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Capítulo XXXI

Don Enrique IV, rey de Castilla. -Fundación primera del convento de San Antonio. -Pedro de Cuéllar, ilustre segoviano. -Don Fernando López de Villaescusa, obispo de Segovia. -Privilegio de las dos ferias de Segovia. -Don Juan Arias de Ávila, obispo. -Invención de las reliquias de San Frutos. -Aldeanos de Segovia libran al rey.

     I. Don Enrique cuarto de Castilla, rey de los más felices en crédito y gobierno que han visto las edades y naciones, sucedió a su padre don Juan segundo, en edad de veinte y ocho años y medio. Su historia escribieron dos contemporáneos suyos, tan diversos en el juicio que el uno, Diego Enríquez del Castillo, capellán del mismo rey y nacido en nuestra ciudad, sólo habla de sus virtudes (que tuvo no pocas), invocando a cada paso los cielos en favor de su príncipe; el otro, Alonso de Palencia, con efecto tan contrario, que escudriñando vicios en Enrique (y tuvo no pocos), sin reparar en discursos superiores, llama siempre rey al infante don Alonso; tan diversos son los afectos de los mortales. El nuestro es descubrir y escribir la verdad, procurada con haber visto del tiempo de sólo este rey más de tres mil escrituras auténticas. Fue alto de cuerpo, membrudo y fuerte; cabeza grande y bien formada, cabello castaño, frente ancha, ojos zarcos y sosegados, nariz no roma, sino quebrantada de un golpe, el color del rostro rojo tostado. Esto y lo hundido de la nariz le hacían feo. El tono de la voz agradable, el lenguaje casto y elegante, mejor para decir que para obrar, por ser muy inconstante y poco ejecutivo, inclinado a música, caza y fábricas. Crióse en nuestra ciudad desde cuatro años de su edad, y poseyóla desde catorce con tantas muestras de amor, que siendo de condición retirada para el pueblo, en el nuestro era más ciudadano que rey. Pasábase muchas veces a la iglesia mayor muy cercana entonces al alcázar, y asistía a los oficios divinos en silla particular del coro, sabiendo ya los canónigos que no habían de hacer más movimiento ni reverencia a su entrada, que inclinar la cabeza y proseguir el oficio; asistía a las procesiones aun de parroquias particulares, haciéndose escribir cofrade en muchas cofradías de nuestra ciudad; a la cual llamó siempre mi Segovia.

     II. Celebrados los funerales de su padre y aclamado rey, acudieron al homenaje los ricos hombres y prelados, y entre ellos don Luis Osorio de Acuña nuestro obispo; y en siete de agosto confirmó a nuestra ciudad el mismo privilegio que referimos haber dado su padre el año anterior diciendo en esta confirmación: en remuneración de los muchos, e buenos, e leales servicios que me han fecho, e fazen de cada dia. En breve vino a ella; que habiéndole criado príncipe le recibió rey, con fiestas reales de justas y torneos, más usados y continuados entonces en nuestra ciudad que en alguna otra de España ni aun de Europa. El ocio torpe, hijo indigno de la paz, desprecia los ejercicios militares. Aquí acudieron a hacer el homenaje cuantos señores habían faltado, y entre ellos don Íñigo de Mendoza, celebrado marqués de Santillana, con sus hijos. A cuya instancia el nuevo rey, apacible o fácil, dio libertad a los condes de Alva y Treviño que estaban presos en el alcázar. Envió embajadores a continuar las paces con Francia; uno de ellos fue Fortún Velázquez de Cuéllar, deán de nuestra Iglesia. En la cual por estos días fue consagrado para obispo de Calahorra don Pedro González de Mendoza, que después fue Cardenal de España. Previniendo guerra contra Granada, se tuvieron Cortes en nuestra villa de Cuéllar; y determinada para el año siguiente se fue el rey al convento de Nuestra Señora de la Armedilla, religión jerónima, tres leguas de Cuéllar entre norte y poniente. De allí pasó a Arévalo, de donde envió a don Fernando López, su capellán mayor, de su consejo, tesorero entonces de nuestra Iglesia y después obispo, al rey don Alonso de Portugal para que le diese en casamiento a doña Juana, su hermana, la más celebrada de hermosa que hubo en aquel tiempo.

     Deseaba que la reina su madrasta que vivía en Arévalo, villa suya, se viniese con sus hijos Isabel y Alonso a vivir en nuestra ciudad, mientras asistía en la guerra de Granada; prevención de seguridad que no tuvo efecto. Partió a Ávila y de allí volvió a celebrar la Navidad en Segovia.

