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Capítulo XXXV

Repárase la puente de Segovia. -Fundación del convento de Santa Isabel. Traslaciones de Santa Clara a San Antonio. -Guerra y conquista de Granada. -Don Juan Arias de Villar, obispo de Segovia. -Población de Navalcarnero. -Don Juan Ruiz de Medina, obispo de Segovia. -Fallecimiento de la Reina Católica.

     I. Uno de los frutos de la paz es reparar los estragos de la guerra: las pasadas tenían estragados los pueblos de Castilla en costumbres y edificios. Nuestra ciudad padecía mucho de esto; y el admirable edificio de la puente estaba lastimosamente mal parado, el canal quebrado por muchas partes, despeñábase la agua de aquellas alturas con gran ruina de tan vistosa máquina y daño de las muchas calles y casas que tiene debajo: por invierno con el gran frío se cuajaba en carámbanos, o cerriones terribles, que al deshelarse caían en grandes y duros pedazos sobre los edificios que arruinaban, con mucho peligro de la gente. Nadie en los desasosiegos cuidaba del remedio, hasta que en el sosiego de estos años la ciudad suplicó a la reina católica diese licencia para echar un repartimiento en ciudad y tierra para el reparo de daño tan común, y de otras obras bien necesarias. Entendida la razón, otorgó su alteza la licencia, con condición que todo pasase por mano de fray Pedro de Mesa, prior del Parral, persona de gran satisfacción y mano con los reyes. Estimó la ciudad la merced y la condición por la autoridad del prior, hijo ilustre de nuestra ciudad, y que en su regimiento tenía dos hermanos regidores. Escogió para el despacho un escribano, que aunque había menos que ahora, había más en que escoger. Hecho el repartimiento, se comenzaron la cobranza y la obra: encañando la agua en canales de piedra cárdena desde el molino o casa de agua, que en nuestros días se ha arruinado. La puente es larga de docientos y cincuenta y nueve arcos y tan alta como en su descripción escribimos. Los andamios, para subir tantos materiales y piedras tan grandes y pesadas, habían de ser muy fuertes y aun peligrosos. Porque lo que se muestra fabricado sobre el perfil de la fábrica principal antigua, es lo más alto y peligroso. Conserváronse los antiguos repartimientos, que nuestros ciudadanos nombran mercedes de agua: hiciéronse otros nuevos para monasterios, caños, tintes y casas particulares, que desde lo alto se encañan por cervatanas de piedra, arrimadas a los pilares de la puente. Entrando la agua en la ciudad por la parte, como dijimos, oriental, arrimada a la casa antigua de la moneda se aderezaron las arcas en que la agua desarena, y el canal nombrado madre del agua, que hendiendo la ciudad, llega al alcázar. Del cual se escotan los repartimientos o mercedes de agua para monasterios, caños y casas de la ciudad. Todo esto se reparó y puso como hoy permanece: obra de mucha dificultad y gasto.

     II. Aprovechó el prior la hacienda tan bien, que con lo que sobró aderezó la puente para venir desde su convento a la ciudad, que estaba mal parada; haciendo de nuevo las calzadas. Demás de esto hizo de nuevo la puente del Soto, en paso bien necesario, con una buena calzada. También hizo de nuevo la puente del lugar de Bernaldos, y aderezó otras. Tanto aprovechó este dinero por la disposición de tan buen comisario: a la verdad siempre el mundo tuvo achaques de mal gobierno; el remedio consiste en la advertencia de los reyes y gobernadores.

     Entre tantas ocupaciones, cuidó el prior de traer el cuerpo del maestre don Juan Pacheco a su convento del Parral, conmoviendo para ello a sus hijos y yernos. Partió con cuatro religiosos de su convento a Guadalupe, y con mucha pompa y acompañamiento, cual nunca se vio en funerales de persona que no fuese príncipe soberano, llegó a nuestra ciudad a cuatro de diciembre de este año mil y cuatrocientos y ochenta. Salió a recibirle hasta la ermita de la Cruz del mercado toda la nobleza eclesiástica y seglar, con pompa funeral de cofradías, religiones y clerecía. Llegaron con el cuerpo al Azoguejo, y por fuera de la ciudad al convento de Santa Cruz, cuyos religiosos salieron a recibirle y acompañarle. El Cabildo desde su iglesia bajó por la cuesta, que hoy es Huerta del Rey, a esperar en la iglesia de Santiago y acompañarle hasta el convento: donde llegaron tarde y fue sepultado en la capilla vieja con su primera mujer doña María Puertocarrero: hasta que acabada la fábrica fueron puestos a los lados del altar mayor, donde hoy se ven sus bultos, sin epitafios ni inscripciones; aunque famosos cada cual por sus obras.

     III. Al fin de este año partió el rey a Aragón, y al fin de abril de mil y cuatrocientos y ochenta y uno la reina con el príncipe don Juan, que en veinte y nueve de mayo fue jurado por sucesor de aquellas coronas en Cortes que se celebraban en Calatayud. Quedaron por gobernadores de Castilla don Alonso Enríquez, almirante, y don Pedro Fernández, condestable. Primero día de julio del año siguiente mil y cuatrocientos y ochenta y dos falleció don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, cuyo arzobispado se dio al cardenal don Pedro González de Mendoza.

