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Capítulo XXXIV

Coronación de los Reyes Católicos en Segovia. -Vitoria de Toro contra Portugal. -Alboroto de Alonso Maldonado en Segovia. -Obispo de Segovia restaura el obispado de Osma. -Enajenación de los sesmos de Valdemoro y Casarrubios. -Primer tribunal de Inquisición en Segovia.

     I. A pocas horas supo en nuestra ciudad la princesa doña Isabel la muerte de su hermano Enrique; y con prudente sentimiento vistió su persona y casa de luto. Despachó al punto mensajeros al príncipe su marido a Zaragoza, aunque desde Alcalá los había despachado antes el arzobispo de Toledo. Previno para el siguiente día lunes oficio funeral por el difunto rey en la iglesia Catredal; y que todos los sacerdotes en parroquias y conventos ofreciesen sacrificios por el descanso de su alma. Todo se cumplió con la solemnidad que permitió la estrechura del tiempo.

     Nuestra ciudad se juntó en la tribuna de San Miguel, lugar entonces de su Ayuntamiento; y ordenó que el dotor Sancho García del Espinar, su letrado, aunque oidor del consejo de los reyes con cuatro regidores, Rodrigo de Peñalosa, Juan de Contreras, Juan de Samaniego y Luis Mexía, de parte de la ciudad, significasen a su Alteza el sentimiento de la muerte de su hermano y el contento de sucesión tan feliz para nuestra ciudad que estaba pronta y dispuesta para cuanto su Alteza ordenase.

     Con esto el siguiente día, martes trece de diciembre, fiesta de Santa Lucía, habiendo nuestros ciudadanos levantado un cadalso cubierto de brocados en la que hoy es plaza mayor, concurrieron a la del Alcázar todos los nobles con mucho lucimiento y gala, y concurso innumerable de pueblo dividido en oficios y gremios, que oyendo que salía la princesa, guiaron a la plaza divididos en forma militar con muchos instrumentos y gala, ensanchando la alegría y lealtad la estrechura de tiempo. Prosiguió la nobleza, y al fin, entre cuatro reyes de armas, don Gutierre de Cárdenas, su maestresala, a caballo con el estoque desnudo y levantado, insignia de la justicia real, y en esta ocasión muestra del valor de esta gran señora. La cual en un palafrén salió del alcázar de hermosa y real presencia, estatura mediana bien compuesta, de color blanco y rubio, ojos entre verdes y azules, de alegre y severo movimiento, todas las acciones del rostro de hermosa proporción, en la habla y acciones natural agrado y brío majestuoso; en edad de veinte y tres años, siete meses y veinte días. Recibiéronla debajo de un palio de brocados nuestros regidores Rodrigo de Peñalosa, Juan de Samaniego, Luis Mexía, Pedro Arias, Juan de Contreras, Fernando de Avendaño, Gonzalo del Río, Francisco de Tordesillas, Iuan de la Hoz, Luis de Mesa, Rodrigo de Contreras, Francisco de la Hoz, Rodrigo de Tordesillas, Francisco Arias, Francisco de Porras, Gonzalo López de Cuéllar, Pedro Hernández de Rosales y Juan del Río; dos de ellos llevaban el palafrén por el freno, con que llegaron a la plaza.

     II. El concurso era innumerable, la plaza entonces pequeña. Dejó la reina el palafrén, y subiendo con majestad al teatro ocupó una silla que sobre tres gradas se levantaba en medio. Al lado derecho asistía en pie don Gutierre de Cárdenas con el estoque. Y a poco rato, habiendo los reyes de armas prevenido silencio, un faraute (según escribe Mariana) dijo en voz alta: Castilla, Castilla, por el rey don Fernando y la reina doña Isabel. Y levantando el estandarte real, sonaron todos los instrumentos, aplaudiendo nuestro pueblo y alegrándose nuestra ciudad en tan leal y dichosa acción. Pues sin competencia puede gloriarse de que con ella dio principio a la mayor monarquía que el mundo ha visto después de Adán, su universal señor, advirtiendo Zurita y otros, que no se halló grande alguno en esta sazón con la princesa en Segovia. Celebrado el acto, la reina bajó del teatro y ocupando el palafrén con el mismo acompañamiento volvieron a la iglesia Catredal, donde la recibieron obispo y Cabildo con solemne pompa, y el himno Te Deum laudamus. Postrada la reina ante el altar mayor dio devotas gracias a Dios en cuya mano están los corazones de los reyes: suplicándole gobernase el suyo y de su marido, y para aumento de la fe cristiana continuase tan favorables principios. Pasó de la iglesia al alcázar, en cuya puente levadiza esperaba el alcaide Andrés de Cabrera, que continuando en su lealtad entregó el alcázar a su reina. La cual, en favor y memoria del servicio, le hizo merced de que los reyes de Castilla todos los días de Santa Lucía beban en copa de oro, y luego la envíen al alcaide y sus descendientes, que hoy lo gozan. Desde el alcázar fue a dormir aquella noche a palacio.

