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Capítulo XXIX

El príncipe don Enrique vive en Segovia. -Familia de los Mendozas en Segovia. -Fundación del Hospital y estudio de Cuéllar. -Victoria de la Higueruela contra los moros. -Concordia entre Ciudad y Linajes de Segovia. -Don Juan de Tordesillas funda a Aniago, donde yace. -Don fray Lope de Barrientos, obispo de Segovia.

     I. En, cinco de enero de mil y cuatrocientos y veinte y cinco años parió la reina en Valladolid un hijo nombrado Enrique, en memoria de su abuelo, y en breve fue jurado sucesor de su padre. Sobre la prisión, del infante don Enrique llegaron casi a romper los dos reyes, castellano y aragonés. Concertólos el infante don Juan, que en estos días heredó el reino dotal de Navarra por muerte de don Carlos, su suegro. Compuestas las cosas y suelto Enrique, se vino el castellano con solo su valido don Álvaro de Luna a celebrar la fiesta de Navidad en nuestra ciudad, donde estaba la reina lo más del tiempo. Pasada la fiesta de los Reyes de mil y cuatrocientos y veinte y seis años partió el rey a Toro, para donde se habían convocado Cortes. Estando en ellas, asaltó tan repentina y grave enfermedad a Juan Hurtado de Mendoza, mayordomo mayor del rey, y ciudadano nuestro, que no pudiendo hacer testamento en once de febrero ante Antón Ruiz de Córdoba, otorgó poder para testar por él a doña María de Luna, su segunda mujer, que estaba en nuestra ciudad, y a Mendoza, señor de Almazán, su sobrino (así dice) y a fray Francisco de Soria, confesor del rey de Navarra, que le ordenaron presto. El difunto fue sepultado en el convento de San Francisco de Valladolid entre doña Mencía, condesa de Medina, su mujer primera, y Ruy Díaz de Mendoza, su hermano. Fueron hijos suyos, del primer matrimonio, sola doña María de Mendoza; del segundo, Ruiz Díaz de Mendoza; el cual sucedió a su padre en la mayordomía real. Juan de Mendoza, prestamero de Vizcaya, que casado después con doña María de Luna, hija del condestable don Álvaro, se nombró Juan de Luna por capitulación del matrimonio; Hurtado de Mendoza y doña María, doña Leonor y doña Brianda de Mendoza; ilustre generación de nuestra ciudad que olvidada en pocos siglos procuramos resucitar a la memoria de nuestros ciudadanos, sacada toda de las escrituras originales que permanecen en los archivos de San Antonio el Real, antigua Santa Clara; a cuyo poder vinieron los más de los heredamientos, que toda esta ilustre familia tuvo en nuestra ciudad y sus aldeas.

     II. Volvamos al corriente de la historia. Ambos infantes de Aragón, hasta ahora enemigos, se conformaron, y con los más señores de Castilla se conjuraron contra don Álvaro de Luna, más confiado en el valimiento de su rey de lo que su inconstancia permitía. Dieron memorial de sus quejas y desafueros del valido. Nombráronse cinco jueces que desterraron a don Álvaro de la corte por año y medio, cortas treguas para tanta pasión como el rey y el efecto mostraron. A pocos días fue preso Fernán Alonso de Robles, de poca nobleza y mucho dinero y negociación, que, gran confidente de don Álvaro, le había faltado en esta ocasión, siendo uno de sus cinco jueces, causa de que el rey gustase de su prisión. Fue traído a nuestro Alcázar, donde también vinieron los reyes y corte a fin del año mil y cuatrocientos y veinte y siete.

     La continua guerra y alborotos de aquellos siglos habían introducido unas confederaciones, que nombraban alianzas o bandos, en que por escrito, con penas y maldiciones, se aunaban o conjuraban unas familias contra otras. Y si bien se cautelaban, salvando el real servicio, en llegando la ocasión de la venganza se atropellaba todo. Este abuso, tan contrario a la paz pública y respeto real, desarraigó el castellano estando en nuestra ciudad al principio del año mil y cuatrocientos y veinte y ocho; anulando con severísimo decreto las pasadas y penando las futuras. Y para quietar los ánimos publicó general perdón de todas las desobediencias pasadas, castigando con el perdón y enmendando con el decreto. Un caballero de Soria de la familia de los Belascos instaba al rey le diese campo contra un pariente suyo y de su misma ciudad; concedióle el rey estando en la nuestra. Efectuóse el duelo en el campo de los lavaderos de la lana junto al soto real. Allí se fabricaron cadalsos para las personas reales y señores, concurriendo infinito pueblo. Pelearon a caballo con enojo y valor, aunque sin herirse en muchos encuentros y golpes. Sacólos del campo el rey y hízolos amigos, armando él mismo caballero al retador y el rey de Navarra al retado.

