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Capítulo XXXIII

Culpa y pena de los judíos de Sepúlveda. -Casamiento de los príncipes don Fernando y doña Isabel. -Casamiento de doña Juana con Carlos, duque de Guiena. -Sínodo diocesano de Aguilafuente. -Revueltas grandes en Segovia. -Cortes en Santa María de Nieva. -La princesa doña Isabel viene a Segovia. -Muerte del rey don Enrique cuarto.

     I. Intentaron los rebeldes que la infanta doña Isabel, por la muerte de su hermano, tomase la gobernación y título de reina; intento que ella estrañó con más advertencia y valor, que su edad, ni ellos pedían. Concertóse que rey e infanta se viesen en Guisando, donde lunes diez y nueve de setiembre en concurso de casi todos los grandes de Castilla y muchos prelados, con pueblo innumerable, el rey nombró heredera y sucesora en los reinos de Castilla a la serenísima infanta doña Isabel, su hermana; acción terrible para Enrique, cuanto dichosa para Castilla. Aprobó y confirmó el nombramiento el legado apostólico, que para eso había concurrido al acto, y los prelados y señores la juraron heredera. Celebrada la jura, pasaron a Casarrubios, población antigua de nuestra ciudad, que en veinte y ocho de otubre del año antecedente había dado el infante rey don Alonso al almirante don Fadrique. Quedó allí la princesa; y el rey con el maestre vino a Rascafría, en nuestro valle de Lozoya, a montear; sin atreverse a entrar en nuestra ciudad por apestada; aunque deseaba mucho verse en sosiego con sus ciudadanos. De allí envió a mandar con resolución a Pedrarias y a su hermano el obispo saliesen de Segovia, dejando cuantos cargos (seglares) en ella tenían. Sintieron los hermanos entrañablemente la resolución irremediable, conociendo en su daño que es más seguro al vasallo seguir a su rey, aun contra razón, que a otro alguno contra mandatos de su rey. Fuéronse despechados a Turégano, cámara del obispo, cuyo castillo estaba ya bien reparado.

     Todos los cargos y tenencias de Pedrarias dio luego el rey a Andrés de Cabrera, su mayordomo, ocasión y principio de sus aumentos; si bien el alcázar se quedó por entonces en poder del maestre.

     II. Por este tiempo en nuestra villa de Sepúlveda los judíos movidos de Salomón Pico, rabí de su sinagoga, hurtaron por la semana Santa un niño; y ejecutando en él cuantas crueldades y afrentas sus mayores en el Redentor del mundo, acabaron aquella inocente vida, increíble obstinación y nación incorregible a tantos castigos de cielo y tierra. Esta culpa, como otras muchas que están en las memorias del tiempo, se publicó y llegó a noticia de nuestro obispo don Juan Arias de Ávila, que como juez superior entonces en las causas de la fe procedió en ésta, y averiguado el delito, mandó traer a nuestra ciudad diez y seis judíos de los más culpados. Algunos murieron en el fuego; los restantes, arrastrados, fueron ahorcados en la Dehesa junto al nuevo convento de San Antonio. Entre ellos un mozo con muestras de arrepentido pidió el bautismo, y con muchos ruegos la vida para hacer penitencia entrándose a servir en un convento de la ciudad. Todo lo alcanzó, y todo lo dejó, publicándose por cierto que apóstata de uno y otro huyó dentro de pocos días. Mejor lo advirtieron los de Sepúlveda, que mal asegurados de los que allá quedaban, mataron algunos forzando a los restantes a salir de aquella tierra, arrancando de cuajo tan mala semilla.

     El rey desde el valle de Lozoya, volvió a Ocaña, donde estaba su hermana. La reina apeló del nombramiento para Roma. Los grandes ausentes se quejaron no tanto del nombramiento como de haber vuelto al maestre a su gracia. Instaba el rey con su hermana se casase en Portugal; respondió no quería marido viudo. Y sabiendo que deseaba y trataba casarse con don Fernando de Aragón por medios del arzobispo de Toledo, resentido y fácil, escribió al pontífice y a su agente en Roma no se confirmase el nombramiento, y al rey de Portugal reforzase en Roma lo mismo, y granjease los castellanos. Encargó las cartas al coronista Diego Enríquez, que con su orden y mucho secreto partió a Butrago, y las dio a la reina que las avió luego.

     III. Entrando el año mil y cuatrocientos y sesenta y nueve partió el rey a Andalucía, encargando a la princesa su hermana no dispusiese en su estado hasta su vuelta. La cual de Ocaña fue a Madrigal, donde la reina su madre estaba. De allí fue con el arzobispo de Toledo y otros prelados a Valladolid, donde llegó el príncipe don Fernando de Aragón.

     En doce de otubre escribió la princesa al rey su hermano una advertida carta, previniendo con modestia el suceso. De lo cual se alteró con estremo, apresurando su vuelta a nuestra ciudad. Desposáronse los príncipes día de San Lucas; y velólos el arzobispo de Toledo al siguiente día.