     Deseaban los reyes volver las armas castellanas contra los moros de Granada; advirtiendo que los castellanos habituados a guerras tan continuadas, estrañarían el sosiego de la paz: tanto puede la costumbre. Estorbaban estos deseos las treguas puestas con aquel rey nombrado Albohacén. El cual, juzgando a los reyes ocupados, las quebrantó asaltando una noche la villa de Zahara, y molestando la Andalucía. Cuyos cristianos irritados ganaron a Alhama, en el centro del reino. Con esto se encendió la guerra: el rey avisado partió al socorro; y la reina, recogiendo la gente de Castilla, le siguió a Córdoba.

     Nuestro obispo en dos de junio de mil y cuatrocientos y ochenta y tres celebró sínodo en Santa María del Burgo de su villa de Turégano. En el cual sólo se atendió a declarar y confirmar muchas constituciones de los sínodos que él y sus antecesores habían celebrado.

     IV. Todos nuestros escritores por estos años se ocupan en la guerra de Granada, empleo dignísimo, por el valor con que nuestros reyes la prosiguieron y acabaron, aprovechando el valor de sus vasallos y los alborotos civiles que aquella ciudad y reino padecían, causa total de su perdición. Con este intento, año mil y cuatrocientos y ochenta y cuatro, la reina fue a Andalucía, el rey a Aragón a celebrar en Tarazona Cortes a aquellas tres coronas: celebradas, fue el rey a Andalucía y se conquistaron Alora y Setenil, y tentada Ronda se volvieron a Córdoba. Vinieron los reyes a nuestra ciudad; donde el mes de marzo de mil y cuatrocientos y ochenta y cinco murió fray Pedro de Mesa prior del Parral, habiéndolo sido quince años, tan estimado de los reyes, que le visitaron en la enfermedad, y sabiendo que estaba a lo último de la vida, bajaron con prisa a verle; mas cuando llegaron había espirado: avisados del fallecimiento entraron en el templo a rogar a Dios por el descanso de su alma, y sin entrar, como solían, en el convento, se volvieron con muestras de sentimiento grande por la falta de persona tan religiosa y prudente. Volvió el rey a proseguir la guerra de Granada, en veinte y tres de mayo de mil y cuatrocientos y ochenta y seis se conquistó Ronda, y después Cazarabonela y Marbella, muy cerca del mar.

     Por este tiempo María del Espíritu Santo, persona de vida muy espiritual en Guadalajara, pedía en continuas oraciones a Dios la inspirase un empleo conveniente a su servicio. Fuele revelado (así lo escribe Goncaga), que viniendo a nuestra ciudad se emplease en fundar un monasterio de religiosas de Santa Isabel, de la tercera regla franciscana. Así lo hizo y hallando en nuestra ciudad algunas personas de su mismo intento y vida, fundaron este año el primitivo convento de Santa Isabel en una casa, que para ello compraron. En la cual habitaron doce años; hasta que uniéndose con las monjas de San Antonio el Real, que ya se habían mudado de la plaza, las monjas de Santa Clara la vieja (así nombraban entonces la casa que hoy Santa Isabel) se pasaron allí las nuevas religiosas de la tercera orden, como escribiremos año mil y cuatrocientos y noventa y ocho.

     En diez y seis de diciembre de este año de ochenta y seis parió la reina en Alcalá a la infanta doña Catalina, que después fue reina de Inglaterra.

     V. Conquistados en el reino de Granada Loja, Illora, Zagra, Baños, Moclín y otros pueblos, cercó el rey a Málaga puerto y llave del reino por fortaleza y correspondencia cercana de África. Asentóse el cerco en diez y siete de mayo de mil y cuatrocientos y ochenta y siete, con diez mil caballos y cuarenta mil infantes, gente toda de muchas manos y esperiencia en la guerra. En las primeras y más apretadas estancias de este cerco estuvieron las escuadras de Segovia con su capitán don Francisco de Bobadilla. Habiéndose defendido los cercados con valor y coraje tres meses, se rindieron a merced del vencedor, que para escarmiento de los pueblos restantes los hizo esclavos.

     Había por estos tiempos en nuestra ciudad dos conventos de monjas de Santa Clara: uno en la plaza y sitio que hoy ocupa el templo Catredal. A este convento nombraban Santa Clara la Nueva: a diferencia del otro, donde hoy está la casa y convento de Santa Isabel, nombrado entonces Santa Clara la Vieja. También había dos conventos de religiosos franciscanos: uno el antiguo de San Francisco, ya reducido a la observancia: otro el de San Antonio, fundado, como escribimos, año mil y cuatrocientos y cincuenta y cinco. La división causaba relajación y pobreza demasiada. La reina deseaba que ambos se uniesen al de San Francisco, y que el de San Antonio se diese a las religiosas de Santa Clara de la plaza, que en aquel sitio y casa vivían con estrechura y descomodidad indecente. Por su orden don Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, embajador en Roma, obtuvo bula de Inocencio octavo, en diez y siete de febrero de este año, cometiendo a nuestro obispo don Juan Arias de Ávila, que, averiguada la narrativa, ejecutase la traslación de los religiosos de San Antonio a San Francisco, y de las religiosas de Santa Clara a San Antonio.