     III. Compuestas estas cosas, salió el rey de nuestra ciudad para Turégano, villa de su diócesis y cámara de sus obispos, como dejamos escrito. Allí vino el condestable don Álvaro de Luna, alzado el destierro a instancia de sus mismos contrarios, que pretendían su gracia aún más que la del rey: tanto duró en esta pasión, que se sospechó estaba hechizado; pues si fuera conformidad de los astros, no tuviera tan desastroso fin. Aunque tan ocupado en guerras puso el rey casa al príncipe don Enrique año mil y cuatrocientos y veinte y nueve en nuestra ciudad, como más a propósito, de la cual adelante le hizo donación y gracia con toda su jurisdicción: causa de que este príncipe la tuviese tanto amor y nombrase siempre su ciudad. Los ministros del príncipe y su casa, fueron maestro de leer y escribir Jerónimo, bohemio de nación; maestro de su doctrina y enseñanza fray Lope de Barrientos, dominicano, que después fue obispo nuestro; ayo Pedro Fernández de Córdoba; caballerizo Alvar García de Villaquirán; maestresala Gonzalo de Castillejo; donceles, que hoy nombran pajes, Juan Delgadillo y Pedro Delgadillo, hermanos, Gómez de Ávila y Gonzalo de Ávila, hermanos, Alonso de Castillejo y Diego de Valera, que después escribió una corónica de Castilla, nombrada Valeriana; guardas, Juan Rodríguez Daza, Juan Ruiz de Tapia y Gonzalo Pérez de Ríos, con diez monteros de Espinosa.

     IV. Con las cosas del infante don Enrique se habían compuesto las de nuestro obispo: ante quien lunes diez y ocho de julio de este año don Gómez González, arcediano de Cuéllar, presentó bulas del presente pontífice Martino quinto, para hacer las fundaciones que asimismo presentó del hospital de la Madalena y estudio de gramática latina en la villa de Cuéllar, cabeza de su arcedianato. Consintió y aprobó el obispo las fundaciones, obedeciendo las bulas apostólicas. Lo mismo hizo el Cabildo, al cual el arcediano las presentó el miércoles siguiente, hallándose en Cabildo don Luis Martínez, arcediano de Sepúlveda; don Fernán García, chantre, y vicario del obispo; don Juan de Ortega, maestrescuela y vicedeán, don Juan López, arcipreste de Segovia, con muchos prebendados. Dejó el fundador por patrones de ambas fundaciones a la justicia y regimiento de la villa. Mandó asimismo que cada mañana se repartiese en el estudio una fanega de pan cocido a los estudiantes pobres, dando consecuencia prudente a tan buena acción, que para premio y ejemplo merece honrosa memoria.

     Muchas asonadas de guerra hicieron los reyes de Aragón y Navarra por sus fronteras al principio del año mil y cuatrocientos y treinta contra Castilla, cuyo rey les acometió con ejército numeroso, y asentadas treguas por cinco años, volvió por septiembre a nuestra ciudad a ver al príncipe. Aquí supo que los infantes de Aragón don Enrique y don Pedro aún no se sosegaban, apoderados en Alburquerque, pueblo fronterizo a Portugal.

     V. Sosegados estos alborotos, para divertir la gente ya inquieta en guerra más justa, se publicó la de Granada. Convocáronse Cortes en Salamanca, y aunque tan gastado el reino, se esforzó a un gran servicio. Pasó el rey a Córdoba, y enviando delante al condestable don Álvaro, le siguió con el resto de la gente, ejército de ochenta mil combatientes, todos prácticos, como canta el poeta Juan de Mena en la copla ciento y cuarenta y ocho. Dieron vista a Granada, de donde salieron docientos mil peones y cinco mil caballos.

     De una pequeña escaramuza se atacó la batalla en veinte de junio de mil y cuatrocientos y treinta y uno. Cargaron los cristianos con tanto valor que encerraron a los moros en la ciudad con muerte de diez mil. Esta fue la victoria de la Higueruela que a proseguir con ímpetu de vencedores contra reino dividido y mal contento de sus reyes, pudo arrancarse la morisma de España. Mandóla pintar el rey, a imitación de los antiguos Césares en un lienzo de ciento y treinta pies que hasta hoy permanece en nuestro Alcázar, aunque apolillado y roto. De aquí, la hizo copiar el rey don Felipe segundo para el Escurial, pintura curiosa por la diversidad de trajes y armas defensivas y ofensivas de aquel tiempo, si bien la pintura animada y durable contra el tiempo es la historia.

     Para los gastos de esta jornada se comenzaron a vender los regimientos de las ciudades, que en la nuestra se habían perpetuado noventa años antes, para excusar molestias y bandos en los pueblos, que con las ventas se aumentaron, naciendo de la perpetuidad el señorío, y de la venta los abusos y calamidades de Castilla. Tanto que no pudiendo convenirse en nuestra ciudad regidores y Linajes en el nombramiento de los oficios, y comenzando el pueblo a inquietarse, nombraron jueces árbitros que compusiesen la diferencia: al doctor Pedro Sánchez de Segovia, oidor que era de la Audiencia del rey; a Diego González de Contreras; a Gonzalo Mexia; y Pedro de Tapia, regidores; y a Sancho Falconi; a Gómez Fernández de la Lama; a Gonzalo de Heredia, a Fernán González de Contreras; y al bachiller Diego Fernández de Peralta, por los Linajes. Los cuales todos conformes martes veinte y ocho de abril de mil y cuatrocientos y treinta y tres años pronunciaron: que las dos procuraciones de Cortes fuesen del regimiento. Que las dos fieldades que provee la nobleza, nombrase la junta de Linajes viernes que nombran de Lázaro en la iglesia de la Trinidad: y los nombrados se presentasen y jurasen el oficio en el primer Ayuntamiento de ciudad. Que las cuatro varas de alcaldes ordinarios, que entonces se nombraban: dos nombrase el regimiento y dos la junta de Linajes. Que la vara de alguacil mayor se alternase, nombrando un año el regimiento y otros los Linajes. Que las rentas de Valsahín se partiesen entre ciudad y junta de Linajes.