     Llegando el rey a nuestra ciudad al principio del año mil y cuatrocientos y setenta se le presentaron mosén Pedro Núñez Cabeza de Vaca por el príncipe don Fernando; Diego de Ribera por la princesa, y Luis de Antezana por el arzobispo, pidiendo perdón, y prometiendo obediencia. Leyéronles las capitulaciones del casamiento ordenadas en gran aumento y antelación de la corona de Castilla, y estimación de la princesa. Y últimamente suplicaron los embajadores con humildad al rey permitiese que los príncipes le visitasen, para que por sus personas le diesen obediencia como a hermano mayor y rey. Algo desenojado con la modestia de la embajada, respondió que lo consultaría, y respondería; con que los embajadores volvieron a Valladolid. Pocos días después llegaron a nuestra ciudad el cardenal de Albi y el conde de Bolonia, embajadores de Francia, que en nombre de su rey pedían al castellano a doña Juana para mujer de don Carlos, duque de Guiena, hermano del francés, y sucesor entonces en la corona. Enrique, consultado el maestre don Juan Pacheco, que cuartanario se había ido a Ocaña, respondió acetando los tratos, y que volviesen a efectuarlos con poderes bastantes. Con lo cual los franceses volvieron contentos, y festejados en nuestra ciudad. El rey pasó a Madrid, por acercarse al maestre, donde vino convaleciente, y habiendo granjeado la villa de Escalona vinieron ambos a Segovia. Entregó el maestre el alcázar al rey, que nombró por su alcaide a Andrés de Cabrera; tenencia que hasta hoy se continúa en los condes de Chinchón, sucesores suyos.

     IV. Los príncipes enviaron segunda embajada, prometiendo de nuevo obediencia y pidiendo respuesta; que aún de la primera no se les había dado. El arzobispo de Toledo también envió segundo mensajero proponiendo los daños que al reino se seguían de nombrar muchos sucesores para una sola corona: y dividir el reino, cuando convenía unirle contra las fuerzas de Granada, que con entradas exorbitantes robaban las fronteras: cuánto convenía remediar la moneda, sangre de la república, adulterada en todos los metales, oro, plata y cobre, efecto común de gobierno descuidado. A todo respondió el rey, que presto verían el remedio; y sabiendo que volvían los embajadores de Francia a efectuar lo tratado, partió a esperarlos en Medina del Campo. Concluidas las capitulaciones, y señalado día para el casamiento, se volvió con los embajadores a nuestra ciudad, que los festejó con solemnidad.

     Llegó en estos días una plenaria indulgencia, que el pontífice Paulo segundo había concedido a todos los que con limosnas señaladas ayudasen a la fábrica del claustro de nuestra iglesia. Llegóse la limosna, y aunque grande, no bastó para la fábrica. Ayudó con gran suma el rey, Cabildo y obispo, como refiere en su testamento, con que se acabó; y escudos de las armas del prelado están en sus bóvedas, aunque mudado piedra por piedra todo entero del sitio donde entonces se fabricó, al que tiene de presente, como adelante diremos.

     Sábado veinte de otubre partió el rey de nuestra ciudad con los embajadores franceses, el maestre de Santiago, el arzobispo de Sevilla y otros muchos señores con gran lucimiento, y entreteniéndose en el bosque real llegó al convento del Paular, de donde salió con todo el acompañamiento viernes veinte y seis de otubre el valle del río Lozoya abajo. Entre Lozoya y Buitrago, en el campo que los comarcanos nombran de Santiago, ribera del mismo río, esperaron a que en breve llegase la reina con su hija; que venía con aparato y adorno real, acompañada de todos los Mendozas y sus gentes.

     V. Juntos y saludados entre muchedumbre innumerable de gente que al caso había concurrido, representándose en aquella campaña un grueso ejército, mandó el rey leer las capitulaciones a un relator de su Consejo. Leídas, la reina juró en manos del cardenal embajador que doña Juana era hija suya, y del rey don Enrique (que así convenía al intento), lo mismo juró el rey; desacreditando con los juramentos lo mismo que con ellos procuraban acreditar. En esta conformidad los prelados y señores presentes juraron a doña Juana princesa de Castilla. Luego el conde de Bolonia mostró los poderes que tenía de Carlos, duque de Guiena, para casarse con doña Juana. En virtud de los cuales se casó de presente, asistiendo el cardenal al casamiento, que aplaudió todo el concurso con muchedumbre de instrumentos y vocería. Otro día volviendo a nuestra ciudad, les cargó en la sierra de Malagosto tanta tempestad de agua, nieve y granizo, que sin poder en tanta muchedumbre valerse unos a otros, perecieron algunos, haciendo el vulgo supersticioso agüero infausto de suceso tan conforme a la naturaleza del tiempo y lugar. Muchas discordias se zanjaban con estas bodas, si el nuevo novio Carlos no muriera en breve. Mostrábase el rey de Castilla sentido de los prelados y señores, que estrañando sus facilidades, seguían a los príncipes don Fernando y doña Isabel. Y en particular del arzobispo de Toledo don Alonso Carrillo, y de nuestro obispo don Juan Arias. Y en castigo o venganza ordenó a Basco de Contreras, ilustre ciudadano nuestro, tomase la fortaleza de Perales, que era del arzobispo de Toledo. Cumplió Basco el orden del rey que lo estimó mucho. En sabiéndolo el arzobispo acudió con sus gentes, y acompañado de nuestro obispo a cercar al Contreras. A cuya defensa partió el rey día tercero del año mil y cuatrocientos y setenta y uno: y juntamente envió a quejarse al papa, que cometió la causa del arzobispo al rey y a su Consejo, con cuatro canónigos de Toledo. Defendiendo Basco de Contreras la fortaleza en tanto que duró la decisión.

