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Capítulo XXVIII

Rey don Juan segundo jurado en Segovia. -Infante don Fernando conquista a Antequera. -Célebre milagro del Santísimo Sacramento en Segovia. San Vicente Ferrer predica en Segovia. -Infante don Fernando, rey de Aragón. -Persecuciones del obispo don Juan de Tordesillas.

     I. Era el príncipe don Juan heredero de veinte y un meses y diez y nueve días. Los señores del reino, que casi todos asistían a las Cortes en Toledo, instaron, con verdad o con ficción, al infante don Fernando, que atenta la poca edad del príncipe y estado peligroso del reino, tomase la corona. Respondió con ejemplo admirable, tomaría el cuidado de tutor, que el rey su hermano le había encargado, reservando el ser y autoridad para el rey su señor y sobrino; por el cual hizo luego levantar estandartes. Y el día primero del año siguiente mil y cuatrocientos y siete partió a nuestra ciudad, donde estaba el nuevo rey con su madre, desconsolada de que su marido, en su testamento, hubiese dejado encargada la crianza del niño a Juan de Belasco y Diego López de Estúñiga. Nuestro obispo, de cuyo valor se valía la reina en tu desconsuelo, la aconsejó granjease el ánimo del infante, en quien se juntaban poder y justicia.

     Escribió con terneza al cuñado, que la respondió compadecido, aliviando como noble la aflicción a la afligida. Sabiendo que el infante venía con toda la corte a nuestra ciudad a abrir y cumplir el testamento de su hermano, que traía en una caja cerrada con tres llaves, salió el obispo por orden de la reina a recibirle al Otero de Herreros, aldea de nuestra ciudad a cuatro leguas, que conserva el nombre de otra más antigua población, cuyas ruinas tiene cerca de sí; donde permanece un palacio que es solar antiguo de los del apellido de Sanz de Herreros. Aquí propuso el obispo al infante el desconsuelo grande de la reina viuda, y el mucho alivio que con sus cartas había recibido, pero que la desconsolaba sobre manera que la hubiesen de quitar su hijo; y con advertidas razones esforzó apretadamente la causa de que se había encargado, exagerando que parecía rigor aun contra la naturaleza, la cual había inhabilitado a los hombres para la crianza de los niños, aun siendo hijos propios, quitar el suyo a una madre y tan afligida; se siguiese el orden natural en favor de una reina, a quien la muerte había dejado en lo mejor de su edad sin marido y en tierra, estraña. Y pues los hombres nacían para el gobierno, su Señoría (título entonces de los infantes) gobernase el reino: y la reina atendiese a criar su hijo, prometiendo de su parte satisfacer al Belasco y Estúñiga.

     II. El infante, conocida la piedad de la petición, respondió con esperanzas; ordenando que el obispo se adelantase a sosegar el ánimo de la reina. Procurólo así nuestro prelado, pero ella inconstante en sus acciones, isleña en fin, y que fácil se dejaba gobernar de una dueña, mandó cerrar y guardar con diligencia la ciudad, estorbando la entrada a quien traía la corona a su hijo. Llegó el infante; y hallando cerrada la ciudad mandó aposentar su gente en los arrabales, que son cuatro sin los barrios de Zamarramala, Lastrilla y San Cristóbal. Él se aposentó en el convento de San Francisco, casa grande al oriente de la ciudad, en medio del arrabal mayor. Nuestros ciudadanos obedecían a la reina, en cuyos brazos veían a su rey; juzgando que aun con esta obediencia agradaban al infante, que solo atento como siempre al bien del rey y reino, prevenía remedio a las discordias que ya comenzaban entre reina y tutores. Aquí segunda vez algunos señores con motivo de estas discordias le instaron se coronase, y respondió con severa templanza que la mayor corona era la despreciada: y para componer discordias de vasallos sería más eficaz la potestad de tutor con autoridad de vasallo leal, que la corona tiranizada, y los que con su ejemplo no se sosegasen, se sosegarían con el castigo. Cierto el engañoso cocodrilo de la gloria humana siguió a este príncipe al paso que él huyó su vanidad. Dispuso que fuesen recibidos en nuestra ciudad su persona, prelados, caballeros y procuradores de ciudades, para que ante todas cosas fuese coronado el rey con el homenaje acostumbrado; y después se tratasen medios entre reina y tutores. Esto se efectuó, disponiéndolo nuestro obispo.