     III. Ya rey, siguiendo su inclinación, comenzó y prosiguió grandes fábricas, principalmente un real palacio en la parroquia de San Martín, que dividido poseen hoy los Mercados, Barros y Porras. La casa de la Moneda estaba mal parada, mandó fabricar la que hoy permanece y sobre la puerta principal se puso un escudo de sus armas en piedra franca, y debajo, en la misma piedra, de letras relevadas la memoria siguiente: esta casa de moneda mando fazer el mui alto, é mui esclarecido, é escelso Rey, e Señor Don Enrique Quarto el año de nuestro Saluador Iesu Christo de M.CCCC.LV. años. E comenzó á labrar moneda de oro, e de plata primero día de Mayo. Las estatuas de los reyes que en la sala de nuestro alcázar comenzó a colocar don Alonso el Sabio, como dijimos en su vida, continuó Enrique hasta sí mismo. También mandó proseguir la fábrica comenzada del convento del Parral; donde en algunos escudos de sus armas reales se ve su empresa de la granada con el mote Agrio Dulce: buen dictamen de rey si le ejecutara como debía.

     Celebraba por estos días la religión franciscana capítulo en nuestra ciudad. Había grandes desavenencias entre claustrales y observantes; procurando éstos introducir su observancia y reformación, que con revelación y favor del cielo había restaurado fray Pedro de Santoyo. Era cabeza de los observantes fray Alonso de Espina, varón famoso de aquel siglo y autor del Fortalicio de la Fe. Éste con los principales de su observancia se presentó al rey, suplicándole favoreciese su justicia, mandándoles dar a ellos corno a verdaderos hijos de San Francisco el convento que los claustrales (franciscanos sólo en el nombre) usurpaban. Acudieron los claustrales a su defensa, alegando su posesión. Determinó el rey que los claustrales continuasen la posesión de su convento; y dando a los observantes una casa de campo, que siendo príncipe había labrado en la parte oriental de la ciudad, mandó se dispusiese en forma de convento con nombre de San Antonio. Así se hizo; fundándose en este año y ocasión la parte conventual que habitan hoy el vicario y frailes de San Antonio; donde habitaron solos hasta que año mil y cuatrocientos y ochenta y ocho, como entonces diremos, las monjas de Santa Clara, que habitaban donde hoy está la iglesia Catredal, se trasladaron a aquel convento ya muy ampliado; y los religiosos observantes, escluidos ya los claustrales, se unieron en su convento principal de San Francisco.

     IV. Pasada la fiesta de los Reyes partió el rey de nuestra ciudad a Arévalo; y don Juan Pacheco a Ágreda a componer la cosas del rey de Navarra y sus parciales. Acompañábale entre otros Alonso González de la Hoz, secretario del rey y regidor de nuestra ciudad, muy amigo y confidente de Pacheco.

     Refiere Palencia que por estos días llegó a nuestra ciudad el príncipe Ariza, moro, hijo del rey de Granada, despojado por el rey Chico, y que le acompañaban trecientos moros de a caballo y ciento y cincuenta de a pie; a todos los cuales agasajó y mandó proveer el castellano con esceso y aborrecimiento de sus vasallos. En ninguna otra parte hemos visto esta noticia.

     De Arévalo había traído el rey a nuestra ciudad cuantos señores le seguían, para que viesen sus fábricas. Y con ostentación hizo mostrar a castellanos y granadinos los tesoros de oro y plata labrada y joyas, todo puesto en aparadores ostentosos en una espaciosa sala del alcázar. Refiere Palencia que había más de doce mil marcos de plata, y más de docientos de oro; todo esto en piezas de vajillas y servicios de mesa, sin las joyas de adorno, collares, cintos, ajorcas y apretadores que entonces se usaban, en que era escesivo el oro y pedrería. Tesoro grande en corto reino, en poco tiempo, y sin estorsiones de vasallos, que nunca las causó este rey; siempre bueno en lo que todos son malos, y malo en lo que todos son buenos, pues le faltaron codicia y severidad.

     V. Dispuestas las cosas y nombrados por gobernadores del reino el arzobispo de Toledo y don Pedro Fernández de Velasco, partió de nuestra ciudad en diez de marzo, con tanta presteza que a diez de abril estaba a la vista de Granada con cincuenta mil peones y catorce mil caballos, valiente relámpago que paró en solo el trueno, contentándose con talar los campos, cuando podía señorear las ciudades y conquistar el reino. Volvió a Córdoba donde celebró las bodas con doña Juana de Portugal. La primavera del año siguiente mil y cuatrocientos y cincuenta y seis volvió a la guerra de Granada, y talados los campos volvió a Córdoba, receloso de los señores; y deshizo el ejército con orden y esperanza de volver a la primavera siguiente. De Córdoba vino a Madrid, y de allí a nuestra ciudad, donde estuvo hasta fin de febrero de mil y cuatrocientos y cincuenta y siete, que partió a Vizcaya a remediar las demasías que en aquella provincia hacían los poderosos a los humildes.