     VI. Mandó la reina que la bula se presentase en el capítulo que, día de los Reyes del año siguiente mil y cuatrocientos y ochenta y ocho, celebraba en Arévalo la provincia observante de Santoyo, siendo provincial fray Rodrigo de Vascones, que poco antes había venido con otros religiosos a reformar nuestro convento de San Francisco de la claustra a la observancia. Obedeció el capítulo la bula agradeciendo a la reina el favor. Nuestro obispo, en virtud de la comisión, procedió a la información con testigos seglares y religiosos, y entre ellos el mismo provincial. Hallóla muy bastante, y en diez de abril entró en persona en el convento con notario y testigos. Vio la estrechura y descomodidad de las religiosas, y el siguiente día pronunció sentencia a la abadesa y monjas, para que dejando aquella casa pudiesen pasarse a la de San Antonio. El siguiente día, sábado doce de abril por la mañana, con solemne procesión, asistiendo el obispo, salieron del convento de Santa Clara de la plaza doña Catalina, abadesa; Isabel Arias, provisora; Juana Sánchez de Valdivieso, sacristana; Isabel López, ropera; Marina Ruiz, maestra de novicias, con otras veinte religiosas. Y llegando a San Antonio, habiendo hecho oración en la capilla mayor, estando por la parte interior del convento el provincial fray Rodrigo de Vascones y fray Juan de Naharros, presidente, y los religiosos del convento, el obispo refiriendo lo actuado ante el mismo notario y licenciado Rodrigo de Cieza y Alonso de Salamanca, canónigos, y Pedrarias y Juan de la Hoz su hermano, testigos del acto, dio licencia en escrito a los religiosos para que se pasasen a San Francisco; dándole las llaves de aquella casa y convento, como lo hicieron. El obispo entregó la casa y llaves a la abadesa y monjas, que abriendo las puertas entraron a tomar la posesión del convento que por mandato de los reyes se nombra desde entonces San Antonio el Real. Sustenta cincuenta monjas con observancia tan religiosa y perseverante, que entre otras perfecciones monásticas conservan los maitines a media noche, observancia en mujeres y tierra tan fría, digna de memoria y ejemplo. Así pasó esta traslación, como consta de los instrumentos originales, que auténticos permanecen y hemos visto en los archivos del convento. Aunque el ilustrísimo Gonzaga en su crónico franciscano, mal informado de quien le envió las noticias, sin haber visto estos archivos, confunde esta traslación, con la que las monjas de Santa Clara la vieja hicieron, uniéndose a este convento de San Antonio año mil y cuatrocientos y noventa y ocho, como entonces escribiremos.

     VII. Los reyes partieron de Medina del Campo a veinte y siete de marzo de mil y cuatrocientos y ochenta y nueve. Cercóse la ciudad de Baza con cincuenta mil infantes y doce mil caballos, y después de muchas escaramuzas se rindió a partido en cuatro de diciembre. Todas las cosas humanas consisten en reputación, y mucho más la guerra: con el ejemplo de Baza se rindieron Guadix y Almería, y otros muchos pueblos con todas las Alpujarras.

     Había tenido nuestro obispo pesadas discordias con ministros superiores, de que nacieron pleitos costosos y prolijos, y determinado a seguirlos en la curia romana habiendo nombrado por sus vicarios al licenciado Rodrigo Sánchez de Cieza, canónigo y jurista, y al licenciado Rodrigo de León, teólogo, en Turégano, miércoles veinte y cuatro de marzo de mil y cuatrocientos y noventa años partió a Roma donde murió, como diremos, año mil y cuatrocientos y noventa y siete.

     Ya la ciudad de Granada estaba descarnada, conquistados casi todos sus contornos: su rey Mahomad Boaddil nombrado el Chico, retirado a la fortaleza de la Halambra por odio de sus vasallos, pedía socorro a los reyes, que respondieron cumpliese el concierto de entregarles la ciudad, dándole distrito en que viviese. Intentó rebelarse sin fuerzas, que la guerra civil se las había consumido. El Rey Católico, después de haber celebrado en Sevilla los desposorios de la infanta doña Isabel, su hija mayor, con don Alonso, príncipe de Portugal, que murió breve y desgraciadamente, gastó todo este verano en talar los campos, quitando todo el sustento.

     VIII. La siguiente primavera de mil y cuatrocientos y noventa y un años se puso sobre la ciudad con diez mil caballos y cuarenta mil infantes, todos soldados viejos en la guerra y en la tierra; a quien el valor y la esperiencia hacían dueños del enemigo. Para comodidad de los cercadores y horror de los cercados fundó el rey una nueva ciudad, que nombró Santa Fe, donde luego vinieron la reina, príncipe, e infantas. Los granadinos, viendo su flaqueza y el ímpetu del contrario valeroso y alentado con tantas continuas vitorias, rindieron la ciudad el segundo día del año mil y cuatrocientos y noventa y dos, venturoso para España, pues en él se desarraigó la tiranía africana, que setecientos y setenta y siete años había que la infamaba, dando fin a la más porfiada y valerosa espulsión que vieron las edades pasadas y admirarán las futuras, sin ayuda de otra ninguna nación, ni rey estranjero, como provincia valerosa y libre.