     VI. A nuestro obispo por un breve apostólico se le intimó que dentro de noventa días pareciese ante su Santidad a responder a los cargos del rey. El cual en breve se volvió a nuestra ciudad haciendo volver sus joyas y tesoros del alcázar de Madrid al nuestro, donde deseaba vivir en sosiego; aunque alborotos de Vizcaya le hicieron partir a Burgos, dejando en Segovia a la reina y su hija en guarda del maestre: cuya mujer doña María Puertocarrero, matrona de gran virtud, enfermó por estos días de muerte. En el último trance rogó con lágrimas y devoción cristiana a su marido, Dejase la ambición y codicia antes que la vida, y satisfaciese con alguna lealtad tantas ingratitudes como había usado con su rey y señor, que tanto honor y estados le había dado. Y si no temía la justicia humana; temiese la divina, inviolable en la certidumbre y el juicio. Aunque duro el marqués de corazón, mostró terneza y aun prometió enmienda; difunta la marquesa fue sepultada en el convento del Parral, y con ella sus buenos consejos. Porque el marqués hacía instancias continuas con el rey, vuelto ya a nuestra ciudad para que le diese nuestra ilustre villa de Sepúlveda. No sabía resistir Enrique; y en el principio del año mil y cuatrocientos y setenta y dos partieron ambos a la fortaleza de Castelnovo, posesión del maestre, distante dos leguas de Sepúlveda, entre oriente y mediodía. Allí supieron que los sepulvedanos, avisados del intento, se fortalecían para contradecir; y enviando a llamar los más principales les dijo el rey: Como en premio de los servicios del maestre le había hecho merced de aquella villa: que lo tuviesen por bien, porque así convenía a su servicio. Respondieron: Quisieran tener el consentimiento de toda la villa, para consentir en lo que su Alteza mostraba gusto; que servicio no podía ser enajenar de la corona pueblos de tanta importancia y que nunca lo habían estado: pues dos veces que el maestre se había entrado en su posesión, la villa con valor animoso había espelido su dominio. Y así dudaban que consintiesen la enajenación ahora, cuando podían escoger dueño rey, continuando su lealtad y valor. Bien sintió Enrique la amenaza; pero de nada era dueño. El marqués metió terceros que les prometiesen mercedes y buen tratamiento. Los sepulvedanos por ensanchar el aprieto prometieron comunicarlo, disponerlo y responder; y en llegando a Sepúlveda levantaron pendones por los príncipes, que avisados les enviaron desde Rioseco a don Beltrán de Guevara, y a Pedro de Ávila con ciento sesenta caballos, que defendiesen la villa, en tanto que ellos llegaban. Volvió el rey a nuestra ciudad con gran descontento del ejemplo que se había dado a todos los pueblos con la acción de Sepúlveda. Sabiendo la muerte del francés Carlos, duque de Guiena, partió a Badajoz a tratar el casamiento de doña Juana con el rey de Portugal su tío, que no lo acetó, por más seguridades que le prometía el castellano, que disgustado partió de allí a Andalucía.

     VII. En la ausencia del rey vinieron nuestro obispo y su hermano Pedrarias de Torrejón de Belasco donde habían estado, a nuestra ciudad, y conociendo el obispo cuán estragado estaba el gobierno eclesiástico con las revueltas seglares, convocó sínodo diocesano, que se comenzó en la iglesia de Santa María de Aguilafuente, villa entonces del deán y Cabildo (como dejamos escrito). Comenzóse lunes día primero de junio de este año 1472. Asistiendo en él por el Cabildo don Luis Vázquez, chantre; don Juan García, maestrescuela; Nuño Fernández de Peñalosa, Juan Martínez de Turégano, Juan Sánchez de Madrigal, Antón de Cáceres, Juan López de Castro Xeriz, canónigos. Por el deán asistió el mismo Juan López, don Juan Monte, arcediano de Segovia; y en nombre de don Juan de Morales, arcediano de Sepúlveda, el mismo Juan López; don Alfonso García, arcediano de Cuéllar; don Esteban de la Hoz, arcipreste de Segovia; don Antón Martínez, prior de Santo Tomé del Puerto; don Fray Pedro de Busto, ministro del monasterio de Santa María de Rocamador, de la orden de la Trinidad; fray Pedro de Fuentes Pradas por la iglesia y parroquia de la Vera Cruz; García Sánchez, cura de la Trinidad, y Fernán Martínez, cura de Santo Tomé, por sí y en nombre del Cabildo, e curas, e clérigos de la ciudad, e sus arrabales. Por la ciudad concurrieron el bachiller Juan del Castillo, oidor de la audiencia del rey y de su Consejo, y su alcalde en Segovia; Rodrigo de Peñalosa, Alfonso González de la Hoz, Gómez González de la Hoz y Diego de Mesa, regidores; y el bachiller Sancho García del Espinar oidor de la audiencia del rey, y de su Consejo. Y todos los procuradores de las vicarías y villas del obispado.

     Decretáronse en él estatutos muy importantes, principalmente contra la profanidad de los eclesiásticos, que seguían y aun mantenían bandos, miserable estado que los árbitros de paz fuesen autores de guerra y discordia. Concluyóse el sínodo en diez del mismo mes de junio, y luego se imprimió. Siendo sin duda de las primeras cosas que se imprimieron en España; pues por los años 1450 había inventado el modo de imprimir Juan Fausto en Alemania.

     VIII. El palacio obispal, que como dijimos, estaba al lado occidental de la iglesia, sobre el camino y postigo nombrado hoy del alcázar, había quedado muy estrecho con la fábrica del nuevo claustro; y con la vecindad del alcázar y continuación de alborotos y guerras estaba tan mal parado que no podían habitarle nuestros obispos. El presente don Juan Arias, había fabricado a la parte oriental de la iglesia unas suntuosas casas. Y estando en Turégano en doce de julio de este año hizo donación de ellas a la mesa obispal erigiéndolas en palacio obispal en que hoy permanecen con las armas de los Arias; aunque las entradas están mudadas. Porque la puerta principal estaba al occidente; donde hoy se ve el arco que se cerró en faltando aquella iglesia.