     III. Viernes quince de enero en nuestra iglesia mayor fue coronado el rey. Celebraron el acto la reina, infante y ambos tutores, y los obispos siguientes: Don Juan, de Cuenca; don Juan, de Sigüenza; don Pedro, de Orense; don Juan, de Segovia; don Sancho, de Palencia; don Paulo, de Cartagena; don Frei Alonso, de León; y los ricos hombres: Don Ruy López de Avalos, condestable de Castilla; don Fadrique, conde Trastamara; don Enrique, conde de Montalegre; Juan de Belasco, camarero mayor; Diego López de Estúñiga, justicia mayor; Gómez Manrique, adelantado mayor de Castilla; don Pédro Vélez de Guerra; Juan Hurtado de Mendoza, mayordomo del rey; Garci Fernández Manrique; Carlos de Arellano; Diego Fernández de Quiñones, merino mayor de Asturias; Pedro Núñez de Guzmán, y muchos procuradores de prelados ausentes, Cabildos y Ciudades. Celebrado el acto, el infante, después de muchas porfías que venció su autoridad, ordenó que la reina diese doce mil florines de oro a Juan de Belasco y Diego López de Estúñiga, y ellos cediesen en ella la crianza del niño, como todo se hizo. Aún no se había abierto el testamento del rey; para esto volvieron a juntarse en nuestra iglesia las tres personas reales, los prelados, señores y procuradores de Ciudades. Presentes todos, el infante, el gobernador de la Iglesia de Toledo y el procurador de la Ciudad de Burgos dio cada uno su llave, y se abrió la arca en que estaba el testamento; el cual leyó en alta voz Juan Martínez, canciller. Leído, juraron la reina y el infante la tutela del rey, regimiento de los reinos y conservación de fueros y privilegios, con que se disolvió aquella junta.

     IV. La reina, olvidando las finezas del infante, mostraba desconfianza; multiplicaba guardas a la persona del rey, llenando el estrecho aposento del Alcázar de confidentes suyos, que con apariencias de lealtad desasosegaban el ánimo, de suyo inconstante. El pueblo se escandalizaba viendo a la reina con trecientas lanzas de guarda y al infante con docientas; señales de poca seguridad y que fatigaban el ánimo real del infante. Habíase asentado que ambos, reina e infante, tuviesen todos los viernes audiencia pública con los del Consejo; hacíase en los palacios de nuestro obispo porque entonces cuantos arzobispos y obispos se hallaban con el rey en su corte, eran de su consejo en nombre y obras. Los moros de Granada, con la muerte de Enrique y poca edad del sucesor, habían cobrado bríos y molestaban las fronteras. Los capitanes cristianos de mar y tierra pedían gente y dineros. El infante deseaba cumplirlo todo, partiendo en persona a la guerra, espediente importantísimo. El reino, aunque apretado, sirvió con cuarenta y cinco cuentos de maravedís de la moneda vieja. Cada maravedí de estos valía diez dineros, cada dinero dos blancas, cada blanca tres coronados, moneda la más menuda que entonces corría, como ya dejamos advertido.

     La disposición del infante lucía poco, porque cuanto en consejo se asentaba un día, desbarataba al siguiente la reina, mal inducida de Leonor López (así se nombraba la dueña su valida); infelicidad grande de las cosas humanas, que cuando un tío infante procedía con lealtad tan valerosa, una reina madre inadvertida antepusiese el consejo o afecto de una criada al juicio de tantos excelentes varones. En fin, después de muchos debates, se dividió la gobernación, conforme al testamento de Enrique, casi por los puertos que dividen las dos Castillas, entre la reina e infante, que con gallarda resolución habiéndose despedido de rey y reino en nuestro Alcázar partió a la guerra martes trece de abril al anocher; saliendo a dormir a Bernuy de Palacios, aldea de nuestra Ciudad legua y media al medio día.

     V. De nuestra ciudad partieron rey y reina a Guadalajara donde se tuvieron Cortes concurriendo el infante don Fernando desde Andalucía, cuya guerra había gobernado con mucha reputación. Estando el rey en Alcalá de Henares en nueve de febrero del año siguiente mil y cuatrocientos y ocho confirmó a nuestra ciudad cuantos privilegios y franquezas tenía de sus antecesores. Así consta de la confirmación que autorizada se guarda en los archivos de Ciudad y Tierra.