     III. Al siguiente día, confirmó a nuestra ciudad cuantos privilegios y franquezas tenía, diciendo en la confirmación, que lo hace en premio de la mucha lealtad que con ella había tenido. A pocos días, celebrados los funerales de Enrique, vinieron a nuestra ciudad el cardenal don Pedro González de Mendoza y sus hermanos, que todos besaron la mano a la reina; a quien el cardenal dijo: mis hermanos y yo venimos a cumplir la palabra que dimos al rey nuestro señor junto a Carrión: V. A. ordene de nosotros todo lo que cumpliere a su real servicio. Estos señores fueron los primeros que acudieron; y después el condestable don Pedro Fernández de Belasco, el duque de Alva don García Álvarez de Toledo, el conde de Benavente don Rodrigo Alfonso Pimentel, el duque de Alburquerque don Beltrán de la Cueva, y el último don Alonso Carrillo arzobispo de Toledo, que en una gran sala baja de palacio públicamente juró sobre los evangelios a la serenísima reina doña Isabel por legítima señora de estos reinos; y como a tal la besó la mano, haciendo lo mismo cuantos hasta allí no lo habían hecho. Asistía por estos días, y lo continuó toda su vida, la reina con tanto cuidado a los negocios que muchas noches pasaba despachando hasta amanecer, cumpliendo con estraordinario valor el encargo de la majestad real.

     IV. El rey don Fernando, que en Zaragoza había sabido la muerte de su cuñado Enrique, llegó con prisa a nuestra villa de Turégano en treinta de diciembre; donde tuvo aviso de la reina y grandes se detuviese en tanto que se le prevenía decente recibimiento. Quisieran algunos que, sin verse los reyes, se tratara el modo del gobierno, ocasión para dividir aquellos ánimos tan unidos y proseguir las desavenencias en que los mal intencionados medran. La reina, penetrando estos intentos, avisó a su marido se viniese a reinar donde ella reinaba. Partió el rey de Turégano para nuestra ciudad lunes día segundo del año mil y cuatrocientos y setenta y cinco. Salieron los grandes a recibirle dos leguas de la ciudad. Nuestros ciudadanos, divididos en estados y oficios, le recibieron con mucha alegría, invenciones, gala y lucimiento. Traía el rey una loba de luto por el difunto Enrique; suplicáronle la quitase para el recibimiento. Vistió una ropa rozagante de hilo de oro tirado, forrada en martas por el tiempo, mozo de veinte y dos años nueve meses y veinte y tres días, de mediana y bien compuesta estatura, rostro grave, blanco y hermoso, el cabello castaño, la frente ancha con algo de calva, ojos claros con gravedad alegre, nariz y boca pequeña, mejillas y labios colorados, bien sacado de cuello y formado de espalda, voz clara y sosegada, y muy brioso a pie y a caballo. Llegó a la puerta de San Martín, donde juró los privilegios y franquezas de nuestra ciudad, asistiendo a sus lados cardenal y arzobispo. Celebrado el juramento, entró el rey acompañado de los dos eclesiásticos debajo del palio que llevaban nuestros regidores. El concurso era tanto, la fiesta tan solemne y detenida, el día tan corto, que era noche cuando el rey llegó a la iglesia Catredal, donde le recibieron obispo y Cabildo, y hecha oración volvió a palacio. Salió la reina a recibirle al primer patio. Cenaron aquella noche en público con asistencia de todos los grandes, y alegría grande de nuestra ciudad en principios tan felices.