     Entre otros dones ofreció el vencido rey a los vencedores una gran reliquia de la cruz en que murió el redentor del mundo, con tradición de que estaba en poder de sus ascendientes desde que sujetaron a España.

     Los reyes la ofrecieron luego a nuestro convento de Santa Cruz, que por este tiempo reedificaban con tanto aumento, que algunos la han llamado fundación de los reyes católicos; habiendo docientos y setenta y cuatro años que estaba fundado por el santo patriarca Santo Domingo, como escribimos año 1218. Cierto es que los reyes adquirieron justísimo derecho de patronazgo con tal reedificación, mandando se nombrase Santa Cruz la Real. Y para adorno de esta santísima reliquia mandaron labrar de plata cendrada (dicen que fue la primera que se trajo de Indias) un modelo de la ciudad de Santa Fe, con sus muros, puerta y torreones; que sirve de peana o calvario a una cruz de la misma plata, en que se muestra engastada la reliquia tres días al año, Viernes Santo, Invención y Exaltación de la Cruz.

     IX. Trataron luego los prudentes reyes de purificar la religión en sus repúblicas, mandando por edicto público que cuantos judíos habitaban en los reinos de Castilla y Aragón dentro de cuatro meses dejasen sus reinos, o la Sinagoga. Estrañamente alborotó el pregón a los comprendidos, que con sus logros y usuras señoreaban la sustancia de los reinos; causa de que los estadistas juzgasen a desacierto la determinación; y los judíos no la tuviesen por cierta. Mas los reyes, venerando a Dios sobre todo, y considerando que la mezcla de religión en las repúblicas es origen de ateísmo, mandaron ejecutar con efecto. Alteró sobremanera esta resolución aquella miserable gente. Hemos visto algunas escrituras de ventas, que otorgaron en estos días de heredades y casas que tenían en nuestra ciudad en su cuartel, que nombran Judería, a la banda de mediodía desde la sinagoga, hoy iglesia de Corpus Christi, por detrás de lo que hoy es iglesia mayor, por la puerta que entonces nombraban fuerte y hoy de San Andrés, hasta la casa del Sol, que hoy es matadero. Era corregidor en nuestra ciudad Díaz Sánchez de Quesada, caballero de tanto valor y nombre que dio ocasión al vulgo a la equivocación o engaño de nombrar desde entonces don Día Sanz de Quesada a don Día Sanz, uno de los dos segovianos conquistadores de Madrid. Éste, pues, instaba en cumplir el mandato real, con que la miserable nación, cumplido el término del edicto a los principios de agosto, dejando sus casas se salieron a los campos, enviando algunos de ellos a los reyes que pidiesen dilación. Estaban los campos del Hosario (nombrado así por tener allí sus sepulcros) y el valle de las Tenerías, llenos de aquella miserable gente, albergándose en las sepulturas de sus mismos difuntos y en las cavernas de aquellas peñas. Algunas personas de nuestra ciudad, religiosas y seculares, celosas de la salvación de aquellas almas, aprovechando tan buena ocasión, salieron a predicarles su conversión y advertirles su ciega incredulidad contra la luz de tantas evidencias en tan dilatados siglos y calamidades. Algunos se convirtieron y bautizaron, dando nombre al lugar que hasta hoy se nombra Prado santo por este suceso; los demás salieron del reino.

     X. Limpia la república de esta cizaña, ayudaron los reyes a la reformación de las religiones, relajadas con la inquietud de los tiempos. Procuraban la reformación fray Francisco Ximénez, provincial entonces de los franciscanos observantes, y el prior de Santa Cruz, inquisidor general, fray Tomás de Torquemada, por comisión apostólica. Alteráronse los claustrales sobre manera. Favorecíales Lorencio Vaca, comendador de Sancti Spíritus en nuestra ciudad, persona de calidad y correspondencia en la curia romana; y que mostraba indulto y bula del papa para amparar y poner en libertad cualesquiera frailes claustrales; y conmutarles los votos y profesión en la suya de Sancti Spíritus, con que eximió algunos. Mas en fin la reformación se concluyó por el favor de los reyes y diligencia de los comisarios.

     Entre las felicidades que España gozó este año fue una el descubrimiento que jueves once de otubre hizo Cristóbal Colón en el occidente de tan espaciosos reinos, que merecieron nombrarse Nuevo mundo, y a la verdad son mucho más que lo conocido antes. ¡Oh ignorancias de la humana filosofía para triunfo del evangelio, tanto antes profetizado (según entendemos) por Esaías, que llama aquellos reinos Islas del Mar, y a nuestra España, Fin de la tierra!. Por medio de cuyas banderas se publica, y estiende el Evangelio en aquellas dilatadas provincias. En cuatro de mayo del año siguiente, mil y cuatrocientos y noventa y tres espidió el papa Alejandro sexto la bula que llaman del repartimiento de estas conquistas oriental y occidental, entre los reinos de Portugal y Castilla.

     En seis de noviembre de este año, Reynaldo Angut, alemán, y Estanislao, Polono, impresores, acabaron de imprimir en Sevilla el Breviario segoviano. Y ésta, según entendemos, fue la primera impresión que de él se hizo.