     Los moros, viendo ausente de Andalucía al infante, y pasado el término de unas treguas que les había dado, rompieron la guerra al fin de verano de mil y cuatrocientos y nueve. Al principio del año siguiente mil y cuatrocientos y diez partió el infante con diez mil peones y tres mil y quinientos caballos, flor de la milicia castellana y con valiente capitán. Cercó a Antequera. Acudió a descercarla un ejército de moros de ochenta mil peones y cinco mil caballos; número excesivo si el valor fuera igual. Reconocidas las fuerzas, se dieron batalla en seis de mayo; muchedumbre mal disciplinada más estorba que pelea: los cristianos cargaron con tanto orden y fuerza, que desbaratados los enemigos, mataron quince mil; y saquearon los reales sin perder más que ciento y veinte cristianos: célebre victoria de aquel siglo, de mucha riqueza para los soldados, de gran reputación para el capitán y mucho descaimiento para los enemigos, que si bien resistieron el cerco cuatro meses, al fin rindieron a Antequera en diez y seis de septiembre.

     VI. Estaban por estos días rey y reina con la corte en nuestra ciudad, donde sucedió aquel célebre milagro del Santísimo Sacramento. Un sacristán de la iglesia de San Fagún, apretado de una necesidad, pidió unos dineros prestados a un judío, que pidiéndole seguridad de fianza o prenda, y viendo que se encogía por no la tener, le dijo, que si le daba en prendas una hostia consagrada, que podía sacar del sagrario y custodia, le daría aquel dinero, y más que hubiese menester. Aquí la sacrílega necesidad llegó al último desacato, determinándose el sacristán al horrible sacrilegio; entregando, segundo Judas, al hebreo la prenda de la gloria. La calle en que se hizo la entrega se nombra hasta hoy del Mal Consejo, que sale a la cuesta de San Bartolomé. Gozoso el judío del suceso, avisó a los de su nación, y congregados en su sinagoga, con horribles execraciones echaron la Santísima hostia en un baño o caldera de agua herviente; ciego desatino, pues con él confesaban ellos mismos misteriosa deidad en lo que perseguían. Acreditóse bien en el suceso, pues elevada la hostia en el aire mostraba querer reducir aquellos ánimos obstinados, con excusar milagrosamente aquel oprobio, quien ya humilde padeció tantos por lo mismo. Tembló la fábrica de la sinagoga, rompiéndose los arcos y pilares, cuyas roturas permanecieron hasta que en nuestros días se renovó aquella fábrica. Amedrentada y atónita aquella canalla vil, procuraron coger la hostia; y temiendo más la pena que la culpa, por consejo de todos, la llevaron algunos al convento de Santa Cruz; y llamando al prior con temeroso secreto, le refirieron el milagro y entregaron la hostia, de cuya vista y presencia temblaban temerosos y no arrepentidos; infernal obstinación.

     VII. Convocó el prior sus frailes, y llevando en devota procesión la milagrosa hostia al altar mayor, con acuerdo de todos, se dio en Viático a un novicio enfermo, que devoto murió a tres días. Conferida la importancia de que caso tan milagroso se publicase para exaltación de la fe cristiana, y la obligación del secreto debido a aquellos sacrílegos que por miedo temporal y no penitencia interior, le habían descubierto, le descubrió el prior a nuestro obispo, celosísimo en los aumentos de la fe; y a quien, como obispo, pertenecían de derecho en aquel tiempo las averiguaciones y castigos de delitos semejantes. El cual avisó luego a la reina madre que, como princesa muy religiosa, lo sintió afectuosamente. Comenzáronse las averiguaciones de culpa y culpados. Fue preso, entre otros, don Mayr, judío médico, y (según dicen) el que hizo la compra. Este, puesto en tormento, como los demás, confesó con ésta y otras muchas culpas, que había muerto con veneno al rey don Enrique tercero, siendo su médico; inhumana traición. Fueron arrastrados y ahorcados, y finalmente hechos cuartos. Ejecutado el castigo, el obispo con solene procesión fue a la sinagoga, confiscada por el delito a los hebreos y ofrecida por el rey y reina al prelado, que la purificó de la impiedad judaica y la dedicó al culto cristiano con advocación de Corpus Christi: estatuyendo que la procesión del Santísimo Sacramento, que se celebra en la iglesia por decreto de Urbano cuarto, la feria quinta después de la dominica de la Santísima Trinidad, fuese a este nuevo templo, religiosa advertencia para memoria del milagro. Hizo el obispo donación de este templo y casa accesoria a los canónigos de Párraces, que después le vendieron a las religiosas franciscanas de la Penitencia, que se pasaron allí, como escribiremos año 1572.