     Por muerte de don Alonso de Cartagena, celebrado obispo de Burgos, fue promovido a aquel obispado don Luis Osorio de Acuña, nuestro obispo. Al cual sucedió nuestro don Fernando López de Villaescusa, capellán mayor del rey y tesorero (como hemos dicho) de nuestra Iglesia. En la cual entró obispo en tres de junio de este año; Y en Cabildo juró (según costumbre) los estatutos en manos del deán don Fortún Velázquez, asistiendo don Iuan Monte, arcediano de Segovia; don Luis Martínez, arcediano de Sepúlveda; don Alfonso García, arcediano de Cuéllar; don Iuan García, maestrescuela; Manuel Gil, arcipreste, y muchos canónigos, racioneros, y compañeros.

     VI. Habíanse asentado paces con los moros con honrosas condiciones y parias, escetando la frontera de Jaén, cuyo general, conde de Castañeda, mal avenido con sus soldados dio ocasión a que el enemigo se atreviese a talar la campaña. Salió el conde a la defensa, menos atrevido que pedía la ocasión, con cien lanzas y docientos jinetes, de los ochenta que eran de Jaén, y llevaban la avanguardia; era cabo su corregidor Pedro de Cuéllar, segoviano nuestro. Tuvo aviso el general de solos cuatrocientos caballos, que talaban los campos, y sin recelar los senos de aquellos montes subiendo el puerto de Torres dio en dos mil caballos y cuatro mil peones moros. Al asombro de la primera vista volvieron las espaldas los jinetes que capitaneaba el segoviano, que animoso volvió a decirles: ¿Dónde volvéis, soldados? ¿Es acaso más honrosa la muerte cierta por las espaldas, que la dudosa cara a cara? Menos imposible es a nuestros brazos abrir camino por estos bárbaros, que a nuestros caballos librarse por la aspereza de estos montes. Yo os abriré puerta, que soldados valientes hacen animoso capitán. Volvieron a la fuerza de las razones, y al ejemplo del caudillo, que acometiendo a los enemigos quiso empeñar su escuadra en la forzosa resolución de morir o vencer. Peleó valiente, y oprimido de la muchedumbre murió con escesivo daño del enemigo. Todos perecieron por la inadvertencia del general, que preso perdió libertad y opinión. Sintió el rey la pérdida, y asentó del todo paces con los moros, viniendo a nuestra ciudad por otubre, donde estuvo entretenido en las obras y caza hasta que partió a tener la Navidad en Palencia, donde recibió bula cruzada que le envió el pontífice para la guerra contra los moros por cuatro años. Predicóla fray Alonso de Espina. De allí partió el rey a verse con el de Navarra. De donde volvió a nuestra ciudad, cuidadoso de sus fábricas y de la guerra, al principio del año mil y cuatrocientos y cincuenta y ocho.

     VII. Estremado Enrique en las acciones, era adorado del pueblo, que engañado de apariencias juzga virtud del vicio de los estremos. Para asegurarse de los nobles descontentos y mal seguros, engrandecía pequeños, sin advertir que podía darles hacienda, pero no valor, y que multiplicaba sentimientos a los mal contentos. Con pródiga liberalidad procuraba encubrir otros defectos; remedio costoso, y que siempre se acaba antes que el mal. Previniendo estos inconvenientes Diego Arias, su tesorero y contador mayor, ciudadano nuestro y origen de los condes de Puñonrostro, le propuso advirtiese:

     Que siempre los gastos inútiles y supérfluos se hacen a costa de los necesarios: Pagase los criados asistentes, y mandase desocupar el palacio de sombras y vendehumos. Respondió severo: Vos habláis como Diego Arias: y yo tengo de obrar como rey. Gallardía digna de príncipe más prudente, pues sin prudencia no hay liberalidad.

     En veinte de junio de este año fray Gonzalo de Segovia comendador y frailes del convento de la Merced de nuestra ciudad otorgaron escritura de patronazgo y sepulturas de su capilla mayor en favor del contador Diego Arias, obligándose a cumplirlo pena de ciento y cincuenta mil maravedís de la moneda usual y corriente en Castilla, que dos blancas viejas o tres nuevas hacían un maravedí.

     VIII. Escribe Palencia, que año mil y cuatrocientos y cincuenta y nueve estando el rey en nuestra ciudad y queriendo quitar la villa de Pedraza a García de Herrera su dueño, y que en ella vivía, envió un moro de los que traía en su casa, mozo atrevido y conocido de Herrera, que fingiéndose mal pagado y fugitivo del rey le matase; y cincuenta de a caballo que haciendo escolta al moro le aguardasen en un monte señalado junto a la villa. Llegó y fingiendo bien su engaño, aseguró al señor. Y volviendo a hablarle sobre tarde, tiempo señalado para la ejecución, salía García de Herrera por la puerta de la fortaleza; llegó con muestras de querer hablarle, previniendo una cimitarra que llevaba en la cinta; advirtiólo un criado que se interpuso a la defensa y al primer golpe le partió el moro la cabeza. Sobrevino Luis de Herrera, hermano de García, que del primer golpe derribó en tierra al moro abierta la cabeza, con que el intento quedó frustrado, el rey más aborrecido y los nobles más desconfiados. Sólo Palencia refiere este suceso.

