengar su pérdida y la conveniencia de no proseguir su viaje dejando aquellos enemigos a las espaldas. Pero no se puso en ejecución esta diligencia porque se descubrió al mismo tiempo una emboscada que le puso más cerca la ocasión de venir a las manos. Bajaron los enemigos que andaban por la sierra de la otra banda, y ocupando un bosque poco distante del camino, esperaban la ocasión de acometer por la retaguardia cuando viesen el ejército más empeñado en lo pendiente de la cuesta, y tenían avisados a los de arriba para que saliesen al mismo tiempo a pelear con la vanguardia: notable advertencia en aquellos bárbaros, de que se conoce cuánto enseña la malicia y el odio con estos magisterios de la guerra.

Movió su ejército Hernán Cortés con apariencias de seguir su marcha, y dando el costado a la emboscada, volvió sobre los enemigos cuando a su parecer los tuvo asegurados; pero escaparon con tanta celeridad al favor de la maleza, que fue poco el daño que recibieron; y reconociéndose al mismo tiempo que algo más adelante salían huyendo al camino de Guastepeque, avanzó la caballería en su alcance y caminó algunos pasos la infantería: de cuyo movimiento resultó el conocerse que los mejicanos de la cumbre habían abandonado su fortaleza y venían siguiendo la marcha por lo alto de la sierra; con que cesó el inconveniente que se había considerado en dejarlos a las espaldas, y se prosiguió el camino sin más ofensa que la importunación de las voces, hasta que se halló, cosa de legua y media más adelante, otra fortaleza como la pasada, que tenían ya guarnecida los enemigos, habiéndose adelantado para ocuparla; y aunque sus gritos y amenazas irritaron bastantemente a Cortés, estaba cerca la noche y cerca el escarmiento para entrar en nuevas disputas sin mayor examen.

Alojó su ejército cerca de un lugarcillo algo eminente que se halló despoblado y descubría las sierras del contorno, donde se padeció grande incomodidad porque faltó el agua, y era otro enemigo la sed bastante a sobresaltar las horas del sosiego. Remedióse por la mañana esta necesidad en unos manantiales que se hallaron a poca distancia; y Hernán Cortés ordenando que le siguiese puesto en orden el ejército, se adelantó a reconocer aquella fortaleza que ocupaban los mejicanos, y la halló más inaccesible que la pasada, porque la subida era en forma de caracol descubierto a las ofensas de la cumbre; pero reparando en que a tiro de arcabuz se levantaba otra eminencia que tenían sin guarnición, mandó a los capitanes Francisco Verdugo y Pedro de Barba y al tesorero Julián de Alderete, que subiesen a ocuparla con las bocas de fuego para embarazar las defensas de la otra cumbre: lo cual se puso luego en ejecución por camino encubierto a los enemigos, que a las primeras cargas se atemorizaron de ver la gente que perdían, y trataron sólo de retirarse apresuradamente a un lugar de considerable población que se daba la mano con la misma fortaleza; cuya novedad se conoció abajo en la intermisión de las voces: y al mismo tiempo que se daban las órdenes para el ataque, avisaron de la montaña vecina que los mejicanos abandonaban su fortaleza y, se iban desviando a lo interior de la tierra; con que se tuvo por ocioso reconocer aquel puesto que no se había de conservar, ni era de consecuencia faltando el enemigo que le defendía.

Pero antes de volver a la marcha se descubrieron en lo alto algunas mujeres que clamaron por la paz, tremolando y abatiendo unos paños blancos, y acompañando esta demostración con otras señales de rendimiento que obligaron a que se hiciese llamada: en cuya respuesta bajó luego el cacique de aquella población, y dio la obediencia no solamente por la fortaleza en que residía, sino por la otra que se dejaba en camino, la cual era también de su jurisdicción. Hizo su razonamiento con despejo de hombre que tenía de su parte la verdad, atribuyendo la resistencia de aquellos montes al predominio de los mejicanos, y Hernán Cortés admitió sus disculpas, porque no era tiempo de apurar los escrúpulos de la razón. Sentía el cacique como disfavor que pasase por su distrito el ejército sin admitir el obsequio de sus vasallos; y por complacerle fue necesario que subiesen con él dos compañías de españoles a tomar por el rey aquel género de posesión que se practicaba entonces.

Hecha con poca detención esta diligencia, pasó el ejército a Guastepeque; lugar populoso que dejó pacificado Gonzalo de Sandoval; y se halló tan poblado y bastecido, como si estuviera en tiempo de paz, o no hubiera padecido la opresión de los mejicanos.

Salió el cacique al camino con los principales de su pueblo a convidar con su obediencia y con el alojamiento que tenía prevenido en su palacio para los españoles, y dentro de la población para los cabos de la gente confederada, ofreciendo asistir a los demás con los víveres que hubiesen menester, y de todo se desempeñó con igual providencia y liberalidad.

Era el palacio un edificio tan suntuoso que pudiera competir con los de Motezuma; y de tanta capacidad, que se alojaron dentro de él todos los españoles con bastante desahogo. Por la mañana los llevó a ver una huerta que tenía para su divertimiento, nada inferior a la que se halló en Iztapalapa, cuya grandeza y fertilidad mereció la admiración entonces, porque no esperaban tanto los ojos; y después se halla referida entre las maravillas de aquel nuevo mundo. Corría su longitud más de media legua: y poco menos su latitud, cuyo plano, igual por todas partes, llenaba con regular distribución cuantos géneros de frutales y plantas produce aquella tierra, con varios estanques donde se recogían las aguas de los montes vecinos; y algunos espacios a manera de jardines que ocupaban las flores y yerbas medicinales puestas en diferentes cuadros de mejor cultura y proporción obra de hombre poderoso con genio de agricultor, que ponía todo su estudio en aliñar, con los adornos del arte la hermosura de la naturaleza.

Procuró Hernán Cortés empeñarle con algunas dádivas en su amistad; y porque recibió al entrar en la huerta aviso de que le aguardaban los enemigos en Quatlabaca, lugar del camino que se iba siguiendo, estuvo mal hallado en aquella recreación, y se puso luego en marcha, no sin alguna desazón de haberse detenido más que debiera: prometiendo volver con mayor fuerza si alguna vez se divierte.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Pasa el ejército a Quatlabaca, donde se rompió de nuevo a los mejicanos; y después a Suchimilco, donde se venció mayor dificultad, y se vio Hernán Cortés en contingencia de perderse


Era Quatlabaca lugar populoso y fuerte por naturaleza, situado entre unas barrancas o quiebras del terreno, cuya profundidad pasaría de ocho estados, y servía de foso a la población y de tránsito a los arroyos que bajaban de la sierra. Llegó el ejército a este paraje, sujetando con poca dificultad las poblaciones intermedias; y ya tenían los mejicanos cortados los puentes de la entrada y guarnecida su ribera con tanto número de gente, que parecía imposible pasar de la otra banda. Pero Hernán Cortés formó su ejército en distancia conveniente y entretanto que los españoles, con sus bocas de fuego, y los confederados con sus flechas, procuraban entretener al enemigo con frecuentes escaramuzas, se apartó a reconocer la quiebra; y hallándola poco más abajo considerablemente estrechada discurrió y dispuso, casi a un mismo tiempo, que se formasen dos o tres puentes de árboles enteros cortados por el pie, los cuales se dejaron caer a la otra orilla, y unidos lo mejor que fue posible, dieron bastante, aunque peligroso camino, a la infantería. Pasaron luego los españoles de la vanguardia, quedando los tlascaltecas a continuar la diversión del foso adentro que se iba engrosando por instantes con la gente de las otras naciones. Pero tardaron poco los mejicanos en conocer su descuido, y cargaron de tropel sobre los que habían entrado, con tanta determinación, que no se hizo poco en conservar lo adquirido; y se pudiera dudar el suceso de aquella resistencia desigual, si no llegaran al mismo tiempo Hernán Cortés, Cristóbal de Olid, Pedro de Alvarado y Andrés de Tapia, que habiéndose alargado mientras pasaba el ejército a buscar entrada para los caballos, la encontraron poco segura y dificultosa, pero de grande oportunidad para el conflicto en que se hallaban los españoles.

Tomaron la vuelta con ánimo de acometer por las espaldas y lo consiguieron asistidos ya de alguna infantería, cuyo socorro se debió a Bernal Díaz del Castillo, que aconsejándose con su valor, penetró el foso por dos o tres árboles, que pendientes de sus raíces descansaban de su mismo peso en la orilla contrapuesta. Siguiéronle algunos españoles de los que asistían a la diversión, y número considerable de indios, llegando unos y otros a incorporarse con los caballos al mismo tiempo que se disponían para embestir.

Pero los mejicanos, reconociendo el golpe que les amenazaba por la parte interior de sus fortificaciones, se dieron por perdidos; y derramándose a varias partes, trataron sólo de buscar las sendas que sabían para escapar a la montaña. Perdieron alguna gente, así en la defensa del foso como en la turbación de la fuga, y los demás se pusieron en salvo sin recibir mayor daño, porque los precipicios y asperezas del terreno frustraron la ejecución del alcance. Hallóse la villa totalmente despoblada, pero con bastante provisión de bastimentos y algún despojo, en cuya ocupación se permitió lo manual a los soldados. Y poco después llamaron desde la campaña al cacique, y los principales de la población que venían a rendirse, pidiendo, con el foso delante, seguridad y salvaguardia para entrar a disponer el alojamiento; cuya permisión se les dio por medio de los intérpretes: y fueron de servicio, más para tomar noticia del enemigo y de la tierra, que porque se necesitase ya de sus ofertas ni se hiciese mucho caso de sus disculpas; porque la cercanía de Méjico los tenía en necesaria sujeción.

El día siguiente por la mañana marchó el ejército la vuelta de Suchimilco; población de aquellas que merecían nombre de ciudad, sobre la ribera de una laguna dulce que se comunicaba con el lago mayor, cuyos edificios ocupaban parte de la tierra, dilatándose algo más adentro del agua donde servían las canoas a la continuación de las calles. Importaba mucho reconocer aquel puesto por estar cuatro leguas de Méjico; pero fue trabajosa la marcha, porque después de pasar un puerto de tres leguas, se caminó por tierra estéril y seca, donde llegó a fatigar la sed, fomentada con el ejercicio y con el calor del sol, cuya fuerza creció al entrar en unos pinares que duraron largo trecho; y al sentir de aquella gente desalentada, echaban a perder la sombra que hacían.

Halláronse cerca del camino algunas estancias o caserías ya en la jurisdicción de Suchimilco, edificadas a la granjería o a la recreación de sus vecinos, donde se alojó el ejército, logrando en ellas por aquella noche la quietud y el refrigerio de que tanto necesitaba. Dejólas el enemigo abandonadas para esperar a los españoles en puesto de mayor seguridad; y Hernán Cortés marchó al amanecer puesta en orden su gente, llevando entendido que no sería fácil la empresa de aquel día, ni creíble que los mejicanos dejasen de tener cuidadosa guarnición en Suchilmilco, lugar de tanta consecuencia y tan avanzado; particularmente cuando iban cargados hacia el mismo paraje todos los fugitivos de los reencuentros pasados: lo cual se verificó brevemente, porque los enemigos, cuyo número pudo ser verdadero, pero se omite por inverosímil, tenían formados sus escuadrones en un llano algo distante de la ciudad, y a la frente un río caudaloso que bajaba rápidamente a descansar en la laguna; cuya ribera estaba guarnecida con duplicadas tropas, y el grueso principal aplicado a la defensa de una puente de madera que dejaron de cortar, porque la tenían atajada con reparos sucesivos de tabla y fajina, suponiendo que si la perdiesen quedarían con el paso estrecho de su parte, para ir deshaciendo poco a poco a sus enemigos.

Reconoció Hernán Cortés la dificultad, y esforzándose a desentender su cuidado, tendió las naciones por la ribera, y entretanto que se peleaba, con poco efecto de una parte y otra, mandó que avanzasen los españoles a ganar el puente, donde hallaron tan porfiada resistencia, que fueron rechazados primera y segunda vez; pero acometiendo la tercera con mayor esfuerzo, y usando contra ellos de sus mismas trincheras como se iban ganando, se detuvieron poco en tener el paso a su disposición, cuya pérdida desalentó a los enemigos, y se declaró por todas partes la fuga solicitada ya por los capitanes con los toques de la retirada, o porque no pareciese desorden o porque iban con ánimo de volverse a formar.

Pasó nuestra gente con toda la diligencia posible a ocupar la tierra que desamparaban, y al mismo tiempo, deseando lograr el desabrigo de la otra ribera, se arrojaron al agua diferentes compañías de Tlascala y Tezcuco, y rompiendo a nado la corriente, se anticiparon a unirse con el ejército. Esperaban ya los enemigos, puestos en orden, cerca de la muralla; pero al primer avance de los españoles empezaron a retroceder, provocando siempre con las voces y con algunas flechas sin alcance, para dar a entender que se retiraban con elección. Pero Hernán Cortés los acometió tan ejecutivamente, que al primer choque se reconoció cuán cerca estaban del miedo las afectaciones de valor. Fuéronse retirando a la ciudad, en cuya entrada perdieron mucha gente; y amparándose de los reparos con que tenían atajadas las calles, volvieron a las armas y a las provocaciones.