     VIII. No sosegaba el celo del obispo con el castigo hecho: sabía que algunos cómplices habían quedado libres y recelaba nuevos insultos de aquella obstinada nación, que se endurece con las culpas y empedernece con las penas: proseguíanse pesquisas y los desdichados maquinaron nueva desdicha contra sí. Concertaron a fuerza de dinero, con el maestresala del obispo, que en la comida le diese veneno. Vencido del interés, en ocasión que el cocinero hacía una salsa para el obispo, le envió fuera de la cocina y mezcló el veneno. Volvió el cocinero y previniendo la salsa para la mesa, sucedió caerle en la mano algunas gotas que presentáneamente le levantaron ampollas, abrasándole la mano. Dio voces previniendo el daño, y haciéndose averiguación, por los indicios fue preso el maestresala: y puesto en tormento descubrió delito y cómplices, y presos murieron él y ellos (si no es algunos que huyeran) en la horca, como los primeros. Este caso tan digno de historia para ejemplo, dejó de escribir Alvar García de Santa María, autor de aquel mismo tiempo, en el principio de la crónica de este rey, con harto menoscabo de su crédito y sospecha de afecto al judaísmo, que por el bautismo había dejado. Escribióle fray Alonso de Espina en su Fortalicio de la Fe, nombrando a fray Juan de Canalejas, dominicano, por testigo de vista que se lo contó y estuvo presente cuando los judíos entregaron la hostia milagrosa al prior de Santa Cruz. Después le han contestado nuestros historiadores, y aunque varían en el tiempo, es cierto que sucedió este año mil y cuatrocientos y diez, y, según entendemos, en el mes de septiembre, y así consta de papeles y tablas de aquella casa y templo, que hasta hoy se nombra Corpus Christi.

     IX. Al principio del año siguiente vino a Castilla el gran maestro y predicador fray Vicente Ferrer, apóstol de aquel siglo y lumbrera con que el cielo quiso alumbrar las tinieblas de aquella edad. Llegó a nuestra ciudad, según hemos entendido, día tercero de mayo. Salieron nuestros ciudadanos en concurso admirable a recibirle por la parte oriental que llaman del Mercado. Venía el santo varón en un jumentillo, y seguíanle de continuo muchas gentes; diversas veces concurrieron a oirle setenta y ochenta mil personas. Traía confesores para los convertidos; y notarios para autorizar las concordias y paces que componía en los sangrientos bandos, que con las guerras había entonces en los pueblos; y para los divinos oficios traía capilla de músicos y ministriles. Y con tanta familia y gasto, no permitía que alguno de los suyos recibiese más que el sustento cotidiano, perfección verdaderamente apostólica. Llegando pues el santo a una cruz que estaba antes de la población, se apeó y humilló a orar. Comenzó la muchedumbre a vocear les predicase, y el predicador cuyos estudios y prevención sólo eran su espíritu y ejemplo, haciendo púlpito la peana y tema del sermón la Cruz, cuya invención celebra aquel día la Iglesia, predicó sus excelencias con tanto fervor y efecto que redujo muchos pecadores y convirtió muchos judíos y moros, que entre los cristianos habían concurrido, atraídos de la fama y de la evidencia de los milagros, pues le oían los distantes a tres y a cuatro y a más leguas; y le entendían todas las naciones predicando siempre en su lenguaje valenciano. En el fin del sermón se quejó de nuestros ciudadanos, que en entrada tan principal de ciudad que tanto lo era, faltase una ermita o santuario. Pidióles levantasen una a la festividad de aquel día; prometiéronlo y cumplióse presto, fabricando una buena ermita que hasta hoy se nombra la Cruz del Mercado. En memoria del suceso el mismo día aniversario acude a ella en procesión solemne la cofradía de la Concepción desde el convento de San Francisco. Algunos días estuvo el santo en nuestra ciudad, predicando y haciendo disciplinas públicas de noche, reduciendo pecadores, concordando enemigos y convirtiendo con palabras y obras tan ejemplares muchos judíos y moros. Fueron tantos los que bautizó, que en memoria del suceso se pintó en la iglesia de San Martín el santo bautizándolos, permaneciendo la pintura hasta que los sucesores inadvertidos escurecieron tan santa memoria enluciendo el templo.