     V. Comenzó a tratarse el modo del gobierno, punto peligroso en reyes menos advertidos y conformes. La parte aragonesa alegaba ser el reino de Fernando bisnieto de don Juan primero de Castilla, pues las mujeres no heredaban reinos como se platica en Francia, por su ley sálica tan injusta en derecho natural, y tan dañosa (como se ha visto) para aquel reino. La parte castellana no dudaba que la reina heredase, pues como heredera estaba jurada conforme a derecho natural usado en Castilla y León, confirmado en la herencia de cinco reinas; sólo se dudaba si Fernando había de intitularse rey de Castilla, pues los reinos no caen en bienes dotales, de que hay ejemplo en el reino de Nápoles y otros. Los reyes temiendo plática tan vidriosa en principios no bien seguros, pusieron la causa en decisión del cardenal de España, y del arzobispo de Toledo, que en quince de enero declararon en suma, que el reino era herencia de la reina. Y sobre este principio: que en despachos y escrituras se nombrasen ambos reyes con precedencia del marido, y en escudos, sellos y ejércitos las armas de Castilla precediesen a las de Aragón, y el gobierno fuese de ambos. La reina, juzgando algún sentimiento en el rey, le habló en esta sustancia:

     Considerando, señor, este negocio, pienso se ha determinado muy en servicio vuestro, dándome á mi ocasión en que muestre que sólo seré reina donde vos fueredes rey. Si se determinara que el reino era vuestro, nadie me diera parte en él; y determinándose que es mio, todos le tendrán por vuestro, pues saben que sois dueño mío y de mis cosas; y quedará asentada esta buena consecuencia para una hija que hoy sólo tenemos, si el cielo dispusiere que herede nuestra corona. Y pues no es fácil esperar que sea tan venturosa como yo en marido, quede por derecho á nuestro yerno lo que en nosotros es amor; y conozcan esto los vasallos, no hallando en la voluntad la diferencia que juzgaron en las personas: y sepan que os han de obedecer como á mi rey y suyo.

     Bien entendió el rey la proposición y el intento mandando ambos que se prosiguiese en lo determinado, sin platicar más en ello, quitando a los vasallos jurisdición tan peligrosa.

     VI. Acudían muchas ciudades a dar obediencia, y volvían publicando el gobierno y la justicia que veían hacer cada día en los malhechores, que eran muchos los que se prendían y se justiciaban, tanto que el reino se alteraba, porque apenas había hombre de conciencia segura, tanta había sido la libertad pasada, siendo conveniente para no desacreditar la justicia, disimular de presente con la muchedumbre.

     Algunos de los grandes atendían desde afuera al espediente que se tomaba en las cosas. Entre todos el marqués de Villena, don Diego López Pacheco, viendo en su poder la persona de doña Juana, encarecía su obediencia. Pedía el maestrazgo de Santiago para sí, y muchos partidos para sus parientes y parciales. Los reyes daban a entender con las respuestas, temían poco el espantajo, y no habían menester comprar la corona que tan legítimamente poseían; mas en razón de sosiego y buen gobierno prometían favor a los obedientes.

     El arzobispo de Toledo don Alonso Carrillo, juzgando mal logradas sus esperanzas y servicios, que cierto habían sido muchos, llevaba mal no ser dueño de todo, y sentía descubiertamente que el cardenal, menos antiguo en el servicio de los reyes, fuese preferido en los consejos, sin considerar que el mayor mérito y fineza era dar lugar a asegurar los más nuevos y menos seguros. Pidió licencia, y publicó su partida. Los reyes le enviaron al duque de Alva que de su parte le convenciese a no malograr con la impaciencia tantos servicios: advirtiese le trataban como a más seguro; y sentirían que con inadvertencia les dejase achacados de ingratos, y él lo quedase de inconstante. Nada bastó para que resuelto no se saliese de nuestra ciudad en veinte de febrero, alterando con acción tan mal advertida la corte y el reino. Compensóse este daño con que Andrés de Cabrera, continuando su lealtad y servicios, entregó a los reyes cuanto tesoro guardaba en el alcázar, que era mucho y precioso; servicio que los reyes estimaron en mucho, y remuneraron con darle después título de marqués de Moya.

     VII. Juzgando los reyes conveniente ver sus reinos y ser vistos de sus vasallos, partieron de nuestra ciudad para Medina del Campo. Allí en veinte y ocho de abril mandaron pregonar perdón general de todos los delitos y escesos pasados, para que los temerosos se asegurasen, y los fugitivos volviesen, como todo sucedió; tomando la república nueva forma de gobierno. De allí partieron a Valladolid, donde tuvieron aviso que el rey de Portugal se determinaba a recibir de mano del arzobispo de Toledo, duque de Arévalo, marqués de Villena y maestre de Calatrava, por esposa a doña Juana, la misma que no había querido recibir de mano del rey, que en fin se llamaba padre, y por lo menos podía mejor ofrecer la corona que poseía, que no cuatro vasallos, que ciegos de pasión dieron con el portugués en un desacierto.