Dejó Hernán Cortés parte de su ejército en la campaña para cubrir la retirada y embarazar las invasiones de afuera, y entró con el resto a proseguir el alcance, para cuyo efecto, señalando algunas compañías que apartasen la oposición de las calles inmediatas, acometió por la principal, donde tenían los enemigos su mayor fuerza. Rompió con alguna dificultad la trinchera que defendían, y reincidió en la culpa de olvidar su persona en sacando la espada, porque se arrojó entre la muchedumbre con más ardimiento que advertencia, y se halló solo con el enemigo por todas partes cuando quiso volver al socorro de los suyos. Mantúvose peleando valerosamente hasta que se le rindió el caballo, y dejándose caer en tierra le puso en evidente peligro de perderse, porque se abalanzaron a él los que se hallaron más cerca: y antes que se pudiese desembarazar para servirse de sus armas, le tuvieron poco menos que rendido, siendo entonces su mayor defensa lo que interesaba aquellos mejicanos en llevarle vivo a su príncipe. Hallábase a la sazón poco distante un soldado conocido por su valor que se llamaba Cristóbal de Olea, natural de Medina del Campo, y haciendo reparo en el conflicto de su general, convocó algunos tlascaltecas de los que peleaban a su lado, y embistió por aquella parte con tanto denuedo y tan bien asistido de los que le seguían, que dando la muerte por sus mismas manos a los que más inmediatamente oprimían a Cortés, tuvo la fortuna de restituirle a su libertad: con que se volvió a seguir el alcance; y escapando los enemigos a la parte del agua quedaron por los españoles todas las calles de la tierra.

Salió Hernán Cortés de este combate con dos heridas leves, y Cristóbal de Olea con tres cuchilladas considerables, cuyas cicatrices decoraron después la memoria de su hazaña. Dice Antonio de Herrera que se debió el socorro de Cortés a un tlascalteca, de quien ni antes se tenía conocimiento, ni después se tuvo noticia, y deja el suceso en reputación de milagro; pero Bernal Díaz del Castillo, que llegó de los primeros al mismo socorro, le atribuye a Cristóbal de Olea; y los de su linaje, dejando a Dios lo que le toca, tendrán alguna disculpa si dieren más crédito a lo que fue que a lo que se presumió.

No estuvo, entretanto que se peleaba en la ciudad, sin ejercicio el trozo que se dejó en la campaña, cuyo gobierno quedó encargado a Cristóbal de Olid, Pedro de Alvarado y Andrés de Tapia; porque los nobles de Méjico hicieron un esfuerzo extraordinario para reforzar la guarnición de Suchimilco, cuya defensa tenía cuidadoso a su príncipe Guatimozin; y embarcándose con hasta diez mil hombres de buena calidad, salieron a tierra por diferente paraje con noticia de que los españoles andaban ocupados en la disputa de las calles, y con intento de acometer por las espaldas: pero fueron descubiertos y cargados con toda resolución, hasta que últimamente volvieron a buscar sus embarcaciones, dejando en la campaña parte de sus fuerzas, aunque se conoció en su resistencia que traían capitanes de reputación; y fue tan estrecho el combate, que salieron heridos los tres cabos, y número considerable de soldados españoles y tlascaltecas.

Quedó con este suceso Hernán Cortés dueño de la campaña, y de todas las calles y edificios que salían a la tierra, y poniendo suficiente guardia en los surgideros por donde se comunicaban los barrios, trató de alojar su ejército en unos grandes patios, cercanos al adoratorio principal, que por tener algún género de muralla bastante a resistir las armas de los mejicanos, pareció sitio a propósito para ocurrir con mayor seguridad al descanso de la gente y a la cura de los heridos. Ordenó al mismo tiempo que subiesen algunas compañías a reconocer lo alto del adoratorio, y hallándole totalmente desamparado, mandó que se alojasen veinte o treinta españoles en el atrio superior para registrar las avenidas, así del agua como de la tierra, con un cabo que atendiese a mudar las centinelas y cuidase de su vigilancia: prevención necesaria, cuya utilidad se conoció brevemente; porque al caer de la tarde bajó la noticia de que se habían descubierto a la parte de Méjico más de dos mil canoas reforzadas que se venían acercando a todo remo, con que hubo lugar de prevenir los riesgos de la noche, doblando las guarniciones de los surgideros, y a la mañana se reconoció también el desembarco de los enemigos, que fue a largo trecho de la ciudad, cuyo grueso pareció de hasta catorce o quince mil hombres.

Salió Hernán Cortés a recibirlos fuera de los muros, eligiendo sitio donde pudiesen obrar los caballos y dejando buena parte de su ejército a la defensa del alojamiento. Diéronse vista los dos ejércitos, y fue de los mejicanos el primer acometimiento; pero recibidos con las bocas de fuego, retrocedieron lo bastante para que cerrasen los demás con la espada en la mano, y se fuesen abreviando los términos de su resistencia con tanto rigor, que tardaron poco en descubrir las espaldas, y toda la facción tuvo más de alcance que de victoria.

Cuatro días se detuvo Hernán Cortés en Suchimilco para dar algún tiempo a la mejoría de los heridos, siempre con las armas en las manos, porque la vecindad facilitaba los socorros de Méjico; y el rato que faltaban las invasiones, bastaba el recelo para fatigar la gente.

Llegó el caso de la retirada, que se puso en ejecución como estaba resuelta, sin que cesase la persecución de los enemigos, porque se adelantaron algunas veces a ocupar los pasos dificultosos para inquietar la marcha; cuya molestia se venció con poca dificultad, y no sin considerable ganancia, volviendo Hernán Cortés a su plaza con bastante satisfacción de haber conseguido los dos intentos que le obligaron a esta salida, reconocer a Suchimilco, puesto de consecuencia para su entrada, y quebrantar al enemigo para enflaquecer las defensas de Méjico. Pero en lo interior venía desazonado y melancólico de haber perdido en esta jornada nueve o diez españoles: porque sobre los que murieron en el primer asalto de la montaña, le llevaron tres o cuatro en Suchimilco que se alargaron a saquear una casa de las que tenía esta población dentro del agua, y dos criados suyos que dieron en una emboscada por haberse apartado inadvertidamente del ejército: creciendo su dolor en la circunstancia de haberlos llevado vivos para sacrificarlos a sus ídolos; cuya infelicidad le acordaba la contingencia en que se vio, cuando le tuvieron los enemigos en su poder, de morir en semejante abominación, pero siempre conocía tarde lo que importaba su vida, y en llegando la ocasión trataba sólo de prevenir las quejas del valor, dejando para después los remordimientos de la prudencia.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Remédiase con el castigo de un soldado español la conjuración de algunos españoles que intentaron matar a Hernán Cortés; y con la muerte de Xicotencal un movimiento sedicioso de algunos tlascaltecas


Estaban ya los bergantines en total disposición para que se pudiese tratar de botarlos al agua, y el canal con el fondo y capacidad que había menester para recibirlos. Íbanse adelantando las demás prevenciones que parecían necesarias. Hízose abundante provisión de armas para los indios; registráronse los almacenes de las municiones; requirióse la artillería; diose aviso a los caciques amigos, señalándolos el día en que se debían presentar con sus tropas; y se puso particular cuidado en los víveres que se conducían continuamente a la plaza de armas, parte por el interés de los rescates, y parte por obligación de los mismos confederados. Asistía Hernán Cortés personalmente a los menores ápices de que se compone aquel todo que debe ir a la mano en las facciones militares, cuyo peligro procede muchas veces de faltas ligeras, y pide prolijidades a la providencia.

Pero al mismo tiempo que traía la imaginación ocupada en estas dependencias, se le ofreció nuevo accidente de mayor cuidado, que puso en ejercicio su valor, y dejó desagraviada su cordura. Díjole un español de los antiguos en el ejército, con turbada ponderación de lo que importaba el secreto que necesitaba de hablarle reservadamente; y conseguida su audiencia como lo pedía, le descubrió una conjuración que se había dispuesto, en el tiempo de su ausencia, contra su vida y la de todos sus amigos. Movió esta plática, según su relación, un soldado particular que debía de suponer poco en esta profesión, pues su nombre se oye la primera vez en el delito. Llamábase Antonio de Villafañe, y fue su primer intento retirarse de aquella empresa, cuya dificultad le parecía insuperable. Empezó la inquietud en murmuración, y pasó brevemente a resoluciones de grande amenaza. Culpaban él y los de su opinión a Hernán Cortés de obstinado en aquella conquista, repitiendo que no querían perderse por su temeridad; y hablando en escapar a la isla de Cuba, como en negocio de fácil ejecución según el dictamen de sus cortas obligaciones. Juntáronse a discurrir en este punto con mayor recato; y aunque no hallaban mucha dificultad en el desamparo de la plaza de armas, ni en facilitar el paso de Tlascala con alguna orden supuesta de su general, tropezaban luego en el inconveniente de tocar en la Vera-Cruz, como era preciso para fletar alguna embarcación, donde no podían fingir comisión o licencia de Cortés, sin llevar pasaporte suyo; ni excusar el riesgo de caer en una prisión digna de severo castigo. Hallábanse atajados, y volvían al tema de su retirada sin elegir el camino de conseguirla, firmes en la resolución y poco atentos al desabrigo de los medios.

Pero Antonio de Villafañe, en cuyo alojamiento eran las juntas, propuso finalmente que se podría ocurrir a todo, matando a Cortés y a sus principales consejeros para elegir otro general a su modo menos empeñado en la empresa de Méjico, y más fácil de reducir: a cuya sombra se podrían retirar sin la nota de fugitivos y alegar este servicio a Diego Velázquez, de cuyos informes se podía esperar que se recibiese también el delito en España como servicio del rey. Aprobaron todos el arbitrio, y abrazando a Villafañe, empezó el tumulto en el aplauso de la sedición. Formóse luego un papel en que firmaron los que se hallaban presentes, obligándose a seguir su partido en este horrible atentado; y se manejó el negocio con tanta destreza, que fueron creciendo las firmas a número considerable; y se pudo temer que llegase a tomar cuerpo de mal irremediable aquella oculta y maliciosa contagión de los ánimos.

Tenían dispuesto fingir un pliego de la Vera-Cruz, con cartas de Castilla, y dársele a Cortés cuando estuviese a la mesa con sus camaradas, entrando todos con pretexto de la novedad, y cuando se pusiese a leer la primera carta, servirse del natural divertimiento de su atención para matarle a puñaladas, y ejecutar lo mismo en los que se hallasen con él, juntándose después para salir a correr las calles apellidando libertad: movimiento a su parecer bastante para que se declarase por ellos todo el ejército, y para que se pudiese hacer el mismo estrago en los demás que tenían por sospechosos. Habían de morir, según la cuenta que hacían con su misma ceguedad, Cristóbal de Olid, Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado y sus hermanos, y Andrés de Tapia, los dos alcaldes ordinarios, Luis Marín y Pedro de Ircio, Bernal Díaz del Castillo y otros soldados confidentes de Cortés. Pensaban elegir por capitán general del ejército a Francisco Verdugo, que por estar casado con hermana de Diego Velázquez, les parecía el más fácil de reducir, y el mejor para mantener y autorizar su partido; pero temiendo su condición pundonorosa y enemiga de la sinrazón, no se atrevieron a comunicarle sus intentos, hasta que una vez ejecutado el delito, se hallase necesitado a mirar como remedio la nueva ocupación.

De esta sustancia fueron las noticias que dio el soldado, pidiendo la vida en recompensa de su fidelidad por hallarse comprendido en la sedición; y Hernán Cortés resolvió asistir personalmente a la prisión de Villafañe, y a las primeras diligencias que se debían hacer para convencerle de su culpa, en cuya dirección suele consistir el aclararse o el oscurecerse la verdad. No pedía menos cuidado la importancia del negocio, ni era tiempo de aguardar la madura inquisición de los términos judiciales. Partió luego a ejecutar la prisión de Villafañe, llevando consigo a los alcaldes ordinarios con algunos de sus capitanes, y le halló en su posada con tres o cuatro de sus parciales. Adelantóse a deponer contra él su misma turbación, y después de mandarle aprisionar, hizo seña para que se retirasen todos con pretexto de hacer algún examen secreto, y sirviéndose de las noticias que llevaba, le sacó del pecho el papel del tratado con las firmas de los conjurados. Leyóle, y halló en él algunas personas, cuya infidelidad le puso en mayor cuidado; pero recatándole de los suyos, mandó poner en otra prisión a los que se hallaron con el reo, y se retiró dejando su instrucción a los ministros de justicia para que se fulminase la causa con toda la brevedad que fuese posible sin hacer diligencia que tocase a los cómplices, en que hubo pocos lances, porque Villafañe, convencido con la aprehensión del papel, y creyendo que le habían entregado sus amigos, confesó luego el delito; con que se fueron estrechando los términos según el estilo militar, y se pronunció contra él sentencia de muerte, la cual se ejecutó aquella misma noche, dándole lugar para que cumpliese las obligaciones de cristiano; y el día siguiente amaneció colgado en una ventana de su mismo alojamiento, con que se vio el castigo al mismo tiempo que se publicó la causa; y se logró en los culpados el temor, y en los demás el aborrecimiento de la culpa.

Quedó Hernán Cortés igualmente irritado y cuidadoso de lo que había crecido el número de las firmas; pero no se hallaba en tiempo de satisfacer a la justicia, perdiendo tantos soldados españoles en el principio de su empresa, y para excusar el castigo de los culpados sin desaire del sufrimiento, echó voz de que se había tragado Antonio de Villafañe un papel hecho pedazos, en que a su parecer, tendría los nombres o las firmas de los conjurados. Y poco después llamó a sus capitanes y soldados, y les dio noticia por mayor de las horribles novedades que traía en el pensamiento Antonio de Villafañe, y de la conjuración que iba forjando contra su vida, y contra otros muchos de los que se hallaban presentes, y añadió: «que tenía por felicidad suya el ignorar si había tomado cuerpo el delito con la inclusión de algunos cómplices; aunque la diligencia que logró Villafañe para ocultar un papel que traía en el pecho, no le dejaba dudar que los había: pero que no quería conocerlos; y sólo pedía encarecidamente a sus amigos que procurasen inquirir si corría entre los españoles alguna queja de su proceder que necesitase de su enmienda, porque deseaba en todo la mayor satisfacción de los soldados, y estaba pronto a corregir, sus defectos, así como sabría volver al rigor y a la justicia, si la moderación del castigo se hiciese tibieza del escarmiento».