     X. Los canónigos reglares de España pedían reformación, y en particular los de León. Pidieron ellos mismos al pontífice para reformadores a nuestro obispo don Juan de Tordesillas, al abad de San Benito de Valladolid y a fray Alonso de León, lego profeso de Guadalupe. Estaba por este tiempo Castilla más pacífica que solía en tutorías de rey. Gobernaban la reina y Consejo la paz; y el infante la guerra, ganando muchos pueblos con temor del enemigo. El reino de Aragón vacaba por muerte de su rey don Martín, que declaró en su testamento se diese el reino al sucesor más legítimo: declaración que si bien aseguró su conciencia, puso el reino en sumo peligro, pues pleitos de coronas no caben en tribunales. Los pretensores fueron cinco, y entre ellos nuestro infante don Fernando, que en el castillo de Caspe, martes veinte y ocho de junio de mil y cuatrocientos y doce años, fue nombrado rey de Aragón por nueve jueces que para esto habían nombrado las tres coronas, Aragón, Valencia y Cataluña. Grande fue sin duda la autoridad y secreto de los jueces, pues los pretensores de un reino tan grande esperaron suspensos y sosegados a su determinación. El electo rey, que atendía en Cuenca, entró a tomar la posesión del reino con aplauso casi general, aunque algunos intentaron guerra; pero todo cesó con la prisión del conde de Urgel en Balaguer por el rey, después de tres meses de cerco.

     XI. Sabiendo la reina doña Catalina estos sucesos, y que el rey disponía coronarse en Zaragoza, le envió embajadores del parabién a nuestro obispo, a don Alonso, Enríquez, almirante, a Diego López de Estúñiga, justicia mayor de Castilla y otros señores. Envióle entre otros dones la corona con que fue coronado el rey don Juan su padre, anuncio feliz de la unión que después sucedió de estas coronas. Hallaron los castellanos al rey de Aragón en Pina, pueblo junto a Lérida, y cumpliendo con su embajada le acompañaron a Zaragoza: donde nuestro obispo fue uno de los que asistieron y acompañaron la misma persona real en la coronación, que fue vistosa y verdaderamente real. Veló el rey, entre otras ceremonias, sus armas en la iglesia mayor de Zaragoza toda la noche del sábado al domingo once de febrero de mil y cuatrocientos y catorce años, en que se celebró la coronación, dando el rey caballería a muchos caballeros; actos que ya desprecia la grandeza, como si la mayor no consistiese en autorizarse con el pueblo en acciones reales. El siguiente día, asistiendo los reyes y señores, celebró nuestro obispo misa gótica o muzárabe de que fue muy devoto, y los días siguientes se coronó la reina y celebró el rey Cortes al reino. Mosén García de Sesé murió este año en nuestra ciudad, como dice la historia de nuestro rey don Juan. Había sido valido y consejero de tres grandes señores, de don Antón de Luna, del conde de Urgel, de don Fadrique de Luna, que todos tuvieron fin desgraciado, y el mismo García de Sesé murió pobre y desvalido. ¿Quién determinará si fue desgracia o imprudencia de sus consejos? Asentadas las cosas de Aragón, determinó su rey verse con el pretenso pontífice Benedicto decimotercio. Efectuáronse las vistas en Morella, pueblo de Valencia, donde el rey con religiosa veneración, besó el pie al que estimaba cabeza de la Iglesia y vicario de Cristo, venerándole con muchos actos de religión cristiana. A todo se halló nuestro obispo, favorecido de Benedicto y estimado del rey.

     XII. Para sosegar el cisma que afligía la Iglesia con tres pretensos papas, negoció Sigismundo, emperador de Alemania, que se congregase concilio en Constancia, que se abrió en cinco de noviembre de este año en concurso de trecientos prelados. Envió nuestra reina doña Catalina por embajadores al concilio a don Diego de Añaya, obispo entonces de Cuenca, a don fray Juan de Morales, obispo de Badajoz, a don Fernando Martínez de Avalos, hijo y deán de Segovia, que valió mucho en el concilio, como escribiremos en nuestros claros varones. El mismo emperador, para reducir a Benedicto a que renuciase el pretenso pontificado, como los otros dos habían hecho, llegó a Perpiñán, pueblo de Cataluña, en diez y seis de septiembre de mil y cuatrocientos y quince. Concurrieron allí Benedicto y el rey de Aragón, aunque apretado de una grave enfermedad, causa de que no pudiese asistir a las juntas. En una, el pretenso pontífice habló en favor de su derecho, siete horas continuas, aliento admirable en setenta y siete años que tenía de edad.

     Después de tratos y dilaciones confusas declaró su ánimo, retirándose a Peñíscola, y publicándose verdadero pontífice con que murió. El emperador volvió a Constancia. Deseando el rey de Aragón volver a Castilla, agravado de la enfermedad, murió en Igualada, pueblo de Cataluña, seis leguas de Barcelona, en dos de abril de mil y cuatrocientos y diez y seis años; príncipe excelente, cuya muerte renovó inquietudes en Castilla. El Concilio de Constancia procedió a elegir legítimo pontífice, y en once de noviembre del año siguiente mil y cuatrocientos y diez y siete fue electo Otón Colona, cardenal romano, que en el pontificado se nombró Martino quinto.