     Comenzaron los reyes a prevenirse para la guerra. La reina fue al arzobispado de Toledo sólo a hablar y reducir al arzobispo, que terrible y desacertado no se dejó ver. Enfadada, habiendo dispuesto las cosas de Toledo, vino a nuestra ciudad, y ordenó se hiciese moneda cuanto oro y plata había en el tesoro del alcázar para pagar la gente. De aquí pasó a Valladolid, donde esperaba al rey, que en seis de junio despachó la cédula siguiente:

     Rodrigo de Tordesillas, Yo vos mando que me enbieis luego el pendon con que fue alzada la sereníssima Reyna, mi mui cara, y mui amada muger, y un estandarte, y seis tiendas y alfaneques, los mejores que ahí oviere. Y enbiadlos luego lo mas secretamente que pudieredes: y vengan por Cuellar, por ser este camino mas secreto. En lo qual placer y servicio señalado me fareis. De Valladolid VI de Junio de LXXV años. Assi mesmo me enbiad los paramentos que llevó Diego de Ribera el día que la dicha Reyna fue alzada, y la silla de la guisa para el estandarte. YO EL REY. Por mandato del Rey, Gaspar Darino. A dos días despachó la siguiente: Rodrigo de Tordesillas mi camarero, el otro día vos escrivi me enbiasedes seis tiendas: Por cuanto son mui necesarias, e mandado a Alvaro de Carrion mi tendero vaya allá por las escoger, e traher. Yo vos mando que luego con el me enbieis ocho tiendas porque tantas e menester. E que sean en toda manera las mejores, que en todas ellas sean: e dexadlas escoger al dicho Alvaro de Carrion mi tendero. De la villa de Valladolid VIII. de Iunio de LXXV. años YO EL REY. Y luego de letra del mismo rey. Yo vos ruego que sean dos más. Ambas cédulas originales, con otras muchas, permanecen en poder de don Rodrigo de Tordesillas, ya nombrado en esta historia.

     VIII. El rey de Portugal llegó a Plasencia, donde celebró bodas con doña Juana su sobrina, y pasó a Arévalo. Desde allí tentó con promesas y amenazas al alcaide Andrés de Cabrera, para que le entregase nuestro alcázar. El cual respondió con resolución: Que solo a la serenísima doña Isabel, hija del rey don Juan, y a su marido don Fernando de Aragón conocía por reyes y señores de Castilla, y como a tales les había hecho pleito homenaje por los alcázares y tesoros que guardaba, y que sólo a ellos los entregaría. Pasó con esto el portugués a ocupar a Toro y Zamora, con sentimiento y peligro de los reyes, que cuidadosos juntaban gente. Comenzaron los ejércitos a campear, y el portugués conoció, aunque tarde, el valor de las reinas de Castilla; pues más cuidado le daba la reina al lado, atenta siempre a estorbarle la ejecución y conducta, que el rey y ejército castellano puestos delante. Los que le prometieron la corona le pedían socorro para defender sus estados, que los reyes les quitaban. Conociendo su empeño, se valió del último remedio, llamando al príncipe don Juan su hijo, que con veinte mil portugueses, entre infantes y caballos llegó a Toro, entrando el año mil y cuatrocientos y setenta y seis. Con lo cual partió sábado diez y siete de febrero a socorrer el alcázar de Zamora, cercado por don Fernando.

     IX. Asentó los reales pasado el río, a la parte de mediodía, sin daño de los castellanos y con pérdida suya; donde gastados diez días en tratos sin efecto levantó campo viernes primero día de marzo, antes de amanecer. Avisado don Fernando, mandó salir en su seguimiento los castellanos, que por la estrechura de la puente y pocos barcos, salieron tarde y desordenados; tanto, que a prevenirlo el portugués pudo gozar buena ocasión. El rey don Fernando, recelando el daño, mandó al capitán Diego de Cáceres y Ovando, segoviano de esta noble familia, que con docientos caballos recogiese las escuadras, que deseosas de pelear se adelantaban sin orden. Ordenado el campo, siguieron los castellanos a los portugueses, que nunca advirtieron en gozar alguna de las muchas ocasiones que la estrechura de los pasos y elección de acometidos les ofrecían. A legua y media de Toro volvieron las haces y se acometieron ambos ejércitos furiosos. Pelearon tres horas con igual valor y fortuna, hasta que los portugueses, apretados, comenzaron a valerse del cercano refugio de Toro; ordinaria flaqueza de los que batallan cerca de sus muros. El rey portugués llegó fatigado y solo a Castronuño. Su hijo recogió con valor lo que pudo de su gente, causa de que sus escritores le atribuyan la vitoria. Tan ciego es el afecto propio que no vio la contradicción de la consecuencia, pues en virtud de esta vitoria quedaron don Fernando y doña Isabel reyes de las coronas de Castilla.