Mandó luego que fuesen puestos en libertad los soldados que asistían a Villafañe; y con esta declaración de su ánimo, revalidada con no torcer el semblante a los que le habían ofendido, se dieron por seguros de que se ignoraba su delito: y sirvieron después con mayor cuidado, porque necesitaban de la puntualidad para desmentir los indicios de la culpa.

Fue importante advertencia la de ocultar el papel de las firmas para no perder aquellos españoles de que tanto necesitaba; y mayor hazaña la de ocultar su irritación para no desconfiarlos: ¡primoroso desempeño de su razón, y notable predominio sobre sus pasiones! Pero teniendo a menos cordura el exceder en la confianza que suele adormecer el cuidado a fin de provocar el peligro, nombró entonces compañía de su guardia para que asistiesen doce soldados con un cabo cerca de su persona; si ya no se valió de esta ocasión como de pretexto para introducir sin extrañeza lo que ya echaba menos su autoridad.

Ofreciósele poco después embarazo nuevo, que aunque de otro género, tuvo sus circunstancias de motín; porque Xicotencal, a cuyo cargo estaban las primeras tropas que vinieron de Tlascala, o por alguna desazón, fácil de presumir en su altivez natural, o porque duraban todavía en su corazón algunas reliquias de la pasada enemistad, se determinó a desamparar el ejército, convocando algunas compañías que a fuerza de sus instancias ofrecieron asistirle. Valióse de la noche para ejecutar su retirada; y Hernán Cortés que la supo luego de los mismos tlascaltecas, sintió vivamente una demostración de tan dañosas consecuencias en cabo tan principal de aquellas naciones, cuando se estaba ya con las armas casi en las manos para dar principio a la empresa. Despachó en su alcance algunos indios nobles de Tezcuco para que le procurasen reducir a que por lo menos se detuviese hasta proponer su razón; pero la respuesta de este mensaje, que fue no solamente resuelta, sino descortés con algo de menosprecio, le puso en mayor irritación, y envió luego en su alcance dos o tres compañías de españoles con suficiente número de indios tezcucanos y chalqueses para que le prendiesen; y en caso de no reducirse le matasen. Ejecutóse lo segundo, porque se halló en él porfiada resistencia, y alguna flojedad en los que le seguían contra su dictamen; los cuales se volvieron luego al ejército quedando el cadáver pendiente de un árbol.

Así lo refiere Bernal Díaz del Castillo; aunque Antonio de Herrera dice que le llevaron a Tezcuco, y que usando Hernán Cortés de una permisión que le había dado la república, le hizo ahorcar públicamente dentro de la misma ciudad: lectura que parece menos semejante a la verdad, porque aventuraba mucho en resolverse a tan violenta ejecución con tanto número de tlascaltecas a la vista, que precisamente habían de sentir aquel afrentoso castigo en uno de los primeros hombres de su nación.

Algunos dicen que le mataron con orden secreta de Cortés los mismos españoles que salieron al camino, en que hallamos algo menos aventurada la resolución. Y como quiera que fuese, no se puede negar que andaba su providencia tan adelantada y tan sobre lo posible de los sucesos que tenía prevenido este lance de suerte, que ni los tlascaltecas del ejército, ni la república de Tlascala, ni su mismo padre hicieron queja de su muerte; porque sabiendo algunos días antes que se desmandaba este mozo en hablar mal de sus acciones, y en desacreditar la empresa de Méjico entre los de su nación, participó a Tlascala esta noticia para que le llamasen a su tierra con pretexto de otra facción, o se valiesen de su autoridad para corregir semejante desorden; y el senado, en que asistió su padre, le respondió: que aquel delito de amotinar los ejércitos era digno de muerte según los estatutos de la república; y que así podría, siendo necesario, proceder contra él hasta el último castigo, como ellos lo ejecutarían si volviese a Tlascala, no sólo con él, sino con todos los que le acompañasen: cuya permisión, facilitaría mucho entonces la resolución de su muerte, aunque sufrió algunos días sus atrevimientos, sirviéndose de los medios suaves para reducirle. Pero siempre nos inclinamos a que se hizo la ejecución fuera de Tezcuco, según lo refiere Bernal Díaz, porque no dejaría Hernán Cortés de tener presente la diferencia que se debía considerar entre ponerlos delante un espectáculo de tanta severidad, o referirles el hecho después de sucedido: siendo máxima evidente que abultan más en el ánimo las noticias que se reciben por los ojos, así como pueden menos con el corazón las que se mandan por los oídos.




ArribaAbajoCapítulo XX

Échanse al agua los bergantines; y dividido el ejército de tierra en tres partes, para que al mismo tiempo se acometiese por Tácuba, Iztapalapa y Cuyoacan, avanza Hernán Cortés por la laguna, y rompe una gran flota de canoas mejicanas


No se dejaban de tener a la vista las prevenciones de la jornada, por más que se llevasen parte del cuidado estos accidentes. Íbanse al mismo tiempo echando al agua los bergantines: obra que se consiguió con felicidad, debiéndose también a la industria de Martín López, como última perfección de su fábrica. Díjose antes una misa de Espíritu Santo, y en ella comulgó Hernán Cortés con todos sus españoles. Bendijo el sacerdote los buques: diose a cada uno su nombre según el estilo náutico, y entretanto que se introducían los adherentes que dan espíritu al leño, y se afinaba el uso de las jarcias y velas, pasaron muestra en escuadrón los españoles, cuyo ejército constaba entonces de novecientos hombres; los ciento y noventa y cuatro entre arcabuces y ballestas; los demás de espada, rodela y lanza, ochenta y seis caballos, y diez y ocho piezas de artillería, las tres de hierro gruesas, y las quince falconetes de bronce con suficiente provisión de pólvora y balas.

Aplicó Hernán Cortés a cada bergantín veinte y cinco españoles con un capitán, doce remeros, a seis por banda, y una pieza de artillería. Los capitanes fueron Pedro de Barba, natural de Sevilla; García de Holguin, de Cáceres; Juan Portillo de Portillo, Juan Rodríguez de Villa-fuerte, de Medellín; Juan Jaramillo, de Salvatierra, en Extremadura; Miguel Díaz de Auz, aragonés; Francisco Rodríguez Magarino, de Mérida; Cristóbal Flores, de Valencia de don Juan; Antonio de Carabajal, de Zamora; Jerónimo Ruiz de la Mota, de Burgos; Pedro Briones, de Salamanca; Rodrigo Morejón de Lobera, de Medina del Campo; y Antonio Sotelo, de Zamora; los cuales se embarcaron luego cada uno a la defensa de su bajel y al socorro de los otros.

Dispuesta en esta forma la entrada que se había de hacer por el lago, determinó con parecer de sus capitanes, ocupar al mismo tiempo las tres calzadas principales de Tácuba, Iztapalapa y Cuyoacan, sin alargarse a la de Suchimilco, por excusar la desunión de su gente, y tenerla en paraje que pudiesen recibir menos dificultosamente sus órdenes: para cuyo efecto dividió el ejército en tres partes, y encargó a Pedro de Alvarado la expedición de Tácuba, con nombramiento de gobernador y cabo principal de aquella entrada, llevando a su orden ciento y cincuenta españoles y treinta caballos en tres compañías a cargo de los capitanes Jorge de Alvarado, Gutierre de Badajoz y Andrés de Monjaraz, dos piezas de artillería y treinta mil tlascaltecas. El ataque de Cuyoacan encargó al maestre de campo Cristóbal de Olid, con ciento sesenta españoles en las tres compañías de Francisco Verdugo, Andrés de Tapia y Francisco de Lugo, treinta caballos, dos piezas de artillería y cerca de treinta mil indios confederados; y últimamente cometió a Gonzalo de Sandoval la entrada que se había de hacer por Iztapalapa con otros ciento cincuenta españoles a cargo de los capitanes Luis Marín y Pedro de Ircio, dos piezas de artillería, veinticuatro caballos, y toda la gente de Chalco, Guajocingo y Cholula, que serían más de cuarenta mil hombres. Seguimos en el número de los aliados que sirvieron en estas entradas la opinión de Antonio de Herrera, porque Bernal Díaz del Castillo da solamente ocho mil tlascaltecas a cada uno de los tres capitanes, y repite algunas veces que fueron de más embarazo que servicio, sin decir dónde quedaron tantos millares de hombres como vinieron al sitio de aquella ciudad: ambición descubierta de que lo hiciesen todo los españoles, y poco advertida en nuestro sentir; porque deja increíble lo que procura encarecer, cuando bastaba para encarecimiento la verdad.

Partieron juntos Cristóbal de Olid y Gonzalo de Sandoval que se habían de apartar en Tácuba, y se alojaron en aquella ciudad sin contradicción, despoblada ya, como lo estaban los demás lugares contiguos a la laguna; porque los vecinos que se hallaban capaces de tomar las armas, acudieron a la defensa de Méjico, y los demás se ampararon en los montes con todo lo que pudieron retirar de sus haciendas. Aquí se tuvo aviso de que había una junta considerable de tropas mejicanas, a poco más de media legua que venían a cubrir los conductos del agua que bajaban de las sierras de Chapultepeque: prevención cuidadosa de Guatimozin, que sabiendo el movimiento de los españoles, trató de poner en defensa los manantiales de que se proveían todas las fuentes de agua dulce que se gastaba en la ciudad.

Descubríanse por aquella parte dos o tres canales de madera cóncava sobre paredones de argamasa, y los enemigos tenían hechos algunos reparos contra las avenidas que miraban al camino. Pero los dos capitanes salieron de Tácuba con la mayor parte de su gente; y aunque hallaron porfiada resistencia, se consiguió finalmente que desamparasen el puesto, y se rompieron por dos o tres partes los conductos y los paredones con que bajó la corriente, dividida en varios arroyos, a buscar su centro en la laguna; debiéndose a Cristóbal de Olid y a Pedro de Alvarado esta primera hostilidad de agotar las fuentes de Méjico, y dejar a los sitiados en la penosa tarea de buscar el agua en los ríos que bajaban de los montes, y en precisa necesidad de ocupar su gente y sus canoas en la conducción y en los convoyes.

Conseguida esta facción partió Cristóbal de Olid con su trozo a tomar el puesto de Cuyoacan, y Hernán Cortés, dejando a Gonzalo de Sandoval el tiempo que pareció necesario para que llegase a Iztapalapa, tomó a su cargo la entrada que se había de hacer por la laguna para estar sobre todo, y acudir con los socorros donde llamase la necesidad. Llevó consigo a don Fernando, señor de Tezcuco, y a un hermano suyo, mozo de espíritu, llamado Suchel, que se bautizó poco después, tomando el nombre de Carlos, como súbdito del emperador. Dejó en aquella ciudad bastante número de gente para cubrir la plaza de armas, y hacer algunas correrías que asegurasen la comunicación de los cuarteles, y dio principio a su navegación, puestos en ala sus trece bergantines, disponiendo lo mejor que pudo el adorno de las banderas, flámulas y gallardetes: exterioridad de que se valió para dar bulto a sus fuerzas, y asustar la consideración del enemigo con la novedad.

Iba con propósito de acercarse a Méjico para dejarse ver como señor de la laguna, y volver luego sobre Iztapalapa, donde le daba cuidado Gonzalo de Sandoval, por no haber llevado embarcaciones para desembarazar las calles de aquella población, que por estar dentro del agua, eran continuo receptáculo de las canoas mejicanas. Pero al tomar la vuelta descubrió a poca distancia de la ciudad una isleta o montecillo de peñascos que se levantaba considerablemente sobre las aguas, cuya eminencia coronaba un castillo de bastante capacidad que tenían ocupados los enemigos, sin otro fin que desafiar a los españoles, provocándolos con injurias y amenazas desde aquel puesto, donde a su parecer estaban seguros de los bergantines. No tuvo por conveniente dejar consentido este atrevimiento a vista de la ciudad, cuyos miradores y terrados estaban cubiertos de gente, observando las primeras operaciones de la armada; y hallando en el mismo sentir a sus capitanes, se acercó a los surgideros de la isla, y saltó en tierra con ciento cincuenta españoles, repartidos por dos o tres sendas que guiaban a la cumbre, y subieron peleando, no sin alguna dificultad, porque los enemigos eran muchos y se defendían valerosamente, hasta que perdida la esperanza de mantener la eminencia, se retiraron al castillo, donde no podían mover las armas de apretados, y perecieron muchos, aunque fueron más los que se perdonaron por no ensangrentar la espada en los rendidos, cuando se despreciaba como embarazosa la carga de los prisioneros.

Logrado en esta breve interpresa el castigo de aquellos mejicanos, volvieron los españoles a cobrar sus bergantines, y cuando se disponían para tomar rumbo de Iztapalapa, fue preciso discurrir en nuevo accidente, porque se dejaron ver a la parte de Méjico algunas canoas que iban saliendo a la laguna, cuyo número crecía por instantes. Serían hasta quinientas las que se adelantaron a boga lenta para que saliesen las demás; y a breve rato fueron tantas las que arrojó de sí la ciudad, y las que se juntaron de las poblaciones vecinas, que haciendo la cuenta por el espacio que ocupaban, se juzgó que pasarían de cuatro mil; cuya multitud con lo que abultaban los penachos y las armas, formaba un cuerpo hermosamente formidable, que al juicio de los ojos venía como anegando la laguna.