     XIII. Primero o como otros dicen, segundo día de junio del año mil y cuatrocientos y diez y ocho amaneció difunta la reina doña Catalina en Valladolid, en edad de cincuenta años. Fue llevada a sepultar a Toledo. Salió el rey de una impertinente clausura, en que su madre le había tenido, a ver su reino y vasallos, que mucho deseaban ver su señor. El cual en veinte y uno de octubre se casó en Medina del Campo con doña María su prima, infanta de Aragón. Convocáronse Cortes en Madrid para el año siguiente mil y cuatrocientos y diez y nueve. En ellas, a siete de marzo, tomó el rey en sí el gobierno de sus reinos en catorce años y dos días de edad.

     Concluidas las Cortes, vino el rey a nuestra ciudad a pasar los calores del verano por la templanza de sus aires. Aquí dice Juan de Mariana: Levantose de repente un alboroto de los del pueblo contra la gente del rey y sus cortesanos. Estuvieron a pique de venir a las puñadas, y la misma ciudad de ensangrentarse. No sabemos de dónde sacó Mariana esta noticia; pudiera escribir la ocasión y fin del alboroto, para ejemplo; causa final de la historia. Cierto es que el cortejo de este rey fue siempre grande, pero muy alborotado por la blandura demasiada de su condición y asistencia de los infantes de Aragón, sus primos, perpetua inquietud de esta corona, por ser demasiado briosos para vasallos. Aquí llegaron embajadores del duque de Bretaña pidiendo se atajasen las discordias que entre vizcaínos y bretones comenzaban, como ocasión de mayores empeños. Nombró el rey un caballero y el duque otro, que convinieron los desavenidos.

     En catorce de junio recibió con aparato real en el alcázar los embajadores de Portugal, que pedían paz perpetua: y fueron despachados con buenas esperanzas.

     XIV. Al principio del año siguiente mil y cuatrocientos y veinte partió el rey de nuestra ciudad a Tordesillas, donde, ausente, el infante don Juan de Aragón, su hermano don Enrique, maestre de Santiago, acompañado de nuestro obispo, que siguió su bando con harta costa de su crédito y sosiego, y de Ruy López de Avalos y otros, en doce de junio al amanecer entró en palacio con trecientos hombres armados, y violando la veneración real, hizo prender a Juan Hurtado de Mendoza nuestro ciudadano estando en la cama, y a otros de la parcialidad contraria, llenando el palacio de armas y confusión. Entraron en la misma cámara del rey, que aun dormía, asistiéndole don Álvaro de Luna, su gran valido. Despertóle el infante diciendo: Señor, levantaos que es tiempo; y graduando tanto desacato con palabras y ceremonias de lealtad, previnieron nuestro prelado y Ruy López, que no saliese el rey a ver la turbación del palacio, mezclado de los agresores armados, de los asaltados desnudos y de las damas y señoras turbadas y llorando: rey a quien esto se pudo encubrir en su palacio, ¿cómo alcanzaría a ver lo distante de sus reinos? Salió el furor con lo que quiso, y el rey por consejo, si no fue orden del infante, volvió con las personas reales y corte de Tordesillas a nuestra ciudad, cuyos alcázares tenía muchos años había (como dejamos escrito) el preso Juan Hurtado de Mendoza, que por mandado del rey había dado recados para que el alcaide, que en su nombre los tenía, los entregase a Pero Niño. Mas el alcaide, aunque requerido con los recados por Ruiz Díaz de Mendoza, hijo mayor del mismo Juan Hurtado y también ciudadano nuestro, no quiso entregarlos menos que a su rey, o a su alcaide propietario.

     XV. Pasáronse rey y corte a Ávila. El infante don Juan vino de Navarra avisado de sus parciales que le esperaron en Peñafiel. Para sobresanar la llaga de Tordesillas negoció el infante don Enrique que se convocasen Cortes en Ávila, aprobándose aquel insulto con solemnidades exteriores; si bien en lo interior de los ánimos, cuya libertad no padece fuerza, lo malo quedó peor. Tratáronse concordias entre los infantes hermanos, interviniendo en ellas, entre otros, don Alonso de Cartagena, deán de nuestra iglesia y de la de Santiago, parcial del infante don Juan, varón de grandes partes, hijo legítimo de don Pablo de Cartagena, celebrado obispo de Burgos, a quien el hijo sucedió en la misma silla, y que escribió muchos libros que hoy permanecen. Resultaron de los tratos mayores discordias entre los hermanos, sobre cuál había de señorear la persona del rey, que a pocos días se vio en el castillo de Montalbán cercado de sus mismos vasallos, sin permitir que entrase más bastimiento que un pan, una gallina y una pequeña pieza de vino cada día para la persona real. Los demás cercados llegaron a comer los caballos, y dicen que el primero fue el del mismo rey por orden suya, mostrando ya coraje del desacato y previniendo se aderezasen los cuerpos para el servicio común. Por orden del infante pidió nuestro obispo licencia y entrada para hablar al rey, y admitido a su presencia, habló en esta sustancia:

     La mayor autoridad de los reyes consiste, señor, en las acciones propias, tan independente, que nadie es bastante á disminuirla, si no ella propia: de donde nace mayor obligación de advertirse. Vuestra Alteza se vino de Talavera con muestras de desagrado á encerrar en este castillo. Nadie creerá, ni es creible, que acción tan desautorizada nació de la soberana libertad de un rey, sino de algun mal advertido consejo, que mal afecto á las cosas del infante don Enrique de Aragón, vuestro primo, consejero y vasallo, muy fiel, ha querido desacreditarle con el reino, sin reparar cuanto desacreditaba vuestra real autoridad. Los reyes, señor, deben reinar más en los más cercanos de los cuales la veneración se comunica á los distantes: acreditando con sus acciones la lealtad de los ministros que les asisten. Deje vuestra alteza este encerramiento desempeñando al infante del empeño en que se ha puesto de satisfazer á los mal intencionados, de que solo pretende su servicio, y librarle de malos consejeros: Váyase á Toledo, que desea ver su real persona, y desde allí ordene lo que gusta, averiguando en la ejecución de sus órdenes quién es más leal vasallo. El rey con severidad respondió: Que el infante alzase al punto la gente que sobre el castillo tenía, ó esperase la pena de rebelde á su rey. Que en cuanto á ir á Toledo o á otra parte, iría adonde quisiese de sus reinos.

     Algunas réplicas hizo nuestro obispo, y con nuevas razones procuró apaciguar al rey con el infante; mas con resolución se le mandó intimase al infante que al punto partiese a Ocaña con su gente, donde se le daría orden de lo que había de hacer. Con este mal despacho volvió el obispo al infante, que lo sintió vivamente, y aunque hizo nuevas instancias lo hubo de ejecutar porque la blandura del rey se volvía furor con los desacatos. Partió a Ocaña; el rey volvió a Talavera, habiendo encontrado y favorecido en el camino al infante don Juan, aumento no pequeño de envidia entre los hermanos. Nuestro obispo, conociendo sin duda el desagrado de su rey y cuán peligrosa le salía la parcialidad del infante, se retiró al gobierno de su obispado.

     XVI. Don Alonso de Cartagena, nuestro deán, fue a Ocaña a avisar al infante despidiese la gente de guerra y sosegase el ánimo. Era de su natural belicoso, a quien agradaban más los consejos atrevidos que los templados, y atropellando consideraciones, se resolvió a salir de Ocaña para hablar al rey, y obediente (así lo decía) besarle la mano, injurioso pretexto de rebeldía tan declarada. Llegó a Guadarrama con mil y quinientos caballos y muchos peones, donde ya cuarta vez llegó nuestro deán a intimarle se detuviese y no convirtiese en furor la paciencia de su rey. Porfiado el infante, escribió al reino y sus procuradores en Cortes intercediesen con el rey en su causa; así lo hicieron, y hallando al rey muy desazonado enviaron al infante al doctor don Juan Sánchez de Zuazo, procurador en Cortes por nuestra Ciudad, persona de nobleza y valor grande, como se verá en nuestros claros varones, y a Pedro Suárez de Cartagena procurador por Burgos. Llegaron a Guadarrama, sinificaron al infante la instancia hecha con el rey y su indignación grande y justa de que primo suyo y marido ya de su hermana la infanta doña Catalina, y sobre todo hijo de su tío don Fernando, causa de la paz y aumento de los reinos de Castilla, los inquietase rebelde a tantos mandamientos; y en ofensa de la autoridad real publicase que sólo venía a pedir justicia, acompañado de escuadras armadas. Le suplicaban de parte de las Cortes despidiese la gente y con obediencia y humildad aplacase el justo enojo del rey. Él, siempre cauteloso, publicaba temores del infante don Juan, su hermano; y de propia mano escribió largo a las Cortes, con que los dos embajadores volvieron a Arévalo donde estaba el rey. El cual de allí partió a celebrar Cortes en Madrid por noviembre de mil y cuatrocientos y veinte y un años. Después de muchas alteraciones, vino a estas Cortes el infante don Enrique en trece de junio del año siguiente mil y cuatrocientos y veinte y dos. Entrando a besar la mano al rey, fue preso y llevado al castillo de Mora. Sus parciales huyeron privados de sus estados y principalmente Ruy López de Avalos, condestable de Castilla, dignidad que se dio luego a don Álvaro de Luna.