     VI. Los infantes de Aragón no se sosegaban; y aunque don Pedro estaba preso, don Enrique su hermano mayor, apoderado, en Alburquerque, molestaba la comarca. Acudió el rey a remediarlo, y estando en Ciudad Rodrigo, apareció una llama que habiendo discurrido buen espacio desvaneció con un trueno tan descomunal, que desatinando a los comarcanos se oyó a más de ocho leguas. En Navarra y Aragón nevó cuarenta días continuos con estrago común de gentes y animales: pavorosos prodigios para el vulgo, supersticioso observador de agüeros. Suelto elinfante don Pedro, ambos hermanos se embarcaron en Lisboa para Valencia con condición (pero no con intención) de no volver a Castilla.

     El concilio general que en Basilea, por edicto de Martino quinto había celebrado la primera sesión en siete de diciembre del año pasado mil y cuatrocientos y treinta y uno quiso Eugenio cuarto, sucesor de Martino, pasar a Bolonia. Los padres, persuadidos del emperador Sigismundo, permanecieron en Basilea, donde al principio del año mil y cuatrocientos y treinta y cuatro falleció don Alonso Carrillo, español, cardenal de San Eustaquio. Por su muerte nuestro rey envió al Concilio por embajadores a don Álvaro de Isorna, obispo de Cuenca; a Juan de Silva, señor de Cifuentes y a don Alonso de Cartagena, nuestro deán. El cual tuvo gran diferencia con los embajadores de Inglaterra sobre la precedencia de sus reyes. Defendió y obtuvo nuestro deán con doctrina y valor la preeminencia de Castilla en gran autoridad de su corona. Y para memoria del suceso escribió un tratado que intituló de las Sesiones. La célebre universidad de Salamanca envió por su embajador a este Concilio al doctor Juan González de Contreras, hijo ilustre de nuestra ciudad, y por esto nombrado comunmente Juan de Segovia, varón doctísimo, canónigo de Toledo, arcediano de Villaviciosa en la iglesia de Oviedo, y después, año mil y cuatrocientos y cuarenta, creado cardenal con título de Santa María trans Tiberim por el antipapa Feliz Amadeo. Su vida, virtudes y doctísimos escritos escribiremos en nuestros claros varones.

     VII. Con la ausencia de los infantes de Aragón, que todos habían pasado a Nápoles en ayuda del rey don Alonso, su hermano, las cosas de Castilla sosegaban; solo se trataba de continuar la guerra de Granada; para esto se convocaron Cortes en Madrid, donde murió don Enrique de Villena, tan celebrado por sus estudios, principalmente de magia. Sus libros de magia quemó fray Lope de Barrientos, con harto sentimiento del poeta Juan de Mena y de otros doctos de aquel tiempo, pero así lo había mandado el rey. El cual al principio del verano de mil y cuatrocientos y treinta y cinco años vino a nuestra ciudad, donde llegó Micer Roberto, caballero alemán, señor de Balse, con gran acompañamiento de caballeros sus vasallos. Traía el alemán una empresa que defender en todos los reinos; pruebas del valor en aquellos siglos, hasta que la diabólica invención de la pólvora introdujo la temeridad y el engaño. Traían asimismo otros veinte caballeros sus empresas. Presentáronse al rey, que les recibió generoso. La empresa principal del señor de Balse tocó (ceremonia de la contradición) don Juan Pimentel, conde de Mayorga, y las demás otros caballeros.

     Mandó el rey poner la tela en lo bajo del Alcázar a la parte del norte, en la ribera del río Eresma, que estaba más llano que ahora, y sin la cerca que hoy es huerta del rey. Fabricáronse dos cadalsos; uno para el rey, príncipe y señores; otro para la reina y sus damas y a los extremos de la tela dos tiendas para los justadores.

     VIII. El día de la justa concurrió innumerable gente de ambas Castillas. Los reyes ocuparon sus asientos. Entró en la tela el alemán, apadrinado del condestable don Álvaro y de don Rodrigo Alfonso Pimentel, conde de Benavente y padre del contrario. El cual se presentó luego apadrinado del conde de Ledesma y del adelantado don Pedro Manrique.