Dispuso Hernán Cortés sus bergantines, formando una espaciosa media luna para dilatar la frente y pelear con desahogo. Iba fiado en el valor de los suyos, y en la superioridad de las mismas embarcaciones, bastando cada una de ellas a entenderse con mucha parte de la flota enemiga. Movióse con esta seguridad la vuelta de los mejicanos para darles a entender que admitía la batalla; y después hizo alto para entrar en ella con toda la respiración de sus remeros, porque la calma de aquel día dejaba todo el movimiento en la fuerza de sus brazos. Detúvose también el enemigo y pudo ser que con el mismo cuidado. Pero aquella inefable providencia, que no se descuidaba en declararse por los españoles, dispuso entonces que se levantase de la tierra un viento favorable, que hiriendo por la popa en los bergantines, les dio todo el impulso de que necesitaban para dejarse caer sobre las embarcaciones mejicanas. Dieron principio al ataque las piezas de artillería, disparadas a conveniente distancia, y cerraron después los bergantines a vela y remo, llevándose tras sí cuanto se les puso delante. Peleaban los arcabuces y ballestas sin perder tiro: peleaba también el viento, dándoles con el humo en los ojos, y obligándolos a proejar para defenderse; y peleaban hasta los mismos bergantines, cuyas proas hacían pedazos a los buques menores, sirviéndose de su flaqueza para echarlos a pique sin recelar el choque. Hicieron alguna resistencia los nobles que ocupaban las quinientas embarcaciones de la vanguardia: lo demás fue todo confusión y zozobrar las unas al impulso de las otras. Perdieron los enemigos la mayor parte de su gente: quedó rota y deshecha su armada, cuyas reliquias miserables siguieron los bergantines hasta encerrarlas a balazos en las acequias de la ciudad.

Fue de grande consecuencia esta victoria, por lo que influyó en las ocasiones siguientes el crédito de incontrastables que adquirieron este día los bergantines, y por lo que desanimó a los mejicanos el hallarse ya sin aquella parte de sus fuerzas, que consistía en la destreza y agilidad de sus canoas, no por las que perdieron entonces, número limitado, respecto de las que tenían de reserva, sino porque se desengañaron de que no eran de servicio, ni podían resistir a tan poderosa oposición. Quedó por los españoles el dominio de la laguna, y Hernán Cortés tomó la vuelta cerca de la ciudad, despidiendo algunas balas, más a la pompa del suceso que al daño de los enemigos. Y no le pesó de ver la multitud de mejicanos que coronaban sus torres y azoteas a la expectación de la batalla, tan gustoso de haberles dado en los ojos con su pérdida, que aunque a la verdad eran muchos para enemigos, le parecieron pocos para testigos de su hazaña: complacencias de vencedores que suelen comprender a los más advertidos, como adornos de la victoria o como accidentes de la felicidad.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Pasa Hernán Cortés a reconocer los trozos de su ejército en las tres calzadas de Cuyoacan, Iztapalapa y Tácuba, y en todas fue necesario el socorro de los bergantines; deja cuatro a Gonzalo de Sandoval, cuatro a Pedro de Alvarado, y él se recoge a Cuyoacan con los cinco restantes


Eligió paraje cerca de Tezcuco donde pasar la noche y atender al descanso de la gente con alguna seguridad; pero al amanecer, cuando se disponían los bergantines para tomar el rumbo de Iztapalapa, se descubrió un grueso considerable de canoas que navegaban aceleradamente la vuelta de Cuyoacan, porque pareció conveniente ir primero con el socorro a la parte amenazada. No fue posible dar alcance a la flota enemiga, pero se llegó poco después, y a tiempo que se hallaba Cristóbal de Olid empeñado en la calzada, y reducido a pelear por la frente con los enemigos que la defendían, y por los costados con las canoas que llegaron de refresco, en términos de retirarse, perdiendo la tierra que se había ganado.

Enseñó la necesidad a los mejicanos cuanto pudiera el arte de la guerra para defender el paso de las calzadas. Tenían levantados hacia la parte de la ciudad los puentes de aquellos ojos o cortaduras donde perdían su fuerza las avenidas o crecientes de la laguna, y aplicando algunas vigas y tablones por la espalda para subir en hileras sucesivas a dar la carga por lo alto, dejaban a trechos formadas unas trincheras con foso de agua, que impedían y dificultaban los avances. Este género de fortificación habían hecho en las tres calzadas por donde amenazó la invasión de los españoles, y en todas se discurrió casi lo mismo para vencer esta dificultad. Peleaban los arcabuces y ballestas contra los que se descubrían por lo alto de la trinchera, entretanto que pasaban de mano en mano las faginas para cegar el foso; y después se acercaba una pieza de artillería, que a pocos golpes desembarazaba el paso, barriendo el trozo siguiente de la calzada con los mismos fragmentos de su fortificación.

Tenía ganado Cristóbal de Olid el primer foso cuando llegaron las canoas enemigas; pero al descubrir los bergantines, huyeron a toda fuerza de remos las de aquella banda, peligrando solamente las que pudo encontrar el alcance de la artillería; y porque no dejaban de pelear las que a su parecer estaban seguras de la otra parte, mandó Hernán Cortés ensanchar el foso de la retaguardia para dar paso a tres o cuatro bergantines, de cuya primera vista resultó la fuga total de las canoas; y los enemigos que defendían el puente inmediato, viéndose descubiertos a las baterías de agua y tierra, se recogieron desordenadamente al último reparo vecino a la ciudad.

Descansó la gente aquella noche, sin desamparar el avance de la calzada; y al amanecer se prosiguió la marcha con poca o ninguna oposición, hasta que llegando a la última puente que desembocaba en la ciudad, se halló fortificada con mayores reparos, y atrincheradas las calles que se descubrían, con tanto número de gente a su defensa, que llegó a parecer aventurada la facción; pero se conoció la dificultad después del empeño, y no era conveniente retroceder sin algún escarmiento de los enemigos. Jugaron su artillería los bergantines, haciendo miserable destrozo en las bocas de las calles, entretanto que trabajaba Cristóbal de Olid en cegar el foso y romper las fortificaciones de la calzada. Lo cual ejecutado, se arrojó a los enemigos que las defendían, haciendo lugar con su vanguardia para que saliesen a tierra las naciones a su cargo. Acercáronse al mismo tiempo las tropas de la ciudad al socorro de los suyos, y fue valerosa por todas partes su resistencia; pero a breve rato perdieron alguna tierra, y Hernán Cortés, que no pudo sufrir aquella lentitud con que se retiraban, saltó en la ribera con treinta españoles, y dio tanto calor al avance, que tardaron poco los enemigos en volver las espaldas, y se ganó la calle principal de Méjico, huyendo por aquella parte hasta la gente que ocupaba los terrados.

Tropezóse luego con otra dificultad, porque los mejicanos que iban huyendo habían ocupado un adoratorio, poco distante de la entrada, en cuyas torres, gradas y cerca exterior se descubría tanto número de gente, que parecía un monte de armas y plumas todo el edificio. Desafiaban a los españoles con la voz tan entera como si acabaran, de vencer: y Hernán Cortés, no sin alguna indignación de ver en ellos el orgullo tan cerca de la cobardía, mandó traer de los bergantines tres o cuatro piezas de artillería, cuyo primer estrago les dio a conocer su peligro, y brevemente fue necesario bajar la puntería contra los que iban huyendo a lo interior de la ciudad. Quedó sin enemigos todo aquel paraje, porque los que peleaban desde las azoteas y ventanas, se movieron al paso que los demás; conque avanzó el ejército, y se ganó el adoratorio sin contradicción.

Fue grande la pérdida de gente que hicieron este día los mejicanos. Entregáronse al fuego los ídolos, cuyos horribles simulacros sirvieron de luminarias al suceso. Y Hernán Cortés quedó satisfecho de haber puesto los pies dentro de la ciudad. Y hallando el adoratorio capaz de más que ordinaria defensa, no sólo determinó alojar su ejército en él aquella noche, pero tuvo sus impulsos de mantener aquel puesto para estrechar el sitio, y tener adelantado el cuartel de Cuyoacan: pensamiento que participó a sus capitanes, con los motivos que le dictaba entonces la primera inclinación de su discurso; pero todos a una voz le representaron: «que no sabiendo el estado en que tenían sus entradas Gonzalo de Sandoval y Pedro de Alvarado, sería temeridad exponer a perder el paso de la calzada, y con él la esperanza de los víveres y municiones, de que necesitaban para conservarse. Que su conducción no se debía fiar de los bergantines, porque no cabiendo en las acequias de aquel paraje, necesitaron de hacer su desembarco con bastante distancia para que no fuese posible recibirlos ni transportarlos, sin disponerse a una batalla para cada socorro. Que los trozos del ejército debían caminar a un mismo paso en sus ataques para dividir las fuerzas del enemigo, y darse la mano hasta en el tiempo de acuartelarse dentro de la ciudad. Y finalmente, que las disposiciones resueltas, con parecer de todos los cabos, sobre la forma de gobernar el sitio de Méjico, no se debían alterar, sin madura consideración, ni entrar en aquel empeño voluntario, sin más causa que dar sobrado crédito a la victoria de aquel día; no siendo totalmente seguras las consecuencias de los buenos sucesos, que a manera de lisonjas solían muchas veces engañar la cordura, deleitando la imaginación». Conoció Hernán Cortés que le aconsejaban lo más conveniente, por ser una de sus mejores prendas la facilidad con que solía desenamorarse de sus dictámenes para enamorarse de la razón, y se retiró la mañana siguiente a Cuyoacan, llevando a sus dos lados la escolta de los bergantines; conque no se atrevieron los enemigos a inquietar la marcha.

Pasó el mismo día a Iztapalapa, donde halló a Gonzalo de Sandoval en términos de perderse. Había ocupado los edificios de la tierra y alojado su ejército, poniéndose lo mejor que pudo en defensa; pero los enemigos, que se recogieron a la parte del agua, procuraban ofenderle desde sus canoas. Hizo considerable daño en las que se acercaban; arruinó algunas casas; rompió dos o tres socorros de Méjico, que intentaron atacarle por tierra; y aquel día porque los enemigos habían desamparado una casa grande, que distaba poco de la tierra, se resolvió a ocuparla para mejorarse, y desviar las ofensas de su cuartel. Facilitó el paso con algunas faginas arrojadas al agua, y entró a ejecutarlo con parte de su gente; pero apenas lo consiguió, cuando avanzaron las canoas que tenían puestas en celada, llevando consigo tropas de nadadores que deshicieron el camino de la retirada, por cuyo medio consiguieron el sitiarle por todas partes, ofendiéndole al mismo tiempo desde los terrados y ventanas de las casas vecinas.

En este conflicto se hallaba cuando llegó Hernán Cortés, y descubriendo aquella multitud de canoas en las calles de agua, que miraban a la parte de Méjico, dio calor a la boga, y empezó a jugar su artillería con tanto efecto, que así por el daño que hicieron las balas, como por el miedo que tenían a los bergantines, huyeron todas a un tiempo, con ansia de salir a la laguna por las calles más retiradas, y con tanto desorden, que cargando en ellas la gente de los terrados, se fueron muchas a pique, y las demás vinieron a caer en el lazo de los bergantines, buscando con la fuga el peligro que procuraban evitar. Hicieron este día los mejicanos una pérdida que pudo suponer algo en el menoscabo de sus fuerzas; y reconociéndose después aquella parte de la ciudad que tenían ocupada, se hallaron algunos prisioneros y bastante despojo, no tanto para la riqueza, como para la recreación de los soldados. Conoció Hernán Cortés, a vista de las dificultades que había experimentado Gonzalo de Sandoval en Iztapalapa, que no era posible poner en operación el trozo de su cargo, ni usar de la calzada, sin deshacer enteramente aquel abrigo de las canoas mejicanas, arruinando la media ciudad: detención que sería dañosa para el estado que tenían las demás entradas, y determinó que se desamparase por entonces aquel puesto, y pasase Gonzalo de Sandoval con su gente a ocupar el de Tepeaquilla, donde había otra calzada más estrecha para los ataques; pero de mayor utilidad para impedir los socorros del enemigo, que según los avisos antecedentes, introducía por aquel paraje los víveres de que ya necesitaba. Ejecutóse luego esta resolución, y marchó la gente por tierra, siguiendo la misma costa los bergantines, hasta que se ocupó el nuevo cuartel; y hecho el alojamiento con poco embarazo, porque se halló despoblado el lugar, navegó Hernán Cortés la vuelta de Tácuba.

Halló desamparada esta ciudad Pedro de Alvarado, conque tuvo menos que vencer para dar principio a sus entradas. Ejecutó algunas con varios sucesos, batiendo reparos y cegando fosos, de la misma forma que se gobernaba en las suyas Cristóbal de Olid; y aunque hizo muy considerable daño a los enemigos, y alguna vez se adelantó hasta poner fuego en las primeras casas de Méjico, le habían muerto, cuando llegó Hernán Cortés, ocho españoles: pérdida en que se mezcló el sentimiento con los aplausos de su valor.

Consideró Hernán Cortés que no le salía bien la cuenta de sus disposiciones, porque se iba reduciendo el sitio de Méjico a este género de acometimientos y retiradas: guerra en que se gastaban los días, y se aventuraba la gente sin ganancia que pasase de hostilidad, ni mereciese nombre de progreso: el camino de las calzadas tenía suma dificultad con aquellos fosos y reparos que volvían los mejicanos a fortificar todos los días, y con aquella persecución de las canoas, cuyo número excesivo cargaba siempre a la parte que desabrigaban los bergantines; y uno y otro perdía nuevos medios que facilitasen la empresa.