     XI. Visitaban los reyes sus reinos, alegrando y disponiendo sus repúblicas, ya limpias y pacíficas. Y para librarlas de arrendadores y recetores de las rentas reales, sanguijuelas de los pueblos, asentaron este año los encabezamientos de tributos y alcabalas, disponiendo la cobranza con gran alivio de los pueblos y aumento propio. Al principio de julio de mil y cuatrocientos y noventa y cuatro vinieron desde Arévalo a pasar lo ardiente del estío en nuestra ciudad, donde en llegando asaltó al rey una enfermedad tan aguda, que le obligó a ordenar testamento a diez del mismo mes. En él ordenaba que le sepultasen en una real capilla que mandaba fundar en Granada, donde también se mandaba sepultar la reina; a la cual nombraba por testamentaria, con el príncipe y el arzobispo de Granada fray Hernando de Talavera, y el prior de Santa Cruz, y don Enrique Enríquez, su tío, y el obispo de Zamora, fray Diego Deza. Alborotóse el reino con nueva de tan repentina enfermedad; y nuestros ciudadanos, tristes y confusos, llenaban los templos de oraciones y votos por la salud de príncipe tan debidamente amado. Convaleció el rey tan presto, que al fin de agosto partieron a Madrid y a Guadalajara, cuidadosos de favorecer a Roma y Nápoles contra Francia. Tanto pudo el valor y virtud unida de estos prudentes reyes, que en veinte años señorearon y pacificaron reinos tan inquietos; espelieron enemigos tan arraigados y llenaron la redondez del mundo de su glorioso nombre. En cinco de setiembre habían vuelto a nuestra ciudad, cuyos privilegios confirmaron con la cláusula siguiente: Atendiendo a los muchos, e leales servicios que a los Reyes nuestros antecesores, y a nos an fecho, y fazen de cada día: y la lealtad, y fidelidad que nos tuvieron al tiempo que sucedimos en estos nuestros Reinos: y como la dicha ciudad fue la primera de las que nos dio la obediencia, y fidelidad, e estando en ella nos la vinieron a dar los grandes, e ciudades, e comunidades de los dichos nuestros Reinos e dende ella alcanzamos, e conquistamos vitorias de nuestros adversarios e sojuzgamos, e sometimos a los rebeldes a nuestro servicio, e corona real. E otro si en la guerra del Reino de Granada contra los moros, y enemigos de nuestra santa fe católica. E ansi mismo considerando tan insigne, y antigua ciudad, e puesta en el comedio de nuestros Reynos, etc. Esta misma cláusula pusieron, confirmando el privilegio de las dos ferias a nuestra ciudad, en Madrid a veinte y dos de enero del año siguiente de mil y cuatrocientos y noventa y cinco.

     XII. En la villa de Fuentidueña, de este obispado, y distante de nuestra ciudad (como dejamos advertido) once leguas al norte, don fray Francisco Ximénez, ya arzobispo de Toledo, dio a sus religiosos franciscanos año mil y cuatrocientos y noventa y seis, por comisión del papa Alejandro sexto el convento en que hasta hoy permanecen con advocación de San Juan de la Penitencia, quitándole a otros religiosos que antes lo poseían. Así lo refiere Gonzaga.

     Disponía el cielo juntar por matrimonios los mayores príncipes cristianos. Casáronse hermanos con hermanos; don Felipe, conde de Flandes y archiduque de Austria, hijo del emperador Maximiliano primero, con doña Juana infanta de Castilla, y el príncipe don Juan, a quien sus padres habían hecho presidente del consejo, con madama Margarita de Austria, hermana de Felipe; cuyas bodas se celebraron en Burgos en tres de abril lunes de Casimodo de mil y cuatrocientos y noventa y siete, Arturo, príncipe de Gales, con la infanta doña Catalina de Castilla. Don Manuel, nuevo rey de Portugal, con la infanta doña Isabel.

     Entre tantas ocupaciones, la principal de los reyes era el gobierno común, juzgando que el señorío de reinar es encargo, no comodidad. La moneda, sangre de la república, estaba corrompida y pedía instante remedio. Mandaron labrar oro subido de veinte y tres quilates, cada marco en sesenta y cinco piezas y tercio; estas piezas o monedas de oro, que valía cada moneda once reales en plata y un maravedí, y en cobre o vellón trecientos y setenta y cinco maravedís, mandaron se nombrasen Escelentes de la Granada, y después se nombraron ducados, nombre que hoy permanece en la cuantidad, aunque no hay moneda de ducado, por haber subido los escudos de oro. También mandaron labrar plata cendrada de once dineros a sesenta y cinco reales por marco, subiendo los reales de treinta y un maravedí, como antes valían, a treinta y cuatro, como hoy permanecen; y diez cuentos de vellón en blancas a dos blancas por maravedí; provecho grande de la república usar monedas menudas como la mano dividida en dedos para uso más provechoso. En la plata mandaron poner sus nombres y empresas celebradas, el yugo del rey y las flechas de la reina; así lo dice la ley publicada en Medina del Campo en trece de junio de este año.

     En cuatro de otubre, fiesta de San Francisco, falleció en Salamanca el príncipe don Juan, en edad de diez y nueve años, tres meses y seis días, llanto común y perpetuo de España. Fue sepultado en Santo Tomas de Ávila, vistiendo los señores por muestra de mayor sentimiento lutos negros, que antes en Castilla eran de jerga blanca, que nombraban Marga, y desde entonces se dejó.