     Después del paseo y cortesías, entró cada uno en su tienda, de donde salieron armados; y habida licencia de las personas reales, volvieron a sus puestos, tomaron lanzas y corrieron dos sin encontrarse, porque el caballo del alemán corría tan levantada la cabeza, que casi le cubría todo. Envió el castellano a requerirle mudase caballo, o no le culpase la fealdad del encuentro. Respondió hiciese lo que pudiese, que él no había de mudar caballo. Con esto, a la tercera lanza, el Pimentel la rompió en astillas en la testa del caballo, sin que el alemán le encontrase: con que los dos volvieron a sus tiendas a desarmarse. Prosiguieron aquel día y los siguientes sus armas los demás caballeros, alemanes y castellanos, con variedad de sucesos, aunque casi siempre con ventaja de los castellanos, valientes y ejercitados entonces en el manejo del caballo y lanza, como después del arcabuz; pues conceden los extranjeros, que esto les ha dado con tantas victorias el señorío de tantas provincias. Acabada la justa, el rey, príncipe y señores festejaron a los extranjeros, enviando el rey, al señor de Balse cuatro hermosos caballos de brida y dos piezas de brocado, una carmesí, otra azul. No la recibió, diciendo: Le perdonase, porque antes de partir de su tierra había jurado no recibir cosa alguna de príncipe del mundo. Mas que suplicaba a su Alteza permitiese que él y los veinte caballeros que de su parte habían justado trajesen la divisa del collar de la escama. Admitió el rey la respuesta y, por complacer al forastero, mandó que cuantos menestrales de oro y plata había en nuestra ciudad acudiesen con presteza a labrar dos collares de oro y veinte de plata, que acabados al cuarto día los llevó el maestresala del rey con ostentación al alemán; que agradecido, habiendo besado la mano al rey, partió con su gente a la frontera de Granada, deseoso de hallarse en alguna ocasión.

     IX. En julio de este año murió el dotor Juan Sánchez de Zuazo, ilustre segoviano, que fabricó la famosa puente de Cádiz, nombrada hasta hoy Puente de Zuazo. Yace en el templo parroquial de San Esteban de nuestra ciudad en la capilla de la Madalena con esta letra: Aquí yaze el honrado Dotor Ioan Sanchez de Zuazo Oidor mayor del Consejo del Rey e finó en el mes de Iulio año del Señor M.CCCC.XXXV. Su vida escribiremos en nuestros claros varones. Estando aquí los reyes, murió por el mes de septiembre Pedro Fernández de Córdoba, ayo del príncipe; el rey dio el cargo a don Álvaro, que sustituyéndole en don Juan de Cerezuela, su hermano de madre, arzobispo ya de Toledo, partió con el rey a Arévalo. El rey de Navarra, que libre de la prisión en que el rey don Alonso de Aragón y sus hermanos habían estado, vencidos de los ginoveses en una gran batalla naval, había venido a asistir en su reino, procuró con muchas instancias paces con Castilla; que en fin se efetuaron estando el rey castellano en Toledo en dos de septiembre del año siguiente mil y cuatrocientos y treinta y seis, con algunas condiciones; y la principal, que doña Blanca, infanta de Navarra, casase con el príncipe don Enrique de Castilla, como se hizo.

     Nuestro obispo don Juan de Tordesillas que, como dijimos, era muy devoto del oficio y misa gótica nombrada Mozárabe, y ordenada por San Leandro y San Isidro, habiendo comprado a la villa, entonces de Valladolid, el pueblo, término y jurisdicción de Aniago, puesto en la junta de los ríos Duero y Pisuerga, estando en la iglesia de Santa María de Aniago, en veinte y ocho de octubre de este año fundó en ella un colegio de ocho clérigos y cuatro ministros o sacristanes, con un administrador nombrado por el Cabildo de Segovia cada cuatro años, que viviendo en vida reglar celebrasen y conservasen el oficio gótico; nombrando patrona a la señora reina y después a las reinas de Castilla.

     X. Enfermando el año siguiente mil y cuatrocientos y treinta y siete en la villa de Turégano, otorgó codicilio en catorce de noviembre, en el cual dispuso que la reina dispusiese la fundación a toda su voluntad. Era muy devota de la Cartuja, y así la dio el convento y fundación de Aniago en diez y ocho de octubre, fiesta de San Lucas, de mil y cuatrocientos y cuarenta y uno, aplicando el patronazgo y lugar de Pesquera con algunas heredades y aceñas, que todo era del obispo, al mayor de sus sobrinos en un gran mayorazgo que hoy posee doña Ana de Busto, Cepeda y Alderete, casada con don Francisco de Aguilera y Ibarra, caballero de Cuenca, del hábito de Calatrava. Falleció el obispo el mismo día catorce de noviembre. Fue llevado a su iglesia de Aniago donde yace con este epitafio:

                Hac requiescunt sub marmorea petra
Bonae memoriae veneranda membra
Episcopi Segouiensis Ioannis Vazquez de Cepeda:
Qui huius templi Dotator prima iecit cementa,
Cuius spiritus in pace requiescat; Amen.
Anno Domini M.CCCC.XXXVII:
XIIII. Nou.