     Tuvo la reina aviso de la vitoria en Tordesillas, donde la asistían muchos señores, y entre ellos nuestro obispo don Juan Arias, que desde que se coronó en nuestra ciudad la asistió siempre. Con la vitoria real de Toro parecía acabarse la guerra estranjera. Contra los insultos de salteadores y facinerosos, que salteaban los caminos y alborotaban los pueblos se renovaron en Dueñas las Hermandades.

     X. Este año de setenta y seis padeció nuestra ciudad un alboroto mal averiguado de los coronistas en la causa, en el modo, y en el tiempo. Hemos visto relaciones de testigos de vista; procuraremos sacar en limpio la verdad para consecuencias futuras. El señorío grande que el alcaide Andrés de Cabrera tenía en la gobernación de nuestra ciudad traía muchos ánimos desabridos; y el pueblo en general mal contento de los desórdenes de sus ministros menores, empeño común de sus dueños. Alonso Maldonado, a quien pocos días antes el alcaide había quitado el cargo de teniente suyo, para darle a Pedro de Bobadilla, su suegro, trazó de vengarse con una acción terrible. Pidió cortésmente al teniente Bobadilla una piedra grande, que sin aprovechar estaba dentro del alcázar, y él decía haber menester para su casa. Habiéndosela concedido, trajo en veinte de julio para sacarla cuatro hombres de gran ánimo y fuerzas, que instruidos en el intento entrando con armas secretas, mataron al portero a puñaladas, y con presteza prendieron a Bobadilla. Los demás alborotados, juzgando que tal acción no se emprendía sin gran aparato, cogieron a la princesa doña Isabel, hija (única entonces) de los reyes, de cinco años y medio, que se criaba y guardaba en nuestro alcázar; fortificáronse con ella en la torre del Homenaje que es la última al poniente. Todo lo demás del alcázar señoreó Maldonado, porque le había acudido gente que para ello había dejado prevenida. Tentó las puertas y subida de la torre, y viéndolo imposible hizo traer al preso Bobadilla a vista de los encastillados, y amenazó matarle si no le abrían. Ellos respondieron, no habían de entregar lo más por lo menos, hiciese lo que quisiese. Ya el alboroto había llenado la ciudad, y armados y confusos concurrían al alcázar nobles y plebeyos. Maldonado cauteloso, viéndose empeñado en hecho tan temerario, quiso hacer la causa pública, y puesto a la puerta dijo en voces altas: Que el deseo de ver libre la ciudad de los desafueros del alcaide y sus ministros le había dado tanto ánimo, y que el buen suceso acreditaba la justificación de su intento. Que prosiguiesen en lo que ya estaba comenzado y se libertasen de quien les oprimía. Pues era cierto que informados los reyes de su justicia aprobarían y premiarían su valor. El engaño de la libertad arrastró la mayor parte del vulgo; y de los nobles le siguieron Juan de la Hoz, y Juan del Río, y Hernando del Río, su hermano. Llenase toda la ciudad de alboroto y confusión. En todas sus puertas se batallaba; y sola la de San Juan quedó por el alcaide Cabrera. La reina al punto que en Tordesillas supo el alboroto de Segovia, avisada según dicen de la misma doña Beatriz de Bobadilla en persona, se puso en camino jueves primero día de agosto, acompañada del cardenal y conde de Benavente, y otros señores. Antes de llegar a nuestra ciudad al siguiente día se la presentaron algunos ciudadanos suplicándola se sirviese de no entrar por la puerta de San Juan, que sola retenía la parcialidad del alcaide, y parecería disfavor a pueblo que tanto amaba su servicio: y que el conde de Benavente, por amigo, y doña Beatriz por mujer del alcaide no entrasen aquel día en Segovia, que informándose su Alteza despacio conocería que los ministros del alcaide habían obligado al pueblo con sus desórdenes a este desorden: y el vulgo en nada guarda modo. La reina respondió severa:

     Que los vasallos no habían de poner leyes ni condiciones a sus reyes, y ya conocía los furores del vulgo y haría lo que juzgase conveniente y justo. Con que llegó al alcázar que estaba lleno de confusión y escándalo.