     XIII. Nuestro obispo don Juan Arias de Ávila falleció en Roma este año, y engañóse Garibay diciendo que a veinte y cuatro de otubre; porque a veinte y ocho otorgó testamento que tenemos autorizado y, según conjeturas, murió el mismo día. Uno de los prelados a quien más debe esta silla, como se puede colegir de lo que dejamos escrito en su tiempo. En Roma hizo servicios de importancia a los pontífices. Por orden de Alejandro sexto se halló con su sobrino el cardenal de Monreal en Nápoles a coronar a su rey don Fernando por mayo de 1494. Y después, al principio de este año de noventa y siete en que va nuestra Historia, con César Valentín a coronar a don Fadrique. En su testamento mostró su mucha religión en muchos píos legados. Entre otros, mandó acabar la ermita de San Cosme y San Damián, extramuros (como dice la cláusula) de Valladolid. A la iglesia de Segovia mandó dos ternos enteros de rico brocado, uno carmesí, y otro morado; dos preciosas mitras y otras muchas joyas, con su librería que era rico tesoro y se ha desperdiciado. Hay quien dice que escribió historia del rey don Enrique cuarto; nunca hemos podido verla ni a quien la haya visto, aunque se ha procurado. Mandó se fundase un hospital con la heredad que tenía en Roda, y muchos maravedís de renta en juros. Comenzóse la fábrica junto a las casas de su mayorazgo y la iglesia de San Esteban; cesó por muchos pleitos que hubo entre sus herederos. Después, por los años 1563, se puso en el hospital de la Misericordia, quedando el patronazgo a los obispos sucesores, como aquel año escribiremos. Fundó un mayorazgo de veinte mil ducados de renta en cabeza de Pedro Arias su sobrino, gobernador que fue de Castilla del Oro, como diremos en nuestros claros varones. Eligió sepultura en Roma en el convento de San Jerónimo, de la religión franciscana, mandando que su heredero trasladase sus huesos dentro de dos años a esta iglesia, donde estuvo hasta la traslación de este templo, en que se perdieron memorias y epitafios de nuestros obispos y otros claros varones, con harta pena nuestra y culpa de los que entonces no advirtieron en conservar memorias tan ejemplares.

     Trataban la reina y el arzobispo Ximénez que nuestras monjas de Santa Clara la Vieja se incorporasen en el monasterio de San Antonio el Real. Vencidas algunas dificultades se concertó la unión, que importaba mucho para religión y comodidad. Vino a ejecutarla fray Juan de Lenis, vicario provincial, que en diez y ocho de marzo de mil y cuatrocientos y noventa y ocho dio licencia a las monjas para pasarse con sus rentas y alhajas a San Antonio, absolviendo del cargo de abadesa a doña Inés de León, que en sus manos le había renunciado. Celebrado este acto, salieron doña Inés de León, abadesa, y Ana, vicaria, y María Ortiz, sacristana, y otras monjas, que con solemne procesión fueron llevadas a San Antonio. Esta traslación confundió Gonzaga con la que ya referimos año 1488.

     María del Espíritu Santo y sus religiosas de la orden tercera se pasaron luego a la casa que había sido de Santa Clara la Vieja, donde hasta hoy permanecen con mucha religión, nombre y regla de Santa Isabel.

     XIV. Había sucedido por estos días en nuestra ciudad una pesada desavenencia con un ministro de justicia sobre las costas de una ejecución cuantiosa trabada en la hacienda de una viuda; habían escedido las costas y derechos a la deuda principal, aunque era grande. Quería el ministro hacerse primero pago de sus derechos, dejando al deudor sin hacienda, y al acreedor sin paga, como muchas veces se hace. Quejábanse ambos del ministro, que ya tenía los bienes del deudor a la puerta, vendiéndoles como dueño absoluto. Pasó acaso una persona de autoridad, quiso componer el estrago, pero soberbio el ministro con el rey, como dicen, en el cuerpo y el interés en el alma, dio ocasión a la persona para que le maltratase. Enconóse el caso; llegó a noticia de la reina, que al presente estaba en Segovia, y bien informada desterró a la persona agresora por la autoridad de la justicia; y al ministro, por el mal uso, privó de oficio público, prometiendo poner limitación a las escesivas costas que en las ejecuciones se causaban. Y estando en Alcalá en nueve de abril de mil y cuatrocientos y noventa y ocho despacharon ambos reyes una cédula real limitando las décimas de nuestra ciudad y su tierra a treinta por millar hasta diez mil maravedís, y de allí adelante nada; de modo que ninguna décima pasa de trecientos maravedís, aunque la deuda sea de cualquiera cantidad de diez mil maravedís arriba; privilegio muy importante para república de tanto comercio y trato.