Mandó entonces que cesasen las entradas hasta otra orden, y puso la mira en prevenirse de canoas que le asegurasen el dominio de la laguna; para cuyo efecto envió personas de satisfacción a conducir las que hubiese de reserva en las poblaciones amigas, con las cuales, y con las que vinieron de Tezcuco y Chalco, se juntó un grueso que puso en nuevo cuidado al enemigo. Dividiólas en tres cuerpos; y formando su guarnición de aquellos indios que sabían manejarlas, nombró capitanes de su nación que las gobernasen por escuadras; y con este refuerzo, repartido entre los bergantines, envió cuatro a Gonzalo de Sandoval, cuatro a Pedro de Alvarado, y él pasó con los cinco restantes a incorporarse con el maestre de campo Cristóbal de Olid.

Repitiéronse desde aquel día las entradas con mayor facilidad, porque faltaron totalmente las ofensas que más embarazaban; y Hernán Cortés ordenó al mismo tiempo, que los bergantines y canoas rondasen la laguna y corriesen el distrito de las tres calzadas para impedir los socorros de la ciudad; por cuyo medio se hicieron repetidas presas de las embarcaciones que intentaban pasar con bastimento y barriles de agua, y se tuvo noticia del aprieto en que se hallaban los sitiados. Cristóbal de Olid llegó algunas veces a poner en ruina los burgos o primeras casas de la ciudad; Pedro de Alvarado y Gonzalo de Sandoval hacían el mismo daño en sus ataques; con lo cual, y con los buenos sucesos de aquellos días, mudaron de semblante las cosas. Concibió el ejército nuevas esperanzas, y hasta los soldados menores facilitaban la empresa, entrando en las ocasiones con aquel género de alegre solicitud semejante al valor, que suele hacer atrevidos a los que llevan la victoria de la imaginación, porque tuvieron la suerte de hallarse alguna vez entre los vencedores.




ArribaAbajoCapítulo XXII

Sírvense de varios ardides los mejicanos para su defensa: emboscan sus canoas contra los bergantines; y Hernán Cortés padece una rota de consideración, volviendo cargado a Cuyoacan


Fue notable y en algunas circunstancias digna de admiración, la diligencia con que defendieron su ciudad los mejicanos. Obraba como natural en ellos el valor, criados en la malicia, y sin otro camino de ascender a las mayores dignidades; pero en esta ocasión pasaron de valientes a discursivos, porque necesitaron de inventar novedades contra un género de invasión cuya gente, cuyas armas y cuyas disposiciones eran fuera del uso en aquella tierra, y lograron algunos golpes, en que se acreditó su ingenio de más que ordinariamente advertido. Queda referida la industria con que hallaron camino de fortificar sus calzadas, y no fue menor la que practicaron después, enviando por diferentes rodeos canoas de gastadores a limpiar los fosos que iban cegando los españoles, para cargarlos al tiempo de la retirada con todas sus fuerzas: ardid que ocasionó algunas pérdidas en las primeras entradas. Dieron con el tiempo en otro arbitrio más reparable, porque supieron obrar contra su costumbre cuando lo pedía la ocasión; y hacían de noche algunas salidas, sólo a fin de inquietar los cuarteles, fatigando a sus enemigos con la falta de sueño, para esperarlos después con tropas de refresco.

Pero en nada se conoció tanto su vigilancia y habilidad como en lo que discurrieron contra los bergantines, cuya fuerza desigual intentaron deshacer buscándolos desunidos; a cuyo efecto fabricaron treinta grandes embarcaciones de aquellas que llamaban piraguas; pero de mayores medidas, y empavesadas con gruesos tablones para recibir la carga, y pelear menos descubiertos. Con este género de armada salieron de noche a ocupar unos carrizales o bosques de cañas palustres, que producía por algunas partes la laguna, tan densas y elevadas que venían a formar diferentes malezas, impenetrables a la vista. Era su intención provocar a los bergantines que salían de dos en dos a impedir los socorros de la ciudad; y para llamarlos al bosque, llevaron prevenidas tres o cuatro canoas de bastimentos que sirviesen de cebo a la emboscada, y bastante número de gruesas estacas, las cuales fijaron debajo del agua, para que chocando con ellas los bergantines, se hiciesen pedazos, o fuesen más fáciles de vencer: prevenciones y cautelas, de que se conoce que sabían discurrir en su defensa, y en la ofensa de sus enemigos, tocando en las sutilezas que hicieron ingenioso al hombre contra el hombre; y son como enseñanzas del arte militar, o sinrazones de que se compone la razón de la guerra.

Salieron el día siguiente a correr aquel paraje dos bergantines de los cuatro que asistían a Gonzalo de Sandoval en su cuartel, a cargo de los capitanes Pedro de Barba y Juan Portillo; y apenas los descubrió el enemigo, cuando echó por otra parte sus canoas, para que dejándose ver a lo largo fingiesen la fuga y se retirasen al bosque; lo cual ejecutaron tan a tiempo, que los dos bergantines se arrojaron a la presa con todo el ímpetu de los remos; y a breve rato dieron en el lazo de la estacada oculta, quedando totalmente impedidos y en estado que ni podían retroceder ni pasar adelante.

Salieron al mismo tiempo las piraguas enemigas, y los cargaron por todas partes con desesperada resolución. Llegaron a verse los españoles en contingencia de perderse; pero llamando al corazón los últimos esfuerzos de su espíritu, mantuvieron el combate para divertir al enemigo, entretanto que algunos nadadores saltaron al agua, y a fuerza de brazos y de instrumentos rompieron o apartaron aquellos estorbos, en que zabordaban los buques, cuya diligencia bastó para que pudiesen tomar la vuelta y jugar su artillería, dando al través con la mayor parte de las piraguas, y siguiendo las balas el alcance de las que procuraban escapar. Quedó con bastante castigo la estratagema de los mejicanos; pero salieron de la ocasión maltratados los bergantines, heridos y fatigados los españoles. Murió peleando el capitán Juan Portillo, a cuyo valor y actividad se debió la mayor parte del suceso; y el capitán Pedro de Barba salió con algunas heridas penetrantes, de que murió también dentro de tres días: pérdidas ambas que sintió Hernán Cortés con notables demostraciones, y particularmente la de Pedro de Barba, porque le faltó en él un amigo igualmente seguro en todas las fortunas, y un soldado valeroso sin achaques de valiente, y cuerdo sin tibiezas de reportado.

Tardó poco en venirse a las manos la venganza de este suceso, porque los mejicanos volvieron a reparar sus piraguas, y con nuevas embarcaciones de iguales medidas se ocultaron otra vez en el mismo bosque, fortificándole con nueva estacada, y creyendo menos advertidamente lograr segundo golpe sin dar otro color al engaño. Llegó dichosamente a noticia de Hernán Cortés este movimiento del enemigo, y procurando adelantar cuanto pudo la satisfacción de su pérdida, ordenó que fuesen de noche a la deshilada seis bergantines a emboscarse dentro de otro cañaveral, que se descubría no muy distante de la celada enemiga, y que usando de su misma estratagema saliese al amanecer uno de ellos, dando a entender con diferentes puntas que buscaba las canoas de la provisión, y acercándose después a las piraguas ocultas, lo que fuese necesario para fingir que las había descubierto, y para tomar entonces la vuelta, llamándolas con fuga diligente hacia el paraje de la contraemboscada prevenida. Sucedió todo como se había dispuesto: salieron los mejicanos con sus piraguas a seguir el alcance del bergantín fugitivo, abalanzándose a la presa, que ya daban por suya, con grandes alaridos y mayor velocidad, hasta que llegando a distancia conveniente, les salieron al encuentro los otros bergantines, recibiéndolos antes que se pudiesen detener con la artillería, cuyo rigor se llevó de la primera carga buena parte de las piraguas, dejando a las demás en estado, que ni el temor encontraba con la fuga; ni la turbación las apartaba del peligro. Perecieron casi todas a la reputación de los tiros, y murió la mayor parte de la gente que las defendía; con que no sólo se vengó la muerte de Pedro de Barba y Juan Portillo, pero se rompió enteramente su armada, quedando Hernán Cortés no sin conocimiento de que aprendió de los mejicanos el ardid o la invención de hacer emboscadas en el agua; pero con particular satisfacción de haber sabido imitarlos para deshacerlos.

Llegaban por entonces frecuentes avisos de lo que pasaba en la ciudad, por ser muchos los prisioneros que venían de las entradas; y sabiendo Hernán Cortés que se hacían ya sentir entre los sitiados el hambre y la sed, ocasionando rumores en el pueblo, y varias opiniones entre los soldados, puso mayor diligencia en cerrar el paso a las vituallas; y para dar nueva razón a sus armas, envió dos o tres nobles de los mismos prisioneros a Guatimozin: «convidándole con la paz, y ofreciéndole partidos ventajosos, en orden a dejarle con el reino, y en toda su grandeza, quedando solamente obligado a reconocer el supremo dominio en el rey de los españoles; cuyo derecho apoyaba entre los mejicanos la tradición de sus mayores, y el consentimiento de los siglos». En esta sustancia fue su proposición, y repitió algunas veces la misma diligencia, porque a la verdad, sentía destruir una ciudad tan opulenta y deliciosa que ya miraba como alhaja de su rey.

Oyó entonces Guatimozin, con menos altivez que solía, el mensaje de Cortés; y según lo que refirieron poco después otros prisioneros, llamó a su presencia el consejo de militares y ministros, convocando a los sacerdotes de los ídolos que tenían voto de primera calidad en las materias públicas. Ponderó en la propuesta: «el estado miserable a que se hallaba reducida la ciudad; la gente de guerra que se perdía; lo que se acongojaba el pueblo con los principios de la necesidad; la ruina de los edificios; y últimamente pidió consejo, inclinándose a la paz lo bastante para que le siguiese la lisonja o el respeto», como sucedió entonces, porque todos los cabos y ministros votaron que se admitiese la proposición de la paz, y se oyesen los partidos con que se ofrecía, reservando para después el discurrir sobre su proposición o su disonancia.

Pero los sacerdotes se opusieron con el rostro firme a las pláticas de la paz, fingiendo algunas respuestas de sus ídolos, que aseguraban de nuevo la victoria, o sería verdad en estos ministros la mentira de sus dioses, porque andaba muy solícito aquellos días el demonio, esforzando en los oídos lo que no podía en los corazones. Y tuvo tanta fuerza este dictamen, armado con el celo de la religión, o libre con el pretexto de piadoso, que se redujeron a él todos los votos, y Guatimozin, no sin particular desabrimiento, porque ya sentía en su corazón algunos presagios de su ruina, resolvió que continuase la guerra; intimando a sus ministros, que perdería la cabeza cualquiera que se atreviese a proponerle otra vez la paz, por aprietos en que se llegase a ver la ciudad, sin exceptuar de este castigo a los mismos sacerdotes, que debían mantener con mayor constancia, la opinión de sus oráculos.

Determinó Hernán Cortés con esta noticia que se hiciese una entrada general por las tres calzadas, para introducir a un mismo tiempo el incendio y la ruina en lo más interior de la ciudad, y enviando las órdenes a los capitanes de Tácuba y Tepeaquilla, entró a la hora señalada con el trozo de Cristóbal de Olid por Cuyoacan. Tenían los enemigos abiertos los fosos y fabricados sus reparos en la forma que solían; pero los cinco bergantines de aquel distrito rompieron con facilidad las fortificaciones, al mismo tiempo que se iban cegando los fosos, y pasó el ejército sin detención considerable, hasta que llegando a la última puente que desembocaba en la ribera, se halló de otro género la dificultad. Habían derribado parte de la calzada para ensanchar aquel foso, dejándole con sesenta pasos de longitud, y cargando el agua de las acequias para darle mayor profundidad. Tenían a la margen contrapuesta una gran fortificación de maderos unidos y entablados, con dos o tres órdenes de troneras, y no sin algún género de traveses, y era innumerable muchedumbre de gente la que habían prevenido para la defensa de aquel paso. Pero a los primeros golpes de la batería cayó en tierra esta máquina; y los enemigos después de padecer el daño que hicieron sus ruinas, viéndose descubiertos al rigor de las balas, se recogieron a la ciudad, sin volver el rostro, ni cesar en sus amenazas. Dejaron con esto libre la ribera, y Hernán Cortés, por ganar el tiempo, dispuso que la ocupasen luego los españoles, sirviéndose para salir a tierra de los bergantines y de las canoas amigas que los acompañaban, por cuyo medio pasaron después las naciones, los caballos y tres piezas de artillería, que parecieron bastantes para la facción de aquel día.

Pero antes de cerrar con el enemigo, que todavía perseveraba en las trincheras, con que tenían atajadas las calles, encargó al tesorero Julián de Alderete, que se quedase a cegar y mantener aquel foso, y a los bergantines que procurasen hacer la hostilidad que pudiesen, acercándose a la batalla por las acequias mayores. Trabóse luego la primera escaramuza, y Julián de Alderete, con el oído en el rumor de las armas, y con la vista en el avance de los españoles, aprendió que no era decente a su persona la ocupación, a su parecer mecánica, de cegar un foso, cuando estaban peleando sus compañeros; y se dejó llevar inconsideradamente a la ocasión, cometiendo este cuidado a otro de su compañía, el cual, o no supo ejecutarlo, o no quiso encargarse de operación desacreditada por el mismo que la subdelegaba, con que le siguió toda la gente de su cargo, y quedó abandonado aquel foso, que se tuvo por impenetrable al tiempo de la entrada.

Fue valerosa en los primeros ataques la resistencia de los mejicanos. Ganáronse con dificultad y a costa de algunas heridas sus fortificaciones, y fue mayor el conflicto cuando se dejaron atrás los edificios arruinados, y llegó el caso de pelear con los terrados y ventanas; pero en lo más ardiente del furor con que peleaban, se conoció en ellos una flojedad repentina que pareció ejecución de nueva orden; porque iban perdiendo apresuradamente la tierra que ocupaban: y según lo que se presumió entonces y se averiguó después, nació esta novedad de que llegó a noticia de Guatimozin el desamparo del foso grande, y ordenó a sus cabos que tratasen de guardarse y conservar la gente para la retirada. Tuvo Hernán Cortés por sospechoso este movimiento del enemigo, y porque se iba limitando el tiempo, de que necesitaba para llegar antes de la noche a su cuartel, trató de retirarse, mandando primero que se derribasen y diesen al fuego algunos edificios para quitar los padrastros de la entrada siguiente.