     Gobernó este obispado más de cuarenta años, tiempo a que ninguno ha llegado; si bien zozobrado con pesadumbres y desasosiegos que le causó seguir la parcialidad de los infantes. Celebró sínodos, que citan los sucesores, aunque no los hemos visto, ni sabemos dónde ni cuándo se celebraron. Tuvo algunas desavenencias con su Cabildo, principalmente sobre anejar a la abadía de Párraces el monasterio de San Pedro de las Dueñas en la ribera y campo de Riomoros, cuatro leguas al poniente de nuestra ciudad. El cual, desamparado de las monjas de San Benito, que antiguamente le habitaban, porque es gran inconveniente que mujeres solas habiten desiertos, trató el obispo de anejarle al abad y canónigos de Párraces, a los cuales fue muy afecto. Contradijo el Cabildo de Segovia la anexión; y aunque el prelado la hizo de hecho, el sucesor la deshizo con facilidad, dándole a religiosos de Santo Domingo, como presto diremos.

     XI. Fernán Pérez de Guzmán refiere en sus Claros Varones, que en Burgos en presencia del rey tuvieron pesadas palabras nuestro obispo y el cardenal de España don Pedro de Frías, hombre de más presunción que nobleza y de costumbres indecentes a tanta dignidad. El mismo día, porque la cólera no se resfriase, unos escuderos del cardenal dieron de palos al obispo, sacrilegio horrible y atrevimiento de ánimo sin Dios. Y aunque Fernán Pérez dice que él oyó decir al mismo que dio los palos, Que el cardenal no lo mandara; mas que él lo hiciera creyendo que le servía en ello. Cuando así fuese, era excesiva culpa en un cardenal tener tal opinión con sus criados, que entendiesen se servía de acción tan sacrílega. Y el fin de su vida en desgracia de su rey y destierro de su patria, le indició de culpado en esta y otras acciones. Este caso refiere así Fernán Pérez, sin decir el año del suceso, causa de harta dificultad en la averiguación; porque el rey don Juan nació año mil y cuatrocientos y cinco, y Gómez Marique, adelantado de Castilla y uno de los caballeros que fueron a quejarse de este escándalo al rey, que estaba en la casa de Miraflores, murió año mil y cuatrocientos y once, como refiere la corónica de este rey: y en los seis años intermedios no es fácil averiguar cómo pudiese suceder. Fernán Pérez de Guzmán merece mucho crédito, aunque faltó en poner el año y aun día del suceso; desatención culpable de historiador, que escribió informado del mismo que hizo la acción.

     XII. Sucedió en nuestro obispado fray Lope de Barrientos. Nació en la ilustre villa de Medina del Campo, año mil y trecientos y ochenta y dos, de la noble familia de los Barrientos: estudió en su patria latinidad; y en Salamanca artes y teología. Llamado del cielo a mejor estado, profesó la regla y orden de Santo Domingo siendo el primer catedrático de prima de teología que tuvo en la Universidad de Salamanca, año mil y cuatrocientos y diez y seis. De aquel empleo le sacó el rey don Juan para su confesor y maestro del príncipe. Muriendo en Madrid don Enrique, señor de Villena, nombrado vulgarmente marqués de Villena, como escribimos año mil y cuatrocientos y treinta y cuatro, mandó el rey al maestro quemase los libros mágicos. Ejecutolo en el claustro de Santo Domingo el Real de Madrid. Y para satisfacer algunos curiosos cortesanos que hablaban mal de haberse quemado aquellos libros, escribió en romance un tratado que intituló del adivinar y de sus especies, y del arte Mágica. Este tratado con otros dos del mismo autor, de Fortuna y Sueños, escritos a instancia del mismo rey, tenemos en nuestra librería manuscritos, y tan antiguos, que si no son originales son del mismo tiempo de su autor. El cual comienza: Rey cristianísimo, Príncipe de gran poder, por quanto en el tratado de los Sueños, que para tu Alteza copilé se hace mención de la adevinanza, e non se pusieron en el las especies del adevinar, o adevinanza: por lo qual tu Señoría me enbió mandar, que dello te copilase otro tratado, etc. En la segunda parte principal, tratando del libro que los magos nombran Raziel de cuyo autor y origen dicen hartos disparates, dice hablando con el mismo rey don Juan: este libro es aquel que después de la muerte de don Enrique tu como rey cristianísimo mandaste a mi tu siervo y fechura, que la quemasse a bueltas de otros muchos. Lo qual yo puse en execución en presencia de algunos tus servidores. En lo cual asi como en otras cosas muchas pareció y parece la grande devoción que tu Señoría siempre ovo a la religión christiana. Después de tratar esta materia tan peligrosa con tanto fundamento y alteza, que apenas le igualan los sutiles escritores de estos tiempos, por lo menos en lo sustancial y sólido, muestra el celo de este príncipe que siempre le instaba a que le escribiese nuevos tratados bien necesarios en la rudeza y perdición de aquellos siglos, aprovechándose de la piedad y doctrina de tal maestro; pues dice en el capítulo penúltimo de este tratado hablando de las brujas y sus hechicerías: muy poderoso rey, tan gran deseo tengo, si fazerlo pudiese, de erradicar del pueblo las tales abusiones, que non querría en esta vida otra bienaventuranza, si non poderlo fazer.