     Este año se vieron fuegos en el aire; y en Peñalver, pueblo del Alcarria, un niño de tres años (Palencia dice que de tres meses) pregonó penitencia. En una gran leonera que permanece hoy en el palacio, que (como dijimos), se labraba en nuestra ciudad, tenía el rey muchos leones, que furiosos y encarnizados, mataron uno, que en todo aventajadamente era mayor, y le comieron a pedazos; presagios que parece anunciaban los daños venideros.

     Entre los vecinos de la villa de Mejorada, que nuestros obispos poblaron como escribimos año mil y ciento y cincuenta y poseían junto a Alcalá de Henares, y los de Lueches, lugar de los arzobispos de Toledo, había continuas discordias sobre división de los términos. Trataron los prelados de apaciguar sus súbditos; y nombrando el arzobispo don Alonso Carrillo, al dotor Pedro Díaz de Toledo y a Diego Gutiérrez de Villaizan, canónigo y vicario general de Toledo, y nuestro obispo don Fernando López, a Fernando Núñez de Toledo y a Juan Álvarez de Sigüenza, canónigo de Segovia, juntos y conformes los jueces, miércoles siete de marzo de este año mil y cuatrocientos y cincuenta y nueve pronunciaron que de la campaña intermedia a los dos pueblos quedasen a Lueches ochocientas fanegas de sembradura, y a Mejorada quinientas. Y lo restante fuese común a ambos pueblos que con esto quedaron sosegados.

     En dos de noviembre de este año el contador Diego Arias en Medina del Campo otorgó cesión en favor de don Fernando, obispo de Segovia, de cuatro mil maravedís de juro sobre las alcabalas de Fuentepelayo, en cambio de la serna de Madrona, junto a Riomilanos, que era de los obispos, por donación del emperador don Alonso Ramón, como escribimos año mil y ciento y cuarenta y cuatro y hasta hoy la poseen los condes de Puñonrostro.

     IX. De aquí partió el rey a Madrid, donde, para compensar a nuestra ciudad los muchos gastos que hacía en su servicio, en diez y siete de noviembre de este año, la concedió privilegio de dos ferias cada año de treinta días francos cada una; comenzando la primera ocho días antes del lunes que llamamos de carnestolendas, y la otra día de San Bernabé; con el mismo privilegio que el mercado franco, de que cuantos vinieren a estas ferias no puedan ser presos por deudas desde que salgan de sus casas hasta volver a ellas. Concedió en este mismo privilegio dos pesos públicos para todas mercaderías, situados uno en la ciudad, en la parroquia de San Miguel; y otro en el arrabal, en la parroquia de Santa Coloma. Todo consta del privilegio que original permanece en el archivo de nuestra ciudad confirmado de todos los sucesores y de su observancia hasta hoy.

     Difunto el marqués de Santillana, envió el rey a Juan Fernández Galindo con seiscientos caballos, que echó de la ciudad de Guadalajara don Diego de Mendoza, hijo del marqués. Irritados de esto los Mendozas se confederaron con el arzobispo de Toledo don Alonso Carrillo, almirante, maestre de Calatrava, Manriques y los demás alterados, que se determinaron a suplicar al rey reformase los escesos de su palacio, a cuyo exemplo todo el reino vivía mal. Se sirviese de buenos ministros en su casa y en las repúblicas. Echase de su servicio y aun de sus estados judíos y moros que manchaban la religión y corrompían las costumbres. Y pusiese casa conveniente a la reina doña Isabel su madrastra y a los infantes don Alonso y doña Isabel. Cometióse la proposición a Diego de Quiñones que con prudencia lo cumplió. Oyólo el rey y sintiendo el modo o el aprieto respondió, lo haría ver y determinaría lo que pareciese conveniente, y con muestras de enfadado se retiró. Y dentro de pocos días, esto es mediado el año mil y cuatrocientos y sesenta partió de nuestra ciudad al Andalucía solo a casar a don Beltrán de la Cueva su íntimo valido, que aunque poco ambicioso salió bien aprovechado.

     X. Nuestro obispo don Fernando López de Villaescusa falleció este año en trece de junio (así lo dice el catálogo de nuestros obispos); sucedióle don Juan Arias de Ávila, hijo del contador Diego Arias, y de Elvira González de Ávila su mujer, que alcanzó el nombramiento del rey. Nació don Juan en nuestra ciudad donde se crió y estudió lengua latina; y en Salamanca derechos, donde fue colegial en el gran colegio de San Bartolomé, fundación de don Diego de Añaya.