Pero apenas se dio principio a la marcha, cuando asustó los oídos un instrumento formidable y melancólico, que llamaban ellos la Bocina Sagrada, porque solamente la podían tocar los sacerdotes cuando intimaban la guerra y concitaban los ánimos de parte de sus dioses. Era el sonido vehemente, y el toque una canción compuesta de bramidos que infundía en aquellos bárbaros nueva ferocidad, dando impulsos de religión al desprecio de su vida. Empezó después el rumor insufrible de sus gritos; y al salir el ejército de la ciudad cayó sobre la retaguardia que llevaban a su cargo los españoles, una multitud innumerable de gente resuelta y escogida para la facción que traían premeditada.

Hicieron frente los arcabuces y ballestas; y Hernán Cortés con los caballos que le seguían, procuró detener al enemigo; pero sabiendo entonces el embarazo del foso que impedía la retirada, quiso doblarse y no lo pudo conseguir, porque las naciones amigas, como traían orden para retirarse, y tropezaron primero con la dificultad, cerraron con ella precipitadamente, y no se oyeron las órdenes, o no se obedecieron.

Pasaban muchos a la calzada en los bergantines y canoas, siendo más los que se arrojaron al agua, donde hallaron tropas de indios nadadores que los herían o anegaban. Quedó solo Hernán Cortés con algunos de los suyos a sustentar el combate. Mataron a flechazos el caballo en que peleaba; y apeándose a socorrerle, con el suyo el capitán Francisco de Guzmán, le hicieron prisionero, sin que fuese posible conseguir su libertad. Retiróse finalmente a los bergantines, y volvió a su cuartel herido, y poco menos que derrotado, sin hallar recompensa en el destrozo que recibieron los mejicanos. Pasaron de cuarenta los españoles que llevaron vivos para sacrificarlos a sus ídolos; perdióse una pieza de artillería; murieron más de mil tlascaltecas; y apenas hubo español que no saliese maltratado: pérdida verdaderamente grande, cuyas consecuencias meditaba y conocía Hernán Cortés, negando al semblante lo que sentía el corazón por no descubrir entonces la malicia del suceso. ¡Dura, pero inexcusable pensión de los que gobiernan ejércitos!, obligados a traer en las adversidades el dolor en el fondo, y el desahogo en la superficie del ánimo.




ArribaAbajoCapítulo XXIII

Celebran los mejicanos su victoria con el sacrificio de los españoles: atemoriza Guatimozin a los confederados, y consigue que desamparen muchos a Cortés; pero vuelven al ejército en mayor número, y se resuelve a tomar puestos dentro de la ciudad


Hicieron sus entradas al mismo tiempo Gonzalo de Sandoval y Pedro de Alvarado, hallando en ellas igual oposición, y con poca diferencia en los progresos de ambos ataques: ganar los puentes, cegar los fosos, penetrar las calles, destruir los edificios y sufrir en la retirada los últimos esfuerzos del enemigo. Pero faltó el contratiempo del foso grande, y fue la pérdida menor, aunque llegarían a veinte los españoles que faltaron de ambas entradas, sobre los cuales hacen la cuenta los que dicen que perdió Hernán Cortés más de sesenta en la de Cuyoacan.

El tesorero Julián de Alderete, a vista de los daños que había ocasionado su inobediencia, conoció su culpa, y vino desalentado y pesaroso a la presencia de Cortés, ofreciendo su cabeza en satisfacción de su delito; y él le reprendió con severidad, dejándole sin otro castigo, porque no se hallaba en tiempo de contristar la gente con la demostración que merecía. Fue preciso alzar por entonces la mano de la guerra ofensiva, y se trató sólo de ceñir el asedio y estrechar el paso a las vituallas, entretanto que se atendía con particular cuidado a la cura de los heridos, que fueron muchos, y más fáciles de numerar los que no lo estaban.

Pero se descubrió entonces la gracia de un soldado particular, llamado Juan Cathalan, que sin otra medicina que un poco de aceite y algunas bendiciones, curaba en tan breve tiempo las heridas que no parecía obra natural. Llama el vulgo a este género de cirugía curar por ensalmo, sin otro fundamento que haber oído entre las bendiciones algunos versos de los salmos, habilidad o profesión no todas veces segura en lo moral, y algunas permitida con riguroso examen. Pero en este caso no sería temeridad que se tuviese por obra del cielo semejante maravilla, siendo la gracia de sanidad uno de los dones gratuitos que suele Dios comunicar a los hombres; y no parece creíble que se diese concurso del demonio en los medios con que se conseguía la salud de los españoles, al mismo tiempo que procuraba destruirlos con la sugestión de sus oráculos. Antonio de Herrera dice, que fue una mujer española, que se llamaba Isabel Rodríguez, la que obró estas curas admirables; pero seguimos a Bernal Díaz del Castillo que se halló más cerca; y aunque tenemos por infelicidad de la pluma el tropezar con estas discordancias de los autores, no todas se deben apurar; porque siendo cierta la obra, importa poco a la verdad la diferencia del instrumento.

Volvamos empero a los mejicanos, que aplaudieron su victoria con grandes regocijos. Viéronse aquella noche desde los cuarteles coronados los adoratorios de hogueras y perfumes; y en el mayor, dedicado al dios de la guerra, se percibían sus instrumentos militares en diferentes coros de menos importuna disonancia. Solemnizaban con este aparato el miserable sacrificio de los españoles que prendieron vivos, cuyos corazones palpitantes, llamando al Dios de la verdad mientras les duraba el espíritu, dieron el último calor de la sangre a la infeliz aspersión de aquel horrible simulacro. Presumióse la causa de semejante celebridad, y las hogueras daban tanta luz, que se distinguía el bullicio de la gente; pero se alargaban algunos de los soldados a decir, que percibían las voces y conocían los sujetos. ¡Lastimoso espectáculo!, y a la verdad no tanto de los ojos, como de la consideración; pero en ella tan funesto y tan sensible, que ni Hernán Cortés pudo reprimir sus lágrimas, ni dejar de acompañarle con la misma demostración todos los que le asistían.

Quedaron los enemigos nuevamente orgullosos de este suceso, y con tanta satisfacción de haber aplacado el ídolo de la guerra con el sacrificio de los españoles, que aquella misma noche, pocas horas antes de amanecer, se acercaron por las tres calzadas a inquietar los cuarteles, con ánimo de poner fuego a los bergantines, y proseguir la rota de aquella gente, que no sin particular advertencia, consideraban herida y fatigada; pero no supieron recatar su movimiento, porque avisó de él aquella trompeta infernal que los irritaba, tratando a manera de culto la desesperación; y se previno la defensa con tanta oportunidad, que volvieron rechazados, con la diligencia sola de asestar a las calzadas la artillería de los bergantines y de los mismos alojamientos, que disparando al bulto de la gente, dejó bastantemente castigado su atrevimiento.

El día siguiente dio Guatimozin, por su propio discurso, en diferentes arbitrios de aquellos que suelen agradecerse a la pericia militar. Echó voz de que había muerto Hernán Cortés en el paso de la calzada, para entretener al pueblo con esperanzas de breve desahogo. Hizo llevar las cabezas de los españoles sacrificados a las poblaciones comarcanas, para que acabándose de creer su victoria, tratasen de reducirse los que andaban fuera de su obediencia; y últimamente divulgó, que aquella deidad suprema entre sus ídolos, cuyo instituto era presidir a los ejércitos, mitigada ya con la sangre de los corazones enemigos, le había dicho en voz inteligible: que dentro de ocho días se acabaría la guerra, muriendo en ella cuantos despreciasen este aviso. Fingiólo así, porque se persuadió a que tardaría poco en acabar con los españoles, y tuvo inteligencia para introducir en los cuarteles enemigos personas desconocidas que derramasen estas amenazas de su dios, entre las naciones de indios que militaban contra él: notable ardid para melancolizar aquella gente, desanimada ya con la muerte de los españoles, con el estrago de los suyos, con la multitud de los heridos y con la tristeza de los cabos.

Tenían tan asentado el crédito las respuestas de aquel ídolo, y era tan conocido por sus oráculos en las regiones más distantes, que se persuadieron fácilmente a que no podían faltar sus amenazas, haciendo tanta batería en su imaginación el plazo de los ocho días, señalado por el término fatal de su vida, que se determinaron a desamparar el ejército; y en las dos o tres primeras noches faltó de los cuarteles la mayor parte de los confederados, siendo tan poderosa en aquellas naciones esta despreciable aprensión, que hasta los mismos tlascaltecas y tezcucanos se deshicieron con igual desorden, o porque temieron el oráculo como los demás, o porque se los llevó tras sí el ejemplo de los que le temían. Quedaron solamente los capitanes y la gente de cuenta, puede ser que con el mismo temor; pero si le tuvieron, fue menos poderosa en ellos la defensa de la vida que la ofensa de la reputación.

Entró Hernán Cortés en nueva congoja con este inopinado accidente, que le obligaba poco menos que a desconfiar de su empresa; pero luego que llegó a su noticia el origen de aquella novedad, envió en seguimiento de las tropas fugitivas a sus mismos cabos para que las detuviesen, contemporizando con el miedo que llevaban, hasta que pasados los ocho días, señalados por el oráculo, llegasen a conocer la incertidumbre de aquellos vaticinios, y fuesen más fáciles de reducir al ejército: diligencia de notable acierto en el discurso de Hernán Cortés; porque pasados los ocho días llegó a tiempo la persuasión, y volvieron a sus cuarteles con aquel género de nueva osadía que suele formarse del temor desengañado.

Don Hernando, el príncipe de Tezcuco, envió a su hermano por los de aquella nación, y volvió con ellos y con nuevas tropas que halló formadas para socorrer el ejército. Los tlascaltecas desertores, que fueron de la gente más ordinaria, no se atrevieron a proseguir su viaje, temiendo el castigo a que iban expuestos; y estuvieron a la mira del suceso, creyendo que podrían unirse con los fugitivos de la rota imaginada; pero al mismo tiempo que se desengañaron de su vana credulidad, tuvieron la dicha de incorporarse con un socorro que venía de Tlascala, y fueron mejor recibidos en el ejército.

De este aumento de fuerza con que se hallaba Cortés, y del ruido que hacía en la comarca el aprieto de la ciudad, resultó el declararse por los españoles algunos pueblos que se conservaban neutrales o enemigos: entre los cuales vino a rendirse y a tomar servicio en el ejército la nación de los otomíes, gente, como dijimos, indómita y feroz, que a guisa de fieras se conservaba en aquellos montes, que daban sus vertientes a la laguna: rebeldes hasta entonces al imperio mejicano, sin otra defensa que vivir en paraje poco apetecible por estéril y despreciado por inhabitable; con que llegó segunda vez el caso de hallarse Cortés con más de doscientos mil aliados a su disposición; pasando en breves días de la tempestad a la bonanza, y atribuyendo, como solía, este poco menos que súbito remedio al brazo de Dios, cuya inefable providencia suele muchas veces permitir las adversidades para despertar el conocimiento de los beneficios.

No estuvieron ociosos los mejicanos el tiempo que duró esta suspensión de armas, a que se hallaron reducidos los españoles. Hacían frecuentes salidas, dejándose ver de día y de noche sobre los cuarteles; pero siempre volvieron rechazados, perdiendo mucha gente, sin ofender ni escarmentar. Súpose de los últimos prisioneros que se hallaba en grande aprieto la ciudad; por que la hambre y la sed tenía congojada la plebe y mal satisfecha la milicia. Enfermaba y moría mucha gente de beber las aguas salitrosas de los pozos. Los pocos bastimentos que podían escapar de los bergantines o entraban por los montes, se repartían por tasa entre los magnates, dando nueva razón a la impaciencia del pueblo, cuyos clamores tocaban ya en riesgos de la fidelidad. Llamó Hernán Cortés a sus capitanes para discurrir con esta noticia lo que se debía obrar, según el estado presente de la ciudad y del ejército.

Hizo su proposición, con poca esperanza de que se rindiesen los sitiados a instancia de la necesidad, por el odio implacable que tenían a los españoles, y por aquellas respuestas de sus ídolos con que le fomentaba el demonio; y se inclinó a que sería conveniente volver luego a las armas por esta probable conjetura, y porque no se deshiciesen otra vez aquellos aliados: gente de fáciles movimientos, y que así como era de servicio en los combates, peligraba en el ocio de los alojamientos, porque siempre deseaban la ocasión de llegar a las manos; y no se hacían capaces de que fuese guerra el asedio que se practicaba entonces, ni ofensas del enemigo aquellas suspensiones de la cólera militar.