     XIII. Electo y confirmado el obispo se consagró en la villa de Roa año mil y cuatrocientos y treinta y ocho, asistiendo a la consagración los reyes, príncipe y condestable, íntimo amigo del consagrado, y todos los señores de la corte. Habían sus antecesores menguado la renta y mesa obispal, dando y enajenando muchas propiedades y rentas; y celoso de su conservación y aumento obtuvo bula del pontífice Eugenio cuarto, despachada en diez de diciembre de este año, que original permanece en el archivo catedral, para que los abades de Párraces y Sotos Albos, y Andrés Fernández, canónigo de Segovia, como jueces apostólicos, averiguasen los daños y restituyesen a la dignidad obispal cuanto se le había quitado.

     Por estos días en Maderuelo, villa de este obispado, catorce leguas al norte de nuestra ciudad, cayeron de las nubes piedras como pequeñas almohadas de color y materia de toba, y tan liviana como pluma, que no hacían daño. El rey, oyendo y no creyendo prodigio tan raro, envió a un Juan Ruiz de Agreda que lo averiguó y trajo algunas de aquellas piedras, admiración de cuantos las veían y prueba verdadera de cuán incomprensible es el poder de la naturaleza a las comprensiones humanas.

     Grandes discordias se trataban en Castilla; todos los señores contra don Álvaro, y él impetuoso contra todos, y el rey suspenso de ánimo y autoridad. Don Juan rey de Navarra y su hermano el infante don Enrique acudieron atraídos de la esperanza de recobrar sus estados y autoridad. Todo era hablar de paz y prevenir guerra juntando armas y gente; hasta que el verano de mil y cuatrocientos y treinta y nueve se concluyó que don Álvaro saliese de la corte por seis meses y se viniese a Sepúlveda, de la cual el rey le hizo merced; porque Cuéllar, que antes tenía, quedase al rey de Navarra.

     XIV. Murió estos días en diez y nueve de octubre en Zaragoza la infanta doña Catalina, mujer del infante don Enrique y hermana del rey, que envió al cuñado a nuestro obispo y a don Rodrigo de Luna, prior de San Juan, que de su parte le diesen pésame y consolasen: favor que estimó en mucho por la demostración. Pero ni el rey se hallaba sin don Álvaro ni a éste le faltaban confidentes al lado del rey, que continuasen la memoria y lamentasen la falta del ausente. La verdad de los palacios es el interés y aumento propio: éste siguen y adoran los palaciegos y cortesanos como a su Dios. El reino y sus ciudades padecían, y la nuestra más que todas; ausente el prelado faltaba freno al furor y consuelo a la desdicha. Ruy Díaz de Mendoza, hijo, como arriba dijimos, de Juan Hurtado, era alcaide de los alcázares, y solía ser justicia mayor. Esto es gobernador de la ciudad, cargos que solían andar unidos; y así los habían tenido su padre y abuelo, ilustres ciudadanos nuestros y mayordomos que habían sido mayores de los reyes, como también lo era Ruy Díaz. Don Álvaro poco afecto a Ruy Díaz, gran confidente del rey de Navarra, había enviado o dispuesto que el rey enviase por corregidor a Pedro de Silva, hechura de don Álvaro, para con esto menguar el poder y autoridad a Ruy Díaz. El cual al punto que supo el destierro de don Álvaro, juzgándole, como deseaba, caído de todo, juntó criados y amigos con que echó de la ciudad al corregidor y sus parciales. Apoderóse de las puertas; y con nombre y voz del rey de Navarra puso la ciudad en notable confusión y alboroto.

     XV. Supo el rey de estos alborotos en Salamanca, donde al presente estaba; y no hallando modo para desembarazarse de tantos cuidados, hizo donación de nuestra ciudad al príncipe su hijo, que desde este tiempo, principio del año mil y cuatrocientos y cuarenta, la poseyó y gobernó como dueño soberano. Para dar asiento en las inquietudes se convocaron Cortes en Valladolid, que se comenzaron por el mes de abril. Buscábanse medios de conveniencia entre el rey y los mal contentos; y no se hallaban. Todo era informes y achaques contra el condestable y sus parciales Contra nuestro obispo, aunque amigo de los más íntimos del condestable, nadie habla: indicio manifiesto de que la amistad no profanaba las aras. Mas él, juzgando peligroso andar entre tantos alborotos; y por más peligroso faltar a su rebaño, pidió licencia al rey, que sentía mucho su ausencia por faltarle tan buen consejo: así lo dice su corónica. Vino nuestro obispo a la villa de Turégano, cámara suya: donde en tres de mayo en la iglesia de San Miguel, que estaba dentro del castillo, celebró sínodo diocesano, concurriendo a él don Fernando López de Villaescusa, tesorero de la Iglesia de Segovia (después fue su obispo); don Luis Martínez, arcediano de Sepúlveda; el bachiller Juan González, Pedro Rodríguez de Badillo; Pedro Fernández de San Martín; Alfonso Nicolás González, teniente de deán; canónigos comisarios por el Cabildo; don Diego, abad de Santa María de Párraces; el abad de Santa María de la Granja (no le nombra); Pedro Martínez, prior de Santo Tomé del Puerto; Juan González, clérigo de Sant-Iuste; Alfonso Ferrández, clérigo de San Román, en nombre, e como procuradores de los clérigos, e Universidad de la dicha Ciudad de Segovia, e sus arrabales; e asistiendo Antón Martínez de Cáceres; el dotor Juan García de San Román Diego Arias de Ávila y Alfonso González de la Hoz, vecinos de la dicha Ciudad en nombre del Concejo de la Ciudad, e su Tierra. En este sínodo, para remediar la ignorancia y estragos que en las costumbres había introducido el común desasosiego, presentó el obispo un libro, que para instrucción de sus clérigos había compuesto, con título de Instrucción Synodal: compendio muy docto en aquellos y en cualesquiera siglos, de todas las materias escolásticas y morales. El cual está manuscrito con este sínodo en el archivo Catedral.