     XI. Luego que el pueblo supo que la reina había venido, concurrió presuroso. El cardenal y conde de Benavente pedían a la reina mandase cerrar y guardar las puertas contra el ciego furor de un vulgo. Dejando la silla respondió severa, que ninguno de cuantos la acompañaban saliese de aquella sala, que ella sabía cómo se habían de remediar semejantes furores y alborotos. Y saliendo por orden suya uno de su guarda a franquear las puertas dijo en voz alta: Amigos, su Alteza manda que entréis, porque quiere oir y remediar vuestras quejas. Con que de tropel se llenó el patio de gente, a quien la reina volviendo el rostro desde una escalera, por la cual de industria subía al patio alto, con majestad afable dijo: Querría supiesedes declarar el daño, como sabeis sentirle, pues estareis ciertos de mi amor que sentiré vuestros agravios, como hechos a vasallos tan leales y queridos. El vulgo fácil y regalado con el favor, mudó la furia en aclamaciones y uno entre otros prorrumpió diciendo: Señora, lo primero que este pueblo suplica a vuestra Alteza es que el mayordomo Cabrera no tenga la tenencia de este alcázar. Proseguía, y la reina reparando la demasiada licencia, dijo: Eso mismo que me pedís es lo que yo pretendo y quiero que vosotros lo executeis, subiendo a esas torres y castillos, y desencastillando a cuantos las ocupan sin mi orden: que quiero entregarlas a persona que las guarde y tenga en servicio mío y provecho vuestro. Grande fue el contento que el pueblo mostró a tanto favor aclamando todos: Viva la reina nuestra señora. Y repitiendo la aclamación subieron a las torres y muros, y echaron a cuantos las ocupaban de una y otra parcialidad. Y huyendo Alonso Maldonado en la confusión, quedó el alcázar libre y sosegado en espacio de una hora.

     XII. Admirados estaban el cardenal y los demás señores viendo el valor y prudencia con que aquella señora supo hacer ministro de su intento un vulgo alborotado. La cual mandó a Gonzalo Chacón se apoderase del alcázar y le tuviese en su nombre: con que el pueblo juzgando que había salido con su intento, multiplicó aclamaciones, acompañando todos a la reina, que a caballo fue a dormir a palacio, donde apeándose, vuelta al pueblo, dijo: Se sosegasen en confianza de que el amor que tenía a esta ciudad la había traído a remediar sus quejas. Diputasen tres o cuatro personas que la informasen: que daba su real palabra de hacer averiguar las culpas y castigarlas. El pueblo se recogió sosegado, y la reina informada despacio de los diputados, para satisfacer a la justicia y a la muchedumbre, mandó hacer averiguaciones. Halláronse culpados algunos ministros del alcaide, y fueron castigados. Contra el mismo alcaide se averiguó más odio que culpa, con que restituido a sus cargos y favor le ordenó la reina que algunas torres y puertas, que en el alboroto se habían maltratado se reparasen sin que el pueblo lo pagase; antes mandó por su cédula, que hemos visto original a Rodrigo de Tordesillas, tesorero de los alcázares, entregase al mayordomo Cabrera una tapicería y algunas joyas de su recámara para el reparo; indicio de que el alboroto tuvo alguna justificación. Con esto la reina partió en veinte y siete de setiembre a Toro; que la habían entrado los castellanos, espeliendo a los portugueses que la tenían.