     XVII. En cinco de octubre parió la reina en Illescas una hija nombrada doña Catalina. Y en veinte y cuatro del mismo mes murió en Alcalá don Sancho de Rojas, arzobispo de Toledo. Por votos del Cabildo fue puesto en aquella silla don Juan Martínez de Contreras, deán de aquella iglesia, natural de Riaza, villa de nuestro obispado, y del linaje de los Contreras muy antiguo y noble en nuestra ciudad. Varón famoso, fue a Roma y obtuvo de Martino quinto en cinco de enero de mil y cuatrocientos y veinte y cuatro, bula de su primacía; de la cual usó año mil y cuatrocientos y treinta y uno en el nombramiento de la ciudad de Basilea para el futuro Concilio; falleció año mil y cuatrocientos y treinta y cuatro, y fue sepultado en su iglesia de Toledo en la capilla de San Ildefonso.

      El rey de Portugal pedía con instancia y embajadores paces al de Castilla, que estando en Ávila las concedió por veinte y nueve años en el de mil y cuatrocientos y veinte y tres. Hiciéronse muchas fiestas; y en una justa Fernando de Castro, embajador de Portugal y muy valiente por su persona, siendo mantenedor, se presentó gallardo en un caballo del mismo rey de Castilla. Todos recelaban su encuentro por su pujanza y destreza, hasta que Ruy Díaz de Mendoza, valeroso segoviano, hijo mayor de Juan Hurtado de Mendoza el menor, y doña María de Luna, su mujer, bienhechores o por mejor decir fundadores del monasterio de Santa Clara, como dejamos escrito año mil y trecientos y noventa y nueve, se presentó en la liza; y al primer encuentro arrancó al portugués de la silla, dando con él en tierra muy maltratado.

     En diez y siete de septiembre parió la reina segunda hija nombrada doña Leonor.

     XVIII. Don Alonso rey de Aragón y Nápoles, donde al presente estaba cercado de guerras y cuidados, vino a España al principio del año mil y cuatrocientos y veinte y cuatro, con voz de librar de la prisión a su hermano el infante don Enrique; cuyos parciales y confidentes eran perseguidos en Castilla. Como a tal, a nuestro prelado don Juan de Tordesillas, aunque por eclesiástico se juzgaba eximido, se le buscaba ocasión de ruina; y era bastante haber administrado la hacienda real, común tropiezo de ministros. Achacábanle había socorrido con ella al infante; pediánsele cuentas, y el obispo las dilataba. Para poder apretarle por su fuero, se ganó del pontífice buleto para que conociese de su causa don Sancho de Rojas, arzobispo de Toledo, que murió sin ejecutarlo. Ganóse segunda comisión para don Diego de Fuensalida, obispo de Zamora. A este apretaba el fiscal real para que prendiese a nuestro obispo, indiciado de que intentaba huir a Valencia, y retirado ya, si no escondido, en una ermita junto a Párraces. Aquí llegaron el obispo de Zamora y el fiscal con treinta lanzas y dos capitanes, Pedro Carrillo de Huete y Pedro Manuel, que con armas cercaron la ermita. Hizo el fiscal nuevos requerimientos de parte del rey al zamorano para que prendiese a nuestro obispo. No se atrevió a hacerlo por estar en lugar sagrado; concertóse que jurase de no salir de allí en tanto que el de Zamora iba a dar cuenta al rey, y volvía con orden de lo que se había de hacer. Partióse el obispo de Zamora; y el nuestro en un caballo huyó a Galicia. Parece que salir de entre tantas armas y librarse en tan largo camino, no pudo ser sin permisión de las guardas, movidas, sin duda, de que el aprieto era mayor que la culpa. Anduvo peregrinando de Galicia a Portugal, de Portugal a Valencia, pena justa del afecto culpable en un obispo, de seguir bandos de superiores seglares y belicosos. Quedó la tesorería en su hermano Rodrigo Vázquez de Cepeda, nombrado como el obispo de Tordesillas.

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