     Envió desde Aranda, donde estaba, poder a don Juan de Arévalo, canónigo de Segovia que en su nombre tomó la posesión jueves veinte y dos de abril del año siguiente mil y cuatrocientos y sesenta y uno. Domingo de Espíritu Santo veinte y tres de mayo entró el obispo con el recibimiento mayor de prelado, que nunca vio nuestra ciudad, por sus méritos y la gran autoridad de sus padres. En Cabildo juró los estatutos en manos del licenciado don Juan Monte, arcediano de Segovia.

     XI. En viéndose obispo, procuró con todas diligencias descubrir las reliquias de nuestros patrones San Frutos y sus hermanos, ocultas años había en la misma iglesia mayor, según por tradición referían los ancianos, sin señalar el lugar ni causa del ocultamiento. Determinado el día y modo, publicó el obispo ayunos y rogativas. Y en veinte y uno de noviembre se encerró con algunas dignidades y prebendados, y muchos artífices con instrumentos y escaleras, dentro del mismo templo. Comenzaron los artífices a golpear en muchas partes de las paredes que parecían a propósito. Entre los demás, un Juan de Toro, cantero, golpeando en el altar de Santiago halló hueco, rompióle con el martillo o pica, y metiendo la mano comenzó a vocear que se le abrasaba; alteráronse todos y sacando la mano vio que un dedo que en ella tenía antes yerto de un golpe sin poderle doblar, le doblaba y usaba como los demás. Demás de esto se conoció luego que por la rotura del hueco salía un olor tan fragrante y suave que en un instante llenó el templo y a todos de gozo y consuelo. Abrióse todo el hueco, vierónse las reliquias y señales bastantes de ser de San Frutos y sus hermanos. Gozosos todos, mandó el obispo abrir las puertas del templo para que el pueblo viese el suceso y diese gracias a Dios por favor tan grande. Llenóse la ciudad de alegría y repique de campanas, concurrió al templo y con decencia y procesión solemne se sacaron las reliquias santas. Colocáronse en el altar mayor en tanto que se labró capilla con advocación de San Frutos, en que se colocaron en una urna labrada para el propósito; y así fueron trasladadas a la iglesia mayor nueva. Rezóse de esta invención con título de Traslación de San Frutos: y aunque no está en el rezo y breviario impreso año 1493 contra lo que escribió Calvete; en el que se imprimió año 1527, por orden del obispo don Diego de Ribera, está en veinte y uno de noviembre, día cierto del suceso, aunque en el año no hay tanta certeza, si bien es cierto que estaban descubiertas año 1466, como consta de la información que aquel año se hizo de los muchos milagros que Dios había obrado y obraba por la intercesión de sus santos, y devoción de sus reliquias ya descubiertas. La cual original y autorizada permanece y hemos visto en el archivo Catredal; y muchos de estos milagros se refieren en las nueve lecciones de esta fiesta en el breviario citado.

     XII. A los principios de este año, 1461, volvió el rey a nuestra ciudad, ya declarado enemigo del rey de Navarra, que ya había heredado el reino de Aragón contra el cual hacía levas de gente, por librar a don Carlos, príncipe de Navarra, al cual su padre tenía preso, y el castellano quería casar con su hermana doña Isabel. Llevaba mal esta guerra el almirante de Castilla, suegro (como dijimos), del de Navarra en segundo matrimonio. Seguían al almirante el arzobispo de Toledo y la mayor parte de señores de Castilla. Los cuales, por industria del marqués don Juan Pacheco, se juntaron en nuestra villa de Sepúlveda. Allí fue el rey y le vieron los grandes sin más efecto que traer a su servicio la casa de Mendoza. Pasó a comenzar la guerra de Navarra que cesó muriendo a pocos meses el príncipe, causa de la discordia.

     Nuestro ilustre ciudadano, el contador Diego Arias, estando en Madrid en diez de noviembre de este año otorgó la fundación que ya tenía ordenada del hospital de San Antonio de Padua, en nuestra ciudad, para albergue de peregrinos, dotes de huérfanas y pan a pobres; y más dos capellanías de misa cada día por el descanso de las almas de sus progenitores y suya. Todo permanece hoy con entereza por la firmeza de su fundación.

     Al principio del año mil y cuatrocientos y sesenta y dos, parió la reina en Madrid una hija que nombraron Juana, tan infeliz que naciendo única de madre reina en Castilla no conoció padre a quien heredar; tinieblas que causa la malicia humana. A dos meses del parto convocó el rey a Madrid los tres estados de sus reinos a Cortes y jura de la princesa. Juraron los infantes, prelados y señores y levantándose diferencia entre las ciudades sobre la primería, determinó el rey que nuestra Ciudad de Segovia jurase primero. Así se hizo; luego juraron los demás, como escriben Diego Enríquez, testigo de vista, y después Garibay. Y aunque parece afecto favorable del rey, ¿cuál otro fundamento tienen las demás ciudades? pues la nuestra, sobre su mucha antigüedad en fundación y obispado igual a las que más de España, y superior a muchas, fue también cabeza de esta provincia de Estremadura, como todo queda probado.