     XV. Por muerte de don Juan Arias de Ávila sucedió en nuestro obispado don Juan Arias del Villar. Nació, según algunos, en Santiago de Galicia, según otros, en Asturias. Como quiera fue de noble linaje, gran letrado y deán de Sevilla. Año 1484, le enviaron nuestros reyes con don Juan de Ribera, señor de Montemayor, a tratar con Carlos octavo nuevo rey de Francia, la restitución de Ruisellón y Cerdania y continuar las paces con aquella corona. Después le nombraron obispo de Oviedo, y algunos dicen que antes de la embajada. Año 1491, habiendo los reyes privado al presidente y oidores de Valladolid por un grave desacierto, fue nombrado presidente de aquella audiencia, y últimamente obispo de Segovia, con retención de la presidencia, por ser en ella muy necesaria su persona, causa de que no acudiese al más principal encargo de su obispado. Otorgó poder para tomar posesión al bachiller Alonso Álvarez de Valdés, arcediano de Gordón, en Valladolid a trece de setiembre de este año, y fue su provisor el licenciado Diego de Espinosa, canónigo de Segovia.

     Despojada nuestra ciudad de los pueblos y vasallos, que (como dijimos), se dieron a don Andrés de Cabrera, aunque en tela de juicio pretendía su restitución; pobló el año siguiente mil y cuatrocientos y noventa y nueve un pueblo en unos términos suyos, nombrados la Perdiguera, y Naval Carnero, que dio nombre a la nueva población, catorce leguas entre oriente y mediodía de nuestra ciudad. Confirmáronla los reyes despachándose provisión en Valladolid en diez de setiembre de este año, para que nuestra ciudad, cuya era la jurisdición, nombrase alcaldes. Dio la ciudad comisión a Fernán Pérez, su mayordomo, que en la misma puebla miércoles, diez de otubre del mismo año nombró a Juan de Toledo y Francisco Martín por alcaldes, y a Juan García por alguacil. Muchos debates hubo sobre esta población con los señores y vecinos de Casarrubios, y pleitos que duraron muchos años, venciendo en fin nuestra ciudad, en cuya jurisdición estuvo hasta que por compra se ha eximido estos días.

     XVI. En veinte y cinco de febrero fiesta de Santo Matías (por ser bisiesto) año de mil y quinientos, parió en Gante, famoso pueblo de Flandes, la infanta doña Juana un hijo que nombraron Carlos, en memoria de su bisabuelo el gran Carlos, duque de Borgoña: adelante fue rey de España, emperador de Alemania y señor de la mayor monarquía que el mundo había visto desde Adán. Ya la guerra andaba fuera de España por el valor de sus reyes y con tanta felicidad de la provincia, que hasta ahora no ha vuelto a entrar, aunque lo ha intentado.

     Por el mes de setiembre del año mil y quinientos y uno falleció en la villa de Mojados nuestro obispo don Juan Arias del Villar. Fue traído a sepultar a su iglesia Catredal en la capilla mayor al lado del evangelio, en un suntuoso sepulcro de alabastro con reja dorada. Dotó en ella una misa los miércoles con cantores, caperos y órganos, largas propinas a los prebendados presentes; sin admitir ausente por causa alguna: nómbrase hasta hoy la Misa del obispo: diola muchos ornamentos preciosos, y entre ellos una procesión de capas blancas y un acetre de plata en que se ven sus armas, que son, una flor de lis con cuatro veneras. Hizo imprimir en Venecia un misal segoviano, ordenado por Pedro Alfonso, racionero, y Diego de Castro, beneficiado en la iglesia Catredal. Del cual usó nuestro obispado hasta que año mil y quinientos y sesenta y ocho, por bula del papa Pío quinto, en virtud de lo decretado en el santo concilio tridentino, introduciéndose el general romano, cesaron todos los de iglesias particulares.

     XVII. En veinte y nueve de enero de mil y quinientos y dos años llegaron a Fuenterrabía el archiduque don Felipe y la princesa doña Juana ya heredera propietaria de estos reinos, por las muertes del príncipe don Juan, princesa doña Isabel, y su hijo el príncipe don Miguel. Pasaron con grande y lucido acompañamiento a Burgos, Valladolid y Medina del Campo. De allí al principio de abril vinieron a nuestra ciudad, que los recibió conforme a su generosa costumbre, y al orden que tenía de los reyes, que por haber llegado a nuestras manos una copia, pareció ponerla aquí para muestra de la providencia y gobierno de aquellos prudentísimos reyes.

     I. Primeramente, que todos procuren vestir lo más lucido que puedan: y los que hicieren vestidos sean de colores claros para mayor muestra de alegría: y los que, conforme a las premáticas pueden vestir jubones de seda; puedan vestir sayos de seda.

     II. Que todo el recibimiento sea de gente bien luzida, y ordenada, convocando los continuos, y gente de a caballo de la comarca.

     III. Que los Príncipes sean recibidos con palio de brocado: y en la Iglesia mayor los reciba el Cabildo (era vacante), y los Príncipes se apeen a hazer oración como acostumbran los Reyes.

     IIII. Que las calles se adornen, y las fiestas, y regozijos se celebren con la muestra possible de contento: escusando invenciones de fuego, que no podrán agradar a los Flamencos, y Alemanes, por ser tan ingeniosas las que se hacen en sus provincias.

     V. Que los hospedages de los estrangeros sean con amor, y regalo como conviene a la común reputación: y se promete de tan leales vasallos.

     Dada en Sevilla a diez enero de M. D. II. años.

     Todo lo cumplió nuestra ciudad con la ostentación que acostumbra, festejando a los príncipes con diversidad de fiestas, hasta que pasaron a Madrid, y de allí a Toledo, donde los esperaban los reyes para que fuesen jurados por sucesores de los reinos, como se hizo.