     XIII. A nuestro prelado se le ofreció por este tiempo una gran ocupación. Había proveído el pontífice Sixto cuarto a don Francisco de Santillana, su camarero, del obispado de Osma, que ocupaba o usurpaba un señor seglar de Castilla, para un hermano suyo eclesiástico. Estorbaba poderoso que se tomase la posesión: todo lo profana la guerra. Informado el pontífice, sintió la insolencia como era justo, mandando por su breve a nuestro obispo, como tan vecino y poderoso, que con censuras y armas espeliese los tiranos y diese la posesión al legítimo obispo. De todo se valió nuestro prelado, poniendo a su costa en campaña muchas escuadras, con que cumplió el mandato del pontífice dando la posesión al mismo don Francisco de Santillana, como parece insinuar en las palabras de su testamento: Detentoribus amotis in dictae Ecclesiae possessionem iuxta Pontificis voluntatem dictum N. de Santillana posuit, et induxit, en nueve de abril de mil y cuatrocientos y setenta y siete años. Algunos escriben que el obispo don Francisco no vino a España; y que en su nombre se dio la posesión a su hermano don Diego de Santillana. Cierto es que la acción de nuestro obispo fue de gran autoridad, y costa no pequeña; y que le causó pesadumbres con los ocupadores, que eran gente poderosa.

     XIV. Aunque los reyes trabajaban más de lo que parecía posible en sosegar el reino, era imposible sujetarle y sosegarle a un tiempo; porque el enemigo estranjero daba ocasión al natural a insultos y robos. Tanto que Pedro de Mendaña, alcaide de Castronuño con la parcialidad de Portugal, recogiendo facinerosos y forajidos, tenía tan acosada la tierra, que los más pueblos y algunas ciudades de Castilla rescataban la opresión con tributos que le pagaban: efecto horrible de la guerra, hasta que apretado de combates rindió aquella fortaleza o cueva de ladrones.

     Miércoles tres de junio del año siguiente mil y cuatrocientos y setenta y ocho, nuestro obispo celebró sínodo en las casas obispales antiguas. En el cual principalmente se trató y decretó el orden judicial y modo de abreviar la dañosa duración de los pleitos, y quitar muchas fiestas que había introducido la ociosidad, más que la devoción. Asistió en este sínodo aquel célebre jurisconsulto de aquel siglo don Juan López, hijo de nuestra ciudad, y deán de nuestra iglesia; cuya vida y dotísimos escritos escribiremos en nuestros claros varones.

     En treinta de este mismo mes de junio parió la reina en Sevilla al príncipe don Juan, gozo común, aunque mal logrado, de las coronas de Castilla y Aragón. Año mil y cuatrocientos y setenta y nueve, martes diez y nueve de enero, falleció en Barcelona don Juan, rey de Aragón. Avisado su hijo don Fernando, partió a tomar posesión de aquellos reinos. La reina doña Isabel fue a Alcántara, donde la esperaba su tía doña Beatriz de Portugal, duquesa de Viseo. Allí estas dos señoras, honor de España, concluyeron las paces no creídas de Castilla y Portugal, que permanecieron hasta la unión de estas coronas. Los reyes concurrieron a Toledo, donde sábado seis de noviembre parió la reina a la infanta doña Juana, que heredó los reinos de sus padres y abuelos. Era este año corregidor en nuestra ciudad por los reyes aquel celebrado varón mosén Diego de Valera, ya nombrado en esta historia; el cual reparó desde los cimientos la cárcel, que estaba casi arruinada.

     XV. Convocáronse Cortes en Toledo entrado el año mil y cuatrocientos y ochenta. En las cuales fue jurado por los tres estados del reino el príncipe don Juan por sucesor de los reinos de Castilla. Lo que más instaba después de la jura era el desempeño del patrimonio real, enajenado y consumido en el gobierno de Enrique. Después de muchos debates se concluyó, que cuantos poseían vasallos y rentas reales manifestasen y justificasen sus títulos ante fray Fernando de Talabera, religioso de San Jerónimo, y otros jueces que restauraron a la corona real más de treinta cuentos de renta.      Cuando tan de veras se trataba la restauración de lo enajenado, los reyes, a instancia de negociaciones, en cinco de junio hicieron merced al alcaide Andrés de Cabrera de mil y docientos vasallos en todo el sesmo de Valdemoro y parte del de Casarrubios, con título entonces de empeño, para dárselos después en otra parte. Diose orden a Francisco González de Sevilla, escribano mayor de rentas, fuese a contar los mil y docientos vasallos y los entregase a Cabrera; eximiéndolos de la jurisdición de nuestra ciudad, que suplicó de la enajenación proponiendo a los reyes sus muchos servicios y el juramento general hecho en favor del reino, y particular a Segovia, de no enajenar pueblo ni cosa alguna de su jurisdición.