     Nuestra ciudad estaba estos días muy alborotada: Francisco de Torres, regidor y rico, alborotó el arrabal mayor, vulgo de gente advenediza, pólvora de las repúblicas. El corregidor armó gente; llegaron a rompimiento con muertes de algunos y escándalo de la ciudad. Llegó el aviso al rey que estaba sosegando a Toledo, donde pasaba lo mismo. Sentía sobre todo las cosas de Segovia; donde llegó con presteza, y mandando prender las cabezas del alboroto fueron llevados al alcázar de Madrid, donde estuvieron presos muchos días, y en fin quedaron desterrados.

     IX. Sabiendo que el cardenal don Rodrigo de Borja, legado del nuevo pontífice Sisto cuarto, entraba en Castilla, partió el rey a recibirle en Madrid disponiendo el recibimiento nuestro Diego Enríquez, con mucha solemnidad, llevando el rey al legado debajo de un palio y la mano derecha, ceremonia honrosa en las sagradas letras y naciones, por lo menos occidentales.

     De Madrid vinieron a nuestra ciudad, que hizo solemne recibimiento al legado. El cual convocando congregación eclesiástica de los reinos de Castilla y León, habiendo enviado cada iglesia dos prebendados, juntos en la nuestra, propuso el cardenal cómo el nuevo pontífice tenía ardientes deseos de restaurar a la Cristiandad el imperio oriental y santuarios de Jerusalén, intento mal logrado de sus antecesores. Para ello eran necesarias oraciones y dineros. A lo primero incitaban el pontífice con indulgencias y jubileos. A lo segundo era conveniente que se animase el estado eclesiástico, como a causa propia, contribuyendo para tan santa guerra alguna pensión con nombre de subsidio, ejemplo eficacísimo para animar a los seglares. Contradecían algunos se diese principio en la Iglesia a tributos siempre inmortales. Pero reducidos a la justificación del intento y buena disposición del legado, se concedió el subsidio con que el pontífice concediese a la elección de obispo y Cabildo dos canonjías en cada iglesia, para teólogo y jurista, para premio de estudios, y encargo de que leyendo se remediase la ignorancia que se había introducido en los eclesiásticos por falta de maestros y premios. Así se hizo, y a dos meses partió el legado a Alcalá de Henares donde le esperaban los príncipes, a quien se mostraba afecto.

     El rey, atendiendo a los trabajos que nuestra ciudad había pasado y pasaba en su servicio, así lo dice, en primero día de marzo del año mil y cuatrocientos y setenta y tres, de motu propio, cierta ciencia y poderío real absoluto, revalidó y concedió de nuevo el privilegio de mercado franco cada jueves que había concedido siendo príncipe (como escribimos año 1448), con algunas nuevas franquezas, y entre ellas, que cuantos viniesen al mercado no fuesen presos por deudas, desde que entrasen en la jurisdición de Segovia, hasta que saliesen el siguiente día, confirmado todo por los reyes sucesores.

     X. Cuidadoso Enrique de que la autoridad de los príncipes creciese tanto, y que no le restaba otro remedio más que el casamiento de doña Juana, tan desacreditado que no la hallaban marido con la oferta de un reino en dote; resolvió casarla con don Enrique, duque de Segorbe, hijo del infante de Aragón don Enrique, maestre de Santiago. Aconsejaba este casamiento el maestre don Juan Pacheco, diciendo que luego viniese el duque a Castilla; y el rey con grueso ejército le diese fuerzas, y autoridad para espeler a los príncipes antes que más prevaleciesen. Para esto, decía él, que eran menester los tesoros que se guardaban en nuestro alcázar; pero que era peligroso intentar sacarlos siendo alcaide Andrés de Cabrera, sospechoso por el príncipe don Fernando, catalán en fin, y marido de doña Beatriz de Bobadilla, criada la más valida de la princesa doña Isabel. Se buscase modo para espelerle de la alcaidía; y entrando en ella el maestre se aseguraría toda la acción. Cerca estuvo el rey de padecer este engaño; pero los pasados le habían despertado, aunque tarde, al reparo. Viendo Pacheco frustrado este intento, dio en otro peor. Concertó con muchas personas nobles de nuestra ciudad, a quien llevaba tras sí con la astucia que a su rey, que un domingo diez y seis de mayo, después de medio día, en oyendo tañer una campana en la torre de San Pedro de los Picos, templo así nombrado por los que tiene su torre, parroquia entonces muy poblada, hoy casi hierma, saliesen con todas sus gentes armadas, con voz de prender y castigar a los conversos, como habían hecho casi las más ciudades de ambas Castillas, y saliendo el rey y el alcaide Cabrera sin recelo de semejante zalagarda a componer el alboroto, dando el maestre sobre ellos con gente bien armada, los prendiese, y obligase a cuanto quisiese. Horrible intento. Súpole (por disposición sin duda del cielo) el legado en Guadalajara. Avisó al rey a tiempo que sólo pudo avisar pocas horas antes al alcaide Cabrera se previniese, y a los conversos que se pusiesen en cobro. Llegó la hora del concierto: oyéronse las campanadas en la torre de San Pedro de los Picos: y a un punto se llenaron las plazas de San Miguel, San Martín, San Juan, Santa Coloma y Santa Olalla de gente armada. Acometieron las casas de los conversos, y con este pretesto cada uno acometía sus venganzas. A la plaza de San Miguel acudió de improviso Andrés de Cabrera, con buena ayuda, y desbaratando aquella escuadra con muerte de muchos, pasó a San Martín, cobrando gente y fuerzas en el camino. De allí bajó a la plaza de Santa Coloma, nombrada del Azoguejo, donde llegando los de Santa Olalla, que conforme al concierto iban a juntarse con los de San Juan por el postigo que está detrás de la iglesia (porque la puerta de San Juan la defendían los Cáceres por el rey), se trabó civil y miserable guerra. Murieron muchos, y entre ellos Diego de Tapia de un saetazo.