     XIII. Celebrada la jura, vinieron los reyes de Madrid a nuestra ciudad, deseando ver acabadas tantas fábricas como en ella estaban comenzadas, que con tal cuidado crecían mucho. Celebró nuestra ciudad el nacimiento y jura de la princesa con solemnes fiestas, en que se entretuvieron hasta que bien entrado el verano partieron a Aranda, donde la reina malparió un niño de seis meses del sobresalto de haberse abrasado los cabellos a los rayos del sol, que penetrando la vidriera de la cuadra donde estaba, inflamaron los cabellos de manera que a no la socorrer sus damas se abrasara la cabeza. Quería la gentilidad que esto, siendo efecto natural, anunciase reino; falsedad bien desmentida en esta reina que tantos infortunios padeció desde este punto. De allí se volvió a convalecer a nuestra ciudad. El rey partió a Atienza donde llegaron embajadores de Cataluña ofreciéndole aquel estado, que acetó con poca providencia, enviándoles luego dos mil y quinientos caballos de socorro. También tuvo aquí aviso que don Juan de Guzmán, duque de Medina Sidonia, había quitado a los moros a Gibraltar, y el maestre de Calatrava a Archidona. También llegó a Almazán donde el rey se hallaba al principio del año mil y cuatrocientos y sesenta y tres, Juan Rohan, almirante de Francia, embajador de su rey Luis onceno que pedía vistas con el castellano. El cual se vino con el embajador a nuestra ciudad, donde entre otras fiestas y saraos, en uno danzó el francés con la reina de Castilla, y en acabando juró de no danzar más en su vida con mujer alguna, respeto gallardo y bien considerado.

     XIV. Quedando la reina, infantes y corte en nuestra ciudad, partió el rey a Fuenterrabía con muchos señores y prelados, y entre ellos el nuestro, jornada de grande ostentación y grandísimo daño para Castilla. Pasó el castellano el río Vidaso a verse con el francés, que con nombre de árbitro componedor descompuso a Enrique, que conoció el daño después de recibido. Nunca los reyes quedan más enemigos que cuando se ven sin las máscaras de los embajadores y se deletrean y penetran los afectos. Volvió Enrique a nuestra ciudad con muestras ya de arrepentido. Y aunque conocía las tramas y dobleces de don Juan Pacheco y del arzobispo de Toledo, mejor conocían ellos su remisión y poco brío, esperimentado siempre y confirmado en estas vistas donde la sentencia fue: que los Castellanos saliesen de Cataluña y Navarra, y sola la ciudad de Estela quedase por Castilla. ¿Qué más pudieron quitarle a Enrique?, que poco advertido perdió gran ocasión de conquistar a Navarra, y acaso las coronas de Aragón.

     En este suceso puso fin a la historia de España don Rodrigo Sánchez de Arévalo, obispo de Palencia, y natural de nuestra villa de Santa María la Real de Nieva, como escribiremos en nuestros claros varones, la cual escribió por orden de este rey a quien la dedicó. El cual despechado se fue con sólo don Beltrán de la Cueva a Sevilla, alborotada por los Fonsecas, tío y sobrino, que pretendían aquel arzobispado. Viéronse nuevos prodigios; un tempestuoso torbellino derribó casas y torres y parte de los muros de aquella gran ciudad. Arrancó de cuajo muchos naranjos que volteó sobre casas muy altas, y levantando en mucha altura un par de bueyes uncidos, los llevó gran trecho con arado y yugo colgado. Viéronse escuadras armadas en los aires, y oyóse tropel de batalla, señales todas infaustas.

     En Gibraltar se vio Enrique con don Alonso, rey de Portugal, su cuñado, que volvía de África; de allí por Écija entró talando el reino de Granada, obligando a su rey a pagar las parias que debía y rehusaba. Volvió a verse con el portugués en la Puente del Arzobispo, donde concurrió la reina de Castilla. Concertáronse casamientos del mismo rey de Portugal con nuestra infanta doña Isabel, y de la princesa doña Juana con el príncipe heredero de Portugal. Muchos descréditos y desasosiegos estorbara esta ejecución a Enrique. El cual desde allí vino a Madrid, donde acudió don Juan Pacheco, y después de muchas tramas y dobleces, le pidió en nombre de todos los mal contentos que se viniese a Segovia; jornada que hizo con gusto. Aquí llegaron las bulas pontificias del maestrazgo de Santiago en favor de don Beltrán. Para hacer del enemigo fiel se las mostró a Pacheco, el cual con sagacidad respondió: Que el gusto de su rey tenía por ley, más que recelaba habían de sentir el reino y sus grandes, que no se diese al infante don Alonso, ya reputado maestre.