Vinieron todos en que se continuara la guerra sin desamparar el asedio; y Hernán Cortés, que acabó de conocer en el suceso antecedente lo que padecía en aquellas retiradas, expuestas siempre a los últimos esfuerzos de los mejicanos, resolvió que reforzando la guarnición de los cuarteles y de la plaza de armas, se acometiese de una vez por las tres calzadas para tomar puestos dentro de la ciudad: los cuales se habían de mantener a todo riesgo, procurando avanzar cada trozo por su parte hasta llegar a la gran plaza de los mercados que llamaban el Tlateluco, donde se unirían las fuerzas para obrar lo que dictase la ocasión. Estuviera más adelantada la empresa, o conseguida enteramente si se hubiera tomado en el principio esta resolución; pero es tan limitada la humana providencia, que no hace poco el mayor entendimiento en lograr la enseñanza de los malos sucesos, y muchas veces necesita de fabricar los aciertos sobre la corrección de los errores.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Hácense las tres entradas a un tiempo, y en pocos días se incorpora todo el ejército en el Tlateluco; retírase Guatimozin al barrio más distante de la ciudad, y los mejicanos se valen de algunos esfuerzos y cautelas para divertir a los españoles


Prevenidos los víveres, el agua y lo demás que pareció necesario para mantener la gente dentro de una ciudad donde faltaba todo, salieron los tres capitanes de sus cuarteles el día señalado al amanecer; Pedro de Alvarado por el camino de Tácuba; Gonzalo de Sandoval por el de Tepeaquilla; y Hernán Cortés con el trozo de Cristóbal de Olid por el de Cuyoacan; llevando cada uno sus bergantines y canoas por los costados. Halláronse las tres calzadas en defensa, levantadas las puentes, abiertos los fosos, y con tanta sobra de gente como si fuera este día el primero de la guerra; pero se venció aquella dificultad con la misma industria que otras veces, y a costa de alguna detención llegaron los trozos a la ciudad con poca diferencia de tiempo. Ganáronse brevemente las calles arruinadas, porque los enemigos las defendían con flojedad, para retirarse a las que tenían guarnecidos los terrados. Pero los españoles trataron el primer día de formar sus alojamientos, fortificándose cada trozo en su cuartel lo mejor que fue posible, con las ruinas de los edificios, y fundando su mayor seguridad en la vigilancia de sus centinelas.

Causó esta novedad grande turbación y desconsuelo entre los mejicanos, desarmóse la prevención que tenían hecha para cargar la retirada; corrió la voz engrandeciendo el peligro y apresurando los remedios; acudieron los nobles y ministros al palacio de Guatimozin, y a instancia de todos se retiró aquella misma noche a lo más distante de la ciudad. Continuáronse las juntas, y hubo diversos pareceres desalentados o animosos, según obedecía el entendimiento a los dictámenes del corazón. Unos querían que se tratase desde luego de poner en salvo la persona del rey sacándole a paraje más seguro; otros que se fortificase aquella parte de la ciudad que ocupaba la corte, y otros que se intentase primero desalojar los españoles, obligándolos a ceder la tierra que habían ocupado. Inclinóse Guatimozin al consejo de los más valerosos; y excluyendo el desamparar la ciudad, con resolución de morir entre los suyos, ordenó que al amanecer se acometiese con todo el resto a los cuarteles enemigos. Para cuyo efecto juntaron y distribuyeron sus tropas con ánimo de aplicar todas sus fuerzas al exterminio de los españoles. Y poco después que se declaró la mañana se dejaron ver de los tres alojamientos, donde llegó primero el aviso de sus prevenciones; y la artillería que mandaba las calles hizo tan riguroso estrago en su vanguardia, que no se atrevieron a ejecutar la orden que traían, antes se desengañaron brevemente de que no era posible su empresa; y sin llegar a lo estrecho del ataque dieron principio a la fuga con apariencias de retirada: cuyo movimiento, espacioso y remiso por la frente, dio lugar a los españoles para que avanzasen hasta medir las armas, y sin más diligencia que la que hubieron menester para seguir el alcance, quedó roto el enemigo, y mejorado el alojamiento de la noche siguiente.

Entróse después en mayor dificultad, porque fue necesario caminar arruinando los edificios, batiendo los reparos, y cegando las aberturas de las calles; pero en uno y otro se procuró ganar el tiempo, y en menos de cuatro días se hallaron los tres capitanes a vista del Tlateluco, a cuyo centro caminaban por líneas diferentes.

Fue Pedro de Alvarado el primero que llegó a poner los pies dentro de aquella gran plaza, donde intentaron doblarse los enemigos que llevaba cargados; pero no se les dio lugar para que lo consiguiesen, ni era fácil pasar a la operación desde la fuga; y al primer combate desampararon el puesto, retirándose confusamente a las calles de la otra banda. Reconoció entonces Pedro de Alvarado que tenía cerca de sí un grande oratorio, cuyas gradas y torres ocupaba el enemigo; y con deseo de asegurar las espaldas, envió algunas compañías para que le asaltasen y mantuviesen; lo cual se consiguió sin dificultad, porque los defensores trataban ya de retirarse con el ejemplo de los suyos. Redujo luego a un escuadrón toda su gente para disponer su alojamiento, y mandó hacer en lo alto del adoratorio algunas ahumadas para dar aviso a los demás capitanes del paraje donde se hallaba, o para solicitar con aquella demostración el aplauso de su diligencia.

Llegó poco después el trozo que gobernaba Cristóbal de Olid y mandaba Hernán Cortés; y la multitud que desembocó en la plaza huyendo el avance de su gente, dio en el escuadrón que formó con otro intento Pedro de Alvarado, donde perecieron casi todos combatidos por ambas partes; y sucedió lo mismo a los que rechazaba en su distrito Gonzalo de Sandoval, que tardó poco en arribar al mismo paraje.

Los que se habían retraído a las calles que miraban al resto de la ciudad, viendo unidas las fuerzas de los españoles, huyeron desalentados a guardar la persona de su rey, creyendo que se hallaban ya en el último conflicto, con que se pudo tratar del alojamiento sin oposición; y Hernán Cortés aplicó alguna gente a la defensa de las calles que se dejaban atrás para tener seguras las espaldas; y dispuso que los bergantines con sus canoas cuidasen de correr el distrito de las tres calzadas, avisando en diligencia de cualquier novedad que mereciese reparo.

Fue menester al mismo tiempo desembarazar la plaza de los cadáveres mejicanos, para cuyo efecto señaló algunas tropas de indios confederados que los fuesen echando en las calles de agua más profundas, con cabos españoles que no los dejasen escapar con la carga miserable para celebrar aquellos banquetes de carne humana que daban la última solemnidad a sus victorias; y con todo este cuidado no fue posible atajar por la raíz el inconveniente, pero se redimió el exceso y se pudo componer la tolerancia con la disimulación.

Vinieron aquella noche diferentes cuadrillas de paisanos, poco menos que difuntos, a dar su libertad por el sustento; y aunque se llegó a sospechar que venían arrojados como gente inútil que no podían sustentar, hicieron compasión a todos: y Hernán Cortés, que ya no esperaba del asedio lo que se prometía de sus manos, ordenó que se les diese algún refresco para que saliesen a buscar su vida fuera de la ciudad.

Por la mañana se vieron llenas de mejicanos las calles de su distrito; pero viniendo solamente a cubrir el trabajo de otras fortificaciones en que habían discurrido para defender la última retirada; y Hernán Cortés, viendo que no acometían ni provocaban, suspendió la entrada que tenía resuelta; porque deseaba repetir la instancia de la paz, teniendo entonces por verosímil que se rindiesen a capitular, o conociesen por lo menos que no era su intento destruirlos, pues ofrecía partidos unida su gente, y teniendo a su disposición la mayor parte de la ciudad. Llevaron esta embajada tres o cuatro prisioneros de los más principales, y se aguardó la respuesta, no sin otra esperanza de que hacía fuerza la proposición, porque se retiró enteramente la multitud que solía concurrir a la defensa de las calles.

Era el distrito que ocupaba Guatimozin con sus nobles, ministros y militares, un ángulo muy espacioso de la ciudad, cuya mayor parte aseguraba la vecindad de la laguna; y por la otra, que distaba poco de Tlateluco, tenían cerradas todas las avenidas, con una circunvalación de paredes o murallas de tablazón y fagina que se daban la mano con los edificios, y tenían delante un foso de agua profunda que abrieron casi a la mano, haciendo cortaduras en las calles de tierra para dar corriente a las acequias. Entró Hernán Cortés el día siguiente con la mayor parte de los españoles a reconocer el paraje que desamparó el enemigo, y llegó a vista de sus fortificaciones, cuya línea se halló coronada por todas partes de innumerable gente; pero con señas de paz que se reducían a callar el toque de sus instrumentos y la irritación de sus voces. Repitióse otras veces esta diligencia de acercarse los españoles sin ofender ni provocar; y se conoció que tenían ellos la misma orden; porque bajaban siempre las armas, dando a entender con el silencio y la quietud, que no les eran desagradables los tratados que ocasionaban aquel género de tregua.

Pero al mismo tiempo se hizo reparo en los esfuerzos con que procuraban esconder la necesidad que padecían, y ostentar que no deseaban la paz con falta de valor. Poníanse a comer en público sobre los terrados, y arrojaban tortillas de maíz al pueblo para que se creyese que les sobraba el bastimento; y salían de cuando en cuando algunos capitanes a pedir batalla singular con el más valiente de los españoles; pero duraban poco en la instancia, y se volvían a recoger, tan ufanos del atrevimiento como pudieran de la victoria.

Uno de éstos se acercó al paraje donde se hallaba Hernán Cortés, que parecía hombre de cuenta en los adornos de su desnudez, y eran sus armas espada y rodela, de las que perdieron los españoles sacrificados. Insistía con grande arrogancia en su desafío; y cansado Hernán Cortés de sufrir sus voces y sus ademanes le hizo decir por su intérprete: «que trujese otros diez como él, y permitiría que pasase a batallar con todos juntos aquel español», señalando a su paje de rodela. Conoció el indio su desprecio; pero sin darse por entendido, volvió a la porfía con mayor insolencia; y el paje, que se llamaba Juan Núñez de Mercado, y sería de hasta diez y seis o diez y siete años, persuadido a que le tocaba el duelo como señalado para él, se apartó del concurso disimuladamente, lo que hubo menester para lograr su hazaña sin que le detuviesen; y pasando como pudo el foso, cerró con el mejicano, que ya le aguardaba prevenido; pero recibiendo en la rodela su primer golpe, le dio al mismo tiempo una estocada con tan briosa resolución, que sin necesitar de segunda herida, cayó muerto a sus pies: acción que tuvo grande aplauso entre los españoles, y mereció a los enemigos igual admiración. Volvió luego a los pies de su amo con la espada y la rodela del vencido; y él, que se pagó enteramente de su temprano valor, le abrazó repetidas veces, y ciñéndole de su mano la espada que ganó por sus puños, le dejó confirmado en la opinión de valiente, y admitido a las veras de otra edad en las conversaciones del ejército.

En los tres o cuatro días que duró esta suspensión de armas, hubo frecuentes conferencias entre los mejicanos sobre la proposición de la paz. La mayor parte de los votos quería que se admitiesen los tratados, conociendo el estado miserable a que se hallaban reducidos; y algunos clamaban por la continuación de la guerra, fundado interiormente su parecer en el semblante de su rey; pero aquellos sacerdotes inmundos que votaban, mandando como intérpretes de sus dioses, fortalecieron el bando menor, mezclando las ofertas de la victoria con misteriosas amenazas, dichas a manera de oráculos; por cuyo medio encendieron los ánimos haciéndolos partícipes de su furor: con que votaron todos a una voz que se volviese a las armas; y Guatimozin lo resolvió en la misma conformidad, calificando su obstinación con la obediencia de los dioses. Pero mandó al mismo tiempo, que antes de romper la tregua saliesen todas las piraguas y canoas en una ensenada que hacía la laguna por aquella parte de la ciudad, para tener prevenida la retirada caso que se llegasen a ver en el último aprieto.

Ejecutóse luego esta orden, y fueron saliendo a la ensenada innumerables embarcaciones, sin otra gente que la necesaria para los remos: de cuya novedad avisaron a Hernán Cortés los españoles de la laguna, y él conoció luego que hacían aquella prevención los mejicanos para escapar con la persona de su rey, dejando pendiente la guerra, y litigiosa la posesión de la ciudad. Nombró con este cuidado por general de todos los bergantines a Gonzalo de Sandoval, para que sitiase a lo largo la ensenada, tomando por su cuenta los accidentes de aquella surtida; y poco después movió su ejército con ánimo de acercarse a las fortificaciones, y adelantar la resolución de la paz con las amenazas de la guerra. Pero los enemigos tenían ya la orden para defenderse; y antes que llegase la vanguardia, publicaron sus gritos el rompimiento del tratado. Dispusiéronse al combate con grande osadía, y a breve rato se conoció que iba desmayando su orgullo, porque al experimentar el destrozo que hicieron las primeras baterías en aquella frágil muralla que tenían por impenetrable, se desengañaron de su peligro; y según parece avisaron de él a Guatimozin, porque tardaron poco en hacer llamada con lienzos blancos, repitiendo a voces el nombre de la paz.

Dióseles a entender por los intérpretes que podrían acercarse los que tuviesen que proponer de parte de su príncipe; y con esta permisión se presentaron a la otra parte del foso cuatro mejicanos en traje de ministros, los cuales, hechas con afectada gravedad las humillaciones de su costumbre, dijeron a Cortés: «que la majestad suprema del poderoso Guatimozin, su señor, los había nombrado por tratadores de la paz, y los enviaba para que, oyendo al capitán de los españoles, volviesen a informarle de lo que se debía capitular en ella». Respondió Hernán Cortés: «que la paz era el único fin de sus armas; y aunque pudieran ellas dar entonces la ley a los que tardaban tanto en conocer la razón, venía desde luego en abrir la plática para que se volviese al tratado; pero que materias de semejante calidad se ajustaban dificultosamente por terceras personas; y así era necesario que su príncipe se dejase ver, o por lo menos se acercase con sus ministros y consejeros, por si hubiese alguna dificultad que necesitase de consulta; puesto que se hallaba con ánimo de venir en cuantos partidos no fuesen repugnantes a la superior autoridad de su rey: a cuyo fin le ofrecía con empeño de su palabra», y añadió la fuerza del juramento: «que por su parte no sólo cesaría la guerra, pero se procurarían lograr en su obsequio todas las atenciones que mirasen a la seguridad y al respeto de su persona».