     XI. Toda la ciudad era desdichas, muertes y llantos. ¡Oh paz soberana, sólo te estima en lo que vales, quien esperimenta el horror de la guerra! Venció en fin la justicia, aunque a costa de vidas y desgracias. El maestre se escapó huyendo al Parral, habiéndole buscado el conde de Benavente, su yerno, con gente, y resolución de matarle. Tan revuelto estaba el tiempo, tan sangrienta la discordia. Pero estraña pasión o desdicha; que sabiendo el rey a la siguiente mañana que el maestre se partía, bajase en persona a detenerle, y le respondiese el vasallo que mientras el Cabrera, y la Bobadilla tuviesen tan por suya la ciudad, no volvería a ella: y así sucedió, partiéndose a Madrid. El rey quedó a sosegar la ciudad con el conde de Benavente y el obispo de Sigüenza don Pedro González de Mendoza. Y el jueves siguiente, veinte del mismo mes, despachó la cédula siguiente:

     Rodrigo de Tordesillas mi maestresala, é tesorero de los mis tesoros de los mis Alcazares de la muy noble ciudad de Segovia: Yo vos mando que dedes á Andres de Cabrera mi mayordomo, é del mi Consejo, cinco piezas de oro, é plata de las que estan en los dichos mis Alcazares, para que el dicho Andres de Cabrera mi mayordomo pueda empeñar por docientas mil maravedis, que es mi merced de le mandar dar para conprar bastecimiento de pan, é de vino, é carne, é de otras cosas, é pertrechos que son menester para el provehimiento de los dichos mis Alcazares de la dicha ciudad de Segouia. E tomad carta de pago del dicho mayordomo Andres de Cabrera de lo que assi le dieredes. Con la cual, é con esta mi carta mando á vos el dicho Rodrigo de Tordesillas mi tesorero que vos sea recibido en quenta. Fecha á veynte dias del mes de Mayo, año de mil é quatrocientos é setenta é tres años. Yo el Rey. Por mandado del Rey, Iuan de Ouiedo. Recibióle el mayordomo, y dio el recibo siguiente: Yo Andres de Cabrera mayordomo del Rey nuestro Señor, é de su Consejo otorgo, é conozco que recibi de vos el maestresala Rodrigo de Tordesillas, é tesorero desta otra parte contenido, las cinco piezas de oro é plata, desta otra parte escritas. Las cuales recibi en esta guisa: en tres piezas de oro, que son un jarro, é una copa, é un salero que pesaron doce marcos de oro; é dos barriles de plata gironados, los medios girones dorados, é los otros blancos acelados con sus cadenas de plata doradas, é blancas que pesaron veinte y ocho marcos. Lo cual todo recibi para empeñar por docientas mil maravedis que son menester para el bastecimiento de los Alcazares, que yo tengo por el Rey nuestro Señor de la ciudad de Segouia. E obligome, é pongo con vos el dicho maestrasala Rodrigo de Tordesillas, de vos tornar las dichas piezas de oro, é plata, dándome el dicho Señor Rey las dichas docientas mil maravedis, porque su Alteza manda que se empeñen para conprar bastecimiento de pan, é vino, é carne é otras cosas, é pertrechos necesarios para los dichos Alcazares: segun que en esta dicha cedula desta otra parte escrita es contenido: ó vos pagar las dichas piezas de oro é plata con el doblo. Fecha en la dicha ciudad de Segouia XXII dias del mes de Mayo, año del Nascimiento de N. Saluador Iesu Christo de M.CCCC.LXXIIII. Cabrera el Mayordomo. Cédula y recibo originales permanecen en poder de don Rodrigo de Tordesillas, caballero del hábito de Santiago, rebisnieto del maestresala, hasta el cual se ha continuado siempre el oficio de tesorero de estos alcázares, que hoy posee don Jerónimo de Tordesillas, su hijo, del hábito de Calatrava.

     XII. A pocos días partió el rey a Madrid; y advierte Diego Enríquez, que por no ver los desastres de Segovia. Junto a aquella villa se vio con el duque de Segorbe, y tratando del casamiento con el maestre, se ratificó en que convenía sacar dinero de Segovia, y poner en campaña un buen ejército para dar autoridad y fuerzas a la acción. Persuadióse Enrique, y volvió a intentarlo; pero Cabrera dilataba la entrega con industria, aunque sospechosa. Por estos días llegó el capelo del obispo de Sigüenza, ya arzobispo de Sevilla, y cardenal de España, que en Madrid había recibido el bonete y ahora se hallaba, con el rey en nuestra ciudad. Sabiendo que ya llegaba, se fue el cardenal a nuestra iglesia mayor. El alcaide Andrés de Cabrera salió con toda la nobleza de corte y ciudad a lo último del mercado, donde fuera de la población esperaba el mensajero. Llegó el alcaide, y recibiendo con mucha veneración aquella eclesiástica insignia en la cruz de una asta muy alta, la trajo a caballo con mucha solemnidad y acompañamiento hasta la iglesia mayor, donde habiendo oído misa la recibió el cardenal con el breve y ceremonias acostumbradas de mano del mensajero.