     XV. No obstante esto, otro día se celebró el acto en nuestra iglesia mayor; celebróse una misa muy solemne, y acabada bendijo el preste el pendón, que tomó el rey en la misma entrada de la capilla mayor; luego tocando muchos instrumentos entraron por entre los coros muchos caballeros de la religión con mantos capitulares, y al fin entre los priores de León y Uclés don Beltrán con manto. El cual hincando la rodilla ante el rey dijo: Vuestra Alteza Señor Rey sea servido de me dar el pendón de la milicia del Apóstol Santiago, como a su vasallo, alférez del Santo Apóstol y maestre de esta religión, contra los moros enemigos de la fe. El rey se le entregó diciendo: Maestre, Dios vos de buenas andanzas contra los moros. Con esto se acabó el acto quedando don Beltrán maestre, y los mal contentos determinados de prender al rey y personas reales, quitando la vida y nueva dignidad a don Beltrán. Concertaron para esto que Fernando Carrillo concertase con su mujer doña Mencía de Padilla, dama de la reina, y que dormía en su cuarto, se le abriese; inconveniente grande dormir mujeres casadas tan cerca de las personas reales. Asentado el trato y la hora, tres antes lo supo el rey y se estorbó la insolencia. Todos aconsejaban al rey prendiese y acabase al Pacheco que estaba en palacio; respondió que había venido sobre su palabra real (tanto más culpable el atrevimiento) y que para justificar la causa quería notificársela. A esto fueron Gonzalo de Sahavedra y Alvar Gómez de Ciudad Real, más confidentes ambos de Pacheco que del rey. La notificación fue aviso, con que sin llegar a su posada, se bajó al convento del Parral y recató su persona más apretada de su conciencia que del temor que al rey tenía; pues continuando sus cautelas, trazó que los confederados que a la sazón estaban en Villacastín pidiesen vistas al rey, que fácil las concedió, diciendo iría al convento de San Pedro de las Dueñas, y se verían entre los dos pueblos que distan dos leguas.

     XVI. Partió el rey con el nuevo maestre y el obispo de Calahorra don Pedro González de Mendoza y otros señores, con hasta mil caballos ligeros y de armas. Los confederados tenían sólo cuatrocientos ligeros; enviaron a pedir al rey dilatase la vista hasta otro día, traza para que llegasen el maestre de Calatrava y los Manriques, que con gente estaban a una jornada de Villacastín. El rey con sinceridad y sin prudencia hacía cuanto querían sus contrarios. Aquella misma noche precedente al día de las vistas, estando en aquel convento le llegaron dos correos continuados con avisos de que el almirante había intentado alzarse con Valladolid por el infante don Alonso; y la villa se había puesto en defensa y pedía socorro. Despachó luego al comendador Gonzalo de Sahavedra, con gran parte de la gente que allí tenía. Al amanecer tuvo aviso de los confederados fuesen las vistas después de comer, que habría más espacio: dilación para que acabase de llegar todo el socorro que esperaban y su traza tuviese más efecto con la noche. Comió el rey, y sin recelo salió al campo con su poca gente; a poca distancia llegaron cuatro de a caballo, uno después de otro, y por diferentes partes, avisando al rey que si llegaba a las vistas sería preso. Sin memoria de lo pasado mandó al obispo de Calahorra, y a nuestro Diego Enríquez su coronista, se adelantasen y supiesen de los mismos autores, si aquello era cierto. ¡Oh bondad imprudentísima! Adelantáronse los dos con algunos caballos, y a media legua tuvieron nuevos avisos.

     Volvió Enríquez presuroso a intimar tanto peligro al rey que con solos veinte caballos ligeros a rienda suelta tomó el camino de la sierra para nuestra ciudad, convocando en su favor la gente de las aldeas. Y escriben Diego Enríquez, testigo de vista, y Garibay, que llegó a las puertas de Segovia con cinco mil hombres de guarda. Merece advertencia que en cuatro leguas y menos horas, diez y seis o veinte aldeas de la falda de una sierra brotasen tanta gente, que hoy en muchos días no la juntara la campaña más populosa de España: tanto han consumido guerras y colonias estranjeras. Hemos oído a personas ancianas que por devoción de este rey en este aprieto se fabricó poco después la ermita de Nuestra Señora de la Piedad, en la parte por donde entró al medio día; la cual años adelante renovaron los Coroneles, como muestra el escudo de sus armas.