     XVI. En veinte y cinco de septiembre se celebraron en Valladolid las bodas del príncipe don Enrique y la infanta doña Blanca de Navarra. Veló los novios don Juan de Cervantes, cardenal de San Pedro ad Vincula, presente obispo de Ávila, y después de nuestra ciudad. Entre otras muchas fiestas, mantuvo una justa, o torneo de a caballo nuestro Ruy Diaz de Mendoza, mayordomo mayor del rey y el más valiente y diestro justador que entonces se conocía: de cuya destreza quedaron muchos discípulos en nuestra ciudad. Justaron con hierros acerados a punta de diamante, verdadera guerra, causa de que muriesen muchos y entre ellos algunos nobles, azar que entristeció el regocijo, y más con lo que luego se divulgó entre los cortesanos y de allí se derramó al pueblo, que la nueva novia quedaba virgen; ningún defecto hay oculto en los príncipes, cuya alteza los tiene expuestos a la vista universal de ojos y discursos. Mucho menoscabó esto la reputación del príncipe don Enrique. El cual, imitando lo que debiera extrañar en su padre, escarmentando en daño ajeno, entregaba el ánimo a don Juan Pacheco, su paje, que ingrato a don Álvaro, cuya hechura era, calidad propia de cortesanos, o acaso inducido de los mal contentos, persuadió al príncipe dejase la corte y pesada obediencia de su padre y se viniese a nuestra ciudad; pues en ella, como suya, podía obrar libre y sin dependencia. Agradole el consejo por la libertad y por el autor, y venido al fin de año a Segovia, se declaró por cabeza de los alterados firmando en la destruición del condestable.

     XVII. El rey, que huyendo del humo había dado en la llama, perseguido de hijo y mujer, confederados ambos con sus contrarios, conociendo cuánta falta le hacía el consejo y asistencia de nuestro obispo, se determinó a llamarle al principio del año mil y cuatrocientos y cuarenta y uno a Turégano, donde siempre había estado sin entrar en nuestra ciudad, por la enemistad ya declarada de don Juan Pacheco con don Álvaro. Acudió el obispo a Ávila, donde al presente estaba el rey, que se consoló de verle y le comunicó cuánto había pasado en su ausencia, y el estado presente de las cosas. Aprobando el obispo lo hecho (así lo dice la corónica) se determinó que él y don Alonso de Cartagena, nuestro deán y ya obispo de Burgos, con otros dos seglares fuesen a requerir por escrito a la reina, infantes y demás confederados, los cuales juntos estaban en Arévalo, que las gentes de ambas partes se derramasen y se nombrasen jueces que compusiesen las desavenencias. Poco prestó esta sujeción indecente, porque los confederados estaban tan sentidos y soberbios que respondieron que ante todas cosas saliese el condestable de la corte, a la cual había venido desde su villa de Escalona, llamado (según decían) del rey. Con este mal despacho se volvieron los embajadores a Ávila. Diego de Valera, excelente en aquel siglo por la pluma y por la espada, que como criado del príncipe vivía en nuestra ciudad, escribió al rey una carta cuerda y estimada de todos, aunque alguno del consejo real respondió con desprecios: Envíenos Valera dineros y no consejos: como si consejos prudentes no excediesen al oro y plata. El príncipe fue a Ávila llamado o rogado de su padre de estas vistas resultó que se viese en nuestra villa de Santa María de Nieva con las reinas de Castilla y Navarra, su madre y suegra. Determináronse vistas con el rey, que no las quiso. Falleció aquí el primero, día de abril la reina de Navarra; fue de presente sepultada en aquel real convento, de allí trasladada por los años mil y cuatrocientos y ochenta a San Francisco de Tafalla, por disposición de doña Leonor su hija y reina de Navarra.