     Procuraba el maestre llevar a Madrid al rey, que lo estrañaba por no ver a la reina, a quien ya aborrecía, y disgustado o receloso de entrar en Segovia fue a Santa María de Nieva, donde acudió el rey y convocó Cortes. En ellas revocó tantos privilegios y donaciones había concedido en los diez años antecedentes: restituyendo a costa de su autoridad, lo mucho que había quitado a su corona. Estinguió asimismo muchas cofradías que en los mismos diez años se habían fundado contra la obediencia real, con pretesto de religión, ordenando que cuantas adelante se fundasen fuesen con autoridad real y licencia de los obispos. Autorizó la nueva fundación de la Hermandad para redimir los pueblos de estorsiones y tributos que cargaban los señores por falta de señor, no habiendo paso, ni acción sin tributo, portazgos, pontazgos, castillerías, rondas y otras que inventaba la codicia. Aquí volvió el maestre a persuadir al rey. Que para el casamiento de doña Juana y don Enrique, el cual se hallaba presente, importaba que se propusiese y aprobase en Cortes generales del reino, y que el pueblo más apropósito era nuestra ciudad por la distancia y la fortaleza. Y para seguridad era necesario que Andrés de Cabrera pusiese las puertas de San Juan y San Martín en poder del Marqués de Santillana: en cuya salvaguarda todos concurrirían seguros. El rey lo concedió con facilidad; mas el alcaide lo dilató con industria, recelando que por las puertas se le entrarían al alcázar: cuya pérdida hiciera mucho daño a los príncipes. Doña Beatriz de Bobadilla, mujer del alcaide, y por sí valerosa, criada en fin de la princesa doña Isabel y que la semejanza había unido sus ánimos, representaba al rey considerase el riesgo de entregar las puertas al marqués de Santillana, aunque seguro por su nobleza y lealtad algo sospechoso, por el nuevo parentesco con el maestre, casado ya con sobrina suya y que sin trato o cautela el maestre no pidiera para nadie contra su natural, conocido por ambicioso en todas ocasiones.

     XIII. En este estado llegó aviso que Toledo estaba alborotado: partió el rey al remedio. Brevemente volvió a nuestra ciudad, acompañado entre los demás señores de don Diego López Pacheco, marqués de Villena, hijo del maestre; mancebo de gentil persona y partes, cuyo padre había ido a Peñafiel con su segunda mujer, doña María de Mendoza. Continuando el hijo la enemistad que su padre tenía con el alcalde Cabrera, se aposentó en el convento del Parral, sin subir jamás al alcázar ni a la ciudad; pero el rey bajaba todos los días a oír misa en el convento, y a verle. No obstante este valimiento, el alcaide y su mujer no cesaban de proponer al rey volviese la consideración a las miserias de su reino, y desasosiego de su real persona, entregada a quien en agradecimiento de tantos bienes le causaba tantos males, se compadeciese de una hermana tan dignamente querida de sus vasallos y tan desgraciadamente aborrecida de su hermano, que podía y debía enriquecerla, con lo que malograba en cuervos que le sacaban los ojos. Mostrábase el rey convencido, aunque no resuelto. Toda la parcialidad de los príncipes en que entraban ya el cardenal de España y el conde de Benavente, juzgaban conveniente avisar a la princesa que, ausente su marido en Aragón, estaba en Aranda de Duero, se viniese a nuestro alcázar: pues su cordura sazonaría el ánimo de su hermano ya dispuesto; y su real presencia granjearía a su real servicio nuestra ciudad, desconsolada con los desasosiegos pasados y los que temía. Dificultaban todos el modo de dar el aviso; y doña Beatriz de Bobadilla, conociendo que la constancia de aquel ánimo no se moviera a tal acción, menos que con satisfacción bastante, se determinó a ser la mensajera del aviso con hábito de labradora en un jumento. Así llegó a Aranda, donde estaba la princesa; y el arzobispo de Toledo celebraba concilio provincial, que se concluyó en cinco de diciembre. En el cual se halló como sufragáneo nuestro obispo don Juan Arias. Decretáronse en él, en veinte y ocho decretos, muchas cosas importantes a la religión y gobierno espiritual; si bien se publicaba que el arzobispo le había congregado para entablar la sucesión de los príncipes. Avisada la princesa, y concertada la acción, se volvió doña Beatriz con secreto más que de mujer.

     XIV. El rey tuvo las fiestas de Navidad, fin de este año, en nuestra ciudad; y luego se fue al bosque real de Valsaín: tanto gustaba de la caza que en todos tiempos la seguía. El alcaide y los demás, gozando la ocasión, avisaron a la princesa que a tercero día, con el arzobispo de Toledo y poca gente, antes de amanecer, llegó al alcázar, donde fue recibida con grande alegría. Al punto el alcaide y conde de Benavente partieron a decir al rey, cómo la princesa su hermana se había venido a Segovia, obligando con esta humildad y confianza su real magnificencia a que la recibiese en su gracia. Alteróse con la nueva, y luego partió acompañado de los dos que dejándole en palacio pasaron al alcázar. El marqués de Villena, don Diego, que, como dijimos, estaba en el Parral, al punto que supo la llegada de la princesa partió a Ayllón sólo en un caballo, con más miedo que reputación. El conde de Benavente y el alcaide en comiendo volvieron a palacio, y suplicaron al rey se sirviese de ver a la princesa, su hermana, en muestras de favor. Partió bien acompañado al alcázar con mucha atención de todos al suceso. Avisada la princesa, salió al patio donde con gravedad humilde recibió al rey hermano, que la abrazó con amor, alegrándose todos de muestra tan pacífica. Retiráronse los dos a una sala, y tomando asientos, habló la princesa en esta sustancia:

     Cuando yo, hermano, señor y rey, hubiera disgustado á vuestra Alteza, confiara hallar en su real magnificencia la benignidad que han hallado los que tanto le han ofendido. Cuando yo engañada de las instancias y cautelas de essos comunes enemigos hubiera intentado usurpar su real corona, presumiera merecer disculpa, como mujer apasionada con la muerte de un hermano, y mal aconsejada de ministros desleales: pues ellos la alcanzaron sin merecerla. Cuando yo no me hubiera casado con tan buenas consecuencias para la corona de Castilla con el príncipe de Aragón, primo de vuestra Alteza y mío; esperara como hermana granjear con la obediencia el perdon, que otros han granjeado con desobediencias. Pues si nunca admití pensamiento de disgustar á vuestra Alteza; antes venciendo mi lealtad al estado, á la edad, y á los consejos, que juntos me incitaban á la corona, estimé y pretendí sólo vuestro nombramiento, para que á ejemplo de la hermana os estimasen por dueño los vasallos, que intentaban señorear vuestro reino. Si entre tantas buenas capitulaciones de mi casamiento, la principal es que mi esposo y yo hemos de ser obedientes hijos de vuestra Alteza; como señor permitís que vasallos malintencionados sean dueños de los ánimos reales, ya conveniendo, ya desaviniendo nuestras voluntades a su modo y contra la majestuosa reputación de los reyes. Solo vuestra Alteza es dueño y juez de todo. No se deje regir quien nació rey. El reino hace instancias en mi nombramiento: y yo deseosa de desarraigar tantos males, sólo suplico á vuestra Alteza que dé la sucesión y corona á quien le diere más obediencia.

     XV. Gustoso se mostró el rey de haber visto y oído a su prudente hermana, respondiendo que había gustado de verla, y haría se la diese respuesta; y despedido con corteses cumplimientos volvió a palacio con mucha alegría de nuestra ciudad, que estaba atenta a conveniencia tan necesaria al sosiego común. Prosiguiendo el buen principio el siguiente día cenó el rey con su hermana, que le agasajó tan prudente, que la ordenó que al siguiente día saliese en público por la ciudad, porque él mismo quería acompañarla. La princesa estimó el favor como era justo, y despedido el rey, al punto envió un mensajero al príncipe, su marido, que habiendo llegado de Aragón a Turégano, atendía desde allí al suceso. Avisóle que al punto se viniese a Segovia, pues en cualquier peligro el alcázar era seguro de sitio y gente. El siguiente día la princesa en un palafrén, que el mismo rey llevó de la rienda para más favor, paseó nuestra ciudad, olvidando nuestros ciudadanos alegres con tal acción, cuantos desasosiegos habían padecido los días y años pasados. Cuando el acompañamiento volvió a palacio hallaron en él al príncipe, que salió a recibir al rey cuñado a las puertas. Saludáronse corteses, y ayudando la ventura y los presentes a la unión de aquellos ánimos desconformes sin causa, el día siguiente, solemnísimo por la festividad de las epifanías del año mil y cuatrocientos y setenta y cuatro, todas tres personas reales con lucido y copioso acompañamiento pasearon nuestra ciudad; espectáculo el más vistoso y agradable que los reinos de Castilla habían visto en la edad presente, víspera y disposición de la gran monarquía que presto había de originarse en nuestra ciudad.

     XVI. Apeáronse en las nuevas casas obispales en la misma plaza del alcázar, donde por ausencia de nuestro obispo, el mayordomo y alcaide Andrés de Cabrera les tenía prevenido un espléndido banquete. Comieron juntos y con ellos el conde de Ribadeo por privilegio de su casa. Alzadas las mesas, el rey y príncipes se retiraron a una sala a oír música; y sobre tarde el mayordomo les dio suntuosa colación. En tanta fiesta asaltó al rey un dolor de costado tan vehemente y agudo, que al punto le llevaron en una silla a palacio, donde los príncipes le visitaron con sentimiento y continuación. Nuestros ciudadanos con afecto entrañable acudían a los templos a rogar a Dios por la salud del Rey, multiplicando procesiones y rogativas en todas sus iglesias y monasterios. Mejoró el enfermo, aunque con reliquias de cámaras y vómitos. El maestre don Juan Pacheco, que en Cuéllar se había confederado con don Beltrán de la Cueva, y el nuevo condestable Pedro Fernández de Velasco su suegro, desasosegaba al rey con nuevos tratos de casamiento de doña Juana con don Alonso, rey de Portugal, su tío; agradable trato para Enrique, si se hallara modo para ejecutarle. El maestre avisaba que el rey con su gente se apoderase en nuestra ciudad de las iglesias y sus torres, todas fortísimas, y de muchas casas que lo son. Y que él, sabiendo el día y hora sobrevendría con gente, y prendería o espelería de nuestra ciudad a los príncipes con toda su parcialidad. La princesa con sagacidad penetró estos intentos; y comunicándolos con el príncipe y confidentes, juzgaban conveniente que ambos se saliesen de Segovia; mas ella sobre todos advertida juzgó, que con muestra de tanto temor se desacreditaba todo lo pasado y se malograban principios de tanta importancia, siendo el remedio más eficaz de las dobleces entendidas el desentenderlas: Que el príncipe con licencia del rey y voz de acudir a las cosas de su padre y reino de Aragón, apretado de franceses, se quedase en la fortaleza de Turégano (donde estaba nuestro obispo don Juan Arias) y atendiese al suceso. Que ella quedaba segura en el Alcázar de Segovia, y mucho más en los ánimos de sus ciudadanos, cuyo amor y lealtad tenía conocida. Importaba mantener en su devoción con su real presencia esta ciudad, llave de Castilla y escalón para su corona.