     XVII. Don Beltrán de la Cueva, a quien el rey había enviado desde el camino a Diego Enríquez a avisarle que escusando rompimiento se viniese a Segovia, lo hizo así. También se volvió el Obispo de Calahorra, habiendo con un cuerdo razonamiento afeado el intento a los mal contentos, que viéndose frustrados otro día partieron a Burgos, de donde escribieron al rey una carta, demasiada para de vasallos a rey, y tanto que sus mismos criados admiraron el poco sentimiento que mostró a tanta descompostura. Unos y otros por este tiempo enviaron embajadores a Roma. El rey, entre otros, envió a don Pedro Fernández de Solís (este es su verdadero nombre) presente abad de Párraces, obispo después de Cádiz, y según entendemos hijo de nuestra ciudad. Partió Enrique a Valladolid entrado el año mil y cuatrocientos y sesenta y cuatro, donde se efectuaron las vistas entre Cigales y Cabezón, con seguridad de todos. Asentóse lo primero, que don Beltrán renunciase el maestrazgo de Santiago y se diese al infante don Alonso; al cual el rey entregase a los grandes que le jurasen príncipe heredero, casándole con la princesa doña Juana, y se nombrasen jueces árbitros de ambas partes que compusiesen las diferencias. Todo se cumplió, si no el casamiento, por ser favorable al rey; con que los grandes pudieran (si tenían la intención que publicaban) sosegar el reino, y remediar la reputación de su rey. El cual viniendo a nuestra ciudad, en cuyo alcázar estaban su mujer y hermanos, fue requerido de muchos ciudadanos nobles y ministros suyos no entregase a sus enemigos al infante su hermano; pues era cierto que contra sí mismo les daba cabeza, que al punto habían de coronar. Y los que hasta allí habían tenido sólo manos desleales para inquietar el reino ya tendrían cabeza real para alterarle. Opúsose a esto Alvar Gómez, espía doble de Pacheco: Exagerando el sentimiento justo de los grandes, en falta de palabra real; con que Enrique escogió lo peor, como siempre. Y entregando a su hermano al Alvar Gómez le llevó a nuestra villa de Sepúlveda, y allí le entregó a los mal contentos: si no el origen de los males, la autoridad para proseguirlos.

     XVIII. Desde nuestra ciudad volvió el rey a Cabezón con sus confidentes y consejeros, donde el infante fue jurado heredero, y nombrados los jueces; por el rey, Pedro Fernández de Belasco y Gonzalo de Sahavedra; por los alterados, don Juan Pacheco y don Álvaro de Estúñiga, conde de Plasencia. Don Beltrán renunció, aunque con protestas, la gran dignidad de maestre de Santiago; en cuya satisfacción le dio el rey, para siempre, grandes estados y entre ellos el de nuestra famosa villa de Cuéllar, herencia entonces de la infanta doña Isabel, y hasta hoy de los ilustres sucesores de don Beltrán de la Cueva, marqueses de Cuéllar. Hecho esto, partió el rey a Olmedo, certificado de cuán mal se cumplía lo concordado. Los alterados, con el infante ya jurado heredero, se fueron a Plasencia, donde concurrieron los demás parciales. Los jueces se fueron a Medina del Campo para determinar, aunque luego el rey sospechoso, y con razón, de que si llegaban a pronunciar sentencia no le dejarían más que el nombre de rey, envió revocación del nombramiento para que no procediesen. Envió asimismo a llamar a Gonzalo Sahavedra y Alvar Gómez: los cuales temiendo su conciencia, o despreciando al rey, se fueron con los alterados, y encontrando en el camino a Gómez de Cáceres y a don Pedro de Puertocarrero, conde de Medellín, que con mil caballos venían llamados del rey a asistirle, les persuadieron que los llamaba para prenderlos; acción no creíble del rey ni de la ocasión; más cierto Enrique no fue venturoso. Fuéronse todos con los alterados. Sentido Enrique de Alvar Gómez, cuando pudiera de tantos, castigó a éste sólo en confiscación de sus estados, y mandó a Pedrarias de Ávila, ciudadano nuestro, hijo del contador Diego Arias y hermano mayor de nuestro obispo, que por fuerza de armas tomase para sí a Torrejón de Velasco, que tomó después de largo cerco, y hasta hoy poseen los condes de Puñonrostro, sucesores suyos.

     XIX. De Olmedo vino el rey a nuestra ciudad, lastimado de la infamia que sus enemigos ponían en su honor, y lo que debiera poner en tela de armas y sangre, puso en tela de juicio. En siete de diciembre de este año mandó a don Lope de Ribas, obispo de Cartagena y a don García de Toledo, obispo de Astorga, hiciesen información de cómo era hábil para engendrar. Entre otros fue examinado por el dotor Juan Fernández de Soria, natural y vecino de nuestra ciudad a la parroquia de San Román, médico del rey don Juan segundo y del mismo rey don Enrique, y como tal declaró que desde la hora que nació el rey estuvo en su servicio y rigió su salud, sin conocer defecto alguno hasta los doce años que perdió la fuerza por una ocasión: la cual sabían el obispo Barrientos, su maestro, y Pedro Fernández de Córdoba, su ayo, y nuestro Ruy Díaz de Mendoza, y que de esta ocasión nació el impedimento o maleficio con la infanta doña Blanca de Navarra. Pero que después recobró la aptitud perdida, y concluyó afirmando que doña Juana era verdadera hija del rey y de la reina.

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