     XVIII. Por muerte de don Juan Arias del Villar, nombraron los reyes por obispo nuestro a don Juan Ruiz de Medina. Nació en la noble villa de Medina del Campo: estudió derechos en Salamanca, donde recibió la beca del colegio de San Bartolomé en catorce de noviembre de 1467. Fue catedrático de prima de Valladolid, primer prior en la erección de la iglesia colegial de su patria año 1480. Y después, segundo abad. Fue prior y canónigo de Sevilla, inquisidor de los primeros de Castilla, embajador a Francia. Y año 1486 fue con el conde de Tendilla, por mandado de nuestros reyes, a Roma a componer las diferencias entre Inocencio octavo y don Fernando, rey de Nápoles. Donde fue tan bien visto que hay quien refiera que difunto Inocencio octavo en veinte y cinco de julio de 1492 se le encomendó la guarda del cónclave. Premiando sus méritos le dieron los Reyes Católicos los obispados de Astorga, Badajoz y Cartagena, y últimamente el de nuestra ciudad, donde entró, según conjeturas, por junio de este año.

     Las guerras de Nápoles obligaron al francés a divertir las fuerzas de España, inquietando la parte de Ruisellón. Acudió al reparo el rey don Fernando. La reina llegó a nuestra ciudad miércoles primero día de agosto de mil y quinientos y tres años, mal convaleciente de una enfermedad que aún le apretaba, y sobre todo cuidadosa de los malos asomos que la princesa daba de perturbársela el juicio, instaba en irse con su marido, que era vuelto a Flandes; y quería ir por Francia, sin reparar en el rompimiento de la guerra. Estorbada por este camino, mandaba la dispusiesen embarcación. Detenía la reina estos ímpetus, procurando divertirla con disimulación, hasta que un día llegó a Valverde, aldea de nuestra ciudad, a una legua entre poniente y mediodía, con determinación de despedirse. Vista su resolución, la reina por entretenerla dijo la placía fuese por mar, aguardando tiempo oportuno; y procuró se volviese a Medina, y con ella muchos señores, y entre ellos don Juan de Fonseca, obispo de Córdoba, instruido en que la asistiese con cuidado.

     XIX. En veinte y cinco de setiembre de este año falleció en nuestra ciudad, de repente, don Álvaro de Portugal, hermano del duque de Verganza, que estando comiendo se cayó de la silla; depositáronle en el convento de San Francisco, y después fue llevado a Portugal. La reina, que en nuestra ciudad esperaba convalecer, tuvo aviso del buen suceso que el rey había tenido contra los franceses, retirándolos hasta Narbona con mucha pérdida de gente y reputación. Mostró nuestra ciudad su alegría con muchas fiestas y regocijos, así por el buen suceso, como por alegrar a su reina, a quien tantos favores debía. Mas todo esto desazonaban los avisos continuados de que la princesa multiplicaba ímpetus de partirse: hasta salirse un día a pie de la Mota, donde la tenían; tan resuelta que obligó a levantar el puente. Y viéndose cercada, se estuvo todo el día con muy gran frío en la barrera (o barbacana), y a la noche se recogió a la cocina; sin querer subir a su cámara después, ni permitir que aquello se adornase con unos paños por la indecencia y por el frío, que todo era mucho; ni bastar a ello don Enrique Enríquez y el arzobispo de Toledo, que a asistirla habían acudido por orden de la reina. La cual avisada del esceso, aunque bien apretada de su dolencia, partió de nuestra ciudad lunes veinte y seis de noviembre; y a su presencia, aun sin hablar, se recogió la princesa, que la respetaba sumamente. Sobrevino el rey, y no hallándose otro remedio, partió la princesa el marzo siguiente por Laredo a Flandes.

     XX. Fue este año de mil y quinientos y cuatro prodigiosamente infausto para Castilla. Viernes Santo, cinco de abril, padeció general terremoto, y más horrible en la parte baja de Andalucía. Desplomó y arruinó muchos y grandes edificios, cuyas ruinas mataron mucha gente con asombro grande de los restantes, no acostumbrados a semejante desdicha. Dios, causa primera de las cosas, avisaba con el efecto natural de estas causas segundas los infortunios de este año y los siguientes: faltaron frutos y salud con una aguda pestilencia. A los principios de julio llegó a nuestra ciudad aviso del aprieto en que estaba la salud de la reina, que era la salud pública. El sentimiento fue grande: la continuación de procesiones y rogativas con gran devoción y tristeza, estimando cada uno por propia la falta de reina tan dignamente venerada. Cuatro meses, después de prolijas dolencias, combatió la enfermedad la más constante paciencia que jamás vio el dolor. Y en fin acabó la vida más importante que jamás gozó Castilla con admiración de los siglos y los reinos, martes a mediodía en veinte y seis de noviembre; en cincuenta y tres años, siete meses y cuatro días de edad, y treinta años menos diez y seis días de corona. Mandó en su testamento que se restituyesen a nuestra ciudad los pueblos y vasallos, que de su jurisdición se habían dado a Andrés de Cabrera, como escribimos año 1480. A otro día de su fallecimiento fue llevado su cuerpo a sepultar a Granada, según lo dejaba dispuesto, para establecer aquel reino recién conquistado.

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