     XVII. Pasaba esto al principio del mes de mayo. Partióse el príncipe, y luego se alborotó la corte con aviso de que el conde de Triviño tenía cercada la villa de Carrión, que el conde de Benavente fortalecía por suya. Y que el marqués de Santillana acudía a combatirla. Partió el conde de Benavente presuroso a la defensa con toda su parcialidad. El rey, temiendo tan gran rompimiento entre toda la nobleza de Castilla, empeñada en ambas parcialidades, partió a componerlo. Y el príncipe don Fernando partió con docientas lanzas en favor del de Santillana. Concordóse la discordia, quedando la villa en la corona real. El marqués de Santillana, de vuelta, posó en San Cristóbal, arrabal, como dijimos, de nuestra ciudad. Allí fue a verse con él la princesa, confirmando en su servicio aquella gran familia, obligada de la justicia y el favor. El rey se volvió a nuestra ciudad; el maestre a Cuéllar. El cual viendo cuán mal se disponían sus tratos en Segovia, pidió al rey fuese a Madrid, donde junto el reino, se platicaba del derecho de la sucesión en la corona entre los vasallos; peligrosa consecuencia. El cardenal de España volvió también a nuestra ciudad a comunicar con los príncipes, que juntos estaban en ella, algunas cosas. Comunicadas, partió el príncipe a Cataluña, donde su padre se hallaba apretado de los franceses; el cardenal a Guadalajara. El maestre, dueño siempre del rey, le llevó a que le entregase a Trujillo. Entregóse la villa; resistíase el castillo con dilación. El rey mal sano se volvió a Madrid; y en Santa Cruz de la Sierra, dos leguas de Trujillo al mediodía, murió al principio de otubre el maestre don Juan Pacheco de una apretada esquinencia, como su hermano; enfermedad que hoy nombran garrotillo; y estos años ha molestado a Castilla. Fue sepultado de presente en el convento de Guadalupe; hasta que seis años adelante fue traído a nuestro convento del Parral, como entonces diremos.

     XVIII. Sintió el rey la muerte del maestre más de lo que debía, y continuando el favor en su hijo don Diego López Pacheco, en discordia de los electores de Santiago, le nombró maestre de aquella milicia; ofendiendo inadvertidamente a muchos por contentar a uno, que poco sagaz fue preso por industria del conde de Osorno, y puesto en el castillo de Fuentidueña. Sintió el rey tanto esta prisión, que atropellando salud y reputación, cercó la villa con armas. Fue presa por contra treta la condesa de Osorno y su hijo. Por este camino, los prisioneros de ambas partes fueron puestos en libertad. El rey volvió a Madrid, donde perseguido de sus achaques quiso divertirlos con la caza; violento ejercicio, y muy contrario para la enfermedad que padecía de vómitos y cámaras, que le enflaquecieron tanto que en diez de diciembre los médicos conformaron en que tenía pocas horas de vida; porque el dolor de costado apretaba con vehemencia el sujeto postrado de flaqueza. Acudió a confesarle fray Pedro de Mazuelos, prior de San Jerónimo, que le apretó con instancia otorgase testamento y nombrase sucesor; respondió nombraba testamentarios al cardenal de España, marqués de Villena, duque de Arévalo y conde de Benavente. Y que los dos primeros determinasen la sucesión. Que su cuerpo fuese sepultado en Guadalupe, a los pies de la reina su madre: y que de sus joyas se pagasen sus criados. Con que espiró domingo a las dos de la mañana, once de diciembre de este año (1474), en edad de cuarenta y nueve años, once meses y cinco días, habiendo tenido lo penoso de la corona veinte años y cuatro meses y medio. Infeliz sobre cuantos reinaron en el mundo; pues para quitarle la sucesión fue necesario quitarle el honor. Cierto es que su natural fácil, poco malicioso y menos severo, era más apropósito para vasallo que para rey; y más en tiempo y con ministros tan revueltos y engañosos con que el cielo castigó los pecados del reino, y la poca obediencia que Enrique tuvo a su padre.

     XIX. Débele nuestra ciudad mucha afición y buenas obras. Fabricó de nuevo el palacio en la parroquia de San Martín, el monasterio de San Antonio para habitación al principio de los franciscanos observantes, aumentándole después para trasladar allí las monjas de Santa Clara desde la plaza de San Miguel en cuyo sitio, por más apropósito, quería fabricar la iglesia mayor desocupando la plaza del Alcázar. Sus muchos desasosiegos estorbaron este intento, que después se efectuó, como adelante diremos. Renovó el alcázar, casa de moneda, y bosque real de Valsaín. Fundó tres capellanías en la capilla de San Frutos, cuyas reliquias se descubrieron en su tiempo, como escribimos año 1461. Dio a la iglesia mayor doce capas de brocado, y doce de seda con sus armas, y los órganos grandes que son de los mejores del reino, y muchos dones y privilegios a iglesia y prebendados, que agradecidos celebran dos solemnes memorias en las fiestas de San Frutos y de la Purísima Concepción de que fue muy devoto; y otros sufragios por el descanso de su alma: Dios se le dé en la vida eterna, ya que la temporal gozó tan poco.

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