     XVI. Vencía la negociación a la causa y derecho común; y lastimado nuestro pueblo del disfavor se llenó de alboroto, levantando tres cadahalsos, uno en la plaza de San Miguel, otro en el Azoguejo, y otro en la de Santa Olalla, cubiertos de luto. Concurrió el pueblo a la plaza, en cuyo cadahalso un escribano dijo en voz alta: Sepan todos los de esta Ciudad, y tierra, y toda Castilla, cómo se dan mil y docientos vasallos de esta jurisdición al mayordomo Cabrera, contra el juramento de no enajenar cosa alguna de la corona real. Y la Ciudad ni tierra no consienten tal enajenación; antes protestan la injusticia y nulidad, ante Dios y el papa. Levantó el pueblo horribles voces, abofeteando los niños para que conservasen la memoria de esta reclamación, repitiendo lo mismo en las otras plazas y cadahalsos. Vino a la averiguación y castigo de esto un pesquisidor. Concurrió el pueblo confuso y alborotado a la casa de consistorio, donde se hospedaba, confesando a voces el hecho en tan pública conformidad, que sin poder averiguar autor particular de la acción y tumulto, dio aviso y tuvo orden de que se volviese. Acudieron comisarios de nuestra ciudad a informar y aplacar a los reyes, que indignados confirmaron la merced, con otras muchas, al alcaide Cabrera y a su mujer en cinco del siguiente mes de julio. Muchos lances y pleitos se siguieron sobre esto, hasta que se asentó concordia, como escribiremos año 1592.

     XVII. En estas Cortes se asentaron los tribunales (nombrados Consejos por el efecto) en la forma que hoy permanecen. El de justicia, nombrado Consejo Real de Castilla, Consejo de Estado, Consejo de Hacienda, Consejo de Aragón. Faltaba un tribunal o consejo en que distinta y apretadamente se averiguasen las causas de la religión, fundamento firme de la paz de los reinos. Deseábanlo los reyes, y animaba el efecto el gran cardenal de España. Así se efectuó en estas Cortes, formando un consejo que nombraron General Inquisición suprema y a sus consejeros Inquisidores, por el cuidado de su oficio. Presidente de este nuevo consejo, con título de inquisidor general, fue nombrado fray Tomás de Torquemada, dominicano y prior de nuestro convento de Santa Cruz; confirmó el nombramiento Sisto cuarto. Fundado este propugnáculo de la fe, que de tantos heréticos acometimientos ha defendido la nación española en siglos tan estragados, el nuevo inquisidor general puso en nuestra ciudad el primer tribunal de Inquisición que después del supremo hubo en España. La casa más apropósito parecía la de los Cáceres, por su capacidad y fortaleza para las cárceles. Pidióse a Francisco de Cáceres, mayorazgo y dueño presente de la casa, que la desocupó para el intento, en que sirvió algunos años, como consta de la cédula siguiente, que original permanece en poder de don Gonzalo de Cáceres, nieto cuarto de Francisco de Cáceres:

     Nos los del Consejo del Rey, e de la Reyna nuestros Señores que entendemos en los bienes confiscados, e cosas tocantes á la Santa Inquisicion, Mandamos a vos Alonso Fernández de Mojados Recetor por sus Altezas de los bienes confiscados, por el delito de la heregia en la ciudad, e Obispado de Segouia, que luego vista la presente sin poner escusa, ni dilacion vos senteis á quenta con Francisco de Cáceres, vezino desta ciudad; cuya es la casa donde se a fecho, e faze el oficio de la Santa Inquisicion en esta Ciudad. E todo lo que vos alcanzare serle devido del alquiler que está tassado en cada vn año por la dicha casa, despues que le fue tomada, e ocupada por los Inquisidores passados fasta en fin deste presente mes de Setienbre, que le será dexada, e desenbargada, los maravedis, que assi alcanzare, e pareciere serle devidos, gelos dedes, e paguedes de los bienes de dicho vuestro cargo, luego sin le poner dilación, ni excepción alguna. E tomad su carta de pago, con la qual, e con la presente mandamos que vos sea recibido, e pasado en quenta que lo assi le dieredes, e pagaredes. Fecha en Segouia á XI de Setienbre de M.CCCC.XC.IIII. años. -M. Archieps Messanensis. -Fr. Eps Avulensis. -Martinus Doctor. -Por mandado de los señores del Consejo. -Pedro de Villacis.

     Pareció escribir estas singularidades, para que conste de una cosa tan ilustre para nuestra ciudad, y tan olvidada de los escritores; siendo tan cierta que demás de lo dicho y de la tradición constante, permanece hoy la cadena en la misma puerta de la casa.

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