     XVIII. Rompióse la guerra primero con el condestable y con su hermano el arzobispo de Toledo, en cuya comarca estaban padeciendo aquella tierra los estragos que si fuera frontera de moros. El rey que con solo el nombre estaba en Ávila, se determinó por consejo de los que le asistían, entre los cuales siempre estaba nuestro obispo, a ocupar las tierras del rey de Navarra, viniendo a Medina del Campo; acción que les forzó a la defensa de sus tierras, molestando la campaña de Medina. Por diligencias de nuestro obispo que deseoso de la paz la solicitaba, se vieron él mismo y el conde de Alba por parte del rey; y el almirante y don Pedro, obispo de Palencia, por parte de la liga. Por más de dos horas trataron de medios, y sin mediar cosa alguna, se apartaron. No obstante esto la reina, y el príncipe pidieron al rey les enviase a don Lope de Barrientos para tratar con él medios de concordia. Parece buena prueba de su entereza y bondad que siendo amigo tan declarado de don Álvaro fuese admitido y buscado por ambas partes para árbitro de la paz. Concediolo el rey, y cumpliolo nuestro obispo con deseo de mejores afectos que tuvo. Porque el rey de Navarra traía trato con algunos de Medina, para que le entregasen la villa como se efectuó víspera de San Pedro al amanecer. Sintiolo el rey y armándose de sobresalto se puso en la plaza, hallándose a su lado nuestro obispo con otros prelados y señores. Entrada y en parte saqueada la villa, el condestable y su hermano huyeron por aviso y orden del rey. La reina y príncipe mandaron que saliesen de la villa todos los parciales y confidentes de don Álvaro y entre ellos don Lope nuestro obispo; a quien ya el príncipe mostraba desafición, olvidado del nombre y obligación de maestro, por indución, según se decía, de don Juan Pacheco, que le quería menos amaestrado, o por amigo de don Álvaro, o por todo junto.

     XIX. Nombráronse por jueces, la reina, príncipe, almirante y conde de Alba; que con nombre de concordia pronunciaron: que don Álvaro no pudiese entrar en la corte, ni escribir al rey en seis años; golpe que sintió con alteración grande de ánimo. A nuestro Ruiz Díaz de Mendoza señalaron cincuenta mil maravedís de renta, en recompensa de la alcaidía de nuestro Alcázar, que el príncipe dio a don Juan Pacheco. Casáronse los dos hermanos aragoneses, viudos: don Juan, rey de Navarra, con doña Juana Enríquez, hija del almirante don Fadrique, de cuyo matrimonio nació adelante el rey católico don Fernando. El infante don Enrique casó con doña Beatriz Pimentel, hermana del conde de Benavente. Concluidas estas cosas, se volvió el príncipe, a su ciudad de Segovia al principio del año mil y cuatrocientos y cuarenta y dos. Nuestro obispo, conocida la desafición de su príncipe y discípulo y oposición de Pacheco, escarmentando prudente en los desasosiegos de su antecesor don Juan de Tordesillas trató permuta con el cardenal Cervantes, presente obispo de Ávila. Antes que dejase el obispado, habiendo dado por ninguna en contraditorio juicio la donación que su antecesor había hecho al abad y canónigos de Párraces, de la casa y convento de San Pedro de las Dueñas, como dijimos; el obispo don Fray Lope estando en Santa María de Nieva en diez y ocho de este año la dio a la orden de Santo Domingo, con acuerdo y consentimiento del deán y Cabildo de Segovia. Replicó Párraces: y el obispo ganó breve apostólico para que su sucesor determinase la causa, como adelante diremos.      XX. Efetuose en fin la permuta asignándose el cardenal obispo de Ávila mil doblas castellanas sobre el obispado de Osma, con licencia del pontífice y consentimiento de don Roberto de Moya, su obispo. Así lo dicen las corónicas, y es cierto que fue así. Mudóse don Lope de Barrientos de nuestra silla a la de Ávila; de aquella fue promovido a la de Cuenca, no habiendo querido el arzobispado de Santiago; y habiendo gobernado el reino de Castilla en los últimos días del rey don Juan segundo y asistido muchos años al rey don Enrique cuarto, siendo canciller mayor de Castilla, murió año mil y cuatrocientos y sesenta y nueve, en ochenta y siete de su edad. Yace en el hospital de San Antón de su patria Medina del Campo, ilustre fundación suya: varón tan famoso en los siglos, que queriendo los medinenses, poco atentos a tan venerable memoria, unir este hospital con otros y proponiéndolo al rey don Felipe segundo, respondió enfadado: Ese Hospital no os pide nada, ni vosotros se lo dais. Y con lo que tiene os cura vuestros enfermos. Dejadle conservar la memoria de su fundador, que la hay muy grande de sus graves y honrados servicios y buenas obras. Respuesta y reprensión de príncipe en todo cuidadoso. En su testamento mandó la mitra rica a nuestra iglesia de Segovia, porque la hizo siendo su obispo. Escribió este gran prelado y doctor la instrucción sinodal, o tratado de sacramentos y materias morales, y después los tratados, que arriba referimos de Fortuna, de Sueños y de Magia: obras importantes y muy doctas. También escribió un trabajado índice (que vulgarmente llamamos tabla) a la suma teológica de San Antonino de Florencia. Tres de estos tratados tenemos en nuestra librería: los dos (instrucción y índice) hemos visto y permanecen en este archivo Catedral de Segovia, manuscrito todo: porque, según entendemos, nada se ha impreso hasta ahora, por lo menos con el nombre de su verdadero autor. En la historia dominicana, se escribe que escribió un tratado intitulado Llave de la sabiduría.

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