Retiráronse con este mensaje los enviados, satisfechos al parecer de su despacho, y volvieron aquella misma tarde a decir: «que su príncipe vendría el día siguiente con sus criados y ministros a escuchar desde más cerca los capítulos de la paz». Era su intento entretener la conferencia con varios pretextos hasta que se acabasen de juntar sus embarcaciones para ejecutar la retirada que ya tenían resuelta: y así volvieron a la hora señalada los mismos enviados, suponiendo que no podía venir Guatimozin hasta otro día por un accidente que le había sobrevenido: alargóse después el plazo con pretexto de ajustar algunas condiciones en orden al sitio y a la formalidad de las vistas; y últimamente se pasaron cuatro días en estas interlocuciones, y se conoció más tarde que debiera el engaño. Pero Hernán Cortés creyó que deseaban la paz, gobernándose por el estado en que se hallaban, tanto que tuvo hechas algunas prevenciones de aparato y ostentación para el recibimiento de Guatimozin; y cuando supo lo que pasaba en la laguna, quedó avergonzado interiormente de haber mantenido su buena fe sobre tantas dilaciones, y prorrumpió en amenazas contra el enemigo, sirviéndose de la cólera para ocultar su desaire; y hallando, al parecer, alguna diferencia entre las dos confesiones de ofendido y engañado.




ArribaCapítulo XXV

Intentan los mejicanos retirarse por la laguna: pelean sus canoas con los bergantines para facilitar el escape de Guatimozin; y finalmente se consigue su prisión y se rinde la ciudad


Llegó el día que señaló Hernán Cortés por último plazo a los ministros de Guatimozin, y al amanecer reconoció Gonzalo de Sandoval que se iban embarcando con grande aceleración los mejicanos en las canoas de la ensenada. Puso luego esta novedad en la noticia de Cortés; y juntando los bergantines que tenía distribuidos en diferentes puestos, se fue acercando poco a poco para dar alcance a su artillería. Moviéronse al mismo tiempo las canoas enemigas en que venían los nobles y casi todos los cabos principales de la plaza; porque traían discurrido hacer un esfuerzo grande contra los bergantines, y mantener a todo riesgo el combate, hasta que retirada la persona de su rey, entretanto que duraba esta diversión de sus enemigos, pudiesen apartarse después a seguirle por diferentes rumbos. Así lo ejecutaron acometiendo a los bergantines con tanto ardimiento, que sin detenerse al estrago que hicieron las balas en lo distante, se acercaron muchos a recibir los golpes de las picas y las espadas. Pero al mismo tiempo que duraba el fervor de la batalla, reparó Gonzalo de Sandoval en que iban escapando a toda fuerza de remo, seis o siete piraguas por lo más distante de la ensenada; y ordenó al capitán García de Holguin que partiese a darles caza con el bergantín de su cargo, y procurase rendirlas con la menor ofensa que fuese posible.

Nombró entre los demás capitanes a García de Holguin, tanto por lo que fiaba de su valor y actividad, como por la gran ligereza de su bergantín: diferencia que consistiría en el vigor de los remeros, o en haber salido el buque más obediente a los remos: circunstancias que suele dar el caso en este género de fábricas. Y él, sin detenerse más que a tomar la vuelta y alentar la boga, puso tanto calor en su diligencia, que a breve rato ganó alguna ventaja para volver la proa, y dejarse caer sobre la piragua que iba delante, y parecía superior a las demás. Pararon todas a un tiempo, soltando los remos al verse acometidas; y los mejicanos de la primera dijeron a grandes voces que no se disparase, porque venía en aquella embarcación la persona de su rey; según lo interpretaron algunos soldados españoles que ya sabían algo de su lengua, y para darse a entender mejor, bajaron las armas, adornando el ruego con varias demostraciones de rendidos. Abordó con esto el bergantín, y saltando en la piragua, se arrojaron a la presa García de Holguin y algunos de sus españoles. Adelantóse a los suyos Guatimozin; y conociendo al capitán en el semblante de los otros, le dijo: «yo soy tu prisionero, y quiero ir donde me puedas llevar: sólo te pido que atiendas al decoro de la emperatriz y de sus criadas». Pasó luego al bergantín, y dio la mano a su mujer para que subiese a él, tan lejos de la turbación, que reconociendo a García de Holguin cuidadoso de las otras piraguas, añadió: «no tienes que discurrir en esa gente de mi séquito, porque todos se vendrán a morir donde muriese su príncipe»: y a su primer seña dejaron caer las armas, y siguieron el bergantín como prisioneros de su obligación.

Peleaba entretanto Gonzalo de Sandoval con las canoas enemigas; y se conoció en su resistencia la calidad de la gente que las ocupaba, y el grande asunto de aquella nobleza que tomó a su cargo la resolución de facilitar a costa de su sangre la libertad de su rey. Pero duraron poco en la batalla, porque tuvieron brevemente la noticia de su prisión; y pasando en un instante de la turbación al desaliento, se convirtieron los alaridos militares en clamores y lamentos de más apagado rumor. No sólo se rendían con poca o ninguna resistencia; pero hubo muchos de los nobles que hicieron pretensión de pasar a los bergantines para seguir la fortuna de su príncipe.

Llegó entonces García de Holguin, despachando primero una canoa en diligencia con el aviso a Cortés, y sin acercarse demasiado al bergantín de Sandoval, le dio como de paso cuenta del suceso; y viéndole inclinado a encargarse del gran prisionero, continuó su viaje, temiendo que pasase a ser orden la primera insinuación, y se hiciese delito de su obediencia la razón de su repugnancia.

Continuábanse al mismo tiempo los ataques de la muralla dentro de la ciudad; y los mejicanos, que se ofrecieron a defenderla para divertir por aquella parte a los españoles, pelearon con admirable constancia y arrojamiento, hasta que sabiendo por sus centinelas el fracaso de las piraguas en que iba Guatimozin, se retiraron atropelladamente, volviendo las espaldas con más señas de asombrados que temerosos.

Conocióse luego la causa de aquella novedad, porque llegó entonces el aviso que adelantó García de Holguin, y Hernán Cortés levantando los ojos al cielo, como quien reconocía el origen de su felicidad, mandó luego a los cabos de su ejército que se mantuviesen a vista de las fortificaciones sin pasar a mayor empeño hasta otra orden; y enviando al mismo tiempo dos compañías de españoles al surgidero para que asegurasen la persona de Guatimozin, salió a recibirle cerca de su alojamiento, cuya función ejecutó con grande urbanidad y reverencia, en que obraron más que las palabras las señas exteriores; y Guatimozin correspondió en la misma lengua, procurando esforzar el agrado para encubrir el despecho.

Cuando llegaron a la puerta se detuvo el acompañamiento, y Guatimozin entró delante con la emperatriz, afectando que no rehusaba la prisión. Sentáronse luego los dos, y él se volvió a levantar para que tomase Cortés su asiento, tan dueño de sí en estos principios de su adversidad, que reconociendo a los intérpretes por el puesto que ocupaban, rompió la plática diciendo: «¿qué aguardas, valeroso capitán, que no me quitas la vida con ese puñal que traes al lado? Prisioneros como yo siempre son embarazosos al vencedor. Acaba conmigo de una vez, y tenga yo la dicha de morir a tus manos, ya que me ha faltado la de morir por mi patria».

Quisiera proseguir, pero se dio por vencida su constancia, y dijo lo demás el llanto, llevándose tras sí las cláusulas de la voz y la resistencia de los ojos: siguióle con menos reserva la emperatriz, y Hernán Cortés, necesitó negarse a las instancias de su piedad para no enternecerse. Pero dejando algún tiempo al desahogo de ambos príncipes, respondió a Guatimozin: «que no era su prisionero, ni había caído en semejante indignidad su grandeza; sino prisionero de un príncipe tan poderoso que no tenía superior en todo el orbe de la tierra, y tan benigno que de su real clemencia podía esperar, no solamente la libertad que había perdido, sino el imperio de sus mayores, mejorando con el título de su amistad: que por el tiempo que tardase la noticia de sus órdenes, sería respetado y servido entre los españoles, de manera que no le hiciese falta la obediencia de sus mejicanos». Y quiso pasar a consolarle con algunos ejemplos de coronas infelices; pero estaba muy tierno el dolor para sufrir los remedios, y temió la empresa de reducirle, sin mortíficarle, porque no se hicieron los consuelos para reyes desposeídos, ni era fácil buscar la conformidad en el ánimo cuando faltaba Dios en el entendimiento.

Era Guatimozin mozo de veinte y tres a veinte y cuatro años, tan valeroso entre los suyos, que de esta edad se halló graduado con las hazañas y victorias campales que habilitaban a los nobles para subir al imperio. El talle de bien ordenada proporción: alto, sin descaecimiento, y robusto sin deformidad. El color tan inclinado a la blancura, o tan lejos de la oscuridad, que parecía extranjero entre los de su nación. El rostro, sin facción que hiciese disonancia entre las demás, daba señas de la fiereza interior, tan enseñado a la estimación ajena, que aun estando afligido no acababa de perder la majestad. La emperatriz, que sería de la misma edad, se hacía reparar por el garbo y el espíritu con que mandaba el movimiento y las acciones; pero su hermosura, más varonil que delicada, pareciendo bien a la primera vista, duraba menos en el agrado que en el respeto de los ojos. Era sobrina del gran Motezuma, o según otros, su hija; y cuando lo supo Hernán Cortés repitió sus ofrecimientos, dándose por nuevamente obligado a reconocer en su persona lo que veneraba la memoria de aquel príncipe, pero le tenía cuidadoso la necesidad de volver a su ejército para que se acabase de rendir aquella parte de la ciudad que ocupaban los enemigos, y cortando la conversación se despidió cortesanamente de sus dos prisioneros. Dejólos a cargo de Gonzalo de Sandoval con la guardia que pareció suficiente; y antes de partir le avisaron que le llamaba Guatimozin, cuyo intento fue interceder por sus vasallos. Pidióle con todo encarecimiento: «que no los maltratase ni ofendiese, pues bastaría para reducirlos la noticia de su prisión». Y estaba tan en sí, que conoció a lo que se apartaba Hernán Cortés, cabiendo entre sus congojas este noble cuidado verdaderamente digno de ánimo real. Y aunque le ofreció cuidar de que se les hiciese todo buen pasaje, dispuso también que le acompañase uno de sus ministros, mandando por este medio a la gente de guerra y al resto de sus vasallos, que obedeciesen al capitán de los españoles; pues no era justo provocar a quien le tenía en su poder, ni dejar de conformarse con el decreto de sus dioses.

Estaba el ejército en la misma disposición que le dejó Cortés, sin que se hubiese ofrecido novedad; porque los enemigos, que se retiraron al primer asombro en que les puso la prisión de su rey, se hallaban sin aliento para defenderse, y sin espíritu para capitular en la forma de rendirse. Entró delante a verse con ellos el ministro de Guatimozin; y apenas les intimó la orden que llevaba, cuando se acomodaron a lo que deseaban, haciendo que obedecían.

Ajustóse, por la misma interposición de aquel ministro, que saliesen desarmados y sin llevar indios de carga: lo cual ejecutaron tan apresuradamente, que ocuparon poco tiempo en la salida. Hizo admiración el número de la gente militar que tenían después de tantas pérdidas. Cuidóse mucho de que no se les hiciese molestia ni mal pasaje; y eran tan respetadas las órdenes de Cortés, que no se oyó una voz descompuesta entre aquellos confederados que tanto los aborrecían.

Entró después el ejército a reconocer por aquella parte lo último de la ciudad, y sólo se hallaron lástimas y miserias que hacían horror a la vista y miedo a la consideración, impedidos y enfermos que no pudieron seguir a los demás, y algunos heridos que pretendían la muerte, acusando la piedad de sus enemigos. Pero nada fue de mayor espanto a los españoles que unos patios y casas yermas, donde iban amontonando los cuerpos de la gente principal que moría peleando, para celebrar después sus exequias, de que resultaba un olor intolerable que atemorizaba la respiración; y a la verdad tenía poco menos que inficionado el aire, cuyo recelo apresuró la retirada. Y Hernán Cortés, señalando sus cuarteles a Gonzalo de Sandoval y a Pedro de Alvarado fuera de aquel paraje sospechoso, y dadas las órdenes que parecieron conveniente, se retiró con sus prisioneros a Cuyoacan, llevando consigo el trozo de Cristóbal de Olid, entretanto que se limpiaba de aquellos horrores la ciudad, donde volvió dentro de pocos días para tratar de lo que parecía necesario en orden a mantener lo conquistado, y atender a las demás prevenciones y cuidados, que ya se venían al discurso, como consecuencias de aquella felicidad.

Sucedió la prisión de Guatimozin, y la total ocupación de Méjico, a trece de agosto en el año de mil quinientos veintiuno, día de San Hipólito, en cuya memoria celebra hoy aquella ciudad la fiesta de este insigne mártir con título de patrón. Duró el sitio noventa y tres días, en cuyos varios accidentes prósperos y adversos, se deben igualmente admirar el juicio, la constancia y el valor de Cortés; el esfuerzo infatigable de los españoles; la conformidad y la obediencia de las naciones amigas, concediendo a los mejicanos la gloria de haber asistido a su defensa y a la de su rey hasta la última obligación del espíritu y la paciencia.

Preso Guatimozin y rendida la ciudad, cabeza de aquel vasto dominio, vinieron a la obediencia, primero los príncipes tributarios, y después los confinantes: unos a la opinión y otros a la diligencia de las armas; y se formó en breve tiempo aquella gran monarquía, que mereció el nombre de Nueva España, debiendo el Máximo Emperador Carlos V a Fernando Cortés no menos que otra corona digna de sus reales sienes. ¡Admirable conquista!, ¡y muchas veces ilustre capitán! de aquellos que producen tarde los siglos y tienen raros ejemplos en la historia.